Forment, Curso teología de la gracia

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I.- El oficio del sabio Eudaldo Forment A finales del siglo IX, durante el pontificado de León XIII, que ha sido llamado el papa de Santo Tomás y del Rosario, un obispo italiano, comentando la celebre encíclica del papa Aeterni Patris, dedicado a la filosofía del Aquinate, escribió que este santo dominico del siglo XIII, expresando el sentir del mundo católico era «el más santo de los santos y el más sabio de los sabios»[1] . Para comprender en profundidad lo que es la llamada sabiduría cristina es útil acudir a la doctrina tomista de la sabiduría. Exposición de la verdad y refutación de la falsedad Cuando se pregunta por una persona, que no se conoce, la respuesta acostumbra a ser la de su profesión: es un ingeniero, un médico, un carpintero, un labrador, un estudiante, etc. Se nos conoce por nuestro oficio, por la actividad que ocupa la mayor parte de

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I.- El oficio del sabioEudaldo Forment

A finales del siglo IX, durante el pontificado de León XIII, que ha sido llamado el papa de Santo Tomás y del Rosario, un obispo italiano, comentando la celebre encíclica del papa Aeterni Patris, dedicado a la filosofía del Aquinate,

escribió que este santo dominico del siglo XIII, expresando el sentir del mundo católico era «el más santo de los santos y el más sabio de los sabios»[1]. Para comprender en profundidad lo que es la llamada sabiduría cristina es útil acudir a la doctrina tomista de la sabiduría.

Exposición de la verdad y refutación de la falsedad

Cuando se pregunta por una persona, que no se conoce, la respuesta acostumbra a ser la de su profesión: es un ingeniero, un médico, un carpintero, un labrador, un estudiante, etc. Se nos conoce por nuestro oficio, por la actividad que ocupa la mayor parte de nuestro tiempo y que afecta a nuestro bien, al de la familia, al de la sociedad y a nuestro fin trascendente. Nuestra definición genérica social es nuestra profesión u oficio.Si preguntamos en esta perspectiva quién era Santo Tomás de Aquino la respuesta la dio él mismo. En su obra Suma contra los gentiles, en la que expone su síntesis filosófica, declara, en una de las pocas veces que habla de sí, que está realizando «el oficio de sabio»[2].En muchas de las pinturas dedicadas al Aquinate, aparece con un libro abierto en el que están escritas las palabras de

la Sagrada Escritura: «Mi boca medita en la verdad y mis labios aborrecerán lo impío»[3]. El mismo Santo Tomás las utiliza como lema al inicio de la Suma contra los gentiles.Estas palabras, que aparecen en su iconografía y en esta obra, expresan muy bien lo que sintió el Aquinate con su «oficio de sabio»: el de buscar la sabiduría y, por tanto, la unidad o síntesis de la realidad, la verdad, el bien y la belleza, que van unidas.

De manera más concreta, el oficio de sabio,explica Santo Tomás, es doble, Las dos misiones de este oficio están indicadas en la cita bíblica: exponer la verdad divina, verdad por antonomasia, e impugnar el error contrario a la verdad[4].Al sabio le interesa toda verdad pero sobre todo la primera verdad. Por lo mismo, le compete refutar la falsedad, que es lo contrario de la verdad. Es además necesario que lo haga; como sucede con la medicina, que sana, pero también combate la enfermedad.La función de rebatir errores está indicada en el texto citado como lema de la obra, porque en el término impiedad está implicada la falsedad. La falsedad no sólo se opone a verdad, sino también a la religiosidad, ya que ésta supone la verdad.

La función de ordenar

Además, el Aquinate precisa el primer oficio del sabio, presentar la verdad, con palabras Aristóteles, que indicaban la función de la sabiduría, o mejor el amor a la sabiduría –tal como significa el término filosofía–: «es propio del sabio ordenar»[5].Enseñaba Aristóteles que es lo mismo sabiduría y filosofía, en cuanto que la filosofía es el grado sumo de sabiduría posible para el hombre, con su razón. Más exactamente, debe decirse que lo supremo del saber humano es, por

ello, el amor a la sabiduría, el buscar o querer toda la sabiduría.Con la sabiduría o filosofía se puede ordenar y esta función es la propia o característica del sabio. Ordenar,en primer lugar, significa, como también explica Aristóteles, «gobernar» o mandar[6]. El filósofo o sabio es capaz de ordenar o mandar, porque puede encaminar o dirigir hacia el fin, y también poner, por ello, las cosas en orden.El segundo significado y principal de ordenar, por tanto, es encaminar hacia el fin o causa final. La sabiduría conoce y expresa, por tanto, la causa final de las cosas, su bien último ––porque todas ellas tienden a su bien o perfección––, que es así un principio también de todos los seres. Podría decirse que busca el sentido último de toda la realidad. Por ello, dice Aristóteles es propio del sabio considerar «las causas más altas»[7].El tercer significado de «ordenar», como consecuencia de conocer su finalidad o sentido, es el de conocer y aplicar el orden de la realidad. El sabio considera el orden de la naturaleza, el orden lógico, el orden moral y el orden artificial de las construcciones útiles o bellas[8].El sabio y más concretamente cada hombre esta llamado a descubrir el orden del mundo y también a ordenar su mundo. Con su inteligencia accede a la realidad, a su orden ––a su disposición inteligente y a sus causas–– y a dirigir sus actividades, de manera complementaria.Con palabras de un tomista actual: «El mundo creado por Dios se le ha dado al hombre como libro escrito con un orden admirable. Los cielos y la tierra están ordenados con sabiduría. En la obra de Dios nada hay en vano. Todo tiene su razón de ser y su puesto».El sabio tiene que leer este libro, desvelando sus secretos, por encima de las apariencias y buscando sus principios o fundamentos. «Además de ese orden desvelado en las cosas, el hombre está llamado a crear un orden en sus actos y objetos, en la misma inteligencia y en las demás potencias del hombre. Así ordenando sus conceptos hace

un discurso lógico, ordenando su voluntad hacia el fin debido su vida, ordenando la actividad técnica y artística da origen a la cultura, a las artes, al mundo que brota del trabajo humano».La misma experiencia de la vida enseña, por una parte, que: «El hombre sabio ordena, el necio destruye, da origen al caos». Por otra que: «Es fácil destruir, es lento y costoso el construir el orden en la propia vida, en la familia, en la ciudad en el mundo»[9].Muchos tomistas han caracterizado o definido a Santo por el orden, como «genio del orden», o mejor «maestro del orden», porque «este aspecto del orden es primordial en el sistema de Santo Tomás»[10].Puede, por ello, decirse, como indica Lobato, que es «modelo del orden». En su oficio de sabio: «Tomás ha sido un modelo de orden, de pensador ordenado. Sus obras tienen siempre una profunda unidad, una trabazón que desciende de los principios a las cosas, y asciende de la experiencia del fenómeno a las categorías. Por ello, su obra es coherente, y tiene una esplendida belleza».El dominico español llega a decir que: «Ningún pensador supera a Tomás de Aquino en este afán inteligente por poner orden en los conceptos, en las palabras y en las cosas»[11]

La función de juzgar

Una segunda función del oficio de sabio, también enseñada por Aristóteles, es la de juzgar. Afirma Santo Tomás, en la Suma teológica, que: «al sabio pertenece juzgar»[12].Partiendo de la primera función de ordenar se descubre esta segunda, también propia del sujeto inteligente o cabal. Al referir los sentidos del término orden, en la Suma contra los gentiles, explica el Aquinate que el origen de la causa final, fin último o bien supremo, de cada uno de los entes, ––porque todos ellos tienden a su bien o perfección–– es el

que les ha dado su primera causa eficiente o creadora, Dios.Esos fines han sido, por tanto, queridos por el Primer Hacedor, que han sido así fin para Ël. Por intentar y dar finalidad o sentido a todo lo creado, puede decirse que Dios es inteligente. «El último fin del universo es, pues, el bien del entendimiento, que es la verdad»[13]. La causa primera y final es el entendimiento. La verdad, fin de todo entendimiento, es el último fin del universo.Puede también concluirse con Santo Tomás que: «Es razonable, en consecuencia, que la verdad sea el último fin del universo y que la sabiduría tenga como deber principal su estudio»[14].La verdad se alcanza y expresa en el acto intelectual del juicio. Supone la llamada simple aprehensión o conocimiento de lo que las cosas son, pero no es esta aproximación a la realidad, sino la adecuación a ella. En el acto de juzgar, de afirmar oi negar, se coincide o no con la realidad y se posee así la verdad o la falsedad.Es cierto, como también nota Abelardo Lobato que: «Tampoco es fácil esta operación humana. Hay muchos juicios equivocados. Los hombres se disculpan con el proverbio “Errar es cosa humana”, pero siempre es un defecto, un fallo. El hombre ha nacido para la verdad, la busca, la ama, la necesita. Por ello, es necesario que juzgue con acierto, porque la verdad lo perfecciona, y el error y la falsedad lo deteriora».Esta función es tan importante que Santo Tomás afirma que: «el sabio ama y honra al entendimiento, que es sumamente amado por Dios entre todo lo humano»[15]. Dios, por consiguiente, ama muchísimo al sabio, y «el que es sumamente amado por Dios, que es la fuente de todos los bienes, es muy feliz»[16]. El sabio es sumamente feliz.Sobre esta segunda función, que explica la felicidad que supone la sabiduría, nota Lobato que: «También Tomás de Aquino es modelo del sabio que juzga con acierto. Sus obras tienen la transparencia del cielo azul, la claridad del

mediodía, porque encierra en fórmulas sencillas la verdad y la comunica a sus lectores»[17].Puede así concluirse con este sabio dominico tomista que: «Un ideal de vida puede ser ordenar y juzgar como Tomás, y para ello es preciso ir a su escuela y aprender de él para imitarlo en estas dos sencillas, constantes y perfectivas operaciones. Una gran tarea tomista siempre fecunda»[18].Eudaldo Forment

Notas[1] S. RAMÍREZ, Introducción a Tomás de Aquino, Madrid, BAC, 1975, p. 213. Podría también decirse que, por lo mismo, es «el más santo de los sabios y el más sabio de los santos», como también se ha dicho en nuestros días.[2] SANTO TOMAS, Suma contra gentiles, I, c. 2.[3] Prov 8, 7.[4] Cf. SANTO TOMAS, Suma contra gentiles, I, c. 1.[5] Aristóteles, Metafísica., I, 2, 3 982a 18.[6] IDEM, Tópicos. II, 1, 5, 109a 27-29.[7] IDEM, Metafísica., I, 981a 18bc.[8] SANTO TOMÁS, Comentario a la ética de Nicómaco de Aristóteles, I, 1.[9] Abelardo Lobato, Abelardo, haz memoria. Las obras y los días, Valencia, Edicep, 2011, p. 231.[10] Jesús García López, Tomás de Aquino, maestro del orden, Madrid, Cincel, 1985, p. 27.[11] Abelardo Lobato, Abelardo, haz memoria. Las obras y los días, op. cit., , p. 231.[12] Santo Tomás, Suma Teológica, I, q. 1, a. 6, ad 3.[13] SANTO TOMÁS, Suma contra gentiles, I, c. 1.[14] Ibíd.[15] IDEM, Comentario a la ética de Nicómaco de Aristóteles, X, 13.[16] Ibíd.[17] Abelardo Lobato, Abelardo, haz memoria. Las obras y los días, op. cit., p. 232.

[18] Ibíd. En los próximos escritos se procurará ofrecer con «transparencia» y «claridad» lo más esencial del orden de la realidad y de los juicios sobre ella, que ofrece Santo Tomás de Aquino.

II. las siete sabiduríasEudaldo Forment

Definición analógica

Si Santo Tomás afirma que las funciones del sabio son ordenar y juzgar, que puede realizarlas porque conoce con mayor o menor hondura las causas [1], podría definirse. la sabiduría como un conocimiento cierto por causas.El rasgo esencial de la sabiduría es que se ocupa de las causas, pero puedo hacerlo en diferentes grados de profundidad. La sabiduría es múltiple, pero su diversidad está unificada, en cuanto que cada una de ellas expresa proporcional o gradualmente la esencia común de sabiduría. No hay variedad por diferencias específicas, que cuando se adicionan diversifican la misma esencia genérica, sino por la diferente graduación de unos únicos y permanentes constitutivos.La sabiduría, por implicar grados de perfección en el conocimiento de las causas, es analógica. Las causas son así consideradas en diferentes ámbitos, como en el de la naturaleza, en sus muchos ordenes o en el del obrar humano, o bien, de una manera absoluta, como causas primeras universales.

Escala de la sabiduría

También de la explicación del Aquinate, en la Suma teológica, sobre las funciones del sabio[2], se sigue que la sabiduría tiene siete sentidos principales escalonados[3]. Los tres primeros son naturales, porque se dan en el ámbito natural de la mera razón humana. Las cuatro siguientes son sobrenaturales, porque todo o parte de su contenido trasciende cualquier naturaleza creada.Las tres sabidurías naturales, en orden de menor a mayor perfección, son la del saber corriente o común; la de los saberes científicos, propios de las ciencias empírico experimentales, que se expresan en lenguaje matemático, y que se conocen por antonomasia, como «ciencia»; y la del saber filosófico.▪ La sabiduría corriente u ordinaria es un conocimiento

racional por causas, pero confuso y sólo por las causas más superficiales e inmediatas.

▪ La sabiduría de las ciencias, en cambio, es un conocimiento sin confusión o con distinción por las causas próximas, y además no ofrece sus contenidos sólo como una simple constatación, sino mostrando su conexión necesaria.

▪ La sabiduría filosófica, que al igual que la «ciencia», en su sentido restringido actual, limitado a las ciencias empírico-experimentales y matemáticas, es conocimiento necesario, por causas, sin confusión o con distinción, y que explica que las cosas son así y que no pueden ser de otra manera, pero, en la ciencia filosófica, se hace por las causas últimas.

Las cuatro siguientes sabidurías, pero ya de ámbito sobrenatural, son la sabiduría teológica, la sabiduría mística o contemplativa, la sabiduría de la visión beatífica o la de los bienaventurados, y la sabiduría de Dios.▪ La sabiduría teológica, un conocimiento de los datos

revelados con la razón humana para obtener conclusiones implícitas en ellos. La teología es así

entitativamente natural, pero radicalmente sobrenatural, por su punto de partida en la fe revelada.

▪ La sabiduría mística, que conoce por connaturalidad con lo divino, y que la proporciona los dones del Espíritu Santo. La sabiduría mística, que juzga por las más altas causas, es la «ciencia de los santos».

▪ La sabiduría de la visión beatífica, que requiere el hábito sobrenatural de la «lumen gloriae», que hace capaz de la unión con de Dios, de la que gozan los bienaventurados en el cielo,

▪ La sabiduría divina, que es increada. Esta «ciencia» infinita de Dios alcanza el sumo grado de perfección.

La ciencia, la nesciencia y la ignorancia

Las dos sabidurías naturales, la científica y la filosófica, y también el primer grado de las sobrenaturales, la teológica, en lo que tiene de racionalidad humana, por la distinción de su conocimiento y su carácter apodíctico, o el mostrar que algo es así y no puede ser de otra manera, pueden denominarse ciencias.Todo conocimiento científico en general es un saber que implica pensamiento, un conocimiento racional. Todo pensamiento o juicio supone a su vez una indagación sobre su contenido objetivo y un asentimiento, o certeza, el aspecto subjetivo de todo juicio, que consiste en la adhesión individual a su verdad.Teniendo en cuenta estos dos elementos, la indagación y la certeza, pueden darse varias clases de pensamiento. «De los actos que pertenecen al entendimiento, algunos incluyen firme asentimiento sin indagación o pensamiento, como cuando se consideran las cosas que se conocen o entienden, pues esta indagación está ya hecha. Otros actos del entendimiento tienen pensamiento, aunque sin terminar, y, por tanto, sin asentimiento firme, sea que no se incline a ninguna de las partes, como es el caso de quien

duda, sea que se inclinen a una parte más que a otra inducidos por ligeros indicios, y es el caso de quien sospecha, sea porque se inclinan a una parte, pero con el temor de que la contraria sea verdadera, y estamos con ello en la opinión»[4].La ciencia es un conocimiento completo o perfecto, porque en su adquisición la actividad de pensar o indagación es perfecta, e igualmente la certeza que le sigue. En la ciencia ya adquirida, se conserva la perfección del conocimiento intelectual, pero ya no hay indagación, porque ya se ha realizado, pero si la certeza, que continua siendo perfecta.En, la ignorancia, lo contrario del saber científico, no hay ni indagación ni certeza. Es la ausencia de saber. Santo Tomás distingue, en otro pasaje de la Suma teológica, entre la nesciencia, falta de saber o desconocimiento, y la ignorancia, la falta de un saber, que debería tenerse, o una privación de una verdad debida.En la primera, la nesciencia, el desconocimiento, es una limitación, en la segunda, la ignorancia es un mal, ya que: «La ignorancia difiere de la nesciencia, porque esta última es simple negación de ciencia; y, en este sentido, de cualquiera que no posee una ciencia se puede decir que la desconoce». Desconocimiento que puede ser común a toda la naturaleza humana o a algunos individuos de tal naturaleza.La ignorancia se da sólo en las naturalezas humanas individuales. «La ignorancia es privación de la ciencia para cuya consecución somos aptos por naturaleza».Debe distinguirse en la ignorancia personal la que es un mal de la que es una limitación individual. «De esas cosas que están al alcance de la naturaleza, algunas estamos obligados a conocer necesariamente, como las que se requieren para el acto debido (…) todos (…) los preceptos universales del derecho y cada uno, las cosas tocantes a su oficio. En cambio, hay otras cosas que, aunque uno pueda conocerlas, no es obligatorio saberlas, por ejemplo, los teoremas de la geometría y los casos particulares, a no

ser en circunstancias especiales»[5].

La duda y la sospecha

Entre el conocimiento perfecto o acabado de la ciencia y su ausencia en la ignorancia, se da una escala de conocimientos imperfectos en distinto grado. Cuando la indagación es imperfecta, porque no se ha podido realizar correctamente por el motivo que sea, y, por tanto, también la certeza consiguiente es imperfecta, pueden darse tres tipos de saberes: la duda, la sospecha y la opinión.La duda es un saber imperfecto. En el saber de la duda, la indagación no se ha concluido, porque, ante varias posibilidades de lo que sea la verdad, no se tiene preferencia por ninguna de ellas. La duda, por tanto, supone una certeza imperfecta. En realidad, en la duda no hay propiamente certeza, porque se suspende la afirmación y la negación. No se encuentra una razón para enjuiciar, lo que se llama «duda negativa», o se ven iguales las razones para afirmar o negar, que se denomina entonces «duda positiva».No debe confundirse el dudar con el preguntar. Es distinto el acto de hacerse preguntas que el de dudar. Cuando se plantea una pregunta, hay algo que se ignora, pero también algo que se sabe sobre el contenido que se interroga. En la pregunta ya existe una indagación y certeza, pero que pueden completarse con mayores contenidos.La pregunta supone un conocimiento que no ha concluido. En cambio, en la duda, no se posee ninguna certeza sobre lo cuestionado, porque ante la falta de éxito de la indagación, la certeza ha quedado totalmente suspendida.La sospecha o conjetura es igualmente un conocimiento imperfecto. Tampoco la indagación ha terminado. Sin embargo, a diferencia, de la duda, hay una de las alternativas de la indagación, que se considera que tiene mayor posibilidad, porque hay señales que inducen a ello.

Tales indicios generalmente son subjetivos, de tipo tendencial o pasional. A diferencia de la duda hay certeza, aunque es muy imperfecta.

La opiniónPor último, la opinión es un saber imperfecto, pero en menor grado que la duda y la sospecha. Es parecida a esta última, en cuanto a la indagación y certeza imperfectas. Sin embargo, hay una preferencia por alguna de las posibilidades, porque existen indicios externos u objetivos, pero que solamente implican probabilidad de verdad. Por consiguiente, a su certeza imperfecta, a la opinión le acompaña el temor que alguna de las otras posibilidades contrarias sea verdadera.Del juicio, que es una opinión, debe seguirse siempre el respeto a las opiniones distintas a la propia. Notaba Jaime Balmes que «Cuando decimos que toleramos una opinión hablamos siempre de opinión contraria a la nuestra. En ese caso la opinión ajena es en nuestro juicio un error»[6]. Se tolera o condesciende algo considerado erróneo, y, por tanto, un mal, porque la tolerancia es «el sufrimiento de una cosa que se conceptúa mal, pero que se cree conveniente dejarla sin castigo»[7]. En este caso, el juicio, y la actitud tolerante, no se hace desde una opinión, sino desde un saber propio, que se tiene como cierto, y, por tanto, verdadero, y los opuestos como erróneos y males. El error o mal no se respeta, únicamente se puede tolerar.Cuando el juicio propio es también una opinión, entonces no se toleran las otras, sino que se respetan. «Bajo este concepto podemos muy bien decir que respetamos la opinión ajena, con lo que expresamos la convicción de que podemos engañarnos y de que quizás no esta la verdad de nuestra parte». A diferencia del caso anterior se respeta el saber del otro, pero en ambos, aunque con el primero se considere un error, que así se tolera, pero que si se pudiera se eliminaría, se respeta siempre a los demás por su dignidad intrínseca. Tanto en la tolerancia como en

el respeto de las opiniones se debe siempre: «respetar las personas que las profesan, respetar la buena fe, respetar sus intenciones»[8].

Los juicios temerariosPara resolver la duda ante la bondad o malicia del comportamiento de los demás, e incluso la sospecha y la opinión, y evitar el juicio temerario —el juicio sobre su maldad por «ligeros indicios»[9]— Santo Tomás afirma que hay que interpretar su comportamiento favorablemente. Norma moral que argumenta así: «Por el hecho mismo de que uno tenga mala opinión de otro sin causa suficiente, le injuria y le desprecia. Más nadie debe despreciar o inferir a otro daño alguno sin una causa suficiente que le obligue a ello. Por lo tanto, mientras no aparezcan manifiestos indicios de la malicia de alguno, debemos tenerle por bueno, interpretando en el mejor sentido lo que sea dudoso»[10].No obstante, considera que en el ser humano: «Lo defectuoso es lo más frecuente»[11], y así, con mayor frecuencia que el bien, los hombres obran el mal. Sin embargo, para no faltar a la justicia ni a la caridad debe procurarse pensar y hablar bien de los demás, aun con el riesgo de equivocarse. «Puede suceder que el que interpreta en el mejor sentido se engañe más frecuentemente; pero es mejor que alguien se engañe muchas veces teniendo buen concepto de un hombre malo que el que se engañe raras veces pensando mal de un hombre bueno, pues en este caso se hace injuria a otro, lo que no ocurre en el primero»[12]. Es mejor errar muchas veces juzgando bien, que una sola vez juzgando mal.

La ciencia y sabiduría prácticas

Queda, por último, señalar que las sabidurías científicas naturales proporcionan muchos bienes al hombre, Son un gran bien natural. Sin embargo, la supera la sabiduría de la

fe. Santo Tomás, que tenía «el oficio de sabio», afirmaba: «Es evidente: ningún filósofo antes de la venida de Cristo, aun con todo su esfuerzo, pudo saber acerca de Dios y de las cosas necesarias para la vida eterna, lo que después de su venida sabe cualquier viejecilla por medio de la fe»[13]Lo mismo se encuentra en la sabiduría popular española, tan acorde con el tomismo, expresada en la siguiente copla, que comentó, junto otros muchos autores, Lope de Vega en varias de sus obras teatrales:«La ciencia más acabadaes que el hombre en gracia acabe, pues al fin de la jornadaaquél que se salva sabeel otro no sabe nada».

Nota[1] Cf. Santo Tomás, Suma teológica, I-II, q. 57, a. 2, in c.[2] Ibíd., I, q. 1, a. 6, in c[3] También se sigue que nada impide llamar sabiduría a la prudencia, en el lenguaje corriente saber comportarse adecuadamente en la vida. También es sabiduría la virtud infusa sobrenatural de la prudencia y el correspondiente don del Espíritu Santo que la perfecciona, que se llama sabiduría.[4] SANTO TOMÁS, Suma teológica, II-II, q. 2, a. 1 in c.[5] Ibíd., I-II, q. 76 a. 2, in c.[6] JAIME BALMES, El protestantismo comparado con el catolicismo, en IDEM, Obras completas, Madrid, BAC, 1948, 8 vv., Vol. IV, XXXIV, p. 342.[7] Ibíd., XXXIV, p. 341.[8] Ibíd., XXXIV, p. 342.[9]Santo Tomás, Suma teológica, II-II, q. 60 a. 3 in c.[10]Ibíd., II-II, q. 60 a. 4 in c.[11]Ibíd., I, q. 49 a. 3 ad 5.[12] Ibíd., II-II, q. 60 a. 4, ad 1.[13] IDEM, Consideraciones sobre el Credo, Prol., 3.

III. Sabiduría de la feEudaldo Forment

La confianzaEn el lenguaje corriente, se entiende por fe, en el ámbito natural y sin relación con la religión, la actitud de fiarse de las palabras o de las promesas de alguien, porque se consideran  verdaderas por admitirse su autoridad, que tiene por su veracidad y bondad. Según este significado usual, fe es sinónimo de confianza.Ya en su etimología la palabra «fe» tiene el significado de fiarse, o confiar en otro o en sus promesas. La razón es porque la palabra «fe» procede del término latino «fido», verbo que significa confiar. Sin embargo, la confianza, o el antiguo sinónimo «fiducía», no es el significado primario de fe. En la seguridad o confianza cierta en alguien, no sólo hay afecto o un acto voluntario, porque para tener confianza es preciso también un elemento intelectual y así poder comprender las palabras o la persona en quien se confía. El elemento primero de la fe es el intelecto y sólo después el de la voluntad o del sentimiento, que es así un constitutivo parcial y derivado de la esencia de la fe[1].La definición real de fe debe incluir, por consiguiente, dos aspectos: uno intelectual, de comprensión y de creencia o asentimiento; y otro voluntario o afectivo, de confianza. Si

se recogen estos dos constitutivos esenciales seriados, puede decirse que la fe es la aceptación o asentimiento de una aseveración por la autoridad o veracidad del que la afirma.Además, con respecto a la confianza, constitutivo de toda fe, debe tenerse en cuenta, que  su objeto primero  es la persona  a quien se cree, porque, como nota Santo Tomás: «En los actos de fe, la voluntad se adhiere a una verdad como a propio bien; por donde la que es verdad principal tiene razón de fin último, y las secundarias de medios conducentes al fin. Dado que el que cree asiente a las palabras de otro, parece que aquel en cuya aserción se cree es como lo principal y como fin en toda fe; y, en cambio, secundarias aquellas verdades a las que uno asiente creyendo a otro»[2]. El fin de la fe, o de su adhesión, es siempre una persona y después al asentimiento a lo que manifiesta.

 Fe  natural y fe sobrenaturalLa fe,  o asentimiento intelectual  confiado en las palabras o promesas de otro, motivado por su autoridad o veracidad, no solamente se da en el orden natural, sino también en el sobrenatural.  Existe una fe humana, cuando la  confianza está en otro hombre. Es una fe necesaria para adquirir conocimientos y, en general,  para la vida social humana.Sobre la fe natural, advertía el filósofo español de la primera mitad del siglo XIX, Jaime Balmes, que: «El individuo y la sociedad necesitan esta fe, sin ella, la sociedad y la familia serían imposibles; el mismo individuo estaría condenado al aislamiento, y, por tanto, a la muerte. Sin la fe en la palabra del hombre, el linaje humano  desaparecería (…) el hombre necesita creer al hombre, y le cree»[3].No es, sin embargo, una fe absoluta, porque el hombre es falible por su propia naturaleza, puede engañarse, sin

culpa, o puede querer engañar a los demás con mala intención. La fe natural no tiene, por ello, la certeza propia de la ciencia, conocida por el mismo hombre. Sólo puede llegar a la certeza en sentido amplio o certeza moral. Por esta falta de certeza, o por una certeza imperfecta, además de la falta de indagación, la fe natural, no es, en sentido estricto, sabiduría.Además de la fe natural, existe la fe divina. Sólo tiene el carácter  auténtico de fe divina la fe sobrenatural o teológica. La fe divina por basarse en lo que ha revelado Dios es siempre sobrenatural, porque la revelación de Dios ha sido de modo sobrenatural. No hay sobre Dios fe natural. Dios no ha comunicado directamente nada a los hombres en el plano natural. Sólo a través de las criaturas como huella o vestigio de Dios, que permiten un conocimiento racional o natural de Dios, aunque indirecto, imperfecto y limitado.La fe es además sobrenatural, porque se necesita imprescindiblemente la gracia para tenerla y para producir un acto sobrenatural de fe. La fe es, por ello, un don de Dios, inmerecido y gratuito. Los argumentos apologéticos que prueban la credibilidad no producen la fe.  Conducen hasta las puertas de la fe, pero no hacen entrar en ella.Hay que reconocer, no obstante, que puede existir una fe natural en Dios, un asentimiento racional y humano a la revelación sobrenatural de Dios, y es entonces una fe adquirida. Sin embargo, no coincide con la fe sobrenatural, porque el asentimiento o certeza que importa es  por motivos naturales o históricos y además nunca se llega a la certeza propia de la fe sobrenatural, porque: «tener fe y esperanza en cosas que exceden la capacidad de la naturaleza humana sobrepasa toda capacidad o virtud proporcionada al hombre»[4]. 3. La certeza de la feEl objeto de la fe son las verdades reveladas por Dios y el motivo o razón es la autoridad del que revela, Dios, que no

puede engañarse ni engañarnos. La fe sobrenatural no implica la evidencia o clara visión de lo creído. Es incompatible con la visión, por eso la fe no existirá en el cielo. Se cree, en definitiva,  por la autoridad del que la da.Lo mismo ocurre en la fe humana, porque la fe no se funda en la visión, sino en el testimonio ajeno. Sin embargo, por una parte, la fe sobrenatural da una mayor certeza que cualquier certeza natural. La certeza de la fe sobrenatural es la mayor y es absoluta. La certeza natural se funda en la capacidad natural del entendimiento para ver, algo creado y finito. En cambio, la certeza de la fe sobrenatural se funda en la Verdad de Dios.El contenido de la fe es más cierto que cualquier otro que la razón humana pueda conocer con la mayor certeza, ya sea metafísica, lógica, matemática o científica en general. «Como uno de poca ciencia está más cierto de lo que oye a un sabio que de lo que juzga por su propia razón. Con mayor motivo el hombre está más cierto de lo que oye de Dios, que no puede engañarse, que de lo que ve con su propia razón, que puede engañarse»[5].También afirma Santo Tomás que: «La fe media entre la opinión y la ciencia»[6]. Por una parte, porque, al igual que  en la opinión, en la fe no hay un conocimiento claro de lo conocido, aunque en la primera, como resultado de una indagación imperfecta, y en la fe, en cambio, sin indagación personal de ningún tipo. Por otra, hay una  coincidencia de la fe con la ciencia en la certeza, porque ambas son perfectas.La certeza de la fe es perfecta, e incluso, por su origen mayor que la de la ciencia. Sin embargo, la certeza de la fe no la proporciona la clara visión del objeto intelectual, como en el saber científico, sino la presión de la voluntad, movida por la gracia de Dios, al entendimiento. 4. Los contenidos de la feSe sabe  que Dios  ha  revelado lo que se tiene como tal por aquellos a los que lo reveló y por aquellos a quienes

confió el depósito de su revelación[7].A los que Dios lo reveló son ante todo el primer hombre, a quien Dios se manifestaba directamente;   todos los profetas del Antiguo Testamento; y  los apóstoles en el tiempo de Jesucristo[8], en quien culmina toda la revelación.             Enseñanza que se encuentra en  el Concilio Vaticano II. «Después que Dios habló muchas veces y de muchas maneras por los Profetas, “últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo” (Heb I, 1-2). Pues envió a su Hijo, es decir, al Verbo eterno, que ilumina a todos los hombres, para que viviera entre ellos y les manifestara los secretos de Dios (Cf. Jn I, 1-18); Jesucristo, pues, el Verbo hecho carne, “hombre enviado, a los hombres” (Epist. Ad Diognetum, c. 7, 4), “habla palabras de Dios"  (Jn 3, 34) y lleva a cabo la obra de la salvación que el Padre le confió (Cf. Jn 5, 36; 17, 4). Por tanto, Jesucristo -ver al cual es ver al Padre-, con su total presencia y manifestación personal, con palabras y obras, señales y milagros, y, sobre todo, con su muerte y resurrección gloriosa de entre los muertos; finalmente, con el envío del Espíritu de verdad, completa la revelación y confirma con el testimonio divino que vive en Dios con nosotros para librarnos de las tinieblas del pecado y de la muerte y resucitarnos a la vida eterna. La economía cristiana, por tanto, como alianza nueva y definitiva, nunca cesará, y no hay que esperar ya ninguna revelación pública antes de la gloriosa manifestación de nuestro Señor Jesucristo (Cf. 1 Tim., 6,14; Tit., 2,13)»[9].La Sagrada Escritura y la Tradición apostólica, oral o escrita, transmitidas de generación en generación, constituyen el depósito de la revelación, custodiado y explicado por el magisterio de la Iglesia.Claramente se indica también el  Vaticano II, que: «El oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios escrita o transmitida ha sido confiado únicamente al Magisterio vivo de la Iglesia, cuya autoridad se ejerce en el nombre de Jesucristo. Este Magisterio, evidentemente, no está sobre la palabra de Dios, sino que la sirve, enseñando solamente lo que le ha

sido confiado, por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo la oye con piedad, la guarda con exactitud y la expone con fidelidad, y de este único depósito de la fe saca todo lo que propone como verdad revelada por Dios que se ha de creer».La Escritura, la Tradición  y  el Magisterio infalible de la Iglesia están unidos y se relacionan mutuamente, porque nacen de una misma fuente y tienden al mismo fin. Como se concluye en este texto conciliar:  «Es evidente, por tanto, que la Sagrada Tradición, la Sagrada Escritura y el Magisterio de la Iglesia, según el designio sapientísimo de Dios, están entrelazados y unidos de tal forma que no tiene consistencia el uno sin el otro, y que, juntos, cada uno a su modo, bajo la acción del Espíritu Santo, contribuyen eficazmente a la salvación de las almas»[10]. También, con la adhesión al depósito sagrado, constituido por la Sagrada Escritura y la Sagrada Tradición, confiado por Dios a la Iglesia, «se realiza una maravillosa concordia de pastores y files en conservar, practicar y profesar la fe recibida»[11].La fe que se presta a la Escritura, a la Tradición y al Magisterio sólo se puede tener a ese único depósito sagrado de la revelación divina, no sólo porque es necesaria la gracia de Dios para asentir a su contenido, sino también porque es lo que Dios ha hablado con obras, hechos  y palabras. No sería natural que un hombre aceptase como verdadero lo que hubiera afirmado otro hombre, únicamente por la misma afirmación, sin ningún motivo o razón. No hay ningún hombre que puede exigir una fe total y absoluta a otro hombre.Para que alguien puede constituirse en este tipo de autoridad  y exigir  una fe, que sea natural a los otros hombres, tiene que estar por encima o sobrepasar la naturaleza humana. Santo Tomás lo expresaba así: «El conocimiento de un hombre no está por naturaleza ordenada al conocimiento de otro, para que sea regulado por el mismo. De este modo está ordenado a la Verdad

primera»[12]. Sólo a Dios puede prestarse una fe absoluta de un modo natural, o sin violentar la naturaleza humana y seguir sus inclinaciones más profundas. La fe de Santo TomásAdemás del valor de toda su doctrina, de su valioso estudio de la fe y de la recomendación de todos los papas,  especialmente los últimos –por considerarla la mejor exposición de la fe católica–, Santo Tomás, el Doctor común de la Iglesia, es un ejemplo de fe y fidelidad al magisterio de la Iglesia.   Lo confirman sus postreras  palabras al recibir su última comunión, que se han convertido en oración famosa, y en cuyo espíritu se intentan escribir todos estos pequeños trabajos sobre la Sapientia christiana. «Te recibo, precio de la redención de mi alma, viático de mi peregrinación, por cuyo amor  estudié,  vigilé y trabajé. Te prediqué,  te  enseñé  y nunca dije nada conscientemente  contra ti. Pero si algo he dicho menos bien contra este sacramento, o de otros, lo dejo todo a la corrección de la santa Iglesia Romana, en cuya obediencia  salgo ahora de esta vida»[13]. Eudaldo Forment

[1] En su concepción de la fe, Lutero ponía el acento en la confianza y, por eso, la  llamaba «fe fiducial».[2] SANTO TOMÁS, Suma Teológica, II-II, q. 11, a. 1, in c.[3] JAIME BALMES, Filosofía fundamental, en Obras completas, Madrid, BAC, 1949, 8 vols., v. II, pp. 3-824, I, c. 32, 321, pp. 192-193.[4] SANTO TOMÁS, Suma teológica,  I-II, q. 63, ad 2.[5] Ibíd., II-II, q. 4, a. 8, ad 2.[6] Ibid., II-II q. 1 a. 5 ob. 4.[7] Cf. Ibíd., II-II, q. 1, a. 6 y 10.

[8] Cf. Ibíd., II-II, q. 1, a. 7.[9] Concilio Vaticano II, Constitución dogmática sobre la divina revelación, «Dei Verbum», I, n. 4.[10] Ibíd., II, n. 10.[11] Ibíd.[12] SANTO TOMÁS, Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, III, d. 24, q. 3, a. 2, ad 1. Cognitio unius hominis non est naturaliter ordinata ad cognitionem alterius, ut per ipsam reguletur. Sed hoc modo ordinata est ad veritatem primam».[13] BERNARDO GUIDONIS, Vita S. Thomae Aquinatis, en 1D. PRÜMMER, OP (ed.), Fontes vitae S. Thomae Aquinatis. Notis historicis et criticis illustrati(E. Privat, Tolosa 1911-1924) Prologus, 7-15; fasc. 1: P. CALO, Vita S. Thomae Aquinatis, 17-55; fasc. 2: GUILLERMO DE TOCCO, Vita S. Thomae Aquinatis, 57-160; fasc. 3: BERNARDO GUIDONIS, Vita S. Thomae Aquinatis, 161-263; p. 175.

IV. La razón y la feEudaldo Forment

 El acto de creer«Creer es pensar con asentimiento»[1]. Esta definición de San Agustín fue asumida por Santo Tomás, al afirmar que la fe sobrenatural como acto, que brota  de la correspondiente virtud teologal, cualidad permanente o

hábito sobrenatural, es una acción del entendimiento. En este sentido de la fe como acto de la virtud, se puede decir que: «Creer es un acto del entendimiento, que asiente a una verdad divina por el imperio de la voluntad movida por Dios»[2].La fe se distingue de la razón científica, porque  no tiene la intrínseca evidencia del contenido de la ciencia. También su certeza es distinta de la certeza de la razón histórica, que  se apoya en testimonio humano. Asimismo, no es idéntica al sentimiento religioso, porque no se apoya ni en la imaginación ni en la sensibilidad. Tampoco es una opinión, porque en la fe hay total certeza. Ni es como la visión beatífica, cuyo objeto se ve claramente, y en la fe lo conocido es de modo mediático y oscuro. Con la fe, se dice en la Escritura: «ahora vemos por un espejo y oscuramente, pero entonces veremos cara a cara»[3]. Racionalidad de la feLa fe es racional, pero, por su carácter sobrenatural, trasciende toda razón o inteligencia natural. Por un lado, todo lo creído, el objeto de la fe, es sobrenatural: «Las verdades de fe exceden la razón humana; no caen, pues, dentro de la contemplación del hombre, si Dios no las revela. A unos, como a los apóstoles y a los profetas, les son reveladas por Dios inmediatamente, y a otros les son propuestas por Dios mediante los predicadores de la fe por Él enviados».Por otro, también es sobrenatural el acto interior de creer, porque: «El hombre, para asentir a las verdades de fe, es elevado sobre su propia naturaleza, y ello no puede explicarse sin un principio sobrenatural que le mueva interiormente, que es Dios». La gracia de Dios mueve a la voluntad para que el entendimiento acepte el contenido sobrenatural de la revelación.Además de la moción interior de la gracia, puede hablarse de otra causa que interviene en el asentimiento de la fe, aunque por si misma es insuficiente. Esta causa es

«inductiva exteriormente, como el milagro presenciado o la persuasión del hombre que le induce a la fe. Ninguno de estos motivos es causa suficiente, pues viendo un mismo milagro y oyendo la misma predicación, unos creen y otros no creen»[4].Los milagros y la predicación exterior son causas exteriores inductivas  de la fe, que concurren a creer, son causas insuficientes. Se necesita una causa interior suficiente, que pueda elevar al hombre sobre su naturaleza, dada la trascendencia del objeto al que se refiere la fe. Esta causa interior no puede ser, por ello, ninguna de las facultades humanas. Es un principio interior sobrenatural, la gracia divina, infundida por Dios individualmente para que se dé el asentimiento de la fe.Según lo dicho, hay que concluir que: «La fe es engendrada y nutrida mediante la persuasión exterior que la ciencia produce. Más la causa principal y propia de la fe es la moción interior a asentir»[5]. La  gracia de Dios es la que mueve a la voluntad humana. «El creer depende, ciertamente, de la voluntad del hombre; pero es necesario que la voluntad humana sea preparada por Dios mediante la gracia para que pueda ser elevada sobre la naturaleza»[6].Explicaba Benedicto XVI, en su catequesis sobre la fe, que con la revelación, Dios  desvela en parte su misterio ––lo necesario para nuestra salvación––, que siempre está más allá de nuestra razón y de todas las vías para llegar a Él. Con los contenidos de la fe, Dios: «se hace accesible», pero además: «a nosotros se nos hace capaces de escuchar su Palabra y de recibir su verdad. He aquí entonces la maravilla de la fe: Dios, en su amor, crea en nosotros —a través de la obra del Espíritu Santo— las condiciones adecuadas para que podamos reconocer su Palabra. Dios mismo, en su voluntad de manifestarse, de entrar en contacto con nosotros, de hacerse presente en nuestra historia, nos hace capaces de escucharle y de acogerle»[7].

