De Hombre a Hobbes Aveledo

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DE HOMBRE A CIUDADANO UNA REVISIÓN DEL DE CIVE DE THOMAS HOBBES (1642) Guillermo Tell Aveledo Coll Caracas, Junio de 2004

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DE HOMBRE A CIUDADANO UNA REVISIÓN DEL DE CIVE DE THOMAS HOBBES (1642)

Guillermo Tell Aveledo Coll

Caracas, Junio de 2004

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“De tous les auteurs chrétiens le philosophe Hobbes est le seul qui ait bien vu le mal et le remède, qui ait osé proposer de réunir les deux têtes de l'aigle, et de tout ramener à l'unité politique, sans laquelle jamais État ni gouvernement ne sera bien constitué. Mais il a dû voir que l'esprit dominateur du christianisme était incompatible avec son système, et que l'intérêt du prêtre serait toujours plus fort que celui de l'Etat. Ce n'est pas tant ce qu'il y a d'horrible et de faux dans sa politique que ce qu'il y a de juste et de vrai qui l'a rendue odieuse.”

JEAN-JACQUES ROUSSEAU, Du Contrat social (1651), Lib.IV, cáp.VIII.

PRELIMINARES

Enfrentar el estudio de las formas de civilidad y ciudadanía desde una perspectiva histórica, ha de pasar, necesariamente, por uno de los procesos cruciales de la política occidental: la consolidación del Estado moderno, que tiene en Thomas Hobbes, y en su libro Del Ciudadano, a uno de sus exponentes fundamentales. En esta obra, como en toda su teoría política, Hobbes parte de la antítesis estado de naturaleza/sociedad civil, haciendo a la sociedad civil (que es el Estado) la condición previa para la civilidad.

El concepto del Estado moderno surge, históricamente, como evidencia teórica de la superación paulatina de los pluralismos medievales, y de la superación de las atribuciones particulares del poder. Así, el poder político se concentra y se hace público, en el lento tránsito de la persona del príncipe a la persona artificial del Estado1. El poder de éste se oponía a otros poderes y formas políticas que, durante la época moderna, se le enfrentaron en su presunción de dominio, y frente a las cuales la forma estatal habría de imponerse2, en “una larga y sangrienta lucha por la unidad del poder”3. Dichos poderes podían reclamar su autoridad por encima de los incipientes estados, como la Iglesia o los herederos del Sacro Imperio Romano, o dentro de los mismos, los señores y corporaciones que reclamaban su independencia, así como de los partidarios de las teorías ascendentes y populares del poder. Todos estos grupos eran enemigos de la naciente forma estatal.

Era imperativo, por lo tanto, que la forma política del Estado moderno lograse consolidar su pretensión de poder a través de la idea de soberanía. Tal noción sirvió como valor defensivo (para proteger las potestades del Estado frente a otras potencias) y ofensivo (como reafirmación de su autoridad dentro de su territorio y como evidencia de su capacidad para organizarse)4. El concepto se articula modernamente hacia el siglo XVI gracias al trabajo de Bodin, quien acuña

1 Para un recuento de la historia del concepto, léase JELLINEK, Georg (1911/2000): Teoría General del Estado, México, F.C.E., pp.401-432; SKINNER, Quentin (2002): “The state of princes to the person of the state”, en Visions of Politics. Volume II: Renaissance Virtues. Cambridge, Cambridge University Press, pp.398-405. 2 SPRUYT, Hendrik. (1994): The Sovereign State and Its Competitors. Princeton, Princeton University Press, passim. 3 BOBBIO, Norberto (1995): Thomas Hobbes. México, FCE, p.71 4 Jellinek, op.cit., p.405.

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el término. Éste señaló que la soberanía era la summa potestas, “el poder absoluto y perpetuo de una República”5, inalienable e imprescriptible. Poder de regular las conductas “a todos en general y a cada uno en particular (...) sin consentimiento de superior, igual a o inferior”6.

Es en este punto donde la relación entre la aparición del Estado moderno, teóricamente hermético frente a las pretensiones de otros poderes, con el estudio de las formas de civilidad y ciudadanía se hace necesario: si se plantea que los hombres han de superar la simpleza de sus sentimientos y pulsiones naturales para devenir en civilizados, el único camino planteado para esto por los teóricos del Estado (o, en realidad, por Hobbes), es la imposición de una conducta determinada, refinada, por la ley civil. No es que la civitas (como condición política propia del ciudadano) sea correlativa a la civilitas (como condición del hombre civilizado)7, sino que la civilitas sólo es posible sí existe civitas, y esta, de acuerdo a Hobbes, sólo existe en tanto se instituya un poder soberano frente al cual todos los hombres renuncien a su condición natural, y así, a la ingrata vida del salvaje. Así, la sociedad civil lo era en ambos términos (política y culturalmente), en tanto existiera un Estado:

“Es necesario enfocar la teoría iusnaturalista del estado de naturaleza a la luz de esta oposición de Estado y sociedad, pues únicamente entonces se nos ofrece con un sentido claro, y no como una lucubración, sólo comprensible con un esfuerzo imaginativo. Lo que latía en el fondo de tal teoría era la justificación teórica del predominio del Estado sobre la sociedad o de la sociedad sobre el Estado. Cuando Hobbes dice que el estado de naturaleza es lo informe, lo amorfo, la guerra de todos contra todos, quiere significar que fuera del Estado no es posible la vida social, y, por consiguiente, que la sociedad sólo cobra existencia por y a través del Estado”8

De este modo, se entiende que el Estado es el supuesto de toda “civilización”9, y no que estos van de la mano: La civilidad, tanto como corresponda a las maneras como a la pertenencia al cuerpo político, es una condición estática y precaria. El carácter de ciudadano, donde el hombre ha encontrado modificar (o mejor, atemperar) su naturaleza, puede siempre verse en peligro. La vida cómoda del ciudadano sólo puede salvaguardarse si éste defiende y actúa dentro de los límites que la ley le impone. El riesgo es claro:

“Fuera de la sociedad civil estamos protegidos sólo por nuestras fuerzas; en ella, por las fuerzas de todos. Sin ella, nadie está seguro de recoger el fruto de su trabajo; dentro de ella, todos tienen esa seguridad; en fin, fuera del Estado reinan las pasiones, la guerra, el temor, la pobreza, la crueldad, la soledad, la barbarie, la

5 BODINO, Juan (1576/2000): Los Seis libros de la República. Madrid, Editorial Tecnos, I, 8. 6 Ibíd., I, 10. 7 BOBBIO, Norberto (1997): Estado, Gobierno y Sociedad. México, F.C.E., pp.60-61 8 GARCÍA-PELAYO, Manuel (1991a): "Derecho Constitucional Comparado", en Obras Completas, tomo I, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, p.349 9 GARCÍA-PELAYO, Manuel (1991d): "Sobre la significación de la historia para la teoría política", en Obras Completas, tomo III, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, p.2507

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ignorancia, el salvajismo; el Estado reinan la razón, la paz, la seguridad, la riqueza, la belleza, la sociabilidad, la elegancia, las ciencias, la benevolencia”10

El hombre natural puede vivir civilizadamente sólo al aceptar las limitaciones de su miserable y temible estado, y dar el paso hacia su “domesticación”11. Esta es la idea que mueve el pensamiento hobbesiano, del cual algunos temas, como ha sido observado por algunos autores, se reflejan en la teoría sobre el proceso de la civilización de Norbert Elias12. Este proceso se identifica tras observar, a través de la historia, cómo las modificaciones en las estructuras de la personalidad moldean las instituciones y modos de intercambio social13. Esta modificación de la conducta y hábitos individuales ha de ir hacia la eliminación de los particularismos, la homogeneización de maneras, la institucionalización de relaciones sociales y la estabilización de una autoridad que asuma para sí el monopolio de la violencia. En suma, un proceso cuya dirección es la centralización de la sociedad14, en la forma que desde Hobbes platea a los Estados modernos. La adecuación de los individuos a patrones de conducta apropiados, al establecimiento de reglas de conducta dentro de los grupos humanos: así, cuando los hábitos y las estructuras de la personalidad individual se fundamentan en el auto-control, en la superación de la mera volición sin refinamiento, se puede observar una correspondiente diferenciación y regulación de las normas de la sociedad. Así:

“Only with the formation of this kind of relatively stable monopolies do societies acquire those characteristics as a result of which the individuals forming them get attune, from infancy, to a highly regulated and differentiated pattern of self-restraint; only in conjunction with these monopolies does this kind of self-restraint require a higher degree of automaticity, does become, as it were, “second nature”15

Así, el libérrimo e indolente hombre primitivo se ha visto alcanzado, progresivamente, por las cadenas de la interdependencia social16, que le dan un ámbito específico y unos roles determinados. El individuo, modificado y mejorado en sus hábitos, encuentra que su éxito social no depende de su fuerza o su disposición hacia la violencia, sino, más bien, en una disposición dada a la reflexión continua, a la previsión, al cálculo, al auto-control, a la regulación articulada de los afectos. El proceso de la civilización tiende, de este modo, a producir una pulsión colectiva hacia la regularidad y la estabilidad, que modera (o elimina), los deseos individuales que atentan contra dicha condición. La construcción del Estado se ve aparejada, entonces, con la disposición del individuo a un comportamiento

10 HOBBES, Thomas (1642/1987): "De Cive", en Hobbes, Thomas (1987): Antología. Edición de Enrique Lynch. Textos Cardinales. Barcelona, Ediciones Penísunla, x.1. 11 WOOTTON, David (1986): Divine Right and Democracy. An Anthology of Political Writing in Sturat England. London, Penguin Books, p.446 12 Andrew Linklater (2004): "Norbert Elias, The 'Civilizing Process' and the Sociology of International Relations", en International Politics, Vol. 41, N° 1. Basignstoke, Palgrave/Macmillan, pp.3-4. VAN KRIEKEN, Robert (1997): Beyond the 'problem of order': Elias, habit and modern sociology or Hobbes was right. University of Sydney. http://www.usyd.edu.au/su/social/elias/confpap/order.html 13 ELIAS, Norbert (1994): The Civilizing Process, Oxford, Blackwell Publishers, pp. 249, 288. 14 Ibid., p.269. 15 Ibid., p.235. 16 Ibid., p.448.

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regulado, disposición tal que sólo se logra por medio de una autoridad, que prohíbe las conductas que alguna vez estuvieron permitidas17.

Incluso aquellos teóricos que consideran al hombre como animal social, asumen que hay un potencial en cada individuo que debe ser canalizado y educado, sólo teóricos como Hobbes han asumido –con todas sus consecuencias- el hecho de que la civilidad es una condición a la que se alcanza, que no nos es dada por nuestra naturaleza. La civilidad es un artificio creado a través de la mediación de un poder dotado de tal autoridad18. Es necesario aclarar que en Hobbes no existe un “proceso” civilizatorio; al menos, no puede decirse que desarrolle una teoría estadial como la que en siglos posteriores los ilustrados o los positivistas llegarían a plantear. En tanto la societas civilis, que era la que hacía posible la civilitas, estaba formada por hombres, el riesgo de que en éstos emergieran otra vez los deseos naturales, hacía imperativa la imposición y divulgación de la ciencia civil, que fomentara en éstos los hábitos necesarios para la ciudadanía de modo permanente. Esta es una tarea fundamental de quienes tienen a su cargo el ejercicio del poder soberano:

“Hobbes had presented the position in typically uncompromising form. He posited men in the state of nature not merely as strangers but as self-opinionated strangers. Each took his reason for right reason. The only solution to the antagonisms this produced was for men, or at least the elite amongst them, to be educated in the perspective of moral and political science which would enable them to recognise that the opinion of the sovereign had to be taken as the authoritative will, his reason to be treated as if it were right reason”19

Sólo la ciencia civil es capaz de proveer a los hombres de las normas de la vida ciudadana y de fomentar los hábitos de civilidad, de solidificar el paso del individuo en el estado natural, al ciudadano sometido voluntariamente al cuerpo colectivo de la sociedad civil. Tal es lo que sostendrá Hobbes en su obra Del Ciudadano.

