SAPIENZA, UNIVERSITÀ DI ROMA Facoltà di Lettere … di Poeti... · Antonio Machado, Retrato...

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1 SAPIENZA, UNIVERSITÀ DI ROMA Facoltà di Lettere e Filosofia LETTERATURA SPAGNOLA I a.a. 2017-18 prof. Isabella Tomassetti Antologia di poeti del Novecento

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SAPIENZA, UNIVERSITÀ DI ROMA

Facoltà di Lettere e Filosofia

LETTERATURA SPAGNOLA I

a.a. 2017-18

prof. Isabella Tomassetti

Antologia di poeti del Novecento

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Rubén Darío, Sonatina (Prosas profanas, 1896)

. . . .La princesa está triste... ¿qué tendrá la princesa?

los suspiros se escapan de su boca de fresa,

que ha perdido la risa, que ha perdido el color.

La princesa está pálida en su silla de oro,

está mudo el teclado de su clave sonoro; 5

y en un vaso olvidada se desmaya una flor.

. . . .El jardín puebla el triunfo de los pavos-reales.

Parlanchina, la dueña dice cosas banales,

y, vestido de rojo, piruetea el bufón.

la princesa no ríe, la princesa no siente; 10

la princesa persigue por el cielo de Oriente

la libélula vaga de una vaga ilusión.

. . . .¿ Piensa acaso en el príncipe de Golconda o de China,

o en el que ha detenido su carroza argentina

para ver de sus ojos la dulzura de luz ? 15

O en el rey de las Islas de las Rosas fragantes,

o en el que es soberano de los claros diamantes,

o en el dueño orgulloso de las perlas de Ormuz ?

. . . .¡ Ay ! la pobre princesa de la boca de rosa,

quiere ser golondrina, quiere ser mariposa, 20

tener alas ligeras, bajo el cielo volar,

ir al sol por la escala luminosa de un rayo,

saludar a los lirios con los versos de Mayo,

o perderse en el viento sobre el trueno del mar.

. . . .Ya no quiere el palacio, ni la rueca de plata, 25

ni el halcón encantado, ni el bufón escarlata,

ni los cisnes unánimes en el lago de azur.

Y están tristes las flores por la flor de la corte;

los jazmines de Oriente, los nelumbos del Norte,

de Occidente las dalias y las rosas del Sur. 30

. . . .¡ Pobrecita princesa de los ojos azules !

está presa en sus oros, está presa en sus tules,

en la jaula de mármol del palacio real;

el palacio soberbio que vigilan los guardas,

que custodian cien negros con sus cien alabardas, 35

un lebrel que no duerme y un dragón colosal.

. . . .¡ Oh quién fuera hipsipila que dejó la crisálida !

(la princesa está triste. La princesa está pálida )

¡ oh visión adorada de oro, rosa y marfil !

3

¡ Quién volara a la tierra donde un príncipe existe 40

( la princesa está pálida. La princesa está triste )

más brillante que el alba, más hermoso que Abril !

. . . .Calla, calla, princesa - dice el hada madrina -

en caballo con alas hacia acá se encamina,

en el cinto la espada y en la mano el azor, 45

el feliz caballero que te adora sin verte,

y que llega de lejos, vencedor de la Muerte,

a encenderte los labios con su beso de amor!

4

Antonio Machado, «El limonero lánguido suspende» (Soledades, 1903 / 1907)

El limonero lánguido suspende

una pálida rama polvorienta

sobre el encanto de la fuente limpia,

y allá en el fondo sueñan

los frutos de oro… 5

Es una tarde clara,

casi de primavera;

tibia tarde de marzo,

que al hálito de abril cercano lleva;

y estoy solo, en el patio silencioso, 10

buscando una ilusión cándida y vieja:

alguna sombra sobre el blanco muro,

algún recuerdo, en el pretil de piedra

de la fuente dormido, o, en el aire,

algún vagar de túnica ligera. 15

En el ambiente de la tarde flota

ese aroma de ausencia

que dice al alma luminosa: nunca,

y al corazón: espera.

