Perder el mundo para ganar la vida

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1 Perder el mundo para ganar la vida: perspectivas sobre la espiritualidad, la guerra, y la libertad en Heike monogatari y Guerra y paz David Andrés Rivera Mosquera Trabajo de grado para optar al título de literato Dirigido por Claudia Montilla Vargas Universidad de los Andes Facultad de Artes y Humanidades Departamento de Humanidades y Literatura Bogotá 2018

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Perder el mundo para ganar la vida:

perspectivas sobre la espiritualidad, la guerra, y la libertad en Heike monogatari y

Guerra y paz

David Andrés Rivera Mosquera

Trabajo de grado para optar al título de literato

Dirigido por

Claudia Montilla Vargas

Universidad de los Andes

Facultad de Artes y Humanidades

Departamento de Humanidades y Literatura

Bogotá

2018

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La foi dit bien ce que les sens ne disent pas,

mais non pas le contraire de ce qu’ils voient.

Elle est au-dessus, et non pas contre.

Blaise Pascal, Pensées

Sed non in dialectica complacuit Deo

salvum facere populum suum.

San Ambrosio, De fide ad Gratianum Augustum1

En el sonido de la campana del monasterio de Gion

resuena la caducidad de todas las cosas.

En el color siempre cambiante del arbusto de shara

se recuerda la ley terrenal de que toda gloria encuentra su fin.

Heike Monogatari

1 “It is not by means of logic that it pleased God to bring about the salvation of his people” Traducción de John

Henry Newman en Apologia Pro Vita Sua, 1864.

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Agradecimientos

A todos los que de alguna manera estuvieron presentes en el arduo pero gratificante proceso

de traer a la luz este trabajo.

A Claudia, que con paciencia y generosidad me alentó a perseguir mis quimeras.

A Andrea, por ayudarme a pensar en las palabras necesarias.

A Fernando Barbosa, por la liberalidad de su lectura.

A Santiago, por las discusiones de los viernes.

A Juan, por el ajedrez y las palabras de aliento.

A Melisa, por el denuedo de su alma.

A Esteban, por estar allí todos los días.

A mis padres, por los libros y la fe.

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Contenido

Introducción………………………………………………………………………………………. 5

1. Instancias de espiritualidad en Guerra y paz…………………………………………………... 7

Andrei y Napoleón……………………………………………………………………………... 7

El baile de Natasha…………………………………………………………………………….11

Andrei y Natasha........................................................................................................................14

Pierre y Platón…………………………………………………………………………………22

2. Instancias de espiritualidad en Heike monogatari……………………………………………..30

El espejismo de la gloria………………………………………………………………………30

La aprobación del cielo………………………………………………………………………..39

La perspectiva del mar………………………………………………………………………...47

3. La espiritualidad personal y el espíritu de la época……………………………………………59

El tañido de una campana……………………………………………………………………..59

Un encuentro con el alma rusa………………………………………………………………...65

El espíritu de un individuo, el espíritu de una época………………………………………….70

Bibliografía……………………………………………………………………………………….78

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Introducción

Las razones para comparar dos obras tan notablemente lejanas como Heike monogatari y Guerra

y paz no son claras a simple vista: producto de culturas diferentes, con tradiciones y perspectivas

del mundo que parecen apuntar en direcciones contrarias, los puntos divergentes entre ambas obras

parecen, en un primer momento, mayores que aquellos en los que podrían converger. Tal vez lo

anterior explique la falta de un estudio comparativo directo entre estos dos libros. En todo caso,

este trabajo surge, precisamente, de la creencia en que estas dos obras maestras de la literatura

guardan similitudes que van más allá de lo meramente anecdótico: obras históricas que retratan

periodos de profunda convulsión e incertidumbre, Heike monogatari y Guerra y paz logran

encauzar los grandes problemas de las épocas que retratan a través de una exploración espiritual

que le da sentido a un mundo al parecer caótico. La espiritualidad parece funcionar como un

mecanismo que racionaliza el desorden del mundo y le da una manifestación específica que tiene

un significado abarcador. Tal fenómeno es patente en ambas obras y permite sintetizar una imagen

“completa” de las sociedades en pugna que se retratan.

Como máxima expresión de este proceso de síntesis, este trabajo desea abordar a dos personajes

que se elevan como figuras paradigmáticas gracias a sus experiencias espirituales extremas en las

que es posible identificar los grandes problemas de cada obra: Kenreimon-in en Heike monogatari

y Andrei Bolkonski en Guerra y paz. Ambos personajes, imbuidos en las grandes luchas que se

desarrollan en sus sociedades, experimentan vivencias espirituales profundas y complejas que

permiten atisbar el gran marco del mundo en el que habitan. Así, en Andrei se desarrolla una lucha

constante entre la razón y una espiritualidad rusa que no es capaz de entender, mientras que en

Kenreimon-in se manifiestan todos los estados de existencia concebidos en el budismo y todas las

grandes doctrinas budistas que permiten explicar el estrepitoso auge y caída del clan Heike. En

cierta forma, estos personajes capturan las grandes tendencias espirituales que se dan en la sociedad

y las ilustran de la manera más clara posible.

Para reflejar esto, este ensayo se propone ilustrar, en un primer momento, las principales

instancias de espiritualidad que presentan Guerra y paz y Heike monogatari: en este punto, el

principal cometido será analizar detenidamente los casos específicos de algunas figuras cuyas

experiencias vitales permiten identificar las grandes tendencias espirituales que se aprecian en cada

obra. A continuación, se abordarán los casos de Andrei y de Kenreimon-in para identificar cómo

sus experiencias espirituales sintetizan dichas tendencias. Finalmente, se estudiará cómo las

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experiencias de estos dos personajes son el resultado de un proceso de ficcionalización en el que

la exploración de la espiritualidad sirve para dar un sentido a las grandes luchas que se libran en la

sociedad.

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Capítulo 1: Instancias de espiritualidad en Guerra y paz

Andrei y Napoleón

Después del miedo y la agitación de una batalla, un hombre cabalga tranquilamente por un campo

cubierto de despojos y cadáveres: ni la desolación ni la muerte logran conmoverlo. Cree ver en los

rostros de los que yacen por todas partes el reflejo de un fin glorioso y en los cuerpos, alguna vez

agitados por la conmoción y el miedo, el rastro de una valentía ahora extinta. Su corazón solo sabe

de su propia gloria y solo a través de ese filtro puede entender el mundo. Tirado en el mismo campo,

empujado al extremo de la muerte, otro hombre levanta su mirada; en su mente no hay gloria ni

valentía, la batalla que acaba de luchar no existe más. Solo ve, tras las nubes que se arrastran, un

cielo que se le antoja lejano, ilimitado y misterioso, un cielo en el que cree encontrar la posibilidad

de algo más grande que si mismo. Tal contraste nos presenta Guerra y paz una vez concluida la

batalla de Austerlitz: por un lado, un hombre que solo es sensible al relato de su gloria. Por el otro,

uno que se encuentra por primera vez con la claridad del cielo. Por un lado, Napoleón, la figura

histórica, por el otro, Andrei Bolkonski, el personaje.

Este es, sin duda, el punto culminante de la primera parte de la novela, el instante

inmediatamente previo al encuentro entre Napoleón y el príncipe Andrei, cuando el primero acaba

de acometer una de las mayores victorias de su vida y el segundo acaba de descubrir en el cielo

una plenitud a la que nunca más será indiferente. Sin embargo, este es, a la vez, un momento de

derrota y de desacralización de la figura de Napoleón ante los ojos de Andrei y del lector. El que

otrora fuera el héroe del príncipe ruso, el hombre al que quiere emular en todos los aspectos, y cuya

valentía intenta imitar en medio del fragor de la batalla, pierde en apenas un instante el aura heroica

que antes lo envolvía: Napoleón, el gran hombre, se convierte en alguien insignificante. Así,

cuando Andrei se encuentra cara a cara con él: “…le parecían tan mezquinos todos los intereses

que embargaban a Napoleón; su héroe le parecía tan pequeño con esa ridícula vanidad y el júbilo

de la victoria…” (Tolstoi, Guerra y paz 355).

La incapacidad de entender la muerte de los hombres que cubren el campo de batalla, más allá

de vanas nociones como la gloria o la valentía, es el rasgo que pone en evidencia el carácter

fundamentalmente superficial de Napoleón. Así, el caudillo se limita a exclamar: “De beaux

hommes!” cuando mira “…el cadáver de un granadero ruso caído de bruces, con el rostro hundido

en el suelo y la nuca ennegrecida; un brazo, ya rígido, estaba muy separado del cuerpo” (353): una

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escena que, más que heroica, es de una naturaleza profundamente grotesca. Para Napoleón, sin

embargo, el horror palpable de los cadáveres regados por todo el campo se esconde debajo de

formulaciones más bien vagas sobre la belleza de la muerte en batalla. Los hombres parecen valer,

a sus ojos, más por su sacrificio que por ser seres humanos.

En este sentido, aunque Napoleón es el vencedor de Austerlitz, sin saberlo, el carácter vano de

sus aspiraciones, de su visión de mundo, hace que sea un verdadero perdedor: un hombre superfluo

y sin interés. No es este el gran hombre que causa fuertes disensiones en la velada de Ana Scherer

en las primeras páginas de la novela, sino alguien que al príncipe Andrei, tirado en medio del campo

de batalla, “…le parecía un ser pequeñísimo e insignificante al lado de lo que estaba ocurriendo en

su alma…” (354). Y este carácter fatuo e intrascendente se hace cada vez más notorio a medida

que avanza la trama. A Napoleón no le interesa verdaderamente la vida de los hombres que tanto

alaba; lo que le interesa, más que todas las cosas, es el relato de la gloria y, principalmente, el relato

de su propia gloria.

Guerra y paz presenta así la paradoja de un hombre que acaba de ganar la batalla más grande

de su vida y que, sin embargo, carece de algo fundamental, aunque impalpable: una libertad en la

que ni siquiera llega a pensar. El emperador francés se muestra incapaz de mirar a los hombres

como algo más que herramientas de su voluntad, lo que se ve con gran énfasis a medida que avanza

la novela: en la reunión de Tilsit (501-502), en donde entrega condecoraciones solo para dar una

apariencia de grandeza a su propia figura, o en el cruce del Niemen (732-733), cuando un

comandante que lleva a la muerte a cuarenta de sus hombres gana la Legión de Honor, a pesar de

que su valentía es inútil. Es como si las afirmaciones vanas sobre la gloria se desenmascararan y

detrás se encontrara, simplemente, el vacío de un hombre cuya leyenda es mayor que su verdadero

ser.

Por el contrario, Austerlitz se convierte para Andrei Bolkonski en un punto de inflexión, en una

encrucijada en la que caminos que antes ni siquiera imaginaba se presentan ante él. Antes de la

lucha, todas las fuerzas y capacidades del príncipe se encuentran dirigidas a alcanzar la gloria y

abandonar el hastío que le produce la sociedad aristocrática de San Petersburgo. A pesar de que

todas las puertas de la carrera pública están abiertas ante Andrei, el bien que anhela no es el poder,

sino, por sobre todas las cosas, la gloria, un elemento que solo es posible alcanzar, cree él, fuera

del ambiente superficial y vano de la corte, fuera de las: “Recepciones, hablillas, bailes, vanidades,

nulidad…” (35). Para el príncipe, el entorno que lo rodea no tiene sentido y por eso parte a la guerra,

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esperando encontrar una gloria que solo conoce de oídas y que, en su mente, se encuentra encarnada

elocuentemente en la figura casi sobrenatural de un Napoleón que ha conquistado Europa contra

todo pronóstico: “…[Andrei] temía al genio de Bonaparte, que podía mostrarse superior a todo el

ejército ruso…[pero] al mismo tiempo, no podía admitir la vergüenza de una derrota para su héroe”

(152)

La batalla, el fragor de la lucha, la marcha de las legiones enfrentadas, todo está revestido para

Andrei de la esencia indeterminada y sobrecogedora de lo glorioso. Como Napoleón, el príncipe

ve en el caos del enfrentamiento algo que le produce una exaltación profunda, un entusiasmo

sincero. No en vano, después de reportar su primera batalla ante la corte austriaca, Andrei se acuesta

y sueña con los ruidos, las sensaciones y las imágenes de la batalla y experimenta un: “…intenso

sentimiento de alegría de vivir como no lo conociera desde su infancia” (190). Como Napoleón en

Austerlitz, lo único que Andrei puede ver es la gloria, la indeterminada y excelsa gloria, y, por

sobre todas las glorias posibles, la suya propia. El príncipe llega a convertirse así en un reflejo vivo

de su héroe, de sus aspiraciones y sus deseos: “…yo lo entregaría todo sin vacilar por un solo

momento de gloria, de triunfo sobre la gente, por ganarme el amor de unos hombres que no conozco

ni conoceré jamás…” (324)

De esta manera, a medida que la batalla de Austerlitz se aproxima y se acumulan las derrotas

sobre el ejército ruso, Andrei empieza a pensar en sí mismo como la única alternativa que queda

para vencer al ejército francés. Su orgullo le muestra la situación de crisis como el momento en el

que todos podrán ver su verdadero potencial, en el que se erigirá como el salvador del ejército ruso:

“Estaba firmemente convencido de que aquel día [el de la batalla de Austerlitz] sería su Tolón o su

puente de Arcola2” (332). Así, cuando llega el momento tan esperado, con el ejército en franca

retirada y el general Kutuzov incapaz de responder a la arremetida de las fuerzas francesas que

avanzan por las alturas de Pratzen, Andrei atraviesa el campo cargando la bandera rusa y, como

por obra de un milagro, logra que su batallón detenga la huida y se lance contra el enemigo. Por un

muy breve instante parece que el personaje se ha realizado, que todos sus ideales se muestran

verdaderos, que ante él se extiende el camino de gloria que tanto desea: “…no dio más que unos

pasos solo; le siguió un soldado; después otro y, por fin, todo el batallón, que le adelantó entre

gritos entusiastas” (340). Andrei es, por un instante, el hombre que desea ser y, al mismo tiempo,

2 Tolón y Arcola son, ambas, grandes victorias de Napoleón en sus primeros días como general de las legiones francesas.

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encarna todos los valores que son importantes para el Napoleón que recorrerá el campo después de

concluida la lucha. Pero una vez elevado a las alturas máximas que su mente ha concebido, Andrei

cae y todo se detiene.

Andrei se desploma tanto física como figurativamente: todo lo que para él era fundamental en

la vida deja de serlo y pierde interés en la lucha que se desarrolla a su alrededor. Una vez tumbado

sobre el suelo, lo único que puede ver es el cielo alto, lejano e ilimitado: “Sobre él no había más

que el cielo, un cielo alto, sin brillantez, pero infinitamente alto, sobre el que se deslizaban unas

nubes grises” (341). Precisamente, la visión del cielo en este punto cumple la función de detener

toda la marcha de la vida del príncipe, de frenar todos sus anhelos. Desde ese momento en adelante

la gloria deja de ser importante para el personaje, pues algo fundamental ha cambiado en la forma

en la que percibe el mundo: “Sí, todo es vacío y engaño, menos ese cielo infinito. No hay nada más

que él. Pero ni eso existe. No hay más que paz, reposo…” (341).

Así, el caso de Andrei presenta una paradoja similar al de Napoleón, aunque de manera inversa:

para el príncipe la batalla debería ser, en un sentido práctico, una derrota, pues todos sus sueños de

gloria y de victoria parecen desvanecerse mientras cae en medio de los gritos y la agitación de la

lucha. No obstante, esta derrota se torna muy rápidamente en una especie de victoria impalpable,

en una victoria moral, pero, más fundamentalmente, en una victoria espiritual, como afirma Jeff

Love: “The experience of emptiness or, indeed, of infinity in its elusiveness is one of illumination,

to be sure, and it haunts Andrei for the rest of the novel” (Love 89). Andrei, el personaje, logra ver,

de repente, algo que Napoleón, la figura histórica, jamás será capaz de percibir: la posibilidad de

ser libre, una posibilidad que perseguirá durante todo Guerra y paz.

Austerlitz, pues, se convierte en el punto de partida del largo camino espiritual que emprende

Bolkonski a lo largo del libro y en un punto de inflexión para su vida en el que su cadena de valores

se revierte totalmente: si antes Napoleón era una figura magna, absoluta y admirable, ahora es un

hombre insignificante con una: “…mirada indiferente, limitada y feliz con la infelicidad de los

demás” (Tolstoi, Guerra y paz 357). Por otro lado, los pensamientos sobre la familia, el hogar y el

descanso que antes eran, para el príncipe, cosas insignificantes que le producían hastío y cansancio,

se convierten en pensamientos cargados de un bienestar indescriptible. Recostado sobre la hierba,

el hombre moribundo ya no es más el mismo: este es el primer despertar espiritual de Andrei, su

primer contacto con una totalidad que no entiende, pero que siente de una manera viva.

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El baile de Natasha

Tras una animada partida de caza, una joven aristócrata y sus dos hermanos cabalgan hacia la casa

de un tío lejano para descansar antes de volver a la hacienda de sus padres. Al llegar a la rústica

edificación de madera la servidumbre la mira con sorpresa: nunca han visto a una mujer montar a

caballo, menos para ir a cazar. El tío ordena a todos volver a sus labores y la conmoción se calma

mientras los jóvenes entran a la casa para una alegre y rústica velada. Es allí, en medio de las risas,

la comida local y las canciones populares que sucede algo que a todos parece extraordinario y que

aviva la conmoción que sintieran antes: la amazona que había causado tanta admiración, una joven

criada por una institutriz francesa, empieza a bailar, sin saber ella misma cómo lo hace, una danza

tradicional rusa. Y además baila con una gracia y una naturalidad que harían creer al observador

incauto que ha vivido toda su vida en el campo. ¿Cómo pudo bailar así una muchacha nacida y

criada en la capital, en medio de las maneras y las tradiciones de la nobleza? Nadie puede hallar

una respuesta, pero muy pronto la incredulidad cede ante la alegría y cualquier diferencia entre los

pobladores del lugar y los jóvenes aristócratas desaparece. Sin decirse nada, sin manifestarse sus

pensamientos, todos se entienden a la perfección, en medio de las canciones, la comida y el baile.

La joven es Natasha Rostov y su baile espontáneo es la expresión de un profundo e inconsciente

carácter cultural ruso, íntimamente ligado a la espiritualidad.

La escena descrita arriba representa una de las muchas ocasiones en las que la joven condesa

Natasha Rostov deja traslucir algo que yace en lo profundo de su ser: algo vivo, indeterminado y

maravilloso que contagia a los que la rodean. Pero esta es, tal vez, la escena de la novela en la que

es más visible el vínculo entre la vivacidad de este personaje y un “espíritu ruso” que no se puede

explicar o comprender con palabras, aunque se puede experimentar. Este espíritu es un elemento

fundamental que no deja de existir en Natasha a pesar de su educación francesa y de su vida

aristocrática. Un elemento que permanece dormido, pero que es avivado cuando entra en contacto

con el campo, en donde la cultura rusa parece ser más viva, más auténtica. Y, no en vano, este

contacto se da en medio de una partida de caza, como afirma Orlando Figues: “De todos los

pasatiempos en el campo, la caza era el que más se parecía a una institución nacional, en el sentido

de que unía al noble y al siervo como compañeros de deporte y compatriotas” (Figues 154).

De esta manera, el viaje de los jóvenes a la modesta casa del tío se convierte en el viaje de la

aristocracia educada a un campo en el que pervive un “espíritu” que solo se puede entender cuando

se siente: un espíritu que es, de alguna manera, irresistible. Así, cuando se oyen las notas de la

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balalaika: “… [Se estremece] el alma de Natasha y de Nikolai con el motivo de la bella canción”

(Tolstoi, Guerra y paz 618). El entorno que rodea a Natasha y a su hermano Nikolai en la cabaña

les produce una perturbación en el alma: es una experiencia que no se refiere únicamente a un

placer estético, sino a uno que agita fibras muy profundas de ambos personajes. Y es precisamente

a través de la música, la comida y la conversación que ambos se ven inmersos en aquel espíritu

popular antes extraño para ellos. Allí se siente un bienestar particular y desconocido: “Natasha

sentía en su espíritu tanta alegría, se encontraba tan bien en aquel ambiente nuevo para ella, que

temía que el coche de Otrádnoie [la hacienda de los Rostov] llegase demasiado pronto” (617).

Y es en este ambiente profundamente tradicional, profundamente campesino, que aquel espíritu

espontáneo de Natasha revela una faceta antes desconocida, una faceta vinculada al campo y a la

cultura popular rusa, hasta el punto en que: “…su espíritu y sus gestos eran auténticamente rusos,

inimitables, que no se estudian…” (619). En la novela, este baile es, entonces, más que una

anécdota curiosa de las vacaciones de la familia Rostov o de la juventud de la “condesita”, como

la llama su tío. Este baile es la manifestación palpable de un profundo e impalpable espíritu ruso

que se encuentra presente a lo largo de toda la novela y al que Natasha está fuertemente ligada,

aunque de forma inconsciente.

De esta manera, en el baile se manifiesta una posibilidad de entendimiento entre dos mundos

muy distintos, el mundo de los Rostov y el mundo campesino en el que ellos irrumpen, como lo

nota Anisia Fiódorovna, la sirvienta de la casa, al ver a Natasha bailar como una muchacha del

pueblo:

[Anisia] reía hasta llorar al ver a la joven condesa, delicada, graciosa, una persona de otros medios,

educada entre sedas y terciopelos, que sabía entender cuanto había en su alma, en Anisia, en el padre

de Anisia, en su tío, en su madre y en cualquier ruso. (619)

El espíritu que el baile manifiesta es capaz de unir a la aristocracia y al pueblo sin que medien

palabras o explicaciones; hay un entendimiento tácito entre todos los presentes y Natasha: se ha

alcanzado, de alguna forma, una plena, aunque breve unidad de espíritus.

Sin embargo, esta capacidad para encontrar una conexión espiritual con los demás es una

cualidad que no es necesariamente común en la novela: por eso la escena del baile adquiere un

carácter tan excepcional. La espontaneidad y la naturalidad son rasgos propios de Natasha y su

sensibilidad instintiva hacia una dimensión espiritual ignorada por muchos es la que le permite

bailar como cualquier campesina rusa. Este evento tal vez sea la culminación de este carácter, pero

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no es su única expresión. Desde el primer momento se nos muestra este aspecto de la personalidad

de Natasha, cuando Pierre visita la casa de los Rostov: “De vez en cuando [Natasha miraba]…a

Pierre, que, viendo los ojos de aquella joven sonriente y vivaz, sentía deseos de reír también sin

saber por qué” (75).

La sinceridad de la mirada y de los gestos de Natasha tiene un elemento contagioso que apela a

las emociones de los que la rodean de una manera muy íntima. Así, cuando la joven aparece por

primera vez en la novela, en una velada en la casa de los Rostov, su risa es capaz de contagiar

incluso a una visita muy seria y grave: “Natasha cayó sobre su madre y estalló en una risa tan fuerte

y sonora, que todos, aun la grave visita, rieron” (48). Lo mismo sucede con María Dímitrievna, una

aristócrata severa y con gran respeto por los modales y las buenas maneras, que no puede evitar

reírse ante el encanto, la sinceridad y la desenvoltura de la condesa adolescente cuando esta

pregunta desafiante por el postre en medio de una cena, conducta que normalmente tendría un

carácter reprochable: “María Dímitrievna y la condesa [la madre de Natasha] reían…por la

extraordinaria audacia de aquella muchachita que podía y osaba portarse así con María Dímitrievna”

(78).

Más que ser elementos anecdóticos, estos dos eventos muestran una capacidad innata de

Natasha para transmitir sentimientos y experiencias particulares, aun por encima de las

convenciones sociales. Sus manifestaciones adquieren un carácter transgresor que hace que los

demás personajes sean capaces de experimentar cosas que son muy vivas e importantes para ella.

Así, por ejemplo, Natasha toma la iniciativa y decide besar a Boris de manera inadvertida:

“…rodeándole con los finos y desnudos brazos, con un movimiento de cabeza echó hacia atrás los

cabellos y le besó en los labios” (54). No en vano es comparada en múltiples ocasiones con un

“cosaco”, por su osadía y espontaneidad: la misma María Dímitrievna la llama así durante la cena

mencionada anteriormente. Y los campesinos que reciben a la joven después de la partida de caza

relatada más arriba la llaman “tártara” por montar a caballo y llevar un cuerno. Es este espíritu

indomable e infinitamente sincero, que logra conectarse con la esencia misma de la vida, el que

impactará al príncipe Andrei Bolkonski de una manera casi tan arrolladora como el cielo sobre

Austerlitz.