 Confirmaciones de la inteligibildad de la feSi la fe es una actividad del pensamiento, el creer no es un acto irracional.  La fe tiene una racionalidad propia. Santo Tomás lo confirma con dos razones. La primera, por ser un acto de la inteligencia humana. «Creer es inmediatamente acto del entendimiento, porque su objeto es la verdad, que propiamente pertenece a éste; en consecuencia, es necesario que la fe, principio propio de este acto, esté en el entendimiento como en sujeto»[8].Con el acto de fe, la razón del hombre no queda rebajada ni anulada. Con la aceptación de su presupuesto filosófico o racional,  la veracidad Dios, cuya existencia también demuestra la metafísica, la inteligencia humana realiza un acto propiamente humano, porque reconoce la infinita grandeza de Dios. Vive la humildad metafísica al admitir que la Verdad es otro nombre de Dios como el del Ser y Bondad infinita.La segunda razón, que prueba que  la fe  tiene una racionalidad, o inteligibilidad propia, es porque es, más concretamente, un acto de pensar, que constituye un pensamiento o juicio. Como cualquier otro acto judicativo implica un asentimiento, o certeza, el aspecto subjetivo de todo juicio, que consiste en la adhesión individual a su verdad.Diferencias entre los saberes de la fe y de la cienciaEntre la racionabilidad o inteligibilidad  del saber de la fe y de la ciencia se advierten dos diferencias. La primera es que la certeza de la fe no está determinada por el objeto, ni conocido inmediatamente, como en el caso de los primeros principios, ni tampoco por medio de otros, mediatamente, tal como se da en la demostración. Es la voluntad, dispuesta por la gracia de Dios, la que mueve al asentimiento firme.Aunque no exista indagación directa, la fe es un

conocimiento perfecto como el científico, y en este sentido está alejada de la opinión, que es imperfecto. De ahí que:  «Es esencial a la ciencia que aquello que se conoce se juzgue imposible ser de otro modo, mientras que de la esencia de la opinión es juzgar que aquello que uno conoce puede ser de otra manera. Ahora bien, lo que se admite por fe, dada la certeza de la misma, se considera imposible pueda ser de otra manera»[9].La fe proporciona un conocimiento perfecto, aunque en el acto de fe, el pensamiento o indagación propia no se ha obtenido del acto de la propia visión intelectual, sino de un acto de la voluntad actuada por la moción divina de la gracia. Comporta una certeza perfecta, e incluso, por su origen mayor que la de la ciencia Incluso, es más cierta y firme que cualquier otra certeza natural. «La fe es absolutamente más cierta, mientras las otras certezas pueden serlo más relativamente en orden a nosotros»[10].La segunda diferencia entre la fe y la ciencia es que en esta última  no hay dudas sobre el conocimiento de sus objetos, y si, en cambio, en la fe, de manera que se puede dar la llamada duda de la fe. «Esa duda no es de parte de la causa de la fe sino respecto de nosotros, en cuanto nuestro entendimiento no alcanza plenamente las verdades de fe»[11]. Lo que dice la fe es más cierto que lo que la razón humana puede alcanzar con cualquier certeza científica. Santo Tomás lo explica con este claro ejemplo comparativo: «Como uno de poca ciencia está más cierto de lo que oye a un sabio que de lo que juzga por su propia razón. Con mayor motivo el hombre está más cierto de lo que oye de Dios, que no puede engañarse, que de lo que ve con su propia razón, que puede engañarse»[12]. Las relaciones entre la razón y la feSan Agustín relacionaba la fe y la razón desde una concepción amplia y unitaria de sabiduría cristiana, que englobaba la religión y la filosofía, sin vincularlas, ni

identificarlas. Aunque afirmaba la superioridad de la fe sobre la razón, no había trazado los límites entre lo natural y lo sobrenatural. En cambio, Santo Tomás, sin dejar de asumir esta definición agustiniana de fe,   pudo establecer  la neta distinción entre razón y fe, entre la filosofía y la teología y mantener a la vez la primacía de la fe.Con unos presupuestos del mismo San Agustín, el Aquinate establece tres principios que le sirven para fijar siempre las relaciones entre lo sobrenatural y lo natural.El primer principio capital y directivo lo enuncia así: «La gracia no anula la naturaleza, sino que la perfecciona»[13]. La gracia se armoniza,  sin violentarla, con la naturaleza. Completa su bondad y la sana en sus imperfecciones.En el segundo principio, se establece, por ello, que: «La gracia presupone la naturaleza, al modo como una perfección presuponen lo que es perfectible»[14]. Todo, menos el mal en sí mismo, es sanado y elevado por la gracia e incluso es apto para constituirse en instrumento de la salvación. La gracia no anula la naturaleza y la presupone.Se sigue de ello el tercer principio: la gracia restaura a la naturaleza en su misma orden. La gracia perfecciona no sólo sobrenaturalmente, elevándola en un plano inmensamente superior, sino también en su misma línea natural. El hombre, en su situación de naturaleza afectada por el pecado original:  «Necesita del auxilio de la gracia, que cure su naturaleza»[15].  Relación armónicaEn el  espíritu o en el entendimiento, la fe sobrenatural se armoniza con la razón natural. La fe guarda una relación armónica con la razón. La armonía, o la correspondencia mutua,  de la razón y la fe, o entre la teología filosófica o natural y la teología sobrenatural, se funda en la existencia de un doble orden de verdades referentes a Dios: verdades accesibles a la razón humana, y verdades que, siendo también racionales, sobrepasan capacidad de la razón del

hombre[16].            Una verdad que sobrepase la capacidad de la razón humana es, por ejemplo,  que Dios es uno y trino. Un ejemplo de verdad sobre Dios, que puede ser alcanzada por la razón natural, es la existencia y la unidad de Dios, que incluso demostraron los filósofos  de la antigüedad clásica, siguiendo la luz natural de la razón.            La razón humana no puede llegar por sí misma hasta las verdades sobrenaturales, porque nuestro conocimiento en esta vida tiene su origen en los sentidos y no puede captar todo lo que está fuera de su ámbito. Puede así conocer algo actuando intelectualmente en lo sensible. Lo obtenido son verdades naturales, que  tienen su principio sólo en la razón humana.No es posible, por tanto, inferir verdades sobrenaturales sobre Dios por medio de lo sensible. Las que se obtienen se refieren a Dios de manera limitada, únicamente en lo que se infiere de su relación con el mundo.Lo sensible, efecto de Dios, no lleva al descubrimiento de las verdades sobrenaturales, o las que se refieren a su substancia o interioridad, porque los seres sensibles no tienen suficiente entidad o perfección para conducirnos a ver en ellos  lo que la substancia divina es, puesto que son efectos inadecuados a la entidad o perfección de su causa. Lo sensible no lleva a las verdades sobrenaturales, pero, sí, y, sin esfuerzo, al conocimiento de que Dios existe y otras verdades, que tienen relación con lo creado, y, que, son, por tanto, verdades naturales.Se sigue del diferente origen de las verdades naturales y de las verdades sobrenaturales una primera consecuencia de esta distinción: no se pueden reducir las verdades sobrenaturales a verdades naturales. Una segunda es que no se puede rechazar como falso todo lo se que afirma de Dios, aunque la razón humana no lo haya podido  descubrirlo, como hace el llamado racionalismo teológico, que elimina las verdades sobrenaturales.El entendimiento humano, además,  no sólo es insuficiente

frente a las verdades sobrenaturales, sino que es también insuficiente en el conocimiento de las cosas sensibles. Se ignoran muchas propiedades estas cosas, y las más de las veces  no se pueden conocer perfectamente las conocidas. De la insuficiencia y dificultad  de la razón humana para descubrir la inteligibilidad de las substancias imperfectas creadas, se sigue que todavía tendrá una insuficiencia y dificultad muchísimo mayor para conocer la substancia perfectísima de Dios. Sostener lo contrario, no es, por tanto, racional. Creer con el corazónA diferencia de estas tesis de Santo Tomás, en nuestros días es frecuente, como ha notado el papa Francisco, considerar que: «creer sería algo parecido a una experiencia de enamoramiento, entendida como algo subjetivo, que no se puede proponer como verdad válida para todos». La fe, al igual que el amor, se concibiría como experiencias que pertenecen al orden del sentimiento, no como algo que tenga relación con la razón o la verdad.Es cierto que el amor implica afectividad. Es sentimiento, pero no se reduce a él, porque el amor tiene que abrirse y encaminarse hacia la persona amada para unirse a ella de un modo duradero. Se requiere así una voluntad libre que la quiera, que la ame con amor de donación. Para ello, se necesita de la razón y de la verdad.Por consiguiente, como explica el Papa: «Sólo en cuanto está fundado en la verdad, el amor puede perdurar en el tiempo, superar la fugacidad del instante y permanecer firme para dar consistencia a un camino en común». El amor verdadero: «unifica todos los elementos de la persona y se convierte en una luz nueva hacia una vida grande y plena». El amor sin la verdad ni consigue superar el aislamiento o soledad de su sujeto, ni vencer al tiempo presente, ni la construcción de una vida fructífera.El amor necesita de la verdad, pero también la verdad necesita del amor. «Amor y verdad no se pueden separar.

Sin amor, la verdad se vuelve fría, impersonal, opresiva para la vida concreta de la persona». La luz de la verdad  se amplia con el amor. «El amor es experiencia de verdad, que él mismo abre nuestros ojos para ver toda la realidad de modo nuevo, en unión con la persona amada».Podría decirse, por consiguiente, que el amor es un conocimiento, tiene su «verdad». El amor: «lleva consigo una lógica nueva. Se trata de un modo relacional de ver el mundo, que se convierte en conocimiento compartido, visión en la visión de otro o visión común de todas las cosas».Algo semejante ocurre con  la fe. «La razón creyente y el amor (…) se hacen uno solo para llegar a contemplar a Dios, cuando el entendimiento se hace «entendimiento de un amor iluminado»[17], un amor que es fuente de conocimiento.                                                Esta descripción de la relación ente la fe y el amor, permite comprender la expresión de San Pablo: «Con el corazón se cree»[18]. Por  corazón, en el lenguaje bíblico, hay que entender: «el centro del hombre, donde se entrelazan todas sus dimensiones: el cuerpo y el espíritu, la interioridad de la persona y su apertura al mundo y a los otros, el entendimiento, la voluntad, la afectividad»[19].            Al igual, que,  como decía el aviador y escritor francés de la primera mitad del siglo XX, Antoine de Saint-Exupéry, «sólo se ve bien con el corazón»[20], se posee el saber de la fe con el corazón, con el amor de caridad. Siempre se conoce realmente cuando se ama.            Con el corazón se consigue la unidad en la verdad, que no le parece posible al hombre de nuestros días, porque le «resulta muy difícil concebir una unidad en la misma verdad». Además, le «da la impresión de que una unión de este tipo se opone a la libertad de pensamiento y a la autonomía del sujeto»[21].En cambio, la experiencia de la verdad y del amor en el corazón, revela  que: «en el amor es posible tener una visión común, que amando aprendemos a ver la realidad

con los ojos del otro, y que eso no nos empobrece, sino que enriquece nuestra mirada»[22].            Otro Papa, San Juan XXIII, al conferir al Ateneo Pontificio Angelicum, en Roma, el título de Pontificia Universidad de Santo Tomás, el 7 de marzo de 1963, visitó personalmente este prestigioso centro universitario de los dominicos. Después de destacar el valor del pensamiento del Aquinate, lo sintetizó con una expresión, que resumiría esta doctrina: «Sapientia Cordis»[23]. Eudaldo Forment

[1] SAN AGUSTíN, De praedestinatione sanctorum, c. 2.[2] SANTO TOMÁS, Suma Teológica, II-II, q. 2, a. 9.[3] 1 Cor 13, 12.[4] SANTO TOMÁS, Suma Teológica, II-II q. 6 a. 1 in c.[5] Ibíd., II-II q. 6 a. 1 ad 1.[6] Ibíd., II-II q. 6 a. 1 ad 3.[7] Benedicto XVI, Audiencia general, 17 octubre de 2012.[8] SANTO TOMÁS, Suma Teológica, II-II q. 4 a. 2 in c.[9] Ibid., II-II q. 1 a. 5 ad  4.[10] Ibid., II-II, q. 4 a. 8 in c.[11] Ibid., II-II, q. 4 a. 8 ad 1. Si en la fe se puede dar la llamada duda de la fe, lo es por parte del hombre, no en sí misma o absolutamente. Es una tentación y debe tratarse como todas las tentaciones.[12] Ibid., II-II, q. 4 a. 8, ad 2..[13] Ibíd.,  I, q.1 a.8, ad 2.[14] Ibíd., I, q.2, a.2 ,ad 1.[15] Ibíd., I-II, q.109, a.3,  in c.[16] Cf. IDEM, Suma contra los gentiles, I, c. 3.[17] PAPA FRANCISCO, Lumen fidei, II, n. 27.[18] Rm 10,10.[19] PAPA FRANCISCO, Lumen fidei, II, n. 26[20] ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY. Le petit prince, Paris,

Gallimard, 1997, p. 72.[21] PAPA FRANCISCO, Lumen fidei, II, n. 20.[22] Ibíd., n. 47.[23] Cf. JAIME BOFILL, «La nueva universidad de Santo Tomás de Aquino in urbe», en Cristiandad (Barcelona), 385 (1963), p. 60.

V. Los preámbulos de la feEudaldo Forment 

Imposibilidad de la doble verdad

La distinción y la primacía de la fe sobre la razón, afirmada siempre por Santo Tomás, no implican unconflicto entre ambas. La fe esta por encima de la razón y, sin embargo, no es posible una verdadera disensión entre ellas. Admitirla supondría atentar contra la unidad de la verdad.La revelación y la razón humana tienen un mismo origen:

Dios, que no puede contradecirse. El mismo Dios, que  mueve a la voluntad humana en el acto de fe y que revela los misterios, objeto de la fe, es quien ha creado el espíritu humano con la facultad de la razón.Dios, que no es contradictorio,  no se niega a sí mismo. Si, en algún caso, se presenta una contradicción entre la razón y la fe es únicamente aparente. La supuesta contradicción puede haber sido producida por la falsedad de las tesis racionales, que se han tomado, sin serlo,  por verdaderas; o bien, porque  los contenidos de la fe no han sido bien entendidos o no se han expuesto tal como la Iglesia los enseñaEstas tesis tomistas no deben tomarse como opinables, no sólo por su racionalidad, sino porque para el católico,  además,  el Concilio Vaticano I, después de afirmarlas, añadió consecuentemente: «Declaramos, pues, que toda aserción contraria a la verdad testimoniada por la fe es absolutamente falsa. Pues la Iglesia, que juntamente con el ministerio apostólico de enseñar recibió el mandato de custodiar el depósito de la fe, ha recibido igualmente de Dios el derecho y el deber de condenar la falsa ciencia (1 Tim 6,20), a fin de que nadie sea seducido por la falaz filosofía y por vanas sutilezas (Col 2,8). Por lo cual, a todos los fieles cristianos, no sólo se les prohíbe defender como legítimas conclusiones de la ciencia aquellas opiniones, que se conozcan ser contrarias a la fe cristiana, especialmente si han sido reprobadas por la Iglesia, sino que además están absolutamente obligados a tenerlas como errores, que se presentan con falsa apariencia de verdad»[1]. 

Ayuda mutua entre razón y feDel motivo de la imposibilidad de una doble verdad, o de la oposición contradictoria entre la fe y la razón, es decir, del que Dios sea autor y origen de toda verdad, se sigue una

importante consecuencia: la fe y la razón  seayudan mutuamente.La razón, que es utilizada por la ciencia teológica en sus investigaciones, es para ella un instrumento necesario; y también la razón muestra los fundamentos racionales del hecho de la revelación. A su vez, la fe ayuda a la razón librándole de muchos de sus errores; y  asimismo proporcionándole conocimientos racionales de ámbito filosófico, lo que Santo Tomás denomina «preámbulos de la fe».Por consiguiente la teología, no se opone a las demás ciencias. Por el contrario, la religión, por una parte,  las ha promovido y las ha ayudado de muchos modos. Sostiene que rectamente utilizadas las ciencias son ventajosas para la vida humana. Además, al igual que tienen el último origen en Dios, pueden ser el punto de partida  para llegar hasta Él. Por otra, también ha velado por su  justa libertad. La ciencia goza de una autonomía propia. Su ámbito, sus principios y sus métodos son exclusivos, pero la religión le advierte cuando traspasa sus propios límites.También en el Vaticano I se dice que la Iglesia: «No prohíbe en verdad que cada ciencia se desarrolle dentro de su esfera con sus propios principios y por su especial método; pero, respetando esta justa libertad, vela diligentemente para que impugnando la divina doctrina, no caiga en errores, o traspasando sus propios límites, no invadan ni perturben las cosas pertenecientes a la fe»[2]. Concordancia de razón y feLa ciencia tiene unos límites, tanto teóricos y prácticos. No son puramente internos: las de su incapacidad propia, cuyo límite le es desconocido, y la de sus fracasos técnicos, que pueden y se van subsanando. La medida de la ciencia  no es su propio poder. Como toda actividad humana esta supeditada al bien.Los límites del bien y del mal, que la ciencia debe aceptar, no son, en realidad, límites para ella, sino la condición para

que el hombre no se autodestruya. Sin ellos no cumpliría su finalidad esencial que es servir al hombre. Sin el orden al bien, la ciencia lo pervierte todo, la naturaleza, la sociedad, las relaciones humanas y al hombre mismo. La verdad y la bondad, como conceptos trascendentales, no se pueden separar.Con esta distinción y asociación entre la razón y la fe, queda establecida una relación armónica entre ellas, que respeta la autonomía, las competencias y el valor de ambas.  Por ello, la filosofía y la teología deben colaborar  en su común búsqueda de la verdad, aunque por los caminos distintos, pero concordes, de la razón y de la fe, ayudándose mutuamente.Los caminos no pueden cruzarse, porque como también se indica al final del anterior texto conciliar citado: «La doctrina de la fe,  revelada por Dios,  no ha sido propuesta para ser perfeccionada por los humanos ingenios, como si fuera un invento filosófico, sino que ha sido entregada como un depósito divino confiado a la esposa de Cristo, para ser fielmente custodiada e infaliblemente declarada. Por eso, debe  también darse siempre a los dogmas sagrados aquel sentido, que haya sido una vez declarado por nuestra Santa Madre Iglesia; ni de este sentido ha de apartarse jamás nadie en nombre y con pretexto de superior inteligencia»[3].No quiere decirse con ello que no pueda darse un desarrollo de lo creído, por una explicitación racional. Sin embargo, en este progreso, como recuerda finalmente el Concilio, se sigue el famoso criterio del Padre de la Iglesia, del siglo V,  San Vicente de Lerins, sobre el desarrollo doctrinal: «In eoden dogmate, eodem sensu, eademque sententia», que se encuentra en este pasaje de su Commonitorio: «Quizá alguien diga: ¿ningún progreso de la religión es entonces posible en la Iglesia de Cristo? Ciertamente que debe haber progreso, ¡Y grandísimo! ¿Quién podría ser tan hostil a los hombres y tan contrario a Dios que intentara impedirlo? Pero a condición de que se

trate verdaderamente de progreso por la fe, no de modificación. Es característica del progreso el que una cosa crezca, permaneciendo siempre idéntica a sí misma; es propio, en cambio, de la modificación que una cosa se transforme en otra.  Así, pues, crezcan y progresen de todas las maneras posibles la inteligencia, el conocimiento, la sabiduría, tanto de la colectividad como del individuo, de toda la Iglesia, según las edades y los siglos; con tal de que eso suceda exactamente según su naturaleza peculiar, en el mismo dogma, en el mismo sentido, según una misma interpretación»[4]. Verdades naturales reveladasAl examinar las relaciones entre la razón y la fe indica el Aquinate que, además de las verdades sobrenaturales en la revelación divina, también se ofrecen algunas, que se pueden alcanzar por la razón humana. No es extraño, porque no ha sido inútil revelar verdades, que se pueden alcanzar por el hombre con su  razón. «Fue necesario para la salvación del género humano que aparte de las disciplinas filosóficas, campo de investigación de la razón humana, hubiese alguna doctrina fundada en la revelación divina» como es «la doctrina sagrada conocida por revelación» o teología. «Más aún, fue también necesario que el hombre fuese instruido por revelación divina sobre las mismas verdades que la razón humana puede descubrir acerca de Dios»[5].El hecho de que verdades fueran  reveladas junto con las sobrenaturales, obedece a tres motivos, que muestran su provecho.El primer motivo es porque si se dejare a la sola razón humana el descubrimiento de estas verdades, en primer lugar,  muy pocos hombres a lo largo de la historia conocerían a Dios y otras verdades naturales conexas con su existencia y naturaleza.Sólo habría un número muy limitado de hombres, que hubiera conocido estas verdades naturales, porque a los

restantes se lo habría podido imposibilitar tres causas. Primera: la mala complexión fisiológica, que impide llegar al sumo grado del saber humano, que es conocer a Dios.  Segunda: el cuidado de los bienes familiares, que es imprescindible, pero que quita el tiempo necesario para poder conocer a Dios. Tercera: la pereza, comprensible de algún modo, porque  es preciso saber de antemano mucho para que la razón pueda conocer a Dios. A pesar de que Dios ha insertado en el alma del hombre el deseo de las verdades divinas, para conocerlas se necesita una larga y profunda labor investigadora filosófica.El segundo motivo por el que, sin la revelación expresa de ciertas verdades racionales o naturales, muy pocos hombres las habrían conocido, porque  estos pocos hombres, que no tuvieran los impedimentos fisiológicos, familiares y el vicio de la pereza, o la huida al esfuerzo y al trabajo, las hubieran obtenido con gran dificultad y después de mucho tiempo.Esta dificultad y la necesidad de tanto tiempo para superarla obedecen también a tres causas. Primera: porque, por la profundidad de estas verdades, el entendimiento humano no es idóneo para captarlas con facilidad, y, por tanto, necesita mucho tiempo. Segunda: porque se requiere saber muchas otras cosas de antemano. Tercera: porque asimismo se necesita la madurez, que proporcione la paz y la tranquilidad, necesarias para conocer verdades  tan profundas.Si el conocimiento racional natural de Dios sólo lo lograran únicamente algunos pocos, y éstos después de mucho tiempo,  la humanidad hubiera permanecido  inmersa en medio de grandes tinieblas de ignorancia, y también de malicia, ya que el conocimiento de Dios hace a los hombres perfectos y buenos en sumo grado.El tercer motivo por el que, sin la revelación expresa de ciertas verdades racionales o naturales, muy pocos hombres y después de mucho tiempo  las habrían conocido, es porque además estos pocos hombres sabios y

maduros poseerían estas verdades naturales con gran incertidumbre.Se explica esta incertidumbre, por tres causas. Primera: porque muchas verdades se tendrían por dudosas, por la debilidad del entendimiento humano, incluso en estos sabios, que hace que  las más de las veces, la falsedad se mezcle con la verdad. Segunda, porque también en ellos se encuentran tesis contrarias.  Tercera, porque se sabe asimismo que entre las verdades, que demuestran, hay elementos meramente probables o sofísticos[6].           Preámbulos de la feFue conveniente, por tanto, la revelación de estas verdades, que sin ella sólo  poseerían unos pocos hombres, después de mucho tiempo y con gran incertidumbre. Fue beneficioso presentar  estas verdades racionales en sí mismas asequibles al hombre por vía de fe, porque así puede llegar a todos los hombres de manera inmediata el conocimiento de verdades puras y con una perfecta certeza.No puede pensarse que sería suficiente la revelación de las verdades sobrenaturales, sin necesidad, por tanto, de verdades naturales, que sólo parecen tener una utilidad filosófica. Las verdades naturales reveladasnosólo tienen un interés filosófico, sino también para la fe. Santo Tomás las considera «preámbulos de la fe», porque  son  la base racional inmediata a los contenidos exclusivos de la fe, aquellos que  no son cognoscibles por la razón natural[7]. Las verdades, o preámbulos a los artículos de la fe, no son a la vez de fe o sobrenaturales  y asequibles o naturales a la razón humana, porque sería contradictorio. Estas verdades para unos son naturales o racionales, porque en sí mismas son demostrables por las razón humana, aunque es difícil sin dudas ni errores. Para otros, gracias a la Providencia,  las aceptan como de fe, o con una racionalidad que sobrepasa la capacidad humana. De este modo todos los hombres pueden conocerlas, unos como

creídas y otros como comprendidas por su razón[8]. Necesidad de la revelación de los misterios sobrenaturalesSon necesarias las verdades naturales reveladas, pero lo son más  las verdades sobrenaturales, porque Dios ha destinado al hombre a un fin último sobrenatural, que rebasa y trasciende las exigencias de su naturaleza creada. Esta elevación del hombre al orden sobrenatural requiere la revelación de verdades sobrenaturales, ya que no se puede tender a algo por un deseo o inclinación, sin que  sea de antemano conocido. «El hombre está ordenado a Dios como a un fin que excede la capacidad de comprensión de nuestro entendimiento, como se dice en Isaías: Fuera de ti, ¡Oh Dios!, no vio el ojo lo que preparaste para los que te aman” (Is 44,4). Los hombres que han de ordenar sus actos e intenciones a un fin deben conocerlo. Por tanto, para salvarse necesitó el hombre que se le diesen a conocer por revelación divina algunas verdades que exceden la capacidad de la razón humana»[9].El que Dios  comunique al hombre algo que está por encima del límite de su razón, que tiene por su naturaleza, y que le ha sido dada por el mismo Dios, no es algo extraño, porque los hombres están ordenados por la providencia divina a un bien más alto que el que la limitación humana puede gozar en esta vida. Es, por tanto,  necesario revelar este  bien superior, que trasciende el conocimiento de la razón, para que lo desee y tienda a él. Además, es posible que la razón humana pueda entender el sentido de lo que le es trascendente, porque las verdades de fe no son contranaturales, ni violentan a la razón humana.Existen otros muchos motivos que justifican la revelación divina de las verdades sobrenaturales, pero se pueden destacar tres, que se pueden descubrir sin dificultad.El primero es que la revelación de las verdades sobrenaturales sirve para comprender adecuadamente la

trascendencia divina. Para conocer la trascendencia de Dios no son  suficientes las verdades naturales y los preámbulos de la fe.Con las verdades sobrenaturales se tiene conocimiento más veraz de Dios, porque se tiene un conocimiento verdadero de Dios, cuando se considera que está por encima de todo lo posible que puede pensar de Él.Afirma Santo Tomás: «Únicamente poseeremos un conocimiento verdadero de Dios cuando creamos que su ser está sobre todo lo que pueda pensar el hombre sobre Dios, ya que la substancia divina trasciende el conocimiento natural del hombre»[10]. Esta trascendencia de Dios, respecto al entendimiento humano, queda afirmada claramente con la revelación, porque por el mismo hecho de que se proponga al hombre una verdad divina, que excede a la razón humana, le confirma que Dios está por encima de lo que se puede pensar.Los otros dos motivos de la utilidad de la revelación son prácticos. El primero es porque es un remedio a  la soberbia humana. El hecho de la revelación divina reprime la soberbia y el orgullo humanos, porque es posible que el hombre, engreído por su inteligencia, crea que pueda conocer toda la naturaleza de las cosas y, por ello,  piense que es verdadero todo lo que entiende y falso lo que no. Al proponerse al hombre, por la revelación, verdades que exceden la capacidad de todo entendimiento humano, se le enseña la humildad, necesaria para la búsqueda de toda verdad.Proporciona satisfacción el conocimiento de lo revelado, porque, aunque el conocimiento de Dios, que posee el hombre por la razón, sea muy pobre, le satisface más que otro más rico de las criaturas. «El entendimiento humano apetece y ama y sobremanera se deleita en el conocimiento de lo divino, por menguado que sea, mucho más que con el conocimiento perfecto que tiene de las cosas inferiores»[11].La fe le amplia el conocimiento de lo que está fuera de sus posibilidades naturales, y, por tanto, perfecciona a la  razón

humana  y le da una mayor satisfacción. Sin embargo este conocimiento lleva y exige la oración, para que sacie el corazón.  Sabiduría que se encuentra sintetizada en las sencillas  palabras de un humilde campesino santo, el fraile capuchino San Pío de Pietrelcina: «Con el estudio de los libros se busca a Dios; con la meditación se le encuentra»[12]. Eudaldo Forment  

[1] Concilio Vaticano I, Constitución sobre la fe católica, c. IV. [2] Ibíd.[3] Ibíd. En el canon de este mismo capítulo IV de la constitución dogmática se dice: «Si alguno dijere ser posible que alguna vez se debe dar a los dogmas propuestos por la Iglesia según el progreso de la ciencia un sentido distinto del que ha entendido y entiende la Iglesia, sea excomulgado» (Constitución dogmática  sobre la fe católica, cánones, IV, c. 3).[4] SAN VICENTE DE LERINS, Commonotorium, n. 23.[5] Santo Tomás, Suma Teológica, I, q. 1, a. 1, in c.[6] Cf. IDEM, Suma contra los gentiles, I, c. 4.[7] Como algunos de estos preámbulos de la fe fueron descubiertos por la razón en el mundo greco-romano no fue casual que en la evangelización cristiana se asumieran, junto con su valoración de la razón. Se reconoció que la sabiduría helénica había tenido una función preparatoria en orden a la religión cristiana, de una manera parecida a la revelación judía. Las dos tenían su origen en Dios y ambas eran sus fundamentos. El encuentro, por tanto, de la cultura helenística y su asunción, aunque depurada de lo erróneo, no es algo circunstancial ni accidental en la fe cristiana.[8] Cf. SANTO TOMÁS,  Suma Teológica, I, q. 2, a. 3, ad 1.

[9] Ibíd., I, q. 1, a. 1, in c.[10]  IDEM, Suma contra los gentiles, I, c. 5.[11] Cf. Ibíd., III, c. 25.[12] S. Pío de Pietrelcina, Buenos días (Ed. P. Gerardo Di Flumeri), Madrid, Difusora Bíblica-Franciscana, 2005, n. 5,  p. 43.

VI. Credibilidad e incredibilidadEudaldo Forment

Los motivos de credibilidad

Además de los preámbulos de la fe, puede preceder algo más  al acto de fe, los llamados «motivos de credibilidad». Al igual que los «preámbulos de la fe», soporte racional natural de la misma, los puede suplir la fe infusa, de manera parecida estos motivos pueden no estar en los que disfrutan de la fe, sin necesidad de poseerlos o buscarlos. Sin embargo, para todos son útiles, no porque sean el motivo de creer, que es la veracidad y autoridad de Dios, sino porque prueban, ante la razón humana, el hecho que Dios se ha revelado a los hombres.La aceptación de una verdad como revelada por Dios, en la que consiste el acto de fe, está motivada, en este sentido, no sólo porque su contenido no es algo irracional, sino también porque es razonable. Puede decirse que, ante la razón, no se cree irreflexivamente o a la ligera. Aunque la

razón humana no advierta la evidencia interna de lo creído, su verdad y su origen revelado, queda confirmada con obras, que sobrepasan el poder de la naturaleza.Entre estas obras fuera del orden de la naturaleza están los milagros, como la curación de enfermedades, resurrección de los muertos o hechos que no siguen las leyes naturales. Nota Santo Tomás que: «Lo que es más admirable, la inspiración de los entendimientos humanos, de tal manera que los ignorantes y sencillos, llenos del Espíritu Santo, consiguieron en un instante la más alta sabiduría y elocuencia. En vista de esto, por la eficacia de esta prueba una innumerable multitud, no sólo de gente sencilla, sino también de hombres sapientísimos, corrió a la fe católica, no por la violencia de las armas ni por la promesa de deleites, sino lo que es aún más admirable, en medio de grandes tormentos, en donde se da conocer lo que está sobre todo entendimiento humano y se coartan los deseos de la carne y se estima todo lo que el mundo desprecia».No obstante, precisa seguidamente, «el mayor de los milagros», y obra que manifiesta claramente la acción divina, es que la voluntad humana, movida desde dentro por la gracia de Dios,  haga que el entendimiento acepte el contenido sobrenatural de la revelación.Además, que, de acuerdo con ella, desee los bienes espirituales sobre los sensibles. «Y que esto no se hizo de improviso ni casualmente, sino por disposición divina, lo manifiesta el que Dios lo predijo que así se realizaría, a través de muchos oráculos de los profetas, cuyos libros tenemos en veneración como portadores del testimonio de nuestra fe»[1]. El milagro de la Iglesia            Hay otros fundamentos a la racionabilidad del asentimiento del acto de fe o «motivos de credibilidad». Además del hecho milagroso de la primera evangelización del mundo, se dieron otros muchos, pero de distinto valor. Estos prodigios, que confirmaron la fe,  no sólo se dieron

en los inicios de la Iglesia, se continúan dando en la actualidad con los milagros, por medio de los santos de la Iglesia.  No obstante, no sería necesaria la repetición de los prodigios pasados, porque ha perdurado su efecto, que es la misma Iglesia católica.La existencia de la Iglesia es, según Santo Tomás, un motivo de credibilidad, o de una ayuda divina externa a la fe. No sólo su existencia, sino los muchos bienes maravillosos, que se dan en ella. Además de la propagación de la Iglesia, su inagotable fecundidad a través del tiempo, su santidad y su unidad católica, son un evidente perpetuo auxilio a la credibilidad de la fe cristiana[2]. 

Necesidad de la razón y de los sentidosPor el contrario, los ataques a la religión cristiana  no son racionales, porque los argumentos que se emplean contra los contenidos de la fe, no pueden proceder rectamente de los primeros principios innatos, evidentes y conocidos por todos, ni, por tanto, tener poder demostrativo. Con la misma razón, por ello,  se pueden desarmar siempre.Con la razón humana no se puede, en cambio, demostrar los contenidos de la fe aunque sean racionales,porque exceden la capacidad de la razón humana. No por eso, sin embargo, las verdades racionales son contrarias a las verdades de fe. Sólo lo falso es lo contrario de lo verdadero, no, lo indemostrable para el hombre. Además, estos contenidos, que se poseen por la fe, han sido confirmados por la veracidad de Dios[3].  A pesar de la  trascendencia de los contenidos de la fe  respecto a la mente humana, se les puede aplicar             las operaciones comprensivas del entendimiento humano por la misma racionalidad de la fe, aunque no para comprenderlos perfectamente. Además, para conocer cualquier verdad de fe, incluso los mismos términos con

que está expresada, la razón ha de valerse de semejanzas con las cosas sensibles, aunque éstas son insuficientes para una comprensión de una manera casi demostrativa, ni mucho menos evidente.Las cosas sensibles por ser creadas por Dios proporcionan un conocimiento de su autor, pero insuficiente. Las cosas sensibles son solamente un vestigio de Dios, y, como huellas divinas, manifiestan solo una semejanza imperfecta y limitada de su causa. «En esta vida no podemos conocer la esencia de Dios tal cual es, pero la conocemos en la medida que está representada en las perfecciones de las criaturas yen esta misma medida la significan los nombres que le aplicamos»[4].Necesidad del conocimiento de la realidad creadaNota Santo Tomás que: «Es provechoso, sin embargo, que la mente humana se ejercite en estas razones tan débiles, porque para todo hombre es agradabilísimo captar algo de las cosas altísimas, aunque sea por una pequeña y débil razón –y que debe reconocer para   no presumir de  comprenderlas y demostrarlas–»[5]. Tarea de la que se ocupa la teología natural o filosófica.La teología natural y la teología sobrenatural no sólo no se oponen, sino que la primera conduce a la segunda. Por ello, la consideración de las criaturas contribuye a la comprensión de la fe cristiana.Es necesario, por tanto,  el estudio de las criaturas, para desechar los errores sobre Dios,pues los errores sobre las criaturas alejan del verdadero conocimiento de Dios y también, por ello, de las verdades de la fe.Las concepciones equivocadas de las criaturas llevan a una doctrina también falsa sobre Dios y, con ella, ya no es posible aceptar la fe cristiana, porque el error sobre las criaturas provoca una falsa concepción  sobre Dios y, como no es posible que la falsedad sea sujeto de la verdad, aparta de la fe[6].La fe es un conocimiento racional superior al conocimiento corriente y al filosófico, pero no hay que olvidar que, por

una parte, en la fe el entendimiento no comprende aquello a que asiente creyendo; por otra, que el entendimiento asiente porque quiere, movido por un auxilio especial de Dios, y no forzado por la evidencia misma de la verdad[7]. La libertad religiosaLas verdades esenciales sobre  lo que hay que creer, y que son el fundamento de lo que hay que hacer para obtener la felicidad perfecta,  están en  el Credo[8]. Su recitación es el acto de fe por excelencia. Sin embargo, sólo pueden hacer verdaderamente este acto de fe los que tienen la virtud sobrenatural de la fe[9].Los infieles, o los que no profesan la religión cristiana,  no pueden hacer este acto de fe,  porque no creen lo que Dios reveló con vistas a la felicidad sobrenatural del hombre. Puede ser, porque  lo ignoran, sin culpa alguna; o porque no han querido conocerlo, ni, por ello,  abandonarse  confiados a la acción de Dios, que puede y quiere dar la fe;  o  porque, habiéndolo conocido, han rehusado  a darle el asentimiento de su mente[10].No se puede imponer la fe. Los infieles tienen el derecho a la libertad personal y a seguir  la propia conciencia. Se lee en el nuevo Catecismo: «“En materia religiosa, ni se obligue a nadie a actuar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella, pública o privadamente, solo o asociado con otros, dentro de los debidos límites” (Concilio Vaticano II, Declaración sobre la libertad religiosa, 2; cf. Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual,  26). Este derecho se funda en la naturaleza misma de la persona humana, cuya dignidad le hace adherirse libremente a la verdad divina, que trasciende el orden temporal. Por eso, “permanece aún en aquellos que no cumplen la obligación de buscar la verdad y adherirse a ella” (Declaración sobre la libertad religiosa, 2)»[11].El derecho de los infieles no puede ser impedido por nadie[12]. Sin embargo, el mandato divino de anunciar el Evangelio, o el derecho a la libertad religiosa confiere

también el derecho a su protección, incluso, indica Santo Tomás,  con la intervención militar. «Hay infieles que nunca han recibido la fe, como los gentiles y los judíos. Estos no deben ser obligados de ninguna forma a creer, porque el acto de creer es propio de la voluntad. Deben ser, sin embargo, forzados por los fieles, si tienen poder para ello, a no impedir la fe con blasfemias, incitaciones torcidas o persecución manifiesta. Por esta razón, los cristianos suscitan con frecuencia la guerra contra los infieles, no para obligarles a aceptar la fe, pues si los vencen y hacen cautivos los dejan en su libertad de creer o no creer, sino para forzarlos a no impedir la fe de Cristo»[13].Además, afectaría al derecho de la libertad religiosa, que se refiere tanto a la religiosidad en el ámbito privado como a su manifestación individual o colectiva en público. Declaraba el papa San Juan XXIII que: «Entre los derechos del hombre débese enumerar también el de poder venerar a Dios, según la recta norma de su conciencia, y profesar la religión en privado y en público (…) Nuestro predecesor, de inmortal memoria, León XIII afirma: “Esta libertad, la libertad verdadera, digna de los hijos de Dios, que protege tan gloriosamente la dignidad de la persona humana, está por encima de toda violencia y de toda opresión y ha sido siempre el objeto de los deseos y del amor de la Iglesia. Esta es la libertad que reivindicaron constantemente para sí los apóstoles, la que confirmaron con sus escritos los apologistas, la que consagraron con su sangre los innumerables mártires cristianos” (Leon XIII, Libertas praestantissimum,  3, 21)»[14]. La creencia natural y la fe del pecadorLos hombres irreligiosos no pueden hacer el acto de fe del cristiano; porque, incluso si tienen por cierto lo que Dios reveló ––debido a la autoridad de Dios, que no puede equivocarse, ni engañarnos––, la adhesión de su mente no es el efecto de la virtud sobrenatural de la fe infusa. Lo es entonces de una fe natural adquirida por la evidencia de

unos signos o hechos. Además, esta fe natural carece del querer, por la virtud teologal de la caridad, a la palabra de Dios, ni tiene, por ello, hacía ella confianza ni afecto.Se diferencian así del estado de la fe del pecador, que conserva la fe sobrenatural, aunque en un estado informe, por no estar formada por la caridad, por carecer de la gracia santificante, como consecuencia de su pecado mortal.El Concilio de Trento proclamó esta tesis frente a los protestantes,  al definir que: «Si alguno dijere que, perdida la gracia por el pecado, se pierde siempre y al mismo tiempo la fe. O que la fe que queda no es verdadera fe, aunque no esté viva, ó que el que tiene fe sin caridad no es cristiano, sea excomulgado»[15].El Concilio Vaticano I declaró además que: «La misma fe en sí, aunque no obre animada de la caridad, es un don de Dios, y su ejercicio es obra conducente a la salvación, por cuya virtud el hombre presta libremente obediencia al mismo Dios, consintiendo y cooperando a su gracia, a la cual podría resistir»[16].La fe formada y la fe informe no son dos virtudes distintas. Sólo se distinguen, indica Santo Tomás, en su perfección, porque: «La distinción de la fe formada y de fe informe se basa en lo que concierne a la voluntad, es decir, en la caridad, y no en lo que pertenece al entendimiento. De ahí que la fe formada y la fe informe no sean hábitos diversos»[17].Además, con la fe natural en Dios, hasta se puede detestar la palabra de Dios- En cambio: «La fe, que es don de la gracia, aunque sea informe, inclina al hombre a creer por cierto amor al bien. De ahí que la fe de los demonios no es don de la gracia, sino que más bien son obligados a creer por la perspicacia natural de su entendimiento»[18]. Al mismo tiempo, esta «fe», precisa Santo Tomás, no es en ningún modo meritoria, porque: « lo que desagrada a los demonios es que los signos de la fe sean tan evidentes, que se ven forzados a creer. El hecho, pues, de que crean,

en nada disminuye su malicia»[19]. Por esta fe informe natural se dice en la Escritura: «También los demonios creen y tiemblan»[20]. La creencia del herejeLos herejes, los que rechazan alguna verdad revelada,  no pueden hacer el acto de fe de la virtud sobrenatural; porque, hasta si se adhieren, por su mente, a tal o cual punto de la doctrina revelada, no se adhieren porque tengan la fe teologal, que no poseen en ningún estado. «El hereje que rechaza un artículo de fe no tiene el hábito ni de fe formada ni de fe informe».La razón que da Santo Tomás es la siguiente: «Es evidente que quien presta su adhesión a la doctrina de la Iglesia, como regla infalible, asiente a cuanto ella enseña. De lo contrario, si de las cosas que sostiene la Iglesia admite unas y otras las rechaza libremente, entonces no da su adhesión a la doctrina de la Iglesia como a regla infalible, sino a su propia voluntad. Por lo tanto, el hereje que pertinazmente rechaza un artículo no se halla dispuesto para seguir en todo la doctrina de la Iglesia (no sería hereje, sino sólo un equivocado, si no lo hiciera con pertinacia). Queda, pues, manifiesto que el hereje que niega un solo artículo no tiene fe de los otros, sino únicamente opinión según su propia voluntad»[21].Las verdades que creen estos herejes lo son sólo por fe adquirida y que, en este caso,  es calificada por Santo Tomás como de mera opinión, porque es según el propio juicio., no lo es por fe teologal o sobrenatural. Los herejes son así más culpables con relación al acto de fe, que los irreligiosos.Tampoco los apostatas, los que abandonan totalmente la fe que se ha recibido en el bautismo, y que antes habían aceptado voluntariamente,  pueden hacer el acto de fe. En realidad, la apostasía es lo mismo que la herejía, porque no es la negación de una o más verdades de la fe católica, sino la negación de todas. Es la herejía total[22].