Ese aroma que evoca los fantasmas 20

de las fragancias vírgenes y muertas.

Sí, te recuerdo, tarde alegre y clara,

casi de primavera,

tarde sin flores, cuando me traías

el buen perfume de la hierbabuena, 25

y de la buena albahaca,

que tenía mi madre en sus macetas.

Que tú me viste hundir mis manos puras

en el agua serena,

para alcanzar los frutos encantados 30

que hoy en el fondo de la fuente sueñan…

Sí, te conozco, tarde alegre y clara,

casi de primavera.

5

Antonio Machado, «La calle en sombra» (Soledades, Galerías y otros poemas, 1899-

1907).

La calle en sombra. Ocultan los altos caserones

el sol que muere; hay ecos de luz en los balcones.

¿No ves, en el encanto del mirador florido,

el óvalo rosado de un rostro conocido?

La imagen, tras el vidrio de equívoco reflejo, 5

surge o se apaga como daguerrotipo viejo.

Suena en la calle sólo el ruido de tu paso;

se extinguen lentamente los ecos del ocaso.

¡Oh, angustia! Pesa y duele el corazón… ¿Es ella?

No puede ser… Camina… En el azul la estrella. 10

Antonio Machado, Retrato (Campos de Castilla, 1907-17)

Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,

y un huerto claro donde madura el limonero;

mi juventud, veinte años en tierra de Castilla;

mi historia, algunos casos que recordar no quiero.

Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he sido 5

—ya conocéis mi torpe aliño indumentario—,

mas recibí la flecha que me asignó Cupido,

y amé cuanto ellas pueden tener de hospitalario.

Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,

pero mi verso brota de manantial sereno; 10

y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina,

soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.

Adoro la hermosura, y en la moderna estética

corté las viejas rosas del huerto de Ronsard:

mas no amo los afeites de la actual cosmética, 15

ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar.

Desdeño las romanzas de los tenores huecos

y el coro de los grillos que cantan a la luna.

A distinguir me paro las voces de los ecos,

y escucho solamente, entre las voces, una. 20

¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera

mi verso, como deja el capitán su espada:

famosa por la mano viril que la blandiera,

no por el docto oficio del forjador preciada.

Converso con el hombre que siempre va conmigo 25

—quien habla solo espera hablar a Dios un día—;

mi soliloquio es plática con este buen amigo

que me enseñó el secreto de la filantropía.

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Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito.

A mi trabajo acudo, con mi dinero pago 30

el traje que me cubre y la mansión que habito,

el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.

Y cuando llegue el día del último viaje,

y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,

me encontraréis a bordo, ligero de equipaje, 35

casi desnudo, como los hijos de la mar.

Antonio Machado, «A orillas del Duero» (Campos de Castilla, 1912)

Mediaba el mes de julio. Era un hermoso día.

Yo, solo, por las quiebras del pedregal subía,

buscando los recodos de sombra, lentamente.

A trechos me paraba para enjugar mi frente

y dar algún respiro al pecho jadeante; 5

o bien, ahincando el paso, el cuerpo hacia adelante

y hacia la mano diestra vencido y apoyado

en un bastón, a guisa de pastoril cayado,

trepaba por los cerros que habitan las rapaces

aves de altura, hollando las hierbas montaraces 10

de fuerte olor ¿romero, tomillo, salvia, espliego?

Sobre los agrios campos caía un sol de fuego.

Un buitre de anchas alas con majestuoso vuelo

cruzaba solitario el puro azul del cielo.

Yo divisaba, lejos, un monte alto y agudo, 15

y una redonda loma cual recamado escudo,

y cárdenos alcores sobre la parda tierra

¿harapos esparcidos de un viejo arnés de guerra?,

las serrezuelas calvas por donde tuerce el Duero

para formar la corva ballesta de un arquero 20

en torno a Soria. ¿Soria es una barbacana,

hacia Aragón, que tiene la torre castellana?