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Andrei y Natasha

Acaba de comenzar un baile en la corte y por todas partes hay gente alegre y elegante bailando al

ritmo de valses, polcas y mazurcas. En una esquina discreta, lejos de la agitación y la alegría

generales, una muchacha se encuentra triste y ansiosa: ¿Nadie la va a invitar a bailar? ¿No podrá

bailar en este, su primer baile en sociedad? La pregunta la atormenta profundamente, tanto que es

totalmente indiferente a la llegada del zar a la fiesta y a las conversaciones de su familia, reunida

en torno suyo. Inesperadamente, un hombre la toma por el talle, sin siquiera preguntarle si quiere

bailar con él, y la saca al centro del salón; entonces desaparece toda preocupación, no solo en la

cabeza de ella, sino también en la de él. Por un momento sólo existen ellos dos en medio de la

fiesta, no hay más conversaciones, crujir de faldas o saludos solemnes al zar, solo Natasha Rostov

y Andrei Bolkonski que se miran a los ojos y al bailar dibujan círculos sobre el parqué de un palacio

en San Petersburgo.

El instante descrito puede parecer, a primera vista, una escena romántica cualquiera, tal vez más

relacionada con una exploración sentimental de los personajes que con algún significado espiritual

ulterior. No obstante, en el marco de la novela, este es un momento de inflexión en la vida de

Andrei Bolkonski, un nuevo momento de cambio de rumbo. Aunque el príncipe no lo entienda, en

ese mismo instante algo se ha transformado en él: “…cuando ciñó la cintura delicada y flexible,

cuando aquella criatura deliciosa comenzó a moverse cerca de él, sonriendo feliz, el aroma de su

gracia le embriagó, rejuveneciéndole el espíritu [énfasis agregado]” (Tolstoi, Guerra y paz 558).

En este punto, el rejuvenecimiento del espíritu podría leerse como un mero asunto de avivamiento

de los ánimos: una alegría pasajera, producto de la animación que genera en el príncipe el haber

bailado con Natasha. Pero al mirar los eventos que preceden a este baile y los que lo suceden

inmediatamente después, esta explicación se torna insuficiente e incluso simplista.

Es necesario retornar en el tiempo hasta la batalla de Austerlitz para entender el carácter

fundamental que adquiere este baile en la vida del príncipe y para ver aquel rejuvenecimiento del

espíritu como un proceso que, lejos de ser superficial y momentáneo, es esencial y profundo. Solo

en la progresión que existe en el espíritu del príncipe entre la revelación que él cree ver en el cielo

de Austerlitz y este baile es posible encontrar el verdadero significado de este encuentro con

Natasha Rostov y su espíritu sincero y espontáneo. Solo considerando todo este proceso, la escena

retratada más arriba se torna central para entender la espiritualidad del príncipe Andrei y cualquier

viso de superficialidad desaparece de manera irremediable.

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Para advertir lo anterior es necesario recordar que después de verse maravillado y transformado

por el cielo y de sobrevivir a una muerte cercana, el príncipe Andrei retorna a la hacienda de su

padre y se encuentra con la muerte de su esposa, ante lo que siente que “…algo desgarraba su alma

y que era culpable de una desgracia que jamás podría reparar ni olvidar. Pero no podía llorar” (398).

Este evento, tan impactante para el príncipe, crea un marcado contraste con la claridad que acababa

de alcanzar en las alturas de Pratzen, una vez terminada la batalla de Austerlitz. En ese momento,

recostado sobre el campo de batalla, deseaba retornar a su familia y vivir una vida tranquila con

sus seres queridos, pero ahora se encuentra con una realidad que le causa desasosiego: Lisa ha

muerto y, de alguna manera, él es culpable. No hay que olvidar las constantes peticiones de la

princesa para que Andrei no partiera a la guerra y su miedo por quedarse sola para el parto que

finalmente la mataría. Lo anterior se ve de manera clara después de la velada de Ana Scherer con

la que abre la novela, cuando Lisa le reclama a su marido lo siguiente: “¿Por qué has cambiado

tanto conmigo? ¿Qué te he hecho? Te vas a la guerra y no te compadeces de mí. ¿Por qué?” (33).

En la cabeza de Andrei todos estos elementos se tornan aciagos y es por eso por lo que cree ver

en el rostro del cadáver de su esposa un tono de reproche: “…aquel rostro decía aún: ‘Oh, ¿qué

habéis hecho conmigo?’” (398). Y es esta experiencia traumática de impotencia y culpa la que

parece destruir todos los planes de Bolkonski para empezar una nueva vida. Su amargura es

demasiado grande y experimenta una decepción por la enorme distancia que hay entre el ideal

percibido en el cielo y la realidad con la que se encuentra al retornar a su hogar: dentro de él se

desvanece el deseo inicial de vivir y de amar. Andrei parece haber perdido definitivamente la

libertad etérea de Austerlitz y el trabajo se torna en su único consuelo. Y, sin embargo, como lo

señala su hermana la princesa María: “… [La vida] ordenada y tranquila lo está matando” (476).

En Andrei pervive la preocupación y el interés por su familia, pero, al agotarse la claridad mental

alcanzada a las puertas de la muerte, renacen sus malas maneras y su orgullo y desdén frente a los

demás. El príncipe ha perdido totalmente el interés por la guerra y ahora lo único que ocupa su

mente es su hijo, lo único que le queda de Lisa: no hay más pensamientos sobre la gloria o sobre

sacrificar a su familia por el reconocimiento; y, sin embargo, el personaje se encuentra lejos de

aquella perfección de espíritu que tanto le impactó mientras aguardaba la muerte recostado en un

campo cubierto de cadáveres. Lo anterior es claro cuando, enfadado por su incapacidad de

contrarrestar la enfermedad de su hijo, le grita a la princesa María: “Cállate; siempre dices

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tonterías… Con tus eternos afanes de esperar, ya ves a lo que hemos llegado” y a continuación el

narrador agrega que lo hace: “…con el evidente deseo de herir a su hermana” (447).

Este es el fuerte contraste que empieza a marcar la personalidad de Andrei: sus valores y sus

prioridades han cambiado, pero los rasgos más desagradables de su personalidad siguen vivos y,

en momentos como el que se acaba de describir, su enfado llega a parecerse incluso a la cólera de

su padre. Hay una mezcla de decepción y de derrota en este Andrei, que se ha elevado por un

instante a “alturas superiores” solo para caer de nuevo en una realidad que, en últimas, resulta

decepcionante. Así, cuando el pequeño Nikolai se recupera de su enfermedad, el príncipe suspira

lo siguiente: “Sí, esto es todo lo que me queda” (456).

En tal estado lo encuentra Pierre Bezújov cuando visita su hacienda en Boguchárovo: ve a un

hombre desencantado y apartado del mundo, un hombre envejecido y sin luz en sus ojos. Cuando

se saluda con Andrei, Pierre no puede evitar observar que sus palabras:

…eran cariñosas, no faltaba una sonrisa en los labios y en las facciones, pero la mirada parecía

extinguida y muerta; advertíase que, aun cuando ése era su deseo, el príncipe Andrei no podía poner

en ella una expresión jovial y alegre. (461)

La observación del conde Bezújov ofrece un panorama revelador sobre la situación en la que se

encuentra el espíritu de Andrei. Por un lado, desea mostrarse alegre con su amigo, al que no ha

visto en varios años y, de hecho, se esfuerza por hacerlo. Por el otro, hay algo en su interior que le

impide manifestar algo diferente a la decepción que lo posee desde su vuelta de la guerra: su espíritu

parece haber envejecido de manera irremediable, su mirada carece de brillo.

Justamente en este estado el príncipe Andrei sostiene una conversación con Pierre que será

reveladora y que cambiará algo en su interior de una manera que no imagina. Así, tras saludarse y

esforzarse por conversar normalmente, ya que no se han visto durante años, ambos amigos terminan

hablando, sin saber cómo, del amor al prójimo, la naturaleza del bien y la felicidad. Como menciona

David Sherman en su análisis de este diálogo, “The paths of Andrej and Pierre opportunely cross

here, and their conversations test their new outlooks on life” (Sherman 18). Así, Pierre, que se ha

convertido en un masón, intenta convencer a Andrei de las nuevas ideas que ha adquirido sobre el

amor al prójimo y la necesidad de hacer el bien como únicos caminos para alcanzar la felicidad en

este mundo. A los ojos de Pierre, “Lo más importante…, y de lo que estoy seguro, es que el placer

de hacer bien es la única felicidad” (Tolstoi, Guerra y paz 465). Pierre expone todas las reformas

que ha intentado hacer en sus dominios, de los que acaba de volver, como muestras de sus intentos

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de hacer el bien, aunque de manera imperfecta, reconoce él, (sin saber, claro, que sus reformas solo

han hecho las vidas de sus siervos más difíciles). Para Pierre, el mayor bien posible es el amor al

prójimo y ese es el camino que intenta recorrer como masón: “Solo ahora que vivo, o al menos

quiero vivir –corrigió con modestia--, para los demás, comprendo toda la felicidad de la vida” (464).

En contraste, el desencanto de Andrei con la vida lo lleva a pensar en la imposibilidad práctica de

amar al prójimo e incluso de conocer realmente qué es el bien y qué es el mal. Andrei afirma que:

“Je ne connais dans la vie que deux maux bien réels : c’est le remords et la maladie. Il n’est de

bien que l’absence de ces maux” (464). El hacer el bien al prójimo se torna para Andrei en algo

fútil, porque lo que es bueno para un hombre, para otro no lo es necesariamente, así que se limita

a evitar el mal.

Tales ideas expresan uno y otro sin llegar a nada concluyente. Pero al final de su larga discusión,

mientras se encuentran en una barca cruzando un río que atraviesa la propiedad del príncipe, Andrei

ya no se resiste más ante las ideas de Pierre, aunque tampoco cede; simplemente guarda silencio

mientras su amigo habla. Es entonces cuando mira al cielo en un muy breve instante de revelación

y cree encontrar allí algo antes conocido:

Por primera vez desde Austerlitz vio aquel cielo alto e infinito que contemplaba cuando estaba

tendido en el campo de batalla. En aquel instante despertó algo alegre y joven en su alma, algo que

llevaba largo tiempo adormecido, lo mejor que había en su ser. (471-472)

Algo ha cambiado por un instante en Andrei, pero no han sido los argumentos de Bezújov los que

lo han convencido finalmente, sino algo que no se manifiesta con palabras o explicaciones

racionales. Como lo resalta David Sherman: “Pierre's attempts at rational persuasion in the dialogue

have failed, but his emotional condition is communicated to Andrej” (Sherman 21). Lo que

convence brevemente a Bolkonski de que su amigo tiene algo de razón es la visión del cielo, una

experiencia no articulada con palabras: este simple gesto de levantar la mirada hace que las palabras

de Pierre sean verdaderas para Andrei. Más que comprender las ideas de Pierre, Andrei las siente,

y es entonces cuando algo empieza a cambiar muy lentamente en su interior, algo más allá de su

comprensión: “La entrevista con Pierre iba a ser para el príncipe Andrei, a pesar de que él no

cambiara exteriormente, el comienzo de una nueva vida en lo más íntimo de su alma” (Tolstoi,

Guerra y paz 472).

Sin embargo, de alguna manera, el príncipe se resiste a este cambio y es consciente de ello. Es

por eso por lo que, tras la reunión con Pierre, opta por concentrarse en el trabajo e ignorar los

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placeres de la vida: no en vano su padre empieza a llamar a su hacienda “la cartuja de Boguchárovo”

(507). Aunque percibe que hay una alternativa a la vida que lleva, Andrei se concentra en reformar

sus haciendas, liberando a sus siervos, y en diseñar planes de reforma al ejército, esta vez sin pensar

en la gloria o el reconocimiento, casi como si fuera un funcionario elaborando reportes. A estas

alturas, mientras visita las propiedades de su hijo en Riazán, Andrei ve un roble marchito en mitad

de la primavera y piensa: “Sí, el roble tiene razón… Que los demás, que los jóvenes cedan a este

engaño; pero nosotros conocemos la vida, ¡nuestra vida ha terminado!” (508). Sin importar el

impacto que la conversación con el conde Bezújov haya podido tener en él, Bolkonski sigue

sintiéndose derrotado ante la vida, sigue siendo huraño y está amargado como un viejo.

Es entonces cuando el espíritu espontáneo de Natasha Rostov entra en la ecuación y la

transformación mencionada al final de la conversación de Boguchárovo empieza a manifestarse

externamente. En medio de su viaje a Riazán, Andrei debe quedarse en casa de los Rostov por

motivos oficiales y allí conoce a aquella muchacha que le genera profundas dudas apenas la ve

riendo. El príncipe se pregunta “¿Por qué está tan contenta? ¿En qué piensa?” (508). Está

sorprendido por encontrar a alguien tan alegre con la vida sin ninguna razón aparente. Más tarde

ese mismo día oye cómo Natasha canta desde su ventana y admira la noche, deseando echarse a

volar e indiferente ante los llamados de Sonia para que se acueste. Entonces, en el ánimo de Andrei

“…inesperadamente se levantó… tal tumulto de confusos pensamientos juveniles y de esperanza,

en contradicción con toda su vida, que no tuvo el valor de explicarse aquel estado de ánimo…”

(511)

Este momento presenta el primer indicio del gran efecto que producirá Natasha en Andrei.

Indicio que se refuerza en una escena posterior, cuando el príncipe retorna de su viaje a Riazán y

pasa nuevamente frente al roble que antes parecía haber reafirmado su deseo de apartarse del

mundo:

…sin él mismo saberlo, sin reconocerlo, admiró el mismo árbol que buscaba. El viejo roble

transformado por completo, con sus ramas cubiertas de verde oscuro, se bañaba en la luz del sol

vespertino, casi inmóvil y feliz… Parecía imposible que de aquella ruina germinase esta nueva vida.

(512)

En el intervalo en el que el príncipe conoce a Natasha y se despierta en su alma una nueva duda,

una nueva posibilidad de vivir, el roble con el que se ha identificado anteriormente florece de

manera tan inesperada que ahora es irreconocible. Y el paralelo entre el roble y Andrei señala que,

así como el roble ha renacido, el príncipe está listo para despertar nuevamente a la vida, para

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experimentar aquellas cosas que antes le parecían engaños. La importancia de Natasha en esta

especie de anuncio de renacimiento para Andrei se señala inmediatamente después cuando

Bolkonski rememora: “…todos los minutos decisivos de su vida: Austerlitz y su alto cielo, el rostro

lleno de reproches de su mujer muerta, Pierre en la barca y la muchacha entusiasmada por la belleza

de la noche…” (513). Aquel instante de apreciación de la noche, al parecer inocuo, adquiere para

Andrei un carácter fundamental, pues le demuestra la posibilidad de una vida diferente, de una

alegría por la vida que no requiere elevadas razones y argumentos. Un amor por la vida que es

espontáneo, casi involuntario, como la sorpresa que experimenta un niño ante los misterios más

simples que esconde el mundo. No en vano Andrei reflexiona que “No basta con que yo sepa lo

que ocurre en mí; deben saberlo todos: Pierre y esta muchacha que querían (sic) volar al cielo. Es

necesario… que mi vida no sea para mí solo…” (512).

Así, hay una certeza que se empieza a forjar en el corazón de Andrei, una profunda convicción

que, no obstante, no genera un cambio inmediato. Como sucede con la conversación en

Boguchárovo, hay algo que permanece muy profundamente anclado en el corazón del príncipe

después de ver a Natasha. En cada evento importante de su vida hay algo nuevo que él comprende,

conclusiones a las que llega de manera progresiva, pero este largo y lento proceso de

descubrimiento no implica cambios inmediatos en el carácter o la forma de ser: los cambios que

ocurren son internos y rara vez se manifiestan en el exterior. Así las cosas, no es de extrañar que,

a pesar de las nuevas convicciones que se empiezan a forjar en su interior, Bolkonski decida que

la mejor manera de retornar a la vida es

inmiscuirse en el mundo de la política y en las reformas que están ocurriendo en el gobierno: “…el

príncipe Andrei decidió marchar en otoño a San Petersburgo e imaginó diversas razones para

hacerlo. Una muchedumbre de argumentos razonables y lógicos apoyaban la necesidad del viaje e

incluso la necesidad de incorporarse a un servicio” (512).

De esta manera, Andrei termina invirtiendo sus fuerzas en una labor reformista que se mostrará,

en últimas, estéril. Cuando llega a la capital se codea nuevamente con gente perteneciente a las

altas esferas del gobierno y encuentra irresistible la idea de poder transformar el mundo a través de

las reformas. Esta nueva situación tiene en su alma un efecto diferente al que desea, pues, si bien

Andrei ya no ambiciona la gloria, su espíritu está en una condición similar a la que viviera antes

de la batalla de Austerlitz: “[Andrei] Experimentaba ahora… un sentimiento semejante a aquel que

conoció en las vísperas de la batalla, cuando una inquieta curiosidad le arrastraba

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inconteniblemente hacia las altas esferas en que estaba fraguándose el porvenir y la suerte de

millones” (517).

En este punto, la figura del reformista Speranski se eleva de manera monolítica en la mente de

Andrei, a niveles que solo son equiparables con la extrema admiración que el príncipe llega a

dispensarle a Napoleón: “A los ojos de Andrei, Speranski era el hombre que él mismo hubiera

deseado ser, capaz de explicar razonablemente todos los fenómenos de la vida” (523). Si Napoleón

personifica el vano deseo de gloria de Andrei, en Speranski se concentra figurativamente aquella

tendencia excesiva hacia el racionalismo que a veces lo caracteriza: como cuando, tras sorprenderse

por la espontaneidad de Natasha, él razona que la manera óptima de retornar a la vida es entrar en

el gobierno y sus menesteres. Como Napoleón era la expresión extrema del deseo de gloria del

príncipe, Speranski es el reflejo del carácter extremadamente racional que Andrei tanto ambiciona:

“Lo que admiraba más al príncipe Andrei, era su fe indiscutible e inmutable en la fuerza y en la

rectitud de la razón” (524).

No obstante, Andrei nunca llega a parecerse totalmente a su nuevo héroe reformador, pues es

incapaz de alcanzar aquello que tanto admira en Speranski: la fe absoluta y sin reservas en la razón.

A diferencia del hombre que tanto lo impresiona, Andrei se permite dudar de la capacidad de la

razón para dar cuenta de todo lo que uno piensa: “Era evidente que [a Speranski] jamás se le hubiera

ocurrido el pensamiento, tan frecuente en Bolkonski, de que no puede expresarse todo lo que se

piensa, y que resultaba inasequible a esta duda” (524). Andrei ya no es capaz de utilizar la razón

sin dudar de ella; ya no es el hombre confiado que era antes de Austerlitz. Las experiencias

espirituales del príncipe le han enseñado que hay cosas que es imposible manifestar con palabras,

cosas que no pueden abstraerse con el pensamiento racional: como sucede en Boguchárovo, donde

no son las palabras de Pierre las que convencen a Bolkonski, sino sus sentimientos manifestados

en la naturaleza. Y a pesar de esta duda frente a la razón, la influencia de Speranski es tan grande

en un primer momento que Andrei se llega a preguntar si “¿No será absurdo todo esto que pienso

y creo?” (524).

En este punto, Andrei se encuentra suspendido entre su vicio por la razón y aquello que él mismo

considera como “…lo mejor que había en su ser” (472). Y es, precisamente, el baile con Natasha

el que hace que el corazón del príncipe se incline por esto último, por lo mejor de su ser, por lo que

ha descubierto en sus momentos de mayor claridad. El rejuvenecimiento del espíritu de Andrei

cuando baila con la joven condesa es, entonces, un evento trascendental que cumple una función

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similar a la del cielo sobre Austerlitz: como la visión del cielo aleja a Andrei del vano deseo de

gloria, el baile lo hace abandonar su excesiva fe en la razón como herramienta entender el mundo.

Si Napoleón, encarnación de la vanidad de la gloria, se desacraliza ante la visión sublime del cielo,

la figura de Speranski, que encarna la fe ciega en la razón, pierde todo interés ante el espíritu vivo

y misterioso de Natasha. Así, cuando Andrei se reúne con el ministro, poco después de bailar con

Natasha, “…miraba [a Speranski] y le parecía otro hombre; todo lo que antes se le había figurado

en él, de misterioso y atractivo, ahora se le revelaba claro y vulgar” (562).

Este es el momento en el que la labor reformadora del príncipe pierde todo sentido para él y las

bondades de cambiar la sociedad se desvanecen ante sus ojos. Andrei reflexiona sobre todo el

tiempo que ha invertido haciendo planes de reforma para el ejército y la administración, y también

sobre el tiempo que ha empleado en establecer transformaciones en el funcionamiento de sus

propiedades; todo lo que ha hecho le parece fútil, un sinsentido total hasta el punto en que “se

asombró de haber empleado tanto tiempo en un trabajo tan estéril” (564). Todo lo demás palidece

ante la vida sincera que cree descubrir en Natasha: la condesa produce un profundo impacto en su

alma, de una manera que para él es inexplicable.

Así, poco después de abandonar su trabajo con Speranski, Andrei visita la casa de los Rostov y

escucha cantar a Natasha. Entonces, “En medio de una frase [Andrei] quedó en silencio y notó que

a la garganta le subían lágrimas inesperadas… Miró a Natasha… y en su alma ocurrió algo nuevo

y dichoso. Sentíase a un tiempo feliz y triste” (565). Esta paradoja es un reflejo de la magnitud de

lo que ocurre en el alma de Bolkonski; desde las lágrimas inesperadas hasta la mezcla de emociones

contradictorias hay una nueva realidad en su espíritu que se manifiesta más allá de su voluntad,

más allá de lo que puede entender o controlar. Esta no es solo una experiencia emocional, sino que

también es una experiencia existencial; la paradoja de los sentimientos es también la paradoja entre

lo infinito y lo corpóreo, entre la indeterminada fuerza percibida por primera vez en Austerlitz y la

vida sencilla y maravillosa que encarna Natasha: “Lo que sobre todo despertaba aquellas lágrimas

era la violenta contradicción que de pronto [Andrei] advirtiera entre algo infinito e impreciso que

habitaba en él y esa materia estrecha, corpórea de que él y también ella estaban constituidos” (565).

Esta tensión entre lo material y lo etéreo, entre la felicidad del día a día y la plenitud

indeterminada que encarna el cielo, se volverá fundamental en la última y definitiva experiencia

espiritual del príncipe, cuando deba decantarse por uno u otro camino. Pero en este punto, aunque

Andrei es capaz de percibir tal contradicción, no intenta comprenderla: es profundamente feliz y

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no se cuestiona las circunstancias de su felicidad, simplemente mira hacia el futuro y cree ver una

nueva vida para él. Gracias a Natasha el príncipe llega a la conclusión de que Pierre tenía razón

“…cuando aseguraba que hay que creer en la posibilidad de la alegría para ser feliz… [Y que]

mientras se vive hay que vivir y ser feliz” (566). Por un instante el mundo se vuelve a abrir ante

Andrei, pero esta vez bajo una nueva luz: es como si en este momento el príncipe comprendiera

por fin aquello que llegó a sentir tan vivamente en Boguchárovo, como si llegaran a su mente las

vivas sensaciones del pasado y lo que antes era difuso, aunque muy real, se tornara claro e

inconfundible frente a sus ojos. Tal es el efecto de Natasha Rostov en Andrei Bolkonski.

Pierre y Platón

Un joven hombre medita sombríos pensamientos sentado en una celda en medio de un Moscú en

llamas. Pocas horas antes estuvo a punto de morir, pero eso no le importa realmente, lo único que

puede ver, inmerso en una profunda oscuridad, son los rostros de terror de un puñado de hombres

fusilados frente a sus ojos unas horas antes. Solo puede recordar aquellas muertes; todo lo demás

se le antoja difuso, irreal, incomprensible. En la encrucijada más difícil de su vida su fe lo ha

abandonado: ya no cree en la posibilidad de que existan respuestas para las terribles dudas que lo

asaltan. Entonces, en medio de la penumbra del pequeño cuarto en el que se encuentra, uno de sus

compañeros de celda se sienta a su lado y comienza a descalzarse tranquilamente, como si se hallara

muy lejos, como si en ese momento estuviera totalmente libre. El joven se sorprende un poco,

aunque no se explica por qué razón: acaba de percibir, sin saberlo, una respuesta para las dudas

que lo aquejan. Después de oír hablar a su curioso compañero sobre las dificultades de su vida y

de ver la extraordinaria y despreocupada fe que este tiene, el joven hombre cree haber encontrado

una vez más la posibilidad de creer, de tener esperanza ante un futuro incierto. Así, recostado en el

piso de su celda, mientras a lo lejos se oye la conmoción de la ciudad saqueada y el resplandor rojo

de un incendio se cola por entre los resquicios de la pared, Pierre Bezújov siente que el mundo

tiene sentido una vez más, pero de una manera más pura, más real, más cercana a su corazón: Platón

Karatáiev, su compañero de celda, sin proponérselo, acaba de cambiar su vida para siempre.

Este momento, retratado en las últimas páginas de Guerra y paz, representa el punto de inflexión

fundamental para Pierre Bezújov, pues allí se establece un antes y un después en su vida. Platón

Karatáiev no solo responde a las dudas inmediatas que surgen en el joven conde producto del

fusilamiento que acaba de presenciar, sino que, con sus gestos, con sus sencillas palabras, responde

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súbitamente a un sinnúmero de incertidumbres existenciales que han aquejado a Pierre desde el

inicio de la novela. En este sentido, el encuentro con Platón es tanto o más significativo para Pierre

de lo que fue el encuentro con Natasha Rostov para el príncipe Andrei Bolkonski. Mientras

Bolkonski es víctima de un lento proceso de toma de conciencia que llega a su punto culminante

en su baile con Natasha, el conde Bezújov sufre en un mismo día la pérdida absoluta de su fe y un

inesperado despertar espiritual.