 La infidelidadLa herejía y la apostasía son especies de la infidelidad, en sentido formal y positivo,  y que supone el mayor alejamiento de la fe[23]. Debe tenerse en cuenta que: «La infidelidad puede tener dos acepciones. Una, como pura negación, y entonces infiel será el que no tiene fe. Otra, en la que infidelidad se toma por oposición a la fe y entonces infiel el que rechaza oír las proposiciones de la fe o la desprecia, conforme a las palabras de Isaías: “¿Quién creerá lo que hemos oído?” (Is 53, 1). En esto consiste propiamente la infidelidad, y así entendida es pecado».En cambio: «Si tomamos la infidelidad como pura negación, como se da en los que no han oído nada sobre la fe, no tiene razón de pecado, sino más bien de pena, porque esta ignorancia de las realidades divinas es una consecuencia del pecado del primer padre»[24]. La infidelidad material o negativa, que es involuntaria, no es pecado, porque: «El poseer la fe no está al alcance de la naturaleza humana, sino solamente el no oponerse a la moción interior y a la predicación externa de la verdad»[25].La situación de estos infieles o paganos es, sin embargo, infortunada. «Los infieles no pueden realizar las obras buenas procedentes de la gracia, esto es, las obras meritorias: aunque pueden cumplir algunas obras buenas para las que basta el bien de la naturaleza»[26]. Además, pueden obtener por la misericordia de Dios la gracia, y así arrepentirse de sus pecados y desear implícitamente el bautismo. Sin embargo, carecen de los poderosos auxilios de la religión católica, como lo son, por ejemplo, los sacramentos. Sin ellos, es muy difícil superar el mal, que les aleja de Dios.                La infidelidad formal o positiva es un pecado contra fe y el más grave pecado, que se puede cometer, sólo inferior al odio a Dios, que se opone directamente a la caridad. «Todo pecado consiste en la aversión a Dios. Y tanto mayor será un pecado cuanto más separa al hombre

de Dios. La infidelidad es lo que más aleja de Dios, porque priva hasta de su verdadero conocimiento, y el conocimiento falso de Dios no acerca, sino que aleja más al hombre de Él. Y no podemos decir que conoce algo de Dios el que tiene de Él una opinión falsa, porque eso que él piensa no es Dios. En consecuencia, consta claro que el pecado de infidelidad es el mayor de cuantos pervierten la vida moral»[27]. Es el más peligroso de todos, porque al rechazar la fe al mismo tiempo se hace con la propia salvación eterna.El pecado contra la fe, el no querer someter la propia mente a la palabra de Dios por respeto y por amor a esta palabra, siempre es culpa del hombre, porque resiste a la gracia actual de Dios, que le invita a hacer este acto de sumisión. Por ello: «La infidelidad como pecado nace de la soberbia, por la que el hombre no somete su entendimiento a las reglas de la fe y a las enseñanzas de los Padres»[28].Todos los hombres que viven en este mundo tienen siempre la gracia actual de la fe, aunque en grados diversos, según  le plazca a Dios distribuirla en los designios de su Providencia. Tener la virtud de fe sobrenatural es, de una cierta manera, la gracia más grande de Dios, porque, sin la fe sobrenatural,  no se puede nada en el orden de la salvación; y estamos totalmente perdidos para la otra vida, a menos que se reciba de Dios antes de morir.

VII. La gracia de DiosEudaldo Forment

Las mociones de Dios

Para una mayor comprensión de la doctrina de Santo Tomás  sobre la sabiduría, natural y sobrenatural, o de una manera más concreta sobre la relación entre la  razón y la fe, es necesario  examinar la de la gracia, o moción sobrenatural, por ser la causaeficiente de toda saber sobrenatural y, por tanto, de la virtud y del acto de fe.Los auxilios de Dios que mueven a las criaturas por su voluntad salvífica universal, y que se denominan mociones, son sobrenaturales, como son los de la gracia, pero los hay también naturales. La existencia de las mociones naturales se puede explicar por la Providencia divina, plan divino, o programa,  que, desde la eternidad, ha dispuesto de todas y cada una de las criaturas, para su gobierno en el tiempo. Efectos de la ProvidenciaLa providencia en las criaturas tiene dos efectos principales.  El primero  es que Dios conserva las cosas en el ser. Si la producción del ser de las cosas es el resultado de la voluntad divina, también lo es el no ser, pues Dios permitió que no tuvieran ser y cuando quiso les dio el ser. Por tanto, continúan teniendo el ser en cuanto Dios lo quiere[1].

El segundo efecto  es la intervención divina en el obrar, o la producción del ser  por las criaturas. Hay una intervención divina en la acción de las criaturas. Dios tiene que actuar para que los entes obren,porque únicamente Dios es ente por esencia –porque solamente en Dios el ser es su esencia– y todos los demás lo son por participación.Además, lo que es por esencia es causa propia de lo que es por participación. «Lo que es tal por esencia es causa propia de lo que es tal por participación, como el fuego es la causa de todo lo encendido»[2]. De manera que todo el que da el ser a una cosa, esencial o accidental, tiene que hacerlo en cuanto obra por virtud del ente por esencia, que es Dios. Esta tesis, de origen neoplatónico, no es inusitada en el sistema tomista. En la cuarta vía de la existencia de Dios, por ejemplo, se utiliza también este principio, que se formula así: «Lo máximo de cualquier género es causa de todo lo que en aquel género existe, y así el fuego que tiene el máximo calor, es causa del calor de todo lo caliente»[3]. Los entes que poseen la perfección, que se significa en el género, en un cierto grado o limitación, y, por tanto, la tienen en parte, o participan de ella, no la pueden tener por sí mismo, sino sólo por el ente que la posee en toda su plenitud, porque coincide con ella, y no la tiene por participación, sino por sí mismo por su propia esencia. Dios es causa de que obren cuantas cosas obran, porque –de la misma manera que es causa de su ser, cuando han comenzado a ser, y lo produce  mientras son, conservándolas en él– es causa de la virtud operativa con la que las creo y también la causa constantemente en las cosas que permanecen en el ser[4]. Las criaturas, por consiguiente, al actuar por su propio poder, son movidas por Dios. De manera que Dios obra en todo el que obra y es  causa de su obrar. Dios y la criatura son igualmente causas de la acción, pero distintas, porque Dios actúa como Causa primera y todo

agente creado como causa segunda. La moción divina, la de la Causa primera, incomprensible para nosotros, no es idéntica, sino  análoga a las mociones creadas, que actúan como causas segundas.Como consecuencia, tanto la causa primera como  las causas segundas son verdaderamente agentes del obrar, porque la moción divina de la causa primera penetra en lo más profundo de las acciones, dándoles lo que tienen de ser, y, por tanto, las acciones de la criatura proceden totalmente de Dios, comoCausa primera. Asimismo proceden de las mismas criaturas, como causas segundas, que son así también agentes. 

La premoción divina            El influjo activo de Dios, o moción divina, sobre las causas segundas es inmediato, porque les da la eficacia actual. Es físico, porque actúa como causa eficiente con su propia acción. No procede de una manera atractiva o persuasiva sobre cada acción del agente creado para que éste actúe, sino real y eficazmente.La acción de Dios, inmediata y física, no es simultánea con el influjo causal de la criatura. No hay concurrencia simultánea de las dos causas, primera y segunda. La moción de la  causa primera es anterior por naturaleza a la acción de la segunda, al igual que la causa es anterior naturalmente a su efecto.A la acción o moción divina se le puede denominar premoción por su carácter de ser previa a la moción de la criatura, aunque continúa después. El término «premoción», que no utilizó el Aquinate, pero si los tomistas, no es más que una explicitación  de la propiedad de la moción de ser previa, porque como explícitamente afirma Santo Tomás: «La moción del motor precede al movimiento del móvil en naturaleza y causa»[5].Dios obra con su  premoción física como sirviéndose de las

causas segundas. Dios obraen y por todas las causas segundas. De la premoción divina se sigue que Dios ha de estar necesariamente en todo lugar y en todas las cosas. Dios no  está en las cosas como mezclado con ellas, sino a modo de causa eficiente[6].            Sin embargo, no se puede inferir de esta presencia divina en las criaturas que éstas no actúen en la producción de los efectos naturales, porque Dios comunica su bondad a las criaturas de manera que una pueda transfundir a otra lo que recibió. Por ello, si no se reconocieran las propias acciones de las criaturas, tampoco se consideraría adecuadamente  la infinita y suma  bondad divina[7].No es un inconveniente que un mismo efecto sea producido por Dios y por  la criatura, porque actúan de diferente manera: Dios actúa como Causa primera y todo agente creado, como causa segunda, subordinada a la primera[8]. No es que una parte del efecto se atribuya a Dios y otra a la criatura, porque cada agente  realiza totalmente el efecto, aunque de diferente manera. De modo parecido, una pieza musical se atribuye en su totalidad al instrumento con que se ejecuta y al que maneja dicho instrumento. La graciaExplica Santo Tomás, en la Suma teológica, que la palabra «gracia», se emplea en tres sentidos, porque: «En el lenguaje común, gracia tiene una triple acepción. Primera, el amor de alguno; y así decimos que tal soldado tiene la gracia del rey, es decir que el rey le halló grato. Segunda, un don concedido gratuitamente; en este sentido solemos decir: “Te hago esta gracia”. Tercera, agradecimiento por un beneficio concedido gratuitamente; en esta acepción decimos: dar gracias por los beneficios».Los tres sentidos de gracia ––benevolencia, don gratuito y gratitud–– están relacionados, porque, como añade seguidamente el Aquinate: «De estas tres acepciones, la segunda depende de la primera, pues del amor, por el cual a uno le es grata otra persona, depende que le conceda

gratuitamente alguna cosa. De la segunda depende la tercera, porque de los beneficios recibidos gratuitamente nace la acción de gracias».Los sentidos de favor, don y agradecimiento se dan perfectamente en la gracia divina, ya que es un favor o benevolencia de Dios, que se explica por su generosidad y que merece gratitud.Según Santo Tomás, la gracia pone en el alma espiritual una realidad creada e intrínseca. «Como el bien de la criatura proviene de la voluntad divina, por eso del amor de Dios –que quiere un bien para la criatura– nace un bien para la criatura. Más la voluntad del hombre se mueve por el bien que existe en las cosas, y de ahí que el amor del hombre no causa totalmente la bondad de la cosa, sino que la presupone parcial o totalmente. Es evidente, pues, que a cualquier acto del amor de Dios sigue un bien causado en la criatura, pero no coeterno al amor eterno».La gracia, que es una  realidad creada y que es intrínseca al alma, su sujeto, no pertenece al orden de la naturaleza, es sobrenatural. Se explica, porque se pueden distinguir: «Dos clases de amor de Dios a las criaturas: uno común, con el que “ama a todas las cosas que existen” (Sb 11, 25), en cuanto que da el ser natural a las cosas creadas; otro especial, con el cual eleva a la criatura racional sobre su condición natural a participar del bien divino. Por razón de este amor, se dice que ama a alguno absolutamente, porque con este amor Dios quiere absolutamente para la criatura el bien eterno, que es Él mismo. Así, pues, al decir que el hombre tiene la gracia de Dios, afirmamos que hay en el algo sobrenatural que proviene de Dios»[9]. La gracia precede a todo mérito humano, es dado gratuitamente  «Por eso dice San Pablo: “Si por gracia, ya no es por las obras, porque entonces la gracia ya no sería gracia“(Rom 11, 6)»[10].Lo que hace principalmente la realidad de la  gracia es elevar al orden sobrenatural, al de la vida divina, no exigido en ningún sentido por la naturaleza humana, y que

trasciende infinitamente sus exigencias. Se puede, por ello, definir la gracia como un don sobrenatural, concedido gratuitamente por Dios, que es una realidad sobrenatural creada e intrínseca en el alma, para que el hombre pueda alcanzar la vida sobrenatural eterna. La gracia santificanteLa  realidad de la gracia puede determinarse, si se tiene  en cuenta que puede ser habitual y actual. La primera es la llamada gracia santificante, porque santifica al hombre y permite su unión con Dios. La gracia santificante hace que el hombre participe real, aunque accidentalmente, de la naturaleza y vida de Dios.Advierte Santo Tomás que la gracia santificante no es una realidad substancial, sino un accidente. «Como la gracia es superior a la naturaleza humana, no puede ser substancia o forma substancial, sino que es forma accidental del alma misma; porque lo que está substancialmente en Dios se produce accidentalmente en el alma que participa la divina bondad, como se ve respecto de la ciencia. Según esto, como el alma participa imperfectamente la divina bondad, la misma participación de esta bondad –que es la gracia– tiene su existencia en el alma de un modo más imperfecto que la existencia del alma en sí misma»..  Precisa seguidamente, que la gracia: «No obstante, es más noble que la naturaleza del alma, en cuanto que es expresión o participación de la bondad divina, aunque no en cuanto al modo de ser»[11]Más concretamente,  la gracia habitual pertenece al accidente de la cualidad. El argumento que da Santo Tomás para probarlo es el siguiente: «De las criaturas naturales (Dios) tiene tal providencia que no solo las mueve a los actos naturales, sino que además les da algunas formas y virtudes que son principios de sus actos, para que por sí mismas se inclinen a estos movimientos; y así, los movimientos con que son movidas por Dios les son connaturales y fáciles, según lo que dice la Escritura:

“Dispone todas las cosas con suavidad” (Sb 8, 1). Con mayor razón, pues, infunde algunas formas o cualidades sobrenaturales en aquellos que Él mueve a conseguir el bien sobrenatural eterno, para que mediante ellas sean movidas por él con suavidad y prontitud a conseguirlo. Por tanto, el don de la gracia es una cualidad»[12]. La cualidad de la graciaCon la determinación de la gracia santificante como una cualidad, se indica que, como toda cualidad, es un accidente que determina a la sustancia en sí misma. Además: «La gracia encaja en la primera especie de cualidad»[13].Hay cuatro especies de cualidades.La primera es la especie de la cualidad del hábito, que dispone a la substancia permanentemente   en su ser –y entonces son hábitos entitativos–, o en su actividad –y, en  este caso son hábitos operativos–.La segunda especie de la cualidad es la de la facultad o potencia, que es el principio próximo de operación del sujeto.Como es, por ejemplo, la facultad intelectiva.La tercera es la especie de las cualidades pasibles, que siguen a los cambios substanciales o los producen. Son las cualidades sensibles de la substancia material: color, sonido, olor, sabor y calor.La cuarta es la especie de la figura, que es la determinación de la cantidad, según la disposición de las partes de un cuerpo.Se puede así definir con una mayor caracterización la gracia santificante con la siguiente definición: la gracia santificante es una realidad sobrenatural creada e intrínseca, accidental, que es una cualidad a modo de hábito, cuyo sujeto es la esencia de la misma alma. Efectos principales de la graciaEl efecto primero y fundamental de la gracia santificantes es la de  hacer participes de la naturaleza y la vida de Dios,

con una participación física y formal, aunque análoga y accidental.El segundo efecto es la comunicación de la naturaleza divina, aunque no íntegramente, sino de un modo participado,  que hace al hombre hijo de Dios.Como consecuencia, si la filiación divinaconsiste en recibir la misma naturaleza específica de otro, que es así el padre, al hombre, con la gracia, se le comunica una verdadera y real filiación divina. Con su posesión, el hombre se convierte así en hijo de Dios.Debe advertirse que, sin embargo, el hombre no se convierte en hijo de Dios como Jesucristo,porque la filiación no es por naturaleza, como lo es Jesucristo, Hijo de Dios por naturaleza. La filiación del hombre por la gracia es  de adopción.No obstante, la filiación adoptiva divina no es igual que las adopciones humanas, porque a diferencia de estas últimas, que son meramente legales –y, por tanto, sin poner nada intrínseco en el adoptado–, la adopción divina comunica real e intrínsecamente la verdadera realidad divina.El tercer efecto de la gracia santificante, que se sigue del anterior,  es hacer a su sujeto grato y amigo de Dios, porque la amistad se funda en la comunicación o compartición de un bien. «Para la razón de amistad se exige una mutua redamación, pues el amigo es amigo para el amigo. Esta correspondida benevolencia se funda en alguna comunicación. Habiendo, por lo tanto, cierta comunicación del hombre con Dios, en cuanto nos comunica su bienaventuranza sobre tal comunicación es menester cimentar alguna amistad. De esta comunicación se dice: “Fiel es Dios, que os llamó a sociedad con su Hijo” (1 Cor, 1,9)»[14]. Por consiguiente, la gracia santificante hace digno de la vida eterna, a título de heredero, porque hace que se sea  hermano de Cristo y coheredero con Él. La gracia y la Santísima Trinidad En cuarto lugar, también se sigue de los efectos

anteriores, es  que en el sujeto de la gracia santificante se da una presencia especial, que es la inhabitación de las divinas personas en su almaHabía dicho Santo Tomás en la primera parte, de la Suma: «Hay un modo común por el cual está Dios en todas las cosas por esencia, presencia y potencia, como la causas en los efectos que participan de su bondad»[15].En las criaturas, está presente por estos tres modos, porque: «Dios está en todas partes por potencia en cuanto que todos están sometidos a su poder. Está por presencia en cuanto que todo está patente y como desnudo a sus ojos. Y está por esencia en cuanto está en todos como causa de su ser»[16].En el tratado de la Santísima Trinidad precisa Santo Tomás que: «Sobre este modo común hay otro especial que conviene a la criatura racional, en la cual se dice que se halla Dios como lo conocido en el que conoce y lo amado en el que ama. Y puesto que la criatura racional, conociendo y amando, alcanza por su operación hasta al mismo Dios, según este modo especial no solamente se dice que Dios está en la criatura racional, sino que también habita en ella como en un templo».Dios Trino, por la gracia santificante, que da una participación de la vida íntima de Dios, y por las operaciones del conocimiento y del amor sobrenaturales, que proceden de ella, inhabita en el alma. La inhabitación de la Santísima Trinidad en el alma humana, la convierte en templo vivo de Dios y posee vitalmente las personas divinas- Sobre este misterio, concluye el Aquinate: «Ningún otro efecto que no sea la gracia santificante puede ser la razón de que la persona divina esté de un modo nuevo en la criatura»[17].También advierte, en primer lugar, que a la inhabitación, o presencia gratuita y misteriosa de las personas divinas en el alma con gracia santificante, puede llamársele igualmente gracia, pero a diferencia de las otras gracias es

infinita e increada por ser el mismo Dios.En segundo lugar, que la inhabitación en el alma en gracia, puede ser experimentada por los místicos, porque: «Por el don de la gracia santificante es perfeccionada la criatura racional, no sólo para usar libremente de aquel don creado, sino para gozar de la misma persona divina»[18].La experimentación de los místicos de esta presencia de la Santísima Trinidad en el alma, de la que «gozan» es posible por la gracia. «No se dice que tenemos sino aquello de que libremente podemos usar y disfrutar, y sólo por la gracia santificante tenemos la potestad de disfrutar de la persona divina»[19].            Todavía se podría enumerar otros admirables efectos que produce la misteriosa realidad de la gracia, como la de poder vivir una vida sobrenatural, superior a la que proporciona la naturaleza humana y hasta de la angélica; la santificación; la justificación; la capacidad de adquirir méritos sobrenaturales y la unión intima con Dios. Actualidad de la doctrina tomista de la graciaEn la teología reciente, muchas veces –quizá por desconocimiento, o afán de novedades, o para evitar polémicas que afectarán al ecumenismo, o por cualquier otro motivo no siempre objetivo–  se intenta definir la gracia por sus efectos, como la santificación, y se acusa a las doctrinas escolásticas  de «cosificación». Para no caracterizar la gracia como «algo» creado, incluso se ha llegado a decir, que «no es algo que Dios nos da, sino Dios mismo que se nos da», y con ello confundir explícitamente la gracia creada con la increada.Sin embargo, para Santo Tomás, la gracia, como se infiere de lo expuesto, no es una «cosa», en el sentido de una entidad substancial, que, por tanto,  tenga un ser propio. La gracia  es un hábito, una cualidad, un accidente, y no tiene, por ello, un ser propio, sino, como todo accidente, el ser de la substancia, en este caso el acto personal de receptor de la gracia.

También, en el nuevo Catecismo se define la gracia de este modo, al afirmar que: «La gracia santificante es un don habitual, una disposición estable y sobrenatural que perfecciona al alma para hacerla capaz de vivir con Dios, de obrar por su amor»[20].Además, la gracia es creada, porque, como explica Santo Tomás: «La  creación es el pasar de la nada al ser (…) La primera creación fue hecha cuando de la nada fueron producidas las criaturas por Dios en el ser de la naturaleza, y entonces era nueva la criatura. Pero por el pecado se hace vieja (…) Así que hubo necesidad de una nueva creación», que sería la gracia querida por Dios Padre, conseguida o realizada  por Cristo y donada o aplicada por el Espíritu Santo.Añade el Aquinate: «la cual creación es ciertamente de la nada, porque quienes carecen de la gracia no son nada, (…) Dice San Agustín: “porque el pecado es la nada, y en la nada obran los hombres cuando pecan”. Y así es patente que la infusión de la gracia  es cierta creación»[21].            Santo Tomás cita estas palabras de San Agustín, que se encuentran en su comentario el principio del Prólogo del Evangelio de San Juan. En su  predicación en Hipona, el domingo 9 de diciembre del año 406, dijo: «Todo se hizo mediante ella (la Palabra o el Verbo), y sin ella nada se hizo (Jn 1,3) no vayáis a pensar que la nada es algo. Muchos, por una deficiente interpretación del texto «sine ipso factum est nihil» (sin ella la nada se hizo), piensan que la nada es algo. El pecado ciertamente no fue hecho por ella, y el pecado es la nada, evidentemente, y a la nada vuelven los hombres cuando pecan. Tampoco los ídolos han sido hechos por la Palabra. Tienen, es verdad, una apariencia humana, pero es el hombre el que ha sido hecho por la Palabra, puesto que la forma humana del ídolo no ha sido hecho por la Palabra; y así leemos en la Escritura: Sabemos que un ídolo no es nada (1Co 8,4). Luego esto no ha sido hecho por la Palabra. En cambio, sí lo han sido todos aquellos seres que tiene una naturaleza y

que existen en la creación»[22].            La gracia es una «cierta creación», porque precisa el Aquinate, en otro lugar, anticipándose  a las objeciones posteriores de que sea una criatura : «La gracia , al no ser una forma subsistente, no le compete de suyo propiamente ni ser ni ser hecha; por ello, propiamente no es creada según el modo el que son creadas las substancias subsistentes en sí. Sin embargo, la infusión de la gracia se aproxima a la razón de creación en cuanto la gracia no tiene una causa en el sujeto, ni una causa eficiente, ni una materia en la cual esté en potencia de tal modo que puede ser llevada al acto por medio de un agente natural, como sucede en las demás formas naturales»[23].             Siguiendo fielmente a Santo Tomás, explicaba un tomista de nuestros días que, no obrante, no importa que la gracia, aún con estas diferencias,  pertenezca al mismo orden metafísico que el natural, sino que«Dios al dar la gracia actúa en modo intrínseco a la criatura y la transforma desde su acto de ser que es lo más intimo que tiene y por el que Dios es intimius al alma que el alma misma»[24]. En las Confesiones dice San Agustín que Dios es «más interior que lo íntimo mío»[25].Por la gracia: «Desde su mismo ser, la persona es recreada y hecha participe de una nueva vida, que no anula su vida humana no se yuxtapone a ella sino íntimamente la transforma, en manera no observable directamente –como tampoco el alma-, pero reconocible por la novedad que opera en nuestra conducta»[26].La recreación de la gracia es perfectiva, porque: «Al asumir y divinizar la gracia a la naturaleza, hay una transformación del dinamismo operativo de la persona (…) Hay un enriquecimiento de la libertad: sin dejar de ser libre, antes empleando en ello todas las energías de su libertad, el hombre aprende progresivamente a moverse según el querer del Espíritu Santo (…) De ahí (…) el lugar central que ocupa en la moral cristiana la virtud de la humildad, casi desconocida por los paganos; el hombre que deja

hacer a Dios llega mucho más lejos, pero sin gloriarse de ello; es mucho más audaz, pero desconfiando de sí mismo. Es la activa-pasividad de que habla la mística y se encuentra en todo hombre en gracia por los dones del Espíritu Santo»[27]. Eudaldo Forment 

[1] Cf. SANTO TOMÁS, Suma contra los gentiles, III, c. 65.[2].Ibíd., III, c. 66.[3] IDEM, Suma Teológica, I, q. 2, a. 3, in c.[4] Cf. IDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 67.[5] Cf. Ibíd., III, c. 149,[6] Cf. Ibíd., III, c. 68.[7] Cf. Ibíd., III, c. 69.[8] Cf. Ibíd., III, c. 70.[9] IDEM, Summa Theologiae, I-II, q. 110, a. 1, in c.[10] IDEM, Suma contras los gentiles., III, c. 150.[11] IDEM, Suma Teológica, I-II, q. 110, a. 2, ad 2 .[12] Ibíd., I-II, q. 110, a. 2, in c.[13] Ibíd., I-II, q. 110, a. 3, ad 3.[14] Ibid., II-II, q. 23, a. 1, in c.[15] Ibíd., I, q. 43, a. 3, in c.[16] Ibíd., I, q. 8, a. 3, in c.[17] Ibíd., I, q. 43, a. 3, in c.[18] Ibíd., I, q. 43, a. 3, ad 1.[19] Ibíd., I, q. 43, a. 3, in c.[20] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2000.[21] SANTO TOMÄS, Comentario a la Segunda Espístola a los Corintios, c. 5, lecc 4.[22] SAN AGUSTÍN, Tratados sobre el Evangelio de San Juan, trat. I, n. 13[23] SANTO TOMÁS, De Potentia, q.3, a. 8, ad 3[24] RAMÓN GARCÍA DE HARO, “Lex scripta in cordibus: naturaleza y gracia. A propósito de algunos textos de los

comentarios bíblicos de Santo Tomás”, enAtti del IX Congresso Tomistico Internazionale, Roma, 1990, pp. 107-116, p. 107.[25] San Agustín, Confesiones, III, 7, 12.[26] RAMÓN GARCÍA DE HARO, “Lex scripta in cordibus: naturaleza y gracia. A propósito de algunos textos de los comentarios bíblicos de Santo Tomás”, op. cit., p. 112.[27] Ibíd., pp. 109-110.

VIII. La gracia actualEudaldo Forment, el 1.01.15 a las 1:24 PM

VIII. La gracia actual La perfección de la gracia santificanteEl  efecto fundamental de la gracia santificante, el cimiento o raíz  y la fuente de todos los demás, es proporcionar una participación de la naturaleza divina, y, por tanto, el «no ser totalmente, sino tener algo de ella»[1]. Además, la participación divina es de una manera inherente o accidental y según cierta analogía, ya que la gracia sólo hace a su sujeto  «participar según cierta semejanza del ser divino»[2] o de la «naturaleza divina»[3] Este admirable efecto en el alma muestra la perfección de la gracia, que, como también afirma Santo Tomás,   perfecciona la esencia del alma «mediante una especie de nueva generación o creación»[4].Del mismo modo se manifiesta la perfección sobrenatural

de la gracia en sus otros tres efectos principales –la filiación divina adoptiva; la conversión en gratos a Dios como hermanos de Cristo y coherederos del cielo; y el ser templo de la Santísima Trinidad–. Igualmente, en todos los demás efectos derivados, como la comunicación de la vida sobrenatural, la unión intima con Dios, la capacidad de merecer, la justificación, y  la santificación.Para determinar el grado de perfección de la gracia, argumenta Santo Tomás, en lenguaje aristotélico, que ser un habito o una cualidad: «no puede ser substancia o forma substancial, sino que es forma accidental del alma misma, porque lo que está substancialmente en Dios se produce accidentalmente en el alma que participa la divina bondad, como se ve respecto de la ciencia. Según esto, como el alma participa imperfectamente la divina bondad, la misma participación de esta bondad –que es la gracia– tiene su existencia en el alma de un modo más imperfecto que la existencia del alma en sí misma».En consecuencia, hay que afirmar que en cuanto accidente que inhiere en la substancia del alma, que es subsistente, la gracia santificante es menos perfecta que ella. «No obstante, es más noble que la naturaleza del alma, en cuanto que es expresión o participación de la bondad divina, aunque no en cuanto al modo de ser»[5].Si se considera la gracia en sí misma, en su misma esencia, sin tener en cuenta el modo que existe en el alma humana, y que no procede de la substancia del alma, como los otros accidentes, sino de la misma substancia divina, puede decirse que de manera absoluta es más perfecta que el alma substancial, en la que está. Por ser una participación más plena de la naturaleza divina que la que tiene cualquier substancia creada, la gracia es más perfecta que cualquiera de ellas.Aunque toda gracia sea un hábito accidental, es más noble que la substancia que inhiere, porque un accidente puede ser superior a su sujeto. Ciertamente: «Todo accidente es inferior en su ser a la substancia, porque la substancia es

ente en sí mismo, y el accidente en otro. Más no siempre por razón de su especie. Así, el accidente causado por el sujeto es menos digno que el sujeto, como el efecto respecto de la causa; pero el causado por la participación de una naturaleza superior es de más dignidad que el sujeto en cuanto a la semejanza de la naturaleza superior, como la luz respecto de lo diáfano. En este sentido, la caridad es más digna que el alma, por ser una participación del Espíritu Santo »[6]. En este sentido, la gracia es más digna que el alma, por ser una participación del Espíritu Santo. 

La obra máxima de DiosDe esta excelencia de la gracia sobre el alma, que las operaciones de la gracia, por ser ésta una participación de la naturaleza divina –aunque de modo accidental y analógico– también son superiores a cualquiera  de las que puedan realizar las criaturas naturales.Por ser la gracia formalmente divina, según el modo explicado, su operación propia es la contemplación de la esencia divina y el gozo de su bienaventuranza. Santo Tomás llega a afirmar, por ello, que: «El bien del universo es mayor que el bien particular de uno, si se entienden ambas cosas en el mismo sentido. Pero el bien de la gracia de uno es mayor que el bien natural de todo el universo»[7]. Cada  gracia dada por Dios supera en perfección a toda la obra de la creación.            En este mismo lugar, Santo Tomás cita unas palabras de San Agustín, que confirman esta afirmación. Se pregunta el santo obispo de Hipona: «¿Qué obras mayores hay (…), sino que (el hombre) de impío sea hecho justo?»[8]. Justifica que es más hacer un pecador justo con la gracia que hacer el cielo y la tierra con la indicación del Evangelio que:  «”el cielo y la tierra pasarán” (Mt 24,35); en cambio permanecerán la salvación y

justificación»[9]. Las gracias operativasLa gracia santificante proporciona la vida sobrenatural, pero no, en cambio, la operación de actos sobrenaturales, porque, aunque sea propiamente un accidente, en el orden sobrenatural hace el papel de substancia, y, por ello, como ésta última, en el orden natural, necesita también para obrar otras cualidades, unas facultades o potencias[10]. De ahí que juntamente con la gracia santificante, hábito entitativo,  se reciben otras gracias, que son hábitos operativos.La gracia santificante por ser un  hábito entitativo no es inmediatamente operativa, no es sustituida por las gracias operativas. Estás últimas son igualmente hábitos, pero operativos, actúan así como las facultades o poderes de la gracia santificanteAl igual que el alma es causa eficiente emanativa de las potencias operativas del hombre, la gracia santificante es causa eficiente emanativa de las gracias operativas, que son las virtudes sobrenaturales infusas y los dones del Espíritu Santo, infundidos  por Dios con la gracia santificante. Aunque la gracia santificante es un hábito y las virtudes también, no se pueden identificar. «La gracia encaja en la primera especie de cualidad. Sin embargo, no es lo mismo que la virtud, sino una relación que se presupone a las virtudes infusas como a su principio y raíz»[11].Explica Santo que: «Así como la luz natural de la razón es algo distinto de las virtudes adquiridas, las cuales tienen su razón de ser en orden a ella, así también la misma luz de la gracia, participación de la naturaleza divina, es algo distinto de las virtudes infusas, que tienen su origen en esta luz y a ella se ordenan».Por la gracia santificante, se reciben las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo. Siempre juntamente con la gracia santificante se infunden estas gracias operativas o

dinámicas, que son así inseparables de ella. «Así como las virtudes adquiridas perfeccionan al hombre para caminar conforme a la luz natural de la razón, así las virtudes infusas le perfeccionan para caminar como conviene a la luz de la gracia»[12].Con sus actos, la vida sobrenatural puede como la natural crecer y desarrollarse[13]. Lasgracias operativas, que capacitan para realizar los actos sobrenaturales propios de la gracia santificante,son las virtudes infusas, teologales –que ordenan al fin sobrenatural, y son la fe, la esperanza y la caridad– y la virtudes infusas morales –que disponen al fin sobrenatural con relación a los medios y que se corresponden a las virtudes adquiridas o naturales–, y los dones del Espíritu Santo  –también hábitos operativos para recibir y secundar con facilidad las mociones del Espíritu  al modo divino–. Las mociones sobrenaturalesLas virtudes y dones noson suficientes para los actos sobrenaturales. Estas gracias infusas, hábitos, que capacitan para realizar de manera connatural y sin esfuerzo las acciones sobrenaturales, necesitan una acción sobrenatural que les ponga en movimiento. Tales auxilios divinos son mociones sobrenaturales, porque, al igual que se requieren las mociones naturales para que la criatura actúe como causa segunda, lo mismo  ocurre en el orden sobrenatural, que necesita el influjo divino.El hombre en todas sus acciones, naturales o sobrenaturales, siempre es causa segunda. Nunca es independiente de la Causa primera. Necesita las mociones de la divina providencia. Las mociones divinas  se extienden exclusivamente a todo, incluido igualmente lo singular. «Todo lo que de algún modo tiene ser, cae bajo su providencia. Además, son más entes los singulares que los universales, porque éstos no subsisten de por sí, sino únicamente en aquéllos. Por lo tanto, la providencia divina se extiende también a los singulares»[14].