Veía el horizonte cerrado por colinas

oscuras, coronadas de robles y de encinas;

desnudos peñascales, algún humilde prado 25

donde el merino pace y el toro, arrodillado

sobre la hierba, rumia; las márgenes de río

lucir sus verdes álamos al claro sol de estío,

y, silenciosamente, lejanos pasajeros,

¡tan diminutos! ¿carros, jinetes y arrieros?, 30

cruzar el largo puente, y bajo las arcadas

de piedra ensombrecerse las aguas plateadas

del Duero. El Duero cruza el corazón de roble

de Iberia y de Castilla. ¡Oh, tierra triste y noble,

la de los altos llanos y yermos y roquedas, 35

de campos sin arados, regatos ni arboledas;

decrépitas ciudades, caminos sin mesones,

y atónitos palurdos sin danzas ni canciones

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que aún van, abandonando el mortecino hogar,

como tus largos ríos, Castilla, hacia la mar! 40

Castilla miserable, ayer dominadora,

envuelta en sus andrajos desprecia cuanto ignora.

¿Espera, duerme o sueña? ¿La sangre derramada

recuerda, cuando tuvo la fiebre de la espada?

Todo se mueve, fluye, discurre, corre o gira; 45

cambian la mar y el monte y el ojo que los mira.

¿Pasó? Sobre sus campos aún el fantasma yerta

de un pueblo que ponía a Dios sobre la guerra.

La madre en otro tiempo fecunda en capitanes,

madrastra es hoy apenas de humildes ganapanes. 50

Castilla no es aquella tan generosa un día,

cuando Mío Cid Rodrigo el de Vivar volvía,

ufano de su nueva fortuna, y su opulencia,

a regalar a Alfonso los huertos de Valencia;

o que, tras la aventura que acreditó sus bríos, 55

pedía la conquista de los inmensos ríos

indianos a la corte, la madre de soldados,

guerreros y adalides que han de tornar, cargados

de plata y oro, a España, en regios galeones,

para la presa cuervos, para la lid leones. 60

Filósofos nutridos de sopa de convento

contemplan impasibles el amplio firmamento;

y si les llega en sueños, como un rumor distante,

clamor de mercaderes de muelles de Levante,

no acudirán siquiera a preguntar ¿qué pasa? 65

Y ya la guerra ha abierto las puertas de su casa.

Castilla miserable, ayer dominadora,

envuelta en sus harapos desprecia cuanto ignora.

El sol va declinando. De la ciudad lejana

me llega un armonioso tañido de campana 70

¿ya irán a su rosario las enlutadas viejas?

De entre las peñas salen dos lindas comadrejas;

me miran y se alejan, huyendo, y aparecen

de nuevo, ¡tan curiosas!... Los campos se obscurecen.

Hacia el camino blanco está el mesón abierto 75

al campo ensombrecido y al pedregal desierto.

8

Juan Ramón Jiménez, «Hay un oro dulce y fresco» (Jardines lejanos)

Hay un oro dulce y fresco

en la malva de la tarde,

que da realeza a la bella

suntuosidad de los parques.

Y bajo el malva y el oro 5

se han recogido los árboles

verdes, rosados y verdes

de brotes primaverales.

En el cáliz de la fuente

solloza el agua fragante, 10

agua de música y lágrima,

nacida bajo la hierba

entre rosas y cristales...

...Ya el corazón se olvidaba

de la vida...; por los parques 15

todo era cosa de ensueño,

luz de estrellas, alas de ángeles...

Sólo había que esperar

a los luceros; la carne

se hacía incienso y penumbra 20

por las sendas de los rosales...

Y, de repente, una voz

melancólica y distante,

ha temblado sobre el agua

en el silencio del aire. 25

Es una voz de mujer

y de piano, es un suave

bienestar para las rosas

soñolientas de la tarde;

Una voz que me va haciendo 30

llorar por nadie y por alguien

en esta triste y dorada

suntuosidad de los parques.