Críticos contemporáneos y posteriores de la teoría hobbesiana vieron en sus planteamientos al teórico por excelencia del absolutismo monárquico (comentario que, en justicia, es absolutamente cierto). Esta crítica iría aparejada de acusaciones más feroces e infundadas, como la de ser un promotor del despotismo, e incluso, la de abrigar los gérmenes del totalitarismo) o como un defensor del egoísmo individualista como sustento de la vida política20. Este trabajo no suscribe ninguna de esas posturas; al revisar la obra de Hobbes, partiendo desde Del Ciudadano en particular, y alcanzando, en tanto fuese necesario, al otras de sus obras, hemos decidido atender la antítesis estado de naturaleza/Sociedad Civil como el eje de la obra hobbesiana, lo que nos ha permitido ver en el filósofo inglés como un defensor 17 Elias, N. (1998) ‘Informalization and the Civilizing Process’, en Goudsblom, J. y Mennell, S. (eds.) The Norbert Elias Reader. Oxford, Basil Blackwell, p.235. 18 PARRY, Geraint (2001): Political Education in a tradition of Civility. Manchester, University of Manchester. Ponencia preparada para la 51a Conferencia de la Political Studies Association, Reino Unido, www.psa.ac.uk/cps/2001/Parry%20Geraint.pdf, p.3 19 Parry, op.cit., p.5 20 Para una amplia referencia sobre el estado de la discusión alrededor del rol de Hobbes en la teoría política, léase ASTORGA, Omar (2000): La Institución Imaginaria del Leviatán. Hobbes como Intérprete de la política moderna. Caracas, Consejo de Desarrollo Científico y Humanístico, Universidad Central de Venezuela, especialmente pp. 20-34

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del orden político, del rule of law, frente a los tiempos de disolución e incivilidad en los que vivió. Autores más cercanos a nuestro tiempo han tomado esta imagen de Hobbes, usando a sus obras como analogía sobre la cual construir textos contemporáneos de teoría política y social. Dos de ellos, por cierto, partieron la antítesis hobbesiana para caracterizar a la amenaza totalitaria21; Collingwood, en su intento por escribir un nuevo Leviatán, con el mismo empeño de hacer posible la vida civilizada, reflexionó sobre la antítesis barbarismo y civilidad. Mientras el barbarismo implicaba “a will to do nothing, a will to acquiesce in the chaotic rule of emotion which it began by destroying”22, la vida en civilidad deriva en una vida dialéctica, bajo el empeño sosenido en convertir toda ocación para el conflicto en una ocasión para el acuerdo: “A degree of force is inevitable in human life, but being civilized means cutting it down, and becoming more civilized means cutting it down even further”23. Así, la tarea de la civilidad es establecer la ley y el orden, y su producto, la paz y el progreso24.

Es desde esta perspectiva que revisamos a Hobbes, entendiendo que su idea del Estado no lo hace el más grande de los objetivos humanos, ni siquiera un fin en sí mismo, sino un mal necesario para que, en una existencia nunca libre de peligros ni incomodidades, podamos paliar los rigores de la ausencia de normas mientras se hace posible la vida en común con la proscripción de los impulsos naturales y antisociales del hombre. Para nuestra revisión de Del Ciudadano hemos usado una reimpresión –encontrada en una antología publicada en la Argentina- de la primera traducción al castellano de esta obra fundamental del pensamiento político de Hobbes: la realizada por el Profesor André Catrysse en el Instituto de Estudios Políticos de la Universidad Central de Venezuela, en 1966. Aunque existen otras ediciones en nuestro idioma, el trabajo del Profesor Catrysse parte de la segunda edición en latín del texto original de Hobbes, atendiendo tanto a la versión de la misma aparecida en la Opera Latina editada por Molesworth, y a la edición elzeveriana de 1649, revisada y ampliada por el propio Hobbes; otras traducciones se dirigen a la inexacta traducción al inglés de esta obra que, aunque contemporánea a Hobbes, no es fruto directo de su pluma. Al resto de sus obras, salvo el Leviatán (el cual citamos a través de una edición española reciente), han sido leídas en las ediciones de Molesworth de sus English Works y su Opera Latina25. Para facilitar la referencia del lector, hemos usado la numeración en

21 NEUMANN, Franz (1944): Behemoth: The Structure and Practice of National Socialism. Oxford, Oxford University Press. COLLINGWOOD, R.G. (1942): The New Leviathan or Man, Society, Civilization and Barbarism. Oxford, Clarendon Press. 22 Collingwood, op.cit., p.307 23 Ibíd., p.326. 24 Ibíd., p.327. 25 Creemos prudente facilitar la referencia a las obras con la siguiente guía de lectura:

De Cive: HOBBES, Thomas (1642/1987): "De Cive", en Hobbes, Thomas (1987): Antología. Edición de Enrique Lynch. Textos Cardinales. Barcelona, Ediciones Península Leviatán: HOBBES, Thomas (1651/1999): Leviatán, o la Materia, Forma y Poder de un Estado Eclesiástico y Civil. Madrid, Alianza Editorial OL: HOBBES, Thomas (1961): Opera Philosophica quae latine scripsit Omnia, in unum corpus nunc primum. 5 tomos. Aalen, Scientia Verlag.

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capítulos y parágrafos original a los textos, refiriéndonos a la paginación sólo cuando ésta es la única guía.

Este corto trabajo costa de tres partes; la primera, sobre la vida y contexto político de la obra hobbesiana, dedicándole más atención al libro que aquí revisamos. La segunda, los temas y argumentos esenciales de la teoría política de nuestro autor, tal y como fueron escritos en Del Ciudadano: la vida del hombre en el estado de naturaleza, la conclusión del pacto de soberanía, los deberes y derechos del poder soberano, y, por último, la relación entre Iglesia y Estado. En tercer lugar, revisamos la idea de Hobbes sobre la ciencia civil, y su necesaria aplicación y difusión frente a los retos de disolución y anarquía que presenta no sólo la naturaleza humana, sino además la influencia de ciertas instituciones y modos civilizados.

EW: HOBBES, Thomas (1962): The English Works of Thomas Hobbes of Malmesbury. 11 tomos. Aalen, Scientia Verlag.

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I

“EL MÁS ALTO DE TODOS LOS TIEMPOS...”

En las primeras líneas de su Behemoth, su tratado sobre la historia de las guerras civiles inglesas, Hobbes nos presenta una metáfora dramática:

“…creo que el más alto de todos tiempos sería el que transcurrió entre 1640 y 1660. Pues quien desde allí, como desde la Montaña del Diablo, hubiera contemplado el mundo y observado las acciones de los hombres, especialmente en Inglaterra, podría haber tenido una visión panorámica de todos los tipos de injusticia y de todos los tipos de locura que puede ofrecer el mundo, y de cómo fueron engendrados por sus madres, la hipocresía y la vanidad, de las cuales una es doble injusticia, y la otra doble locura”26

Aunque se refería sólo a las convulsionadas dos décadas en las que la monarquía Estuardo fue desplazada, luego de dos guerras civiles, por el personalismo cronwelliano (institucionalizado en el Protectorado), hasta su temprana restauración, Hobbes habría podido definir así casi toda la época en que transcurrió su prolongada vida.

Thomas Hobbes nació en Westport, Malmesbury, en el extremo sur de Inglaterra, el 5 de abril de 1588. Parece que sus primeros recuerdos eran los de una familia atemorizada; dijo Hobbes -en unos versos autobiográficos que escribió cerca de su muerte27- que su madre había dado a luz a gemelos: “a mi y al miedo”, lo que lo hizo aborrecer “tanto a los enemigos de la patria” y amar “la paz y las musas y la vida tranquila”28. Luego de la huída de su padre (un conflictivo cura de pueblo, usualmente implicado en arrebatos violentos) del hogar familiar, Hobbes es puesto al cuidado de uno de sus tíos, el cual le provee los medios para estudiar. Gracias a él, entra como adolescente en el Magdalen Hall de Oxford, para seguir el régimen clásico de estudios. Allí pierde todo entusiasmo por el aristotelismo y la escolástica medieval, que dominaban la enseñanza universitaria, quejándose del poco acceso a la matemática y geometría, mientras reforzaba su formación en la literatura dominante.

Hacia 1608 va a entrar al servicio de la familia de los Cavendish, earls de Devonshire, a quienes acompañará casi a lo largo de su vida. Como preceptor del hijo de William Cavendish, primer earl, acompañará a aquél en un viaje de estudios por el continente, donde le entusiasma el estado del debate intelectual. Así mismo, y a través de los contactos de la familia a la que sirve, conoce a otros importantes intelectuales de su tiempo, como Francis Bacon, admitiendo, por esta misma época, que ha encontrado su verdadera pasión: la geometría. Estas actividades no hacen que Hobbes descuide la educación de su pupilo, ahora el hijo de Gervase Clinton, dedicándose a "formarlo mediante principios que le dispusieran para ser un buen

26 Behemoth. The History of The Causes of The Civil Wars of England, EW, VI, pp.165-166 27 Vita, OL, I. 28 TÖNNIES, Ferdinand (1988): Hobbes. Vida y Doctrina. Madrid, Alianza Editorial, pp.27-28.

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cristiano, un buen súbdito y un buen hijo"29. De esos esfuerzos nace su traducción de la Historia de la Guerra del Peloponeso, de Tucídides, en 1629.

La década siguiente la dedica Hobbes casi por entero al estudio de la geometría y de los fenómenos naturales (en especial todo lo referido a la óptica). Acompañando en esta ocasión al nieto del fallecido William Cavendish, Hobbes vuelve a Europa durante los años de 1634-1637, donde departiría sobre física, geometría y matemática con importantes intelectuales, como Gassendi, Galileo y Descartes. También conocerá allí a su contraparte intelectual más importante, y uno de sus más fieles promotores: Marim Mersenne, fraile francés dedicado a los últimos avances de la ciencia. Su contacto con éste le ayudó a concretar sus disquisiciones filosóficas, concluyendo a mediados de la década de la necesidad de escribir y publicar sus conclusiones. El plan de su obra se dividiría en tres partes, de acuerdo a las partes de la filosofía:

“Las partes principales de la filosofía son dos (…) natural y civil. (…) La filosofía civil, a su vez, se suele dividir en dos partes, de las cuales la que trata de los ingenios y las costumbres se llama ética y la otra, que trata de los deberes de los ciudadanos, política. (…) Así, después de haber expuesto lo que pertenece a la naturaleza de la filosofía misma, trataremos, en primer lugar, de los cuerpos naturales; en segundo lugar, del ingenio y de las costumbres del hombre, y en tercer lugar, de los deberes de los ciudadanos”30

Sus tres volúmenes de su obra filosófica serán, entonces, De Corpore, su tratado de filosofía natural, De Homine, su tratado de ética y De Cive, su tratado de política. La historia de su redacción es azarosa (las dos primeras secciones aparecerían en la década de 1650; en 1655 y 1658, respectivamente). Hacia 1640, Hobbes publica un bosquejo muy acabado de lo que será su tercera sección, en el libro The Elements of Law31, cuyos planteamientos no fueron calurosamente recibidos.

A comienzos de esa década, la situación del reino de Inglaterra era increíblemente tensa. La insistencia de Carlos I de imponer a los escoceses el libro de oración anglicano, había precipitado una rebelión frente a la cual las fuerzas del rey contaban con pocos recursos. Esto llevó al monarca Estuardo a convocar, luego de una prolongada pausa de once años, al Parlamento. El Parlamento aprovechó la ocasión para negociar con el rey una reforma de los derechos parlamentarios y la prerrogativa real, a lo que el rey respondió provocando la disolución del cuerpo. Tras ser derrotado por los escoceses, Carlos I se vio obligado a convocar nuevamente al Parlamento, cuya disposición anti-monárquica sólo se había acrecentado, como expresaba esa suerte de memorial de agravios de la monarquía que fue el Grand Remonstrance. En ese contexto, quienes propusiesen una salida absolutista a la crisis eran denunciados públicamente, e incluso arrestados. Temeroso de su suerte, Hobbes escapa a Francia para un exilio de 11 años.