Los singulares existentes en la realidad pueden ser objeto de lo que se denomina providencia general y providencia especial. Providencia general es la que se refiere a todos los entes o a  un grupo de ellos. Providencia especial es para un solo singular.Se da otra distinción en ambas providencias  con respecto a su finalidad. Pueden ser de fin universal o de fin particular, según que su finalidad afecte a todos o sólo a algunos.En la providencia general, el fin universal es el bien de todo lo creado o la gloria de Dios.El fin particular es menos general, como lo son los fines de las distintas leyes de la naturaleza, que se aplican a distintos géneros y especies de entes, como, por ejemplo, que el fuego queme.En la providencia especial,  el fin universales el mismo que el de la providencia general, el bien de lo creado o la gloria de Dios. El fin particular es el que se propone para el único individuo.Sobre estas dos distinciones en la providencia de los singulares, debe notarse que, en primer lugar,  siempre es infrustrable o inimpedible la providencia especial, tanto en el fin universal como en el fin particular respectivo.En segundo lugar, que  la providencia general de Dios en cuanto al fin universal también es infalible. No puede ser frustrada, porque todos los demás fines están ordenados al bien del universo o a la gloria de Dios.En cambio, en tercer lugar,  la providencia general en cuanto a la consecución del fin particular –por ejemplo, que el hombre haga el bien y evite el mal– es frustrable o impedible.  El hombre puede no seguir la providencia general en cuanto al fin particular, y, por tanto, no cooperar, en este sentido, con ella. Puede así interrumpir el plan de la providencia, dejando de ejercerla, o modificando su especificación al bien. En lugar de continuar la dirección de la correspondiente finalidad hacia el bien,  puede convertirla en mala.Debe advertirse, por una parte, que, si bien es posible

poner impedimento a la moción divina, correspondiente a la providencia general en cuanto al fin particular, a su curso o perseverancia, sin embargo, en la incoación o el momento iniciativo de la moción divina, el hombre no puede ponerle impedimento. En la providencia general, la moción de Dios nunca falta por si misma. Dios da siempre la moción general y mientras no  la resista el hombre continúa su acción[15]. Las gracias actuales            El hombre, en su estado actual, en el que no puede  hacer todo el bien proporcionado a su naturaleza, y que se explica como efecto de la culpa originaria, puede realizar en el orden moral solo  actos imperfectos, Son, en este sentido, actos imperfectos aquellos que, para realizarlos, no se requieren todas las fuerzas morales  de la naturaleza humana. Resultan, por ello, actos fáciles para el hombre.  Así, por ejemplo, un acto imperfecto sería  cumplir uno de los preceptos de la ley natural.Actos perfectos son los actos humanos que, por necesitar todo el vigor moral de la naturaleza humana,  son imposibles de realizar de hecho para el ser humano en su estado actual Son así actos difíciles para el hombre. Un ejemplo de un acto perfectoo difícil es el cumplir todos los preceptos por completo de la ley natural, o cumplir por mucho tiempo alguno de ellos, porque el tiempo convierte lo fácil en difícil[16]. Ni los actos imperfectos, como es lógico, ni los actos perfectos, imposibles para la mera naturaleza humana actual permiten la justificación y la salvación. Para ello se necesita además la gracia de Dios. Más concretamente, son necesarias dos especies de gracias. Escribe Santo Tomás: «El hombre para vivir rectamente necesita doble auxilio divino. Por un lado, un don habitual por el cual la naturaleza caída sea restaurada y así restaurada sea capaz de hacer obras meritorias de vida eterna que exceden las posibilidades de la naturaleza. Por otra,

necesita el auxilio de la gracia para ser movida por Dios a obrar»[17].El primer auxilio lo proporciona la gracia santificante, entidad accidental sobrenatural creada e intrínseca al alma, que es una cualidad habitual. Acompañan a esta gracia santificante, propiamente dicha, otros aspectos de la gracia santificante, que son otras cualidades habituales, las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo.  El segundo auxilio da la moción sobrenatural, denominada  gracia actual, también entidad sobrenatural, como la gracia santificante, pero que no es un hábito ni ninguna especie de cualidad, es un movimiento del alma. «El hombre recibe la ayuda de la voluntad gratuita de Dios (…) en cuanto el alma es movida por Dios a conocer, a querer u obrar algo. De esta manera ese efecto gratuito en el hombre no es cualidad, sino un movimiento del alma, “pues el acto del que mueve en la cosa movida es movimiento” (Aristóteles, Física, III, c. 3, n. 1)»[18]. La gracia santificante y las gracias actuales            La gracia actual es distinta realmente de la gracia habitual. En primer lugar, porque, por una parte,  la gracia actual  se recibe precediendo a las gracias habituales, porque: «La preparación de la voluntad humana se ordena a conseguir el mismo don de la gracia habitual. Y para prepararse a recibir este don no es necesario presuponer otro don habitual en el alma, porque así no acabaríamos nunca; pero es necesario presuponer algún auxilio gratuito de Dios, que mueve al alma en su interior o la inspira el buen propósito (…) No cabe duda que necesitamos la moción divina»[19].Por otra parte, las gracias habituales  continúan además necesitando  las gracias actuales. «El don de la gracia habitual no se nos da de modo que con él no necesitemos un ulterior auxilio divino, pues toda criatura necesita que Dios la conserve en el bien que de Él recibió. Por eso, aunque después de haber recibido la gracia, aún necesita

el hombre el auxilio divino, no se puede concluir que la gracia se haya dado en vano o que sea imperfecta, porque también en el estado de gloria –cuando la gracia será totalmente– el hombre necesitará el auxilio divino»[20].En segundo lugar, se advierte también  la diferencia de la gracia actual con la gracia santificante,  por un lado, por  su carácter transeúnte. Las gracias actuales disponen a recibir  las gracias habituales –cuando no se poseen por no haberlas tenido nunca o por haberlas perdido por el pecado–; o las mueven a  la operación –y por ello, se llaman gracias actuales–; o ayudan a que se conserven, con acciones como  el fortalecimiento de la naturaleza, para vencer las tentaciones, la indicación de los peligros externos o internos, la inspiración de buenos pensamientos y buenas acciones, y otras parecidas.Por otro lado, se nota que las gracias actuales son distintas de las habituales, porque  son mociones que empujan y producen las acciones de todas las operaciones de la vida sobrenatural.Sin embargo, las gracias actuales no sólo disponen al alma para obrar, porque hay gracias actuales que disponen no para actuar, sino para recibir a las otras gracias, que permitirán después actuar. Es necesaria la gracia actual para recibir  otras gracias que  llevarán al último fin, porque la distancia entre el orden natural y sobrenatural es infinita en cualidad y cantidad y sólo la gracia actual puede salvar este inmenso abismo entre ambos. De manera que toda disposición a la gracia –como la oración, el arrepentimiento, o la remoción de obstáculos que impiden su recepción– es ya un efecto de una gracia actual.Con los auxilios sobrenaturales y transitorios de las gracias actuales. Dios ilumina al entendimiento, con alguna verdad relacionada con el fin último sobrenatural, y ayuda a la voluntad para que quiera secundar espontánea y libremente la inspiración divina. Su finalidad es la realización de actos sobrenaturales. Sin embargo, también al que no posee la gracia santificante, porque está en

pecado, la gracia actual le mueve al arrepentimiento. Igualmente mueve  a los que la poseen a una mayor consolidación de la vida cristiana. Las mociones naturales y las gracias actualesAsí como para todas las acciones naturales se necesita el concurso de Dios con sus mociones naturales, ya que los entes como causas segundas requieren la previa moción de la Causa primera, también es preciso, para la realización de actos sobrenaturales, la moción sobrenatural de la gracia actual. Sin embargo, entre la gracia actual  y la moción del concurso en el orden natural se dan tres diferencias.La primera, porque las mociones naturales, dada la libre creación de las criaturas por Dios, les son debidas de modo natural. En cambio, las gracias actuales son absoluta y completamente gratuitas. No son exigibles de ningún modo.La segunda, porque las mociones naturales se dan en las acciones malas. Por el contrario, la gracia actual únicamente se encuentra en obras buenas, a la que está ordenada.La tercera, porque el concurso natural no trasciende el bien puramente natural y la gracia actual mueve al bien sobrenatural, elevando a las facultades humanas al orden sobrenatural. Las facultades superiores y las gracias actualesLa gracia actual puede recaer inmediatamente sobre las facultades superiores humanas. La gracia actual puede iluminar al entendimiento para que perciba lo que  conviene para la salvación, como puede ser que se vea la verdad cristiana, en el infiel, o la malicia del pecado, en el pecador, o la bondad de la virtud, en el  fiel.Tales iluminaciones no son revelaciones, por un lado, porque no manifiestan ninguna verdad nueva, sino que disponen a que se entienda o se haga de un modo mejor lo ya revelado universalmente; por otro, porque casi siempre

no se advierte en estas iluminaciones de la gracia actual, o por lo menos con suficiente claridad, su origen divino. Dios actúa, indica San Pablo: «iluminando los ojos de vuestro corazón»[21].Igualmente la gracia actual puede incidir directamente en la voluntad ayudándole al conferirle los deseos y las fuerzas para querer y hacer las obras necesarias para la salvación, como originar en el infiel el deseo de buscar la verdad y dar fuerzas para seguirla a pesar de las dificultades y oposiciones; o impulsar al pecador a abandonar el mal y dirigirse con el arrepentimiento y penitencia hacia Dios; o dirigiendo al fiel hacia mayor bondad o santificación. Dice el mismo Cristo: «Nadie puede venir a mí, si el Padre, que me ha enviado, no le trae»[22].También las gracias actuales pueden obrar indirectamente en el entendimiento y en la voluntad por medio de las facultades sensibles. Lo hace, en un primer modo, provocando actos indeliberados de los sentidos internos, como la imaginación y la memoria, o del apetito sensible, que impulsarán al bien sobrenatural o impedirán tentaciones o desordenes. De un segundo modo, por medio de sucesos externos, que provocarán buenos pensamientos o deseos, que puedan llevar al bien. Los acontecimientos buenos o malos, consejos, lecturas, etc., son así gracias actuales, que el hombre debe aprovechar.  Las gracias actuales con todas estas acciones pueden realizar una doble acción. Dar fuerzas morales, influyendo ––excitando, atrayendo e impulsando moralmente–– al bien a la voluntad para que lo haga;  y lo que es más importante dar  fuerzas físicas, proporcionando la  potencia para realizar actos buenos para la vida eterna. Advierte San Pablo: «Dios es el que obra en vosotros el querer y el obrar según su beneplácito»[23].Al dar la potencia física, la gracia actual, moción divinas transeúnte y fluida, guarda una analogía proporcional con la gracia habitual o santificante, que pone en el alma una participación de la naturaleza divina no de manera moral

sino natural o física; no virtual o implícita, sino formal o actual; y no de modo unívoco, sino análogo.Podría decirse que la manera como Dios proporciona fuerzas morales y físicas con sus gracias actuales es algo parecido a  la acción de una madre que ayuda a andar a su hijo pequeño. Lo hace con palabras amables y de ánimo, que serían una ayuda moral, y al mismo tiempo le sostiene con sus brazos  y le  impulsa a caminar, que sería el infundir la fuerza física. El niño sin la ayuda de su madre no podría andar ni sostenerse. Eudaldo Forment

[1] SANTO TOMÁS, Exposición a los doce libros de la Metafísica, I lect. 10.[2] IDEM, Suma Teológica, III, q. 62, a. 2, in c.[3] Ibíd., I-II, q. 110, a. 4, in c.[4] Ibid.[5] Ibíd., I-II, q. 110, a. 2, ad 2.[6] Ibíd., II-II, q. 23, a. 3, ad 3.[7] Ibíd. I-II, q. 113, a. 9, ad 2.[8] SAN AGUSTÍN, Tratados sobre el Evangelio de San Juan, trat. 72, 2.[9] Ibíd., trat, 72, 3.[10] Se explica la virtud activa de la nueva vida de la gracia con una analogía con la fuerza operativa de la vida natural del hombre, que requiere las potencias del alma. Hay que entender esta explicación como analógica , para no caer en malentendidos.[11] SANTO TOMÁS, Suma Teológica,  I-II, q. 110, a. 3, ad 3.[12] Ibíd., I-II, q. 110, a. 3, in c.[13] Cf. IDEM,  Suma contra los gentiles, III, c. 150.[14] Ibíd., III, c. 75.[15] Véase: F. MARÍN-SOLA, O.P., «El sistema tomista sobre la moción divina», en La Ciencia Tomista

(Salamanca),  94 (1925),  pp. 5-54, pp. 16-17.[16] Ibíd., pp. 23-25.[17] SANTO TOMÁS, Suma Teológica,  I-II, q. 109, a. 9, in c.[18] Ibíd., I-II, q. 110, a. 2, in c.[19] Ibíd., I-II, q. 109, a. 6, in c.[20] Ibíd., I-II, q. 109, a. 9, ad 1.[21] Ef 1, 18.[22] Jn, 6, 44.[23]  Flp 2, 13.

IX. Las mociones divinasEudaldo Forment, el 16.01.15 a las 8:50 PM

La ley de las mociones            La divina Providencia se extiende  a todas las cosas, y no sólo en general sino también en particular. Cada cosa, incluso la más pequeña e insignificante, depende de la providencia de Dios. Todo  necesita de la divina Providencia, porque: «es necesario que en la misma medida en que las cosas participan del ser, estén sujetas a la providencia divina»[1].

Al igual que la Providencia no excluye la acción de las causas segundas, porque, con las mociones o premociones, interviene en todas las acciones de las criaturas, tampoco excluye el mal. La providencia se extiende al mal, pero no lo causa, sólo lo permite.La permisión divina del mal no implica que entonces Dios niegue necesariamente la moción divina al bien en el obrar de las criaturas. Dios puede no dar su moción divina, porque a ninguna de sus criaturas debe nada. Las ha creado libre y gratuitamente; las conserva libre y gratuitamente; les  ha dado y conserva sus potencias o principios de operación libre y gratuitamente; y puede darles o quitarles la moción para obrar.Dios no quita normalmente las mociones para producir los efectos. Se sabe que los ha quitado en algunos casos, como lo hizo momentáneamente con el efecto de quemar del fuego en el horno de Babilonia al que fueron introducidos tres jóvenes hebreos, como se cuenta en el libro de Daniel[2].Sin embargo, Dios no da o niega las mociones sujetas a la providencia natural de manera arbitraria, sino de acuerdo con un orden o una ley. Esta ley de la premoción física o ley de la moción es que la premoción divina no falte para acto alguno proporcionado a la naturaleza de la criatura, a no ser que la criatura misma ponga un impedimento a esta moción. El que la moción sea gratuita no impide que  al mismo tiempo esté sujeta a esta ley. Gratuidad y ley no son incompatibles. Las mociones, sin que les afecte la gratuidad,  pueden considerarse como debidas,en cuanto a su relación con la naturaleza de las cosas. Así por ejemplo, se pueden dar limosnas sin fijar orden o ley, o también fijando libérrimamente algún orden o ley a su distribución; y, en ambos casos, son gratuitas. Impedimentos naturalesLos impedimentos, que opone la criatura a las mociones de

Dios, pueden ser naturales o libres, según sea la clase de  mociones, que se imposibiliten,  porque las mociones divinas se acomodan a las naturalezas  y a las condiciones de las criaturas.  Las mociones divinas no hacen actuar del mismo modo,  porque mueven a todos los seres según la condición de su naturaleza. Así, las causas necesarias producen efectos necesarios, y las causas libres efectos libres.Se da el impedimento natural en las operaciones propias de unas naturalezas, que carecen de libertad, pero que a veces fallan. La moción divina no falla nunca, porque la moción divina  para obrar, y para obrar según la ley, que está inscrita en las naturalezas, no falta nunca por parte de Dios. En los seres naturales, con sus leyes físicas y todas las que estudian las ciencias de la naturaleza, las mociones se reciben de una manera constante e invariable. Se pueden así ir conociendo todas estas leyes y, por tanto, saber cuando se recibirá la moción divina, salvo caso de milagro.Se puede comparar esta premoción y las leyes naturales, que sigue, a una balsa de agua y a una red de canales de regadío que parten de ella, y que distribuye el agua que envía. Cada ser tiene su naturaleza propia con sus propiedades y sus leyes naturales correspondientes, que son como la red de canales, que reparten la cantidad de agua, que sería la moción,  según su capacidad.

Impedimentos libresIgualmente, los seres libres, por poseer una naturaleza, también siguen unas leyes, y algunas específicas, como las morales, que permiten un margen para salirse de ellas. No obstante, como las demás, distribuyen las mociones divinas. Pueden poner un impedimento libre. Así,  el mismo ejemplo anterior de la balsa y sus canales es aplicable en este caso especial en el que interviene la libertad. Puede

ponerse un dique a la salida del agua de la balsa y el agua no llega a los canales. De modo análogo, se puede impedir la acción de la moción con la obstaculización de la ley de las criaturas libres.La ley que se extiende a todos los actos libres consiste en la obligación de ejecutar todos los actos, sin excepción, dirigidos por la recta razón, y, por tanto, según el bien honesto. La moción divina a los actos morales es al bien honesto. Siempre la moción de Dios a los actos libres o morales, que nunca deja de dar, es al bien honesto o racional.Con la libertad, respecto a la moción al bien honesto, el hombre puede no poner impedimentos, lo que es un bien para la libertad; o poner impedimentos, dejando de ejercerla o modificando su especificación, convirtiéndola en mala. El impedimento a la moción es así un mal o un fallo de la libertad.Según el ejemplo anterior, se puede poner un dique a la salida general del embalse o bien a uno de los canales de riego. La primera acción  supone la extinción de toda el agua o de la moción divina. Con la segunda, se cierra el agua en una zona, es decir, la de la honestidad. El agua circula  por otra vía y puede decirse que entonces se actúa y buscando el bien, pero ya deshonesto, que es en lo que consiste el mal moral. La moción divina y el malLa existencia de la ley del bien racional u honesto, que siguen las mociones divinas a los actos libres, implica que no hay, por tanto, moción para el mal moral. Es cierto que hay moción divina en un acto malo, pero es una moción al bien. La moción con la que empieza un acto malo es una moción divina al bien honesto, pero el defecto actual de la libertad humana convierte la premoción al bien en premoción a lo material del mal.Si en la acción mala, cuanto hay de entidad y de obrar en sí mismo, como en todas las demás,  es causado por Dios,

como causa primera, y todo lo que hay en ella de defectuoso no es causado por Dios, sino por la causa segunda defectuosa, se podría distinguir, como a veces se hace, entre lo material y lo formal de la acción mala. Lo material de la acción mala sería su entidad. La formalidad  de la acción mala sería su malicia, que procede de la defectibilidad de la criatura, y que constituye verdaderamente  la acción mala. Podría parecer que, como consecuencia, la premoción divina en el acto malo sea a lo material del mal. De este modo, la moción divina no afectaría a su malicia, que sería obra de la criatura, que es la que constituiría la formalidad del mal.Sin embargo, no es así, porque Dios no es causa del mal en ningún aspecto. No existe la moción a lo material del mal. Ciertamente que la entidad física del mal procede de Dios, de una moción divina, pero era una premoción al bien. La premoción divina siempre es al bien. Lo que se llama  premoción a lo material del mal es lo que sigue a una premoción al bien, que se ha desviado o impedido en su vía hacia el bien. El mal no es una adición a un bien amorfo, sino una resta o sustracción de bien. No hay, por tanto, una premoción al mal.Por consiguiente, nunca el comienzo del mal está en Dios, sino en la criatura, porque se empieza con el impedimento a la premoción divina al bien, con  un defecto actual al curso de la moción divina  al bien. Dios no es causa primera del mal. Dios es solo causa primera del bien. Es la criatura la causa primera de todo mal.Recae sobre la causalidad divina solamente lo bueno, pero  no lo malo. Dios, por tanto, no tiene ninguna responsabilidad en el mal. Dios no es en ningún sentido  responsable del mal.Para comenzar una acción buena, para pasar de la potencia al acto, se necesita siempre la premoción divina. En cambio, para no hacer su bien o para no realizar el acto no se requiere una nueva premoción.Es posible la causalidad primera humana en el mal, porque

la causalidad  de la criatura en el mal consiste en no hacer, o hacer menos que aquello a que le mueve Dios.Con su libertad creada, a la criatura  le es posible causar el mal, porque puede paralizar premoción de Dios, que siempre es al bien, o desviar esta premoción divina.La premoción divina al bien honesto, deja al hombre tres posibilidades: el realizar la acción honesta, en la que lo físico y lo moral son buenos, y que es a la que mueve Dios; su acción contraria, sin la honestidad, en la que lo físico es bueno y lo moral malo; y cesar la acción[3].            Falibilidad de las criaturasDebe advertirse que, para impedir el curso de la moción divina  a obrar bien, desviándola  o paralizándola, no se necesita una premoción nueva, pues el impedimento es algo negativo. El hombre  nunca puede hacer el bien, ni ninguna entidad, sin que Dios lo mueva, pero sólo por su libertad puede hacer menos o no hacer. En estos dos casos, lo que se hace es algo negativo, o mejor no se hace algo positivo, porque la criatura, hace entonces el mal, o no hace el bien al que le movía Dios con  su moción.Por el contrario, si el hombre no pone impedimento a la moción divina, que siempre es a obrar bien, no hace ni más ni menos que a lo que le mueve Dios. El hombre, con su libertad, no puede hacer más bien que el que Dios le mueve, pero si puede hacer menos, puede hacer el mal, puede hacer que falle su libertad y no le sirva para el bien.Dios no lo impide, porque la providencia divina no tiene por qué excluir totalmente de las cosas la posibilidad de fallar en las operaciones propias de su naturaleza, ni las necesarias ni las libres. Esta posibilidad de fallar en el bien es el mal, porque lo que puede fallar falla alguna vez.Dios no ha creado las criaturas de tal manera que no puedan fallar, porque para que exista la bondad perfecta en las cosas creadas tiene que darse en ellas una jerarquía de bienes, dentro de la cual unas sean mejores que otras. Tienen que darse todos los grados posibles de bondad,

para que exista la mayor multiplicidad y las distintas semejanzas con Dios.Debe existir, por tanto, el grado superior de bondad, de tal manera que no pueda perder la bondad; y el inferior será aquel en que la bondad pueda fallar. La bondad y la belleza del  universo precisan de estos grados. «Y, lo que es más, suprimida la desigualdad en bondad, desaparecería la multitud de cosas, pues unas cosas son mejores que otras por las diferencias que las separan entre sí; como es mejor lo animado que lo inanimado y lo racional que lo irracional. Y así, si en las cosas hubiese una igualdad absoluta, sólo habría un bien creado; lo cual deroga evidentemente la perfección de la criatura»[4]. La libertad y el azarLas mociones de la providencia divina no suponen la negación de la libertad humana. La premoción divina no sólo no destruye ni disminuye la libertad, sino que, por el contrario, la posibilita. Dios actúa sobre la voluntad al igual que sobre cualquier otro agente creado. Dios produce no sólo la acción de la criatura en lo que tiene de ser o entidad, sino también su modo de ser. Dios causa  el acto voluntario y su modo de ser libre.Todo modo de ser es causado por la moción de la divina providencia. Por ello, la causalidad divina tampoco excluye ni lo necesario, ni lo contingente, sin imponerle necesidad[5]. Causa lo contingente y el mismo modo de contingencia.La causalidad primera de la premoción divina es también causa –en sentido analógico con la causalidad de la criatura, que es la única de la que el hombre tiene experiencia– de lo fortuito y casual o azaroso, por el mismo motivo.Como consecuencia la divina providencia no sólo no se opone a la libertad[6], sino que tampoco que no exista el azar, lo fortuito o imprevisto e inesperado, y casual o sin necesidad y sin intención o finalidad. Su origen está en la

«multitud y diversidad»  de causas o de entes que actúan, porque: «supuesta la diversidad de causas, es preciso que alguna vez se encuentre una con otra impidiéndola o ayudándola a producir su efecto. Pero por el encuentro de dos o más causas resulta a veces algo casual, apareciendo un fin no buscado por ninguna causa concurrente, como en el caso de aquel que va a la plaza para comprar algo y se encuentra con el deudor, por la exclusiva razón de que éste también fue allí. Luego no es contrario a la divina providencia que se den algunas cosas casuales y fortuitas»[7].El azar o la casualidad no anula el principio universal de finalidad, el que todo agente, siempre cuando obra, tiende a algún fin. Ningún agentepuede hacerlo por azar, porque algo se produce por casualidad o por azar, cuando procede de la acción de un agente, pero  al margen de su intención o finalidad. Sí, por ejemplo, al cavar alguien  una fosa para una sepultura, se encuentra con un tesoro, se dice que fue por casualidad o azar. Sin embargo, tanto el que cavó la sepultura como el que enterró el tesoro obraron por un fin concreto: enterrar a alguien  y guardar un tesoro. La casualidad o el azar está en que ambos fines se encontraron y de un modo accidental.En los hechos azarosos, hay intencionalidad, pero no hay ninguna intencionalidad propia. Aunque parezca que la acción que lo produce haya tenido por objeto una intención o finalidad, se ha producido fuera de toda intención al mismo. Hay  intencionalidad, pero la de los dos efectos que se han cruzado accidentalmente. El efecto accidental del hallazgo del tesoro no se produciría sin la tendencia necesaria a un fin distinto de los dos agentes, que hicieron que se produjera el hecho azaroso.El azar es, por tanto, la concurrencia accidental, o sin intención, ni, por tanto, sin razón de ser o inteligibilidad, de dos acciones, que son intencionales en sí mismas. Se dan hechos que se producen por azar, imprevisibles, porque no tienen razón de ser o explicación, y que incluso parecen

ocurrir fuera absolutamente de toda intención. Tales hechos se caracterizan porque son efectos casuales o fortuitos, y como tales  excepcionales. Las acciones naturales se distinguen de ellos precisamente por su constancia o persistencia. Mociones suficientesLas mociones divinas de la Providencia de Dios, del plan eterno dispuesto por Dios en su gobierno y cuidado de cada uno de los entes, afectan de distinta manera los actos libres o morales del hombre. Los actos imperfectos, o fáciles, aquellos que no requieren todas las fuerzas morales del hombre, necesitarán una moción suficiente. Los actos perfectos, o difíciles para el hombre, que las requieren todas, pero que el hombre en estado de naturaleza caída e incluso de naturaleza reparada no posee, exigirían una moción eficaz.La moción suficiente es la que permite cumplir la providencia general de Dios en cuanto a la consecución del fin particular, que expresan las distintas leyes de orden natural para los diferentes géneros y especies de entes, y también las leyes naturales morales para el hombre. La moción suficiente es eficaz por si misma o intrínsicamente, pero es falible o frustrable por la libertad humana, que la puede impedir. Es, por tanto, faliblemente eficaz.  Se llama suficiente, porque es una moción que es idónea o suficiente para realizar los actos imperfectos. Las mociones suficientes son resistibles, porque se acomodan a las condiciones actuales de la naturaleza de la criatura y, por tanto, a una libertad imperfecta y herida por el pecado. La libertad humana no es una libertad plena, es defectible, puede resistir o no resistir a la moción suficiente divina, que le mueve a lo que es un bien para el hombre. Mociones eficacesLa moción eficaz es la necesaria para cumplir la providencia especial de Dios, la dirigida a una sola

persona. Se llama eficaz, porque sirve para que se puedan realizar los actos perfectos o difíciles y de tal modo que es siempre irresistible.Las mociones eficaces son irresistibles, porque Dios no siempre se acomoda a esta imperfección de la libertad del hombre, que tiene la  de resistir o desviar la moción divina para los actos imperfectos y la de no poder  realizar actos perfectos. Puede dar a una persona una moción irresistible para su libertad, para que haga así actos perfectos, pero sin destruir  la naturaleza defectible de la libertad humana.De la moción eficaz puede decirse que es natural como la moción suficiente, en cuanto la moción eficaz no anula a la naturaleza humana ni en general ni especial o individualmente, sino que ésta es su sujeto, al que perfecciona en sus deficiencias naturales. Sin embargo, en sí misma es sobrenatural, por ser de orden superior a toda naturaleza, tanto la naturaleza en estado defectuoso como en el integro. Perfecciona, por ello, a la naturaleza elevándola al orden sobrenatural.Es una moción que se denomina ya gracia, porque además, la providencia especial, Dios no la ejerce sobre todas las criaturas, sino a las que elige. Por  estar por encima de las condiciones generales, que El mismo ha establecido para su providencia general, su moción  sobrenatural o gracia eficaz permite realizar los actos perfectos,  y, por ello, no puede ser resistida o modificada por el hombre.La concesión de la moción eficaz o gracia eficaz, siempre sobrenatural, no sigue ninguna ley o condición. Dios puede darla a quien quiera. No ocurre así con las gracias suficientes, o mociones suficientes sobrenaturales –que Dios concede a todos y que a diferencia de las mociones suficientes naturales elevan al orden sobrenatural–, y son  imperfectamente eficaces, porque sólo permiten realizar actos imperfectos. Es un hecho, tal como muestra la experiencia propia y la historia, que quien no pone impedimentos a las gracias suficientes – hace  con ellas lo

que puede hacer y le pide por lo que no puede hacer con las gracias suficientes– Dios le irá concediendo ulteriores gracias suficientes, e incluso hasta eficaces para realizar actos perfectos. Es una concesión de la misericordia de Dios, pero infalible.Sin embargo, Dios puede dar mociones sobrenaturales eficaces, y, por tanto, irresistibles o infrustables, y que no afecten a la libertad ni a la naturaleza humana,  a quien no siga estas mociones sobrenaturales, o gracias  suficientes, e incluso le ponga siempre obstáculos. Dios puede dar esta moción sobrenatural eficaz extraordinaria moviendo a la libertad defectible de un modo indefectible y, sin quitarle su defectibilidad natural, hará que de hecho se actúe sin ella [8].Desde la libertad divina, se  explican estas diferencias entre las dos providencias, la general y la especial;  entre la moción suficiente natural y moción suficiente sobrenatural o gracia suficiente, y la moción eficaz, siempre sobrenatural –gracia eficaz y gracia eficaz extraordinaria–;  y entre los actos imperfectos o fáciles y los actos perfectos o difíciles. Al igual que Dios puede crear diferentes entes con más o menos perfecciones, también puede planear y actuar con la eficacia que quiera, mayor o menor, y, por tanto, de una manera resistible o irresistible, a quien quiera y como quiera. La distinción no afecta a la omnipotencia divina porque, siendo Dios también libre, no tiene porque actuar siempre según toda la eficacia de su omnipotencia. Según le plazca, lo  hace  más o menos eficazmente. La oraciónCon la gracia suficiente, que Dios, infinitamente misericordioso, no niega a nadie, se pueden hacer actos imperfectos y fáciles, y también orar y la misericordia de Dios irá concediendo gracias eficaces hasta la de la perseverancia final. Por consiguiente, la salvación, que no puede se merecida, puede ser pedida por la oración humilde, perseverante y confiada. En este sentido, la

salvación está de nuestra mano, como decía San Alfonso María de Ligorio, Doctor de la Iglesia: «Dios a todos da la gracia de orar, y así con la oración podemos alcanzar los socorros divinos que necesitamos para observar los mandamientos y perseverar hasta el fin en el camino del bien (…) si no nos salvamos, culpa nuestra será. Y la causa de nuestra infinita desgracia será una sola: que no hemos rezado»[9].La oración no es incompatible con la providencia divina. La oración no se dirige a Dios con el fin de cambiar lo dispuesto eternamente por su providencia, sino que hace que se cumpla aquella disposición o resolución de la Providencia divina, que se refería a la concesión de lo que se pedía en la oración.La oraciones, no cambian el orden de lo eternamente dispuesto por Dios, porque están ya comprendidas en dicho orden[10]. Las oraciones, en consecuencia, tienen valor, porque con toda oración se pone el medio, dispuesto por Dios, para tenga lugar la causación divina del efecto que se pide. Es razonable que Dios tenga ya dispuestos por su excelsa bondad y que cumpla los deseos piadosos, que se le exponen por la oración.La oración es necesaria, porque: «A la liberalidad divina debemos muchas cosas que ciertamente nunca pedimos. Si en los demás casos Dios exige nuestras oraciones es para utilidad nuestra, pues así nos convencemos de la seguridad de que nuestras súplicas llegan a Dios y de que Él es el autor de nuestros bienes»[11].La utilidad de la oración se manifiesta en que: «La necesidad de dirigir nuestras oraciones a Dios no es para ponerle en conocimiento de nuestras miserias, sino para convencernos a nosotros mismos de que tenemos que recurrir a los auxilios divinos en tales casos»[12].

X. La Iniciativa y la cooperación de la gracia

Eudaldo Forment, el 1.02.15 a las 4:39 AM

División de las graciasA diferencia de la gracia santificante, que es de una sola especie indivisible, las gracias actuales son muchas y pueden especificarse de muchas maneras. Ambas, sin embargo, se pueden dividir en gracia operante y gracia cooperante. La división no afecta a la no especificación de las gracias santificantes, ni añade nuevas especies a las de las gracias actuales. La razón, indica Santo Tomás en el Tratado de la gracia de la Suma teológica, es que: «gracia operante y gracia cooperante son la misma gracia, pero distinta en cuanto a sus efectos»[1].La división afecta a los dos géneros  de gracia, santificante y actual. «En  ambos casos la gracia se divide adecuadamente en operante y cooperante», porque «la gracia puede entenderse de dos maneras. O es un auxilio divino que nos mueve a querer y obrar el bien (gracia actual), o es un don habitual que Dios infunde en nosotros (gracia santificante). Y en ambos sentidos la gracia puede ser dividida en operante y cooperante». La gracia actual operanteCon respecto al movimiento de querer y obrar, a que mueve la gracia actual, explica el Aquinate que: «la operación, en efecto, no debe ser atribuida al móvil, sino al

motor. Por consiguiente, cuando se trata de un efecto en orden al cual nuestra mente no mueve, sino sólo es movida, la operación se atribuye a Dios, que es el único motor, y así tenemos la “gracia operante”»[2].Cuando en la producción de un efecto, intervienen dos causas, una que es el motor y la otra el móvil, en cuanto movida por la causa-motor, dicho efecto se atribuye sólo  a la primera, porque la otra ha sido sólo un instrumento de ella. Así ocurre con la gracia actual en cuanto que actúa como motor sobre la libertad humana, de manera que el alma no se mueve a sí misma, sino que es movida exclusivamente por Dios. La gracia divina actual es así y se llama operante.A lo que mueve la gracia operante no es al bien en general o en abstracto, al que ya tiende la voluntad de modo natural y necesario, e igualmente sin ser ella motor, porque, es movida por la moción natural suficiente de Dios. En cambio, la gracia operante mueve a la voluntad a querer un bien en concreto, a Dios tal como se ha revelado.            Había explicado el Aquinate, al estudiar la voluntad, que: «Dios mueve la voluntad del hombre, como motor universal, al objeto universal de ella que es el bien. Sin esta moción universal el hombre nada puede querer. Mas el hombre se determina por la razón a querer este o aquel bien particular, real o aparente; empero, a veces Dios mueve de un modo especial a algunos a querer un objeto determinado, que es bueno; como a los que mueve por gracia»[3].Después de la moción natural al bien general o en abstracto, en la que la voluntad sólo es movida, pero sin que el motor altere su naturaleza libre, la misma voluntad pasa a ser ella misma motor por medio de la razón, que concibe, examina y delibera, y puede ya elegir un bien concreto y los medios para conseguirlo.  En este último acto, que se ha iniciado con una moción suficiente, puede haberse elegido bien o mal, tanto en el fin concreto como en los medios.

Nota también santo Tomás, en este último texto citado, que Dios puede mover a la voluntad con una moción sobrenatural, como es la gracia, a que quiera al bien concreto real y verdadero, al Dios de la fe, salvación del hombre. Después, con la misma gracia, la voluntad  pueda  querer racional y electivamente los  medios que conduzcan a Él.Siempre lo ha enseñado así la Iglesia. En la profesión de fe del papa San León IX, a principios del primer milenio, se lee: «Creo y profeso que la gracia de Dios previene y sigue al hombre, de tal modo, sin embargo, que no niego el libre albedrío a la criatura racional»[4].Casi quinientos años antes, se había establecido en el II Concilio de Orange, que: «Si alguno porfía que Dios espera nuestra voluntad para limpiarnos del pecado, y no confiesa que aun el querer ser limpios se hace en nosotros por infusión y operación sobre nosotros del Espíritu Santo, resiste al mismo Espíritu Santo, que por Salomón dice: “es preparada la voluntad por el Señor” (Pr, 8, 85), y al Apóstol que saludablemente predica: “Dios es el que obra en nosotros el querer y el acabar, según su beneplácito” (Phil. 2, 13)»[5]. Y siempre, como se afirmó explícitamente en otro concilio posterior: «Tenemos libre albedrío para el bien, prevenido y ayudado de la gracia; y tenemos libre albedrío para el mal, abandonado por la gracia»[6],En definitiva, como se declaró, ya a mediados del siglo XVI, en el concilio de Trento, por la gracia de Dios los hombres: «son llamados sin que exista mérito alguno en ellos; de suerte que los que eran enemigos de Dios por sus pecados, por la gracia de Él, que excita y que ayuda, se disponen para su conversión»[7]. La gracia actual cooperanteEn el artículo de la Suma, en donde Santo Tomás divide la gracia en operante y cooperante, después de explicar el primer efecto de la gracia producido únicamente por Dios como motor, añade que, en cambio: «si se trata de un

efecto respecto del cual la mente mueve y es movida, la operación se atribuye no sólo a Dios, sino también al alma. Y en este caso tenemos la “gracia cooperante”».Un efecto, en el que intervienen dos causas y ambas como motores, se atribuye a las dos. Así sucede con la gracia actual en cuanto que es motor sobre la libertad, pero esta última, además de ser movida por ella, es también motor. El efecto entonces es atribuido a la gracia y a la libertad. La gracia es así gracia actual cooperante. Con la gracia cooperante, por tanto, el alma es movida por Dios pero también se mueve a sí misma            Precisa seguidamente Santo Tomás que: «En nosotros hay un doble acto. El primero es el interior de la voluntad. En él la voluntad es movida y Dios es quien mueve, sobre todo cuando la voluntad comienza a querer el bien después de haber querido el mal. Y puesto que Dios es quien mueve la mente humana para impulsarla a este acto, la gracia se llama en este caso operante».            El primero acto de la voluntad es interior, o acto elícito, como el querer o el elegir. Bajo la gracia actual operante, la voluntad movida por ella, no se mueve por sí misma, pone el acto voluntario, que continúa siendo libre, aunque en este caso ha sido un acto indeliberado o no determinado por una deliberación precedente.            Un segundo acto es el imperado por la voluntad y, por tanto, con un efecto exterior a la misma. De manera que: «el otro acto es el exterior. Como éste se debe al imperio de la voluntad (…) es claro que en este caso la operación debe atribuirse a la voluntad. Pero, como aun aquí Dios nos ayuda, ya interiormente, confirmando la voluntad para que pase al acto, ya exteriormente, asegurando su poder de ejecución, la gracia en cuestión se llama cooperante»[8].            La gracia cooperante de Dios, con esta doble acción sobre la voluntad en el acto de querer y en el de actuar,  moviendo a las otras potencias a sus propias operaciones, versa, por tanto, sobre actos libres

deliberados.La cooperación no es, por consiguiente, como una ayuda de la propia acción humana a la moción o gracia de Dios, sino la de ésta a la acción humana. Por ello, podría parecer que no deba llamarse a la gracia actual de Dios gracia cooperante. Sin embargo, se da una verdadera cooperación, porque: «se puede hablar de cooperación no sólo cuando un agente secundario colabora con el agente principal, sino también cuando se le ayuda a otro a alcanzar un fin que se ha propuesto. Y con la gracia operante Dios ayuda al hombre a querer el bien, de donde una vez adoptado este fin es cuando la gracia coopera con nosotros»[9].

 

Gracia habitual operante y cooperante            En cuanto al hábito sobrenatural, en que consiste la gracia santificante, explica, por último, el Aquinate, en el artículo sobre la división de la gracia en operante y cooperante, que: «Si se entiende la gracia como don habitual, entonces es también doble su efecto, como el de cualquier otra forma: primero, el ser; segundo, la operación. Así como la operación del calor es hacer cálida la cosa y calentar el ambiente. De igual manera, la gracia habitual, en cuanto sana o justifica el alma o la hace grata a Dios, se llama gracia operante; en cuanto que es principio de la obra meritoria, que también procede del libre albedrío, se llama cooperante»[10].            La gracia habitual como cualidad es una forma accidental, pero por ser una forma se sigue de ella un doble efecto, el ser y el obrar. La forma da el ser[11], o hace que su sujeto sea receptor de un ser participado según la medida del mismo sujeto, y, como consecuencia, ordena al sujeto y también le capacita, a un tipo de operación. Así, por ejemplo, la cualidad del calor confiere al sujeto el ser o

estar caliente y consiguientemente con este nuevo ser puede calentar a otros entes de su entorno.            De manera semejante, la gracia habitual  da un ser divino al alma y en este sentido fundamental la gracia habitual es operante. La misma gracia, en cuanto que es el principio eficiente del acto meritorio, efecto subsiguiente y en el que interviene ya la libertad, puede decirse que es gracia habitual cooperante, puesto que en el sujeto no se encuentra  la mera potencia pasiva obediencial, la capacidad para recibir una acción que está por encima de los límites de su naturaleza[12], como en la gracia operante. Explicación de San AgustínAl explicar, con la distinción de gracia operante y cooperante, el papel de la gracia actual en la voluntad, Santo Tomás  asume la doctrina de la gracia agustiniana. Cita estas palabras de San Agustín, que sintetizan muy bien lo expuesto sobre tal  distinción: «Cooperando Dios en nosotros  perfecciona lo que obrando comenzó. En verdad comienza Él a obrar para que nosotros queramos y cuando ya queremos, con nosotros coopera para perfeccionar la obra»[13]. Después de esta cita el Aquinate, comenta: «Las operaciones de Dios por las que nos mueve al bien pertenecen a la gracia. Luego, adecuadamente se divide la gracia en operante y cooperante»[14].            Todavía, para confirmar su división,  Santo Tomás  menciona lo que escribe San Agustín después de las palabras citadas: «Por consiguiente, para que nosotros queramos, sin nosotros a obrar comienza, y cuando ya queremos y de grado obramos, con nosotros coopera para que acabemos la obra»[15]. Añade seguidamente el Aquinate: «Por lo tanto, si se entiende por gracia la moción gratuita de Dios con que nos mueve al bien meritorio, debidamente se divide la gracia en operante y cooperante»[16].

            Igualmente cita la conocida frase de San Agustín: «Quien te hizo sin ti, no te justificará sin ti»[17]. Añadía su autor seguidamente: «Por lo tanto, creó sin que lo supiera el interesado, pero no justifica sin que lo quiera él. Con todo, Él es quien justifica para que no sea justicia tuya; para no volver a lo que para ti es daño, perjuicio, estiércol, hállate en Él desprovisto de justicia propia»[18].            El Aquinate comenta, en el mismo sentido, esta renombrada locución  de San Agustín explicando que: «Dios no nos justifica sin nosotros, porque con un movimiento del libre albedrío, al ser justificados nos adherimos a la justicia que El nos infunde. Sin embargo, ese movimiento no es causa de la gracia, sino su efecto. Toda la operación pertenece, pues, a la gracia»[19]. La acción divina en la voluntad humana            También, con respecto a la fe, había escrito San Agustín: «Creer en Dios y vivir en el temor de Dios no es obra “del que uno quiera o del que uno corra” (Rom 9, 16), porque no quiere decir que no debamos querer o correr, sino que Él obra en nosotros el querer y el correr»[20].            Se apoya, por tanto, en estas palabras citadas de San Pablo, que  pertenecen al versículo siguiente: «En consecuencia, no está (la  justificación) en el que uno quiera o del que uno corra sino en Dios que se compadece»[21] . Dios da su gracias sin que la voluntad o las obras humanas se la arranquen. No obstante, una vez recibida la gracia de Dios, puede el hombre, ayudado por la misma gracia, merecer delante de Dios            El que sea  Dios que obra en el hombre  su querer y su obrar, San Agustín lo había confirmado un poco antes al indicar: «Está escrito “El Señor dirige los pasos del hombre  y éste quiere su camino” (Sal 36, 23). No se dice: “y lo aprenderá", o: “seguirá su camino,” o “lo recorrerá” o algo similar, por lo que pueda decirse que  el hombre ya quiere, por lo que la gracia de Dios, con  que dirige los pasos del hombre es otorgada por Dios, para que conozca su camino,

la siga como norma y la recorra, el hombre la preceda con su voluntad y méritos a esta gracia de Dios en virtud la propia voluntad precedente. Sin embargo, la escritura, en cambio, dice: “El Señor dirige los pasos del hombre  y éste quiere su camino”, para hacernos comprender que la misma buena voluntad con que empezamos a querer creer -¿qué es el camino de Dios, si no la recta fe? -es un don de aquel que, desde el principio, dirige nuestros pasos para que después queramos. La Sagrada Escritura no dice: “El Señor dirige los pasos del hombre, porque  éste ha querido su camino”, sino que dice: sus pasos son dirigidos y el hombre querrá. Los pasos, por tanto, no son dirigidos por el hecho que el hombre ha querido, sino que querrá por el hecho que son dirigidos»[22].            También, en este sentido,  comentando el versículo del Salmo: «Si el Señor no edifica la casa en vano trabajan los que la edifican»[23], escribe San Agustín: «Es el Señor el que edifica, el que exhorta el que  infunde temor, el que abre el entendimiento y el que dirige  a la fe vuestro sentir. Como trabajadores trabajamos también nosotros, pero “si el Señor no edifica la casa, en vano trabajan los que la construyen»[24]. Regeneración de la voluntad humana            San Agustín no considera que sea algo extraño o sorprendente que Dios  cambie la voluntad humana. «Suficientemente poderoso es Dios para doblegar las voluntades del mal al bien y a las inclinadas al mal convertirlas y dirigirlas por caminos de su agrado (…) no en balde se le dice: “no nos dejes caer en la tentación”. Pues a quien no se le deja caer en la tentación, ciertamente no se le deja caer en la tentación de su mala voluntad, y si no se le deja caer en esta, en ninguna se le deja caer»[25].            La voluntad humana no está fuera de su  poder. «A la voluntad de Dios, que “ha hecho en el cielo y en la tierra cuanto ha querido” (Sal. 134, 6) y que “hizo también las cosas futuras” (Is, 45, 11), no pueden contrastarle las

voluntades humanas para impedirle hacer lo que se propone, pues de las mismas voluntades humanas, cuando le place, hace lo que quiere (…) por tener poderosísima facultad para mover los corazones humanos a donde le pluguiera»[26].            Dios siempre obra en el interior de los corazones o voluntades de manera justa. «Imprime el Omnipotente en el corazón de los hombres un movimiento de sus propias voluntades, de manera que por ellos hace cuanto quiere quien jamás supo querer injusticia»[27].            En la Sagrada Escritura se descubre que: «Dios obra en el corazón de los hombres con el fin de inclinar las voluntades humanas donde El quisiere, ya con misericordia hacia el bien, ya de acuerdo con sus méritos hacia el mal, en virtud siempre de su designio a veces claro, otras oculto, pero sin remisión justo»[28].                Hay que tener presente que: «“En Dios no hay injusticia” (Rom 9, 14). Y por eso, cuando se lee en los libros sagrados que Dios seduce a los hombres o que endurece o embota sus corazones, estad seguros que sus méritos malos han sido la causa de todo cuanto padecen, y por cierto con razón; y no se puede incurrir nunca en aquello que reprueban los Proverbios de Salomón: “La necedad del hombre tuerce sus caminos y luego echa la culpa a Dios” (Pr 19, 3). La gracia, en cambio, no se da según los méritos, puesto que en caso contrario la gracia ya no sería gracia. Llamase de hecho gracia porque gratis se da»[29].            Dios mueve interiormente a las voluntades para regenerarlas, pero sin cambiar su naturaleza voluntaria y libre. «La gracia de Dios no anula la humana voluntad, sino que de mala la hace buena y luego le ayuda». Esta doble acción de su gracia de conversión y ayuda en la voluntad no es única. «Dios no sólo hace buenas las malas voluntades y por el bien de actos honestos a la vida eterna las encamina, sino que el querer de los hombres en las manos de Dios está siempre»[30].