Sin embargo, solo retornando varios años en el tiempo es posible ver este momento de extrema

claridad en perspectiva. Arrastrado por profundas pasiones, Pierre ha vivido una vida menos

perfecta que la que pretende mostrarle a su amigo Andrei en Boguchárovo. Antes de convertirse

en un masón, el conde se ve absorbido por un tumultuoso matrimonio que desencadena en un duelo

a muerte, por una “adicción a las mujeres”, que se mostrará persistente a lo largo de la novela, y

por una duda casi patológica con respecto al bien y el mal. Por mucho que Pierre lo quiera, apartarse

de los que llama sus vicios, de aquello de sí mismo que encuentra negativo, se muestra una y otra

vez como algo arduo, algo que no puede lograr por sus propios medios.

En un primer momento, Bezújov cree ver en la masonería la solución a los problemas que lo

aquejan; a su matrimonio infeliz, a su incapacidad de mantenerse casto y a las dudas que a veces

lo poseen poderosamente. Así, después de encontrarse por primera vez con Bazdéiev, un viejo

masón que le expone los ideales básicos de aquella orden, Pierre no duda ni por un momento que

logrará deshacerse de todos aquellos rasgos de su conducta que le parecen adversos y pasea por su

habitación “examinando su disoluto pasado y pensando con entusiasmo en un futuro feliz,

irreprochable y virtuoso; porvenir que le parecía facilísimo” (427). Para el conde la masonería

parece ser la solución definitiva a todos sus problemas. Los principios de la orden le ofrecen a

Pierre una alternativa al terrible peso de tener que hacerse responsable por sus actos y de tener que

alcanzar la virtud que tanto anhela por su propio esfuerzo y de acuerdo con su propio criterio.

Bezújov deja a un lado su voluntad y, de hecho, se siente alegre de no tener que pensar más acerca

del bien y del mal, de no tener que enfrentar más decisiones difíciles, pues cree que ha puesto su

destino en las manos de hombres más sabios que él mismo. Así, en su ceremonia de iniciación

masónica, el joven conde “¡Sentíase ahora tan dichoso por librarse de su propia voluntad y poder

someterla a quienes conocían la verdad absoluta!” (432). Él cree erróneamente que ahora es libre

de sus problemas, pero lo único que ha hecho es poner su responsabilidad moral en manos de otras

personas que demostrarán no estar a la altura de los elevados ideales que peroran.

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Por lo tanto, no es extraño que aquellas primeras esperanzas se desvanezcan pronto y que Pierre

se encuentre con una doble decepción. En primer lugar, la decepción personal de ser incapaz de

vivir de acuerdo con sus propios ideales y esperanzas, la cual ocurre relativamente pronto, pocos

días después de que Bezújov sea iniciado como masón, pues, “…en vez de esa nueva vida que

esperaba emprender, Pierre continuó por el viejo camino: lo único que había hecho era cambiar de

ambiente” (458). Su extrema debilidad a la hora de superar sus vicios se impone como un hecho

imposible de ignorar, pero el conde se consola con la creencia de que, a pesar de su cuestionable

vida moral, aun hace el bien, pues contribuye con “la mejora del género humano”. Lo anterior es

claro para Pierre en las reformas que impone en sus dominios con el fin de mejorar la vida de sus

siervos. El joven hombre tiene una gran fe en que les está haciendo un bien a sus campesinos, pero

aquí también, sin que él lo sepa, sus actos se revelan insuficientes, e incluso contraproducentes,

pues la vida de los siervos en sus posesiones solo empeora ostensiblemente como resultado de las

reformas que pone en marcha “para mejorar el género humano”.

Sin embargo, en este punto, Bezújov no es totalmente consciente de que sus propósitos con la

masonería han comenzado a fallar y una y otra vez logra convencerse de que ha tomado el camino

correcto al unirse a los masones. A pesar de las dificultades que tiene para cumplir con los ideales

masónicos a los que se adscribe, Pierre no se permite dudar acerca de la verdad que, él cree, reposa

en ellos. Así, después de que sus nuevos principios fallen en la práctica, el conde aún es capaz de

defenderlos con gran ardor ante su amigo Andrei Bolkonski durante la conversación que mantiene

con él en Boguchárovo. Este evento, que Bolkonski recordará después como uno de los mejores

momentos de su vida, es revelador en el sentido en que permite ver cómo las ideas masónicas de

Pierre son capaces de impactar el corazón del príncipe, a pesar de su carácter limitado en la vida

práctica: “La entrevista con Pierre iba a ser para el príncipe Andrei… el comienzo de una nueva

vida en lo más íntimo de su alma” (472).

No obstante, la decepción final de Pierre con la masonería no está relacionada únicamente con

su imposibilidad personal de cumplir con los principios masónicos, sino que también es causada

por la falta de compromiso de sus hermanos masones con la orden. Bezújov descubre

progresivamente que, más que una asociación que busca la fraternidad y el bien de la humanidad,

la masonería es, para muchos hombres, simplemente un mecanismo para alcanzar fines mezquinos,

como la aceptación social que persigue Boris Drubetskoi al unirse. Además de esto, el conde es

cada vez más consciente de que no hay ningún cambio práctico en su vida como resultado de

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haberse vuelto masón: “Su vida discurría como antes, en las mismas diversiones y disolución…”

(525). Por el contrario, a medida que transcurre el tiempo, Pierre es cada vez más consciente de

que el trabajo que desarrolla organizando a las logias y participando en todas sus actividades, se le

antoja carente de sentido. Ni en su vida personal, ni en el marco general de la orden es posible

encontrar aquellos grandes ideales que lo sorprendieron tanto en un primer momento: “…al cabo

de un año [Pierre] empezó a notar… que el suelo de la masonería empezaba a hundirse bajo sus

pies, por más que intentara mantenerse en él” (525).

Y, sin embargo, Bezújov se niega a perder su fe en la masonería fácilmente y como resultado

realiza un último y vano intento de encontrar los fundamentos más profundos de la práctica masona

a través de un viaje por el extranjero en el que visita varias logias a lo largo de Europa. Este viaje

hace nacer en el corazón del conde la certeza de que su logia debe ser reformada y, como resultado

de esto, da un discurso en el que expone sus ideas y que es absolutamente rechazado por la mayoría

de los miembros. Mientras Pierre busca volver a los fundamentos y apegarse a los ideales primarios

que, se supone, mueven la masonería, la mayoría de los miembros quieren que las cosas sigan

iguales y rechazan los intentos de reforma de aquel joven. El conde, profundamente contrariado,

pierde la fe que naciera en él al unirse por primera vez a la masonería: “La tristeza, a la que tanto

temía, invadió de nuevo a Pierre. Después del discurso en la logia se encerró durante tres días en

su casa, echado en un diván…” (529). Sin nadie en quien depositar el peso de sus dudas

existenciales, Bezújov vuelve a sumergirse en un espacio de difusa incertidumbre moral. Cuando

su mujer le envía una carta para que se reúnan, después de vivir largo tiempo separados, él ya no

es capaz de decidir qué hacer por sí mismo ni de determinar qué es lo correcto. A pesar de que su

mujer lo ha engañado y le ha mentido incontables veces, a Pierre ya no le importa nada,

simplemente piensa que “Nadie tiene razón, nadie es culpable… luego tampoco ella es culpable”

(529). Lo principios que tanto alabara anteriormente se muestran imperfectos, insuficientes, y solo

le queda la duda y ante la duda su única respuesta es el desinterés.

Sin embargo, la caída de Pierre no llega a ser total y lo profundo de su ser se desarrolla un lento

y difícil proceso de cambio similar al que opera en Andrei Bolkonski: “…en el alma de Pierre iba

desarrollándose un complejo y difícil trabajo interior, que le revelaba muchas cosas y le conducía

a muchas dudas y alegrías espirituales” (534). El conde escribe todos los días en su diario

manifestando sus pequeños avances espirituales y las dudas que le surgen con respecto a la fe. Lee

la biblia, reflexiona sobre sus sueños y piensa en la altura moral de Osip Alexéievich, su primer

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gran mentor en la masonería. Todas estas actividades privadas apuntan a un continuado interés en

el desarrollo de una rica vida espiritual. Pierre aún tiene dudas y aún lo atormenta la increíble

distancia que existe entre las grandes ideas del cristianismo y su aplicación en la sociedad, entre

los principios de los masones y la indiferencia práctica de los miembros de la logia, que no pagan

su cuota para los pobres, “Y, sin embargo, había que vivir y ocuparse en algo. Era demasiado estar

bajo el yugo de aquellos problemas insolubles de la vida y, para olvidarlos, se entregaba a toda

clase de distracciones” (648). Así, en Bezújov pervive una doble actitud frente a las dudas

existenciales que lo asaltan a menudo: por un lado, lee y en su corazón quiere creer que existe una

respuesta para la dificultad de seguir ideales en la vida práctica. Por el otro, el conde, superado por

las injusticias que ve en el mundo, decide distraerse para poder lidiar con lo terrible de sus dudas.

Tal desbalance interior de Bezújov será un elemento fundamental en su carácter que lo llevará,

en un momento de extrema locura y desequilibrio mental, a pensar que él está destinado a matar a

Napoleón (después de un memorable ejercicio de gimnasia gramático-profética). Sin embargo, una

y otra vez, a pesar de casi rozar la locura y la pérdida total de fe, Pierre logra levantarse de su

postración espiritual. Así, a pesar de presenciar los horrores de Borodino y el saqueo y la quema

de Moscú, el joven conde aún espera encontrar un gesto de humanidad en el rostro del general

Davout, que está a punto de condenarlo a muerte por considerarlo un incendiario. Y, de hecho, en

el que, objetivamente, es el peor de sus momentos, Bezújov encuentra una improbable esperanza

en la mirada del severo mariscal francés:

En aquella mirada, al margen de las condiciones de guerra y del juicio, se estableció entre ambos

hombres una relación humana. En aquel breve instante, los dos sintieron de manera vaga una infinita

cantidad de cosas: comprendieron que ambos eran hijos de la humanidad, que eran hermanos. (1161)

En este punto, puede percibir la manifestación de aquello con lo que ha soñado desde su unión a

los masones, la posibilidad del entendimiento entre los hombres. Y, sin embargo, un instante

después llega un ayudante de campo para informar sobre la marcha de la guerra y este momento

de profundo entendimiento se desvanece, simplemente deja de existir. Ambos hombres vuelven a

distanciarse enormemente: uno es un cautivo, un hombre condenado a muerte, el otro es un frío

general que dirige los destinos de la guerra. Pero, para Pierre, Davout nunca deja de ser aquel

hombre que descubre en el instante en que sus miradas se juntan: Davout es un ser humano tal

como él.

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Entonces, en la cabeza del joven conde parece no haber explicación para lo que cree, es su

condena a muerte y, mientras lo conducen al patíbulo para matarlo, según él cree, piensa que no

puede existir una explicación para lo que está pasando, para su cercana muerte. Mientras camina

con los condenados, a Pierre le parece que nadie es culpable de haberlo condenado a muerte: ni

Davout, que unos segundos antes le había dirigido una mirada repleta de humanidad, ni sus

carceleros, ni el inoportuno ayudante de campo. Bezújov piensa en todas las personas que podrían

ser culpadas por su muerte, y nadie viene a su mente, nadie puede ser tan malo, nadie puede desearle

de verdad aquello: “¿Quién era, entonces, el que había condenado a Pierre y le arrancaba la vida

con todos sus recuerdos, sus aspiraciones, esperanzas y proyectos? ¿Quién? Y Pierre advertía que

no era nadie” (1160).

Este orden de ideas es el punto de partida para los oscuros pensamientos que más tarde

embargarán a Pierre mientras se encuentra sentado en la oscuridad de su celda. Para él, si ningún

hombre es el culpable de su próxima muerte, entonces algo falla en el tejido y en la constitución

de las cosas. Algo más profundo que la voluntad humana empuja a los hombres a hacer el mal,

aunque no quieran hacerlo: “Un orden establecido de antemano era el que mataba a Pierre, le

quitaba la vida y lo reducía a la nada” (1160). Así, inmerso en una reflexión tan siniestra, Bezújov

se encuentra con la imagen del patíbulo y la muerte de los condenados, ante la que olvida de súbito

la posibilidad de su propia muerte y, de hecho, no se percata de que se ha salvado por poco de ser

fusilado. En lo único que puede pensar el conde es en la muerte de los hombres que están frente a

él y en los rostros de todos los que rodean la escena. Piensa en la cara de horror de los soldados

franceses y de los cautivos rusos, que miran la matanza y se preguntan, como él, qué es lo que está

sucediendo frente a sus ojos, mientras las acciones de los hombres descienden a la locura

indeterminada de la muerte, del cese de la existencia. Entonces es cuando Pierre se da cuenta de

que ya no puede continuar, de que la vida ha perdido todo sentido para él:

Desde que presenciara aquella matanza, hecha por hombres que no querían matar, sentía como si se

hubiera roto en él un resorte en el que todo se apoyaba y cobraba vida y que ahora no era más que

un montón de basura. Sin él mismo advertirlo, veía desaparecer la fe en la felicidad del mundo, en

la humanidad, en su alma y en Dios. (1164)

Si en el pasado Pierre se había decepcionado de los grandes ideales, aquello había ocurrido de

manera parcial, de una manera en la que aún había esperanza de cambiar las adversas realidades

del mundo. Él podía fallar y los hombres a su alrededor podían fallar, pero siempre había esperanza

de encontrar bien el mundo, de cambiar aquellas cosas negativas e incluso terribles que hacen del

Page 28: Perder el mundo para ganar la vida

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mundo un lugar en el que es difícil vivir para los hombres. Pero ante aquel terrible pelotón de

fusilamiento, el conde Pierre Bezújov cree ver al mundo fallar en su totalidad, no son los hombres

los que obran mal, los que se dejan dominar por su mala voluntad y sus malos deseos. Algo más

allá de lo expresable, un horror puro, una incontrolable y desconocida voluntad es la que, para

Pierre, empuja a los hombres al mal, a matar a su prójimo, aunque en realidad no quieran hacerlo.

Ante tal perspectiva, creer en Dios, creer en la posibilidad del bien y de la unión de los hombres,

parece una tarea imposible: el horror de la guerra parece más terrible, más grande, más real que

cualquier vago ideal. Pierre no puede evitar pensar que “no estaba en su poder recuperar la fe en la

vida” (1164).

Es entonces, en medio de aquella profunda oscuridad, de aquella desesperanza absoluta, que

aparece Platón Karatáiev como una alternativa al fallo absoluto de las ideas masonas y de los

grandes y abstractos ideales como “el bien del género humano”. Platón no tiene filosofía que

enseñar, ni grandes conceptos teológicos que compartir, solo se tiene a sí mismo, a la sinceridad y

a la simplicidad de su persona y para el profundamente contrariado Pierre Bezújov eso será

suficiente. Así, aun estando en medio de la oscuridad de su celda e inmerso en las ideas más

siniestras, Pierre no puede evitar ver a Karatáiev descalzarse y sentir que hay “algo agradable y

sedante en todos esos movimientos rápidos, en el orden en que había colocado sus cosas y hasta en

el olor de aquel hombre…” (1165).

En este punto, no es necesario que Platón pronuncie palabra alguna, pues su comunicación con

Pierre es simplemente inefable. Pierre percibe en los gestos del hombre algo que no comprende

necesariamente, algo que, sin embargo, puede experimentar, algo que hace agradable incluso el

olor de su cuerpo sudoroso. Y, sin saber por qué, el conde empieza a abandonar la desesperanza en

la que estuviera inmerso unos segundos antes. Así, después de esta especie de introducción no

verbal, a Bezújov le basta hablar un poco con Karatáiev para descubrir que sus profundos miedos

existenciales son algo infundado. La simplicidad y la espontaneidad de los gestos, las palabras y

las ideas de aquel hombre son algo totalmente nuevo para Pierre, algo que le manifiesta la

posibilidad de entender el mundo, el bien y el mal, de una manera más sencilla y más verdadera:

“Con los ojos abiertos en las tinieblas, oía el ronquido de Platón, echado junto a él, y sentía que

aquel mundo antes destruido se erguía ahora en su alma con una nueva belleza, sostenido por

nuevos fundamentos inquebrantables” (1168).

Page 29: Perder el mundo para ganar la vida

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Platón, como sucede con Natasha Rostov, no es totalmente consciente de sus acciones, sus

gestos y sus palabras, vive con una simplicidad extrema, de tal manera que cada uno de sus actos

es la expresión espontánea de una espiritualidad que va incluso más allá de su voluntad, como

afirma Jeff Love: “Karataev misses nothing, needs nothing, wants nothing: he is as he is” (Love

93). Platón reza a los santos, canta canciones populares y cuenta historias de una manera que no

requiere la más mínima reflexión o preparación y, a veces, sin darse cuenta de ello, dice cosas muy

profundas, que después olvida totalmente. Estos elementos establecen un fuerte contraste con la

espiritualidad casi autoimpuesta que Pierre intenta vivir como masón.

Bezújov tiene en su cabeza todas las ideas sobre el bien, sobre la justicia, sobre la fraternidad

entre los hombres y, sin embargo, todas esas ideas palidecen para él ante su incapacidad de ponerlas

en práctica: cree conocer los caminos para ser un mejor hombre y aun así no puede ser

verdaderamente un buen hombre, libre de los vicios que lo atormentan y de las imposiciones de la

sociedad. Con Platón sucede todo lo contrario; sin tener ningún camino, ninguna idea que lo guíe

hacia la virtud, Platón alcanza el ideal que Pierre persigue a lo largo de la novela. Platón es más

libre de lo que Pierre nunca ha sido y, paradójicamente, aquello no le importa de verdad, pues no

sabe de grandes ideales o metas, solo vive intensamente cada día:

Cada palabra, cada acto suyo, era manifestación de una actividad desconocida para él, que era su

vida. Pero esa vida suya, tal como la imaginaba, no tenía sentido alguno como vida individual, solo

significaba algo como parte de un todo que él percibía. Sus palabras y actos emanaban de él con la

misma necesidad y espontaneidad del perfume que se desprende de la flor. No podía entender el

valor de sus actos o sus palabras separadamente. (1171)

En este sentido, la espontaneidad que se puede ver en Platón es muy superior incluso a la que

exhibe Natasha Rostov a lo largo de la novela y que le permite conectarse de manera muy profunda

con el pueblo ruso. La espontaneidad de Platón parece venir de una fuerza que está más allá de su

control y que se personifica en su propia vida. Una fuerza inexplicable, pero que se vive con

inusitada intensidad, una fuerza de la que Platón parece ser la máxima expresión posible. Esta

fuerza, que le permite a Platón alcanzar una libertad plena y palpable, es la clave de la espiritualidad

de este personaje y del impacto que tiene en Pierre. Así como Natasha Rostov posee una atracción

que se torna irresistible para Andrei Bolkonski, una atracción espontánea, libre y feliz, Karatáiev

posee la cualidad de perturbar el corazón de Pierre con una fuerza análoga que reside en lo más

profundo de su simplicidad campesina. Una fuerza que es una expresión impalpable e

incognoscible del carácter espiritual del pueblo ruso.

Page 30: Perder el mundo para ganar la vida

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Capítulo 2: Instancias de espiritualidad en Heike Monogatari

La espiritualidad en Heike monogatari se manifiesta por medio de contrastes, de ejemplos buenos

y malos, ejemplos que le dan un sentido totalizante y moralizante a la narración y que permiten

racionalizar todos los eventos como parte una misma realidad cobijada por un entendimiento

budista del mundo. En este capítulo se busca reflejar, precisamente, la construcción de estas

dualidades y reflexionar sobre cómo reflejan los problemas centrales que se abordan en la obra: la

naturaleza del karma (o retribución), el samsara (o la transmigración de los seres) y la trayectoria

de decadencia e inestabilidad que parece tomar la sociedad (mappo). Los personajes, enfrentados

a estas realidades adversas, se construyen con base en qué decisiones toman frente a las

imposibilidades del mundo: todos enfrentan un destino fatal, pero lo que los diferencia es la forma

en la que reaccionan ante esta realidad; con entereza moral, como Koremori o Shigemori, o con

debilidad y apego a lo ilusorio del mundo, como Munemori, Kiso o Kiyomori. Los que son capaces

de renunciar a sus vidas y a sus pasiones son los que finalmente logran liberarse de un mundo cuya

esencia fundamental es el sufrimiento.

El espejismo de la gloria

Con el rumor de una guerra civil amenazando la paz del imperio, un enorme ejército de samuráis

se prepara para orquestar una conjura, secuestrar al emperador retirado3 y suprimir los focos de

oposición que parecen haberse levantado por todas partes. El líder de la hueste, el todopoderoso

primer ministro, se sienta entre sus vasallos vestido con una brillante armadura, preparado para

atacar el palacio imperial y detener a los que conspiran para remover a su familia del poder.

Entonces, de manera inesperada, su hijo irrumpe en medio de las preparaciones para el ataque, sin

vestimentas militares o escolta. Avergonzado, sin saber muy bien por qué, el ministro se coloca

rápidamente unos hábitos de monje sobre su armadura para esconder su voluntad de guerra (hace

ya bastante tiempo ha recibido las órdenes budistas). El hijo, visiblemente conmovido por la que

percibe como la perversidad del plan de su padre, llora al ver todas las preparaciones que se han

hecho para arrestar al emperador y, sin dejar tiempo para explicaciones, empieza a instruir al

poderoso ministro en los deberes que todo súbdito tiene frente a sus superiores, frente las

3 En Heike monogatari se sucederán cuatro diferentes emperadores: Goshirakawa, Takakura, Antoku y Gotoba. En resumen, Goshirakawa es el emperador retirado, que ha recibido las órdenes budistas y vive en un palacio de clausura, por lo que es denominado indistintamente, Emperador-monje, Emperador retirado y Emperador enclaustrado. Takakura es su hijo y el padre Gotoba y de Antoku, infantes durante los hechos retratados en la obra.

Page 31: Perder el mundo para ganar la vida

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autoridades terrenas y divinas. Ante la sabiduría de tal mensaje, el ejército reunido se desbanda y

se junta en torno al hombre que acaba de sermonear a su líder: los guerreros ahora buscan defender

al emperador de cualquier ataque. Sin poder superar el poder de convocatoria de su hijo, el ministro

se quita su armadura y, vestido solo con sus hábitos de monje, se retira a entonar sutras. La paz del

país se ha salvado, pero permanece en el aire la sensación de que una guerra se aproxima. En este

enfrentamiento entre padre e hijo, entre el poderoso ministro Kiyomori y su virtuoso hijo Shigemori,

se resume la tensión que se desarrolla a lo largo de todo Heike monogatari, la tensión entre la

vanidad de la gloria, que conduce al pecado y a la perdición, y el seguimiento fiel de los principios

budistas y confucianos, que permite a los hombres alcanzar la libertad y la salvación.

Si hay una figura emblemática de principio a fin en Heike monogatari esa figura es, sin duda,

Taira4 no Kiyomori, líder y patriarca de los Heike desde su incontrolable ascenso hasta el pináculo

de su gloria. La historia de los Heike es, en cierto sentido, la historia de Kiyomori, la historia de

cómo su ambición lleva a su clan a alcanzar las más altas cotas de poder imaginables, al

emparentarse con la familia imperial, y la historia de cómo esa misma ambición condena a todos

los miembros de su familia a la destrucción y a ser finalmente barridos de la faz de la tierra.

Kiyomori se convierte en un referente perfecto de la soberbia y desde las primeras páginas de la

obra su figura se antagoniza fuertemente y se aborda como el mayor ejemplo de comportamiento

impío. La figura del poderoso primer ministro se convierte, entonces, en un ejemplo de los caminos

que deben ser evitados por los hombres, la máxima expresión del pecado y sus terribles

consecuencias sobre aquellos que los cometen y sobre sus descendientes.

Y no puede existir un mejor contrapunto a la figura del todopoderoso y colérico Kiyomori que

su hijo Taira no Shigemori, que a lo largo de la obra es honrado con el título de “ministro prudente”.

La sabiduría de este hombre se mostrará una y otra vez en contraste con el vicio de su padre: si

Kiyomori nos muestra el camino del pecado y sus consecuencias, Shigemori ejemplifica la virtud

en un grado sumo. Shigemori se convierte en una figura ejemplar no solo por su amplio

conocimiento de los principios budistas, confucianos e incluso taoístas, sino por su desapego del

mundo a pesar de la elevada posición que ocupa. A diferencia de su padre, es capaz verse rodeado

de abundancia y de poder y aun así ser consciente de que todo lo que posee es transitorio. Esta

4 Es de notar que los caracteres que se usan para escribir el nombre de la familia de Kiyomori se pueden leer tanto “Heike” como “Taira”, por lo que el uso de ambos nombres en Heike monogatari es indistinto. En este trabajo ambos apellidos se referirán siempre a la familia de Kiyomori.