29 Ibíd, p.41 30 De Corpore, OL, I, i.10 31 EW, IV.

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Es en esas circunstancias que aparece el Del Ciudadano en 1642, publicado a través de los auspicios de Mersenne. La esencia del libro es una crítica a la disolución de la unidad política, esencial en la teoría hobbesiana, como veremos, para el mantenimiento de la paz civil. Esta unidad del poder soberano se enfrentaría a las “impropias” doctrinas de libertad que Hobbes conocía en su época y a las pretensiones eclesiásticas de un fuero igual o superior al de la autoridad civil, en medio de una situación donde, era Hobbes testigo, había crecido el fanatismo religioso. Hobbes había observado, desde su adolescencia, como las disputas ideológicas de su tiempo tenían consecuencias concretas y peligrosas. Recordaba Hobbes el asesinato del rey Enrique IV de Francia a comienzos de siglo, así como del complot de la Pólvora de 1605, destinado a aniquilar al rey Jacobo I y al Parlamento inglés en pleno, y los conflictos entre los Estados de Europa por motivo de religión, que la arrastraban a un estado de guerra casi permanente32. Sabía Hobbes de la insuficiencia del absolutismo confesional (que alimentaba la voluntad de los sediciosos), y de la incapacidad efectiva del Estado para imponerse sobre sus enemigos.

¿Cuál era el Estado que manejaba la monarquía Estuardo? Apenas si podía calificársele de Estado. Carecía la monarquía de una adecuada capacidad de recaudación fiscal, así como de un definido y estable aparato burocrático, y de la más remota imagen de un aparato coercitivo33. Menos del 8 por ciento de los ingresos de la corona provenían de los impuestos directos, debido, especialmente, a la incapacidad del rey de promover nuevos impuestos y de recolectar eficazmente los existentes34. No había un ejército permanente, ni tampoco un cuerpo de policía organizado. Esto, por supuesto, cambiaría durante las guerras civiles; aún así, antes de las mismas el número de soldados que el rey podía convocar en caso de emergencia apenas podía ser contado en cientos, no en miles, y su presencia era diminuta en la vida de los ingleses35. Lo mismo podía decirse de los magistrados civiles y otros servidores públicos: las personas que dependían para su sustento del salario garantizado por la monarquía no llegaban a dos mil, y de éstas, la mitad eran sirvientes domésticos de la Corona. La otra mitad, los funcionarios propiamente dichos, no llegaban a mil, y aún estos eran dependientes del apoyo voluntario de las élites locales, las cuales manejaban la recaudación de impuestos, el mantenimiento, entrenamiento de las milicias; la implementación de la legislación social y económica, el proceso judicial sobre la mayoría de los criminales comunes e, incluso, la imposición de la uniformidad religiosa36.

Más allá de estos inconvenientes prácticos, la monarquía sufría serias amenazas a su autoridad. Tras la larga pausa del Parlamento, era considerada como una tiranía por un segmento importante de la población inglesa37, que intentaba así

32 Tönnies, op.cit., p.29 33 Wooton, op.cit., pp.23-25 34 O´Morgan, Kenneth (ed., 1984): The Oxford Illustrated History of Britain. Oxford, Oxford University Press, p.298 35 Ibíd., p.299 36 Ibíd., p.301 37 Wootton, op.cit., p.27

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usurpar las libertades de los ingleses. Muchas de las críticas a la autoridad real provenían del clero: en sus prédicas y lecturas desde el púlpito, los sacerdotes educados en la Universidad (desde donde emergía la ideología puritana) no eran fácilmente controlados por la Corona.

La subversión religiosa tenía sus orígenes, como era de esperarse, en las diversas doctrinas que a través de los movimientos reformistas llegaron a Inglaterra. El puritanismo inglés, sin embargo, estaba azuzado no sólo por estas doctrinas, sino por la creencia específica de que la reforma en Inglaterra había debilitado la autoridad de la Iglesia, poniéndola al servicio de la monarquía. La comunidad de los fieles –que no la iglesia, entendida institucionalmente- debía ser, a sus ojos, un poder superior al del poder temporal: era más virtuosa y más cercana a la verdad revelada. Las miserias del país (como la epidemia de plaga durante la década de 1620) y la “tiranía” de Carlos I eran evidencia de la corrupción generalizada, como señaló el puritano radical George Wither38. Los promotores del derecho divino del rey, por su parte, no podían con el ataque de los puritanos: al acercar a la monarquía a la religión, lo ponían en el centro de la contienda. Si la religión del rey era falsa, el principio de su gobierno debía ser igualmente ilegítimo.

Por otro lado, se oponían a la monarquía diversas teorías sobre la libertad, cuyo único común denominador era la hostilidad hacia la forma absoluta de monarquía. Tanto los defensores de las antiguas libertades inglesas, como Spelman y Coke39, como los que proponían un rescate de la noción republicana de la ciudadanía, como el mismo Wither, Harrington y Neville40, combatían ideológicamente al intento Estuardo de establecer una monarquía absoluta, la cual consideraban más propia de los franceses o españoles, pero nunca de los ingleses. Hacia la misma dirección, pero de modo más acelerado, avanzaban las teorías de los Niveladores y Cavadores.

Ante tal crisis ideológica, Hobbes se planteó reconstruir el lenguaje político41 a través de su libro Del Ciudadano. Contrario a las ideas de sociabilidad natural y de igualdad política, como veremos, Hobbes denuncia desde su exilio voluntario el intento de los parlamentarios de, por medio de apoyo de la multitud, constituir una nueva comunidad política a costa de la prerrogativa real y, seguramente, provocando un conflicto interno. Para Hobbes, la verdadera calidad política del ser humano consistía en su sumisión a la autoridad, frente a la cual los hombres habían consentido someterse. El soberano los representa a todos, y, por tanto, es actor de su voluntad cuando hace las leyes que les obligan. Por esto Hobbes, al usar el término ciudadano, extraído del vocabulario clásico, no intenta colocar al individuo en el centro de la autoridad política, sino por debajo de ésta. La obligación política era la de un cives, al no obligarse frente a un gobernante 38 Ibíd., p.62 39 Ibíd., pp.32-33 40 POCOCK, J.G.A. (1981): "Virtues, Rights and Manners: A model for historians of political thought". en Political Theory, Vol. 3, Nº 9, Sage publications, p.355 41 TUCK, Richard (1974): “Power and authority in XVIIth Century England”, en The Historical Journal. Vol 17, n° 1. Cambridge, Cambridge University Press, p.43

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particular, sino ante su propia voluntad, representada en la persona civil, en el Estado. El ciudadano hobbesiano no es el ciudadano que plantearon los monarcómacos (que hablaban de la soberanía de la universitas) o la de los republicanos clásicos, que enfatizaban la necesidad de una vida política activa. Al contrario, un verdadero ciudadano es súbdito de la civitas42 formada mediante su propia voluntad. Astutamente, mezcla ambos conceptos, devaluando la calidad carismática del gobernante, y transfiriéndosela al “Dios Mortal” que es el Estado43. Gracias al De Cive, Hobbes tendría un enorme reconocimiento en Europa, reputación que apreciaría hasta el final de sus días (con la pequeña fortuna que esto le significó). Sirviendo, en París como tutor del exilado príncipe de Gales, regresa a Inglaterra a inicios del régimen del Protectorado. Publica entonces –en 1651- su Leviatán, como contribución a la controversia de la fidelidad, y en el cual desarrollaría in extenso la teoría planteada en sus tratados políticos anteriores.

Rodeado de polémicas, seguirá escribiendo casi hasta el final de sus días. Los temas de su inagotable producción intelectual variarían desde la culminación de su trilogía filosófica, hasta la publicación de tratados en estética, matemática, literatura, y, por supuesto, política, jurispruidencia e historia, como su Behemoth, su Diálogo entre un filósofo y un estudiante del derecho común inglés, o su Historia Eclesiástica. Es rechazado por los universitarios y eclesiásticos, cerrándosele las puertas de la Royal Society, y siendo sus libros objetos de la censura y la hoguera después de su muerte. Impenitente, Thomas Hobes fallece en Hardwick, en 1679.

42 De Cive, v.7-12 43 Leviatán, c.17; Skinner (2002), op.cit., pp.410-411. La tensión entre la soberanía de los ciudadanos y el poder del Estado ha dejado, desde Hobbes, un problema no resuelto para la teoría política liberal (Skinner, 2002, op.cit., p.405); algunos autores han señalado que la soberanía democrática y la soberanía estatal son antitéticas, y que toda resolución del problema ha sido insatisfactoria (véase GUEVARA, Pedro (1997): Estado vs. Democracia. Caracas, Universidad Central de Venezuela, passim.).

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II

DEL ESTADO DE NATURALEZA A LA SOCIEDAD CIVIL

Como hemos apuntado, Hobbes funda su teoría política en la dicotomía estado de naturaleza / sociedad civil. Todo de acuerdo al método resolutivo compositivo: desde los principios se llega a la forma; “de los deseos y de las perturbaciones de la mente (...) van a dar en las causas y necesidad de que los Estados estén bien organizados”44; es necesario, por tanto “hacer como si [el Estado] estuviese disuelto, esto es, entender perfectamente cuál es la naturaleza humana, en qué es apta o inepta para constituir un Estado y cómo los hombres que quieren asociarse deben ponerse de acuerdo entre sí”45. De las necesidades y carencias de aquél estado de naturaleza, descrito en función de la ausencia de un poder común, se derivan la organización y funciones de la sociedad civil. ¿En qué consisten tales necesidades y carencias? ¿Cuáles son tal organización y funciones?

EL ESTADO DE NATURALEZA

Los hombres, al contrario de lo que la teoría clásica y cristiana habían supuesto, no nacen con una actitud sociable, si bien, eventualmente, sus aptitudes –el cálculo efectuado a través de su recta razón- los estimularían a asumir la necesidad de someterse a un poder común. Señala Hobbes: “La mayoría de los que escribieron sobre política suponen, afirman o postulan que el hombre es un animal nacido con disposiciones naturales para vivir en sociedad. El hombre es un animal político, dicen los griegos. (...) Este axioma, aunque aceptado por la mayoría de los autores, no deja de ser falso y el error proviene de un examen demasiado superficial de la naturaleza humana”46. La superficialidad de tal examen radica en que los filósofos morales se han contentado en ver a los hombres como si su aparente armonía fuese permanente, y no como son de acuerdo a su naturaleza. El comportamiento de los hombres, quienes se encuentran en su época en una “estado de guerra permanente”, desmiente esta creencia: los hombres andan armados y viven encerrados; su desconfianza mutua es negada sólo por vanidad, “por el gusto de contradecir a los demás”47. Hobbes no ignora que los hombres buscan estar juntos, pero no confunde esta reunión con la verdadera unión civil, que requiere de una confianza no natural entre éstos: “¿Cómo iría a negar que la naturaleza obliga a los hombres a buscar compañía mutua? Pero las sociedades civiles no son meras compañías; son asociaciones cuya realización exige promesas y pactos.” 48

De tal modo, aunque existen ventajas iniciales que el encuentro con otros hombres puede derivar, éstas son insuficientes para sostener a dicha asociación (“Toda sociedad se forma por utilidad o por vanidad; mejor dicho, a causa del amor

44 De Corpore, OL, I, vi.7 45 De Cive, introducción. 46 Ibíd., i.2 47 Ibíd., Introducción. 48 Ibíd., nota 1ª.

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de los hombres hacia sí mismos y no hacia sus semejantes. Sin embargo, el afán de gloria no puede ser la base de una sociedad duradera ni numerosa.”49). Son necesarios, entonces, “promesas y pactos”, que sólo pueden instituirse de existir la confianza en que éstos serán cumplidos. Pero la naturaleza del hombre es reacia a tales acuerdos; cada individuo, desagregado, naturalmente codicioso y lleno de amor propio, es incapaz por sí mismo de convenir. Apunta Hobbes en su nota liminar:

“...el hombre es un lobo para el hombre (...), la perversidad de los malos pone incluso a los buenos en la obligación de recurrir, si quieren protegerse, a las virtudes bélicas, la violencia o la astucia, o mejor dicho, a la rapacidad bestial. Aunque los hombres se reprochan mutuamente esta rapacidad, por la costumbre innata de juzgar sus propias acciones en las personas ajenas invirtiendo derecha e izquierda como en un espejo, el derecho natural dictado por la necesidad de conservarse no permite considerarla como un vicio”50

Desprotegidos, ignorantes de lo justo y de lo injusto, y dejados a su propio arbitrio y recursos, los hombres han de recurrir a la astucia o a la violencia para prevalecer, inclinados como están a buscar lo bueno para sí y evitar lo malo (particularmente la muerte): “... La condición de los hombres fuera del Estado, condición que es permitido calificar de natural, no es otra cosa sino la guerra de todos contra todos; que en esta guerra, todos tienen un derecho sobre todas las cosas”51. ¿Qué los puede llevar a tal violencia? El miedo recíproco, que tiene su fundamento en el amor propio de los hombres, en su igualdad natural –la desigualdad es producto de la ley civil- y en su mutua disposición a perjudicarse52.