9

Juan Ramón Jiménez, «Octubre» (Sonetos espirituales, 1914-15)

Estaba echado yo en la tierra, enfrente

del infinito campo de Castilla,

que el otoño envolvía en la amarilla

dulzura de su claro sol poniente.

Lento el arado, paralelamente 5

abría el haza oscura, y la sencilla

mano abierta dejaba la semilla

en su entraña partida honradamente.

Pensé arrancarme el corazón y echarlo,

pleno de su sentir alto y profundo, 10

al ancho surco del terruño tierno;

ver si con romperlo y con sembrarlo

la primavera le mostraba al mundo

el árbol puro del amor eterno.

Juan Ramón Jiménez, «Otoño» (Sonetos espirituales)

Esparce octubre, al blando movimiento

del sur, las hojas áureas y las rojas,

y en la caída clara de sus hojas

se lleva al infinito el pensamiento.

¡Qué amena paz en este alejamiento 5

de todo, ¡oh prado bello, que deshojas

tus flores, oh agua, fría ya, que mojas

con tu cristal estremecido el viento!

¡Encantamiento de oro! ¡Cárcel pura,

en que el cuerpo, hecho alma, se enternece, 10

echado en el verdor de una colina!

En una decadencia de hermosura.

la vida se desnuda, y resplandece

la escelsitud de su verdad divina.

10

Juan Ramón Jiménez, «Cielo» (Diario de un poeta reciencasado = Diario de poeta y mar,

1916)

Te tenía olvidado,

cielo, y no eras

más que un vago existir de luz,

visto ––sin nombre––

por mis cansados ojos indolentes. 5

Y aparecías, entre las palabras

perezosas y deseperanzadas del viajero,

como en breves lagunas repetidas

de un paisaje de agua visto en sueños…

Hoy te he mirado lentamente, 10

y te has ido elevando hasta tu nombre.

11

Gerardo Diego, Ajedrez

Hoy lo he visto claro

Todos mis poemas

son sólo epitafios

Debajo de cada cuartilla

siempre hay un poco de mis huesos

Y aquí en mi corazón

se ha cariado el piano

No sé quién habrá sido

pero del reloj

en vez del péndulo vivo

colgaba un ancla anclada

Y sin embargo

Todavía del paracaídas

llueven los cánticos

Alguna vez ha de ser

La muerte y la vida

me están

jugando al ajedrez

12

de la piedra, del mundte Federico García Lorca, Baladilla de los tres ríos (Poema del cante jondo, 1921)

(A Salvador Quintero)

El río Guadalquivir

va entre naranjos y olivos.

Los dos ríos de Granada

bajan de la nieve al trigo.

¡Ay, amor 5

que se fue y no vino!

El río Guadalquivir

tiene las barbas granates.

Los dos ríos de Granada

uno llanto y otro sangre. 10

¡Ay, amor

que se fue por el aire!

Para los barcos de vela,

Sevilla tiene un camino;

por el agua de Granada 15

sólo reman los suspiros.

¡Ay, amor

que se fue y no vino!

Guadalquivir, alta torre

y viento en los naranjales. 20

Dauro y Genil, torrecillas

muertas sobre los estanques.

¡Ay, amor

que se fue por el aire!

¡Quién dirá que el agua lleva 25

un fuego fatuo de gritos!

¡Ay, amor

que se fue y no vino!

Lleva azahar, lleva olivas,

Andalucía, a tus mares. 30

¡Ay, amor

que se fue por el aire!

13

Canción del jinete (Eros con bastón. Canciones, 1921-1924)

Córdoba.

Lejana y sola.

Jaca negra, luna grande,

y aceitunas en mi alforja.

Aunque sepa los caminos 5

yo nunca llegaré a Córdoba.

Por el llano, por el viento,

jaca negra, luna roja.

La muerte me está mirando

desde las torres de Córdoba. 10

¡Ay qué camino tan largo!