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figura será, de hecho, la primera en darse cuenta de la siniestra dirección que va tomando el destino

del clan de los Heike y a través de sus rezos pedirá morir pronto para no atestiguar la caída de su

familia: consciente del karma que pesa sobre él y sobre los suyos, Shigemori sabe, a diferencia de

su padre, que la única manera de salvarse de los pecados presentes es buscar una salida que le

permita escapar del interminable ciclo de muertes y renacimientos en el que están atrapados todos

los hombres.

No en vano, Heike monogatari abre con una fuerte exhortación contra los peligros de aferrarse

al mundo transitorio y lleno de ilusiones en el que habitan los seres humanos. El problema central

que se ilustra a través de las vidas de Kiyomori y de Shigemori es, precisamente, el carácter

pasajero de las glorias del ser humano y, en consecuencia, la banalidad de asirse con demasiada

fuerza a ellas. La gloria y las pasiones, como lo entiende Shigemori, son elementos que alejan el

corazón de la verdad y de la libertad, elementos que apresan al individuo y le impiden alcanzar la

iluminación. Kiyomori, poseedor de todo el poder del mundo, será incapaz de entender

verdaderamente este principio fundamental de la fe budista y, en último término, será incapaz de

percibir cómo sus pecados prefiguran la desgracia de su clan y el fin de la gloria y el poder que ha

conseguido. Este contraste entre la conciencia y la inconsciencia de los principios que rigen la vida

es, en un sentido fundamental, el contraste entre la sabiduría suprema y la abierta y desvergonzada

ignorancia.

Así, después de las poderosas líneas introductorias de la obra, que recuerdan la transitoriedad

de todo en el mundo, inicia una enumeración de personajes del pasado que nunca llegaron a

comprender la realidad fundamental de que todo es pasajero, hasta el punto en el que “Todos

acabaron siendo borrados para siempre de la faz de la tierra” (Heike monogatari 92). Y la figura

más detestable de esta lista de soberbios y poderosos es, precisamente, Kiyomori, el ministro de

los Heike, del que el narrador afirma que “Su formidable soberbia empequeñece la realidad de tal

manera que con dificultad acuden a mi boca palabras con que cantar su historia” (92). Kiyomori es

exhibido como un hombre en extremo pecaminoso, incluso comparado con personas que vivieron

más de mil años antes, como Chao Kao o el infame emperador chino Wang Meng. Su pecado no

es otro que el dejarse convencer por el espejismo del poder y olvidar que su prosperidad depende

de fuerzas y de voluntades que no puede controlar: la voluntad del emperador en la tierra, la

voluntad de los dioses en el cielo y el karma de vidas anteriores.

Page 33: Perder el mundo para ganar la vida

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La obra parte de la premisa de que lo que está por contarse es insólito y prepara al lector (o al

oyente) para sentir indignación por lo que está a punto de leer (u oír)5, por la transgresión del orden

imperial de la que es culpable Kiyomori. Y este tono de reproche marcará la narración de las

circunstancias que rodean la vida de este primer ministro, desde su origen relativamente humilde,

pues proviene de un clan guerrero que tiene prohibida la entrada a la corte, hasta su elevación a los

más altos niveles de la administración del poder, pues su hija da a luz al heredero del emperador

reinante. Este camino desde la periferia del orden social es presentado como una carrera

astronómica, como un avance inusitado para un individuo que pertenecía a una familia de hombres

a los que “…les estaba prohibida la inclusión de sus nombres en el Gran Consejo Imperial” (93).

De este avance meteórico y del arribismo que caracteriza a Kiyomori habla la primera parte de la

obra como de la raíz de todos los males que vendrán a continuación para el imperio: la carrera

exitosa de Kiyomori, al transgredir las normas de la sociedad, es vista como un factor generador

de caos e inestabilidad.

Y, sin embargo, a pesar de que es percibido como un movimiento transgresor, el éxito de

Kiyomori y de los suyos se presenta como el resultado del favor de los dioses por actuar de la

manera indicada en el momento correcto. Por un lado, las divinidades de Kumano bendicen al líder

de los Heike después de que identifique la llegada de un róbalo a su barca como un anuncio de

buena fortuna y se lo coma con sus hombres: “Aquel incidente fue efectivamente el presagio de

una carrera de prosperidad que le llevó a ser primer ministro del imperio” (101). Por otro lado, la

divinidad de Itsukushima le regala a Kiyomori una alabarda mientras duerme como signo de su

apoyo y protección (no en vano la diosa de Itsukushima será la patrona del clan Heike y Kiyomori

construirá un santuario en su honor). Gracias a estos anuncios de prosperidad futura y al favor de

los dioses, Kiyomori toma partido por el emperador Goshirakawa en las rebeliones de Hogen y

Heiji y logra alcanzar la victoria en ambos enfrentamientos, con lo que el soberano lo eleva al tercer

rango de la nobleza6 y con esta elevación se:

…inauguró una carrera de ascensos, como justicia mayor, capitán general de la guardia, consejero

medio, consejero mayor y ministro. Y no solo eso. Sin haber ejercido los cargos de ministro de la

Derecha ni de la Izquierda, accedió directamente al cargo de gran primer ministro. Además, fue

5 No hay que olvidar que, antes de ser fijados como texto literario, los pasajes Heike monogatari eran recitados de memoria por los Biwa Hoshi, monjes ciegos que tocaban el biwa (una especie de laúd). 6 La nobleza Heian estaba clasificada en diez rangos de nobleza, los primeros tres eran los más codiciados, pues sus miembros podían formar parte del Gran Consejo Imperial. Para un estudio detallado sobre la nobleza Heian es pertinente revisar El mundo del príncipe resplandeciente de Ivan Morris.

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elevado al grado subalterno de la nobleza de primer rango…Disfrutaba, pues, de los mismos

privilegios que los miembros de la augusta familia imperial. (100)

Pero este rápido ascenso convierte a Kiyomori en un personaje indeseable para la antigua

nobleza. Si bien en el pasado se ha visto el dominio de una sola familia sobre los destinos del país

(el clan Fujiwara), con el ascenso de los Heike se ve por primera vez la entrada de la clase guerrera

a la corte y al gobierno imperial. El detestado primer ministro encarna la contrariedad que causa

en la corte la llegada de los militares a una posición tan privilegiada, aún por encima de las familias

cortesanas de más rancios linajes.

El primer pecado de Kiyomori es, entonces, ocupar un lugar que no le corresponde y, con esto,

generar inestabilidad en el mundo. Al usurpar la posición de la nobleza, el primer ministro adquiere

atribuciones que, en principio, son ajenas a su dignidad militar y esto es, para los aristócratas, una

falta terrible. Esta súbita toma de la corte y de la administración civil es rápidamente vista como

un abuso de poder por parte de Kiyomori, un abuso que se manifestará más claramente en la

intimidación de rivales políticos e, incluso, en la intimidación del emperador enclaustrado

Goshirakawa. Kiyomori posiciona a los miembros de su familia en todos los lugares claves de la

administración pública y excluye sistemáticamente a todos los aristócratas de las familias más

insignes del imperio: “Ni siquiera los miembros de la más alta nobleza, que podrían haber esperado

los cargos más altos, eran capaces de competir contra los miembros de su clan” (101). Como él,

sus familiares escalan rangos y cargos7 rápidamente, llegando a usurpar privilegios reservados

únicamente para la nobleza y todo esto es visto como un presagio terriblemente aciago para el

futuro del país. Tanto así que el narrador no puede evitar exclamar lo siguiente: “¡Ay!

Verdaderamente estos días nos anuncian el comienzo del fin del mundo” (104).

No pasa mucho tiempo antes de que el gran poder que amasa Kiyomori empiece generar

inestabilidad en el país, con eventos como el ataque al regente Motofusa, miembro del clan

Fujiwara, o el ataque de los bonzos del monte Hiei a la capital, durante el que los Heike se preparan

para tomar rehén al emperador monje y, de ser necesario, iniciar una guerra civil, creyendo que los

monjes han sido instigados por el monarca. En estas ocasiones el primer ministro del clan Heike

exhibe una cólera y un deseo de venganza que se muestran cada vez más incontrolables y solo las

intervenciones de su hijo Shigemori logran calmarlo e incluso avergonzarlo ante su actitud. Así,

7 Además de los rangos de nobleza, los miembros de la corte Heian podían acceder a diferentes cargos de la administración civil.

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cuando está dispuesto a tomar el palacio de clausura, vestido con su armadura y rodeado de todos

sus vasallos, su hijo Shigemori irrumpe y le hace ver, a través de la exposición de los principios

del budismo y del confucianismo, el gran pecado que comporta el rebelarse contra el soberano, sin

importar la razón.

El pecado de Kiyomori, afirma Shigemori, se ve reflejado en el gesto de cambiar las vestimentas

de monje por la armadura y el arco y las flechas de un guerrero. El ministro, que ha tomado los

votos de la religión budista en el pasado, aún no se ha apartado del mundo en su corazón, pues se

precipita a sustituir su hábito, que representa la liberación de las pasiones, por las ropas militares y

con ello incumple con sus deberes como religioso seglar y como súbdito: los Cinco Mandamientos

del budismo (no robar, no matar, no cometer adulterio, no mentir y no emborracharse) y las Cinco

Virtudes Cardinales del confucianismo (benevolencia, justicia, prosperidad, inteligencia y lealtad).

Kiyomori ha olvidado que su prosperidad no es un logro suyo, sino que ha alcanzado su posición

gracias a la generosidad del soberano y al beneplácito de los dioses por la lealtad con la que ha

defendido a la corona. Si corrige sus pasos, le anima Shigemori, logrará mantener su prosperidad

y obtener el beneplácito de Buda, pero si no lo hace todo lo que ha logrado se perderá

inevitablemente: “…me doy cuenta de que, aunque consigamos riqueza, honores y el favor imperial,

es muy fácil perderlo todo y caer en la desgracia” (192).

Sin perder tiempo, Shigemori reúne a todos los hombres que le son fieles y se dispone a defender

el palacio imperial, aún en contra de los deseos de su padre, que parece sediento de sedición contra

la corona. El “ministro prudente”, como es llamado el hijo de Kiyomori, parece estar dispuesto

incluso a contradecir a su padre y a la piedad filial que le debe según las ideas confucianas: para él,

es más importante obedecer al soberano que a su propio padre. No obstante, nunca está en su

corazón el deseo de luchar con su progenitor, pues “Él no tenía intención alguna de hacer la guerra

con su padre. Simplemente deseaba que reconsiderara la idea de la rebelión” (194). Habiendo

recapacitado, Kiyomori deja sus ideas de secuestrar al emperador y, haciéndole caso a su hijo, toma

de nuevo sus vestimentas de monje y se pone a rezar sutras en silencio. La intervención oportuna

de Shigemori logra evitar un suceso que habría precipitado la desgracia de su clan y, al mismo

tiempo, logra mantener su lealtad al soberano y evita enfrentar a su padre: “La lealtad al emperador,

la piedad filial al padre” (195)

Sin embargo, a pesar de que Kiyomori cede en esta ocasión, mantiene su actitud beligerante y

prepotente y continúa abusando del poder que le ha otorgado la corona. Shigemori no puede evitar

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presentir que esta actitud de su padre causará grandes males para el clan de los Heike y para la

estabilidad del país: “Será difícil que nuestros descendientes sigan disfrutando de la prosperidad

actual, difícil que descubran las virtudes de sus padres, difícil que preserven la honra del Imperio”

(262). Y ante la disyuntiva de ser leal al soberano u obedecer a su padre, pide al dios de Kongo-

doji que le permita renunciar a los deseos mundanos y alcanzar la iluminación. Incapaz de ver un

buen futuro para su clan, consciente de que los pecados de su padre son demasiado grandes para

que las siguientes generaciones se libren de sus consecuencias, Shigemori le ruega al dios que le

permita abandonar la vida: “…si la prosperidad de nuestro linaje va a terminar en la primera

generación de mi padre y nuestros descendientes van a conocer la deshonra, os ruego que acortéis

mi vida y me libréis de la rueda del sufrimiento de la vida futura” (262).

La muerte parece ser, en este punto, la única alternativa que queda ante el karma que empieza

a pesar sobre el clan, la única alternativa a la deshonra que se anuncia para todos los Heike y el

único camino a través del cual es posible escapar de los sufrimientos de la vida presente y de sus

dificultades. Shigemori sabe esto y su petición es escuchada por la divinidad, que le envía una

enfermedad ante la que se niega a ser tratado por ningún médico nativo o extranjero. Aún en su

lecho de muerte el miembro del clan Heike se preocupa más por la honra del Imperio que por su

salud y es consciente de que, sin importar que acudan infinidad de médicos, la voluntad del cielo

es que muera. Así, después de tomar las órdenes budistas y con tan solo cuarenta y tres años muere

Taira no Shigemori, ministro del imperio. Esta figura es, en oposición a su padre, el ejemplo más

cercano a la perfección en toda la obra y su singular actitud de renunciación es la manifestación de

un hombre con una consciencia poco común del carácter transitorio de su vida, de un hombre que

posee “Un espíritu recto, un corazón sincero, una elocuencia pulida, una moral intachable, una

elegante destreza en las artes” (266). Un hombre tan virtuoso no puede vivir en una época tan

degenerada como aquella por la que atraviesa el Imperio y su única posibilidad es morir y así evitar

presenciar el terrible destino de su clan y de su país.

Esta muerte, como lo remarcan los lamentos del pueblo, pone fin al único contrapeso a la

voluntad de Kiyomori: “Bajo la tiranía de Kiyomori, el Imperio se ha mantenido en paz gracias a

los consejos de Shigemori. Pero ahora, ¿qué va a pasar?” (265). No hay quien se atreva a oponerse

al todopoderoso ministro, el cual, sin su hijo para aconsejarlo, deja que los elementos más terribles

de su carácter crezcan y se apoderen progresivamente de su corazón. No ayuda, por supuesto, el

que la gloria de los Heike no haga más que crecer, especialmente después de la abdicación del

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emperador reinante Takakura para dar paso a la entronización de Antoku, nieto de Kiyomori, como

emperador. Este evento marca el zenit del poder del clan, al haber entronizado a su propio soberano.

Ante esto, los miembros del clan Heike no pueden evitar exclamar que “¡Nuestros días de gloria

han llegado!” (292). No obstante, este momento, que marca el punto culminante de la trayectoria

ascendente de la familia, está ensombrecido por la tiranía de Kiyomori, que ha obligado a Takakura

a abdicar contra sus deseos y que, para este momento, se ha ganado la animadversión de muchos y

poderosos enemigos (De hombres y también de dioses).

Asimismo, el intento de trasladar la capital a Fukuhara solo contribuye a remarcar el carácter

transgresor de la figura de Kiyomori y el pueblo no puede evitar lamentarse por este evento, al cual

ven como una señal más de la maldad del ministro que ha usurpado el poder imperial al hacer rehén

al emperador enclaustrado:

Desde la era Angen (1177) hasta ahora, ¡cuántos hombres de la nobleza alta y media han sido

desterrados o asesinados! El canciller fue mandado al exilio y, en su lugar, Kiyomori puso a su

yerno. Al Emperador-monje lo encerró en el palacio del Norte de Toba y mató a su hijo Mochihito.

No contento con tanta maldad, ¿no pretende ahora trasladar la capital? (354)

Este traslado de la Ciudad Imperial parece corresponder, entonces, al progresivo aumento de la

maldad de Kiyomori, que no está contento solamente con apropiarse del poder, sino que lleva la

transgresión del orden establecido hasta el extremo de cambiar la sede del gobierno del país. La

importancia de este evento no solamente se ve en las quejas del pueblo en general, que debe migrar

desde la cómoda Heian8 hasta el inhóspito paraje de Fukuhara, sino que también se manifiesta a

través de sucesos extraordinarios que empiezan a sucederle al primer ministro. Se le aparece una

cara gigante, oye risas incesantes en medio de la oscuridad, ve una pila de calaveras en el patio de

su palacio y, sin embargo, Kiyomori no se inmuta. Mucho más aciago es el sueño que tiene un

joven samurái, en el que se anuncia que los dioses ya no favorecerán más a los Heike y que

Hachiman, dios de la guerra, ahora empezará a proteger al clan Genji, de las provincias del este.

Pero de todos, el evento más diciente es la desaparición de la alabarda que la divinidad de

Itsukishima le regalara a Kiyomori como muestra de su protección. Esta súbita desaparición,

aunada a todos los demás sucesos aciagos, marca la caída en desgracia del primer ministro y de su

familia: los dioses parecen haberles dado la espalda, lo que se manifiesta claramente con la rebelión

8 Antiguo nombre con que se denominaba a la moderna Kyoto, capital de Japón durante mil años.

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que se levanta en las provincias del este. Así, el traslado de la capital fracasa totalmente y, sin

lograr sus propósitos, los Heike deben retornar a la antigua ciudad imperial.

En este punto aún resta un evento que marcará el destino de Kiyomori y de su clan: la quema

de los templos de Nara, que se da durante los primeros meses de la lucha contra los Genji, rebelados

en nombre del emperador monje Goshirakawa. El incendio de Nara a manos del ejército de los

Heike, que busca reducir los focos rebeldes al sur de la capital, será la fuente de mayores desgracias

para el clan y el mayor pecado que suceda bajo el dominio del primer ministro. No en vano el

narrador afirma que “Ni en la India ni en China ocurrió jamás un incendio tan devastador como

este de Nara” (411). En un solo día arden hasta las cenizas las sagradas escrituras de varias escuelas

budistas y un sinnúmero de estatuas sagradas se pierden para siempre. Tal es el horror de la pérdida

que “Bonten, Teishaku, los Reyes de las Cuatro Regiones, los Ocho Dioses Guardianes e incluso

los carceleros y demonios del infierno sin duda quedaron confundidos y alborotados” (411). El

pecado de los Heike es tan grave que afecta por igual los cielos y los infiernos y, sin embargo,

Kiyomori no se inmuta por lo que acaba de suceder; simplemente se alegra por poder descargar su

ira en la destrucción de los monjes rebeldes de Nara. Tal actitud demuestra la indolencia del

personaje ante los parámetros morales del budismo y ante su propio pecado, que no consiste

solamente en aferrarse a la gloria y al poder, sino que también se manifiesta en su ira contra sus

enemigos y en su deseo incontrolable de vengarse de ellos y destruirlos totalmente.

Nara no solo lanza una maldición terrible sobre los Heike, sino que manifiesta la corrupción

moral de Kiyomori, que es incapaz de refrenar sus fuertes impulsos de odio y venganza, de corregir

sus pasos y de buscar el camino de la salvación. Al aferrarse a sus pasiones Kiyomori solo hará de

su salvación un asunto cada vez más difícil de concretar y, finalmente, se condenará a sí mismo a

una muerte horrible, a su propia perdición y a la de su clan. Así, el primer ministro de los Heike

enferma de repente y, presa de terribles fiebres, se abrasa como si hubiera descendido a la

profundidad de los infiernos. Y aún en medio del sufrimiento más terrible Kiyomori solo es capaz

de pensar en su venganza contra sus enemigos:

Cuando muera, no quiero que levantéis templos ni pagodas en memoria mía, ni que me dediquéis

ofrendas. No quiero nada…, excepto una cosa. Quiero solo que, cuanto antes, enviéis un ejército

que derrote a ese Minamoto no Yoritomo, que se le corte la cabeza, que la traigáis, y que la coloquéis

sobre mi tumba… (437)

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Rivera 39

Este último gesto de profundo odio contra el líder del ejército de los Genji9 permite ver cómo

Kiyomori es incapaz de desligarse de sus pasiones, de los odios de su corazón, y de ser consciente

de los pecados que comete y del fuerte karma que crean esos pecados. El antes poderoso líder aún

es inconsciente de que su clan está condenado a la destrucción y de que su propio destino es el

descender a los infiernos (como le revela el rey de los muertos a su esposa Ni-dono).

El efecto del vicio no solo es el sufrimiento, sino la ignorancia del propio destino y de las propias

culpas. Es por lo anterior que, al no abandonar la ira incluso en sus últimos momentos, Kiyomori

se niega a redimirse de sus faltas y a liberarse del pesado castigo que sus actos han lanzado sobre

sí mismo y sobre su clan; no en vano el narrador exclama que “¡En verdad que hasta en sus últimas

palabras Kiyomori destilaba soberbia y pecado!” (437). Así, aunque se enfrentan al mismo destino,

Shigemori y Kiyomori toman dos caminos distintos: uno es consciente de que los Heike están

condenados y de que nada podrá cambiar esto y, por lo tanto, reconoce que la única escapatoria a

esta situación de imposibilidad es renunciar a un mundo en el que ya no hay lugar para él; reconoce

que el poder y la gloria son un espejismo y que su futuro ya no está en sus manos, sino en las manos

de un destino más fuerte que él mismo. El otro, carcomido por sus pasiones, es incapaz de darse

cuenta de que sus actos han condenado a su clan y de que el poder de su familia, por el que ha

luchado toda su vida, está a punto de desvanecerse. Tal es la tragedia de Taira no Kiyomori, un

hombre engañado por la ilusión de su propio poder, de su propio valor, un hombre que conquista

la totalidad del mundo solo para perderse a sí mismo un instante después, un hombre que dirige los

destinos de un imperio solo para desaparecer como todos los grandes y poderosos de la tierra: “En

cuanto a sus huesos, por un tiempo permanecieron como tales, hasta que con el paso del tiempo se

mezclaron con las arenas y acabaron siendo parte de la vacua tierra” (438).

La aprobación del cielo

Un general dirige a sus huestes contra un ejército varias veces más grande y poderoso. Los números

están en su contra, el territorio es difícil y el futuro parece del todo incierto. Sin embargo, el joven

guerrero se niega a retroceder ante la batalla decisiva que se extiende en frente suyo y, elevando

sus plegarias al cielo, clama a Hachiman, dios de la guerra, para que le conceda la victoria a pesar

de las innumerables condiciones adversas. Terminada su plegaria, tres palomas sagradas

descienden de los cielos y revolotean entre los estandartes blancos de su ejército; el guerrero,

9 Como sucede con los Heike, el nombre de los Genji posee una segunda lectura, Minamoto.

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creyendo ver en ello una señal divina, siente en su corazón la fuerza para enfrentar la difícil lucha

que se avecina. Con el corazón purificado por la aprobación del cielo, el general avanza y rodea a

sus enemigos infligiéndoles una derrota devastadora y trayendo gran honor a su nombre y a su clan.

Este hombre que eleva su mirada al cielo es Kiso Yoshinaka y, como él, los guerreros en Heike

monogatari desarrollarán una forma muy especial de espiritualidad, fuertemente asociada a la

pureza ritual y a las divinidades del sintoísmo.

Junto con Kiso Yoshinaka, tal vez el mejor ejemplo del espíritu guerrero sea Minamoto no

Yoshitsune, hermano menor de Minamoto no Yoritomo, líder absoluto del clan Genji. Ambos

personajes, como sucede con Kiyomori, son vivos recordatorios de la fugacidad del poder y de la

transitoriedad de todas las posesiones humanas. Como guerreros de las regiones del este son

hombres rudos y son capaces de una heroicidad que parece no tener límites, cualidades que les

permiten adquirir poder a través del triunfo en batalla. Pero el poder que estos hombres adquieren

se demostrará incluso más breve que el del líder de los Heike y, en el caso de Kiso, su ambición lo

alejará de la pureza y de la sencillez de corazón que lo poseyeran en medio de la batalla de Kurikara,

cuando las palomas celestiales descienden para mostrarle el apoyo del cielo.

La devoción de Kiso a las deidades sintoístas, especialmente a Hachiman, el dios de la guerra,

es un aspecto de su carácter que es consistente con la áspera educación que ha recibido como

samurái desde su infancia en la provincia de Shinano, muy lejos de la capital imperial. El sintoísmo,

fuertemente arraigado entre las masas populares para el momento en el que se escribe Heike

monogatari, se extiende con particular fuerza entre las clases guerreras provinciales, lejos de la

corte y de las sofisticadas y ricas tradiciones budistas que surgen en los templos de los alrededores

de la capital. Por esto, a sus trece años, Kiso se muestra como un muchacho totalmente

comprometido con el culto a Hachiman. No solo ha sido instruido en el camino de los guerreros,

sino que sus ancestros han sido también devotos al dios de la guerra, especialmente Yoshie

Hachiman, divinizado como hijo del dios de la guerra por ser un guerrero ejemplar. Así, en su

ceremonia de mayoría de edad Kiso acude al santuario de Hachiman y afirma que “Hace cuatro

generaciones, mi ancestro Yoshie fue reconocido como encarnación de esta augusta divinidad y

recibió el nombre de Yoshie Hachiman. Os ruego, oh divinidad, que me deis fuerza y protección

para seguir sus pasos” (431). Tal es la importancia de este momento que el joven guerrero cambia

su nombre y ofrenda su coleta a la divinidad del santuario, un signo de profunda sumisión.