En tales circunstancias, los hombres son capaces de procurarse el mayor de los males (y el mayor de todos sus temores): la muerte; unos, por vanagloria, otros, por defenderse de éstos hasta sus últimas consecuencias. La escasez de bienes, que no es objetiva, sino que es correlativa al juicio subjetivo de la propia necesidad, sumada a la oposición entre los espíritus (con el que se ataca implícitamente al contrario), hace que las voluntades de los hombres sólo puedan prevalecer a través del combate53. Toda posesión –y, por tanto, toda acumulación- es imposible: en tanto cada hombre tiene derecho a todo, cada cual tiene “la libertad (...) de servirse de sus facultades naturales según la recta razón” para “que cada uno proteja cuanto pueda su vida y su cuerpo”, y por tanto, “el derecho de utilizar todos los medios y de realizar todo acto” que considere necesario para su protección54. Ni siquiera el derecho del más fuerte es garantía de estabilidad dentro del estado natural, ya que la fuerza siempre puede ser derrotada, sin que algún otro tenga que respetar pretensión alguna, por lo que ninguna agresión es injuriosa. En tal mundo amenazante, si bien se tiene derecho a todo, éste “equivale casi a no haber tenido absolutamente ningún derecho”55. La libertad absoluta del hombre natural es una

49 Id. 50 Ibíd., Nota Liminar. 51 Ibíd., Introducción; i.12. 52 Ibíd., i.3 53 Ibíd., i.4-6 54 Ibíd., i.7-8 55 Ibíd., i.11.

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falsa libertad: la libertad del hombre es cierta en tanto pueda ejercer su voluntad sin límites. Si no puede actualizarse, o si su actualización es precaria, ese potencial derecho a todo no pasa de ser ficticio.

Siendo imposible la victoria definitiva entre estos hombres iguales, incesantemente dispuestos a la codicia y la violencia, esta es una condición continua, dentro de la cual la vida de cada uno se ve desprovista de las comodidades propias de las florecientes sociedades civiles. Todos sus intentos de asociación son “salvajes, pobres, feos, efímeros y desprovistos del solaz ornamento de que la paz y la sociedad suelen proporcionar a la vida”56; es un estado donde la vida del hombre no puede ser plena. Sería un milagro, añade Hobbes, que persona alguna pueda sobrevivir más que unos pocos años de tal vida57; es preciso, por tanto, que los hombres procuren “buscar la paz mientras quede alguna esperanza de conseguirla”58.

LA LEY NATURAL Y LA GENERACIÓN DE LA SOCIEDAD CIVIL

Si bien en el hombre existe una pulsión concupiscente que le insta a anhelar “para sí solo el uso de cosas comunes”, éste también cuenta con la razón natural que, estimulada por la experiencia en la brutal vida del estado de naturaleza, “incita a los hombres a buscar el medio de evitar la muerte violenta, que consideran el peor de los males naturales”59.

Este dictamen de la recta razón es lo que conocemos como ley natural, la verdadera ley divina. No es la recta razón una “facultad infalible”, sino la capacidad de conocer las consecuencias de nuestras acciones, en tanto éstas afectan o no nuestras posibilidades de “conservar tanto como nos sea posible, la vida y los miembros durante largo tiempo”60. Así, todo intento de permanecer (o de volver) al estado de naturaleza, es contrario a la ley natural, cuyo mandato general consiste en el deber de buscar la paz cuando pueda conseguirse61. Como corolario, tenemos que el derecho absoluto del que gozan los hombres en el estado natural es “insostenible”. Cada cual ha de renunciar o transferir a esa libertad absoluta (para alcanzar, como veremos, una verdadera libertad), a una persona –real o artificial- que esté dispuesta a aceptarla. Hobbes nos dice que si esa transferencia es mutua e inmediata, podemos hablar de un contrato. Pero, mientras los hombres permanecen en estado de naturaleza, y no existe confianza sino miedo mutuo, ningún pacto –ni siquiera aquellos mediados por un juramento ante Dios- es vinculante62. Existen, además, otros preceptos particulares de la ley natural que siguen al carácter insostenible del derecho de todos los hombres en naturaleza, y a

56 Ibíd., i.13. 57 Id. 58 Ibíd., i.15. 59 Ibíd., Nota Liminar. 60 Ibíd., ii.1; nota 1ª. 61 Ibíd., ii.2. 62 Ibíd., iii, 1,3,13.

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la consecuente necesidad de renunciar a ese derecho: es imprescindible atenerse a los pactos, así como evitar que la contraparte se arrepienta de honrarlo. Así mismo, se necesita que los hombres se acomoden a los demás, procurando obviar las injurias previas al pacto, o las reprimendas crueles –y por tanto excesivas- por las agresiones posteriores al pacto. En cualquier caso, estos mandatos de la ley natural, si bien se hacen evidentes al hombre a través de la razón, carecen de obligatoriedad intrínseca: no hay autoridad que obligue a aceptar sus dictámenes.

Antes de la institución de la sociedad civil, los hombres no están dispuestos a proporcionarse los medios para lograr que los preceptos de la ley natural tengan efecto. En tanto los hombres sientan un mayor temor de los otros hombres que de las consecuencias de incumplir un pacto (temor que es correlativo a la esperanza que se tiene que dicho pacto sea honrado por la contraparte), éste no será posible:

“…mientras no se tiene garantía de que los otros no van a atacar, cada uno conserva el derecho originario de velar por sí mismo, con cuantos medios quiera y pueda utilizar, es decir, el derecho sobre todo, que es también el derecho de guerra. Y basta para el cumplimiento de la ley natural con que estemos dispuestos en el alma a obtener la paz, cuando es posible obtenerla”63

Tal disposición sólo sobreviene a los hombres cuando éstos están seguros de que el mejor medio para evitar la muerte es la unión. Pero no la unión en facciones enemigas, o en simple sociedades de ayuda mutua, donde cada miembro carece de la garantía de estar protegido de los demás, y donde, a fin de cuentas, existe más de una voluntad64: las diferencias en apetitos, la búsqueda de honores y dignidad, y la vanidad de cada hombre (que le hace insistir en la superioridad de su juicio sobre el de los otros), hacen olvidar su miedo a la muerte y disuelven aquella unidad precaria, sustentada apenas en una falsa noción de bien común65. Urge, a tal fin, la búsqueda de una voluntad única “con respecto a las cosas necesarias para la paz y la defensa”66, o lo que es igual de acuerdo a la ley natural, a la aceptación de un árbitro, distinto a las partes en controversia, y sin relación o parcialidad con alguna de éstas67. Ante tal árbitro, cada una de las partes se obliga, sometiendo su voluntad (es decir, su poder de deliberar entre las pasiones propias de su naturaleza), pactando dichas partes entre sí. Cada individuo se obliga ante “cada uno de los demás” a no resistir la voluntad del árbitro, de la voluntad única bajo la cual esperan encontrar su seguridad, y a no negarle a ésta los medios para protegerle. Renuncian mutuamente a cualquier pretensión de actualizar sus libertades naturales, a favor de la persona artificial que detenta tal voluntad, contando ésta con suficientes fuerzas para poder “obligar, por el temor a las

63 Ibíd., v.1 64 Ibíd., v.3 65 Ibíd., v.5; Hobbes hace énfasis en como tales acuerdos sí son vinculantes entre los animales gregarios, los cuales se someten por naturaleza a los mismos. Al carecer de vanagloria y poseer uniformidad en sus instintos, su estado natural es suficiente para proveerles de paz, y de cierto nivle de supervivencia. 66 Id. 67 Ibíd., iii.21,24

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mismas, las voluntades de todos a la unidad y la concordia”68. El producto de ese pacto es la comunidad política69:

“La unión así creada se llama Estado, o sea sociedad civil y también persona civil. Dado que la voluntad de todos es reducida a una sola, debe tenerse por una persona; y por la palabra “una” debe distinguirse y diferenciarse de todos los hombres particulares, como teniendo sus derechos y bienes propios. De modo que ni el conjunto de ciudadanos, ni uno de ellos, si exceptuamos a aquél cuya voluntad reemplaza la voluntad de todos, debe ser considerado como el Estado. El Estado, pues, ha de ser definido como una persona única cuya voluntad, en virtud de los pactos hechos entre muchos hombres, debe considerarse como la voluntad de todos ellos y que puede, por consiguiente, utilizar las fuerzas y los bienes de cada uno para la paz y la defensa común”70

La civitas se forma, por lo tanto, través de una expresión de voluntad, que, luego de la deliberación entre nuestras pasiones una vez que la esperanza de cumplimiento. Para convertirse en ciudadano, el hombre ha de superar su “inicuo apetito de utilidad inmediata” para preferir “algunos inconvenientes en [su] vida privada”71 que tal autoridad puede proveerle, esto es, aceptar límites a su antigua libertad y su asunción como ciudadano. Su razón, que le inclina finalmente a temerle más al estado de naturaleza (y a una muerte casi segura) que al declive de su libertad natural. Al convertirse en ciudadano, no lo hace, como se derivaría de las teorías civiles clásicas, redivivas en su tiempo, en carácter de participante de las decisiones del cuerpo político, sino como su súbdito. Su participación se limita al momento del pacto, en que consiente su futura situación, con la esperanza de ser protegido, pero sin el derecho a mandar sobre la potencia que ha transferido: “semejante transferencia no es otra cosa sino haber renunciado al derecho de resistir. Cada uno de los ciudadanos, así como toda persona civil subordinada, se llama súbdito de quien tiene el poder soberano.”72 Es importante notar que sea cual sea el origen del consentimiento de los individuos a entrar en el pacto, éste será siempre legítimo y válido. Si se consiente por miedo mutuo entre los individuos (como sucede en los Estados “por institución”) o por miedo a la persona que asumirá el poder soberano (como sucede en los Estados “de origen natural”), da lo mismo: la obligación debida permanece inalterada, en tanto este poder soberano, inigualado sobre la tierra73, perdure y cumpla su cometido. Dicho cometido es cumplir la última voluntad deliberada de los hombres antes de superar el estado natural74, esto es, el procurarles una vida tranquila. Asumiendo estas voluntades, la persona civil actúa los designios de sus autores, los individuos, restringiendo la deliberación de los ahora ciudadanos, y conservando el dominio sobre sus fuerzas y bienes, en tanto lo juzgue necesario. 68 Ibíd., v.8 69 Denominada alternativamente Civitas, City, Civil Person, Civil Society, State o Commonwealth. 70 Ibid.,v.9 71 Ibíd., introducción. 72 Ibíd., v.11. 73 Para usar la cita del libro de Job (41,24) inscrita en el frontispicio del Leviatán: “non est potestas super Terram quae comparetur ei”. 74 “… las promesas que se hacen a causa de un bien recibido –que también son pactos- son signos de la voluntad, es decir, del último acto de deliberación por el cual uno se quita la libertad de no cumplir y, por tanto, son obligatorias”. Ibíd., ii.10