¡Ay mi jaca valerosa!

¡Ay, que la muerte me espera,

antes de llegar a Córdoba!

Córdoba. 15

Lejana y sola.

«Lucía Martínez» (Eros con bastón. Canciones, 1921-1924)

Lucía Martínez.

Umbría de seda roja.

Tus muslos como la tarde

van de la luz a la sombra.

Los azabaches recónditos 5

oscurecen tus magnolias.

Aquí estoy, Lucía Martínez.

Vengo a consumir tu boca

y a arrastrarle del cabello

en madrugada de conchas. 10

Porque quiero, y porque puedo.

Umbría de seda roja.

14

Federico García Lorca, Romance de la luna luna (Primer romancero gitano, 1928)

La luna vino a la fragua

con su polisón de nardos.

El niño la mira mira.

El niño la está mirando.

En el aire conmovido 5

mueve la luna sus brazos

y enseña, lúbrica y pura,

sus senos de duro estaño.

Huye luna, luna, luna.

Si vinieran los gitanos, 10

harían con tu corazón

collares y anillos blancos.

Niño déjame que baile.

Cuando vengan los gitanos,

te encontrarán sobre el yunque 15

con los ojillos cerrados.

Huye luna, luna, luna,

que ya siento sus caballos.

Niño déjame, no pises,

mi blancor almidonado. 20

El jinete se acercaba

tocando el tambor del llano.

Dentro de la fragua el niño,

tiene los ojos cerrados.

Por el olivar venían, 25

bronce y sueño, los gitanos.

Las cabezas levantadas

y los ojos entornados.

¡Cómo canta la zumaya,

ay como canta en el árbol! 30

Por el cielo va la luna

con el niño de la mano.

Dentro de la fragua lloran,

dando gritos, los gitanos.

El aire la vela, vela. 35

el aire la está velando.

15

Federico García Lorca, Romance sonámbulo (Primer romancero gitano, 1928)

Verde que te quiero verde.

Verde viento. Verdes ramas.

El barco sobre la mar

y el caballo en la montaña.

Con la sombra en la cintura 5

ella sueña en su baranda,

verde carne, pelo verde,

con ojos de fría plata.

Verde que te quiero verde.

Bajo la luna gitana, 10

las cosas le están mirando

y ella no puede mirarlas.

*

Verde que te quiero verde.

Grandes estrellas de escarcha,

vienen con el pez de sombra 15

que abre el camino del alba.

La higuera frota su viento

con la lija de sus ramas,

y el monte, gato garduño,

eriza sus pitas agrias. 20

¿Pero quién vendrá? ¿Y por dónde...?

Ella sigue en su baranda,

verde carne, pelo verde,

soñando en la mar amarga.

*

Compadre, quiero cambiar 25

mi caballo por su casa,

mi montura por su espejo,

mi cuchillo por su manta.

Compadre, vengo sangrando,

desde los montes de Cabra. 30

Si yo pudiera, mocito,

ese trato se cerraba.

Pero yo ya no soy yo,

ni mi casa es ya mi casa.

Compadre, quiero morir 35

decentemente en mi cama.

De acero, si puede ser,

con las sábanas de holanda.

¿No ves la herida que tengo

desde el pecho a la garganta? 40

Trescientas rosas morenas

lleva tu pechera blanca.

Tu sangre rezuma y huele

alrededor de tu faja.

Pero yo ya no soy yo, 45

ni mi casa es ya mi casa.

Dejadme subir al menos

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hasta las altas barandas,

dejadme subir, dejadme,

hasta las verdes barandas. 50

Barandales de la luna

por donde retumba el agua.

*

Ya suben los dos compadres

hacia las altas barandas.

Dejando un rastro de sangre. 55

Dejando un rastro de lágrimas.

Temblaban en los tejados

farolillos de hojalata.

Mil panderos de cristal,

herían la madrugada. 60

*

Verde que te quiero verde,

verde viento, verdes ramas.