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Rivera 41

Esta reverencia a la voluntad del cielo le permitirá al guerrero del este alcanzar la victoria en

batalla contra las poderosas huestes del clan Heike. Así, cuando se encuentra con las fuerzas del

bando enemigo cerca de Kurikara, en un territorio desventajoso para sus tropas reducidas, Kiso se

retira a un pequeño santuario dedicado a Hachiman y a través de un escribano le dirige una larga

plegaria a la divinidad, en la que se muestra como un soldado obediente dispuesto a restablecer el

orden en el imperio: un orden que ha sido roto por la soberbia de Kiyomori. El joven guerrero

asegura, totalmente convencido, que “Al Cielo entrego mi destino y al Imperio mi vida” (474). Con

sus palabras, Kiso manifiesta que el motivo de su lucha no es otro que la justicia y que la ayuda del

cielo será empleada en la derrota de los enemigos del país, no en intereses personales, pues “Esta

misión la emprendo por el bien del Imperio y de nuestro soberano, y de ninguna manera por mi

beneficio o el de los míos” (474).

Tal vez es por esta muestra de desinterés con respecto al poder y por este aparente compromiso

con la justicia, o por la importante misión que descansa sobre los hombros del guerrero, que la

divinidad responde a sus plegarias enviando tres palomas celestiales que son un signo de su

aprobación y apoyo. La lucha de Kiso ha sido bendecida por los cielos y, sabiendo esto, el joven

general baja de su caballo y lava su boca y sus manos como una muestra material de la sinceridad

de su corazón (Harae). Nunca Kiso Yoshinaka se ha parecido a un héroe más que en este instante.

La anterior escena resembla vivamente a aquello que afirma Georg Lukács en The Theory of the

Novel cuando se refiere a aquellas edades que dan lugar a la literatura épica: “The world is wide

and yet it is like a home, for the fire that burns in the soul is of the same essential nature as the

stars” (Lucáks 29). Aunque sea difícil clasificar Heike monogatari como una épica, como lo resalta

elocuentemente David Bialock en su ensayo “Nation and Epic”, la figura de Kiso en este punto de

la trama se acerca enormemente a la descripción que brinda Lukács: hay, por lo menos por un

instante, una igualdad de espíritu entre el cielo y la tierra, entre la divinidad y el guerrero.

Esta especie de proximidad entre las regiones celestes y la tierra tiene que ver con la pureza

que alcanza Kiso, como lo afirma el narrador cuando exclama que: “¡Qué purificado estaba el

corazón de este guerrero!” (Heike monogatari 476). Tener un corazón puro, un corazón sincero, es

una cualidad que se refiere a dos ámbitos estrechamente interconectados: la pureza de intención

que emana del hombre devoto y la pureza ritual que es una manifestación de esta sinceridad del

espíritu. Al lavarse la boca y las manos para purificarse ante el cielo (Harae), Kiso muestra de

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Rivera 42

forma simbólica la sinceridad de sus propósitos y puede acercase a elevar sus plegarias a las

palomas celestiales (Temizu). Tal es la espiritualidad del guerrero en Heike monogatari.

Sin embargo, como sucediera en el pasado con Kiyomori, que fue bendecido por los dioses de

Kumano e Itsukushima, el contacto de Kiso con la corte y con el centro de poder imperial hace que

su corazón se corrompa y se aparte de la pureza que lo caracteriza en Kurikara. Su altura y su valor

como guerrero quedan ensombrecidos por la torpeza y la tiranía que demuestra en la capital. Por

un lado, como hombre venido de las provincias del este no está acostumbrado a las formas de la

corte y cuando intenta adoptarlas fracasa totalmente y se convierte en el hazmerreír de la nobleza,

pues “Verdaderamente era llamativo el contraste entre su apostura cuando montaba a caballo, con

su armadura, su arco y sus flechas, y la torpeza del aliño de su atuendo cortesano” (550). Fuera de

su elemento, lo mejor de Kiso parece haberse evaporado totalmente al contacto con los círculos de

poder y en un instante pasa de la ridiculez a la abierta tiranía: lejos está Kurikara y la conexión del

guerrero con el cielo, lejos la pureza de sus intenciones en la víspera de la batalla. El sacrificio

desinteresado para restablecer la paz del imperio se transforma rápidamente en una voracidad

incontrolable por el poder y parece quedar demostrado que apartado del estamento militar

provinciano al que pertenece Kiso no puede ser la mejor versión de sí mismo.

Así, cuando el saqueo de las tropas de los Genji en la ciudad despierta la oposición del pueblo

e incluso del Emperador-monje, Kiso reprime violentamente a los que se le oponen y se niega a

someterse a la voluntad del soberano. Tal es la inseguridad que genera la presencia de estos

guerreros del este que: “Las puertas de los graneros eran forzadas y su contenido saqueado. Incluso

los transeúntes eran asaltados en plena calle y despojados de sus vestidos” (560). Viendo que la

situación es mucho peor que cuando gobernaban los Heike, se levanta una insurrección apoyada

por el emperador monje y por la corte, una rebelión que, sin embargo, es suprimida rápidamente:

el Emperador-monje Goshirakawa y el Emperador reinante Gotoba son secuestrados y el palacio

de clausura sucumbe ante las llamas de un incendio. Tal es la soberbia de Kiso ante su victoria que,

sumamente feliz, grita que “Nadie sino yo, Kiso no Jiro Yoshinaka, ha sido quien ha logrado tan

resonante victoria contra la misma Corte Imperial. ¿Cuál será el siguiente paso? ¿Convertirme en

emperador? ¿Hacerme Emperador-monje?” (569). En el pináculo de su gloria Kiso concibe cosas

que ni siquiera Kiyomori en sus más locos sueños ha concebido, usurpar el trono y nombrarse a sí

mismo soberano. Aunque finalmente abandona esta idea, el joven guerrero deja clara su ambición

y, sin perder tiempo, se casa con la hija del canciller del imperio Fujiwara Motofusa. Después de

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esto Kiso despoja de sus cargos a una infinidad de cortesanos, un acto más extremo de arbitrariedad

que cualquiera que llegara a emprender Kiyomori, pues “…con cuarenta y nueve destituciones, se

superaba la iniquidad de los Heike” (570).

Muy lejos se encuentra este hombre del simple guerrero de las provincias del este que eleva sus

plegarias para pedir el favor del cielo: superado por el espejismo del poder Kiso se cree invencible

y esta actitud no pasa desapercibida para Yoritomo, gran general del clan Genji, que envía a sus

hermanos Yoshitsune y Noriyori para subyugarlo. En un abrir y cerrar de ojos el poder de Kiso se

desvanece y pasa de comandar un gran ejército a verse solo, luchando únicamente junto a un

reducido grupo de hombres:

Un año antes había salido de Shinano al frente de cincuenta mil hombres. Pero hoy se veía

convertido en un fugitivo que huía de la capital… con solo siete hombres. Daba lástima verlo así,

huyendo e invadido por el sentimiento de tristeza de un viaje que acababa de emprender hacia una

muerte cierta. (585)

Al final, acompañado solo por Kanehira, el más fiel de sus guerreros, Kiso lucha a muerte, pero,

convencido por su compañero, decide escapar hacia el cercano pinar de Awazu para evitar la

deshonra de caer en manos enemigas. Mientras escapa, incapaz de ignorar el destino de Kanehira,

voltea la cabeza y una flecha se entierra bajo la junta de su yelmo, en un instante cae y un soldado

enemigo le arranca la cabeza: el que antes aterraba a la corte y al pueblo muere de la manera más

deshonrosa para un guerrero, pues su cabeza termina en manos del enemigo. Sin alcanzar a

procurarse una muerte digna, a Kiso le es prohibida la redención final, un suicidio ritual que le

habría traído nuevamente la pureza perdida, la pureza del guerrero que vive de acuerdo con el cielo;

sobre su nombre y sobre su vida permanece una deshonra que es imposible remover.

Frente al triste final de Kiso, la vida de Yoshitsune es un ejemplo sumo del guerrero ejemplar

de principio a fin, tal como Shigemori es el ejemplo del gobernante sabio y ecuánime frente a la

arbitrariedad y la tiranía de su padre. Pero como sucede con Shigemori, el final de Yoshitsune no

es menos trágico por su grandeza de espíritu. El joven hermano menor de Yoritomo, criado como

guerrero, entra en escena comandando un ejército que toma la capital con relativa facilidad,

extermina a las fuerzas de Kiso y libera al emperador de su cautividad en una rápida sucesión.

Desprovisto de miedo o duda, Yoshitsune es presentado como un ideal de samurái que no se

corrompe por el poder que recibe en la corte ni por los cargos y los honores que se le dirigen, un

samurái que vive para la vida guerrera, para las campañas militares y para enfrentar a la muerte

cada día: los lujos y las convenciones de la corte nunca logran atrapar lo inconquistable de su

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espíritu y, tal vez por ello, se mantiene incorruptible hasta el último momento, sin rebelarse jamás

contra el poder de su hermano.

Así, después de tomar la capital, Yoshitsune parte hacia Ichi no Tani para enfrentarse al ejército

de los Heike y en lugar de amedrentarse por las dificultades de atacar a las fuerzas enemigas adopta

un temerario plan: elige dirigir a sus hombres en una carga de caballería por un barranco y cae por

sorpresa sobre el campamento contrario, inclinando la balanza de la victoria hacia sus hombres:

“En verdad que el salto era tan portentoso que parecía cosa del diablo o de dioses y no de hombres.

Tan alborozados estaban por su proeza, que ya antes de alcanzar el final del barranco iban lanzando

sus gritos de batalla” (619). El de Yoshitsune es un liderazgo tan valeroso y temerario que les da a

sus hombres ínfulas de dioses y una victoria que en principio parece poco probable se concreta de

manera determinante. La acción decisiva hunde al campamento de los Heike en el desorden y en

el miedo y muy pronto se baten en retirada en medio de un profundo desespero. Tal es la efectividad

y el valor de Yoshitsune como guerrero y tal el efecto de su arrojo sobre sus hombres.

En repetidas ocasiones el joven general de los Genji demuestra poseer un espíritu superior al

resto de comandantes militares que se suceden en Heike monogatari. En Ichi no Tani se decide a

poner en práctica este intrépido ataque aún en contra del sentido común de los soldados más

experimentados y reticentes de su ejército y más adelante dirige exitosamente a sus hombres a

través de una terrible tormenta para subyugar a los Heike, que se le resisten en Yashima.

Despreciando su propia vida Yoshitsune se enfrenta a la muerte en múltiples ocasiones, como si

fuera la menor de sus preocupaciones: su mayor interés es conservar su honor y enfrentar al

enemigo que se levanta en su contra. La prudencia y la sabiduría no hacen parte de su carácter, solo

la desmedida valentía, solo la irrefrenable victoria de un hombre que hace suya la esencia de lo

heroico. Yoshitsune no es amable en la batalla y sus acciones pueden ser vistas como feroces, pero

nunca arbitrarias o tiránicas y allí reside la grandeza con que Heike monogatari y la tradición

literaria japonesa representan a este hombre, la grandeza de aquel que es sincero a su propio

corazón y a su propia voluntad.

Tal vez el mejor ejemplo de este inconquistable espíritu es, precisamente, la campaña final para

subyugar a los Heike, que lleva al ejército de Yoshitsune hasta Yashima, en la isla de Shikoku,

hasta Dan-no-Ura, en el estrecho de Shimonoseki. Desde el principio el joven general reconoce

que lo que está por venir será difícil y les advierte a sus hombres que: “Iremos por tierra hasta

donde puedan llevarnos los caballos y por mar hasta donde puedan llevarnos los remos. Los

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hombres que no estén preparados para esta campaña, que regresen de inmediato a sus casas y

vuelvan a Kamakura10” (706). Yoshitsune se mantendrá fiel a este carácter decisivo hasta el final,

cuando los Genji y los Heike se enfrenten en la terrible batalla de Dan-no Ura, lo que se manifiesta

claramente en su decisión de solo poner remos en la proa de sus barcos cuando se dirige hacia

Yashima, pues sin remos en popa es imposible maniobrar las naves para retirarse. El joven general

afirma que “Cuando se combate hay que avanzar sin jamás tener intención de retroceder ni un solo

paso…” (707), y, cuando es criticado por su intempestiva resolución, se limita a contestar que “Lo

único que me importa cuando estoy en combate es conseguir la victoria” (708). Lejos de considerar

detenidamente cómo proceder en la batalla, lo que caracteriza a este joven hombre es un arrojo sin

precedentes que se encuentra más allá de las tácticas militares o de los detallados planes de los

generales más veteranos, lo que prima es una abrumadora voluntad de victoria y una ausencia

absoluta de miedo ante la muerte.

Así, sin pensar en la posibilidad de fracasar, decide lanzarse al mar en medio de una tormenta,

acompañado únicamente por sus hombres más fieles y por un grupo de marineros que recluta a la

fuerza. El joven Yoshitsune justifica esta decisión extrema con el argumento de que “Morir en el

fondo de los valles o montañas, en medio de desoladas praderas, en las profundidades del mar o

del río, ¿acaso no está ya determinado en vidas anteriores?11” (709). Su valentía parece rendir frutos

al final y, lejos de perecer en medio del mar embravecido, logra recorrer en tres horas una distancia

que normalmente se recorre en tres días y atacar las posiciones de los Heike por sorpresa, trayendo

honor a su nombre y al de su clan. Como este, muchos otros ejemplos de la valentía de Yoshitsune

pueblan Heike monogatari, como cuando decide seguir luchando a pesar de ver a su querido

Tsuginobu morir entre sus brazos (718) o cuando avanza incólume en medio de la lucha para

recoger su arco caído y así no ver su honor mancillado (724). Esta figura de extremo heroísmo

sirve, precisamente, como testimonio del ideal guerrero que persigue la clase militar: el ideal del

hombre que está dispuesto a llegar hasta las últimas consecuencias en el cumplimiento de su deber

y que está más preocupado por mantener su honor que por conservar su vida, un hombre que inspira

en sus hombres un espíritu infinito de lucha y de desprecio por sus propias vidas, como lo

10 Kamakura, ciudad hoy ubicada a las afueras de Tokio, fue durante la Guerra Gempei el centro de operaciones del clan de los Genji. 11 Sobre la lealtad de los soldados a Yoshitsune Paul Varley afirma que “This pure, kenshin- type loyalty of vassals to lord becomes the central theme of the post-Gempei part of the Yoshitsune legends as we find in the Gikeiki” (Varley 139)

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manifiestan sus propios soldados al exclamar que “¡Con qué gusto entregaremos nuestras vidas por

él! Al lado de la suya, las nuestras valen menos que una gota de rocío o una mota de polvo” (719).

Sin embargo, como se mencionó antes, la extrema valentía y pureza de espíritu que posee

Yoshitsune no es suficiente para mantenerlo a salvo de un destino a todas luces adverso. Así, a

pesar de que su campaña resulta exitosa y de que logra vencer a los Heike en el enfrentamiento

definitivo de la guerra, sobre el joven general se cierne la desconfianza de su hermano, que recela

del amor que le dispensa el pueblo. A los oídos de Yoritomo llega la noticia de la alabanza que la

población de la capital le ha dirigido a su hermano al retornar victorioso de la guerra y, después de

escuchar rumores infundados de que Yoshitsune planea rebelarse, decide eliminarlo. En vano

expondrá el joven general muestras extremas de lealtad hacia su hermano mayor y escribirá una

extensa carta para limpiar su nombre. Eventualmente, desprovisto del apoyo de sus generales y

perseguido por los hombres de su hermano, Yoshitsune deberá escapar de la capital y pasar sus

días como un hombre errante hasta alcanzar la muerte en Ooshue, acompañado de su fiel Yoshihisa,

un hombre que “…daría suprema prueba de lealtad a Yoshitsune, el joven general, al compartir el

trágico destino de su señor…” (607).

Así las cosas, ni siquiera el indomable espíritu de Yoshitsune puede salvarse del destino que

espera a todos los que alcanzan el poder. Con una trayectoria tan astronómica como la de Kiyomori

o la de Kiso, Yoshitsune pasa de ser un desconocido vasallo del clan Genji12a ser un exitoso general

que destruye totalmente a los Heike y entra victorioso en la capital. El poder que alcanza es análogo

al de los otros dos guerreros y, sin embargo, su representación en Heike monogatari habla de un

hombre que en ningún momento ambiciona realmente el poder o se deja embelesar por la ilusión

de la gloria. No obstante, el carácter ejemplar de Yoshitsune no lo salva de caer en desgracia. La

fatalidad del caso del joven general de los Genji es, entonces, un ejemplo claro de cómo en Heike

monogatari el porvenir puede ser adverso a pesar de las buenas cualidades, intenciones y acciones:

no solo los tiranos tienen un mal final, pero la diferencia entre los hombres que se dejan arrastrar

por sus propios vicios y aquellos que pueden superarlos es que estos últimos logran reversar su

destino de manera simbólica. Así, lejos de morir sin honor, Yoshitsune lucha hasta el final y abraza

su destino con la ofrenda de su muerte: un modelo de guerrero hasta el último instante.

12 Y esto no solo sucede en el marco de la historia, como señala Paul Varley (126), los recuentos históricos sobre Yoshitsune antes del inicio de las guerras relatadas en Heike monogatari se limitan a una única entrada en Azuma Kagami.

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La perspectiva del mar

Sentado en una barca un hombre mira hacia el mar con desesperanza y siente que su vida es tan

inestable como el ritmo desigual de las olas. Todo parece estar más allá de su control y en su

corazón solo hay incertidumbre ante un futuro que se muestra adverso. Profundamente apenado y

alejado de su familia, el hombre no puede dejar de preguntarse si al final será capaz de liberarse

del sufrimiento que lo aqueja. Un monje que lo acompaña lo conforta y, tras recordarle las

enseñanzas budistas, logra convencerlo de abandonar sus dudas. Entonces, sin dejar lugar a la

incertidumbre, el afligido hombre reza poseído por un poderoso fervor y luego se arroja por la

borda del barco seguido por dos de sus servidores. Acaba de morir Taira no Koremori, miembro

del poderoso clan de los Heike, y su muerte, cargada de singular dramatismo, nos es presentada

como la redención y la liberación final de un hombre que posee un destino que se muestra a la vez

insoportable e inescapable: el destino de un clan (los Heike) que es el destino de un hombre (Taira

no Kiyomori).

En medio del ardor de una lucha otro hombre contempla un mar distinto, pero en su mirada no

hay pesadumbre o tristeza, solo un aturdimiento terrible ante el que es incapaz de moverse o

siquiera pensar. Parado en la borda de un barco de guerra, contempla la terrible escena de una

caótica batalla naval en la que su bando está al borde de la destrucción. Por todas partes los

guerreros, conscientes del final inminente, se lanzan al mar con sus armaduras y desaparecen en

las profundidades. En medio de la terrible desesperación incluso el emperador niño ha saltado por

la borda de su embarcación abrazado de su abuela13. El hombre, líder de los vencidos, es incapaz

de tomar una decisión: aunque sabe que debe lanzarse al mar para evitar el deshonor de ser

capturado, siente en su pecho un apego a la vida es mayor que cualquier otra consideración. Sus

subordinados, avergonzados por su actitud, lo empujan al mar, pero aún después de ser arrojado él

se resiste a sacrificarse como los demás guerreros: sin armadura que hunda su cuerpo, el hombre

empieza a nadar y eventualmente es izado por combatientes del bando enemigo y tomado como

prisionero. La batalla es Dan-no-Ura, evento culminante de la larga y sangrienta guerra entre los

clanes Heike y Genji; el hombre es Taira no Munemori, último e ineficaz líder del clan de los Heike.

A pesar de haber salvado su vida, la cobardía y el apego al mundo acaban de condenar a este

hombre a un destino más terrible que la muerte: el del deshonor y, en último término, la perdición.

13 El emperador Antoku y su abuela Ni-dono.

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Tal contraste se presenta en Heike monogatari entre los casos de Munemori y de Koremori,

ambos miembros de un clan que está destinado a ser barrido de la faz de la tierra. Los dos se

enfrentan a una decisión análoga, pero lo hacen de maneras diametralmente opuestas: uno se aferra

fuertemente a la vida, el otro, superado por la certeza de que tanto él como su clan están condenados

al fracaso, renuncia a su vida como única escapatoria a su destino. Uno comete uno de los mayores

pecados dentro de la concepción budista en la que se inscribe la obra, pues se ha aferrado a las

pasiones de este mundo y ha renunciado a la posibilidad de ser libre; el otro, por el contrario,

encarna la renunciación budista a un mundo cuyas pasiones solo generan sufrimientos.

Así, el fervor final de Koremori y la falta de coraje de Munemori señalan dos caminos distintos,

dos formas de reaccionar ante una situación igualmente difícil, una situación de profunda crisis y

de total incertidumbre. En un mismo contexto de imposibilidad cada personaje toma una decisión

diferente y esta decisión hace toda la diferencia entre sus vidas: esta decisión, si se quiere, los pone

en extremos opuestos de una balanza moral determinada por los principios del budismo. Uno de

ellos se precipita hacia la ruina debido a su vacilación y a su cobardía; el otro, por el contrario,

logra liberarse del karma que pesa sobre sus hombros al sacrificar su vida y sus pasiones más

profundas: en un extremo el apego y el sufrimiento, en el otro la renunciación y la liberación.

Por un lado, Koremori logra convertirse en un hombre piadoso y liberarse de los terribles

pecados de su clan y, en especial, de los pecados de su abuelo Kiyomori. A pesar del poderoso

karma que está sobre él por pertenecer a los Heike, un clan que ha usurpado una posición que no

le corresponde y que ha causado la ira de las divinidades, con la quema de los templos de Nara

(412), Koremori encuentra una alternativa al fatídico destino que le aguarda: halla en la devoción

religiosa una salida para la situación de imposibilidad y desesperanza que rodea su vida, pero este

camino se muestra particularmente difícil hasta el último momento. Para liberarse del karma de su

clan y alcanzar la salvación primero debe apartarse del mundo, acto que desde el principio será

para él notablemente difícil, especialmente debido a los fuertes lazos que tiene con sus seres

queridos. Así lo resalta el novicio Tokiyori al afirmar que “Desde los tiempos más remotos, mujeres

e hijos han sido ataduras que nos retienen en este laberinto sin fin de vidas y muertes” (689).

Sin embargo, a pesar de lo difícil que le resulta, Koremori se muestra dispuesto a desprenderse

de quienes más ama en el mundo: su esposa y sus hijos. Así, cuando Kiso Yoshinaka se aproxima

con sus huestes a la capital, Koremori decide con pesadumbre que los miembros de su núcleo

familiar deben quedarse en la ciudad para evitar que experimenten el destierro hacia el que marcha

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todo el clan. Ante la oposición de su mujer a esta idea, pues la considera cruel, Koremori se limita

a responder que “…mucha más crueldad sería exponer[la] al peligro constante bajo un cielo extraño

y en un camino sin rumbo” (Heike Monogatari 503). A pesar de que ama a su mujer y a sus hijos

y de que le duele profundamente el tener que separarse de ellos, Koremori es capaz de discernir

que su destino lo empuja lejos, hacia un futuro errante y lleno de incertidumbre. Al dejar de lado

sus profundos sentimientos, el personaje ve con claridad su terrible situación y es capaz de apartarse

de sus seres queridos, pues sabe que, de aferrarse a ellos, se generaría un mayor sufrimiento.

Koremori opta por hacer lo que sabe correcto ante la situación crítica a la que se enfrenta su

clan. Conoce los trances del camino hacia el destierro, lo arduo de las jornadas, lo peligroso de las

batallas que están por venir, y prefiere dejar a su familia en un lugar seguro. No obstante, el

personaje sufre en lo más profundo de su ser por esta decisión y sufrirá hasta el último momento

de su vida recordando el llanto de sus hijos al despedirse de él: “Este llanto se quedó clavado en

los oídos de Koremori. Su eco habría de… escucharlo por siempre. Lo oiría mezclado con el

murmullo de la brisa… lo oiría mezclado con el fragor de las olas…” (505). El acto de desligarse

de sus seres queridos no es fácil para este personaje, como lo testimonia la profunda tristeza que lo

embargará hasta sus últimos instantes, pero es, en últimas, un acto que se muestra

fundamentalmente necesario.

Permanecer con su familia sería una decisión mucho peor para Koremori, no solo por las

asperezas del viaje, sino por los obstáculos que implica un vínculo demasiado fuerte con el mundo

a la hora de desligarse de las ataduras que lo apresan. Así, la separación inicial, causada por la

inestabilidad política y el fracaso militar de los Heike, se convierte en una separación con motivos

cada vez más espirituales, en una separación que es necesaria para liberarse de los sufrimientos del

mundo y del destino fatal que pesa sobre el clan. Pero esta especie de separación espiritual se

muestra mucho más ardua que la separación física que sucede justo antes de la toma de la capital

por Kiso, como lo atestigua el propio Koremori después de recibir una carta de su familia: “Me

falta valor para abrazar la vida religiosa… Los lazos de amor que siento por mi familia son

demasiado fuertes para renunciar al mundo y pasarme la vida rezando con el fin de renacer en el

paraíso” (647). Cuando el personaje decide que es necesario apartarse del mundo, pues no guarda

esperanzas en su futuro ni en el de su clan, también es consciente de que es incapaz de darle la

espalda a su familia, aunque este acto sea necesario para alcanzar la salvación.