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LOS DERECHOS Y DEBERES DEL PODER SOBERANO

La simple cantidad de los individuos que consienten no es suficiente para hablar con propiedad de un Estado. No se trata de una simple multitud, informe y desarticulada (o, aún ordenada, nunca organizada y, por tanto, proclive a perecer). Sólo una única persona artificial, dotada –como representante- de la “voluntad concorde de la mayoría”, puede “realizar acciones voluntarias como mandar, establecer leyes, adquirir y transferir derechos”75, acciones que tienen el único fin de proveer protección a sus ciudadanos. Para lograr esto, hemos dicho, se requiere la sumisión de cada individuo, indispensable para el establecimiento de la paz:

“…es necesario para la paz que cada uno sea protegido contra la violencia ajena en la medida suficiente para que pueda vivir con seguridad, es decir, para que no tenga un justo motivo de temer a los demás mientras él mismo no le haya hecho ninguna injuria. Por supuesto, es imposible proteger a los hombres de los daños mutuos de manera que no puedan ser muertos o heridos injustamente y, en consecuencia, eso no es objeto de deliberación. Pero se puede proveer que no haya un justo motivo de temor. La seguridad es la finalidad que persiguen los hombres al someterse a otro; si no la logran, es incomprensible que se hayan sometido a otro y hayan abandonado el derecho de defenderse a su arbitrio”76

El compromiso de los ciudadanos es insuficiente garantía de comportamiento entre estos; recordemos que el hombre no pierde su naturaleza maliciosa, simplemente acuerda someterla junto a todos los demás. Es necesario, entonces, instituir algunas herramientas de presión, que obliguen al ciudadano a obedecer, a mantenerse en el redil: “está de sobra probado por la experiencia que, si no hay castigo, la memoria de sus promesas no basta para mantener a los hombres en su deber. (…) Hay que proveer a la seguridad por medio de castigos”. Castigos que hagan la desobediencia más penosa y arriesgada que la obediencia, que, como se dijo, sólo plantea inconvenientes menores. Ha de ser para el ciudadano más provechoso el limitar su desbocada libertad para restringirse –física y emocionalmente, como veremos le será requerido-, que el ir en contra de la ley civil (promulgada por el soberano). Ley civil que, por otra parte, sólo actualiza y hace vinculantes los razonables preceptos de la ley natural:

“…la ley ordena observar todas las leyes civiles en virtud de la ley natural que prohíbe violar los pactos. Porque cuando nos obligamos a obedecer antes de saber lo que se va a mandar, nos obligamos a obedecer generalmente y en todo. De ahí resulta que ninguna ley que no sea hecha para ofender a Dios (…) puede ir en contra de la ley natural. Pues, aunque la ley de naturaleza prohíbe el robo, el adulterio, etc., si la ley civil manda a apoderarse de algo, no es robo, adulterio, etc.”77

Esta actualización de la ley natural precisará, por una parte, de la instrucción de los ciudadanos en la ciencia civil (hasta donde sea permisible y necesario para el mantenimiento Estado, como revisaremos más adelante). Por otra parte, debe tener la capacidad de hacer cumplir efectivamente tales mandatos, es decir, de

75 Ibíd., vi, nota 1ª. 76 Ibíd., vi.3 77 Ibíd., xiv.10

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tener poder coercitivo y punitivo, el cual no puede ser discutido por los particulares. La “espada de la justicia” que blande el poder soberano78 es pública; no ha de permitir el desacato por algún débil ciudadano dispuesto a “ayudar al castigado”79, tal que si dicha espada pudiese ser injuriosa.

A su vez, ya que el soberano no puede permitir que los particulares se alcen con la justicia por su propia mano, tampoco puede permitir que, en el territorio donde su poder es supremo, vea afectada su autoridad otro poder similar. La soberanía, “alma del Estado”, contiene el derecho de armar, reunir y dirigir a los ejércitos “como lo requiera la defensa común”80; es la administración de la guerra y paz -la “espada de la guerra”- lo que aquí prescribe Hobbes. Configura así un cuerpo político supremo hacia el interior, e independiente hacia el exterior. Ambas espadas, la de la justicia y la de la guerra, vienen aparejadas de la potestad del “juicio en cuanto a su recto uso”81; todo juicio pertenece al poder soberano, deliberante supremo. El juzgar las querellas, y hacer cumplir las sentencias, son dos caras de la potencia soberana. Potencia soberana que, como dijimos, es la actualización de la ley natural en la ley civil, la cual sirve pare definir las conductas esperadas de los ciudadanos. Esta potencia legislativa es única al poder soberano, que así limita las discusiones entre los hombres antes de que estas susciten mayores disputas y violencias:

“…como todas las controversias nacen de las grandes diferencias que existen entre las opiniones de los hombres respecto a lo mío y lo tuyo, lo justo y lo injusto, lo útil y lo inútil, el bien y el mal, lo honesto y lo deshonesto y las cosas similares, que cada uno juzga según su criterio propio, pertenece al mismo poder soberano hacer y dar a conocer públicamente reglas comunes para todos , o criterios que permiten a cada uno saber lo que debe llamar suyo, ajeno, injusto, honesto, deshonesto, bueno, malo, esto es, en suma, lo que debe hacer o evitar la vida en común. Se suele dar a estas normas o criterios el nombre de leyes civiles o leyes del Estado, en cuanto son mandatos de quien tiene el poder soberano en el Estado. Las leyes civiles no son sino los mandatos de quien en el Estado está revestido de la potestad soberana con respecto a las acciones futuras de los ciudadanos”82

El soberano manda sobre las conductas de todos, por lo que las acciones de éstos han de ser razonablemente predecibles. Supera así, en la medida que los ciudadanos obedezcan, la incertidumbre propia al estado natural, la que inhibe, precisamente, el progreso de las artes, de la técnica, y de las otras comodidades atribuibles a la convivencia civil, finalizando definitivamente el paso del estado de naturaleza a la sociedad civil. Tal obediencia implica, además, la aceptación de los dictámenes de aquellos magistrados y ministros subalternos que representan al Estado (cuya elección nombramiento es de su exclusiva competencia)83, y, por último, la inhibición de ir más allá de los límites impuestos por el soberano, no sólo en voluntad y acciones, sino también en opinión. Especialmente de aquellas

78 Ibíd., vi.5 79 Id. 80 Ibíd., vi.7 81 Ibíd., vi.8 82 Ibíd., vi.9 83 Ibíd., vi.10

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opiniones que lleven a los ciudadanos a concluir en contra de sí mismos, esto es, en contra de las leyes civiles y de la obediencia debida, invitando a la resistencia y, en última instancia, a la ruina y disolución del cuerpo político. La persona civil ha de prohibir la divulgación y enseñanza de estas charlatanerías “enemigas de la paz”84, procurando publicitar la verdadera ciencia civil. La voluntad del soberano, y no la verdad o alguna noción natural de la justicia85, es expresada en el lenguaje moderno de la ley positiva. Las deliberaciones de esta voluntad, convertidas en criterios para la convivencia en el espacio público, serían sin embargo –y preferiblemente- levadas a cabo en privado86.

Por supuesto, el aislamiento del soberano –en tanto que legislador- sería relativo a su forma de gobierno. Hobbes sigue a Bodin en su separación de las formas de gobierno y la persona del Estado. Mientras aquellas pueden cambiar –sólo si es absolutamente imprescindible-, éste es hermético: su soberanía ha de ser absoluta, aunque la persona dónde esta resida tenga varias formas, todas las cuales están opuestas a la anarquía y, por lo tanto, al estado de naturaleza. De hecho, aunque sigue la trilogía básica de monarquía-aristocracia-democracia, Hobbes rechaza la tradición clásica que contrapone las formas virtuosas de las formas corruptas de gobierno. No hay tal cosa; al gobierno sólo se le opone su ausencia, y cualquier gobierno puede caer en la anarquía, si se descuida el poder soberano:

“Por las denominaciones los hombres suelen significar no sólo las cosas, sino también sus sentimientos personales (...); de ahí que uno llama anarquía a lo que otro llama democracia; lo que para uno es aristocracia es oligarquía para otros; y aquel al que uno llama monarca, otro le da el nombre de tirano. De modo que esos nombres no designan distintas especies de gobierno sino distintas opiniones de los ciudadanos sobre el soberano.”87

Explícitamente, Hobbes rechaza la idea del gobierno mixto, fundamento histórico del republicanismo, y de larga tradición desde Polibio hasta los humanistas cívicos renacidos desde Italia hasta su Inglaterra: el soberano, sea cual sea su origen, sea cual sea su forma, es indivisible y exige la misma fidelidad. De intentar tal división, no hallaría estimulada la libertad más que en otras formas políticas (el dominio, si es verdadero, es absoluto); más bien, si la división del soberano lleva al desacuerdo entre sus partes, puede desencadenarse la guerra civil88. Hobbes no descarta que existan diferencias entre los gobiernos: estas se encuentran en “la manera de ejercer su poder”89. Algunas formas de gobierno son, por sus mecanismos, más proclives que otras a la disolución y a la incivilidad. No se trata de algo inevitable (pretende Hobbes que todo gobernante y todo ciudadano, a través del correcto uso de su ciencia civil, evite, en tanto le sea posible, ese riesgo). ¿Cuál es la forma de gobierno menos segura para la sociedad civil? La democracia, sin duda. En primer lugar, invita a una peligrosa confusión entre el pueblo y el soberano. No hay tal cosa como un “pueblo”: sólo hay individuos aislados, que mutuamente renuncian a 84 Ibíd., vi.11 85 Non veritas, sed voluntas facit legem 86 De Cive, vii.2 87. Ibíd., x.14 88 Ibíd., vii.4 89 Ibíd., vii.3

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su derecho natural. Una vez que se determina quien detenta el poder soberano, esta multitud desencajada pasa a formar la sociedad civil. Sólo es unidad en tanto que se encuentre bajo la dominación política del poder soberano, en la cual se encuentra la voluntad de esa multitud, como actor de ésta que es90. Por otro lado, existe un problema de funcionamiento: la separación del soberano en varias personas (que sólo pueden ejercer la soberanía convenidos en asamblea) dificulta la acción expedita y necesaria de las potestades soberanas, lo que acumula los problemas no resueltos y lleva, eventualmente, a una crisis del Estado91. Además, el riesgo de que las asambleas sean cautivadas por la seducción de los retóricos se incrementa cuando de tales asambleas depende la acción del poder soberano92. Correlativamente, la forma monárquica de gobierno es la más ajustada a la naturaleza y necesidades funcionales del poder soberano. Una persona ciertamente unitaria es más acorde a la voluntad única propia de las deliberaciones soberanas, y puede, de modo efectivo, actualizar su potencia: “El monarca, que es una persona única por naturaleza, está siempre en capacidad de realizar prontamente los actos del poder”.93

Si la finalidad de esos actos de poder no es otra que la procura de la seguridad del cuerpo político y de los ciudadanos que lo forman, es preciso señalar que el poder soberano no se halla desprovisto de deberes. Aunque no encontremos límites a su potencia, el soberano no puede regodearse en ésta, sino que debe actuar atendiendo con severidad la máxima Salus Populi Suprema Lex esto; la salud del pueblo –o mejor, de lo público- es la ley suprema94. A tal fin es que se ha constituido el poder soberano: para que los individuos que cedieron su derecho pudiesen vivir de la “manera más agradable, dentro de lo que permite la condición humana.”95 En particular sobre lo que atañe a su vida terrena96. En este sentido, los asuntos fundamentales sobre los cuales ha de concentrar su atención son: la defensa contra los enemigos exteriores, el mantenimiento de la paz interna, la recolección fiscal suficiente para satisfacer los dos aspectos anteriores y, finalmente, la garantía a los ciudadanos del goce de una libertad inofensiva, que permita a los súbditos el goce “de las riquezas adquiridas por su trabajo”97, y que morigere los inconvenientes propios de la condición civil.