Los dos compadres subieron.

El largo viento, dejaba

en la boca un raro gusto 65

de hiel, de menta y de albahaca.

¡Compadre! ¿Dónde está, dime?

¿Dónde está mi niña amarga?

¡Cuántas veces te esperó!

¡Cuántas veces te esperara, 70

cara fresca, negro pelo,

en esta verde baranda!

*

Sobre el rostro del aljibe

se mecía la gitana.

Verde carne, pelo verde, 75

con ojos de fría plata.

Un carámbano de luna

la sostiene sobre el agua.

La noche su puso íntima

como una pequeña plaza. 80

Guardias civiles borrachos,

en la puerta golpeaban.

Verde que te quiero verde.

Verde viento. Verdes ramas.

El barco sobre la mar. 85

Y el caballo en la montaña.

17

Federico García Lorca, Romance de la pena negra (Primer romancero gitano, 1928)

Las piquetas de los gallos

cavan buscando la aurora,

cuando por el monte oscuro

baja Soledad Montoya.

Cobre amarillo, su carne, 5

huele a caballo y a sombra.

Yunques ahumados sus pechos,

gimen canciones redondas.

-Soledad, ¿por quién preguntas

sin compaña y a estas horas? 10

-Pregunte por quien pregunte,

dime: ¿a ti qué se te importa?

Vengo a buscar lo que busco,

mi alegría y mi persona.

-Soledad de mis pesares, 15

caballo que se desboca,

al fin encuentra la mar

y se lo tragan las olas.

-No me recuerdes el mar,

que la pena negra, brota 20

en las tierras de aceituna

bajo el rumor de las hojas.

-¡Soledad, qué pena tienes!

¡Qué pena tan lastimosa!

Lloras zumo de limón 25

agrio de espera y de boca.

-¡Qué pena tan grande! Corro

mi casa como una loca,

mis dos trenzas por el suelo,

de la cocina a la alcoba. 30

¡Qué pena! Me estoy poniendo

de azabache carne y ropa.

¡Ay, mis camisas de hilo!

¡Ay, mis muslos de amapola!

-Soledad: lava tu cuerpo 35

con agua de las alondras,

y deja tu corazón

en paz, Soledad Montoya.

***

Por abajo canta el río:

volante de cielo y hojas. 40

Con flores de calabaza,

la nueva luz se corona.

¡Oh pena de los gitanos!

Pena limpia y siempre sola.

¡Oh pena de cauce oculto 45

y madrugada remota!

18

Federico García Lorca, Poeta en Nueva York (1928-29)

Vuelta de paseo

Asesinado por el cielo,

entre las formas que van hacia la sierpe

y las formas que buscan el cristal,

dejaré crecer mis cabellos.

Con el árbol de muñones que no canta 5

y el niño con el blanco rostro de huevo.

Con los animalitos de cabeza rota

y el agua harapienta de los pies secos.

Con todo lo que tiene cansancio sordomudo

y mariposa ahogada en el tintero. 10

Tropezando con mi rostro distinto de cada día.

¡Asesinado por el cielo!

La aurora

La aurora de Nueva York tiene

cuatro columnas de cieno

y un huracán de negras palomas

que chapotean en las aguas podridas.

La aurora de Nueva York gime 5

por las inmensas escaleras

buscando entre las aristas

nardos de angustia dibujada.

La aurora llega y nadie la recibe en su boca

porque allí no hay mañana ni esperanza posible. 10

A veces las monedas en enjambres furiosos

taladran y devoran abandonados niños.

Los primeros que salen comprenden con sus huesos

que no habrá paraísos ni amores deshojados;

saben que van al cieno de números y leyes, 15

a los juegos sin arte, a sudores sin fruto.

La luz es sepultada por cadenas y ruidos

en impúdico reto de ciencia sin raíces.

Por los barrios hay gentes que vacilan insomnes

como recién salidas de un naufragio de sangre. 20

19

Poema doble del lago Eden

Nuestro ganado pace, el viento espira

Garcilaso

Era mi voz antigua

ignorante de los densos jugos amargos.