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Y, sin embargo, enfrentado a tan gran dificultad, Koremori se niega a retroceder en su camino

espiritual. Si bien se reconoce incapaz de entrar en la vida monástica y de olvidar a los suyos, el

personaje es consciente de que existe otro camino para desligarse de un mundo al que ama tanto,

pero en el que sabe que no puede permanecer: “…de lo que sí me siento capaz es de atravesar las

montañas, llegarme a la capital y ver una vez más a mi querida esposa e hijos. Y luego morir” (647).

Morir se convierte entonces en una alternativa extrema para alcanzar la libertad en un entorno cada

vez más opresivo y caótico, una alternativa para escapar de un destino fatal manifiesto. Si es

imposible apartarse del mundo a través de la disciplina monástica, entonces solo queda morir con

rectitud, morir con un fervor que se torna casi heroico por la singular dificultad que representa el

alcanzarlo para un hombre tan unido a sus seres queridos como Koremori.

Esta dificultad para desligarse de las personas más amadas convierte el caso de Koremori en

una manifestación palpable del carácter fundamental que tiene para el budismo el acto renunciar al

mundo con el fin de escapar del samsara, el ciclo de muertes y renacimientos en el que se hallan

atrapados todos los seres humanos. Un principio religioso “universal” se manifiesta en la vida de

un individuo que no es en principio excepcional (excepto por el desmedido amor que le profesa a

su esposa y a sus hijos). Lejos de poseer la fuerza de voluntad de un hombre como el asceta

Mongaku o como el sinnúmero de devotos monjes que pueblan Heike Monogatari, Koremori es

débil y debe luchar constantemente con su debilidad en su camino para cumplir con los preceptos

budistas y escapar del destino que comparte con su clan. Así, momentos antes de arrojarse al mar,

el personaje afirma apesadumbrado que:

… ¡gran equivocación fue casarme y tener hijos! No solo siento una gran angustia al pensar en ellos,

sino que además comprendo ahora que son un problema para poder renacer en la siguiente vida. No

hago más que pensar en ellos… (688)

En este punto, aún después de escapar al monte Koya, de peregrinar a los santuarios de Kumano,

de rezar fervientemente a Buda e incluso tonsurarse, en definitiva, después de imbuirse en una

actitud de renunciación a sí mismo y a sus deseos, Koremori aún piensa en su familia con

sentimientos tan entrañables como los que lo asaltaran al despedirse de ellos en la capital. El

personaje lucha con sus impulsos y, sin embargo, es incapaz de seguir el ideal budista que

representa su única esperanza de salvación. Su familia se convierte en el único obstáculo que se

encuentra entre él y la libertad, entre él y una claridad total que le permita trascender su sufrimiento.

Así, aún en medio de las plegarias y las devociones a Buda, Koremori reza por los suyos, por su

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mujer y por sus hijos y el narrador no puede evitar exclamar que “¡Triste fue que rezara también

por el bienestar de su esposa e hijos! ¡Qué pena que, pese a haber renunciado a este mundo y tras

haber tomado el camino de la religión, todavía se hallara sujeto a apegos humanos!” (685).

Sin embargo, a pesar de la dificultad que representa para él el apartarse de su familia, Koremori

logra triunfar en su propósito de separarse del mundo. Con ayuda del novicio Tokiyori, que lo

acompaña en su camino espiritual, el angustiado hombre es capaz de dejar sus sentimientos de lado

por un instante y de sumergirse en una experiencia espiritual sumamente poderosa. Tokiyori,

después de reprimir las lágrimas que le produce la situación de su compañero, lo exhorta

extensamente acerca de cómo todo en el mundo es ilusorio, incluso los lazos más fuertes que se

crean en la vida. De hecho, son estos lazos los que representan el mayor obstáculo para escapar del

eterno ciclo de reencarnaciones que aprisiona a los hombres. El novicio, por lo tanto, señala la

banalidad que comporta el aferrarse al mundo y a las cosas que ofrece, pues “Aunque vivas cien

años, aunque hayas logrado la dicha de la longevidad, nunca podrás escapar del dolor de separarte

de este mundo” (689). Lo que genera el sufrimiento de Koremori, más que el hecho de separarse

de sus seres queridos, es la insistencia en aferrarse a ellos hasta el último momento. Solo tras

renunciar voluntariamente al mundo, solo al aceptar que todo lo que se ama es transitorio y que

eventualmente se perderá, es posible para él liberarse del dolor que lo embarga.

Así, en esta lucha por el corazón de Koremori la necesidad de alcanzar la salvación termina por

imponerse sobre los lazos familiares. Desvanecida la duda, por fin está listo para enfrentar el

destino fatal que ha presentido todo este tiempo y “...convencido de que se hallaba en el mejor de

los caminos para renacer en el paraíso, juntó las manos y borró de su mente toda distracción y

pensamiento ocioso” (691). Mirando hacia el oeste, inmerso en un fervor como nunca lo

experimentara en toda su vida, Koremori repite cien veces la plegaria Namu Amida Butsu (Busco

abrigo en Amida)14 y con cada canto se va apartando progresivamente del mundo que lo rodea, de

la vida que ha vivido, de todo lo que ama profundamente. Los rezos le permiten abandonar por fin

todas sus preocupaciones, todas sus dudas previas, toda la incertidumbre y el sufrimiento que le ha

producido pensar en el destino de su mujer y de sus hijos. Así, totalmente abrumado por la

14 Según Iván Morris: “La base del Amidismo era la creencia de que los hombres de aquellos tiempos decadentes ya no podían alcanzar el estado de nirvana mediante la rectitud de su conducta. No obstante, la situación estaba lejos de ser desesperada, pues, en su infinita misericordia, Amida, cuando era un bodhisattva, había jurado que no entraría en el nirvana hasta que se hubieran salvado todos los seres sensibles del mundo” (Morris 147)

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intensidad de su experiencia religiosa, Koremori se lanza al mar y con este gesto es capaz de

liberarse del peso del karma que lo aqueja y de iniciar su camino de iluminación.

En contraste, Munemori, último líder de los Heike, adquiere una actitud que dista mucho de la

heroicidad religiosa de los últimos momentos de Koremori. Reticente ante la perspectiva de la

muerte, el personaje es más propenso a la autoconservación que a la devoción o al sacrificio. Lejos

de comprender la necesidad de renunciar a lo ilusorio del mundo, lo que mueve a Munemori es una

especie tácito apego a la vida: no considera seriamente la posibilidad de perderse, no cae en la

desesperación ni es presa de una amarga angustia, como sucede con Koremori. El líder de los Heike

evita enfrentarse a la difícil contradicción que tanto remuerde a su joven sobrino: la imposibilidad

de aferrarse a la vida sin dejar de experimentar al mismo tiempo un hondo sufrimiento.

Munemori no piensa en su deber o en el carácter necesario de enfrentar la adversidad del destino,

en cambio, va viviendo sin cuestionarse con profundidad el rumbo de su vida. Como sucede con

Kiyomori, el poderoso primer ministro de los Heike, Munemori se muestra incapaz de enfrentarse

“apropiadamente” a las situaciones adversas y como resultado toma la decisión que parece más

sencilla, pero que es la que trae peores consecuencias para él. No se convierte en un cobarde por

sobrevivir a la batalla, sino porque es incapaz de enfrentar su destino de manera honorable, ya sea

a través de la muerte, de la lucha o de una escapatoria audaz. Al final falla como guerrero y como

líder y en el último momento de su vida el apego al mundo saldrá a la luz como el origen de su

debilidad moral en el momento de suprema crisis.

Así, cuando las tropas de Kiso amenazan la capital, aliadas a las huestes de monjes del monte

Hiei, Munemori, ignorando el clamor de muchos de sus allegados, prefiere escapar de la ciudad y,

a diferencia de Koremori, no decide separarse de sus seres queridos para protegerlos, sino que

parece justificar en ellos su decisión de retirarse ante el peligro inminente. Cuando habla con

Kenreimon-in el ministro de los Heike le dice que “Aunque muchos son de la opinión de quedarse

en la capital, no me gustaría que presenciases escenas terribles. Es aconsejable, por lo tanto, que te

vayas protegida por una fuerte escolta, a las provincias del oeste” (499). Este, que parece un acto

de preocupación sincero por el destino de la joven emperatriz, se muestra rápidamente como un

gesto que permite justificar la marcha de la capital, lo que es claro cuando Munemori le dice a

Sadayoshi, uno de sus servidores, que “Si por nosotros fuera, libraríamos batalla, pero mucho nos

duele que las damas imperiales, Kenreimon-in y Ni-dono, sufran algún daño ante nuestros ojos.

Ahora entiendes la necesidad de abandonar la capital en busca de protección para ellas” (519).

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La preocupación inicial de Munemori se revela como una excusa para evadir la batalla con el

ejército que se aproxima. Sus razones para retirarse no son políticas o militares, su marcha no se

debe a alguna consideración estratégica o a algún factor económico. Por el contrario, su

preocupación es fundamentalmente personal, una preocupación por los miembros de su familia que

lo lleva a arriesgar el destino del clan entero y a fallar en su rol de líder. Para Munemori es más

urgente evitar la dificultad de la confrontación inmediata y su actitud, como lo señala el propio

Sadayoshi, es deshonrosa y traerá peores consecuencias que la lucha directa con el enemigo: “¿A

dónde va su excelencia? Si va al oeste, la gente le va a considerar un fugitivo y será atacado por

los cuatro costados, sufriendo gran deshonra. ¡A fe mía que sería una afrenta intolerable,

Excelencia!” (518). Sin embargo, el ministro sigue con su plan y, con la justificación de defender

a las damas de su familia, parte de la capital, solamente para volver de manera ignominiosa, como

un hombre totalmente derrotado, sin poder evitar la muerte de su madre y la cautividad de su

hermana.

La decisión de escapar de la capital se muestra rápidamente como un error que les costará caro

a los miembros de clan, incluidas las damas imperiales, cuyo destino parece preocuparle tanto a

Munemori. Los Heike no solo han sido abandonados por los dioses y condenados al destierro, sino

que también “saboreaban la amargura de los tormentos del infierno antes de descender a la tumba”

(542). Al abandonar la capital sin luchar Munemori solo logra aumentar enormemente las

calamidades que deben soportar los miembros de su clan. Huir de la confrontación es, en últimas,

una decisión que simplemente pospone el destino del clan, pero no evita el sufrimiento causado

por aferrarse al mundo. A diferencia de Koremori, que sabe zafarse de los lazos del mundo para

liberarse de su karma, el acto de aferrarse a la vida le trae a Munemori mayores dificultades y

agrava el destino que le aguarda.

No obstante, Munemori se niega a enfrentar esta realidad y, lejos de luchar con valentía y de

hacer frente a su destino, evita la dureza de la confrontación en el momento de mayor crisis, en el

momento en el que se desarrolla la batalla más decisiva de toda la guerra. Así, después de vagar

varios años por las tierras y los mares del oeste y de ser vencidos en la importante batalla de Ichi

no Tani, los Heike tienen una última oportunidad de enfrentarse con los Genji y de defender su

mancillado honor. Las flotas de ambas familias se reúnen frente a las costas de Dan no Ura y luchan

en la que se convertirá en la batalla definitiva del enfrentamiento entre los dos clanes. Es allí, en el

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instante de clímax de toda la obra, que Munemori debe elegir entre perecer con los miembros de

su clan o sobrevivir y alargar su vida un poco más.

Segura la derrota para los Heike, abrumados los guerreros por el caos y manifiesto el destino

inescapable del que todos están presos, Munemori se enfrenta a la decisión con la que abre este

capítulo: sobrevivir o perecer, ahogarse o ser capturado por el enemigo. Un momento que revela al

lector la altura moral de un personaje enfrentado a dificultades supremas, como si se tratase de un

examen destinado a probar si las privaciones y las dificultades del destierro han afectado su carácter,

si ahora es consciente del sufrimiento que causa el aferrarse tercamente a la vida. Sin embargo, en

medio del caos general, Munemori parece fallar la prueba a la que se enfrenta: acompañado de su

hijo Kiyotsune, el reticente líder de los Heike piensa que “si mi hijo se hunde, yo me hundiré con

él; si se salva, yo me salvaré con él” (741).

Nuevamente, el ministro de los Heike no toma sus decisiones mirando consideraciones como el

honor o la posibilidad de escapar al destino de su clan. Munemori se aferra a su hijo, por el que

siente un amor muy fuerte y ata a él su destino sin pensar en nada más, pero como sucede con las

damas imperiales, este aferrarse a los seres queridos terminará por convertirse en un gesto

infructuoso y contraproducente. Así, al ver que Kiyotsune es tomado como prisionero Munemori

decide que sobrevivirá y eventualmente también él es tomado como prisionero: “Cuando

Munemori vio la captura de su hijo, decidió seguir nadando. Pero no tardó en ser rescatado y subido

a cubierta, donde se entregó como prisionero” (741).

Este sencillo acto de supervivencia, sin mayor dramatismo o agitación se revela, sin embargo,

como un acto de deshonor e incluso traición. Este simple gesto de seguir nadando y ser izado por

los enemigos contrasta enormemente con el caso de Tomomori, hermano de Munemori, que desde

el principio de la batalla es consciente de que morirá y de que debe luchar hasta el fin y así lo hace

saber a sus hombres: “¡Hoy es nuestra última batalla! ¡Soldados, manteneos firmes! …un gran

general nada puede hacer cuando la fortuna le da la espalda. ¡Pero queda el honor! ... ¡No mostréis

debilidad ante estos enemigos…! ¡No es hora de escatimar vuestras vidas!” (732). Consciente de

que su clan ha sido abandonado por los dioses y de que la lucha parece ser un despropósito,

Tomomori ve valor en defender su honor aún a costa de su propia vida.

Esta actitud de incomparable valentía ante la certeza de la muerte es una forma de renunciar a

la vana esperanza de supervivencia y, por lo tanto, es equiparable a la decisión de morir que toma

Koremori abrigado en la vida religiosa. Tomomori muestra, en este sentido la alternativa que

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poseen los guerreros para desligarse del mundo: ofrendar sus vidas para ganar honor, ofrendar sus

vidas de tal manera que el honor alcanzado sea mayor a la maldición del clan. Y este personaje

posee tal conciencia de la proximidad del fin que cuando la situación de la batalla se torna crítica

llega a afirmar que “El fin de los Heike está aquí. Arrojad todo lo que sea ofensivo para la vista”

(738). Tomomori se prepara para la muerte y la preparación de su corazón le permite saber cómo

comportarse cuando el fin de su clan se aproxima, tanto así que se preocupa de que todo esté listo

para recibirlo dignamente: “…él mismo corrió de popa a proa barriendo, limpiando y quitando el

polvo con sus propias manos…” (738). Una actitud que muestra una concordancia entre la pureza

de intención del corazón del guerrero y la pureza material que lo rodea, especialmente en el

momento de la muerte (Cabe notar que esta preocupación por la pureza es una manifestación de las

profundas raíces sintoístas de la espiritualidad japonesa).

Sin embargo, el momento en el que se evidencia mejor la preparación de Tomomori para

afrontar el fin se ve cuando adquiere conciencia de que lo único que le resta es morir: “Ya he visto

todo lo que tenía que ver. No me queda más que quitarme la vida” (743). El valiente guerrero llama

a su hermano de leche y le hace repetir la antigua promesa de que morirían juntos, entonces, con

varias armaduras puestas para estar seguros de que se ahogarán, ambos saltan al mar tomados de

la mano. Y este acto de desprecio por la vida es tomado como un ejemplo extremo de pureza de

intención por muchos de los guerreros que aún quedan entre los Heike. Para estos guerreros el acto

de Tomomori posee un carácter ejemplar y su muerte adquiere sentido por el honor que comporta:

a pesar de las circunstancias adversas que pesan sobre el clan, la heroica muerte de este personaje

le ha permitido limpiar su nombre y el nombre de su familia. Como afirma Carlos Rubio en su

introducción a Heike monogatari: “… [El suicidio] ha de contemplarse como una manifestación in

extremis del sentido de purificación material y limpieza del nombre propio del sintoísmo” (16). El

acto más puro y honorable que puede concebir un guerrero es, entonces, el prescindir de su propia

vida para la lavar su nombre.

En contraste, al fallar en aceptar la muerte, Munemori ha tomado el camino contrario, un camino

de deshonor y humillación. Así, después de que el ministro de los Heike es tomado prisionero en

Dan-no-Ura, Kagetsune, su hermano de leche, se enfrenta a sus captores y, despreciando su propia

vida, se abre paso entre las huestes de enemigos para liberar a su señor (que se ha vuelto prisionero

casi de manera voluntaria). En un principio, el aguerrido hombre puede derrotar a un par de

guerreros contrarios, pero la ventaja numérica de los otros hace que finalmente se vea superado y

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muera justo en frente del hombre al que intenta salvar. Como menciona el narrador: “Munemori,

en cambio, conservaba la vida, pero ¿cómo debía sentirse al ver cómo mataban ante sus ojos a su

hermano de leche?” (741). Munemori ha escapado de la muerte y, sin embargo, la vida que

conserva es amarga: su hermano de leche ha muerto frente a sus ojos, mientras que él vive gracias

a su falta de valor y a su apego al mundo. Innegablemente, huir de la muerte le trae a Munemori

solo deshonor desde el primer momento.

Sin embargo, a pesar de todo el horror que ha presenciado, de las privaciones del destierro y del

deshonor que sus acciones le han traído, el líder de los Heike no parece haber sido afectado por

todo lo que ha vivido, o por lo menos no de una manera interior y profunda. Así, terminada la

batalla y llevados los prisioneros a desfilar en la capital, Munemori “estaba tan demacrado que

parecía otra persona. Pero miraba alrededor con el gesto indiferente” (753). Sin señales de

arrepentimiento o vergüenza por sus actos, el antiguo ministro avanza cautivo por la ciudad que

antes gobernaba, como si no le importara verdaderamente todo lo que sucede, como si no hubiera

sido él mimo el que unos días antes decidiera abandonar a su clan en crisis y sobrevivir a pesar de

todo. En contraste, Kiyotsune, el hijo por el que Munemori decide aferrarse a la vida, hace el mismo

y vergonzoso recorrido hundido en sus propios pensamientos, como si meditara sobre todo lo

sucedido en Dan-no-Ura: “En cambio, [el hijo de Munemori], con la cabeza agachada, no alzaba

nunca los ojos y… ¡qué lástima daba verlo!” (753). A diferencia de su padre, ahora que está cautivo

por sus enemigos, Kiyotsune parece arrepentirse de su incapacidad para desligarse de la vida en

medio de la batalla y, además, parece haber adquirido conciencia de su incapacidad para escapar

del karma que le ha sido impuesto.

A pesar de todo lo que ha vivido, de todas las cosas que ha debido pasar, de todos los ejemplos

de valentía con los que se ha encontrado en su camino, Munemori aún es el mismo hombre, un

hombre aferrado a sus seres queridos, un hombre deseoso de vivir sin importar las circunstancias.

Como sucede con Koremori, el líder de los Heike ama a su hijo profundamente, tanto que sus gestos

de cariño conmueven a sus captores. Lo anterior se muestra con especial elocuencia cuando el

ministro en desgracia cubre el cuerpo de su hijo con una de sus mangas en medio de la noche y los

carceleros no pueden evitar exclamar que: “¡Verdaderamente el amor de un padre por su hijo no

conoce distinción de clases ni rangos! ¡Todo lo que puede proteger una manga! ¡Y qué amor tan

profundo el de este padre por su hijo!” (756). Pero, a diferencia de Koremori y su acto final de

renunciación al mundo, Munemori se muestra incapaz de apartarse de su hijo, lo que al final será

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mucho peor que la desgracia del clan o la pérdida de la guerra: será una cuestión de salvación o

perdición, de liberación o condenación

A la vez que es incapaz de separarse de su hijo, Munemori abriga vanas esperanzas en la

posibilidad de salvarse aun cuando su destino parece estar sellado. Lejos de pensar en recobrar su

honor a través de una muerte digna, cercana a la religión, el antiguo ministro se humilla ante sus

captores al mostrarles una sumisión excesiva. Así, después de pedir un indulto a Yoritomo, jefe

supremo de los Genji, Munemori recibe a un enviado y lo escucha con sumo respeto, ante lo cual

los señores feudales de Kamakura afirman con estupor que:

¿Es que piensa que con reverencias y con tanto respeto va a conseguir que le perdonen la vida?

Viendo su actitud, no es de extrañar que, en lugar de haber perecido con honra en el campo de

batalla en las regiones del oeste haya llegado hasta aquí como cautivo. (769)

Hasta el último momento su apego por la vida le impide a Munemori percatarse de todo lo que

sacrifica al no ser consciente de su posición y al no aceptar su destino. No solo ha perdido su honor

y su poder, sino que se muestra incapaz de entender que su salvación depende de su capacidad de

renunciar al mundo al que tanto se aferra, un mundo que ya lo ha rechazado. Así, aún lleno de

esperanza le dice a su hijo que: “A lo mejor vamos a salvarnos” (770). Kiyotsune, por el contrario,

es consciente de que su destino está sellado y de que la única alternativa que les queda a ambos es

una muerte honrosa. La confianza y la ingenuidad de su padre lo sorprenden, pero guarda silencio

y “En su corazón, sin embrago, no dejaba de entonar la invocación a Amida Buda” (770). Al igual

que Koremori, Kiyotsune se prepara para su cercana muerte y para liberarse de las cadenas que

pesan sobre el destino de su clan.

Por el contrario, la corta perspectiva de Munemori se muestra verdaderamente fatal hasta el

último momento. Lejos de comprender que su destino en la tierra está marcado por un Karma

poderoso y que la única manera de escapar de él es buscar la iluminación, el líder del clan Heike

manifiesta su apego al mundo a través de su preocupación por su hijo. No en vano, en sus últimos

momentos Munemori reconoce que ha hecho todo lo que ha hecho por el amor a Kiyotsune: “A fe

mía que si no me tiré a las profundidades del mar en Dan-no-Ura y he preferido la deshonra del

cautiverio ha sido por él” (770). Y aún tras recibir el consuelo de un monje en los últimos instantes

de su vida, Munemori falla en dejar de pensar en su hijo y en comenzar a pensar en su propia

salvación. Así, después de ponerse a rezar por última vez, el personaje se detiene un momento y

pregunta: “¿Han matado ya a mi hijo?” (772), solo un instante antes de que la espada del verdugo

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arrebate su vida. Ante esto el narrador no puede evitar exclamar que aquella es una “¡Desgarradora

pregunta, en verdad!” (772). En el último instante de su vida Munemori falla a la hora de apartarse

del mundo y de concentrarse en el camino de liberación que se muestra como la única senda posible

para huir de su destino: la entrega a la religión y el abandono de los vínculos humanos.

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Capítulo 3: La espiritualidad personal y el espíritu de la época

En Heike monogatari y Guerra y paz hay dos figuras que encarnan de manera emblemática las

tendencias espirituales descritas en los capítulos anteriores: Kenreimon-in y Andrei Bolkonski.

Tanto el príncipe ruso como la exemperatriz japonesa viven experiencias espirituales extremas que

son un eco de los enfrentamientos desatados en el mundo en el que habitan: sus conflictos internos

pasan de ser un asunto meramente personal a ser la manifestación palpable de búsquedas y

movimientos que se dan en el estrato más profundo de la sociedad. Así, desde su reclusión en una

ermita, la figura de Kenreimon-in sintetiza los grandes principios budistas que dan sentido al caos

que caracteriza a la época en la que vive: desde el karma, la ley de causa y efecto, hasta el samsara,

el ciclo de muertes y renacimientos en el que están atrapados todos los seres humanos. Por su parte,

Andrei Bolkonski vive en carne propia una búsqueda espiritual que es la búsqueda a la que se

enfrenta toda la sociedad rusa, una búsqueda por el “alma rusa”, por una espiritualidad profunda e

incognoscible que no puede ser aprehendida a través de la razón y que solo se alcanza a través de

la experiencia. De forma similar a lo que sostiene Balzac en su Comedia Humana, ambos

personajes muestran con sus vidas que los hechos cotidianos y personales no son menos

importantes que la descripción de las grandes guerras o los eventos políticos (Balzac LVIII): en lo

más profundo de sus seres se libran batallas que son tan encarnizadas y dramáticamente poderosas

como los enfrentamientos que moldean a las sociedades en las que viven. La lucha de Andrei a las

puertas de la muerte no es menos intensa y fundamental que la sangrienta batalla de Borodino; y la

pérdida del hijo de Kenreimon-in, el emperador Antoku, no es menos impactante que el súbito

ascenso y la caída del clan Heike. En la vida de ambos personajes hay claves que sirven para

entender qué es lo que sucede en la sociedad, pues sus experiencias espirituales permiten darle

sentido a un mundo sumido en el caos.