El descuido de estos aspectos, invita al desarrollo de las fuerzas contrarias a la unidad del Estado, a través de la insidiosa sedición interna (que es una amenaza más previsible, y más grave, que la invasión extranjera). El poder soberano debe vigilar no sólo a quienes pueden sublevarse, sino además a las doctrinas que

90 Ibíd., vii.7 91 Ibíd., vii.6 92 Ibíd., X.11 93 Ibíd., vii.13 94 Ibíd., xiii.2 95 Ibíd., xiii.4 96 Cabe considerar que la armonía en la vida terrena que promueve la seguridad, ha de ayudar a los hombres a no cometer injurias que pongan en peligro su salvación. Así, la paz civil no sólo provee a éstos ocasión para el progreso material, sino para el avance espiritual. 97 Ibíd., xiii.6

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estimulen tal sublevación y los elementos materiales que la hagan posible.98 La primera doctrina contraria al Estado, de acuerdo a Hobbes, es la creencia de que el conocimiento del bien y el mal pertenecen al individuo99, de lo que se deriva otra, que coloca la conciencia del particular por encima de la ley, de modo que se arrogue el conocimiento de lo justo y de lo injusto, promoviendo así una situación similar a la del estado de naturaleza100. Acá, Hobbes arremete contra las doctrinas de los monarcómacos y sus seguidores, que, de las supuestas injusticias del soberano, derivan un carácter tiránico (que no existe, al no haber formas ‘viciosas’ de gobierno) que hace lícito, a los ojos de éstos el tiranicidio101. A la vez, quienes intentan someter al poder soberano a las leyes civiles, atentan contra la sociedad civil: el Estado, en propiedad, no puede obligarse consigo mismo ni con ningún ciudadano102. La creencia en la división del poder soberano es de por sí peligrosa, no sólo si se la divide en cuanto a sus potestades terrenas, sino cuando pretende dividirse a éstas del poder espiritual, de lo tocante a la “salvación del alma”: si existe un poder que pretenda, bajo tal prerrogativa, socavar con celo piadoso la obediencia debida a la autoridad política en ambos aspectos, éste debe ser reducido. Así mismo, la creencia -teológicamente dudosa- en los iluminados y los imbuidos de poderes sobrenaturales, “apóstatas de la recta razón” que simulan con su inspiración su fin sedicioso103.

En el libro viii, artículo 5º, Hobbes deriva la propiedad de los individuos sobre sus bienes de las prescripciones que a tal fin hace el poder civil: en el estado de naturaleza no existe la propiedad, toda ella (en realidad, todo el ámbito de lo privado) es producto de la prescripción y el silencio de las leyes. Si, ya dejado atrás dicho estado, los hombres asumen un derecho sobre sus propiedades que excluye no solo a sus conciudadanos, sino al Estado (quien es dueño no sólo de todos los bienes, sino de los mismos ciudadanos), le roba los medios para llevar a cabo su cometido, y e coloca en su contra104. Lo mismo ocurre con el resto de las prerrogativas del poder soberano, cuando se difunde la doctrina de la soberanía de la multitud, que confunde al pueblo (constituido por todos los individuos que voluntariamente han cedido su derecho natural al poder soberano, que les representa) y la multitud (formada por los súbditos, sin autoridad propia). Los proponentes de estas doctrinas usan al pueblo como pretexto de los vaivenes de la multitud, sin entender que la soberanía popular reside en el gobernante105. De la misma manera, atentan los súbditos flojos y pródigos contra el gobierno cuando le atribuyen la responsabilidad sobre su riqueza y suerte, cuestión que escapa del objeto general del Estado106; no es de extrañar que estos ociosos esperen con “ansiedad las ocasiones de revolución”107.

98 Ibíd., xii.1 99 Id. 100 Ibíd., xii.2 101 Ibíd., xii.3 102 Ibíd., vi.14; xii.4 103 Ibíd., xii.5-6 104 Ibíd., xii.7 105 Ibíd., xii.8 106 Ibíd., xii.9 107 Ibíd., xii.10

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Sin embargo, todas estas doctrina sólo se hacen realmente sediciosas, presentando así un peligro cierto para la sociedad civil, cuando sus seguidores son numerosos y cuentan con la capacidad material de enfrentar al Estado (e incluso, de superarle), con la cohesión de una causa y confianza mutua y, por último, con jefes capaces de acaudillar su pulsión antipolítica, que les “aguijonee y estimule”108, sacudiendo con elocuencia “las pasiones del alma, como la esperanza, el temor, la cólera, la misericordia” a través de metáforas contrarias a la sabiduría civil: “Que esa poderosa elocuencia, desligada de la ciencia de las cosas (...) sea verdaderamente la característica de aquellos que provocan al pueblo y lo excitan a la revolución es fácil deducirlo de la tarea misma que emprenden. Pues no podrían envenenar al pueblo con esas absurdas opiniones contrarias a la paz y a la sociedad civil si ellos mismos no las tuvieran”109. El riesgo de estos demagogos corre por su capacidad de “enloquecer” a sus estúpidos seguidores, trastornando sus almas, haciéndoles desoír los peligros y convirtiendo en vicio la conducta moderada del ciudadano.

Esto nos trae a la concepción hobbesiana de la libertad de los ciudadanos. Hobbes opuso su teoría de la libertad civil a las distintas ideas de libertad que prevalecían para su época, fuesen ya las teorías que daban libertades particulares a gremios y corporaciones sub-estatales, fuesen ya las doctrinas que prescribían la libertad clásica de los ciudadanos-participantes y soberanos110, o las doctrinas que daban la soberanía a la multitud libérrima. La “libertad inofensiva”111 del ciudadano implica, por un lado, que el hombre haya renunciado a su derecho a todo, propio del derecho natural, y, en consecuencia, que abandone toda creencia de superioridad ante la ley: ni sus intereses particulares, ni algún derecho natural, ni privilegios ancestrales, persisten donde el Estado no los haya definido. Por otro lado, si el Estado ha sostenido prerrogativas particulares y asignado recompensas determinadas, no se tratarán estas de derechos por encima de la ley, sino que han de someterse a la misma. La libertad del ciudadano “no consiste en que estén eximidos de las leyes del Estado o que los soberanos no puedan establecer las leyes que quieran”112, sino en la posibilidad de actuar de acuerdo a lo que su razón les sugiera en aquellos actos y conductas no reguladas por las leyes civiles113. Los ciudadanos-súbditos hallan su libertad en el silencio de la ley, que sólo actúa a favor de la salud pública. De esto se deriva la necesidad que tienen los ciudadanos de no temer castigos más allá de los que puedan “prever y esperar” por expresión de la ley, que ha de ser hecha pública: puede justamente el gobierno ser tildado de arbitrario si, en contra del interés público, arremete contra sus ciudadanos con un castigo y severidad no prescritos114. No propone Hobbes la lenidad, sino la

108 Ibíd., xii.11 109 Ibíd., xii.12 110 Al respecto léase SKINNER, Quentin (1998): Liberty before Liberalism. Cambridge, Cambridge University Press, pp.6-10 111 Ibíd., xiii.6 112 Ibíd., xiii.15 113 Leviatán, xxi 114 Del Ciudadano, xiii.16

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verdadera alternativa al estado de naturaleza: una conducta previsible por parte de la persona civil y sus magistrados, de modo que su dominio no se haga más temible y oneroso que la incertidumbre del estado natural. De tal modo, el ciudadano, que es verdaderamente libre dentro de la sociedad civil (recordemos que la libertad absoluta del estado natural no puede ser disfrutada con tranquilidad), puede “gozar sin temor de los derechos que le han concedido las leyes”, pretensión que sería fútil si los magistrados encargados de la aplicación de la “espada de la justicia” tergiversan la voluntad del Estado (expresada en la ley) dejándose corromper por particulares o actuando más allá de lo que la misma prescribe, persiguiendo una retribución particular115.

PODER SOBERANO Y RELIGIÓN

El mundo de Hobbes, donde naciones civilizadas vivían desgarradas por los conflictos religiosos, es el producto de siglos de enfrentamiento teórico que ha separado efectivamente al poder temporal del poder espiritual. El pensamiento político occidental había cavilado profundamente sobre la relación entre la religión y la autoridad civil desde la irrupción del cristianismo, una religión que no era de este mundo, pero que estaba en él116. El modo en el cual este problema se presentó a los teóricos de la modernidad fue acaso el más cruel de todos. Así, Hobbes equipararía la guerra de religión con el carácter violento con que las opiniones y vanagloria humanas se enfrentan en el estado de naturaleza:

“Parece ser prueba evidente de ello que la guerra más feroz es la que enfrentan las sectas de una misma religión y las facciones de un mismo Estado, cuando la lucha concierne a la doctrina o a la práctica política”117

Si la separación entre el poder espiritual y el poder temporal era una de las doctrinas sediciosas contra el Estado, era lógico que la ciencia civil salvaguardase a éste promoviendo la supremacía absoluta del poder político sobre el poder religioso. Así, la iglesia, y el culto público, se fundirían en las conductas reguladas por la ley, sirviendo en última instancia a fortalecer la obligación frente al Estado. Sólo esta obligación permite una vida que no arriesgue la salvación espiritual, en tanto evita las violencias y desmanes propios de los hombres en el estado natural. A la vez, la religión habría de reforzar los hábitos y conductas requeridas al ciudadano, y esto sólo es posible si la autoridad eclesiástica está sometida al dominio civil. Esta es una preocupación pertinaz en la teoría política hobbesiana, cuyas líneas generales presenta en su Ciudadano.

Aunque sus consideraciones sobre la religión van más allá de la política, entrando en polémicas religiosas notables118, nuestra atención ha de recaer en la relación entre la Iglesia y la persona civil. Claro que la teología juega un papel importante en estas consideraciones. La crítica de Hobbes sobre el culto de los

115 Ibíd., xiii.17 116 BLACK, Anthony (1992): Political Thought in Medieval Europe 1250-1450. Cambridge, Cambridge Unversity Press, pp.42 117 Ibíd., i.5 118 Para revisar la literatura sobre el problema religioso en Hobbes, léase NAUTA, Lodi (2002): “Hobbes on Religion and the Church between the Elements of Law and Leviathan: A Dramatic Change of Direction?”, en Journal of the History of Ideas, Baltimore, Johns Hopkins University, especialmente pp.577-580

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espíritus inmateriales, por ejemplo, lo llevó a atacar a la Iglesia acusándola de fomentar supersticiones antipolíticas, en tanto infundían un temor ajeno al de la ley y el castigo civil, socavando los vínculos de obediencia debida al poder soberano. Si bien Hobbes distingue entre “las cosas espirituales y temporales”, siendo aquellas las “que tienen su fundamento en la autoridad y misión de Cristo” y derivan de sus enseñanzas, y éstas las que tratan de las “controversias relativas a los medios para la paz o la defensa pública” y los conocimientos derivados de la “ciencia racional”, no abandona la supremacía del poder civil, precisamente en aquello donde la Escritura no lo ha dejado todo claro:

“Pero determinar lo que es espiritual y lo que es temporal, puesto que Nuestro Salvador no ha enseñado esta distinción, es investigación de la razón y pertenece al derecho temporal”119