            Confirma esta doctrina de la acción divina en la voluntad humana, la oración de petición de fe. «Si la fe sólo afectase a la libre voluntad y no fuera don de Dios, ¿a qué rogar por los que no quieren creer a fin de que crean? En vano haríamos esto si no creyésemos y con mucha razón, que Dios omnipotente puede volver a la fe aun las más perversas y contrarias voluntades (…) Si el Señor no pudiese librarnos de la dureza de corazón, no diría por el  profeta: “Quitaré el corazón de piedra de su carne y les daré un corazón de carne» (Ez  36, 26)»[31].            Si la voluntad del hombre no necesitara la restauración por la gracia, no se diría que tiene su corazón o su alma de piedra o sin vida. «¿Podremos, pues, afirmar, sin desatino que en el hombre preceder debe el mérito de la buena voluntad para que en él sea cambiando el corazón de piedra, cuando éste significa voluntad pésima y absolutamente a Dios contraria? Donde precede la buena voluntad ya no hay corazón de piedra»[32]. La regeneración de la libertadTodavía advierte San Agustín que de la afirmación bíblica «les daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo»[33], podría inferirse: «la inutilidad del libre albedrío para los hombres»[34]. Sin embargo,  en la Escritura también se dice: «Arrojad de sobre vosotros todas las iniquidades que cometéis y haceos un corazón nuevo y un espíritu nuevo. ¿Por qué habéis de querer morir, casa de Israel? Que no quiero yo la muerte del que muere. Convertíos y vivid»[35].            Se pregunta, por ello, San Agustín: «¿Por qué nos manda. Si Él nos lo dará? ¿Por qué lo da, si el hombre lo ha de hacer, sino porque da lo que manda cuando ayuda a cumplir lo mandado? Siempre, por tanto, gozamos de libre voluntad; pero no siempre ésta es buena; porque o bien es libre de justicia, si al pecado sirve, o bien es libre de pecado, si sirve a la justicia y entonces es buena».            Por el contrario, añade: «La gracia de Dios siempre

es buena y hace que tenga buena voluntad el hombre que antes la tenía mala. Por ella se logra que la misma buena voluntad que se inició aumente y crezca tanto, que llegue a poder cumplir los divinos preceptos, cuando con toda eficacia lo quiera»[36].            Si Dios puede, según su beneplácito mover, actuar y guiar la voluntad humana, cambiando  sus afectos voluntarios, hay que pedirle esta premoción. «Como nuestra voluntad es por Dios preparada razón es que tanta voluntad le pidamos cuanta suficiente sea para que queriendo cumplamos. Cierto que queremos cuando queremos; pero aquél hace que queramos el bien, del que fue dicho: “La voluntad es preparada por el Señor” (Pr 8, 35, Set.),  “El Señor dirige los pasos del hombre  y éste quiere su camino” (Sal 36, 23) y  “Dios  (…) obra en vosotros el querer”(Flp 2, 13). Sin duda que nosotros obramos cuando obramos; pero Él hace que obremos al dar fuerzas eficacísimas a la voluntad, como lo dijo: “ haré que viváis según mis preceptos y que guardéis y cumpláis mis juicios” (Ez 36, 27). Cuando dice “haré que viváis” ¿qué otra cosa dice sino arrancaré de vosotros el corazón de piedra, por el que no obráis, y os daré el corazón de carne por el que obraréis? Y esto ¿quizá es otra cosa que os quitaré el corazón duro, que os impedía obrar, y os daré un corazón obediente, que os haga obra?»[37].                Esta doctrina de San Agustín sobre  la gracia actual operante y cooperante, que mantiene la libertad del hombre y al mismo tiempo la necesaria acción de la gracia, incluso para la salvación de la misma libertad, la presenta como respuesta a los errores de los que niegan la absoluta gratuidad de la gracia, como hacían en su época los semipelagianos, y los que afirman la gracia sin libertad, tal como después hizo la reforma protestante. En esta obra,  la expone porque: «Hay algunos que tanto ponderan y defienden la libertad, que osan negar y pretenden hacer caso omiso de la divina gracia, que a Dios nos llama, que nos libra de los pecados y nos hace adquirir buenos

méritos, por los que podemos llegar a la vida eterna. Pero porque hay otros que al defender la gracia de Dios niegan la libertad, o que cuando defienden la gracia creen negar el libre albedrío»[38]. Eudaldo Forment

[1] Santo Tomás, Suma Teológica,  I-Ii, q. 111, a. 2, ad. 4.[2] Ibíd., I-Ii, q. 111, a. 2, in c.[3] Ibíd., I-II, q. 9, a. 6, ad 3.[4] Dz 348., Carta Congratulamur vehementer, 13 de abril de 1063.[5] Dz 177, II Concilio de Orange, contra los semipelagianos, año 529.[6] Dz 317, Concilio de Quiercy, año 853.[7] Dz 797, Concilio de Trento, Decreto sobre la justificación, año 1547, c.. 5.[8] Santo Tomás, Suma Teológica, I-Ii, q. 111, a. 2, in c.[9] Ibíd., I-Ii, q. 111, a. 2, ad 3.[10] Ibíd., I-Ii, q. 111, a. 2, in c.[11] Cf.  Ibíd., I, q. 76, a. 4, in c.[12] Ibíd., I, q. 115, a. 2, ad 4.[13] San Agustín, De la gracia y del libre albedrío, c. 17, n. 33.[14] Santo Tomás, Suma teológica, I-Ii, q. 111, a. 2, sed. c.[15] San Agustín, De la gracia y del libre albedrío, c. 17, n. 33. Antes San Agustín escribe:: «Dice el Apóstol: “Cierto estoy de que el que comenzó en vosotros la buena obra la llevará al cabo hasta el día de Cristo Jesús” (Filip 1, 6).[16] Santo Tomás, Suma teológica I-Ii, q. 111, a. 2, in c.[17] San Agustín, Sermón 169, 13.[18] Ibíd. Cf. Santo Tomás, Suma teológica, I-Ii, q. 111, a. 2, ob. 2.[19] Santo Tomás, I-Ii, q. 111, a. 2,  ad 2.[20] San Agustín, Epístolae, 217, 4, 12. [21] Rom 9, 16.

[22] San Agustín, Epístolae, 217, 1, 3.[23] Sal 126, 1.[24] San Agustín, Enarrationes in psalmos, 126, n. 2[25] ÍDEM, Del don de la  perseverencia, 6, 12.[26] ÍDEM, De la corrección de la gracia, c. 14., 45. [27] ÍDEM, De la gracia y del libre albedrío, c. 21, 42.[28] Ibíd., c. 22, 43. [29] Ibíd.[30] Ibíd., c. 20, 41.[31] Ibíd.,  c. 14, 29. «Les daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo en medio de vosotros, quitaré el corazón de piedra de su carne y les daré un corazón de carne» (Ez 36, 26).[32] Ibíd. ,  c. 14, 29.[33] Ez 36, 26.[34] San Agustín, De la gracia y del libre albedrío, c. 15, 31.[35] Ez 18, 31-32.[36] San Agustín, De la gracia y del libre albedrío, c. 15, 31.[37] Ibíd., c. 16, 32.[38]Ibíd., c.1, 1.

XI. Primacía y Soberanía de la graciaEudaldo Forment, el 14.02.15 a las 1:30 PM

Gracia preveniente y subsiguienteDespués de la división de la gracia actual en operante y

cooperante, según que se compare el efecto de la gracia de regenerar la voluntad humana y así causar su volición libre con el otro efecto de misma gracia de ayudarla en su obrar hacia su fin, Santo Tomás presenta otra división de la gracia actual: gracia preveniente y gracia subsiguiente.Los efectos de la gracia actual, que justifican esta segunda división, son los cinco siguientes: «Primero, sanar el alma; segundo, hacerle querer el bien; tercero, ayudarle a realizarlo eficazmente; cuarto, darle la perseverancia en él; quinto, hacerle llegar a la gloria».La gracia actual se dirá, por tanto, preveniente y subsiguiente, según el orden de estos efectos. Sin embargo, la gracia cuando produce el primer efecto es siempre preveniente, ya que no hay otro anterior. Las demás serán prevenientes con respecto a los efectos que siguen, pero subsiguientes en relación a los anteriores. De manera que: «La gracia es preveniente con respecto al segundo, y al producir el segundo es subsiguiente con relación al primero. Y como un mismo efecto puede ser anterior y posterior en relación a otros, la gracia que lo produce puede ser considerada a la vez como preveniente y subsiguiente, aunque bajo distinto respecto. Y esto es lo que dice San Agustín en su obra De la naturaleza y de la gracia (c. 31, n. 35): «Nos previene curándonos, y nos sigue para que, ya sanos, nos mantengamos robustos; nos previene llamándonos, y nos sigue para que alcancemos la gloria»[1] .En este lugar citado por Santo Tomás, dice San Agustín que, en la Escritura: «Se halla escrito: «Encomienda al Señor tus caminos y espera en Él, y Él obrará» (Sal 36, 5), no como algunos creen que ellos obran. Con las palabras anteriores «Él obrará», parece aludir a los que dicen: «Nosotros somos los que obramos, es decir los que nos justificamos a nosotros mismos». Sin duda, también nosotros ponemos nuestro esfuerzo, más cooperamos a la obra de Dios, cuyo misericordia nos previene; nos previene curándonos, y nos sigue para que, ya sanos, nos

mantengamos robustos; nos previene llamándonos, y nos sigue para que alcancemos la gloria; nos previene para que vivamos piadosamente, nos sigue para que vivamos con Él siempre, porque sin su ayuda nada podemos hacer. Ambas cosas están en la Escritura: «Dios mío, tu misericordia me precederá» (Sal 58, 11); y «Tu misericordia me acompañará todos los días de mi vida» (Sal 22, 6)»[2].Tesis de TrentoLa división de la gracia en preveniente y subsiguiente fue ratificada por el Concilio de Trento. El Decreto sobre la justificación, que puede considerarse el documento más importante del Concilio, contiene una exposición completa de la cuestión de la justificación, y en su capítulo V, titulado «De la necesidad que tienen los adultos de prepararse a la justificación, y de dónde proviene» se trata esta división.Se dice en este texto, después de lo expuesto en los capítulos anteriores, que el Concilio: «Declara además, que el principio de la justificación en los adultos debe tomarse de la gracia divina, preveniente por medio de Jesucristo: esto es, de su llamamiento, por el que son llamados sin mérito ninguno suyo; de suerte que los que eran enemigos de Dios por sus pecados, se disponen por su gracia excitante y auxiliante para convertirse a su propia justificación, asintiendo y cooperando libremente a la misma gracia».Queda así afirmada una primera tesis, la de la primacía de la gracia. Con la caracterización de la gracia actual como gracia preveniente, se establece frente al semipelagianismo, la absoluta primacía de la gracia en el inicio de la justificación.Además de esta tesis sobre la iniciativa de Dios en la justificación, se afirma, una segunda. Frente al protestantismo, queda establecida la necesidad de la cooperación de la libertad del hombre para la misma.Según esta segunda tesis, la gracia preveniente, que es necesaria para que actúe la voluntad humana para la justificación, no elimina su libertad, sino que exige su

cooperación, aunque actuando por la misma gracia. «De tal modo que tocando Dios el corazón del hombre por la iluminación del Espíritu Santo, ni el mismo hombre deje absolutamente de obrar alguna cosa, al recibir aquella inspiración, puesto que puede también desecharla; ni puede, sin embargo, moverse sin la gracia divina hacia la justificación delante de Dios por sola su libre voluntad; por lo cual, cuando se dice en las Sagradas Escrituras: «Convertíos a Mí, y Yo me volveré a vosotros» (Za 1, 3), se nos advierte nuestra libertad; y cuando respondemos: «Conviértenos a ti, Señor, y seremos convertidos» (Lm 5, 21), confesamos que somos prevenidos por la gracia de Dios»[3]. El hombre, por tanto,no es pasivo completamente. La voluntad humana puede aceptar o rechazar la gracia de Dios, pero en ningún caso, incluso cuando la gracia hace que el acto humano continúe perseverando en el bien obrar, le quita la libertad.

Confirmación de las tesisLa afirmación de la primacía absoluta de la gracia, presentada en la primera tesis, queda claramente expuesta en el canon III:«Si alguno dijere que, sin la inspiración preveniente del Espíritu Santo, y sin su auxilio, puede el hombre creer, esperar, amar, o arrepentirse según conviene, para que se le confiera la gracia de la justificación, sea excomulgado»[4].Igualmente, la segunda tesis, que mantiene la existencia de la libertad, se encuentra expresada en el canon IV, que dice:«Si alguno dijere, que el libre albedrío del hombre movido y excitado por Dios, nada coopera asintiendo a Dios que le excita y llama para que se disponga y prepare a lograr la gracia de la justificación; y que no puede disentir, aunque quiera, sino que como un ser inanimado, nada absolutamente obra, y solo concurre

como sujeto pasivo; sea excomulgado»[5].Queda explicado que la preveniencia de la gracia no implica la pasividad de la voluntad humana, porque el hombre tiene la opción entre el rechazo y aceptación de la gracia. Sin embargo, la aceptación no es algo extrínseco a la iniciativa y continuidad de la gracia, no es, por tanto, un acto dirigido por la mera voluntad libre humana. La misma aceptación es posible por la gracia, que actúa en la voluntad, aunque sin anular su libertad, como lo confirma el hecho de que puede ser rechazada.Afirmación en la que insistía San Agustín. En un escrito contra los pelagianos, se lee:«¿Acaso el libre albedrío es destruido por la gracia? De ningún modo; antes bien, con ella le fortalecemos (…) el libre albedrío no es aniquilado, sino fortalecido por la gracia. (…) se verifica (…) por la gracia, la curación del alma de las heridas del pecado; por la curación del alma, la libertad del albedrío; por el libre albedrío, el amor de la justicia, y, por el amor de la justicia, el cumplimiento de la ley (…) el libre albedrío no es aniquilado, sino antes bien fortalecido por la gracia, pues la gracia sana la voluntad para conseguir que la justicia sea amada libremente»[6].Pueden considerarse estas dos tesis un desarrollo de lo enseñado en el II Concilio de Orange , del año 529, contra los semipelagianos, sobre el «inicio de la fe». En el canon 5 se lee:«Si alguno dice que está naturalmente en nosotros lo mismo el aumento que el inicio de la fe y hasta el afecto de credulidad por el que creemos en Aquel que justifica al impío, y que llegamos a la regeneración del sagrado bautismo, no por don de la gracia –es decir, por inspiración del Espíritu Santo, que corrige nuestra voluntad de la infidelidad a la fe, de la impiedad a la piedad–, se muestra enemigo de los dogmas apostólicos, como quiera que el bienaventurado Pablo dice: «Confiamos que quien empezó en vosotros la obra buena, la acabará hasta el día de Cristo Jesús»(Flp 1, 6); y aquello: «A vosotros se os ha concedido por

Cristo, no sólo que creáis en Él, sino también que por Él padezcáis»(Flp. 1, 29); y: «De gracia habéis sido salvados por medio de la fe, y esto no de vosotros, puesto que es don de Dios» (Ef. 2, 8). Porque quienes dicen que la fe, por la que creemos en Dios es natural, definen en cierto modo que son fieles todos aquellos que son ajenos a la Iglesia de Dios»[7].Necesidad de la redenciónLos dos último textos conciliares de Trento se refieren también a la «gracia de la justificación». Con el término «justificación», tomado de la Escritura, se significa la reconciliación del hombre con Dios y su justicia, o el que pase del estado de pecado –en el que se encuentra el hombre por el pecado original, que está en su naturaleza humana, y por sus pecado personales, en su individualidad–, al estado de justicia, al de no culpabilidad.En el capítulo primero de este decreto del Concilio de Trento se dice:«Primeramente declara el santo Concilio, que para comprender bien y sinceramente la doctrina de la justificación, es necesario que cada uno sepay confiese, que habiendo perdido todos los hombres la inocencia por el pecado de Adán, hechos inmundos, y como el Apóstol dice, «hijos de ira por naturaleza» (Ef 2, 3), según se expuso en el Decreto sobre el pecado original; en tanto grado eran «esclavos del pecado» (Rm 3, 9; 6, 17; y 6, 20), y estaban «bajo el imperio del demonio» (Hb 2,14), que no podían verse libres ni elevarse de aquel estado, no sólo los gentiles por las fuerzas de la naturaleza, sino ni aun los judíos por la virtud de la mismaley escrita de Moisés, a pesar de no estar extinguido en ellos el libre albedrío, aunque si debilitado en sus fuerzas e inclinado al mal»[8].En el estado, en que se encuentra el hombre, ni su naturaleza ni el cumplimiento de la ley de Dios pueden justificarle. «Por este motivo el Padre celestial, «Padre de las misericordias, y Dios de toda consolación» (2 Co 1, 8), envió a los hombres, cuando llegó la dichosa plenitud del tiempo, a Jesucristo, su hijo, anunciado y prometido a

muchos Santos Padres, asíantes de la ley, como durante ella, para que redimiese a los judíos «que estaban debajo de la Ley, y para que los gentiles, que no seguían la justicia, la abrazasen» (Gal 4, 5) y todos recibiesen la adopción de hijos»[9].Sobre esta redención universal, se precisa seguidamente:«Mas, aunque «Jesucristo murió por todos» (2 Co 5, 15), no todos participan del beneficio de su muerte, sino sólo aquellos a quienes se comunican los méritos de su pasión; porque así como no nacerían injustos los hombres, si no naciesen descendiendo de la sangre de Adán; pues siendo concebidos en esa misma sangre, contraen por virtud de esta descendencia su propia injusticia; del mismo modo, si no renaciesen en Jesucristo, jamás serían justificados; pues en este renacimiento se les confiere,por el mérito de la pasión de Cristo, la gracia con que se hacen justos»[10].La salvación del hombre, la «justificación del impío» o del pecador se realiza:«De modo que es el tránsito del estado en que nace el hombre, hijo del primer Adán, al estado de gracia y de adopción de los hijos de Dios,por virtud del segundo Adán, Jesucristo, nuestro Salvador, cuyo tránsito no puede verificarse, después de promulgado el Evangelio, sin el bautismo de regeneración, o sin el deseo de él, conforme está escrito: «Quien no renaciere (por el bautismo) del agua y (la gracia) del Espíritu Santo, no puede entrar en el reino de Dios» (Jn 3, 5)»[11].Sobre el modo de preparación de los adultos para la justificación, se concluye, que éstos:«Se disponen, pues, para dicha justificación, cuando movidos y ayudados por la divina gracia divina, recibiendo «la fe por el oído» (Rm 10, 17), se dirigen libremente hacia Dios, creyendo ser verdad todo cuanto Dios ha revelado y prometido; y principalmente, que Dios justifica al impío por su gracia «en virtud de la redención que todos tienenen Jesucristo» (Rm 3, 24); y en cuanto reconociéndose ser pecadores, y pasando

del temor de la divina justicia, que útilmente los contrista, a considerar la misericordia de Dios, renacen a la esperanza, confiando en que Dios será benigno con ellos por causa de Jesucristo de Jesucristo; y comienzan a amarle como fuente de toda justicia; y por lo mismo se excitan contra sus pecados con cierto odio y detestación; esto es, con aquel arrepentimiento que deben tener antes del Bautismo; por último, cuando se proponen recibir este sacramento, se resuelven aemprender empezar nueva vida y a guardar los mandamientos de Dios. Acerca de esta disposición está escrito en la Sagrada Escritura: «El que llega a Dios, debe creer que Dios existe, y que es remunerador de los que le buscan» (Hb 11, 6)»[12].Causas de la justificaciónA la gracia actual preveniente siguen las gracias subsiguientes y con ello la justificación del impío El Concilio la define seguidamente, al indicar que la justificación: «No sólo es el perdón de los pecados, sino también la santificación y renovación del hombre interiormediante la recepción voluntaria de la gracia y de los dones; de donde resulta que el hombre, de injusto pasa a ser justo, y de enemigo a amigo, «para venir a ser heredero de la vida eterna, según la esperanza» (Tt 3, 7)».El Concilio, para precisar esta definición de justificación, expone a continuaciónsus causas. Se sigue para ello la doctrina de las cuatro causas aristotélicas.La causa final de la justificación es «la gloria de Dios, y de Jesucristo, y la vida eterna».La causa eficiente es «Dios misericordioso, que gratuitamente nos lava y santifica, sellándonos y ungiéndonos «en el Espíritu Santo, que nos estaba prometido, y que es prenda de nuestra herencia» (Ef. I, 13 y 14)».Se puede distinguir, en esta causa eficiente, por una parte, la «causa meritoria» que es «su muy amado unigénito Jesucristo, nuestro Señor, quien, «cuando éramos enemigos suyos» (Rm 5 10), «movido por la excesiva

caridad con que nos amó» (Ef 2, 4), mereció para nosotroscon su santísima pasión en el árbol de la cruz la justificación, y satisfizo por nosotros a Dios Padre».Por otra, la causa instrumental, que es «el Sacramento del Bautismo, que es Sacramento de fe, sin la cual ninguno jamás ha logrado la justificación».En cuanto a las dos causas intrínsecas: «la única causa formal es la justicia de Dios, no aquella con que él mismo es justo, sino con la que a nosotros nos hace justos; esto es, con la que divinamente enriquecidos «somos renovados en lo interior de nuestra alma y no sólo somos reputados, sino que verdaderamente se nos llama y somos justos, recibiendo cada uno de nosotros la justicia según la medida que «el Espíritu Santo distribuye a cada cual, según quiere» (1 Co 12, 11), y según la especial disposición y cooperación de cada uno».Se explica seguidamente: «Pues aunque nadie puede justificarse, sin que se comuniquen los méritos de la pasión de nuestro Señor Jesucristo; esto, sin embargo, se realiza en la justificación del impío, cuando por los méritos de la misma santísima pasión «se derrama la caridad de Dios, por medio del Espíritu Santo en los corazones» (Rom 5, 5) de los que se justifican, y queda inherente en ellos. Resulta de aquí que en la misma justificación, con la remisión de los pecados, recibe el hombre por Jesucristo, con quien se une, todas estas virtudes juntamente infusas, a saber: la fe, la esperanza y la caridad»Al justificado, no se le infunde sólo la fe: «pues la fe, a no agregársele la esperanza y caridad, ni lo une perfectamente con Cristo, ni lo hace miembro vivo de su cuerpo; por esta razón, dícese con mucha verdad que: «la fe sin las obras está muerta» (Sant 2, 17) y es ociosa (…) Esta fe, según la tradición de los apóstoles, piden los catecúmenos a la Iglesia antes del sacramento del bautismo, cuando solicitan la fe, que da la vida eterna, la cual no puede dar la fe sin la esperanza y la caridad; por esto se les dice inmediatamente estas palabras de

Jesucristo: «Si quieres entrar en la vida eterna, guarda los mandamientos (Mt 19, 17)», y, por tanto, la caridad, o el amor a Dios y al prójimo.[13].San Agustín notaba además que la caridad –dada igualmente por el Espíritu Santo–, confería la tendencia y el gusto por el bien. Escribía:«La voluntad humana de tal manera es ayudada por la gracia divina, que, además de haber sido creado el hombre con voluntad dotada de libre albedrío y además de la doctrina, por la cual se le preceptúa cómo debe vivir, recibe también el Espíritu Santo, quien infunde en el alma la complacencia y amor de aquel sumo e inconmutable Bien que es Dios aun ahora, en la vida presente, cuando todavía camina el hombre, peregrino de la patria eterna, guiado por la luz de la fe y no por clara visión (2Co 5,7) (…) Para que el bien sea amado, la caridad divina es derramada en nuestros corazones no por el libre albedrío, que radica en nosotros, sino por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado (Rm 5,5)»[14].Si la causa formal de la justificación es la justicia divina, en el sentido explicado, su acción no es hacer que los hombres sean «reputados» o considerados como justos, sino que les hace realmente justos. La razón es, porque, como nota Santo Tomás: «el efecto se asemeja a su causa según su forma»[15].Las causas, al actuar según su forma,difunden o comunican en algún grado esta forma al efecto y así el efecto se asemeja a la causa. Por ello, la forma o esencia de nuestra justificación es la misma justicia de Dios, porque nos la ha comunicado realmente en una cierta medida. Por esta participación de la justicia divina, la justicia comunicada al hombre es la justicia de Dios. La justicia internaes así justicia de Dios y justicia del hombre. No sólo los hombres justificados son «reputados» o estimado como justos, sino que «se nos llama y somos justos».Sobre la causa material, no se habla en el texto conciliar. No parece necesario, porque es patente que el sujeto de la

justificación es el hombre. El Concilio le interesaba tratar de las anteriores causas, que, en cambio, están relacionadas directamente con Dios, porque es el único autor de la justificación. Afirmación, que se precisa en el capítulo siguiente, titulado «cómo se entiende que el impío se justifica por la fe y gratuitamente», al precisar que: «Cuando dice el Apóstol que el hombre se justifica «por la fe, y gratuitamente» (Rm 3, 22 y 24); deben entenderse estas palabras en aquel sentido que siempre y con unanimidad les ha dado y declarado la Iglesia Católica; es a saber, que en tanto se dice que somos justificados por la fe, en cuanto que la fe es el principio de la salvación del hombre, fundamento y raíz de toda justificación, «sin la cual es imposible hacerse agradables a Dios» (Hb, 11, 6) ni llegar a participar de la suerte de hijos suyos; y se dice que nos justificamos en cuanto que ninguna de las cosas que preceden a la justificación, sea la fe, o sean las obras, merece la gracia de la justificación: porque «si es gracia, ya no proviene de las obras: de otra suerte» (Rm 11, 6), como dice también el Apóstol, «la gracia no sería gracia»[16].La primacía de la gracia en los catecismosTambién la preveniencia de la gracia actual en la justificación es afirmada en el Catecismo de San Pío V del Concilio de Trento, publicado en 1566, el llamado Catecismo Romano. Al explicar que no se da en el Credo nombre al Espíritu Santo, se indica que: «Nos infunde la vida espiritual, y porque nada podemos hacer digno de la vida eterna sin la eficiencia de su divino poder»[17].La primacía de la gracia queda más claramente explicada, al tratarse en el Catecismo el sacramento de la penitencia, y decirse: «Cristo nuestro Señor está continuamente comunicando su gracia a los que están unidos a Él por la caridad, como la cabeza a sus miembros, y la vid a los sarmientos. Y esta gracia indudablemente precede, acompaña y sigue siempre a nuestras buenas obras, y sin ella de modo ninguno podemos merecer al satisfacer ante Dios».

Seguidamente se infiere: «De donde resulta que parece no faltarles nada a los justos, puesto que con las obras que hacen con el divino auxilio, pueden por una parte cumplir la ley de Dios conforme a su condición humana y mortal, y por otra merecer la vida eterna, que ciertamente la conseguirán, si muriesen adornados de la gracia de Dios»[18].En otro lugar del Catecismo, al referirse a la petición de auxilio de Dios por el desorden de las inclinaciones humanas, nota que los hombres:«En este deber natural son inferiores a las demás criaturas, de las cuales está escrito esto «Todas las cosas te sirven» (Sal 98, 91); y que son sumamente débiles, puesto que no pueden, sin ser ayudados de la divina gracia, no sólo no hacer completamente ninguna obra agradable a Dios, sino ni comenzarla siquiera»[19].La tesis de la iniciativa divina exclusiva en la justificación, es recogida igualmente en el reciente Catecismo de la Iglesia Católica. Se afirma en el mismo que: «La preparación del hombre para acoger la gracia es ya una obra de la gracia». A continuación se explica que: «Ésta es necesaria para suscitar y sostener nuestra colaboración a la justificación mediante la fe y a la santificación mediante la caridad». Por último, se concluye: «Dios completa en nosotros lo que Él mismo comenzó»[20].Queda afirmada igualmente, en este catecismo de 1992, la tesis de la permanencia y activación de la libertad por la acción de la gracia, que coopera así en la obra de la justificación. Al exponer la misión de la Virgen María, se advierte que: «El ángel Gabriel en el momento de la anunciación la saluda como «llena de gracia» (Lc 1, 28). Y se añade: «En efecto, para poder dar el asentimiento libre de su fe al anuncio de su vocación era preciso que ella estuviese totalmente poseída por la gracia de Dios»[21].

Eudaldo Forment  

[1] Santo Tomás, Suma Teológica, I-II, q. 111, a. 3, in c.[2] San Agustín,  De la naturaleza y de la gracia, c. 31, n. 35.[3] Concilio de Trento, Decreto sobre la justificación, c. V.[4] Ibíd, can. III.[5] Ibíd., can IV.[6] SAN AGUSTÍN, Del espíritu y de la letra, c.30, 52. [7] Concilio de Orange, Can. V. Dz 178.[8] Concilio de Trento, Decreto sobre la justificación, c. I[9] Ibíd., c. II.[10] Ibíd., c. III.[11] Ibíd., c. IV.[12] Ibíd., c. VI.[13].Ibíd., c. VII.[14] SAN AGUSTÍN, Del espíritu y de la letra, c.3, 5.[15] Santo Tomás de Aquino, Cuestiones disputadas sobre la potencia de Dios, q. 8, a. 1, in c.[16] Concilio de Trento, Decreto sobre la justificación, c. VIII.[17] Catecismo para los Párrocos según el Decreto del concilio de Trento, I, 9, 3.[18] Ibíd., II, 5, 72.[19] Ibíd., IV, 12, 23.[20] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2001.[21] Ibíd., n. 490.

XII. La cooperación humana a la graciaEudaldo Forment, el 2.03.15 a las 8:51 AM

Cooperación libre por la graciaEl examen de  la doctrina  de la justificación, expuesta por el concilio de Trento, revela que no rechaza la tesis de la primacía absoluta de la gracia de Dios, tal como los protestantes acusaban de hacerlo a la Iglesia Católica. Lo que el Concilio no admitía  es que, en la justificación, no se regenere al hombre y sólo sea considerado como justo, porque se le haya perdonado la culpa, pero que internamente continúe siendo pecador. De manera parecida al efecto que produce la amnistía a un asesino, que aunque se le conceda el perdón por su delito, continúa  siendo un asesino.Frente a esta posición luterana, Trento afirmaba  que la gracia produce una renovación interna en el hombre, que permite que haga con la gracia obras libres, buenas y meritorias de la vida eterna. De este modo en la justificación se da también la cooperación del hombre. Sin embargo, tal cooperación no supone que la justificación este causada por una parte por Dios y por otra por el hombre, porque es Dios el que hace que el hombre coopere, pero libremente.En su justificación, la libre cooperación de hombre no quita

la iniciativa y primacía soberana de la gracia en las buenas obras, incluso la puramente negativa de no poner obstáculos es causada por la misma gracia de Dios. A su vez tampoco la gracia quita la libertad humana. El libre albedrío tiene siempre un papel esencial en las buenas obras de la gracia. La objeción de la parte humanaClaramente se encuentra expresada esta misma doctrina por San Bernardo, Doctor de la Iglesia. El monje cisterciense, abad de Claraval, expuso fielmente  la enseñanza de San Agustín, que a su vez había explicado y desarrollado la de San Pablo, cuya síntesis la había formulado al decir: «Por la gracia de Dios soy lo que soy; su gracia no ha sido vana en mí. Antes bien he trabajado más que todos ellos (los apóstoles); pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo»[1].El llamado «último de los Padres de la Iglesia», porque en su época, primera mitad del siglo XII, hizo presente y continuó la teología de los Padres, comienza su obra De la gracia y del libre albedrío, contando que: «Hablaba un día delante de algunos de las operaciones maravillosas que la gracia de Dios hacia en mí ya previniéndome para lo bueno, ya acompañándome en todo el curso de mi acción, ya, en fin, dando a ésta su perfección por un efecto particular de su bondad, cuando cierto sujeto de los circunstantes, tomando la palabra, me hizo esta objeción: Si Dios hace la obra toda entera en ti, ¿qué parte puedes pretender en ella? ¿O qué motivo tienes para  esperar su recompensa? (…) ¿dónde están nuestros méritos? ¿Sobre qué se fundará nuestra esperanza?».A estas consecuentes preguntas, la respuesta de San Bernardo fue: «Escucha a San Pablo, que nos lo enseña: “Nos ha salvado por un efecto de su misericordia y no por el mérito de las buenas obras que hemos hecho” (Tt 3, 5) ¿Qué? ¿Pensabas acaso que habías criado tus méritos y que podías salvarte por tu propia justicia, tú que ni siquiera

puedes pronunciar el nombre de Jesús sin un socorro particular del Espíritu Santo? ¿Es posible que hayas echado en olvido lo que el mismo Jesucristo ha dicho: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5)? ¿Y lo que está en otra parte escrito: “No está el poder en aquel que corre o que quiere, sino en Dios, que hace misericordia” (Rm 9, 16)?»[2].

 

La acción del libre albedríoDe esta respuesta, parece seguirse que con la gracia, que justifica, queda anulada  la libertad del hombre. Por ello, añade San Bernardo: «Me dirás todavía: ¿Qué hace el libre albedrío? Respondo brevemente: Salvarse. Quita el libre albedrío: no habrá sujeto que salvar; quita la gracia: no habrá medio de salvarle. La salvación es una obra que no puede subsistir sin estas dos cosas. Es menester una causa que la produzca y un sujeto para quien o en quien se produzca Dios es el autor de la salvación; el libre albedrío es el solo sujeto de ella. Sólo Dios la puede dar, y sólo el libre albedrío la puede recibir».Sobre esta respuesta debe tenerse en cuenta que, en primer lugar,  la cooperación del hombre con el consentimiento libre a la gracia de Dios es necesaria, tal como indica a continuación San Bernardo: «Por tanto, es preciso concluir que lo dado de Dios solo y lo recibido por el libre albedrío solo, no puede subsistir sin el consentimiento de quien lo recibe ni sin la liberalidad de quien lo da. En este sentido es verdad que el libre albedrío coopera con la gracia, que obra nuestra salvación cuando presta su consentimiento, es decir, cuando obra su salvación, puesto que consentir a la gracia y hacer su salvación es una misma cosa»[3].En segundo lugar, que  la cooperación activa del libre albedrío a la gracia de Dios, que mueve a obrar

meritoriamente para la salvación, es fruto de la misma gracia, que regenera a la libertad. San Bernardo escribir en el último capítulo de la obra: «¿Qué diremos? En la obra de la salvación, ¿toda la obra y todo el mérito del libre albedrío consisten en prestar meramente el consentimiento? Sí; he ahí toda la parte que puede tener. Ni con todo eso digo que este consentimiento, en que consiste todo el mérito, venga absolutamente del libre albedrío, puesto que de nosotros mismos no somos capaces de producir como de nosotros mismos un solo pensamiento bueno, que es mucho menos que el consentimiento a la gracia»[4]. La gracia de Dios conmigoEl consentimiento a la gracia, que justifica, o el no ponerle impedimentos y tampoco a la obra buena  que le sigue, son causadas por la gracia de Dios, pero  también puede decirse que en ambos interviene el hombre. Claramente indica San Pablo: «Por la gracia de Dios soy lo que soy (…); pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo»[5].La causa de toda obra buena meritoria es Dios. Añade San Bernardo: «No soy yo quien habla de esta  suerte; es el apóstol San Pablo, que atribuye a Dios, y no a su libre albedrío, todo el bien que puede hacer, sea por el pensamiento, sea por la voluntad, sea por la ejecución»[6].San Pablo también precisa: «Tal confianza tenemos a Dios por Cristo; no que por nosotros mismos seamos capaces de atribuirnos algo como propio; sino que nuestra capacidad viene de Dios»[7].Citando este mismo pasaje escribía San Agustín: «La gracia de comenzar el bien y la de perseverar hasta el fin no se nos dan a consecuencia de nuestros méritos, sino según la secretísima y la mismo tiempo justísima sapientísima y misericordiosísima voluntad de Dios (…) Por consiguiente nosotros queremos, pero es Dios el que obra en nosotros el querer; nosotros obramos, pero es Dios quien hace que obremos según su buena voluntad. Creer y confesar esto nos es necesario; esto es lo piadoso, esto es

lo verdadero, para que nuestra confesión sea humilde y sumisa y se reconozca que todo viene de Dios»[8] .Concluye San Bernardo: «Y, si es Dios quien hace en nosotros estas tres cosas, es decir, si es Él quien nos da el buen pensamiento, la voluntad justa y el cumplimiento de la obra, ciertamente es preciso decir que obra lo primero sin nosotros; lo segundo, con nosotros, y lo tercero, por nosotros». Sin, con y por el hombreDios obra sin, con y por el hombre por su intervención en su entendimiento, en su voluntad y en su obrar, porque: «Nos previene inspirándonos el pensamiento bueno; nos asocia a sí por el consentimiento, trocando nuestra mala voluntad; da a nuestro consentimiento la facultad de cumplir la buena obra dejándose conocer en lo exterior la bondad de aquel que está obrando en lo interior».Las tres actuaciones interiores de Dios, en el entendimiento, la voluntad y la realización del bien, son necesarias para la salvación del hombre. «Ciertamente, nosotros no podemos prevenirnos a nosotros mismos en nuestras acciones. Y, por tanto, aquel Señor que no encuentra a ninguno en el bien no salvará a ninguno que no haya prevenido por su bondad».Sobre  la justificación o la salvación del hombre puede así concluir San Bernardo: «Es, pues, indudable que el principio de nuestra salvación viene de Dios solo, y no por nosotros ni con nosotros». También vienen de Dios, como se ha dicho, el consentimiento de la voluntad y la misma acción buena. «Más, aunque el consentimiento y la obra no vengan de nosotros, es cierto, con todo eso, que no se hacen sin nosotros»[9].Toda la salvación viene de la gracia, pero las acciones son también mías, porque la gracia está en el hombre, en su sujeto, y la misma gracia ha salvado al hombre, que  puede así cooperar a su salvación, tal como se expresa en la fórmula de San Pablo: «la gracia de Dios conmigo»[10].