El tañido de una campana

Un hombre resuelve visitar a su nuera después de no verla durante mucho tiempo y hace todos

los preparativos para el viaje: ha decidido ir acompañado de un séquito reducido y partir en el estío,

cuando los caminos de la montaña son más accesibles. En su viaje debe atravesar los parajes más

duros del monte, caminos por los que ya nadie transita, sendas abandonadas al dominio de los

bosques, y ante esto no puede evitar preguntarse por qué razón su nuera se ha retirado a tierras tan

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lejanas e inhóspitas. Al llegar a su destino se siente sobrecogido por la sencillez de la destartalada

ermita donde ha elegido vivir la mujer de su difunto hijo: en el reducido cuartucho se apilan sutras,

libros religiosos y estatuas votivas; en las paredes, poemas sobre la nostalgia de un pasado perdido

irremediablemente. Allí, una anciana monja sale al encuentro del hombre y le informa que la

persona a la que busca ha salido a recoger flores, ante lo que él, que ha vivido toda su vida en la

corte, no puede evitar lamentarse: su nuera ahora realiza trabajos manuales impropios de su rango.

No entiende, como lo resalta elocuentemente la monja, que la mujer que antes fuera su nuera ha

renunciado al mundo y que la dureza de su vida actual es el camino necesario para alcanzar la

iluminación. Es entonces que ve a lo lejos a dos mujeres que se aproximan vestidas de negros y

bastos hábitos. La monja que lo ha recibido intenta contarle quiénes son aquellas dos negras figuras,

pero su voz se quiebra; el hombre entiende que ante sus ojos está su nuera, irreconocible por su

atuendo y por la dureza de las privaciones que ha soportado. Superado por una emoción pesada e

inexplicable, es incapaz de contener el llanto; todo aquello le produce una terrible sensación de

aware15.

En esta escena, el Emperador retirado Goshirakawa se encuentra por primera vez con su nuera,

la exemperatriz Kenreimon-in, después de que ella decida aislarse definitivamente del mundo y de

que reciba las órdenes religiosas. Lo que sorprende a este hombre anciano, también ordenado monje,

es el terrible contraste entre la mujer que se encuentra en frente suyo y la joven que apenas unos

años antes fuera el centro de la vida de la corte y la esposa de su hijo, el emperador Takakura. El

paso irremediable del tiempo se ha llevado todo aquello; la vibrante vida de la corte en medio de

la gloria de los Heike y la juventud y la belleza de la dama imperial. Las luchas, las penalidades y

la traumática muerte de sus seres más queridos le han quitado a esta mujer todo lo que poseía. Con

la guerra que acaba de llegar a su fin parece haberse esfumado un mundo entero y con él todos sus

habitantes. Esto es lo que percibe Goshirakawa mientras ve a su nuera descender de la montaña

cargando una cesta de azaleas: el paso irremediable del tiempo y “…la ley terrenal de que toda

gloria encuentra su fin” (91).

Derrotados los Heike, muertos en batalla o ejecutados todos sus hombres y desterradas de la

corte o vueltas monjas todas sus mujeres “…el clan de los Heike desapareció por siempre de la faz

15 Según Ivan Morris el concepto de aware: “En su sentido más amplio era una interjección o un adjetivo que se refería al carácter emocional inherente a los objetos, la gente, la naturaleza y el arte, y por extensión se aplicaba a los aspectos emocionales del mundo externo” (Morris 255).

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de la tierra” (822). Lejos están los bailes de la corte, lejos la elegancia de las ceremonias y la

jactancia de los guerreros, lo único que queda es lo que el viejo emperador monje ha visto en la

remota ermita de Jakko-in: una mujer envejecida y una pequeña y destartalada cabaña con plantas

creciendo en las paredes. Y ante esto no puede evitar preguntarse si “¿Estaba soñando? ¿Qué se

hizo de aquellos brocados y damascos, de aquellas perfumadas gasas, de aquellos tejidos de la

mejor seda del Japón y de la China?” (834). No hay vestigio alguno de aquel pasado y parece como

si todo hubiera sido una ilusión, un sueño espectral y pasajero: esta súbita desaparición se antoja

inexplicable, imposible de asimilar incluso para un hombre como Goshirakawa, que ha presenciado

de cerca el ruido y la furia de la guerra.

Y para explicar esta sensación de estupor ante todo lo perdido, ante todo lo que está únicamente

al alcance de la memoria y de los sueños, el viejo Emperador enclaustrado recurre a las doctrinas

del budismo, en las que los mundos de los hombres y de los seres celestiales no son más que una

ilusión pasajera por la que todos están condenados a vagar. Así, después de saludar a su nuera y de

conocer su soledad y devoción, el emperador monje afirma que:

Incluso los seres que habitan en los Seis Reinos16 del mundo del deseo no pueden escapar a las Cinco

Señales de Decaimiento17. Desde los indescriptibles placeres del palacio de Bonten, todo ello no es

más que el recuerdo fugaz de un sueño agradable, la ilusión efímera y espectral de un cambio eterno.

Es como una rueda que gira y gira eternamente sin parar jamás. Si de esa ilusión son víctimas los

seres celestiales, ¡cuánto más ocurrirá en el mundo de los humanos! (835-836)

Estas palabras, testimonio del carácter transitorio del mundo y de todo lo que hay en él, resumen

la perspectiva de la que surge la obra y desde la cual se relatan todos los eventos de la narración;

desde la amargura de las muertes y las separaciones hasta las efímeras alegrías de los amantes y el

vano triunfalismo de los poderosos. Todo en la vida de los hombres es una ilusión: las luchas de

poder, las guerras y el incesante avanzar de las sociedades humanas no son más que espejismos

que atrapan el alma de los seres vivientes. También la gloria y la súbita caída de los Heike han sido

16 Según Carlos Rubio: “En el budismo las Seis Sendas o Reinos son estados de existencia o sendas por donde transcurre una vida en el proceso de transmigración. Son los reinos del infierno, de los espíritus hambrientos, de los animales, de los asuras o demonios, de los seres humanos y de los seres celestiales. Si se los considera como estados de vida indican otras tantas condiciones de ilusión o sufrimiento” (Heike monogatari 836). 17 Al respecto afirma Caros Rubio que “Son, tal como se describen en el sutra del Nirvana, los indicios que presentan los seres celestiales cuando su vida está a punto de concluir: sus vestidos se manchan, las flores de sus cabezas se marchitan, sus cuerpos se ensucian y huelen mal, sus axilas transpiran, y, en quinto lugar, sus corazones no sienten felicidad” (Heike monogatari 836)

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como un sueño, como el breve tañer de la campana que inaugura esta fábula de la falibilidad

humana.

No es solo el karma lo que está detrás de la súbita caída del clan, no son solo los pecados de

Kiyomori o la quema de los templos de Nara lo que condena a los Heike a ser barridos de la faz de

la tierra. En un sentido más profundo y elemental es la naturaleza transitoria del mundo lo que está

verdaderamente tras la desaparición de esta familia de guerreros, como lo afirma el monolítico

principio de la obra: “En el sonido de la campana del monasterio de Gion resuena la caducidad de

todas las cosas. En el color siempre cambiante del arbusto de shara se recuerda la ley terrenal de

que toda gloria encuentra su fin” (91). Los anhelos terrenales de los hombres están destinados a

desaparecer de manera inevitable, tal es la portentosa verdad que recuerda el viejo Goshirakawa al

ver la triste y remota habitación de su nuera. Kenreimon-in, que no parece haber hecho nada malo

ella misma, sufre por las acciones de otros, pero, en un sentido más elemental, sufre porque se

encuentra inmersa en el samsara, en la interminable cadena de nacimientos, existencias y muertes

que atraviesan todos los seres. Su sufrimiento, explicado a través del karma que pesa sobre su

familia, solo puede ser verdaderamente entendido dentro del marco general de sufrimiento en el

que todos los seres humanos están inmersos: solo al contemplar la realidad fundamental que

enmarca la existencia humana es comprensible la necesidad de buscar la iluminación, único camino

para escapar de lo ilusorio y pasajero del mundo.

De esta manera, presa de una profunda nostalgia, la exemperatriz reflexiona sobre su vida como

si hubiera sido solo un instante ante sus ojos. La historia de su clan es la suya propia, ella también

tuvo su momento de gloria y exaltación por todos los hombres. En sus propias palabras Kenreimon-

in ha tenido en la palma de su mano “…los destinos del país. En las grandes festividades… siempre

me encontraba asistida por el regente, los ministros, la nobleza alta y baja…En todo y por todos

consentida y mimada, pasaba mis días tras las cortinas de jade de los palacios…”18 (838). Inmersa

en una vida de privilegio, la dama imperial era feliz y no teme reconocerlo: en la desaparecida corte

de los Heike no había mujer que se le comparara, esposa de un emperador y madre de otro, los

cielos derramaban sus bendiciones sobre ella. Pero junto con la gloria de los Heike, su felicidad

18 El poder que alcanza de Kenreimon-in, de hecho, es un hecho histórico comprobado, como lo resaltan Michael Adolphson y Anne Commons: “Kenreimon-in wielded more power at court tan any other woman and perhaps any other member of the Ise Taira…” (Adolphson y Commons 8)

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Rivera 63

empieza a llegar a su fin: una serie de destierros, batallas, penalidades y persecuciones dan

testimonio de la súbita y dolorosa caída de su poderosa familia.

Después de abandonar la capital su vida va en declive y sufre junto con los suyos por las terribles

derrotas de Ichi-no-tani y Dan-no-Ura, donde una multitud de miembros de su clan perecen, donde

familias enteras se separan de manera irremediable y el destino de los Heike se sella de manera

definitiva. Abrumada por el horror de ver a su madre y a su hijo descender a las profundidades del

mar19, la dama imperial también se precipita a las tinieblas, incapaz de asimilar todo lo que ha

vivido: experimenta en lo profundo de su pecho el pesado destino de su familia, pues pierde todo,

desde su posición en la corte hasta su hijo, el ser que más ama en el mundo. Como la trayectoria

de su clan, la vida de Kenreimon-in es un ejemplo de los estados de vida por los que transita todo

hombre, las Seis Sendas del samsara que representan las condiciones de sufrimiento e ilusión que

pueden experimentar los seres humanos durante sus vidas: desde la dicha de los seres celestiales,

evocada por la gloria de la corte, hasta la pena de los infiernos, experimentada en la huida y el

destierro (542). La dama imperial es consciente de esto y no duda en comentárselo al viejo

Goshirakawa después de relatar todas sus desgracias y las de su clan: “Creo, Majestad, que todas

mis experiencias son propias de las Seis Sendas” (841). Pero el emperador monje no ve la

experiencia de las Seis Sendas meramente como una desgracia, sino como una bendición e incluso

un privilegio: le recuerda a su nuera que en el pasado hombres ilustres como Hsuan Tsung y el

monje Nichizo atravesaron también aquellos estados de ilusión y sufrimiento antes de alcanzar la

iluminación.

De esta manera, la experiencia vital de Kenreimon-in adquiere un carácter central para entender

la espiritualidad que destila todo Heike monogatari. Su vida es más que el triste y trivial recuento

de un mundo de privilegio perdido para siempre. Por el contrario, sirve como una síntesis de todas

las experiencias espirituales que se nos han presentado anteriormente, desde la gloria y el apego al

poder de Kiyomori, hasta el dolor por la pérdida de los seres amados de Koremori y el triste

destierro final de Yoshitsune. Kenreimon-in ha vivido todo aquello de primera mano, todos los

apegos y los sufrimientos propios de la condición humana, y esto le permite tener una visión

completa del destino de su clan y del suyo propio: le permite racionalizar la súbita pérdida de un

mundo que solo unos instantes antes parecía inconmovible y duradero.

19 Cabe recordar que Ni-dono, se lanza al mar junto con su nieto, el emperador Antoku.

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Así, a pesar de que se lamenta por todo lo sucedido, reconoce que la única alternativa frente a

la realidad del sufrimiento humano, que ha vivido y presenciado, es la búsqueda de una iluminación

que promete liberarla a ella y a los condenados miembros de su clan. No en vano, Kenreimon-in

se convierte en la última sobreviviente de su familia y en la última posibilidad que tienen los suyos

para alcanzar la salvación y entrar en el paraíso de la Tierra Pura20, como se resalta en el sueño que

tiene después de la batalla de Dan-no-Ura, cuando ve a su hijo, el emperador Antoku, rodeado por

todos los miembros de la desaparecida corte imperial y a su madre Ni-dono, que le dice que “Nunca

dejes de rezar fervorosamente por nosotros” (841). Sobre los hombros de Kenreimon-in descansa,

entonces, la salvación de todo su clan: por ello las privaciones que está dispuesta a soportar, por

ello su abandono del mundo, por ello su devoción y su continua oración de “¡Que el espíritu del

príncipe del sol y la estirpe de los Heike pueda renacer en el Paraíso de Amida!” (842).

La experiencia espiritual de desapego y de apartamiento del mundo por la que pasa la dama

imperial representa, entonces, una especie de redención final para el clan de los Heike. Si

Kenreimon-in descendió a las profundidades más terribles junto con los miembros de su familia,

arrastrada por un karma funesto, ahora se da el movimiento contrario: los miembros del clan se ven

arrastrados hacia la liberación por la figura de esta triste y devota mujer. La devoción de la antigua

emperatriz se convierte en la respuesta a la dramática y conmovedora historia que relata Heike

monogatari, la respuesta definitiva a la realidad del sufrimiento en la vida humana y a la

incapacidad de los hombres de transformar su destino. Como se ve con Koremori, con Shigemori

y con infinidad de personajes a lo largo de la obra, ante la desolación y la fatalidad, la única

alternativa que parece existir es abandonar aquellas cosas que causan dolor y trascender lo ilusorio

del mundo para alcanzar una ardua y esquiva libertad. Y Kenreimon-in se convierte en la máxima

expresión de esta verdad, pues, a pesar de los sufrimientos y de los constantes infortunios, a pesar

del dolor que le causa el recordar el rostro de hijo, perdido en Dan-no-Ura, logra algo que está más

allá de sus posibilidades: trascender todo aquello y alcanzar la libertad.

Así, la dama imperial se convierte en el adalid espiritual de su desaparecida familia y su

ejemplar renunciación se torna en un modelo de aceptación del propio destino, pero también en un

modelo de liberación de las ataduras del mundo. Convertida en un poderoso símbolo de la victoria

sobre las adversidades que plagan la vida humana, el éxito su misión se anuncia en el momento de

20 Según Ivan Morris: “El creyente renacería después en el Paraíso del Oeste [La Tierra Pura], donde, rodeado de comodidades y delicias, podría vivir de la manera necesaria para alcanzar el nirvana” (Morris 147)

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su muerte, cuando “…una nube púrpura ensombreció el cielo por el oeste y una fragancia inefable

perfumó la alcoba. Al mismo tiempo, desde el cielo se dejaron oír las notas de una maravillosa

melodía” (844). Y con esta liberación final se anuncia también la posibilidad de redención del clan

Heike: la redención de los hombres y mujeres que pueblan de principio a fin esta obra. Pero no

solo la de ellos, sino también la redención de aquel que recibe esta historia y ve su vida reflejada

en las existencias trágicas y pasajeras de la estirpe de los Taira21, el que ve el mundo que le rodea

y lo halla tan caótico y fatal como aquel en el que el sonido de la campana anuncia

premonitoriamente la caducidad de todas las cosas.

Un encuentro con el alma rusa

Aterrado por la cercanía de la muerte, un joven hombre comanda un batallón de reserva en medio

de una cruenta y desoladora batalla. Sin la posibilidad de moverse, sus hombres son lentamente

masacrados ante sus ojos, abatidos por una incesante lluvia de granadas enemigas. En el pesado

aire se siente el miedo de cada uno de los soldados, de cada uno de los oficiales: nadie sabe si

sobrevivirá a la jornada. Es entonces, en medio de tal tensión nerviosa, que un proyectil se precipita

sobre el joven comandante y la agitación de la batalla parece cesar, la vida parece detenerse.

Empujado al borde de la muerte, es llevado al pabellón de los heridos, donde oye un grito desolador:

junto a él, a un hombre le están amputando una pierna. Cree ver en el que sufre a un conocido, pero

no atina a identificar quién es, qué relación guardan entre sí. Solo es capaz de hundirse en remotos

recuerdos, en una infancia perdida para siempre, en la imagen de una mujer a la que amó, a la que

ama aún. Solo entonces es capaz de reconocer en el hombre que sufre a su lado a un antiguo y

odiado rival. Arrasado de lágrimas, no puede contener el inexplicable sentimiento que surge en su

corazón: un amor jubiloso e ilimitado hacia aquel hombre que enfrenta el horror de ver cercenada

su pierna, pero no solo hacia él, sino hacia todos los hombres. Mientras a lo lejos se desatan el

ruido y la furia de la batalla de Borodino, el desconsolado sufrimiento de Anatoly Kuraguin

despierta en el espíritu de Andrei Bolkonski una nueva y desconocida plenitud, un amor al prójimo

que nunca ha experimentado.

Este momento es el catalizador de la última gran experiencia espiritual del príncipe Andrei, es

el punto en el que descubre por primera vez la posibilidad de amar incondicionalmente al otro, sin

importar quien sea, sin importar si es un desconocido o un enemigo. Si el amor de Natasha Rostov

21 Nombre alternativo del clan Heike.

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Rivera 66

lo despierta a la posibilidad de vivir y ser feliz, la cercanía a la muerte y al sufrimiento durante la

batalla de Borodino le permite sentir como propio el dolor ajeno y experimentar una inusitada

cercanía con el resto del género humano. Presenciar el sufrimiento del hombre odiado le permite

al príncipe alcanzar un nivel de conexión con el otro que solo se ha visto en la espontaneidad de

Natasha y en la espiritualidad despreocupada de Platón Karatáiev. Andrei, por primera vez en la

novela, parece haber alcanzado de manera completa aquella cosa lejana que persiguiera desde la

visión del cielo en Austerlitz, esa ilimitada plenitud que alguna vez alcanzó a percibir sin entenderla

totalmente.

A diferencia del amor que le dirige a Natasha, el amor que experimenta en medio de la batalla

es otro, uno que no está ligado a las cualidades o a la fuerza espiritual de una sola persona. Así,

Andrei reconoce, recostado en un catre en la víspera de Borodino, que los sentimientos que le

dispensara a la joven condesa eran la expresión de un amor lejano a la realidad, reconoce que creyó

“…en un amor ideal” (Tolstoi, Guerra y paz, 927). Pero la infidelidad de la mujer que tanto llegó

a idealizar borra totalmente aquella imagen de perfección, le quita peso a “Aquella

muchacha…rebosante de una fuerza misteriosa” (927). La decepción por el enamoramiento entre

Anatoly Kuraguin y Natasha Rostov solo le deja a Andrei el recuerdo de un pasado feliz, nada más:

no es capaz de perdonar a su prometida y aun así su ira no es lo suficientemente poderosa para

dejar de amarla totalmente.

Y este desencanto se traduce en una especie de incertidumbre espiritual: Andrei pasa de creer

que tiene la respuesta a sus dudas existenciales, habiendo encontrado el amor de Natasha, a dudar

acerca de si todo lo maravilloso que vivió fue cierto. La desacralización de la figura de la condesa

Rostov tiene como resultado la desacralización de la experiencia espiritual que el príncipe ha vivido

gracias a ella. Andrei se encuentra abrumado por el terror en medio de Borodino, precisamente,

porque en lo profundo de su corazón le pesa haber perdido la espontánea felicidad de los días que

pasó junto a su amada; días en los que la fuerza y la sinceridad del espíritu de Natasha lo

deslumbraron totalmente, de manera similar a visión del cielo en Austerlitz. Por esto el príncipe se

lamenta, afirmando que “…precisamente aquella espiritualidad, aquella franqueza y gracia que

trascendía de su cuerpo, era lo que yo tanto amaba” (935). Es este el Andrei al que impacta una

granada en medio de la batalla: un hombre temeroso y desencantado. Un hombre que es consciente

de que está a punto de perder su vida y piensa que “Tal vez había algo en esta vida que nunca

comprendí y que no comprendo aún” (979). Y ese “algo” que no alcanza a percibir parece ser

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aquella presencia a la que ha sido sensible desde su visión del cielo en el campo de Austerlitz, esa

presencia que se manifiesta con tanta fuerza en la figura de Natasha Rostov (Y también en la de

Platón Karatáiev): una presencia que nunca ha logrado comprender totalmente.

De esta manera, cuando está en el pabellón de los heridos, sin poder identificar a Anatoly

Kuraguin, Andrei se deja hundir en el recuerdo de Natasha como si fuera un recuerdo de su infancia

y se repite en su cabeza nuevamente la escena de su primer baile en un palacio de Moscú. Es este,

de todos los recuerdos de su vida, el que cataliza una experiencia totalmente nueva en su corazón,

un amor al prójimo que le ha sido ajeno toda la vida. Este recuerdo es una manifestación de “…lo

mejor que había en su ser” (472), de esa parte que se niega a ser vencida por el horror de la muerte

y que se ve desatada por la experiencia del sufrimiento compartido. Por eso, al reconocer en la

figura del hombre que sufre junto a su lecho a su rival, “no pudo contenerse más, derramó dulces

lágrimas de amor al prójimo, a sí mismo; y lloró también sus errores…” (982). En este instante es

posible una misericordia como la que le predica su hermana, la princesa María, un entendimiento

como el que Natasha crea con su baile entre los campesinos de la granja de su tío y, tal vez, una

plenitud como la que emana de la figura de Platón, pues: “Cuando volvió en sí después de ser

herido, en su alma, momentáneamente desprendida de la vida, floreció el amor eterno, libérrimo,

que no procedía de este mundo” (1180). Se rompen las barreras de la individualidad y, más allá se

encuentra un prójimo al que Andrei nunca fue capaz de concebir: solo entonces puede experimentar

por fin aquella fuerza que se le antojara tan esquiva en Austerlitz y tan maravillosa cuando conoce

a la condesa Rostov. Así comprende que: “Por eso sentía abandonar la vida, eso es lo que

permanecería en mí si viviese. Pero ahora ya es tarde” (982).

Sin embargo, aunque Andrei siente que abandona el mundo y que no tendrá la oportunidad de

vivir lo que acaba de descubrir, sus temores no se materializan inmediatamente y sobrevive a

Borodino, aunque se mantiene terriblemente enfermo. Y en medio de su convalecencia reaparece

una figura que hará que sus sencillos y sinceros sentimientos a la vera de la muerte se vuelvan más

complicados: Natasha Rostov aparece entre él y su deseo de abandonarse a la sensación de plenitud

que acaba de descubrir. En este punto inicia una batalla que representa el clímax de todo el

recorrido espiritual de Andrei, el punto culminante de la incesante búsqueda que emprende para

encontrar aquella ilimitada experiencia de plenitud y libertad que percibe por primera vez en

Austerlitz. Y esta lucha final en el corazón de Andrei será la manifestación de todas sus luchas a

lo largo de la novela: sus luchas entre la libertad, por un lado, y la vanidad, la razón y el egoísmo

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por el otro. Una lucha que se asemeja sorprendentemente a la lucha por la que atraviesa Rusia al

mismo tiempo: una lucha para encontrar el espíritu ilimitado y fundamental que yace en lo más

profundo de la conciencia de la sociedad, un espíritu que con el tiempo ha adquirido el nombre de

“alma rusa” y que se ve amenazado por una influencia extranjera que es incapaz de asimilarlo o

siquiera de comprenderlo. Así como en Heike monogatari la figura de Kenreimon in manifiesta los

grandes problemas espirituales de la sociedad Heian, en Guerra y paz la incesante búsqueda

espiritual de Andrei parece reflejar una búsqueda análoga en la sociedad rusa empujada al borde

de la destrucción.

De esta manera, después de ser impactado por aquella granada, consciente de que no puede

evitar la muerte, Andrei acepta su destino y, desprendido de todos sus apegos terrenales, parece

alcanzar aquello que ha buscado desde el principio de la obra, “Aquella cosa horrible, eterna,

desconocida y lejana, cuya presencia había sentido durante toda su vida, se le acercaba ahora hasta

hacérsele casi comprensible y tangible” (1180). Su frustración inicial cede ante una plenitud y una

levedad que jamás ha experimentado y la perspectiva de la muerte ya no es tan terrible. Por el

contrario, en el corazón de Bolkonski empieza a crecer inadvertidamente una certidumbre fatal: si

quiere experimentar aquel amor sin trabas que lo posee mientras yace junto a Kuraguin, ya no

puede volver al mundo, a la vida terrena a la que está acostumbrado, pues “Amarlo a todo y a todos,

sacrificarse siempre por el amor, significaba no amar a nadie, no vivir la vida de este mundo”

(1180). El amor eterno que acaba de cautivarlo le exige abandonar la vida, abandonarse totalmente

a la cercanía helada y absoluta de la muerte. Tal es la paradoja del amor ilimitado: para amar a

todos los seres humanos es necesario no amar a ninguno en específico, para despertar a la plenitud

de la existencia es necesario abandonar la vida misma.

Y es este hombre, convencido de la necesidad de la muerte, el que se encuentra con Natasha

Rostov en una aldea a las afueras de una Moscú en llamas e invadida por los franceses: un hombre

que ha llegado a la conclusión de que la única manera de sentir plenamente aquello que ha buscado

toda su vida es abandonar un mundo en el que la perfección de espíritu parece imposible de sostener.