No puede discutirse que Dios ha prescrito la supremacía de la autoridad civil sobre la materia temporal120; en asuntos de justicia e injusticia, de ciencia racional, “quien tiene el poder soberano en la Iglesia no está obligado a consultar a los doctores eclesiásticos para decidir estas materias”, fuera del ámbito de su doctrina121. Este poder soberano en la Iglesia, sin embargo, sólo puede interpretar las Escrituras a través de los “eclesiásticos ordenados según los ritos” en lo relativo a los misterios de la fe122. Pero, ¿es esto una limitación? Los misterios de la fe no ofrecen –no pueden ofrecer- respuestas a las diatribas civiles, por lo que la autoridad eclesiástica no podía imponer nada al poder civil, condición que se profundizaría en el Leviatán. La elección de los pastores recae, en última instancia, en el soberano, que, si bien no puede ordenar los sacerdotes, los puede someter, en tanto las Escrituras –como revelación del Señor- no han prescrito con detalle el régimen de la organización eclesiástica. De este modo:

“...en los Estados cristianos los juicios en materias espirituales y temporales pertenecen a la autoridad civil. Y aquel hombre, o aquella asamblea que detenta el poder soberano es el jefe del Estado y de la Iglesia, ya que Iglesia y Estado Cristiano son una y sola cosa”123

Desde los orígenes antiguos de la Iglesia cristiana (que es la cual a la que Hobbes dedica sus reflexiones124, “la misión de los apóstoles no era mandar, sino enseñar”125, y si enseñan correctamente la doctrina cristiana, habrán de enseñar correctamente “el deber de los ciudadanos cristianos para con sus soberanos”, que no es más que “obedecer en todo a los príncipes y soberanos del Estado”126. De este modo, como veremos, los eclesiásticos serán, junto a los doctores de las universidades, neutralizados y puestos al servicio de la verdadera ciencia civil, y de la instrucción de los ciudadanos en sus deberes y libertades. En lugar de servirse 119 Ibíd., xvii.16 120 Hobbes cita la famosa carta de San Pablo a los Romanos (Rom., 13), donde se establece que toda autoridad ha sido establecida por Dios (De Cive, xi.6). Sin embargo, no asume la teoría del derecho divino de los reyes: la obligación debida al poder soberano deriva del consentimiento de los ciudadanos-súbditos (Ibíd., vi.13, p.e.) y la apelación a las Escrituras sólo ha de reforzar este argumento. 121 Ibíd., xvii.28 122 Id. 123 Id. 124 La obediencia del ciudadano, sin embargo, es indiferente al culto que tenga el soberano, sea ya cristiano o infiel. (Ibíd., xviii.13) 125 Ibíd., xvii.24 126 Ibíd., xviii.13

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los sediciosos (especialmente los retóricos y los clérigos) de la religiosidad de los hombres –característica que es única a éstos127-, será el Estado el que, más allá de la verdad religiosa, la defina y la emplee para hacer a los hombres más aptos para la obediencia, las leyes, la paz, la caridad y la vida en la sociedad civil128. Aunque Hobbes se empeñase buen parte de El Ciudadano y casi toda su vida en ganar el debate teológico en sus propios términos, la razón de Estado que postulaba habría despojado a dicha disputa de su poder político129: el Estado laico estaría, definitivamente, por encima de la religión.

127 Leviatán, I.12 128 Ibíd. 129 GARCÍA-Pelayo, Manuel (1991b): "Del Mito y de la Razón en la Historia del pensamiento político", en Obras Completas, tomo II, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, pp.1217-1219.

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III

LA VERDADERA CIENCIA CIVIL

Pocos autores han sido tan explícitos como Hobbes en su empeño por fundar una “verdadera ciencia civil”, empeño que hace explícito en Del Ciudadano. El filósofo inglés busca derrumbar, a través de su política, a todas las doctrinas que, falseando la ciencia civil, terminan por debilitar la unidad estatal, y amenazan con reducir en un estado de guerra a la sociedad civil. ¿Cómo falsean estas doctrinas a la ciencia civil? Al ignorar, por malicia o indolencia, los fundamentos del cuerpo político. Como hemos visto, Hobbes plantea que la naturaleza de los hombres se hace evidente cuando éstos se encuentran fuera de la sociedad civil. La caracterización de tal estado es una herramienta analítica; no se trata de una etapa anterior –históricamente hablando- al establecimiento de la sociedad civil, del Estado. Sirve, sin embargo, para mostrar la amenaza permanente en la que se encuentra toda unión política; la materia de la sociedad civil, que son los hombres, contiene en sí los elementos potenciales de la disolución de la misma. De no superar su carácter natural –esto es, de no asumir su papel como ciudadanos- atentan contra su propia seguridad, y de tal modo, contra sí mismos. La desobediencia al poder soberano se convierte en un atentado contra la propia razón.

Dado que la aptitud política no es innata, el verdadero conocimiento de la ciencia civil ha de perpetuarse, de modo de promover, en tanto sea posible para una obra humana, la paz y la sociabilidad que naturalmente ignoramos o rechazamos. El pacto que da origen a la civitas será insuficiente, en tanto la disposición a abandonar la propia naturaleza no sea generalizada, y en tanto la eficacia de dicho pacto no sea asumida por cada ciudadano130. Esa disposición se presenta con el obstáculo de la obstinada naturaleza humana:

“Los niños y los incultos ignoran la fuerza de esos pactos, como ignoran su utilidad los que no tienen experiencia de los daños que resultan de la carencia de sociedad. Los primeros, incapaces de entender lo que es una sociedad, no la pueden establecer, y los otros, por ignorar su utilidad, no procuran hacerlo. Luego, los hombres, ya que todos nacen niños, nacen sin aptitudes para la sociedad. Es más, muchos –si no la mayoría de ellos- nunca se vuelven aptos para ella, por debilidad de espíritu o por falta de educación” 131

La debilidad de espíritu es, acaso, un obstáculo insalvable. Pero la falta de educación no lo es; el esfuerzo radica en hacer conocer a los hombres la conducta que de ellos se requiere. Todas las personas de influencia han de ser instruidas en el conocimiento de los fundamentos ciertos de la autoridad política, convirtiéndose por tanto en propagadores de las normas de conducta que han de someter la naturaleza humana y convertirla en “apta para la sociedad”. Es la aspiración de Hobbes que los hombres de su tiempo alcanzasen al nivel de conocimiento que, equiparable al avance de la geometría y la técnica, pueda lograr resultados comparables en términos de estabilidad política. Los resultados en esas ciencias, si bien son “admirables”, no son suficientes para alcanzar la verdadera civilidad:

130 OAKESHOTT, Michael Oakeshott (1975): Hobbes on Civil Association. Indianapolis, Liberty Fund, p.136 131 Del Ciudadano, i.2., nota 1ª.

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“Si los filósofos moralistas hubiesen cumplido su tarea con el mismo acierto, no veo qué mayor contribución hubiera podido aportar una actividad humana a la felicidad del hombre en esta vida. En efecto, si se conociera la razón de las acciones humanas con la misma certeza con la que se conoce la razón de las dimensiones en las figuras, quedarían desarmadas la ambición y la avaricia, cuya fuerza se apoya en las falsas opiniones del vulgo respecto de lo justo y de lo injusto, y el género humano gozaría de una paz tan constante que posiblemente nunca más habría guerra”132

Así, los resultados de una correcta ciencia civil serán, acaso, los más augustos de ciencia alguna. Los daños que la falsa ciencia civil produce acercan más a los hombres a la muerte que los errores –comparativamente leves- en las otras técnicas. Pero la situación de su época, como hemos visto, era distinta:

“Actualmente, en cambio, nos encontramos en un estado permanente de guerra o de polémica; la ciencia del derecho y de las leyes naturales no es mayor que antaño; cada una de las partes defiende su derecho basándose en opiniones filosóficas; una misma acción es alabada por unos, censurada por otros; una misma persona aprueba lo que condena en otro momento y juzga de distinta manera, en personas ajenas, sus propias acciones. ¿Hay mejor prueba de que no sirvió de nada para el conocimiento de la verdad cuánto han escrito los filósofos moralistas hasta nuestros días? En realidad no agradaron porque ilustrasen los espíritus, sino porque con sus discursos bellos y favorables confirmaban ideas recibidas a la ligera.”133

Quienes conocen de la ciencia civil, entonces, han de rehuir de la retórica y del falso conocimiento del que se sirven los oradores, para, a través de la enseñanza y la razón134. No de la elocuencia, claro está. De esta hay dos clases; una que explica “elegante y perspicazmente las opiniones y conceptos del espíritu”, y otra que “conmueve las pasiones del alma (...) y que procede del uso metafórico de las palabras, adaptadas a las pasiones”135. La una, alimentada de principios verdaderos, “siempre va acompañada de la sabiduría”, la otra, sustentada en los prejuicios, “casi nunca”136.

Hobbes propone, entonces, fulminar el “gobierno de la opinión”, conquistándolo a través del “dominio del conocimiento” por parte de unos pocos correctamente instruidos. La difusión de la ciencia ha de ser perfectamente expresa –y estrictamente controlada- de modo que no exista espacio para opiniones contrarias. Los oradores y clérigos, ávidos de la aprobación y llenos de vanagloria por su talento, discuten a través de la contradicción constante de opiniones, de un modo falaz y charlatanesco, en el que si no se imponen por la opinión, buscan imponerse por la fuerza137. Pero la ciencia civil, la verdadera ciencia civil, desenmascara las intenciones de estos ambiciosos, al basarse en definiciones que “excluyen el equívoco”, como el método propio de quienes no “quieren dar paso a objeciones”138. Y tal método es el que Hobbes sostiene haber seguido: “...creo haber 132 Ibíd., nota liminar. 133 Id. En la edición inglesa del De Cive, se refiere a la “rhetorication” de la ciencia civil. 134 Ibíd., xiii.9 135 Ibíd., xii.12 136 Id. 137 Ibíd., x.12 138 Ibíd., i.2

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demostrado en el presente opúsculo, con la más evidente ilación, la necesidad de los pactos y de la observancia de la fe dada y, por lo tanto, los fundamentos de la virtud moral y de los deberes civiles”139.

Por supuesto, el tipo de conocimientos que han de divulgarse son los estrictamente necesarios para que el individuo coopere de buena gana en la extraordinaria labor del poder soberano, y tales conocimientos sólo se encontrarían en la ciencia política que Hobbes ha fundado. El estado tiene el deber, como anotamos arriba, de erradicar las doctrinas que atenten contra su unidad, así como de “insinuar [en la mente de los ciudadanos-súbditos] otras opuestas”140. ¿Desde dónde ha de partir esta enseñanza? Desde el mismo punto en que los jóvenes y futuros oradores se ven influidos, gracias a su ignorancia y edad impresionable, de la falaz “certeza” de los retóricos. Tal punto se encuentra en las universidades, fuente del discurso de los conocedores de la jurisprudencia y la teología civil: “Allí es donde se deben echar las bases verdaderas, y demostradas verdaderamente, de la ciencia política, para que los adolescentes, imbuidos de ella, puedan luego instruir a la plebe pública y probadamente. Y lo harán con tanto más entusiasmo y eficacia cuanto más seguros estén ellos mismos de la verdad de lo que enseñan y proclaman.”141

Curiosamente, aunque el Estado es el presupuesto de toda civilidad, las acciones de algunos pueblos y gentes civilizadas (que disfrutan de las “comodidades de la vida” que les proporcionan la técnica y la geometría) pueden ir en contra de la ley natural, y así, en contra de su propia seguridad y, por lo tanto, de la ciencia civil. La demostración de ello está en la historia; tal como advirtió nuestro autor en su introducción a la Historia de la Guerra del Peloponeso de Tucídides: “Porque en la historia, los hechos honrosos y deshonrosos aparecen clara y sencillamente diferenciables, mientras que en la época en la que se vive se presentan tan encubiertos que pocos son los que, muy precavidos, no se dejan confundir”142.