La adivino lamiendo mis pies

bajo los frágiles helechos mojados.

¡Ay voz antigua de mi amor, 5

ay voz de mi verdad,

ay voz de mi abierto costado,

cuando todas las rosas manaban de mi lengua

y el césped no conocía la impasible dentadura del caballo!

Estás aquí bebiendo mi sangre, 10

bebiendo mi humor de niño pesado,

mientras mis ojos se quiebran en el viento

con el aluminio y las voces de los borrachos.

Déjame pasar la puerta

donde Eva come hormigas 15

y Adán fecunda peces deslumbrados.

Déjame pasar, hombrecillo de los cuernos,

al bosque de los desperezos

y los alegrísimos saltos.

Yo sé el uso más secreto 20

que tiene un viejo alfiler oxidado

y sé del horror de unos ojos despiertos

sobre la superficie concreta del plato.

Pero no quiero mundo ni sueño, voz divina,

quiero mi libertad, mi amor humano 25

en el rincón más oscuro de la brisa que nadie quiera.

¡Mi amor humano!

Esos perros marinos se persiguen

y el viento acecha troncos descuidados.

¡Oh voz antigua, quema con tu lengua 30

esta voz de hojalata y de talco!

Quiero llorar porque me da la gana

como lloran los niños del último banco,

porque yo no soy un hombre, ni un poeta, ni una hoja,

pero sí un pulso herido que sonda las cosas del otro lado. 35

Quiero llorar diciendo mi nombre,

rosa, niño y abeto a la orilla de este lago,

20

para decir mi verdad de hombre de sangre

matando en mí la burla y la sugestión del vocablo.

No, no, yo no pregunto, yo deseo, 40

voz mía libertada que me lames las manos.

En el laberinto de biombos es mi desnudo el que recibe

la luna de castigo y el reloj encenizado.

Así hablaba yo.

Así hablaba yo cuando Saturno detuvo los trenes 45

y la bruma y el Sueño y la Muerte me estaban buscando.

Me estaban buscando

allí donde mugen las vacas que tienen patitas de paje

y allí donde flota mi cuerpo entre los equilibrios contrarios.

Niña ahogada en el pozo

(Granada y Newburg)

Las estatuas sufren por los ojos con la oscuridad de los ataúdes,

pero sufren mucho más por el agua que no desemboca.

Que no desemboca.

El pueblo corría por las almenas rompiendo las cañas de los pescadores.

¡Pronto! ¡Los bordes! ¡Deprisa! Y croaban las estrellas tiernas. 5

...que no desemboca.

Tranquila en mi recuerdo, astro, círculo, meta,

lloras por las orillas de un ojo de caballo.

...que no desemboca.

Pero nadie en lo oscuro podrá darte distancias, 10

sin afilado límite, porvenir de diamante,

...que no desemboca.

Mientras la gente busca silencios de almohada

tú lates para siempre definida en tu anillo,

...que no desemboca. 15

Eterna en los finales de unas ondas que aceptan

combate de raíces y soledad prevista,

...que no desemboca.

¡Ya vienen por las rampas! ¡Levántate del agua!

¡Cada punto de luz te dará una cadena! 20

...que no desemboca.

Pero el pozo te alarga manecitas de musgo.

21

insospechada ondina de su casta ignorancia,

...que no desemboca.

No, que no desemboca. Agua fija en un punto, 25

respirando con todos sus violines sin cuerdas

en la escala de las heridas y los edificios deshabitados.

¡Agua que no desemboca!

22

Rafael Alberti, «Si mi voz muriera en tierra» (Marinero en tierra)

Si mi voz muriera en tierra,

llevadla al nivel del mar

y dejadla en la ribera.

Llevadla al nivel del mar

y nombradla capitana 5

de un blanco bajel de guerra.