San Bernardo concluye el párrafo con esta observación: «Así, ni lo primero –en lo cual nosotros no hacemos nada– ni lo último, que muchas veces nos es arrancado por un vano temor o una ficción reprensible, sino solamente lo segundo, nos es imputado a mérito. Sin duda, muchas veces la sola buena voluntad nos basta y nos es ventajosa; y, si ella falta, las otras dos cosas quedan inútiles y sin fruto. Digo que quedan inútiles para aquel que hace la acción, más no para Aquel que la mira. De donde es fácil concluir que la intención sirve para adquirir el mérito; la acción, para dar el ejemplo, y el pensamiento que nos previene, para excitarnos a hacer bien ambas cosas»[11]. El peligro del semipelagianismoSeguidamente San Bernardo, con otra observación, advierte del peligro del semipelagianismo. «Más sobre todo es menester tener gran cuidado cuando sentimos que estas operaciones se hacen invisiblemente dentro de nosotros y con nosotros para no atribuir nada a nuestra voluntad, que es flaca, ni a la necesidad de Dios, puesto que no tiene ninguna de nuestros servicios, sino, antes bien, referir fielmente todo a su gracia, de la que está lleno. Esta misma gracia es la que excita al libre albedrío inspirándole el pensamiento bueno, la que le sana inmutando su afecto, la que le fortifica para que ejecute la buena obra y la que le guarda para que no desfallezca».Estas acciones de la única gracia sobre la libertad –tanto en su raíz intelectual,  como en su acto de querer o decisión, y  sobre el imperio y ejecución de las obras buenas– no implican que la gracia y la libertad actúen como dos causas parciales. «Más de tal suerte hace estas operaciones a favor del libre albedrío, que en la primera solamente le previene y en las otras obra de compañía con él; le previene, sin duda, para que en seguida coopere con ella para su propia utilidad. Con todo eso, el uno y el otro concurren de tal suerte a la perfección de la obra que la gracia comenzó sola, que obran juntamente en su

adelantamiento y no cada uno en particular, ambos a dos a un mismo tiempo y no el uno después del otro».El tipo de cooperación de la gracia con la libertad humana hace que se dé una sola acción, de manera que: «La gracia no hace una parte, ni el libre albedrío otra, sino que cada uno por una sola y misma acción hace la obra entera: el libre albedrío todo y la gracia todo, de suerte que así como la obra toda se hace en el libre albedrío, así también toda se hace por la gracia»[12].            El semipelagianismo intentó mediar entre Pelagio y San Agustín, modificando  el esquema del pelagianismo, y atenuando la doctrina de la gracia agustiniana. Admitía la necesidad de la gracia, pero la limitaba. No se necesitaría la gracia para iniciar la justificación ni tampoco para su consumación de la salvación eterna. Sin embargo, nota San Agustín, al referirse al libro escrito contra el semipelagianismo, La gracia y el libro albedrío,  que: «al defender la gracia de Dios, y creyendo que se negaba el libre albedrío, de tal manera defienden ellos el libre albedrío, que niegan la gracia de Dios, afirmando que esta gracia se da según nuestros méritos»[13].            En esta obra, escrita en el año 426 –y que dirigió al abad Valentín, del monasterio Adrumeto del norte de Afrecha, y a sus monjes, en donde había aparecido el semipelagianismo, que después se difundió en la Galia– les explica:  «la gracia de Dios no se nos confiere según nuestros méritos. Es más: a veces hemos visto y diariamente lo vemos que la gracia de Dios se nos da no sólo sin ningún mérito bueno, sino con muchos méritos malos por delante. Pero cuando nos es dada, ya comienzan nuestros méritos a ser buenos por su virtud; porque, si llegare a faltar, cae el hombre, no sostenido, sino precipitado por su libre albedrío. Por eso, cuando el hombre comenzare a tener méritos buenos, no debe atribuírselos a sí mismo, sino a Dios, a quien decimos en el Salmo: “Sé mi socorro, no me abandones” (Sal 26,9)»[14].            En una carta dirigida al abad Valentín, en primavera

de 426, ya les había recordado el carácter absoluto del don de la gracia de Dios, al advertirles: «que nadie diga que se le da la gracia de Dios por méritos de sus buenas obras, o de sus oraciones, o de su fe, y nadie piense que es verdad lo que dicen esos herejes, a saber: que la gracia de Dios se da según nuestros méritos, cosa absolutamente falsa. Y no es que no haya méritos, ya el bueno de los piadosos ya el malo de los impíos, pues en otro caso, ¿cómo juzgará Dios al mundo? Lo que sucede es que son la gracia y la misericordia de Dios las que convierten al hombre, pues dice el salmista: (El es) “mi Dios; su misericordia me prevendrá”(Sal 5,58.11). Así es justificado el impío, es decir, de impío se hace justo, y comienza a tener el mérito bueno que Dios coronará cuando juzgue al mundo»[15].            En otra carta, también dirigida al semipelagiano Valentín, precisa San Agustín que los méritos justificantes de las buenas obras son fruto de la buena voluntad, pero que la hecho buena la gracia. Explica que los hombres, que: «utilizan el libre albedrío y han añadido sus pecados propios al original, si no se libran de la potestad de las tinieblas por la gracia de Dios, y pasan al reino de Cristo (Cf. Col 1,13) cargarán con la condena, no sólo por el pecado original, sino también por los méritos de su propia voluntad. Los buenos, en cambio, recibirán el premio también según los méritos de su propia voluntad; pero incluso la misma buena voluntad la han conseguido por la gracia de Dios»[16].La derecha y la izquierdaPara una mejor comprensión del problema de la cuestión de la gracia y de la libertad, que plantea el semipelagianismo, es también útil  acudir a la obra de San Agustín Sobre los méritos y la remisión de los pecados, primer libro que escribió contra la herejía pelagiana, en el año 412, en plena época de crisis de la civilización romana, después del saqueo de Roma del bárbaro Alarico dos años antes. En esta obra, declaró después: « trato, sobre todo, del bautismo de los niños a causa del pecado original, y de

la gracia de Dios que nos justifica(Cf. Tit 3,10), es decir, que nos hace justos, aunque en esta vida nadie guarda los mandamientos de la justicia de tal modo que no necesite decir, cuando ora por sus pecados: “Perdónanos nuestras deudas” (Mt 6,12). Esos que piensan lo contrario a todo esto han fundado la nueva herejía»[17].Frente al pelagianismo, establece claramente San Agustín que la voluntad siempre libre del hombre necesita constantemente de la gracia de Dios, porque: «sin su ayuda no podemos realizar obras justas o cumplir totalmente el precepto de la justicia. Porque así como los ojos de nuestro cuerpo no necesitan del concurso de la luz para no ver, cerrándose y apartándose de ella, en cambio, para ver algo se requiere su influjo y sin él es imposible la visión, del mismo modo, Dios, que es la luz del hombre interior, actúa en la mirada de nuestra alma, a fin de que obremos el bien, según las normas de su justicia, no según la nuestra. Cosa nuestra es el apartarnos de Él, y entonces obramos conforme a la sabiduría de la carne; entonces consentimos a la concupiscencia carnal en cosas ilícitas»[18]. Sin la gracia no se puede evitar todo pecado, que tiene su origen en la concupiscencia o deseo humano desordenado. Con ella, el hombre puede hacer todo el bien.En el pelagianismo, que se empezaba a difundir en África por Pelagio y Celestio, se despreciaba la gracia de Dios y se confiaba en la naturaleza humana. En cambio, en el gnosticismo, que San Agustín había conocido directamente en los años que estuvo en una de sus formas, la secta maniquea, se destruía la naturaleza humana y su orden, querido por Dios, con hostilidad a toda ley o norma  a  lo rectamente ordenado.Ante las posturas pelagianas y maniqueas, que pueden ser una tentación por su revestimiento de elementos que se presentaban como evangélicos, y que ambas han perdurado hasta la actualidad, San Agustín recuerda, en esta misma obra, la siguiente advertencia de la Escritura,

del Libro de los Proverbios: «No nos desviemos ni a la derecha ni a la izquierda. Los caminos que están a la derecha los conoce el Señor. Los caminos de la izquierda son malvados»[19] .Explica esta prevención, que puede parecer extraña, del siguiente modo: «Irse a la derecha es engañarse a sí mismo teniéndose por inmaculado; irse a la izquierda es, con no sé qué perversa y criminal seguridad, entregarse a toda clase de crímenes, como si no hubiera ningún castigo». En el primer desvió, propio del pelagianismo, se olvida el pecado y se confía en la bondad y el poder de la naturaleza humana. En el segundo, por el contrario, se intenta  desintegrar la naturaleza humana con el mal.El resto del pasaje citado lo explica San Agustín seguidamente: «“Los caminos que están a la derecha los conoce el Señor” , pues sólo Él está sin pecado y puede borrar nuestros delitos. “Los caminos de la izquierda son malvados”  y como tales pueden considerarse las codicias pecaminosas». En los caminos de la derecha, a los que nos podemos desviar, se olvida la existencia del pecado en el hombre y la necesidad de ser perdonados por Dios. En los de la izquierda, se hace el pecado sin ningún tipo de temor.A continuación da una explicación más concreta, al añadir: «A este propósito nos ofrecen una figura del Nuevo Testamento aquellos jóvenes de veinte años de quienes se dice que entraron en la tierra prometida (Num 14, 29 ss.) sin torcerse a la derecha ni a la izquierda (Jos 23, 6)». Estos pasajes del Antiguo Testamento muestran que el pueblo creyente: «sin torcerse a la derecha con una soberbia presunción de su propia justicia, ni a la izquierda con una complacencia segura en el pecado, entrará en la tierra de promisión. Allí no imploraremos ya el perdón de los pecados ni temeremos su castigo, porque viviremos libres por la gracia del Redentor, el cual, sin ser esclavo de pecado, redimió a Israel de todas sus iniquidades, ora de las cometidas con la vida propia, ora de las contraídas por

el origen»[20]. Los dos caminos  desviadosSan Agustín, en, otra carta al semipelagiano abad Valentín, de catorce años más tarde,  completa la exégesis de una forma más ajustada al texto. Comienza la nueva explicación estableciendo el siguiente tesis: «la sana fe católica no niega el libre albedrío para vivir bien o mal, pero tampoco le atribuye tanto poder que consiga algo sin la gracia de Dios, ni para convertirse del mal al bien, ni para progresar con perseverancia en el bien, ni para llegar al bien sempiterno, en el que ya no tema abandonar a Dios»[21].            Después cita el pasaje citado, en su escrito anterior, del Libro de los Proverbios, incluyendo el final del versículo, tal como se encuentra en la versión griega de la Septuaginta y el versículo anterior[22].  «Mirad lo que nos amonesta el Espíritu Santo por medio de Salomón: “Haz senderos rectos para tus pies y dirige tus caminos; no te desvíes ni hacia la derecha ni hacia la izquierda, y aparta tu pie de la mala senda. Porque el Señor conoce los caminos que hay a la derecha, pero los que están hacia la izquierda son torcidos. El hará rectas tus sendas Y hará seguir en paz tus caminos”  (Pr 4,26-27 sec. LXX)».             Lo primero que advierte San Agustín es que existe la libertad en el hombre y que  la gracia de Dios la hace recta o auténtica. «Considerad, hermanos, en estas palabras de la santa Escritura que, si no hubiese libre albedrío, no diría: “Haz senderos rectos para tus pies dirige tus caminos; no te desvíes ni hacia la derecha ni hacia la izquierda”. Pero si eso pudiese hacerse sin la gracia de Dios, no diría luego: “El hará rectas tus sendas y hará seguir en paz tus caminos”»[23].            En segundo lugar, les dice a los monjes del abad Valentín: «No os desviéis ni hacia la derecha ni hacia la izquierda, aunque la Escritura alabe los caminos que haya la derecha y vitupere los que haya la izquierda. Pues por

eso añade: “Aparta tu pie de la mala senda”, esto es, la de la izquierda como explica a continuación: “Porque los caminos que están a la derecha los conoce el Señor, pero los que están a la izquierda son torcidos”»[24].             En tercer lugar, explica que «cuando dice que el Señor conoce los caminos que hay a la derecha (Pr 4,27), ¿cómo lo hemos de entender, sino diciendo que el Señor hizo los caminos que hay a la derecha, esto es, los caminos de los justos, las obras buenas, que “preparó Dios para que caminemos en ellas”(Ef 2,10), como dice el Apóstol?».            Se dice que Dios conoce los caminos de la derecha, el de las buenas obras, porque los hizo Él. «Pero no conoce el Señor los caminos de la izquierda, los torcidos, esto es, los caminos de los impíos, porque no los hizo El para el hombre, sino que el hombre se los hizo para sí»[25].            Surge entonces la siguiente dificultad: «¿Por qué se dice: No te desvíes ni hacia la derecha ni hacia la izquierda? Parece que debería haber dicho: Toma la derecha y no vayas hacia la izquierda, si es que son buenos los caminos que haya la derecha». ¿Por qué, pensamos, sino porque los caminos que están a la derecha son buenos, pero de manera que no es bueno desviarse hacia la derecha?».            La respuesta de San Agustín es que: «Hemos de entender que se desvía hacia la derecha quien quiere asignarse a sí mismo, y no a Dios, las mismas obras buenas que pertenecen a los caminos que haya la derecha».            En cambio, los caminos de la derecha no desviada se reconoce que son obra de Dios. «Por eso (…) añadió a continuación: “El hará rectas tus sendas y hará seguir en paz tus caminos”».           En cuarto lugar, el versículo primero citado se entiende como una confirmación de esta interpretación, porque: «Cuando te manda: “Haz rectos los senderos para

tus pies y dirige tus caminos”, entiéndelo de modo que sepas que, cuando así lo haces, Dios te otorga el que lo hagas. Así no te desviarás a la derecha, aunque vayas por los caminos que hay a la derecha, porque no confiarás en tu virtud, y tu virtud será justamente aquel que“hará rectas tus sendas y hará seguir en paz tus caminos”»[26]. El mal para el bien            Por último, en quinto lugar nota San Agustín, en esta interpretación, que, aún admitiendo la gracia de Dios, se da una desviación hacia izquierda si se presenta como un fruto de la gracia el combatir el obrar según la gracia de Dios, «por lo cual dicen: “Hagamos el mal para que venga el bien”, ésos se desvían hacia la izquierda»[27].         Concluye, por ello, con esta advertencia: «No defendáis el libre albedrío de manera que le atribuyáis las buenas obras sin la ayuda de la gracia divina; pero tampoco defendáis la gracia de manera que, como si ya estuvieseis seguros de ella, améis las malas obras. Que la gracia de Dios os libre de tal cosa»[28]. Eudaldo Forment

[1] 1 Cor 15, 10.[2] SAN BERNARDO, De gratia et libero arbitrio, c. 1, 1.[3] Ibíd.,  c. 1, 2.[4] Ibid., c. 14, 46.[5] 1 Cor 15, 10.[6] SAN BERNARDO, De gratia et libero arbitrio, c. XIV, 46.[7] 2 Cor 3, 4-5.[8] San Agustín, El don de la perseverancia, 13, 33.[9] SAN BERNARDO, De gratia et libero arbitrio, c. XIV, 46.[10] 1 Cor 15, 10.[11] SAN BERNARDO, De gratia et libero arbitrio, c. XIV, 46.[12] Ibíd., c. XIV, 47.

[13] SAN AGUSTÍN, Retractationes, II, 66.[14] IDEM, De gratia et libero arbitrio, 6, 23[15] IDEM, Epistulae, 214, 4[16] Ibíd., 215, 1.[17] SAN AGUSTÍN, Retractationes, II, 33.[18] IDEM, De peccatorum meritis  et remissione et de baptismo parvulorum, II, 5, 5.[19] Pr 4, 27.[20] SAN AGUSTÍN, De peccatorum meritis  et remissione et de baptismo parvulorum, II, 35, 57.[21] IDEM, Epistulae, 215, 4.[22] Pr 4, 26.[23] SAN AGUSTÍN, Epistulae, 215, 5.[24] Ibíd., 6. Véase: Francisco Canals Vidal, De la modernidad a la postmodernidad: inflexión del pseudoprofestismo, en Verbo (Madrid), 329-330 (1994), pp. 1141-1149.[25] SAN AGUSTÍN, Epistulae, 215, 6.[26] Ibíd., 7.[27] Ibíd., 8. En este sentido: «hoy oímos combatir la ortodoxia, la escolástica, y el pensamiento político y social acorde con la ley natural y cristiana, con pretextos pseudoproféticos» (F. Canals Vidal, op. cit., p. 1149).[28] SAN AGUSTÍN, Epistulae, 215, 8.

XIII. Gracia, libertad y méritoEudaldo Forment, el 15.03.15 a las 10:03 AM

La regeneración de voluntad libre por la graciaLas tesis de San Agustín y San Bernardo sobre la gracia y la libertad fueron también claramente expuestas por Bossuet, en su libro de diálogo con el protestantismo Exposition de la doctrina de l’Église Catholique sur les matières de controverse. El celebre predicador francés del siglo XVII comienza esta obra notando que: «Después de más de un siglo de discusiones con los lideres de la religión, pretendidamente reformada, las materias  que fueron objeto de su ruptura, deben ser aclaradas, y explicadas las posiciones de la Iglesia católica. Parece así que lo mejor que puede hacerse es  proponerlas simplemente, y distinguirlas muy bien de las que falsamente le han sido imputadas».Confiesa seguidamente que: «En efecto, he observado en diferentes ocasiones que la aversión que estos lideres tenían a la mayoría de nuestras posiciones, estaba unida  a  ideas falsas que habían concebido, y a menudo a ciertas palabras que de tal manera  les chocaban, que  sólo se fijaban en ellas y  nunca pasaban a considerar el fondo de

las cosas».Añade que, para evitar estos inconvenientes y dar a conocer la enseñanza católica, seguirá la doctrina del Concilio de Trento. «Es por eso que he creído que nada les podría ser más útil que explicarles lo que la Iglesia definió en el Concilio de Trento, tocando las materias que más les alejan de nosotros, sin detenerme a lo que acostumbran a objetar a doctores en concreto, o contra cosas que no  son aprobadas necesaria y universalmente»[1].Al empezar la explicación de la justificación, uno de los puntos más controvertidos, nota Bossuet, por una parte,  que una cuestión muy importante en el conjunto de todo su tratado, porque: «La materia de la justificación hará (…), que sean  todavía mayormente esclarecidas  cuántas dificultades pueden suscitarse de una simple exposición de nuestra posición»[2].Por otra, que: «Los que conocen, aunque sea poco la historia de la pretendida Reforma, no ignoran que  todos los primeros autores,  propusieron este tema a todo el mundo como el principal, y como el fundamento más esencial de su ruptura;  es, por ello,  el que es el más necesario entender bien»[3].Los creyentes católicos creemos –afirma, en primer lugar–, que: «Nuestros pecados nos son remitidos gratuitamente por la misericordia divina, por causa  de Jesucristo” (C. de  Trent., s. VI, cap. IX). Estos son  los propios términos del concilio de Trento, que añade  que se dice que somos justificados gratuitamente, porque ninguna cosa que preceda a  la justificación, sea la fe, o sean las obras, puede merecer esta gracia (Ibíd. c. VIII)».Sobre la cuestión central de la justificación, la determinación del estado del pecador justificado, considera Bossuet que: «Como la Escritura nos explica la remisión de los pecados, ora diciendo que Dios los cubre, u ora diciendo que los quita, y que los borra por la gracia del Espíritu Santo, que nos hace nuevas criaturas: creemos que hay que juntar  estas dos expresiones, para formarse 

la idea perfecta de la justificación del pecador».Los católicos, a diferencia de los reformadores: «Es por eso que creemos que nuestros pecados, no solamente son cubiertos, sino que son totalmente borrados por la sangre de Jesucristo, y por la gracia que nos regenera, que, lejos de oscurecer o de disminuir la idea que se debe tener del mérito de esta sangre, por el contrario lo aumenta al contrario y lo ensalza».También frente a las tesis protestantes, añade Bossuet, que, como consecuencia, el perdón que conlleva la justificación no es algo externo, sino que afecta internamente al pecador. «Así la justicia de Jesucristo es no solamente imputada (atribuida), sino actualmente  comunicada a los fieles por obra del Espíritu Santo, de manera  que no solamente son reputados (considerados), sino hechos justos por su gracia».Hay un argumento racional, que aporta seguidamente: «Si la justicia que está en nosotros fuera justicia sólo a los ojos de los hombres, no sería  obra del Espíritu Santo: es, pues, igualmente justicia delante de Dios, porque es el mismo Dios quien la hace en nosotros, derramando la caridad en nuestros corazones»[4]. Sin embargo, advierte Bossuet que, en el estado de naturaleza reparada  la justificación no es completa ni perfecta, porque: «es muy cierto que “la carne ansia contra el espíritu, y el espíritu contra la carne (Ga 5, 17) ” y que “tropezamos todos en muchas cosas” (St 3,2). Así aunque nuestra justicia sea verdadera por la infusión de la caridad, no es en absoluto justicia perfecta por causa del combate de la codicia: aunque el gemido continuo de un alma arrepentida de sus faltas hace deberle lo más necesario de la justicia cristiana. Lo que nos obliga a confesar humildemente con santo Agustín, lo que nuestra justicia tiene en esta vida consiste más bien en la remisión de los pecados que en la perfección de las virtudes»[5]. El mérito de las buenas obras hechas por la gracia

Bossuet dedica el capítulo siguiente al de la justificación a las buenas obras.  Lo titula «El mérito de las obras», por  la cuestión conexa del papel de las obras humanas en la justificación, o sobre el esfuerzo o mérito del hombre en el cumplimiento de los mandamientos, negado por el protestantismo, especialmente el luterano.Comienza también citando el Concilio de Trento: «Sobre el mérito de las obras, la Iglesia católica enseña que: “la vida eterna debe serles propuesta a los hijos de Dios, como una gracia que misericordiosamente les es prometida por medio de Nuestro Señor Jesucristo, y como una recompensa que fielmente es dada a sus buenas obras y a sus méritos, en virtud de esta promesa” (C. Trento, Just., XVI)  Son los propios términos del concilio de Trento».Las buenas obras son meritorias y tienen recompensa: «Pero por temor de que el orgullo humano sea halagado por la opinión de un mérito presuntuoso, el mismo Concilio enseña que todo el precio y el valor de las obras cristianas proviene de la gracia santificante, que se nos da gratuitamente en nombre de Jesucristo, y que es un efecto de la influencia continua de esta divina cabeza sobre sus miembros».Es necesario que el hombre, para salvarse haga obras buenas, y, para ello, es  ayudado por la gracia de Dios, que regenera nuestra voluntad. «Verdaderamente los preceptos, las exhortaciones, las promesas, las amenazas y los reproches del Evangelio hacen ver suficientemente que hace falta que operemos nuestra salvación por el movimiento de nuestras voluntades con la gracia de Dios que nos ayuda».Debe tenerse en cuenta, para comprender en que consiste esta ayuda, que: «Es un primer principio, que el libre albedrío no puede hacer nada que conduzca a felicidad eterna, sino en tanto que es movido y elevado por el Espíritu Santo».El sentido el mérito de las buenas obras se explica desde esta acción de la gracia de Dios, actuante en la voluntad

libre del hombre, para que haga buenas obras. «Así la Iglesia que sabe que este divino Espíritu, que hace en nosotros por su gracia todo el bien  que hacemos, debe creer que las buenas obras de los fieles son muy-agradables a Dios, y de gran consideración delante de Él: y es justamente se sirve de la palabra  mérito, con toda la antigüedad cristiana, principalmente para significar el valor, el precio y la dignidad de estas obras que hacemos por la gracia».Observa Bossuet que esta es la doctrina del mérito de las buenas obras enseñada por el Concilio de Trento. De manera que: «Así como toda su santidad viene de Dios que la hace en nosotros, la misma Iglesia recibió en el concilio de Trento como doctrina de fe católica, la palabra de san Agustín, que “Dios corona sus dones coronando el mérito de sus servidores” (C. Trento, VI, XVI)»[6].En el capítulo XVI del Decreto sobre la justificación del Concilio de Trento,  titulado «Del fruto de la justificación, esto es, del mérito de las buenas obras y de la naturaleza de este mismo mérito», se dice: «No quiera Dios que el cristiano confíe ni se gloríe en sí mismo, y no en el Señor, cuya bondad es tan grande para con todos los hombres, que quiere que sean méritos de éstos los que son dones suyos»[7].

 

La gracia y el olvido de Díos y de sí mismoEn uno de sus celebres sermones, el que pronunció con motivo del ingreso en las Carmelitas, de la joven duquesa de la Vallière, Luisa Francisca La Baume Le Blanc –en presencia de la reina, María Teresa de Austria, esposa de Luis XIV, el Rey Sol–,  Bossuet desarrolló la cuestión de los cambios que produce la gracia. Comenzó refiriéndose a otro cambio, también obra de Cristo. «Maravilloso espectáculo se ha de presenciar, sin duda, cuando Aquel

que está sentado en su trono, desde donde vela sobre todo el universo, y al que cuesta igual el obrar que el decir, porque hace todo lo que le place con su palabra, anuncie desde lo alto de su trono, en el fin de los siglos, que se dispone a renovarlo todo; y al mismo tiempo, vea a toda la naturaleza cambiada hacer aparecer un mundo nuevo para los elegidos».Al final de los tiempos, Cristo Redentor, juez de vivos y de muertos, realizará este  maravilloso cambio de purificación, transformación y renovación del mundo actual. Una transformación que equivaldrá a una nueva creación. Sin embargo, ya en el tiempo, se da otro admirable y asombroso cambio,  que  sirve de preparación para el posterior, porque: «obra Él secretamente en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo, los cambia, los renueva y, removiéndolos hasta el fondo, les inspira deseos hasta entonces desconocidos; tampoco es este cambio menos nuevo ni menos admirable»[8].Respeto al último cambio, al  «cielo nuevo y una tierra nueva»[9] advierte que: «No debemos sentir curiosidad por conocer distintamente esas maravillosas novedades de los siglos futuros; obrándolas Dios sin nosotros, debemos confiar en su poder y en su sabiduría».Sin embargo, si que se puede y debe conocer el primer cambio de Dios o: «las santas novedades que obra en lo profundo de nuestros corazones. Escrito está: “Os daré un nuevo corazón” (Ezeq. 36, 26), y escrito está también: “Haceos un corazón nuevo” (Ezeq. 18, 31); de manera que este corazón nuevo que se nos da, también a nosotros corresponde hacerlo; y, como debemos concurrir en ello por el impulso de nuestras voluntades es preciso que tal impulso se halle prevenido por el conocimiento».Comienza, para ello, preguntándose por el estado antiguo y el estado nuevo, que se dan en el mundo temporal. «¿Qué existe más antiguo que el amarse a sí mismo y que más nuevo que el erigirse uno mismo en su propio perseguidor? Pero aquel que se castiga a sí mismo debe de haber visto

alguna cosa a la que ama más que a sí mismo: de modo que hay aquí dos amores que lo hacen todo. San Agustín los define con estas palabras : Amor sui usque ad contemptum Dei; amor Dei usque ad contemptus sui (La ciudad de Dios, XIV, 27)».Uno es: «“el amor de sí mismo llevado hasta el desprecio de Dios”, que es lo que hacen la vida antigua  y la vida del mundo. El otro: «“el amor de Dios llevado hasta el desprecio de sí mismo”, que es lo que hace la vida nueva del cristianismo»[10].En el estado antiguo: «El recuerdo del que nos ha creado está impreso profundamente dentro de nosotros. Pero, ¡oh desgracia increíble y lamentable ceguera!, nada tan fuertemente grabado en el corazón del hombre, y nada que le sirva menos en su conducta. Los sentimientos religiosos son la última cosa que se borra en el hombre, y la última que el hombre consulta»[11].El hombre es como un «edificio destruido», creado por Dios pero caído por el pecado, pero conserva algo de su grandiosidad  del plan del arquitecto. «La impresión de Dios perdura aún tan viva en el hombre, que no puede perderla, y a la vez tan débil, que no puede seguirla, de tal modo que no parece haber perdurado en él sino para convencerle de su falta, y hacerle sentir su pérdida. Así, es verdad que ha perdido a Dios, pero también (…) es cierto, que no podía evitar, después de ello perderse también a sí mismo»[12].Sin embargo: «en este olvido profundo de Dios y de sí mismo, en que el alma está hundida, Dios la sabe encontrar. Cuando a Él le place, hace sentir su voz en medio del estrépito del mundo; en su mayor esplendor, y en medio de todas sus pompas, descubre Él el fondo de todo ello, es decir, la nada y la vanidad»[13].Se llega entonces por la gracia de Dios a un estado nuevo. «Nada existe más nuevo que este estado en que el alma, llena de Dios, se olvida  de sí misma. De esta unión con Dios, vemos nacer al punto en el alma todas las virtudes»[14].

En este nuevo estado, no obstante: «ve todavía por debajo de sí abismos profundos: la nada de donde fue sacada y otra nada más espantosa todavía, que es el pecado en el que puede caer de nuevo en todo momento, por poco que se aleje de Dios y que le obligue a abandonarla».Ante este angustioso peligro de la soledad absoluta, de la insoportable soledad sin Dios:   «Considera el alma  que si es justa es porque Dios la hace justa continuamente, San Agustín no quiere que se diga que Dios nos ha hecho justos, sino que dice que nos hace justos a cada momento (De gen. Ad litt. I, 8, 25) No es –dice– como un médico que habiendo devuelto la salud a su enfermo, lo deja en estado, en que ya no necesita de su auxilio; es como el aire, que no ha sido hecho luminoso para continuar siéndolo por sí mismo, sino que es hecho luminosos continuamente por el sol».Siempre se precisa absolutamente la gracia de Dios. Por ello: «El alma, unida a Dios, siente continuamente su dependencia, y siente que la justicia que le es dada no subsiste por sí sola, sino que Dios la crea en ella a cada instante; de modo que ella se mantiene siempre con la atención despierta hacia esa parte; permanece siempre bajo la mano de Dios, unida siempre al gobierno y como el efluvio de su gracia»[15]. No quiere quedar en la soledad inaguantable de la nada más terrible: la del pecado. Semipelagianismo, protestantismo y catolicismoEn esta misma línea, en nuestros días, el tomista Francisco Canals, también en diálogo con el protestantismo, advirtió que, por una parte: «Las definiciones tridentinas no rechazaban más que la tesis de que la justificación consiste en una mera declaración de que el hombre ha sido justificado, después de la cual el hombre permanece siendo, sin embargo, totalmente pecador». Por otra, por el contrario: «Lo que se afirmó contra la reforma, es que la gracia de la justificación renueva internamente al hombre»[16].

Frente al protestantismo, y más concretamente a su « teología de la gracia sin la libertad, de la justificación sin la interna regeneración del hombre redimido»[17], la tesis nuclear del Concilio de Trento es que la gracia regenera el espíritu humano y con ello a la misma voluntad libre. Además, precisa Canals que: «Esto no significa en modo alguno que la justificación misma provenga parcialmente de Dios y parcialmente del hombre, sino que la justificación hace al hombre operante»[18].Si no se afirmara esto último,  no se caería en el pelagianismo, que piensa: «en el hombre como el autor del bien obrar, merecedor de vida eterna»[19], pero sí en el semipelagianismo. El creer que: «el hombre y la gracia de Dios, o, si se quiere, la gracia de Dios y el hombre, son causas coordinadas entre sí   concurrentes en la acusación de la buena obra, es propio de posiciones semipelagianas»[20].Frente a esta doctrina semipelagiana –siempre muy difundida, pero muchas veces inadvertida por el creyente–, reaccionó el protestantismo, con una forma antitética de dirección opuesta también incorrecta, con «una teología de la gracia sin libertad», que implicaba «el no tener en nada las obras y el libre albedrío humano»[21].El concilio de Trento, en cambio: «reafirmaba la verdad tradicional y plenaria. “No yo, sino la gracia de Dios conmigo” (1Cor 15, 10)»[22]. En su justa acusación al semipelagianismo, el protestantismo cayó en un grave olvido: la libertad y las buenas obras. Por ello, el concilio recordaba que: «la salvación del mismo libre albedrío por la gracia, que mueve al justo a obrar meritoriamente, y aun excita al pecador a la cooperación activa a su justificación»[23]. De manera que: «es efecto de la gracia misma toda buena obra y toda buena voluntad del cristiano»[24]. Frente al desvío protestante, Trento mantenía que: «la gracia de Dios conmigo es la fórmula paulina y católica»[25].La posición tridentina sería igualmente opuesta al

semipelagianismo, porque no considera:«el libre albedrío como consistente en una “emancipación del hombre” frente a Dios», sino que: «es Dios quien obra en nosotros la buena voluntad y la buena obra, y así el mismo acto meritorio es el propio efecto de la gracia»[26].Con la regenerada libertad  de la buena voluntad causada por la gracia: «la libre cooperación del hombre en la obra de su justificación no puede ser entendida como si por ella se derogase la fe en la iniciativa exclusiva de Dios en la obra redentora. La gracia de la justificación, que renueva al hombre, lo hace activo y causa en él obras libres meritorias de vida eterna»[27].La enseñanza tridentina, frente a la desviación protestante ––y también  frente a la semipelagiana, que reparte: «entre la gracia divina y la recta voluntad del hombre, entendidas como dos causas entre sí independientes en su respectiva actividad concurrente, la eficiencia del bien obrar»[28]––, establece que: «sólo la gracia tiene poder para regenerar íntimamente al hombre caído y mover su libre albedrío a obrar meritoriamente en orden a la vida eterna»[29].Observa finalmente Canals que la no consideración en ningún sentido de la libertad y de las buenas obras es una desviación muy  peligrosa, tanto o más que la contraria afirmación absoluta semipelagiana, porque: «Las formas más sutiles y peligrosas del error son aquellas en las que la rebeldía humana no se dirige, al parecer, sino contra los elementos inferiores y creados, sensibles e instrumentales, de la comunicación de la gracia». Además, con una actitud farisaica: «Entonces la misma rebeldía se presenta como fidelidad a la soberanía de Dios, apoyo exclusivo en su omnipotente misericordia, y rechazo de toda idolatría y de toda confianza en el hombre»[30].Unión de la gracia con la libertad en las buenas obrasEn otra obra, escrita cuarenta años después, en la que presenta lo más nuclear de la síntesis tomista, Canals desarrolla también esta última observación. Lo hace al notar que sobre la afirmación de la perfección de la libertad

por la  gracia, que le permite, ya renovada, realizar obras meritorias, Santo Tomás no considera consistentes otras explicaciones.Al tratar la cuestión de si la salvación es toda de Dios o también por causación humana, indica Santo Tomás que hay algunos que: «parecen haber distinguido  entre lo que pertenece a la gracia y lo que pertenece al libre albedrío, como si el mismo efecto no pudiese provenir de ambos». Sobre lo que surge de la gracia de Dios y del libre albedrío, advierte que: «no son cosas distintas lo que procede de la causa primera y de la segunda, y la providencia divina produce sus efectos por las operaciones de las causas segundas»[31]. Regla de la composición de lo superior con lo inferiorComenta Canals que en esta tesis del Aquinate que no separa «en el acto meritorio, la eficacia de la gracia del ejercicio del libre albedrío humano», se revela  «como una norma o criterio». Se descubre implícita en su aplicación, siempre que Santo Tomás afirma: «la com-posición, la síntesis de algo en alguna línea “superior” o más perfecto con otro elemento de la realidad en cierto sentido inferior, como participativo o receptivo de aquello más eminente que lo perfecciona».Esta especie de regla del Aquinate, es que lo participado, y, por tanto, lo más perfecto y perfectible, «nunca suprime ni minimiza este elemento participativo y perfectible», con el que se compone.Precisa Canals que lo participante o «lo de algún modo inferior no tiene carácter de la imperfección privativa». Al sujeto de lo participado le pertenece la limitación, propia de la medida de la participación, pero no la privación, que en el sentido de ser debida, lo es de lo malo. Como explica seguidamente: «El mal, para Santo Tomás, no tiene subsistencia ni consistencia esencial alguna, y sólo se da en una substancia y sujeto bueno privado en alguna línea de la perfección a que tendería por su naturaleza. No hay

error más que en un sujeto intelectual, ni enfermedad más que en un viviente, ni pecado más que en un sujeto personal dotado del bien del libre albedrío y ordenado, por su misma naturaleza, a encontrar su plenitud en la ordenación al bien y en la participación del mismo».Se trata, por tanto, de «la composición o síntesis de la capacidad de perfección con la perfección para la que capacita» Esta composición participante participado o potencial actual se da en: «la composición en lo entitativo de la forma con la materia, de la esencia finita con el acto de ser que la actualiza, de la facultad operativa con la operación a que tiende y, en la cima del universo creado y elevado por Dios al orden de receptor de la comunicación de la vida divina»[32].De la  «regla»  de que lo participado o superior no anula  lo participante o inferior, sino que lo presupone como perfectible y lo perfecciona e incluso lo restaura en sus imperfecciones [33], se sigue que tampoco lo minimiza o disminuye en su naturaleza  y en sus acciones. Puede decirse que, para Santo  Tomás: «Nunca lo superior, para perfeccionar lo inferior en que es recibido, anula o minimiza lo inferior».Por ello, la gracia no elimina o mengua la naturaleza caída, ni tampoco: «La sabiduría teológica no ha cortado a nadie las posibilidades de su talento metafísico. La santidad nunca ha cortado las alas a la plenitud de una vida humana. Aquellos santos a los que llamamos “humanistas devotos” no tienen, en lo cultural y lo personal, inferior valía a la realizada en cualquier humanismo. La fuerza espiritual de la mística Doctora Santa Teresa nadie puede pensar que le quitase algo de su genio tan “femenino". La poderosa acción de Santa Juana de Arco no encontró obstáculo, antes bien, como es obvio, todo el impulso en la vida de su tensión religiosa»[34].Desde esta «regla» de Santo Tomás, se comprende «la com-posición o síntesis entre la gracia divina y el libre albedrío humano, que el pecado original hiere con la

inclinación al mal, pero que no anula y que sigue siendo, aun en el hombre caído, el sujeto propio receptor de la eficacia de la gracia que le mueve al bien»[35].Eudaldo Forment  

[1] Jacques-Benigne Bossuet, Oeuvres complètes de Bossuet, Paris, Librairie de Louis Vivès Editeur, 1862, vol. XIII, Exposition de la doctrine de l’Église Catholique sur les matières de controverse, pp. 51-104,  I, p. 51[2] Ibíd., VI, p. 62.[3] Ibíd. VI, pp. 62-63.[4] Ibíd., VI, p. 63.[5] Ibíd., pp. 63-64.[6] Ibíd., VII, p. 64[7] Concilio de Trento, Decreto sobre la justificación, c. XVI.[8] JACQUES BÉNIGNE BOSSUET, Sermones, Trad. S.J. Arbó, Barcelona, Luis Miracle Editor, 1940, Sermón “Por la profesión de madame de la Vallière, duquesa de Vanjours”, pp. 219-248, p. 227.[9] Cf. Is 65, 17 y Ap 21, 1.[10] JACQUES BÉNIGNE BOSSUET, Sermones, op.cit.,p. 229.[11] Ibíd., p. 237.[12] Ibíd., p. 238.[13] Ibíd., p. 239.[14] Ibíd., p. 243.[15] Ibíd., p. 244.[16] FRANCISCO CANALS,   En torno al diálogo católico protestante, Barcelona, Herder, 1966,  p. 30.[17] Ibíd., p. 38.[18] Ibíd.,  p. 30.[19] Ibí, p. 43-44.[20] Ibíd., p. 44.[21] Ibíd., p. 43

[22] Ibíd.[23] Ibíd., p. 44.[24] Ibíd., p. 43.[25] Ibíd., p. 44.[26] Ibíd., p. 48.[27] Ibíd., p. 47.[28] Ibíd., pp. 47-48.[29] Ibíd., p. 47.[30] Ibíd., p. 42[31] Santo Tomás, Summa theologiae, I, q. 23, a. 5, in c.[32] Francisco Canals Vidal, Tomás de Aquino. Un pensamiento siempre actual y renovador, Barcelona, Scire, 2004, p. 94.[33] Cf. SANTO TOMÁS, Summa Theologiae, I, q. 1, a. 8, ad 2.; I, q. 2, a. 2, ad 1; y I-Ii, q. 109, a. 3, in c.[34] Francisco Canals Vidal, Tomás de Aquino. Un pensamiento siempre actual y renovador, op. cit., p. 95.[35] Ibíd. En los errores y herejías sobre esta cuestión se han separado los dos constitutivos y se han igualado, o se han contrapuesto antitéticamente, o bien se ha anulado uno de ellos.

XIV. El mérito de las buenas obrasEudaldo Forment, el 31.03.15 a las 6:18 PM

 Principios del protestantismoDesde sus orígenes el protestantismo, que ha  permanecido en el que se ha llamado protestantismo tradicional, ha establecido dos principios fundamentales. El primero, que el hombre depende de manera absoluta de la gracia para su salvación: y  el segundo, que es necesaria la fe en Cristo y de su sacrificio redentor. Consideraba que estos dos principios eran completamente opuestos a otros dos también centrales del humanismo renacentista. El primero, la acentuación de la autonomía del hombre; y el segundo, la consideración de la cultura humana como valor supremo.El protestantismo creía también, por un lado, que el optimismo naturalista a que conducían los dos principios del humanismo, tenía su origen en la recepción de la filosofía griega por el cristianismo oriental, y en cuya línea se encontraba el pelagianismo posterior en occidente. Por otro, como indica Francisco Canals, en su obra  sobre el protestantismo, que: «La contrarreforma habría sido un movimiento antropocéntrico, enfrentado al radical teocentrismo propugnado por los reformadores»[1].