Aunque Hobbes no elaboró de manera explícita una teoría de la historia143, pueden encontrarse en su obra referencias a estados inferiores de civilidad, así como de recurrentes ejemplos de antiguas civilizaciones. En Del Ciudadano Hobbes menciona a los “salvajes” de América144, y a los pueblos bárbaros, que viven en una suerte de conflicto más moderado que el de la guerra de todos contra todos, sin mayores progresos ni sofisticación en sus actividades económicas145. Ninguno de estos estados sería apetecible para el verdadero ciudadano, dado que en ambos carecería de la seguridad necesaria para poder desplegar sus avances.

139 Ibíd., nota liminar. 140 Ibíd., xiii.9 141 Id. 142 Eight Bookes on the Peloponnesian Warre, EW, viii, nota introductoria. 143 Hay autores que han señalado que tal teoría existe en Hobbes; lo que es más, la han identificado; ha de decirse, además, que Hobbes escribió varios tratados históricos. POCOCK, J.G.A. (1971): Politics, Language and Time. Nueva York, Atheneum Books, p.200; KRAYNAK, Robert P. (1983): “Hobbes on Barbarism and Civilization”, en The Journal of Politics, vol 45, nº 1. Southern Political Science Association, passim. 144 De Cive, i.13 145 Ibíd., v.2

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Sin embargo, los progresos de las diversas sociedades que ha conocido la historia no son garantía de una mayor paz. El refinamiento técnico se ha visto acompañado, con frecuencia, de la especulación en la moral y en las ciencias, especulación que, gracias a la vanidad de los hombres, lleva a nuevos, y acaso más crueles, conflictos. Las sociedades históricamente existentes son incapaces, de seguir aceptado las diatribas de opinión, de superar las épocas más bárbaras de la historia humana.

Hubo una edad, sin embargo, que conoció el correcto establecimiento de la sociedad civil, una edad en la que los sabios exponían la sabiduría civil “vestida de galas poéticas o disimulada tras la alegoría, como el más bello misterio del poder...”. En esta edad, el principio de la autoridad era conocido por todos, quienes asumían su lugar como ciudadanos-súbditos de la persona civil:

“Creo que los antiguos [tuvieron en cuenta las doctrinas sediciosas] cuando prefirieron que la ciencia de la justicia fuera disimulada en medio de fábulas más bien que expuestas a las disputas. Pues antes de que empezaran a debatirse cuestiones de esta índole, los príncipes no pedían la suma potestad, sino que la ejercían. No defendían su poder arguyendo, sino castigando a los malos y protegiendo a los buenos. A su vez, los ciudadanos no medían la justicia por la opinión de los particulares, sino por las leyes del estado; la fuerza del poder, y no las discusiones, los mantenía en paz. Es más, veneraban la suma potestad, residiera ésta en una sola persona o en una asamblea, como a una divinidad visible. De modo que n se juntaban, como ahora, con los ambiciosos y los malvados para derribar el gobierno, porque no podían concebir la idea de no desear la conservación de lo que los conservaba a ellos mismos. Aparentemente la sencillez de aquellos tiempos no concebía tan docta estupidez. Y por ello reinaban la paz y la edad de oro...”146

La vulgarización de la ciencia civil, entonces, ha sido el terreno fértil para que los oradores y ambiciosos puedan imponer sus falsedades a los oídos incautos, y para que su malignidad pase por autoridad, para que los profanos la contaminasen con sus discusiones sin sentido. Así, se abrió paso a un estado potencialmente más miserable que el de los salvajes y los bárbaros: el de una falsa civilidad, precaria, incapaz de resistir la amenaza de su disolución. La política basada en la discusión, nubla los verdaderos principios de la sociedad política, lo que explica fallida institución de todas las civilizaciones en la historia (y a las cuales se refiere Hobbes en sus distintas obras políticas): Egipto, Israel, Grecia, Asiria, Roma.

Hobbes, sin embargo, cree que es posible recrear dicha edad de oro: gracias al conflictivo momento que vive su país, las opiniones de aquellos que se oponen a la institución del poder civil, no deberían contar con la confianza de los hombres. En todo, caso, no lograron impresionar a Hobbes:

“Encontré que se me reprochaba violentamente haber exagerado el poder civil, pero la crítica dimanaba de los eclesiásticos; haber suprimido la libertad de conciencia, pero lo decían los sectarios; haber eximido a los soberanos de la obediencia a las leyes civiles, pero me lo criticaban los legistas. De modo que estos reproches (...) me hicieron apretar más los nudos”147

146 Ibíd., nota liminar. 147 Id.

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Así, la difusión de la ciencia civil y sus apretados nudos ha de dirigirse, fundamentalmente, a los líderes de la opinión. El común, acaso, es incapaz de aprender los principios y la demostración de las reglas que rigen su conducta –“la ciencia de lo justo y de lo injusto”. ¿Esto es necesario, sin embargo? No, sólo necesita saber las reglas mismas, no comprenderlas. Pero, claro, ¿cómo puede enseñársele lo que ninguno ha aprendido?148 Aún si sólo se cuenta con la fuerza pública para recordar a los hombres las prescripciones de la ciencia civil, ¿quién habrá de enseñar a los ejércitos? Es por eso necesario deber del Estado, como hemos anotado arriba, el sometimiento de las universidades y del clero149. Tanto éstos como los magistrados, como garantes y divulgadores de la ciencia civil, han de ser educados férreamente en sus principios, de modo que eviten las facciones y sepan identificar las amenazas150. El sistema de reglas y virtudes pretende, tautológicamente, hacer de los hombres buenos ciudadanos (en tanto acatan dichas reglas), y no transformarlos moralmente más allá de lo que requiera la política.

Es necesario decir que la reedición de la etas aurea, sin embargo, no es un reino del fin de los tiempos. Hobbes busca, sí, que su “ciencia civil” sirva de fundamento ideológico para la unidad del poder. Al plantear la antítesis estado de naturaleza/sociedad civil como fundamento de su ciencia, Hobbes crea una narrativa con la cual sostiene su sistema político, que simplifica las alternativas de los hombres151. Hobbes desea hacer posible que los individuos superen su condición natural y de que establezcan, en tanto sea posible, un orden político a través de los verdaderos principios de la ciencia civil. Un orden político donde la civilidad, tal como la aspiraba, fuese posible y, en tanto se pueda, perdurable.

148 Behemoth. The History of The Causes of The Civil Wars of England, EW, VI, p.212 149 Todos los comentarios de Hobbes acerca de la educación civil, reducidos en estas líneas, se asemejan a los comentarios de Platón en su República: hay que buscar a los mejores “guardianes de la convicción” que sean capaces de predicar la “noble mentira” sobre la que se fundamenta la autoridad política. Platón (1988): Diálogos. Vol. IV La Republica. Madrid, Editorial Gredos, §431d-141c 150 Vid supra, notas 140 y 141 151 Como toda construcción ideológica, simplifica la complejidad de la realidad: “la claridad y la evidencia sirve al reclutamiento político” (GARCÍA-PELAYO, Manuel (1991): "De la Razón de Estado a la Razón de Partido", en Obras Completas, tomo III, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales. p.2565)

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COMENTARIOS FINALES

Siendo que la forma Estado es el eje fundamental de la ciencia política moderna, Hobbes ha de ser considerado como un verdadero pionero y, en sus propios términos, como el fundador de una nueva ciencia civil. Claro está, aunque Hobbes ocupa un lugar crucial en la formación de nuestra idea moderna de Estado, no es el único teórico que trató el tema, y no se agotan en él todas las discusiones. Nuestra concepción sobre la civilidad no se encuentra ya sólo en el disfrute dentro del espacio que nos provee la ley. La relación entre lo público y lo privado se ha modificado sustancialmente; sabemos ya que no es el Estado el que define los límites entre ambas esferas y, aún más, si estos límites son claramente definibles). El ímpetu político con en el que avanza su teoría se ha visto, desde el siglo XVIII, sustituido por la influencia de factores sociales, tecnológicos, económicos (y, más recientemente, por el regreso del elemento religioso.

Sin embargo, ¿cómo escapar de la prescripción hobbesiana? Cuando privilegiamos la seguridad a la prosperidad, la eficacia a la discusión, el derecho positivo a las pretensiones naturales, nos movemos dentro del espacio público definido por Hobbes para el ciudadano. En tal espacio, la aquiescencia y modestia de cada individuo era esencial. Como recapitula Hobbes en sus conclusiones al Leviatán, si la mayoría de los hombres conoce sus deberes, estarán menos expuestos a ser utilizados por los sediciosos en sus ataques al Estado, y por tanto menos expuestos a sentirse despojados por los impuestos necesarios para proveer a éste los medios para su seguridad. Así también, el Estado se verá menos motivado para mantener a costa de sus ciudadanos un ejército mayor al necesario para defender la libertad pública contra los ataques del exterior. Pareciera que, al final, la amplitud de la esfera de los privado dependerá de cuán obediente es cada ciudadano; así, ya que no somos “entes civiles perfectos” tendremos que contentarnos con sufrir las inconveniencias derivadas de “la violencia del poder soberano”, para evitar recaer en la condición natural humana152.

La aversión al desorden, el miedo a las desinhibidas pasiones humanas, la obsesiva insistencia en el establecimiento positivo de reglas ciertas sobre lo correcto y lo incorrecto, la incomodidad con la ambigüedad, y el ansia de una verdad establecida son los pilares de la concepción y convenciones de la ciencia civil hobbesiana. Los seres humanos, increíblemente egoístas y llenos de sí mismos, ignoran en su vanagloria el verdadero fundamento del poder político, esto es, la imperfección humana, y la necesidad de ser impuestos de hábitos que frenen su potencial hostil. Sirviéndose del mito de Prometeo Hobbes ataca las desviaciones de los cantores de la falsa ciencia civil de su tiempo quienes, llenos de orgullo, socavan al Estado al inventar falsas doctrinas:

152 MALHERBE, Michel (2001): "Hobbes" en RAYNAUD, Philippe y RIALS, Stéphane (2001, eds.): Diccionario Akal de Filosofía Política. Ediciones Akal, Madrid, p.366.

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“Cuentan que Prometeo, después de robar el fuego al sol, creó al hombre con lodo. Júpiter, irritado, lo condenó por ese delito a tener el hígado eternamente lacerado. Esto es; el ingenio humano (...), por imitación, tomó de la monarquía las leyes y la justicia, por cuyas fuerzas (...) la multitud que es el lodo y heces de los hombres, se animó y se fundió en una sola persona civil, llamada aristocracia o democracia. Descubiertos estos autores (que hubieran podido vivir segura y tranquilamente bajo el poder natural de los reyes), reciben castigos: expuestos en un lugar alto, están atormentados por preocupaciones perpetuas, sospechas, distensiones”153

El orgullo de los hombres debe estimular la humildad humana, y el verdadero ciudadano ha de saber que ni la constitución más perfecta está fuera del peor de sus peligros: su imperfecta materia, es decir, la rapacidad y vanidad humanas; nuestra invención no podrá nunca redimir, definitivamente, a la naturaleza que ignora. A fin de cuentas, conocer una verdad (aún la verdad del Estado) es “saber que ha sido hecha por nosotros mismos”154. Son los hombres, aún en su “segunda naturaleza”, los que tienen la responsabilidad de instituir el Estado y, además, de definir con su conducta la esfera de su libertad. Tratar de saltarse la naturaleza humana a través de un pretendido conocimiento de las cosas termina, como la invención de Prometeo, en castigo y dolor.

Aunque la doctrina hobbesiana puede aparecernos hoy como insuficiente para enfrentar las complejidades y conflictos del Estado contemporáneo, cabe plantarse si esa insuficiencia no parte de olvidar su principio fundamental: el de la sujeción de cada ciudadano a la ley, y la sumisión de su voluntad particular al cuerpo social. En una situación como la actual, en que el fanatismo antipolítico amenaza el intercambio en civilidad entre los hombres, Hobbes merece una relectura.

153 De Cive, x, nota 1ª 154 Ibíd., xviii.4

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REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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