¡Oh mi voz condecorada

con la insignia marinera:

sobre el corazón un ancla

y sobre el ancla una estrella 10

y sobre la estrella el viento

y sobre el viento la vela!

Rafael Alberti, Amaranta (Cal y canto, 1929)

... calzó de viento...

Góngora.

Rubios, pulidos senos de Amaranta,

por una lengua de lebrel limados.

Pórticos de limones desviados

por el canal que asciende a tu garganta.

Rojo, un puente de rizos se adelanta 5

e incendia tus marfiles ondulados.

Muerde, heridor, tus dientes desangrados,

y corvo, en vilo, al viento te levanta.

La soledad, dormida en la espesura,

calza su pie de céfiro y desciende 10

del olmo alto al mar de la llanura.

Su cuerpo en sombra, oscuro, se le enciende,

y gladiadora, como un ascua impura,

entre Amaranta y su amador se tiende.

Rafael Alberti, La paloma (Entre el clavel y la espada, 1939-1940)

Se equivocó la paloma,

se equivocaba

Por ir al norte fue al sur,

creyó que el trigo era el agua.

Creyó que el mar era el cielo 5

que la noche la mañana.

23

Que las estrellas rocío,

que la calor la nevada.

Que tu falda era tu blusa,

que tu corazón su casa. 10

(Ella se durmió en la orilla,

tú en la cumbre de una rama.)

24

Jorge Guillén, «Perfección» (Cántico, 1928-1950)

Queda curvo el firmamento.

Compacto azul, sobre el día.

Es el redondeamiento

del esplendor: mediodía.

Todo es cúpula. Reposa. 5

Central sin querer, la rosa.

A un sol en cénit sujeta.

Y tanto se da el presente

que el pie caminante siente

la integridad del planeta. 10

Jorge Guillén, «Beato sillón» (Cántico)

¡Beato sillón! La casa

corrobora su presencia

con la vaga intermitencia

de su invocación en masa

a la memoria. No pasa 5

nada. Los ojos no ven,

saben. El mundo está bien

hecho. El instante lo exalta

a marea, de tan alta,

de tan alta, sin vaivén. 10

25

Miguel Hernández, «¿No cesará este rayo que me habita…?» (El rayo que no cesa,

1934-35)

¿No cesará este rayo que me habita

el corazón de exasperadas fieras

y de fraguas coléricas y herreras

donde el metal más fresco se marchita?

¿No cesará esta terca estalactita 5

de cultivar sus duras cabelleras

como espadas y rígidas hogueras

hacia mi corazón que muge y grita?

Este rayo ni cesa ni se agota:

de mí mismo tomó su procedencia 10

y ejercita en mí mismo sus furores.

Esta obstinada piedra de mí brota

y sobre mí dirige la insistencia

de sus lluviosos rayos destructores.

Miguel Hernández, «Por tu pie…» (El rayo que no cesa, 1934-35)

Por tu pie, la blancura más bailable,

donde cesa en diez partes tu hermosura,

una paloma sube a tu cintura,

baja a la tierra un nardo interminable.

Con tu pie vas poniendo lo admirable 5

del nácar en ridícula estrechura,

y donde va tu pie va la blancura,

perro sembrado de jazmín calzable.

A tu pie, tan espuma como playa,

arena y mar me arrimo y desarrimo 10

y al redil de su planta entrar procuro.

Entro y dejo que el alma se me vaya

por la voz amorosa del racimo:

pisa mi corazón que ya es maduro.

26

Miguel Hernández, «Canción última» (El hombre acecha, 1938-39)

Pintada, no vacía:

pintada está mi casa

del color de las grandes

pasiones y desgracias.

Regresará del llanto 5

adonde fue llevada

con su desierta mesa

con su ruidosa cama.

Florecerán los besos

sobre las almohadas. 10

Y en torno de los cuerpos

elevará la sábana

su intensa enredadera

nocturna, perfumada.

El odio se amortigua 15

detrás de la ventana.

Será la garra suave.

Dejadme la esperanza.