Pero la aparición de Natasha amenaza totalmente esta firme decisión: frente al amor ilimitado por

el género humano se encuentra el amor sencillo y puro de una mujer arrepentida por su pasada

traición. Y este amor empieza a surtir efecto en lo más profundo del corazón de Andrei, hasta el

punto en el que nuevamente ansía vivir: “…el amor a la mujer se fue infiltrando

imperceptiblemente en su corazón; y de nuevo comenzó a atraerle la vida. Empezaron a asaltarle

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pensamientos que le atormentaban y le llenaban de alegría” (1181). El rencuentro con la mujer que

ama le causa una terrible alegría, pero al mismo tiempo le arrebata la paz que ha alcanzado al

enfrentarse a la certeza de la muerte: ahora desea vivir, su salud empieza a mejorar, pero la muerte

le aterra de nuevo, le aterra perder a Natasha, le aterra pensar en el destino de Kuraguin.

Y es esta pérdida de paz la que trae al corazón de Andrei la lucha final y definitiva por su alma,

una lucha entre la vida y la muerte, entre la libertad que ha alcanzado y las terribles ataduras que

siente crecer sobre su espíritu. Sabiéndose incapaz de sentir otra vez aquel ilimitado amor que lo

invadiera ante el sufrimiento de Kuraguin, Bolkonski cree que solo la muerte puede traerle

nuevamente plenitud a su espíritu y piensa que:

El amor es la negación de la muerte; el amor es la vida. Todo lo que comprendo, lo entiendo

porque amo. Todo existe únicamente porque amo. Todo está ligado solo por el amor. El

amor es Dios; morir significa que yo, una partícula del amor, retorno al manantial común y

eterno. (1182)

De esta manera, la muerte, al principio tan terrible, se transforma en la mente de Andrei: si muere

para retornar a la fuente del amor pleno que ha experimentado, entonces no muere realmente;

separarse del mundo no parece ser realmente algo aterrador. La verdadera muerte para el príncipe

sería aferrarse a la vida terrena, aferrarse a Natasha y renunciar a la presencia ilimitada que ha

experimentado en Borodino. El amor y la libertad de espíritu solo pueden ser alcanzados al

renunciar al mundo y a los vínculos terrenales, al renunciar al amor sincero y sufrido de Natasha,

al amor que le impide amar a los demás seres humanos. Alcanzada esta convicción, falta un paso

más para que Andrei renuncie totalmente al mundo y a sus ilusiones, solo falta que, tras despertar

de un sueño intranquilo, en su mente se asiente la idea de que “La muerte es el despertar” (1183).

Y este ver a la muerte como el súbito despertar de un sueño, es el que le permite a su alma

convencerse de que debe morir, de que debe abandonar el mundo; en su alma ha ganado la muerte

como un fenómeno físico, pero solo para dar lugar a un despertar espiritual que comporta la

búsqueda de toda su vida, la búsqueda por la libertad de su alma: “Para el príncipe Andrei, con

aquel despertar del sueño comenzó el despertar de la vida” (1184). Así, en los últimos días de su

vida se orquesta este tranquilo y lento despertar en el que se abandona a la perspectiva de la muerte

y lentamente pierde el sentido de lo que lo rodea, hasta que finalmente deja de existir. Andrei

parece haber alcanzado la libertad que su corazón ha perseguido toda su vida.

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Esta culminación de la búsqueda vital de un hombre no es, sin embargo, un hecho totalmente

aislado, totalmente personal. La lucha de Andrei, como se mencionó más arriba es el eco de una

lucha más grande, de una lucha que arrastra huestes innumerables de hombres de un extremo al

otro del mundo. Como Andrei está en medio de una búsqueda trascendental por un principio

espiritual profundo, la Rusia en la que habita está enfrentada a la misma búsqueda y a la misma

lucha entre la vida y la muerte: con las tropas de Napoleón invadiendo la mitad del país y las fuerzas

doblegadas en el campo de batalla, el destino del país se juega en la profundidad del “espíritu ruso”.

Andrei Bolkonski encarna esta lucha fundamental y la expresa con su vida y con su muerte, con su

oscilación entre la razón, la vanidad, el egoísmo, por un lado, y la plenitud del espíritu ruso, por el

otro. Rusia, enfrentada a sí misma, debe tomar decisiones análogas a las del príncipe enfrentado a

su destino, pero eso se discutirá por extenso a continuación.

El espíritu de un individuo, el espíritu de una época

La razón para elegir a dos personajes tan entrañables como Kenreimon-in y Andrei Bolkonski como

materia para el último capítulo de este ensayo no se debe meramente a la intensidad o a la sinceridad

de sus experiencias vitales. Más allá de tal consideración, lo que manifiestan ambos casos, el de la

exemperatriz y el del príncipe ruso, es un entramado espiritual complejo a través del que se

entienden y se interpretan las sociedades en que habitan. Tanto Kenreimon como Andrei son

interesantes (incluso fundamentales) por el papel que juegan en la representación de la “gran

imagen” de las sociedades a las que pertenecen: en el triste final de la dama imperial se concentra

el final de todo su clan y el anuncio aciago del final que le espera a todos los hombres de la tierra;

en el final de Andrei se manifiesta una lucha que se mantiene viva a lo largo de Guerra y paz, la

lucha entre la profundidad del espíritu ruso y las influencias extranjeras que intentan racionalizarlo

sin éxito. Ambas figuras, a su manera, son una manifestación extrema y específica de las grandes

luchas que se libran en lo más hondo del espíritu de las sociedades: son la manifestación de

tendencias y de procesos que van más allá de la crudeza de los hechos que se relatan. Así, tanto

Andrei como Kenreimon-in brindan la oportunidad de entender el mundo desde un ámbito

espiritual que parece darle un sentido más amplio, más absoluto y más familiar.

De esta manera, ambas figuras son el resultado de un proceso de elaboración poética que permite

destilar la esencia de las sociedades en las que habitan: Andrei es un personaje enteramente

ficcional mientras que Kenreimon-in es una figura histórica fuertemente idealizada. Y esta

poetización o ficcionalización de ambas figuras es la que permite reflejar los grandes flujos y

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enfrentamientos sociales. Como afirma Lukács en La novela histórica: “Su misión consiste en

conciliar los extremos cuya lucha constituye justamente la novela, y por cuyo embate se da

expresión poética a una gran crisis de la sociedad” (Lukács, La novela histórica 36). Aunque Heike

monogatari no es una novela en un sentido estricto, la afirmación de Lukács es pertinente tanto

para la figura de Andrei como para la de Kenreimon-in, pues la función de ambos personajes es,

precisamente, traer a la luz los grandes movimientos que se dan en la sociedad y la herramienta

que ambas obras usan para esto es la poetización de los hechos que se relatan. Aunque cabe resaltar

que cada obra cumple con este cometido de maneras distintas.

Por un lado, Heike monogatari toma los hechos históricos de la Guerra Gempei y los transforma

a través de la poetización de las figuras históricas y de la omisión o adición de eventos reales o

fantásticos en la trama: tómese como ejemplo la omisión total en la obra de la falta que comete

Yoshitsune al desobedecer la orden de su hermano de no mezclase con la corte, omisión que

permite convertir al joven general en un personaje trágico que cae en desgracia ante la arbitrariedad

de su hermano mayor22. En este mismo sentido, historias como la de la alabarda de Kiyomori o la

del pez que salta en su barca sirven para justificar el ascenso de este ministro y de su familia como

parte de la voluntad de los cielos. Por medio de este manejo de los hechos, la obra toma personajes

reales y los transforma en entes moral y éticamente elaborados, seres que, más allá de corresponder

a individuos históricos exactos, corresponden en gran medida a ideas, a temas y a problemas por

los que la sociedad atraviesa en un momento dado. Así, ni el Shigemori histórico fue tan virtuoso,

ni el Kiyomori histórico tan vicioso como Heike monogatari indica: en la obra, ambas figuras son

el resultado de un proceso en el que adquieren caracteres fijos que sirven para propósitos

narrativos23. Así, el contraste entre padre e hijo sirve para manifestar la tensión que se da lo largo

de la obra entre la virtud y el pecado, entre la condenación y la salvación.

Por otro lado, en lugar de poetizar personajes reales, Guerra y paz introduce personajes ficticios

en la sociedad y los construye de tal manera que sean una manifestación del mundo en el que

habitan y se desenvuelven. Como afirma Balzac en su introducción a la Comedia Humana, son

personajes “…cuya existencia llega a ser más larga, más auténtica que las de las generaciones en

medio de las cuales se les hace nacer, no viven sino a condición de ser una imagen del presente”

22 En su libro Warriors of Japan, Paul Varley realiza un gran trabajo comparando las diferentes representaciones que

se tienen de Yoshitsune con los hechos históricos que rodearon su vida. 23 En Warriors of Japan Paul Varley resalta especialmente el progresivo carácter antagónico que va adquiriendo la

figura de Kiyomori en los relatos de guerra medievales (Varley 57).

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(Balzac LIV). La construcción de personajes tan entrañables como Pierre Bezújov, Andrei

Bolkonski, Natasha Rostov o Platón Karatáiev corresponden precisamente a esta voluntad de

brindar la “imagen completa” de una sociedad en conflicto, de una sociedad envuelta en una lucha

intestina que está en el corazón de los eventos que se narran. Los eventos históricos no se alteran

de manera fundamental, pero la trama de la obra ficcional se introduce en dichos eventos y permite

brindarles un sentido que no tenían de manera aislada, como parte del discurso histórico. Los

personajes ficticios apuntan a problemas reales del mundo y, como sucede en Heike monogatari,

este proceso de ficcionalización permite reflejar tensiones que no son manifiestas a simple vista:

así, por ejemplo, la búsqueda espiritual de Pierre y Andrei no es otra cosa que un reflejo de la

búsqueda espiritual por la que atraviesa Rusia, enfrentada a la invasión Napoleónica.

Así, cada obra lleva a cabo su propio proceso de abstracción del mundo por medio de la

elaboración ficcional, ya sea a partir del manejo poético de eventos o personajes históricos, como

sucede en Heike Monogatari o a través de la introducción de personajes enteramente ficticios en la

realidad histórica, como sucede en Guerra y paz. Alessandro Manzoni afirma en su ensayo On the

Historical Novel que cada estas estrategias de ficcionalización son identificables en la épica y en

la novela histórica (Manzoni 124): mientras la novela (como Guerra y paz) es el resultado de un

trabajo enteramente poético, cuya trama es totalmente inventada y que se basa en la verosimilitud;

la épica se aproxima a los hechos históricos e intenta transformarlos de manera poética (como

sucede con Heike monogatari). Más allá de considerar a Heike monogatari como una épica, asunto

a todas luces espinoso24, en este punto basta resaltar la similitud entre el proceso de poetización

que identifica Manzoni en la épica y el proceso de poetización que se lleva a cabo en el Heike.

Como sucede con la épica temprana, a la que alude Manzoni (89), Heike monogatari surge como

una obra histórica (o, más específicamente, una obra que es percibida como un relato histórico) y

así lo resalta David Bialock al aseverar que “…literary appreciation [of The Heike]… begins to

appear only from about the mid-Meiji period” (Bialock 154). El que la obra haya sido considerada

como histórica durante cerca de quinientos años 25 después de su fijación habla de cómo las

estrategias de poetización no se limitan a una finalidad narrativa. Por el contrario, la poetización

que se encuentra vivamente a lo largo de Heike monogatari tiene un propósito más abarcador:

24 No en vano David Bialock afirma en su ensayo “Nation and Epic: The Tale of Heike as Modern Classic” que “…in

view of its complexity and the diversity of its different variants, The Heike resists easy classification” (Bialock 178) 25 Intervalo aproximado entre la fijación del manuscrito kakuichibon (1371), versión más aceptada del Heike y la Era

Meiji (1868-1912)

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busca darle un sentido profundo y absoluto a los eventos históricos que se relatan, lo que se ve, por

ejemplo, en elementos como el sonido de la campana que abre y cierra la obra. Manzoni afirma

que el propósito de la épica “…is to portray a great and celebrated event, while broadly inventing

its causes, means, complication, manner and circumstances…” (Manzoni 83). Y, de manera similar,

en Heike monogatari los eventos históricos se reelaboran y reinterpretan para darles un sentido más

completo; un sentido universal que está íntimamente ligado al ámbito espiritual que rodea a la obra

de principio a fin: así, la intervención divina explica las victorias de Dan-no-Ura y Kurikara y el

principio budista del karma explica las desgracias que deben sufrir los Heike en el destierro. No

obstante, este proceso de re-significación de los eventos históricos no se da con un único suceso,

en lo que la obra difiere de la épica, sino con múltiples; aunque si fuera posible resaltar un evento

abarcador en Heike Monogatari, ese sería, indudablemente, el vertiginoso ascenso y la estrepitosa

caída del clan Heike.

Así, queda establecida la relación que tiene la ficcionalización en Heike monogatari y Guerra

paz con una realidad histórico-social compleja que ambas obras buscan retratar. Y, como se vio en

ambos casos, el corazón de la manifestación ficcional que estas obras proponen trasciende la mera

elaboración histórica. Sus estrategias de representación (sus idealizaciones, sus omisiones, sus

saltos temporales en la trama) contribuyen a representar un estrato más profundo que el de los

hechos crudos y simples: ambas obras buscan manifestar de manera palpable el espíritu casi

impalpable de cada sociedad, buscan racionalizar eventos que a todas luces se presentan imposibles

de procesar de manera aislada. En este propósito, ambas obras utilizan la exploración de la

espiritualidad como un mecanismo para aprehender y procesar el caos de la realidad que intentan

retratar: la conmoción de la guerra de 1812 en Guerra y paz o la agitación social de las Guerras

Gempei y la caída de los Heike en Heike monogatari. Y es a través de esta exploración espiritual

que ambas obras logran atisbar un sentido ulterior en los eventos que de otra manera aparecerían

como el producto de un mundo caótico y sin sentido.

Así, la re-significación poética del evento histórico va más allá de la mera exactitud, pues su

finalidad no es presentar los eventos de una manera racional, sino brindar un entendimiento de

dichos eventos que permita identificar una unidad en un universo que parece aproximarse a la

destrucción a cada paso. La guerra entre los Heike y los Genji, el incendio de templos centenarios,

de escrituras invaluables, la pérdida del poder de la corte imperial, la llegada de los guerreros al

poder y la caída súbita del clan Heike son elementos que adquieren un sentido cuando se relacionan

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entre sí bajo el paraguas abarcador de la doctrina budista. La espiritualidad budista es la que permite

la comprensión del mundo, la que permite procesar la rápida sucesión de eventos devastadores que

relata Heike monogatari. Como afirma Michael Kelsey: “… [This] world view does not derive

from a poetic sensitivity, but rather comes from a concrete religious interpretation…” (Kelsey 112).

El sufrimiento del samsara, la perversidad de las obras humanas y el castigo como consecuencia

del karma son los elementos que permiten explicar un mundo que parece carecer de orden, pues

una serie de acontecimientos adversos llegan con una rapidez inusitada, desde el ascenso de los

Heike hasta la toma del poder por parte de la clase militar. Así, como lo asevera Kelsey: “[The]

poetic vision of Heike monogatari grows from a concrete attempt to explain the fall of the Heishi

in terms of conventional morality” (Kelsey 112). Y, ante problemas que se entienden a la luz de la

religión, las experiencias espirituales se convierten en la solución más natural a las crisis personales,

familiares y sociales que se suceden lo largo de la obra.

De manera similar, en Guerra y paz, sucesos como la invasión napoleónica y la amenaza de

destrucción contra Rusia no se entienden a un nivel meramente militar o político. Por el contrario,

los sucesos caóticos que presenta la obra se ven desde un nivel más fundamental, desde la lente del

enfrentamiento vital entre Rusia y las fuerzas foráneas que amenazan su existencia. No en vano la

lucha entre la vida y la muerte de Andrei Bolkonski, que se abordó en la sección anterior, llega a

identificarse con la lucha que enfrenta Rusia, invadida por los franceses: “La alternativa de vida o

muerte que pendía no solo sobre Bolkonski, sino sobre toda Rusia, descartaba por entonces

cualquier otro pensamiento” (Tolstoy 1110). La lucha que se desata no es solamente militar o

política, sino que es la manifestación de un enfrentamiento más profundo que se libra en el corazón

del “alma rusa”, la lucha entre la influencia del racionalismo foráneo (de origen francés) y la

espiritualidad propia del pueblo ruso. Como lo afirma Orlando Figues, la guerra de 1812: “Se

trataba de una guerra de liberación nacional del imperio intelectual de los franceses, un momento

en que nobles como los Rostov y los Bolkonski combatieron para sacarse de encima las

convenciones foráneas de su sociedad” (Figues 149).

Por esta razón, en Guerra y paz hay un contraste permanente entre expresiones de un profundo

espíritu ruso, como Natasha, Kutuzov y Platón, y expresiones contrarias, que reflejan una fría

racionalidad extranjera, como Napoleón, Speranski y la mayoría de los generales en el ejército ruso.

Y en el medio, hundidos en una constante y desesperada búsqueda espiritual que oscila entre el

racionalismo extranjero y le espíritu ruso, están Pierre Bezújov y Andrei Bolkonski, como reflejo

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de “Aquella búsqueda tan ‘rusa’ de una ‘vida verdadera’… [En cuyo]…núcleo había una visión

religiosa del ‘alma rusa’ que alentó a los profetas nacionales a rendir culto al altar del campesinado”

(Figues 147). La crisis de la sociedad se construye, entonces, como una crisis espiritual, que se

libra tanto en los corazones de los rusos como en los campos de batalla, y esta perspectiva permite

resignificar la lucha como un reencuentro de Rusia consigo misma, de la aristocracia afrancesada

con el campo ruso (como sucede con el baile de Natasha en casa de su tío)26.

Así, habiendo considerado la exploración espiritual como la principal herramienta para

interpretar los grandes problemas de la sociedad en Guerra y paz y Heike monogatari, solo resta

retornar a las dos figuras emblemáticas con las que se abre este capítulo: Kenreimon-in y Andrei

Bolkonski. Ambos son personas cuyas experiencias de extrema renunciación reflejan la imagen de

sus sociedades de una manera plena, con una circularidad que da un sentido absoluto a los eventos

que se relatan. Por un lado, la exemperatriz, a través de las experiencias de su vida y de su retiro

final del mundo, encarna los problemas centrales que aborda Heike monogatari de principio a fin,

desde la fugacidad del poder y la gloria, hasta el sufrimiento de los seres humanos atados a una

realidad ilusoria y la posibilidad de redención que existe para aquellos que son capaces de

abandonar sus pasiones. Por otro lado, está el príncipe Andrei Bolkonski, cuya constante lucha

interna entre la razón y una espiritualidad que no entiende es el reflejo de un enfrentamiento

análogo que se libra en las entrañas de la sociedad rusa en la que vive. Ambos personajes, tanto el

príncipe como la dama imperial, poseen experiencias verdaderamente abarcadoras, experiencias

que, aunque no brindan una solución a los problemas internos de la sociedad, manifiestan estos

problemas perfectamente, pues, “Concebidos en las entrañas de su siglo, todo el corazón humano

se agita bajo su envoltura, en la cual se oculta con frecuencia toda una filosofía” (Balzac LIV).

Cada personaje representa una idiosincrasia entera y constituye el reflejo de una manera específica

de concebir el mundo e interpretar la realidad, en cada uno está latente y vivo aquello que Hegel

denomina zeitgeist, el espíritu de una época.

Así, el caso extremo de ascenso y caída de los Heike, sintetizado en la experiencia personal de

Kenreimon-in27, se convierte en un paradigma para una sociedad que, según la visión de la época,

poseía un destino aciago, manifestado en el concepto de mappo, una edad de declive y

degeneración dentro de la concepción budista, como lo señala Ivan Morris:

26 Ver capítulo 1: El baile de Natasha 27 Ver la primera sección de este capítulo: El tañido de una campana

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El budismo japonés no solo consideraba la condición humana en general como algo triste y fugaz,

sino que insistía en que era particularmente desafortunado haber nacido en la época actual… las

enseñanzas de Buda finalmente habrán perdido su poder y la humanidad entrará en una era de

decadencia. (Morris 162)

Hay en el sufrimiento de Kenreimon-in y en el sufrimiento de los Heike un eco de estos tiempos

caóticos que vive la sociedad: la caída de los Heike corresponde a la realidad del karma y del

sufrimiento que experimentan los seres atrapados en el samsara, pero la idea de mappo, de los

Últimos Días de la Ley Budista, parece agravar esta realidad de por sí desoladora. La proliferación

de hambrunas, las constantes guerras y la pérdida del antiguo orden social se ven como el resultado

de una época en la que las cosas solo pueden empeorar: “…in the medieval age mujo

[impermanence] was felt with particular intensity because of the widespread strife and suffering of

the age” (Varley 85). El ascenso de la clase militar y la pérdida del poder la corte son signos que

se interpretan a la luz de esta idea de decadencia generalizada y el clan de los Heike encarna

perfectamente este movimiento: en la primera parte de la obra son unos arribistas que traen

inestabilidad al mundo y que destruyen las antiguas instituciones sobre las que se construye la

sociedad, pero en la última parte de Heike monogatari este papel se transforma y los personajes del

condenado clan se identifican cada vez más con una sociedad cortesana que se ve desplazada por

la violencia de los guerreros del este, liderados por los Genji.

La representación del clan Heike en la obra es ambivalente y se transforma a lo largo de la

narración, pero su función no se altera: de principio a fin, la historia de este clan refleja los grandes

movimientos y conflictos que se desatan en la sociedad, la tensión entre una corte cada vez menos

poderosa y una clase guerrera que sale de las provincias para situarse en el centro de la escena

política. Y todas estas tensiones están vivas especialmente en la figura de Kenreimon-in, hija de

un jefe militar y madre y esposa de emperadores. Como se vio anteriormente, este personaje vive

de primera mano toda la convulsión de su tiempo y experimenta todos los estados de la experiencia

humana, las Seis Sendas del samsara: es esto lo que le permite brindar una imagen de la sociedad

en la que habita y lo que convierte su experiencia espiritual final en una alternativa a los grandes

problemas de la sociedad, ante la imposibilidad de vivir en un mundo sumergido en un caos

desatado. La experiencia devota se convierte, en periodos de crisis, en un refugio para las almas

atormentadas de los hombres, en la única posibilidad de salvarse de un mundo cuya ley es el

sufrimiento y la impermanencia (mujo). La dama imperial se convierte en la salvadora de su clan

y, a través de su ejemplo, se transforma en una guía para los hombres que viven en una sociedad

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que se percibe como fracturada y al borde de la destrucción: el ascenso de los guerreros y la caída

de los cortesanos no puede revertirse, pero, ante un mundo sumido en el desorden, la devoción se

convierte en una herramienta para darle un sentido a lo que sucede, para transformar las disputas

militares y políticas en principios religiosos trascendentes y cercanos a la experiencia personal. En

suma, la salvación personal solo es alcanzable cuando el sufrimiento y el caos del mundo se

perciben desde una perspectiva espiritual.

De igual manera, la búsqueda espiritual de Andrei Bolkonski encarna vivamente el movimiento

de una sociedad. Sus grandes dudas existenciales dejan de ser un asunto personal y se transforman

en la expresión extrema de un enfrentamiento entre la razón y la espiritualidad que es el corazón

de la pugna en la que está inmerso el mundo de Guerra y paz. Si bien Pierre también atraviesa por

una experiencia similar, es en Andrei en donde la lucha entre el espíritu (asociado al campo y a la

cultura rusa) y la razón (que está fuertemente identificada con la influencia extranjera) se lleva

hasta sus últimas consecuencias, hasta el punto en el que ya no es posible alcanzar un balance entre

ambas fuerzas y la única alternativa para el personaje parece ser abandonar el mundo. Y es este

enfrentamiento absoluto en el interior del príncipe el que manifiesta claramente la pugna que yace

en el corazón de la sociedad. Una pugna que está presente en todas partes, desde el ámbito cotidiano

hasta el ámbito militar y político. La lucha entre el ejército ruso y las fuerzas napoleónicas, las

contiendas entre los generales extranjeros y Kutúzov, la incapacidad de los nobles rusos de dejar

de hablar francés cada tres palabras; todas estas cosas son expresiones de los problemas

fundamentales en torno a los que gira la novela. Y dichas expresiones logran sintetizarse, alcanzar

un sentido concreto, totalizante, en la búsqueda espiritual constante de Andrei: es como si, de

manera simbólica, Speranski, Napoleón, Platón, Natasha, Kutuzov, y la infinidad de personajes

que pueblan Guerra y paz, se enfrentaran en el campo de batalla del corazón del príncipe. Y es por

eso por lo que la vida de Andrei, a la vez dramática y significativa, es la máxima expresión de la

búsqueda espiritual de la sociedad en la que vive y por lo que su experiencia espiritual final, aunque

no brinda una solución a los problemas de la sociedad, se convierte en una alternativa de escape

ante la oposición insalvable entre la espiritualidad plena y profunda del corazón ruso y una razón

foránea desde la que es imposible entender dicha espiritualidad. Un personaje ficticio y su

búsqueda espiritual permiten captar de manera abarcadora una realidad histórica compleja, ardua

de aprehender.

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