 El concilio de Trento y el problema postridentinoDejando aparte las interpretaciones del protestantismo tradicional respecto al humanismo, al Renacimiento y a la modernidad, e incluso su crítica al denominado «protestantismo liberal» –por haber asumido los  principios de estas tres corrientes, y abandonar los de  sus fundadores–, puede replicarse con Canals que: «No es la Iglesia romana maestra de confianza en el hombre; ella no hace sino enseñar la generosa dispensación de la misericordia divina»[2].El concilio de Trento no cambió el teocentrismo, siempre reafirmado por los anteriores concilios ecuménicos, sino que  comprendió que: «al minimizar o desconocer la comunicación regeneradora y santificante del don divino a la humanidad caída, su interna liberación y renovación de vida, ciertamente obscureceríamos y disminuiríamos el honor de la sangre redentora»[3]. Por el contrario: «Sería el pesimismo de la teología reformada el que, en dirección inversa a la que pretende denunciar en el catolicismo romano, se habría inspirado en un temor a beber demasiado en la fuente de aguas vivas»[4].Sin embargo, es cierto que en el campo de la teología existió un «problema postridentino». Recuerda Canals que: «se han dado en el catolicismo posrenacentista actitudes y tendencias antitéticas a las del protestantismo y jansenismo, y no puramente ordenadas a la verdad plena, sino implicadas ellas mismas en la dialéctica que contrapone, y a la vez entre sí, la “protesta” de la reforma y el antropocentrismo del renacimiento»[5]. En los siglos postridentinos, faltaron en algunos «actitudes y expresiones» para dar una  respuesta «unitaria y plenamente comprensivas»[6].

 

El jansenismoUn ejemplo de esta falta de síntesis unitaria en la solución a las cuestiones de la gracia y de la salvación es, como también ha recordado Canals, que hubo: «en la teología postridentina cierto malestar respecto a la soteriología agustiniana (…) El título de “disciples de Saint Augustin” fue en los siglos siguientes el nombre propio pretendido por los jansenistas; al parecer, no era sólo opinión suya, ya que no faltaban entre sus adversarios sectores inclinados a remover la autoridad del doctor de la gracia, al atribuir a san Agustín, por las “extremosidades” y “exageraciones” de su actitud polémica contra Pelagio, la paternidad del propio jansenismo»[7].La doctrina jansenista  –inspirada en las obras del obispo holandés Jansenio (1585-1638)–, como ha notado Francisco Marín-Sola, partía del principio que la naturaleza humana caída por el pecado original está muerta para todo bien. Como consecuencia se afirmaba que: «sin la gracia, la naturaleza no puede hacer ningún acto moralmente bueno, por fácil e imperfecto que sea». No sólo, como es patente, con valor sobrenatural y por tanto justificante, sino tampoco en el mismo orden natural, aunque no tenga mérito para la salvación.Marín-Sola concreta esta imposibilidad en seis tesis, desde su interpretación de la doctrina de Santo Tomás sobre esta cuestión[8]. Para el jansenismo,  el hombre no podría sin la gracia: «1. Tener ningún amor a Dios, ni que se trate de un amor perfecto o eficaz, ni que se trate de un amor ineficaz e imperfecto. 2. Guardar ningún mandamiento, ni difícil ni fácil. 3. Evitar ningún pecado, ni grave ni leve. 4. Vencer ninguna tentación, por leve que sea. 5. Dejar de poner ningún impedimento o de resistir a la gracia, sea en cosas graves o leves, por corto o largo tiempo. 6. Perseverar en el bien hasta el fin, ni perseverar por largo o por corto tiempo, ni perseverar un solo momento»[9]. El pelagianismo

En el jansenismo, por estar muerta la naturaleza caída del hombre para todo bien, no tiene sentido la distinción entre actos fáciles, aquellos que no requieren todas las fuerzas de la naturaleza, y los actos difíciles, los que las precisan todas; ni entre actos imperfectos, que se corresponden a los fáciles, porque por su cualidad de inacabados, sólo exigen algunas fuerzas, y los actos perfectos, que son los difíciles,  por la necesidad de que actúen todas las fuerzas de la naturaleza humanan; ni los actos de corto tiempo, que son los fáciles e imperfectos, y los actos de largo tiempo, que son los mismos, pero que el tiempo ha hecho difíciles. En la falta de estas distinciones, el jansenismo coincide con la posición opuesta del pelagianismo.En la doctrina de Pelagio, combatida por San Agustín, se parte de una tesis opuesta al protestantismo y al jansenismo,  que la naturaleza del hombre está sana y, que aún después del pecado original, conserva todas sus fuerzas naturales. Se infiere del mismo, indica también Marín-Sola, que el hombre: «aún sin la gracia, puede todos los actos del orden natural, por difíciles o perfectos que sean».Igualmente el teólogo tomista precisa este principio y su consecuencia en seis tesis, que se contraponen a las anteriores jansenistas. Por tanto, la naturaleza puede sin la gracia: «1. Amar a Dios sobre todas las cosas, aunque se trate de un amor perfecto y eficaz, y no solamente ineficaz o imperfecto. 2. Guardar todos los mandamientos y no solamente algunos. 3. Evitar todos los pecados graves colectivamente y siempre, y no solamente algunos, o disyuntivamente, o por algún tiempo. 4. Vencer todas las tentaciones, tanto graves como leves. 5. No poner ningún impedimento o no resistir a la gracia, sea en cosas leves o graves, por corto o por largo tiempo. 6. Perseverar hasta el fin, y no sólo por algún tiempo, en todas las cosas dichas, esto es, haciendo el bien y evitando el mal»[10].Para el pelagianismo, en definitiva, la naturaleza por estar sana conserva todas sus fuerzas integras y puede realizar

todos los actos proporcionados a ella, sin que tengan que ser imperfectos o difíciles y sin tener en cuenta que el tiempo sea poco o mucho. El tomismo postridentinoEn la cristiandad postridentina, la actitud de parcialidad y de enfrentamiento antitético entre partes doctrinales, que ignoraba toda la síntesis unitaria fue generalizándose.  De ahí, como indica Canals, que: «efecto de la inspiración desenfocada y antitética, en alguna de sus dimensiones, de la teología antiprotestante y antijansenista, se manifestó en los mismos temas nucleares sobre los que habían versado las definiciones tridentinas»[11].Añade Canals: «En las nuevas explicaciones para la “concordia del libre albedrío con los dones de la gracia, la divina presciencia, la Providencia, predestinación y reprobación”, se concretó un movimiento que vino a ser representativo de la época del barroco»[12].No obstante, continuó en la Iglesia la corriente tomista[13]. Además de mantener la solución de Santo Tomás del problema de lo que puede la naturaleza caída sin la gracia, los tomistas reiteraron la doctrina de la soberanía gracia  del Aquinate, que podría resumirse en las siete tesis siguientes:Primera: La iniciativa de la gracia es únicamente de Dios, por omnipotencia y amor misericordioso gratuito.Segunda: La gracia es intrínseca y eficaz por sí misma, con independencia del consentimiento de la criatura. No es por la cooperación humana por la que la gracia alcanza a tener su eficacia.Tercera: La gracia divina no se reparte con la recta voluntad humana, como dos causas independientes en su respectiva actividad concurrente.Cuarta: La gracia de Dios renueva al hombre, lo hace activo y causa así obras libres.Quinta: La gracia  causa el querer y el obrar el bien, el natural al que no puede la naturaleza caída y todo el

sobrenatural.Sexta: La gracia es la que hace bueno al hombre en el grado que le corresponde según su naturaleza.Séptima: Por obrar Dios en nosotros la buena voluntad y la buena obra con eficacia justificante, la obra meritoria es efecto de la gracia. El méritoSegún está última tesis de los tomistas, todo acto meritorio para la salvación,  sea del grado o del tipo que sea, se debe exclusivamente a la gracia, en todas sus clases. Igual e insistentemente San Agustín había enseñado que el mérito es un don de Dios.     Escribe, por ejemplo: «¿Cuál es, pues, el mérito del hombre antes de la gracia? ¿Por cuáles méritos recibirá la gracia, si todo mérito bueno lo produce en nosotros la gracia y si cuando Dios corona nuestros méritos no corona sino sus dones?»[14]. Dios, cuya bondad es tan grande, quiere que lo que son dones suyos sean nuestros méritos[15].   Tanta es la bondad de Dios que quiere que sean méritos nuestros lo que son dones suyos. «Porque quien enumera en tu presencia sus verdaderos méritos, ¿que otra cosa enumera sino tus dores? ¡Oh si se reconociesen hombres los hombres, y “quien se gloría se gloriase en el Señor” (1 Cor 10,17)»[16].Al comentar el versículo del salmo 102: «Él te corona de su misericordia y de sus gracias»[17], escribe San Agustín: «Es evidente que luchaste, y serás coronado, porque venciste; pero ve quien venció primero y quién te hizo vencer a ti en segundo lugar. “Yo –dice Él– vencí al mundo; alegraos» (Jn 16, 33) ¿Y nos alegramos de que él haya vencido al mundo como si nosotros también le hubiéramos vencido? Efectivamente nos alegramos, porque nosotros también le vencimos. Quienes le vencimos en nosotros, por Él le vencimos. Luego te corona, porque corona sus dones, no tus méritos»[18].

De modo parecido, en su comentario el texto de San Pablo: «El estipendio del pecado es la muerte; y es gracia de Dios la vida eterna en nuestro Señor Jesucristo»,[19] nota San Agustín: «El bienaventurado Apóstol (…) dice: “El estipendio del pecado es la muerte” (Rom 6,23). Es estipendio porque se debe, porque se retribuye dignamente, porque se paga el mérito. En cambio, para que la justicia no se engría con el humano mérito bueno (bono mérito), y a pesar de que no duda de que el pecado es un mérito humano malo, no dice por contraste que la vida eterna sea estipendio de la justicia, sino: “La vida eterna es gracia de Dios”. Y para que esa gracia no se busque por otro camino que el mediador, añadió:”Por Jesucristo nuestro Señor”».Los que sigan al pecado, como si fuera un general, reciben como paga o soldada la muerte. En cambio, la vida eterna, que reciben los que siguen a Dios, no les es dada como sueldo, sino como dádiva, como una gratificación o donativo. Es como si San Pablo: «dijera: “Al oír que la muerte es estipendio del pecado, ¿por qué tratas ya de engreírte, ¡oh humana no justicia, sino clara soberbia!, embozada en el nombre de justicia? ¿Por qué tratas ya de engreírte y quieres pedir la vida eterna, contraria a la muerte, como un estipendio debido? Sólo se debe la vida eterna a la verdadera justicia; pero si la justicia es verdadera, no proviene de ti, sino que desciende de lo alto, del Padre de las luces. Para que la tuvieses, si es que la tienes, hubiste de recibirla, pues ¿qué tienes que no hayas recibido? Por lo tanto, ¡oh hombre!, que has de recibir la vida eterna, ella es estipendio de la justicia, pero para ti es una gracia, ya que la misma justicia es para ti una gracia. Se te daría la vida eterna como debida si procediera de ti esa justicia que la merece. Ahora bien, de la plenitud de Cristo hemos recibido no sólo la gracia, por la que ahora justamente vivimos hasta el fin de los trabajos, sino también una gracia por esa gracia, para que luego vivamos sin fin en el descanso»[20].

 La libertad aparente y la libertad verdaderaDe manera parecida, al comentar este pasaje de San Pablo, indica Santo Tomás, con respecto  a  lo debido al pecado, que hay que tener en cuenta, en primer lugar,  la situación del hombre  en estado pecador. «Débese saber que tal estado es de verdadera esclavitud, pues su libertad no es verdadera sino tan sólo aparente. Porque como el hombre es lo que es según la razón, el hombre viene a ser verdadero esclavo cuando por algo extraño se aparta de lo que es de razón».Sin embargo, su conducta irracional le puede parecer libre. «Pues que alguien no se prive por el freno de la razón de obedecer a la concupiscencia, es libertad en cuanto a su propia opinión, que tiene por bien máximo el entregarse a su deseo».Es preciso advertir, en segundo lugar, que el efecto del pecado es la muerte: «La cual, aunque ciertamente no sea la finalidad de quien obra el pecado, porque al pecar el pecador no trata de desembocar en la muerte, es, sin embargo, el fin de los propios pecados, porque de suyo están constituidos para conducir a la muerte temporal, porque como el alma aparta de sí a Dios, lógico es que su cuerpo se separe de ella; y también a conducir a la muerte eterna, porque quien quiere separar el tiempo respecto de Dios, por la concupiscencia del pecado, bueno es que de Él sea apartado eternamente, lo cual es la muerte eterna»[21]. Donación de los méritos y donación de la vida eternaSan Agustín, en la Carta a Sixto, antes de comentar este versículo de San Pablo, relaciona la tesis del origen divino del mérito de las buenas obras con la de la primacía de la gracia. «¿Cuál es, pues, el mérito del hombre antes de la gracia? ¿Por qué méritos recibirá la gracia, si todo mérito bueno lo produce en nosotros la gracia, y cuando Dios corona nuestros méritos no corona sino sus dones? Como desde el principio de la fe hemos conseguido la

misericordia, no porque éramos fieles, sino para que lo fuésemos, del mismo modo al fin, cuando llegue la vida eterna, nos coronará, como  está escrito “En piedad y misericordia” (Sal 102, 4). No cantamos, pues, en vano: “Y su misericordia me prevendrá” (Sal 58. 11); y también: “Su misericordia me seguirá” (Sal 22, 6)».Afirma San Agustín que la gracia está al principio y al final de la salvación, porque: «La misma vida eterna la alcanzaremos al fin, pero sin fin, y, por lo tanto, supone méritos precedentes. Más, puesto que esos méritos que la consiguen no los hemos alcanzado por nuestra suficiencia, sino que se han producido en nosotros por la gracia, esa misma vida eterna se llama gracia, porque se da gratuitamente. Se da por los méritos, pero se dieron antes los méritos por los que se da la vida eterna»[22].En esta importante carta, San Agustín había empezado con la afirmación de la acción sanante de la gracia en la voluntad humana haciéndola verdaderamente libre. Decía que algunos pelagianos: «Piensan que se les arrebata la libertad si conceden que el hombre no puede tener buena voluntad sin la ayuda Dios. No entienden que no corroboran la libertad, sino que la empujan a vagar de vanidad en vanidad, en lugar de colocarla sobre el Señor como sobre roca inmóvil. Porque es el Señor quien prepara al voluntad»[23]. «Vasos de ira» y «vasos  de misericordia»Explica además San Agustín que los pelagianos niegan el misterio de la predestinación divina, el que Dios desde toda la eternidad ha determinado conferir la gracia y la vida eterna  a los que ha elegido libremente. «Piensan que les va a quedar un Dios aceptador de personas si creen que se apiada de quien quiere, que llama a quien quiere y que hace religioso a quien quiere, sin mérito alguno precedente. Se fijan muy poco en que al condenado se le propina un castigo debido, y al que se salva se le da una gracia indebida, de modo que ni al primero puede quejarse de ser

injustamente castigado ni el segundo puede gloriarse de ser justamente salvado. Antes diríamos que más bien se suprime la aceptación, cuando no hay más que una sola masa de condenación y pecado; así, el que se salva aprenda del que no se salva el suplicio que le esperaba si la gracia no se hubiese interpuesto. Y si es la gracia la que se interpone, no puede ser por méritos ganada, sino por gratuita bondad otorgada»[24].No obstante, reconoce San Agustín, que parece que se podría replicar con los pelagianos: «“Pero es injusto el que uno sea salvado y el otro castigado en una misma causa mala”».        Responde a continuación:: «Efectivamente, es justo que ambos sean castigados. ¿Quién lo niega? Demos, pues, gracias al Salvador, cuando vemos que no se nos da lo que en la condenación de los demás vemos que habíamos merecido. Si todos fuesen liberados, quedaría oculto lo que se debe en justicia al pecado; y si nadie se salvara, no se sabría lo que otorga la gracia».Con el intento de lograr una mayor comprensión de este misterio de  la gratuidad  de la predestinación a la gloria, anterior no sólo a los méritos que tendrán los predestinados sino a su previsión, San Agustín vuelve acudir a San Pablo. «Utilicemos para esta cuestión dificilísima las palabras del Apóstol: “Queriendo Dios mostrar su ira y dar a conocer su poder, soportó con mucha paciencia los vasos de ira dispuestos para la perdición; y para mostrar las riquezas de su gloria sobre los vasos de misericordia, que de antemano preparó para la gloria” (Rm 9, 22, 23). El barro no puede decir a Dios: “¿Por qué me hiciste así?” Pues “El tiene poder para fabricar de la misma pasta un vaso de honor y otro de ignominia”. Toda la masa fue condenada; por justicia se le da la ignominia debida, y por gracia se le da el indebido, esto es, no por las prerrogativas del mérito, o por la necesidad del hado, o por la temeridad de la fortuna, sino por la profundidad de las riquezas de la sabiduría y ciencia de Dios»[25].

Al comentar este pasaje de San Pablo, nota Santo Tomás que el término «ira» significa «la justicia vindicativa. Porque no se habla de la ira en Dios según la agitación o emoción del afecto, sino conforme al cumplimiento de la vindicta», o el castigo que corresponde en justicia. «Contra los malos Dios no sólo de la ira usa, esto es, del castigo, castigando a los a Él sujetos, sino también de su poder sujetándolo todo a Sí mismo (…) la acción que Dios ejerce respecto de ellos no es para disponerlos al mal, porque ellos mismos de suyo están dispuestos para el mal por la corrupción del primer pecado (…) Y lo único que Dios hizo respecto a ellos fue permitirles hacer cuanto quisieran»[26].La iniciativa la toma Dios en los vasos de misericordia, que Dios ha tomado. En cambio, ante los vasos de ira la actitud de Dios no es ya la misma. Además debe tenerse en cuenta, como advierte San Agustín, que: «”Todos los caminos del Señor son misericordia y verdad” (Sal 24, 10) Son, pues, misteriosas su misericordia y su verdad, ya que “se apiada de quien quiere” (Rm 11,36), y no por justicia, sino por gracia y misericordia; y “endurece a quien quiere” (Rm 11,13), pero no por iniquidad, sino por verdad del castigo. Esa misericordia y verdad se corresponden, como está escrito: “La misericordia y la verdad se encontraron” (Sal 84, 11). De modo que ni la misericordia impide la verdad con que es castigado quien lo merece, ni la verdad impide la misericordia con que es liberado quien no lo merece ¿De qué méritos propios va a engreírse el que se salva, cuando, si se mirase a sus méritos, sería condenado? ¿Quiere decir eso que los justos no tienen mérito alguno? Lo tienen, pues son justos. Pero no hubo méritos para que fuesen justos: fueron hechos justos cuando fueron justificados, y, como dice el Apóstol, “fueron justificados gratuitamente por la gracia divina» (Rom 3, 24)»[27]. La gracia de la oraciónAún aceptando la tesis de la primacía de la gracia de Dios,

como nota, por último, San Agustín, en esta carta: «Podríamos decir que precede el mérito de la oración para conseguir el don de la gracia. Porque, cuando la oración pide lo que pide, muestra que es don de Dios, para que el hombre no piense que lo tiene de su cosecha; si lo tuviese en su poder no lo pediría»Sin embargo, la respuesta de San Agustín  a si antecede la oración del hombre a la gracia es negativa. «No se crea que precede ni siquiera ese mérito de la oración en aquellos que en hipótesis han recibido una gracia no gratuita, que no sería ya gracia, sino paga del mérito. Para que nadie crea eso, la misma oración se cuenta entre los dones de la gracia».Lo confirma a continuación con estas palabras de San Pablo: «Asimismo el Espíritu ayuda también a nuestra flaqueza, porque no sabemos lo que hemos de pedir como conviene pero el mismo espíritu  interpela por nosotros con gemidos inenarrables»[28]. Y comenta: « ¿Por qué dice que interpela por nosotros sino porque nos hace interpelar? Certísimo indicio de indigencia sería interpelar con gemidos, y no hemos de creer que el Espíritu Santo sea indigente de ninguna cosa. Dice que interpela porque nos hace interpelar, porque nos inspira el afecto de gemir e interpelar, según se ve en aquel pasaje del Evangelio: “No sois vosotros los que habláis, sino que el Espíritu de vuestro Padre habla en vosotros” (Mt 10, 20). No se logra eso de nosotros como si nosotros nada hiciésemos. Luego la ayuda del Espíritu Santo se expresa de modo que se dice que Él hace lo que nos hace hacer»[29].Para San Agustín, no se atribuyen al Espíritu Santo «gemidos inenarrables» porque  se produzcan en Él, sino porque los produce en el espíritu humano. Igualmente la «interpelación» u oración del Espíritu Santo no es porque pida por los hombres, sino que pone la oración en ellos.Santo Tomás, al comentar este pasaje,  lo interpreta de igual manera. Hacerlo  de otro modo, advierte: «Parece favorecer el error de Arrío y de Macedonio, quienes

afirmaron que el Espíritu Santo es una creatura y menor que el Padre y el Hijo; porque el interceder es del inferior, y si por decir que Él intercede entendemos que es una creatura pasible y menor que el Padre, se sigue también que de la expresión con gemidos entendamos que es Él una creatura pasible carente de la bienaventuranza, cosa que jamás dijo ningún hereje. Porque un gemido por dolor es algo que corresponde a la indigencia. Y por ello se debe explicar el “interpelar” en el sentido de que hace que nosotros pidamos (…) El Espíritu Santo hace que nosotros pidamos, en cuanto causa en nosotros deseos rectos. Porque la petición es cierto despliegue de los deseos. Y los deseos rectos provienen del amor de caridad, la cual es claro que él produce en nosotros “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones mediante el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rom 5, 5)»[30]. Eudaldo Forment  

[1] Francisco Canals Vidal, En torno al diálogo católico protestante, Barcelona, Herder, 1966, p. 52.[2] Ibíd., p. 56.[3] Ibíd. Se puede advertir: «En las tendencias centrales del protestantismo la sutil y peligrosa desviación por la que se sitúa inarmónicamente respecto a aquella ley más íntima y radical de la misericordiosa economía de la redención del hombre por el Hijo de Dios hecho hombre» (Ibíd.).[4] Ibíd., pp. 56-57[5] Ibíd., p. 58.[6] Ibíd., p. 59.[7] Ibíd., pp. 57-58.[8]Véase:  Francisco Marín-Sola, «Nuevas observaciones acerca del sistema tomista sobre la moción divina», en La Ciencia Tomista (Salamanca), 99 (1926), pp. 321-397, p.

325-326[9] Ibíd. p. 325.[10] Ibíd. Debe tenerse en cuenta que: «Respecto a un hombre sano como a un hombre muerto, la distinción entre poder lo fácil y no poder lo difícil, no tiene sentido; respecto a un hombre enfermo o débil, esa distinción no solamente tiene sentido, sino que es esencial, por la proporción que tiene que haber siempre entre el acto y la potencia, esto es, entre la acción y las fuerzas para llevarla a cabo. Por eso, para un jansenista o pelagiano la distinción entre obras fáciles y difíciles, imperfectas y perfectas, por poco o por largo tiempo, es una distinción simplemente necia» (Ibíd., p. 324).[11] Francisco Canals Vidal, En torno al diálogo católico protestante, op. cit.,p. 60.[12] Ibíd., pp. 60-61.[13] Cf. Ibid., p. 65.[14] San Agustín, Carta 194, 5, 19.[15] Cf. CONCILIO DE TRENTO, Decreto sobre la justificación, c. XVI (DS 1548): «Lejos, del hombre cristiano el confiar o el gloriarse en sí mismo y no en el Señor [cf. 1 Cor. 1, 31; 2 Cor. 10, 17], cuya bondad para con todos los hombres es tan grande, que quiere sean merecimientos de ellos  lo que son dones de Él».[16] SAN AGUSTÍn, Confesiones, IX, 13, 34.[17] Sal. 102, v. 4.[18] SAN AGUSTÍN, Enarratio in Psalmum, 102, 7.[19] Rm 6, 23.[20] San Agustín, Carta 194, A Sixto, V, 21.[21] Santo Tomás, In Epistolam Pauli ad Romanos expositio, 6, lec. 4. Al intento de separar el tiempo de Dios podrían aplicarse estas palabras del papa Francisco: «El tiempo no es una realidad ajena a Dios (…) Existe siempre en nuestro camino existencial una tendencia a resistir a la liberación; tenemos miedo a la libertad y, paradójicamente, preferimos más o menos inconscientemente la esclavitud. La libertad nos asusta porque nos sitúa ante el tiempo (…).

La esclavitud, en cambio, reduce el tiempo a «momentos» y así nos sentimos más seguros; es decir, nos hace vivir momentos desvinculados de su pasado y de nuestro futuro. En otras palabras, la esclavitud nos impide vivir plenamente y realmente el presente, porque lo vacía del pasado y lo cierra ante el futuro, ante la eternidad (…) En nuestro corazón anida la nostalgia de la esclavitud, porque aparentemente es más tranquilizadora, más que la libertad, que es mucho más arriesgada. Cómo nos gusta estar enjaulados por muchos fuegos artificiales, aparentemente hermosos pero que en realidad duran sólo pocos instantes. Y esto es el reino, esto es la fascinación del momento» (Homilía del Te Deum de acción de gracias, 31-12-2014)[22] San Agustín, Carta 194, A Sixto., V, 19.[23] Ibíd., II, 3.[24] Ibíd.., II, 4.[25] Íbid., II, 5.[26] Santo Tomás, In Epistolam Pauli ad Romanos expositio, 9, lec. 4.[27] San Agustín, Carta 194, A Sixto, III, 6.[28] Rom 8, 26.[29] San Agustín, Carta 194, A Sixto, IV, 16.[30] Santo Tomás, In Epistolam Pauli ad Romanos expositio, 8, lec. 5.

XV. La eficacia de la GraciaEudaldo Forment, el 15.04.15 a las 10:45 AM

El mérito y la caridad            Está definido por la Iglesia que el hombre por sus buenas obras merece el aumento de la gracia –con el de los hábitos infusos de las virtudes y el de los dones del Espíritu Santo, que implica–, la vida eterna y el grado de

gloria. Expresamente ha declarado: «Si alguno dijere que las buenas obras del hombre justificado, de tal manera  que no son también méritos del mismo justificado; o que el mismo justificado por las buenas obras, que hace por la gracia de Dios y los méritos de Cristo, de quien es un miembro vivo, no merece verdaderamente el aumento de la gracia, de la vida eterna y la consecución de la misma vida eterna, con tal de que muriese en gracia, y el aumento de la gloria, sea anatema»[1].            Las obras meritorias suponen siempre la libertad regenerada por la misma gracia de Dios. Afirma Santo Tomás que: «Nuestros actos son meritorios en cuanto proceden del libre albedrío, movido por Dios por la gracia. De ahí que todo acto humano, si está bajo el libre albedrío y es referido a Dios, puede ser meritorio»[2].            Esta referencia a Dios hace que: «La obra meritoria no se diferencia de la no meritoria, en que se haga, sino en como se haga. Pues nada hay que un hombre realice meritoriamente y por caridad, que otro no pueda querer o hacer e incluso querer sin mérito»[3].            Una obra muy pequeña realizada por caridad, virtud sobrenatural que se refiere a Dios como fin último sobrenatural, es sí misma mucho más meritoria que otra más grande realizada con menos caridad o por otro motivo. El mérito viene así determinado por la caridad, por el amor a Dios, que, a la vez hace amar todo aquello que pertenece a Dios y en donde se refleja.

 

El «voluntarismo»            Frente al «voluntarismo» –el afirmar la primacía de la voluntad humana y su eficacia total o parcial sobre la gracia, o que «querer es poder»[4]––, el profesor José María Iraburu sostiene, tal como enseña Santo Tomás, que las obras más meritorias no son las que más cuestan, sino

las que se hacen, sean las que sean, con mayor caridad.         A la falsa posición opuesta, nota el Dr. Iraburu, que: «Conduce aquella espiritualidad voluntarista que, al menos en la práctica, centra más la santificación en el esfuerzo del hombre (parte humana), que en la eficacia intrínseca de la gracia (parte divina). Y siguiendo ese camino, el cristianismo se va entendiendo mucho más como una ascesis costosa, que como un gozo, un don, una salvación inefable, que se recibe del amor de Cristo, “gracia sobre gracia” (Jn 1,16). No pocos bautizados entonces van cayendo en el alejamiento de la vida cristiana, para abandonarla finalmente por completo, cayendo en la apostasía. Ya sabemos, sí, que no es posible seguir a Jesucristo sin tomar la cruz de cada día. Esto el Maestro «lo decía a todos» (Lc 9,23). Pero sus discípulos sabemos que ese yugo es ligero, que pesa poco, y que en él hallamos nuestro descanso (Mt 11,29-30)»[5].         Las obras más meritorias son las que se hacen con mayor caridad, porque, también siguiendo a Santo Tomás[6], indica seguidamente el P. Iraburu: «Es la caridad la que santifica y da mérito a nuestras obras: “sólo la caridad edifica” (l Cor 8,1). Sin ella, por mucho que yo haga, “no teniendo caridad, de nada me aprovecha”, aunque dé mi fortuna a los pobres, aunque me mate a mortificaciones (1 Cor 13,3) (…) Las obras hechas con más amor son las más libres y meritorias. (…)  la caridad sobrenatural, evidentemente, sólo puede ejercitarse bajo la moción del Espíritu Santo. Es docilidad a la gracia. El mérito de la obras no está en función de su penalidad, sino del grado de caridad con que se realizan. Y cuanto mayor es el amor, menos cuestan (…) todo lo que se hace en caridad, por duro que sea, se realiza bajo la moción del Espíritu Santo, que da la posibilidad, más aún, la inclinación, para obrarlo. Y en este sentido se hace con alegría, aunque sea en ocasiones con gran cruz. Por eso la vida de los santos es la más crucificada, la menos costosa y la más alegre»[7].      

         Una de las causas del voluntarismo en el mundo cristiano moderno, que sigue al semipelagianismo actual, muchas veces inconsciente, es el «antropocentrismo cultural ampliamente predominante, no solo en el mundo, sino también en las zonas mundaneadas de la Iglesia»[8].         Su conexión con el semipelagianismo es patente, porque: «El voluntarista, no partiendo de la iniciativa de Dios, sino de sí mismo, de su leal saber y entender –y ateniéndose normalmente a sus inclinaciones personales–, es decir, partiendo de su propia voluntad, va proponiéndose ciertas obras buenas concretas, dando por supuesto que, ya que son buenas, Dios le dará necesariamente su gracia para hacerlas»[9].            Los efectos del voluntarismo, que describe José María Iraburu, son muchos y muy graves[10]. Entre ellos, que los afectados por la «enfermedad espiritual»[11] del voluntarismo semipelagiano: «No pueden llegar a la perfecta humildad, y por tanto a la plena santidad»[12].         También lleva a especiales «preocupaciones”, porque: «Partiendo el cristiano en la vida espiritual de sí mismo, es inevitable que viva tenso y preocupado. No acaba de “hacerse como niño”, para dejarse llevar pacíficamente de la mano de Dios, entrando así en el Reino de su paz y de su alegría. No termina de abandonarse confiadamente a la iniciativa, tantas veces sorprendente, del Espíritu Santo. No pone su mayor empeño en discernir la voluntad de Dios, en ocasiones tan contraria a nuestros intentos. Y nunca acaba de entender que la proa de su barco ha de ser siempre la oración de petición: “pedir luz para conocer Su voluntad y la fuerza necesaria para cumplirla” (Or. I dom. T.O.). Centrado en sí mismo y en sus obras, no se centra en Dios y en su obra. No hay modo así de vivir con la paz y la alegría propia de los hijos de Dios»[13].         El voluntarismo lleva además a una inversión de la vocación cristiana. «Conforme a su teología de la gracia, plantea la elección vocacional como si Dios ofreciera

igualitariamente a los cristianos los diversos caminos de vida, unos de suyo más idóneos para la santificación personal y otros no tanto –aunque todos santos y santificantes–; y como si después fuera ya el cristiano, según el grado de su generosidad, quien decidiera seguir lo más perfecto o lo menos perfecto, aunque también bueno (…) la fe católica nos enseña, por el contrario, que Dios llama a quien quiere, cuando quiere y como quiere. Y que la vocación, la que sea, es un don precioso que el hombre, con inmenso agradecimiento, debe recibir libre y meritoriamente, con el auxilio de la gracia divina, por supuesto. “¿Quién es el que a ti te hace preferible? ¿Qué tienes tú que no hayas recibido?” (1 Cor 4,7) (…) La vocación –y toda obra cristiana– es un don de Dios, que el hombre recibe»[14].            Por último, no tiene en cuenta a los poco o nada importantes en el mundo.   «El menosprecio de los débiles es uno de los aspectos más lamentables y dañinos del voluntarismo semipelagiano. El voluntarismo menosprecia a las personas de poca salud física y psicológica, de escasa inteligencia y cultura, de caracteres mal cristalizados, de inestabilidad emocional no superada. Y admira simétricamente a los hombres sanos, fuertes, estables, de firme carácter»[15]. «Vale más un acto intenso que mil remisos»                    Con estas afirmaciones no quiere decirse  que no tenga que hacerse lo bueno, ni que la bondad no importe, ni tampoco que deba dejarse  de hacer una obra buena por su dificultad.  Lo que siempre debe hacerse es tener la mayor caridad al emprenderla. El mérito está en la bondad de lo que se obra y del motivo que impulsa hacerlo.            Al mismo tiempo teniendo en cuenta, como indica Santo Tomás, que: «Mas hace para la razón de mérito y de virtud lo bueno que lo difícil. De donde no es preciso que todo lo que es más difícil sea más meritorio, sino aquello que además de difícil es mejor»[16]. Siempre el principio

del merito de  una obra buena está en la caridad. De ahí el aforismo: «Vale más un acto intenso que mil remisos» o débiles.            Por ultimo, debe advertirse también que la primera gracia actual no puede merecerse por las propias buenas obras. «Nadie puede merecer para sí la primera gracia», porque sin la gracia no se puede merecer la gracia. Lo contrario sería absurdo. Por una parte, porque «la gracia excede la proporción de la naturaleza», lo natural no puede exigir lo sobrenatural; por otra, porque: «antes de la gracia, en el estado de pecado, el hombre tiene un impedimento, para merecer la gracia, que es el pecado mismo»[17]. Este sentido lo expresa otro aforismo: «el principio del mérito no cae bajo mérito». Doble auxilio divino: «sin el cual no» y «con que»Tampoco estas proposiciones llevan a la negación de la libertad. Para una mayor comprensión de la acción de la gracia de Dios en la libertad humana, que produce obras meritorias, los tomistas han distinguido entre gracia suficiente y gracia eficaz. Los nombres no se encuentra en Santo Tomás ni en San Agustín, pero sí los dos conceptos.San Agustín los denominaba «auxilio sin el cual no» y «auxilio con que». Al comparar la gracia que se le concedió a Adán, antes de su caída, con la que se le da al hombre caído y reparado por la gracia, nota que: «Conviene también distinguir los auxilios. Porque uno es el auxilio sin el cual no (adiutorium sine quo) se hace una obra, y otro, el auxilio con que se hace algo (auditorium quo)».Añade, para explicarlo: «Por ejemplo, sin alimentos no podemos vivir, pero aun habiéndolos, ellos no bastan para que viva quien se empeña en morir. Luego la ayuda de los alimentos es indispensable para vivir, pero ellos no hacen que vivamos». En este sentido, el alimento es un «auxilio sin el cual» no podría vivir el hombre. Cuando se come obra su efecto y es así un «auxilio con que» el hombre se ha alimentado. «Hay, pues, no sólo un auxilio sin el cual no

se hace algo, mas también un auxilio con que se hace aquello para que se da»[18].El primer auxilio se correspondería a la gracia suficiente y el segundo a la gracia eficaz. Así se podría entender, «el aforismo tradicional tomista de que la gracia suficiente no da el agere sino el posse»[19]. Significaría, como indica Marín-Sola, que la gracia actual suficiente da la capacidad o la potencia para obrar y que la gracia eficaz daría no solo el poder sino el actuar.El motivo de la existencia de este doble auxilio está en el doble estado en que se ha encontrado la naturaleza humana. Explica a continuación San Agustín, que en el primero, tal como fue creado el hombre, en el estado de justicia original o estado de inocencia, tenía una naturaleza pura, sin pecado, y, por tanto, sus facultades ordenadas y en armonía. «Al primer hombre, pues, quien, creado en la justicia original, había recibido la facultad de poder no pecar, poder no morir, poder no abandonar el bien, se le concedió no el auxilio que le haría perseverar, sino el auxilio sin el cual no podía perseverar usando de su libre albedrío». Se le daba el primer auxilio, el «auxilio sin el cual no» o la gracia suficiente, poder con el que podía actuar su libertad y perseverar.El hombre en estado de naturaleza caída, con las facultades sin orden ni armonía, necesita otra ayuda superior. «Mas ahora a los santos, predestinados para el reino de Dios, por la divina gracia no sólo se da la ayuda para perseverar, sino también la misma gracia de la perseverancia; no sólo se les concede el don sin el cual no pueden perseverar, sino el don por el cual perseveran realmente»[20]. Además de la gracia suficiente necesitan el «auxilio con que», o gracia eficaz para el acto de la operación.En el estado de justicia original: «Dotó, pues, entonces Dios al hombre de buena voluntad, que formaba parte de la rectitud en que fue creado; le dio, además, un auxilio indispensable para permanecer en ella, si quería; pero el

querer lo dejó al libre arbitrio de su voluntad. Podía, pues, permanecer en aquel bien, si le placía, porque no le faltaba ayuda con que pudiera y sin la cual no pudiera adherirse con perseverancia al bien propuesto a su voluntad». El «auxilio sin el cual no» era, por tanto, falible o frustrable por la libertad humana, pero si no se impedía se conseguía libremente la perseveranciaEn el estado de la naturaleza caída se perdió esta gracia. De manera que «Ahora, a quienes les falta semejante don es en castigo del pecado y a los que se les concede, se da gratis, sin mérito previo de su parte; y con todo, por medio de Jesucristo, se concede con tanta mayor generosidad a los que plugo a Dios concederla».Con la gracia que recibe naturaleza caída: «no sólo se da el auxilio, sin el cual no podemos perseverar aun queriendo, sino es tan copioso y de tal fuerza, que nos mueve a querer el bien. Ese auxilio que nos concede Dios para obrar el bien y mantenernos firmes en él no sólo trae consigo la facultad de hacer lo que queremos, sino también la voluntad de hacer lo que podemos». El auxilio que ahora necesita el hombre no es sólo  para poder, sino también el de hacer o actuar, porque con sus fuerzas no puede hacer efectivo el poder que se le da.En cambio, si podía Adán y hubiera con sólo el auxilio que da el poder perseverar, –si no la hubiera frustrado este primer y único auxilio– sin necesidad del auxilio del hacer. «Esta eficacia faltó al primer hombre: tuvo lo primero, mas no lo segundo. Porque para recibir el bien no necesitaba gracia, por no haberlo perdido aún, mas para la perseverancia en él le era necesario el auxilio de la gracia, sin el cual no podía conseguirla de ningún modo; había recibido, pues, la gracia de poder, si quería, pero no tuvo la de querer lo que podía, pues de haberla tenido, hubiera perseverado»[21]. El segundo auxilio, el que se da ahora al hombre en el estado de naturaleza  caída, –porque no puede con sólo el primero, por su falta de fuerzas–, es, por tanto, infrustrable.

El tipo de gracia que recibió el primer hombre: «era de tal condición (…) que podía renunciar a él libremente o admitirlo si quería; pero no era eficaz para mover su voluntad». El hombre en tal estado no necesitaba que se le regenerara su voluntad, si quería.En el estado actual, el hombre puede renunciar también a la primera gracia, que da a todos, y si la admite, por la regeneración de esta gracia, necesita además la segunda gracia, perfeccionante de su voluntad para aquel acto. Gracia, que ya no se da a todos, sino a los que no han rechazado la primera, y, además, es ya infrustrable para dicho acto. Por ello, esta nueva gracia «aventaja en eficacia» a la primera y «es más poderosa, porque nos hace amar la justicia y amarla tanto y con tal denuedo, que el espíritu vence con su voluntad los deseos contrarios del apetito carnal»[22].           Las gracias para las tres  perseverancias            También Santo Tomás distingue entre estas dos clases de gracias, la gracia «sin el cual no», o suficiente, y gracia «con que» o eficaz. En la Suma teológica –en el artículo dedicado a la necesidad, en el hombre que está en gracia, de otro  auxilio de la gracia para perseverar– presenta la siguiente objeción contra su respuesta afirmativa a la necesidad de una segunda gracia: «Como dice el Apóstol (Rom  5, 15 ss.), por el don de Cristo se restituyó al hombre más de lo que había perdido por el pecado de Adán. Pero Adán recibió lo necesario para poder perseverar. Luego con más razón se nos da por la gracia de Cristo el que podamos perseverar; y por ello el hombre no necesita una nueva gracia de Cristo para perseverar»[23].Comentando la epístola de San Pablo  referida en la objeción, al ocuparse  del pasaje citado[24], explica Santo Tomás, sobre la superioridad don de Cristo al delito de Adán, que: «La razón de ello es que el pecado procede de la debilidad de la voluntad humana, mientras que la gracia

procede de la inmensidad de la divina bondad, la cual es claro que excede a la voluntad humana, sobre todo siendo ésta débil. Y por eso el poder de la gracia excede a todo pecado. Y por lo mismo decía David: “Ten piedad de mí, oh Señor, conforme a la grandeza de tu misericordia (Sal 50,3). Y por eso justamente se reprueba la exclamación de Caín, que “Mi maldad es tan grande que no puedo yo esperar perdón (Gen 4, 13)»[25].La gracia concedida al primer hombre era, por este motivo, superior al pecado original  de Adán; y la gracia que se concede al hombre, en su estado actual de una naturaleza con una voluntad más débil todavía por las consecuencias de pecado original y por la de los pecados personales, es aún más poderosa.En la Suma teológica, Santo Tomás responde a la objeción señalando esta superioridad. «Como dice San Agustín: “el hombre en el primer estado recibió un don con el cual podía perseverar, pero no el mismo don de la perseverancia; más ahora por la gracia de Cristo, muchos reciben el don de la gracia, mediante el cual pueden perseverar y más tarde se les da el perseverar (De corrup. et grat. c. 12). Y así el don de Cristo es mayor que la culpa de Adán».La gracia, que da el mismo perseverar –la que  los tomistas denominarán gracia eficaz, conseguida por Cristo–, junto con la gracia que da el poder perseverar –denominada gracia suficiente después–, recuperada también por Él por haberse perdido por el pecado, es superior, por tanto, como dice San Pablo, a la que se poseía en el estado de justicia original.En este estado de justicia original o de inocencia, el espíritu sujetaba completa y perfectamente al cuerpo. En cambio, en el estado de naturaleza reparada por la gracia de Cristo, aunque se ha recuperado la sujeción al espíritu de las facultades inferiores corpóreas, porque había desaparecido totalmente en el estado de naturaleza caída, la sujeción es incompleta e imperfecta, porque permanece la inclinación a

la insubordinación[26].Por ello, precisa Santo Tomás, seguidamente: «Con más facilidad podía perseverar el hombre con el don de la gracia en el estado de inocencia- en el cual no se daba rebelión de la carne al espíritu- que nosotros ahora, cuando la reparación de la gracia de Cristo, aunque esté comenzada en la mente, aún no está consumada en la carne; lo cual se dará en el cielo, donde el hombre no sólo podrá perseverar, sino que, además no podrá pecar»[27].En este último estado, en la gloria, después del juicio final, el espíritu sujetará al cuerpo, de tal manera que no sólo recuperara el primer estado con una sujeción completa y perfecta, sino además de manera absoluta. En el estado de inocencia, el hombre podía pecar, como de hecho pecó; en el de la naturaleza reparada también puede y con mayor facilidad por quedar la huella del pecado; no así en el estado de la resurrección final, porque desaparecerá la posibilidad de pecar.Puede decirse, que la primera clase de perseverancia,  la que se poseía en el estado de inocencia era superior al segundo tipo de perseverancia,  que posee el hombre en el estado de naturaleza reparada, aunque su gracia es mayor que en el primer estado, para que se supere la debilidad de su naturaleza producida por el pecado. Sin embargo, habrá un tercer modo de perseverancia, en el en cielo, que será superior a las otras dos, por ser una perseverancia absoluta. Necesidad de la gracia suficientePodría parecer que, con la distinción tomista de la gracia actual en gracia suficiente y gracia eficaz, según que dé el poder de obrar, el posse, o el acto de la operación, el agere,  la primera habría sido necesaria en el estado de justicia original, pero no ya en el estado de naturaleza reparada. En este último, sería necesaria la gracia eficaz para obrar, por la imposibilidad de la naturaleza herida por el pecado de actuar con la mera gracia suficiente. La gracia

suficiente ya no sería imprescindible, además, con el acto de la operación, ya se habría dado juntamente el poder de hacerlo.En 1925, Francisco Marín-Sola dio una explicación de la necesidad de la gracia suficiente en el estado actual del hombre, que considera que se desprende de gran parte de la tradición tomista. El dominico regente de la cátedra de teología dogmática de la Universidad de Friburgo (Suiza), sucesor del bañeciano  Norberto del Prado, en sus escritos sobre la moción divina, comenzó por interpretar la tesis del tomista Domingo Báñez (1528-1604) que la gracia suficiente da el posse y no el agere[28]. La gracia suficiente daría la facultad de obrar sobrenaturalmente, pero, en el estado actual de la naturaleza humana la voluntad no puede aceptarla y consentir con ella a obrar. En cambio, la gracia eficaz supliría esta carencia y al regenerar la voluntad puede consentir y pasar a la acción real, y, por tanto, da el obrarSin embargo, Marín-Sola matiza esta tesis bañeciana, al indicar que: «la  gracia suficiente es una verdadera premoción sobrenatural. Ella sola basta para hacer de hecho los actos de temor de Dios, de esperanza, de atrición y demás actos imperfectos que preceden y preparan al acto perfecto de la justificación»[29]. La gracia suficiente da, en el estado de la naturaleza caída y reparada, el actuar para actos imperfectos, que, aún siendo sobrenaturales, no salvan o justifican, pero preceden y «preparan» a los actos perfectos que requieren la gracia eficaz.Explica que: «actos perfectos, en general, son aquellos que, por la magnitud de la obra o por su dificultad, exigen todas las fuerzas de la voluntad, y, por tanto, son absolutamente imposibles, sin ayuda especial de Dios, a una naturaleza enferma o no íntegra»[30]. Son así actos perfectos: «el amor eficaz de Dios sobre todas las cosas (…) el cumplimiento de todos los preceptos, el vencer todas las tentaciones, remover todos los obstáculos o no poner

ningún impedimento, y aun el hacer algo fácil o quitar algún impedimento, cuando se trata de largo tiempo, pues la longitud del tiempo convierte la obra fácil en difícil»[31].Recíprocamente actos imperfectos son «actos imperfectos aquellos que ni por la magnitud de la obra ni por su dificultad exigen todas las fuerzas de una naturaleza sana e íntegra, sino que bastan algunas fuerzas, como las tiene siempre un enfermo mientras no esté muerto». Requieren actos de este tipo: «las obras fáciles y hechas por breve tiempo, como algún acto imperfecto de temor de Dios, de esperanza, de atrición, etc. (…) el cumplimiento de algún precepto fácil, el vencimiento de alguna tentación leve, el no poner algún impedimento leve, etc., siempre que no se trate de largo tiempo»[32].Dado que para estos actos imperfectos se necesita la gracia suficiente, porque son verdaderamente actos y de valor sobrenatural[33], aunque son sólo «la preparación remota a la justificación»[34], concluye Marín Sola que: «puede decirse con toda verdad que la gracia suficiente no solamente da el posse, sino también el agere, esto es, el acto imperfecto»[35].No hay contradicción, porque: «como esos actos imperfectos son vía o potencia respecto al acto perfecto de la justificación, en ese sentido puede decirse y se dice, que la gracia suficiente no da el agere, esto es, no da el acto perfecto»[36], pero si el agere para los actos imperfectos. En cambio, con respecto a los actos perfectos si que da el posse.En todo movimiento se puede distinguir: el móvil, antes de entrar en movimiento; cuando está en movimiento y se dirige hacia su fin; y cuando ha llegado al mismo. También puede hacerse respectivamente entre: la pura potencia o puro posse; el agere imperfecto, pues aún es posse agere perfecto; y el agere perfecto. Igualmente, en el ámbito sobrenatural,  el término o fin, el «agere perfecto es el acto de la justificación o los actos que son simul natura con ella, y el acto imperfecto son todos los actos que la preparan y

son anteriores en el tiempo»[37].Puede así inferirse, en primer lugar, que: «La división tomista (…) de la gracia en gracia suficiente y gracia eficaz, no es división en gracia no eficaz y gracia eficaz; sino división en gracia suficientemente eficaz, o imperfectamente eficaz, o faliblemente eficaz, o secundum quid eficaz, y gracia plenamente eficaz, perfectamente eficaz, infaliblemente eficaz, simpliciter eficaz»[38].En segundo lugar, que: «Para todo acto sobrenatural, fácil o difícil, imperfecto o perfecto, hace falta, pues, premoción sobrenatural, y, por tanto, gracia eficaz. Pero para los actos fáciles o imperfectos basta la gracia faliblemente o secundum quid eficaz, que es la que se llama gracia suficiente; y para los actos difíciles o perfectos hace falta gracia infaliblemente eficaz, o simpliciter eficaz, o perfectamente eficaz»[39].La gracia suficiente, «auxilio general de Dios», es eficaz, pero para el hombre en el estado de naturaleza caída lo es solo para actos imperfectos y fáciles y además es falible o frustrable por la libertad humana regenerada por la misma gracia. Para los actos perfectos y difíciles, que son los que no puede realizar la naturaleza herida con la gracia suficiente, se recibe la gracia eficaz, «auxilio especial»[40], pero ya infalible o infrustrable y que Dios concede misericordiosamente, si no se impide la incoación de la gracia suficiente. Eudaldo Forment

[1] Concilio de Trento, Decreto sobre la justificación, can. 32.[2] SANTO TOMAS, Suma teológica, II-II, q. 2, a. 9, in c.[3] ÍDEM, Sobre la verdad, q. 24, a. 1, in c.[4] JOSÉ MARÍA IRABURU, Gracia y libertad, Pamplona, Fundación Gratis date, 2010, p. 18.

[5] Ibíd., p. 25.[6] Véase: SANTO TOMÁS, Suma Teológica, I-II, q. 114, a. 4; II-II, q. 27, a. 8, ad 3.[7] JOSÉ MARÍA IRABURU, Gracia y libertad, op. cit., p. 26.[8] Ibíd., p. 18.[9] Ibíd., p. 20.[10] Cf. Ibíd. pp. 20-27.[11] Ibíd., p. 20.[12] Ibíd., p. 18.[13] Ibíd., p. 20.[14] Ibíd., pp. 22-23. Al recordar que la Cuaresma es un  «tiempo de gracia» (2 Co 6, 2), el papa Francisco comenta: «Dios no nos pide nada que no nos haya dado antes» (Mensaje de cuaresma 2015, 27 de enero de 2015).[15] Ibíd., p. 27.[16] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 27, a. 8, ad 3.[17] Ibíd., I-II, q. 114, a. 5, in c.[18] SAN AGUSTÍN, De la corrección y de la gracia, c. XII, n. 34.[19] F. MARÍN-SOLA, El sistema tomista sobre la moción divina, en «La Ciencia Tomista» (Salamanca), 94 (1925), pp. 5-54, p. 19.[20] SAN AGUSTÍN, De la corrección y de la gracia, c. XII, n. 34.[21]Ibíd.,  c. XI, n. 32.[22] Ibíd. c. XI, n. 31.[23] SANTO TOMÁS, Summa Theologiae, I-II, q. 109, a. 10, ob. 3.[24] «Si por el pecado de uno murieron muchos, mucho más la gracia de Dios y el don por la gracia de un solo hombre, Jesucristo, abundo sobre muchos» (Rm 5, 15).[25] ÍDEM, In Epistolam Pauli ad Romanos expositio, c. V, Lect. 5[26] Cf. IDEM, Suma teológica, I, q. 95, a. 1; I-II, q. 82, a. 3.[27] Ibíd., I-II, q. 109, a. 10, ad 3.[28] Cf. F. MARÍN-SOLA, El sistema tomista sobre la

moción divina, op. cit., p. 19.[29] Ibíd., pp. 19-20.[30] Ibíd., p. 23.[31] Ibíd., pp. 23-24.[32] Ibíd., p. 24.[33] Cf. Ibíd., p. 20.[34] Ibíd., p. 24[35] Ibíd., p. 20[36] Ibíd.[37] Ibíd., p. 19.[38] Ibíd., p. 20.[39] Ibíd., p. 23.[40] Ibíd., p. 24.

XVI. Necesidad de la graciaEudaldo Forment, el 4.05.15 a las 2:57 AM

 La naturaleza íntegra            En el tratado de la gracia de la Suma Teológica, en la cuestión titulada «De la necesidad de la gracia», indica Santo Tomás que: «De dos modos podemos considerar la naturaleza del hombre: primero, en su integridad (…) segundo, corrompido en nosotros después del pecado de nuestro primer padre»[1].            Distingue, por tanto,  entre la naturaleza íntegra y la

naturaleza caída. El estado de naturaleza íntegra es el de la naturaleza humana con todas sus  fuerzas, e incluso con los dones preternaturales concedidos al primer hombre y transmitibles a sus descendientes –integridad, perfecto dominio de todas las cosas, impasibilidad, inmortalidad–, pero sin la gracia. Es un estado hipotético, porque desde la creación del hombre y antes del pecado de Adán, Dios  había elevado, con la gracia, a la naturaleza humana para que consiguiera el fin sobrenatural, a la que la destinaba; y la había enriquecido con los dones preternaturales,  que perfeccionaban en grado eminente a la naturaleza humana en orden a este fin sobrenatural. Fin natural y fin sobrenatural            Argumenta Santo Tomás sobre el fin sobrenatural que: «La beatitud perfecta del hombre consiste (…) en la visión de la divina esencia. Ver a Dios en su esencia es algo que excede, no sólo a la naturaleza humana, sino también a la de toda criatura»[2].            Puede también distinguirse entre un fin natural y otro sobrenatural, porque: «Las criaturas están ordenadas por Dios a un doble fin. Uno, desproporcionado por exceso con la capacidad de la naturaleza creada, y este fin es la vida eterna, que consiste en la visión de Dios y que está por encima de la naturaleza de toda criatura (…) El otro es proporcionado a la naturaleza creada, o sea un fin que la naturaleza puede alcanzar con sus propias fuerzas»[3].            Se podría objetar con este argumento de tipo pelagiano: «La vida eterna es el último fin de la vida humana. Pero cualquier cosa natural puede alcanzar su fin mediante sus fuerzas naturales. Luego con mayor razón el hombre, que es de una naturaleza superior, puede alcanzar la vida eterna con sus fuerzas naturales sin la gracia»[4].            La respuesta de Santo Tomás es la siguiente: «La objeción se refiere al fin connatural al hombre»[5]. Es un fin que: «es proporcionado a la naturaleza creada, o sea un fin que la naturaleza puede alcanzar con sus propias

fuerzas»[6]. Consiste en llegar a Dios, conocido como principio y fin de todo lo creado –y, por tanto, como providente[7]–, por las facultades espirituales del entendimiento y de la voluntad, y de acuerdo con ello vivir conforme a la recta razón o vivir una vida honesta, que es «el buen vivir total»[8]. En conseguir este fin último está la «felicidad perfecta»[9] natural.            En la respuesta a la objeción, se refiere seguidamente al fin sobrenatural, que, a diferencia del natural, es «desproporcionado por exceso con la capacidad de la naturaleza creada, y este fin es la vida eterna, que consiste en la visión de Dios y que está por encima de la naturaleza de toda criatura»[10]. El hombre elevado sobrenaturalmente podrá ver a Dios en sí mismo, en su unidad de esencia y trinidad de personas.            Aunque el hombre sólo podría alcanzar su fin natural, puede, sin embargo, ser ordenado  a un fin sobrenatural por la acción de la gracia de Dios, porque: «La naturaleza humana por lo mismo que es más noble, puede dirigirse a un fin superior –al menos con el auxilio de la gracia–, al cual las naturalezas inferiores en modo alguno pueden llegar. Así como está mejor dispuesto para conseguir la salud el hombre, que puede conseguirla con algunos auxilios de la medicina, que aquel que no puede conseguirla de ninguna manera»[11].             Se puede decir que la naturaleza humana, además de estar en «potencia natural» con respecto a su fin natural, también con relación al fin sobrenatural está en «potencia obediencial». Explica Santo Tomás que: «Algo está en potencia para otra cosa de una doble manera; la primera en potencia natural, y así el intelecto creado está en potencia para conocer todas aquellas cosas que pueden ser manifiestas con su luz natural (…); en cambio, de algunas cosas la potencia es sólo obediencial, lo mismo que se dice que algo está en potencia para aquellas cosas que Dios puede hacer en él por encima de la naturaleza»[12].

            Esta parte de la respuesta queda precisada con la siguiente conclusión del Aquinate, en el mismo lugar: «La vida eterna es un fin que excede la proporción de la naturaleza humana; por lo cual el hombre, con sus fuerzas naturales, no puede hacer obras meritorias proporcionadas a la vida eterna, sino que para esto  necesita una fuerza superior, que es la fuerza de la gracia. Luego sin la gracia no puede merecer la vida eterna»[13].

 

La naturaleza caída            El hombre con su naturaleza íntegra hubiera podido hacer todo el bien que correspondía a la perfección de esta naturaleza. Declara explícitamente Santo Tomás: «En el estado de naturaleza íntegra, en cuanto a la suficiencia de su virtud operativa, podía el hombre –por sus fuerzas naturales- querer y obrar el bien proporcionado a su naturaleza»[14].            No así, en cambio, en el estado de la naturaleza caída, que  expresa la situación en la que, después del pecado de Adán, con la perdida de la gracia y de los dones preternaturales, quedó la naturaleza humana. El estado de la  naturaleza caída, aunque sin dones sobrenaturales y preternaturales, no es idéntico al de la naturaleza íntegra. El pecado no le supuso al hombre la pérdida de su naturaleza, porque sin ella el hombre pecador no hubiera sido hombre, pero si que le afectó y de manera que quedó corrompida o alterada su naturaleza.            Santo Tomás compara esta variación con una «herida». Al igual que ésta produce la desorganización en el normal y regular funcionamiento del cuerpo humano, el pecado rompe la armonía en las inclinaciones de las facultades humanas.            Al hombre, en este estado de su naturaleza, sus facultades le han quedado como en lucha. «Todo el orden

de la justicia original provenía de que la voluntad del hombre estaba sometida a Dios, sujeción que principalmente se realizaba por la voluntad, a la cual pertenece mover todas las otras partes hacia su fin. Luego de la aversión de la voluntad respecto de Dios, se siguió el desorden en todas las restantes fuerzas del alma»[15].            San Agustín ya había escrito: «El alma, complaciéndose en el uso perverso de su propia libertad y, desdeñándose de estar al servicio de Dios, quedó privada del servicio anterior del cuerpo; y como había abandonado voluntariamente a Dios, superior a ella, no tenía a su arbitrio al cuerpo inferior, ni tenía sujeta totalmente sujeta la carne, como la hubiera podido tener siempre si ella hubiese permanecido sometida a Dios. Así comenzó entonces la carne a tener apetencias contrarías al espíritu. Nacidos nosotros con esa lucha y arrastrando con nosotros el origen de la muerte, llevamos en nuestros propios miembros y en nuestra naturaleza viciada la lucha o la victoria de la primera prevaricación»[16]. Las obras de la naturaleza caída            Aunque esté afectado por el pecado, en el estado de naturaleza caída, el hombre no hace siempre y en todo el mal. Puede hacer cosas buenas, pero no puede hacer el bien que podría hacer con una naturaleza sana, no herida por el pecado. El hombre, por consiguiente, como nota Santo Tomás: «En el estado de naturaleza caída es deficiente también en lo que puede según su naturaleza, de manera que no le es posible obrar el bien en toda su amplitud».            Insiste el Aquinate en indicar que a pesar de tener el hombre una naturaleza enferma: «Sin embargo, como la naturaleza humana no está de tal modo corrompida por el pecado que esté privada de todo bien de la naturaleza, puede uno –también en el estado de naturaleza caída- por virtud de su naturaleza, hacer algún bien particular (…) pero no todo el bien que le es connatural, hasta el punto de

que en ninguna cosa sea deficiente; lo mismo que el enfermo puede hacer algunos movimientos, aunque no con la perfección del hombre sano, mientras no se restablezca con el auxilio de la medicina»[17].             El hombre no puede hacer todo el bien que tendría que hacer y al que se siente llamado por naturaleza. «Puede no obstante, hacer obras que alcancen algún bien connatural al hombre, como trabajar en el campo, beber, comer, tener amigos y otras semejantes»[18]. No hace, por tanto, siempre el mal, sino que puede hacer  algunos bienes de los que le son posibles hacer según su naturaleza, físicos, como trabajar,  y morales, como cultivar la amistad. El amor a Dios            Entre las cosas moralmente buenas que puede hacer el hombre, con una naturaleza enferma pero no muerta, está el amar a Dios, como autor y fin de todo lo creado -atributos, que al igual que la existencia divina, descubre con su razón-, y sobre todas las cosas y hasta sobre sí mismo. Sin embargo, este amor, mandado en el primer principio de la ley natural y de la ley divina,  y que se puede llamar natural, es imperfecto.            Para comprender el grado de esta imperfección, es preciso tener en cuenta, en primer lugar que el amor a Dios puede ser natural  y sobrenatural. En esta misma cuestión sobre la necesidad de la gracia, Santo Tomás los distingue de este modo: «La naturaleza ama a Dios sobre todas las cosa en cuanto es principio y fin del bien natural; y la caridad en cuanto que es el objeto de la bienaventuranza y en cuanto que el hombre constituye con Dios cierta sociedad espiritual»[19].            Es natural en el hombre amar a Dios con amor natural más que a sí mismo, porque: «Toda criatura en cuanto a su ser pertenece principalmente a Dios». Argumenta Santo Tomás que: «En los seres del mundo observamos que aquello cuyo ser pertenece por naturaleza

a otro, se inclina con preferencia y más al otro que a sí mismo (…) Así, por ejemplo, la mano que se expone sin deliberación a los golpes para la conservación de todo el cuerpo. Y como la razón imita a la naturaleza, hallamos también esta inclinación en las virtudes sociales; y así lo propio del ciudadano virtuoso exponerse al peligro de muerte por la conservación de toda la ciudad». Se sigue de ello que los hombres: «con amor natural aman con preferencia y más a Dios que a sí mismos»[20].            En segundo lugar, que el amor natural a Dios puede ser perfecto o imperfecto. El amor natural perfecto, se denomina también eficaz, porque puede subordinar todos los afectos y actividades humanas. El amor natural imperfecto es ineficaz, porque no puede dominar los otros afectos de la voluntad y todas las obras.            En el estado de naturaleza caída por su misma naturaleza, supuesto el concurso general de Dios, el hombre no puede amar a  Dios, como principio y fin de todos los bienes naturales, con amor perfecto o eficaz. «En el estado de naturaleza caída el hombre falla en esto debido al apetito racional de la voluntad, que por la corrupción de la naturaleza sigue el bien particular, a no ser que sea restablecido por la gracia de Dios».            En cambio: «El hombre en el estado de naturaleza íntegra, ordenaba el amor de sí mismo al amor de Dios como a su propio fin, y lo mismo el amor de todas las demás cosas, y así amaba a Dios más que a sí mismo y sobre todas las cosas».            Por consiguiente: «El hombre en el estado de naturaleza íntegra, para amar a Dios sobre todas las cosas con amor natural, no necesitaba un don de la gracia añadido a sus facultades naturales, aunque necesitara que le moviera el auxilio de Dios. Pero en el estado de naturaleza caída necesita además el auxilio de la gracia, que restablece la naturaleza»[21]. El poder efectivo de la naturaleza íntegra

            Santo Tomás considera también el amor a Dios no sólo afectivamente, o con el corazón, sino también en cuanto se traduce en obras cumpliendo los divinos preceptos o mandamientos. Igualmente en su cumplimiento, por una parte, es preciso distinguir entre el natural y el sobrenatural. En el primero, se cumplen los preceptos por amor natural a Dios, por amor al autor y fin de todo lo creado. En el sobrenatural, por amor sobrenatural a Dios, como principio de la gracia y objeto de bienaventuranza eterna.            Por otra parte, los preceptos se pueden cumplir de dos formas: en cuanto a la substancia, si se cumple lo mandado;  y en cuanto al modo, si se hace además de modo virtuoso. Así, por ejemplo, se puede decir la verdad, y se cumple así el octavo mandamiento, pero si además se hace por amor de Dios, se cumple el precepto en cuanto a la substancia y en cuanto al modo[22].           En el artículo, que Santo Tomás dedica al cumplimiento de los preceptos de la ley con el poder de la naturaleza, explica que: «De dos maneras se pueden cumplirse los mandamientos de la ley. Uno, en cuanto a la substancia de las obras, es decir, en cuanto que el hombre hace obras de justicia y fortaleza y otros actos virtuosos». Todavía en esta última manera se puede distinguir entre el modo natural y el sobrenatural, según se haga por amor de Dios como autor y fin de lo creado o por amor de Dios como autor de la gracia y de la salvación eterna. De una segunda manera: «Pueden cumplirse los mandamientos de la ley no sólo en cuanto a la substancia de la obra, sino también en cuanto al modo de obrar, es decir, que sean cumplidos por caridad».            Aplicando estos principios, concluye el Aquinate: «El hombre en el estado de naturaleza íntegra pudo cumplir todos los mandamientos de la ley (…) pero en el estado de naturaleza caída no puede el hombre cumplir todos los mandamientos divinos sin la gracia sanante»[23].            El hombre, en el estado de naturaleza íntegra por

su misma naturaleza, que poseía todas sus fuerzas, y sólo con el concurso general de Dios, podía cumplir los preceptos de la ley divina, tanto individualmente como en todo su conjunto y además en cuanto a la substancia y en cuanto al modo, aunque al modo natural, y no por algún tiempo, sino siempre. De manera que: «en el estado de naturaleza íntegra podía el hombre no pecar ni mortal ni venialmente»[24]. La razón es porque: «de otra manera no estaría inmune de pecado, puesto que pecar no es más que traspasar los mandamientos divinos»[25]. El poder efectivo de la naturaleza caída            En el estado de naturaleza caída, puesto que el hombre tiene debilitado el libre albedrío, puede hacer algún bien pero no todo el que podría hacer. Puede con las fuerzas que le quedan, y con el concurso general de Dios, cumplir  algunos mandamientos, los más fáciles de observar, por no requerir todas las fuerzas de su naturaleza. Una segunda limitación es que estos determinados mandamientos sólo se pueden cumplir en cuanto a la substancia, no, en cuanto al modo, en sentido natural o por amor a Dios principio y fin de lo creado.            El hombre con su naturaleza caída no puede, por tanto, cumplirlos todos los mandamientos tomados conjuntamente. No le es posible ni en cuanto a la substancia ni en cuanto al modo natural. Explícitamente concluye Santo Tomás que: «aunque pueda cumplir alguno en cuanto a la substancia y con dificultad, con todo, no puede cumplirlos todos, como tampoco puede evitar todos los pecados»[26].            Respecto al pecado, de manera más precisa afirma también que: «En el estado de naturaleza caída (…) antes que la razón del hombre –ya en pecado mortal- quede reparada por la gracia justificante, puede evitar cada uno de los pecados mortales en particular y por algún tiempo (…) pero no puede permanecer mucho tiempo sin pecado mortal»[27].

            Se pueden evitar los pecados mortales individualmente, que es más fácil que evitarlos todos, pero sólo por tiempo limitado, porque: «persistir en las grandes obras es más difícil; pero también ofrece dificultad el persistir por mucho tiempo en las pequeñas o mediocres (…) por la duración de la cual se ocupa la perseverancia»[28]. La aceptación  de la gracia por la naturaleza íntegra            El dominico tomista Francisco Marín-Sola (1873-1932) en el último de sus escritos sobre las mociones divinas, intento resumir y concretar la expuesta doctrina de Santo Tomás de la necesidad de la gracia del siguiente modo: «La naturaleza caída  puede sin la gracia: 1. Amar a Dios con amor ineficaz o imperfecto pero no con amor eficaz o perfecto. 2. Guardar algún mandamiento; pero no colectivamente todos los mandamientos. 3. Evitar algún pecado, y aún todos los pecados por algún tiempo; pero no todos los pecados por largo tiempo 4. Vencer las tentaciones leves; pero no las tentaciones graves. 5. No poner impedimento o no resistir a la gracia en cosas fáciles o por poco tiempo; pero no en cosas difíciles; ni aun en fáciles por largo tiempo. 6. Perseverar por algún tiempo en el bien; pero no perseverar hasta el fin, ni siquiera por mucho tiempo»[29].            El quinto punto, que se refiere a la posibilidad de la naturaleza caída de no poner impedimentos a la gracia, podría considerarse  que se infiere de lo que había escrito San Tomás en la Suma contra los gentiles, en el capítulo que trata  la culpabilidad del hombre por no convertirse, a pesar de que para esta conversión a Dios necesita de su gracia.  El Aquinate concluye en este capítulo: «Y como quiera que está al alcance de libre albedrío el impedir o no la recepción de la gracia, no sin razón se le imputa como culpa a quien obstaculiza la recepción de la gracia, pues Dios, en lo que de Él depende, está dispuesto a dar la gracia a todos como se dice en la primera carta a Timoteo:

“Quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2, 4). Y sólo son privados de la gracia quienes ofrecen en sí mismos obstáculos a la gracia; tal como se culpa al que cierra los ojos, cuando el sol ilumina al mundo, si de cerrar los ojos se sigue algún mal, aunque él no pueda ver sin contar con la luz del sol»[30].             La naturaleza humana con respecto a la gracia de Dios, universal e idéntica para todos, puede acogerla –no ponerle obstáculos, que es un bien o una perfección–, o , por el contrario, rechazarla  –poniendo obstáculos, que es un mal–. Opción que, según este texto,  puede realizarla el hombre sin la gracia de Dios. Parece, por tanto, que queda confirmada la tesis de Marín-Sola que la naturaleza caída sin la gracia puede no poner impedimentos y, por tanto, aceptar la gracia suficiente, la gracia general que permite hacer obras fáciles por un tiempo y elevarlas al orden sobrenatural.            Sin embargo, seguidamente, al comenzar el capítulo siguiente, precisa Santo Tomás: «Lo que se ha dicho de que depende del poder del libre albedrío el no poner obstáculo a la gracia, corresponde a aquellos en quienes está íntegra la potencia natural. Más si por un desorden precedente se desviase hacia el mal, no dependerá absolutamente de su voluntad el no poner ningún obstáculo a la gracia. Pues aunque en un momento pueda por su propia voluntad abstenerse de un acto particular de pecado, sin embargo, si se abandona a sí mismo por largo tiempo caerá en el pecado, con el cual se pone un obstáculo a la gracia»[31].            En el estado de naturaleza íntegra el hombre podía elegir siempre entre el abrirse y el cerrarse a la gracia, aunque como el sol la necesitaba para su perfección. En cambio, en el actual estado de naturaleza caída, no puede con su voluntad no poner obstáculos a la gracia, porque aunque puede no cometer algunos pecados, con su naturaleza sola, cae con en el tiempo en el pecado y se

cierra así a la gracia.           La aceptación de la gracia por la naturaleza caída            Marín-Sola, en cambio, sostiene que la naturaleza por sí misma, en el estado actual, puede no poner impedimento a la gracia suficiente, para los actos imperfectos o fáciles. La no resistencia a la gracia suficiente o general sería un bien y, con ello, un bien natural precedería a la gracia suficiente, aunque nota que: «el no poner impedimento, cuando es hecho por la naturaleza sola, esto es, antes de recibir la primera gracia, no tiene relación alguna infalible con la consecución de la gracia».            Sostener lo contrario sería sostener la tesis molinista, que cita a continuación: «al que hace lo que puede por el poder de su naturaleza, Dios no le niega la gracia». En cambio, como reconoce Marín-Sola, «aceptan unánimemente los tomistas» la afirmación: «al que hace lo que puede por virtud  de la gracia, Dios no le niega ulteriores gracias».            Por ello, afirma  que se reciben otras gracias, porque: «el no poder impedimento, cuando es hecho con la gracia, tiene relación infalible con ulteriores gracias»[32]. Por consiguiente, la naturaleza actúa con la gracia suficiente para no poder impedimentos.            Sin embargo, parece que para Marín-Sola la primera aceptación de la gracia es por la sola naturaleza. Lo confirma la siguiente argumentación, que da para exponer lo que puede la naturaleza con la gracia suficiente: «Puesto que para el tomismo la naturaleza no está sana, ni muerta, sino enferma, y, por tanto, no puede por sí sola nada perfecto o difícil, pero puede lo fácil o imperfecto; puesto que para el tomismo la gracia suficiente es una verdadera gracia sobrenatural, que eleva las fuerzas de la naturaleza, pero sin disminuirlas en lo más mínimo, síguese lógicamente que la naturaleza caída, con la gracia suficiente puede hacer en el orden sobrenatural todo

aquello que sin ella puede hacer en el orden natural»[33].            Para Marín-Sola, la gracia suficiente, por consiguiente, lo que haría a la naturaleza caída –que la aceptaría o no pondría impedimento por sus propias fuerzas–,  es únicamente «elevarla» al orden sobrenatural. Por ello, se harían  las mismas obras con la gracia suficiente  que con la sola naturaleza caída , aunque con la primera con la cualidad sobrenatural.. Indica seguidamente el tomista navarro que la naturaleza caída: «con la gracia suficiente (…) puede de hecho: «1. Amar a Dios con amor ineficaz o imperfecto. 2. Guardar algún mandamiento. 3. Evitar algún pecado, y aun todos por algún tiempo. 4. Vencer las tentaciones leves. 5. No poner impedimento o resistencia a la gracia en cosas fáciles y por poco tiempo. 6. Perseverar algún tiempo en el bien; esto es, en cualquiera de las cinco cosa anteriores»[34]. Elevación y sanación de la graciaLa gracia eleva a la naturaleza pero también la restaura, lo que no parece tener en cuenta Marín-Sola. La naturaleza humana con respecto a la gracia es capaz o su sujeto, porque: «La gracia presupone la naturaleza, al modo como una perfección presupone lo que es perfectible»[35]. Además, la gracia se armoniza con ella, porque: «La gracia no anula la naturaleza, sino que la perfecciona»[36] o  eleva al plano superior de lo sobrenatural y también completa su bondad natural. Como consecuencia, al perfeccionarla la restaura en su mismo orden natural, o la sana por estar herida o enferma por el pecado. El hombre en su estado actual: «necesita del auxilio de la gracia, que cure su naturaleza»[37].La libertad humana, enferma en su situación de pecado, es sanada o restaurada por la gracia suficiente, conseguida por Cristo, y puede así no poner impedimentos a la gracia, lo que le era imposible sin ella. El no poner impedimento a la gracia es fruto de la misma gracia, que ha regenerado o perfeccionado a la libertad en el estado de de naturaleza

caída para que pueda aceptarla. La libertad regenerada de la buena voluntad, que la gracia ha hecho buena, acepta libremente a esta gracia, en quien, por tanto, siempre está el comienzo de la misma regeneración y salvación.La iniciativa siempre es exclusiva de la gracia y también con la gracia suficiente Como decía San Bernardo «trocando nuestra mala voluntad» o haciéndola buena, pero sin quitarle la libertad, sino perfeccionándola; y con ello Dios «da a nuestro consentimiento la posibilidad de cumplir la buena obra»[38]. Con la gracia suficiente aceptada podrá también hacer los actos imperfectos, pero que tendrán ya valor sobrenatural. La gracia de la oraciónNo es extraño que Marín-Sola considere que la naturaleza en estado de naturaleza caída pueda: «no poner impedimentos o no resistir a la gracia»[39], porque también  indica que por sí misma puede orar, olvidando, con ello, que Santo Tomás afirma que «el Espíritu Santo hace que nosotros pidamos»[40], de manera que, tal como ya había dicho San Agustín: «la misma oración se cuenta entre los bienes de la gracia»[41]. En cambio, Marín-Sola afirma que la naturaleza caída: «Si no está muerta, siempre podrá hacer algo imperfecto o fácil, por lo menos el acto de orar, que es por su naturaleza el tipo mínimo de acto imperfecto[42].            El no poder impedimento a la gracia no se hace de dos modos sin la gracia y con la gracia. Siempre se hace con la gracia. Como indica Santo Tomás: «Para que Dios infunda la gracia en el alma, ninguna preparación se exige que El mismo no realice»[43]. Igualmente el Concilio de Trento afirmó que la disposición de los hombre para la justificación se realiza «cuando movidos y ayudados por la gracia  divina (…) se dirigen libremente hacia Dios». También en el nuevo Catecismo se declara explícitamente que: «La preparación del hombre para acoger la gracia es ya obra de la gracia»[44].

 Eudaldo Forment  

[1] Santo Tomás, Suma Teológica, I-II, q. 109, a. 2, in c.[2] Ibíd., I-II, q. 5, a. 5, in c.[3] Ibíd., I, q. 23, a. 1, in c.[4] Ibíd., I-II, q. 109, a. 5, ob 3.[5] Ibíd., I-II, q. 109, a. 5. ad 3.[6] Ibíd., I, q. 23, a. 1, in c.[7] Ibíd., I, q. 22, a. 1, in c.[8] Ibíd., II-II, , q. 51, a. 2, ad 2.[9] Ibíd., I-II, q. 3, a. 7, in c.[10] Ibíd.,  I, q. 23, a. 1, in c.[11] Ibíd., I-II, q. 109, a. 5. ad 3.[12] IDEM, Quaestiones disputatae, De veritate, q. 8, a.4, ad 13.[13] IDEM, Summa Theologiae, I-II, q. 109, a. 5, in c.[14] Ibíd., I-II, q. 109, a. 2, in c.[15] Ibíd., I-II, q. 82, a. 3, in c.[16] SAN AGUSTÍN, La ciudad de Dios, XIII, 13.[17] SANTO TOMÁS, Summa Theológiae, I-II, q. 109, a. 2, in c.[18] Ibíd., I-II, q. 109, a. 5, in c.[19] Ibíd., I-II, q. 109, a. 3, ad 1.[20] Ibíd., I, q. 60, a. 5, in c.[21] Ibíd., I-II, q. 109, a. 3, in c.[22] Cf. Dz 1961. San Pío V, en 1567, declaraba que  no es «imaginaría» ni «debe ser reprobada», tal como, en cambio, enseñaba Miguel Bayo: «la famosa distinción de los doctores, según la cual, de dos modos se cumplen los mandamientos de la ley divina, uno sólo en cuanto a la sustancia de las obras mandadas, otro en cuanto a determinado modo, a saber, en cuanto pueden conducir al que obra al reino eterno».

[23]SANTO TOMÁS, Suma teológica,  I-II, q.109, a. 4, in c.[24] Ibíd., I-II, q. 109, a. 8, in c.[25] Ibíd., I-II, q. 109, a. 4, in c.[26] ÍDEM, Quaestiones disputatae. De veritate, q. 24, a. 14, ad 7, in c.[27] ÍDEM, Suma teológica, I-II, q. 109, a. 8, in c.[28] Ibíd., II-II, q. 137, a. 3, ad 2.[29] Francisco Marín-Sola, Nuevas observaciones acerca del sistema tomista sobre la moción divina,  en «La Ciencia Tomista» (Salamanca), 99 (1926), pp. 321-397, p. 326.[30] SANTO TOMÁS, Suma contra los gentiles, III, c. 159[31] Ibíd., III, c. 160.[32] Francisco Marín-Sola, El sistema tomista sobre la moción divina,  en «La Ciencia Tomista» (Salamanca), 94 (1925), pp. 5-54, p. 25.[33] IDEM, Nuevas observaciones acerca del sistema tomista sobre la moción divina,  op. cit., pp. 328-329.[34] Ibíd., p. 329.[35] SANTO TOMÁS, Summa Theologiae, I, q.2, a.2 ,ad 1.[36] Ibíd.,  I, q.1 a.8, ad 2.[37] Ibíd., I-II, q.109, a.3,  in c.[38] SAN BERNARDO, De gratia et libero arbitrio, c. XIV, 46.[39] IDEM, Nuevas observaciones acerca del sistema tomista sobre la moción divina,  op. cit., p. 326.[40] SANTO TOMÁS, In Epistolam Pauli ad Romanos expositio, 8, lec. 5.[41] SAN AGUSTíN, Carta 194, A Sisto, IV, 16.[42] IDEM, Nuevas observaciones acerca del sistema tomista sobre la moción divina,  op. cit., p. 326.[43] SANTO TOMÁS, Summa Theologiae, I-II, q. 112, a. 2, ad. 3.[44] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2001.

XVII. Las controversias sobre la gracia

Eudaldo Forment, el 15.05.15 a las 9:32 AM

La polémica «de auxiliis»En las controversias teológicas y filosófica «de auxiliis», de finales del siglo XVI,  el centro de las mismas fue el problema de la libertad. La escuela tomista o bañeciana se enfrentó a la molinista, que había revisado la doctrina católica, tal como se expuso en el concilio de Trento, con el fin de superar la crítica luterana a la libertad humana, que presentaba fundada en la tradición agustiniana [1].Está probado históricamente que el molinismo se mostraba como una reacción ante el luteranismo para salvar la libertad del hombre, y, a su vez, que el bañecianismo había surgido para oponerse a la respuesta molinista al protestantismo, porque con ella disminuía la eficacia de la causalidad divina. Sin embargo el problema decisivo y fundamental, como advirtió el tomista Francisco Canals, en su libro sobre el diálogo católico protestante, la «opción decisiva» –que muchas veces no se advierte, porque la ocultan otras cuestiones filosóficas y teológicas– fue la siguiente: «O bien se afirma que es la gracia de Dios la que hace bueno al hombre en orden a su salvación o, por el contrario, se sostiene que es por la cooperación del hombre por la que la divina gracia alcanza a tener su eficacia para el bien» [2].            Notó también, en otro estudio muy posterior, que esta advertencia queda confirmada por la decisión del papa Paulo V, quien ordenó la suspensión de la comisión, que casi durante diez años (1598-1607)  había mantenido las «disputaciones» entre dominicos tomistas y jesuitas molinistas. Sin embargo, éstos últimos, según las modificaciones de los teólogos de la Compañía de Jesús, Francisco Suárez y San Roberto Bellarmino, atenuaron

para las disputas las posiciones  del molinismo con el llamado sistema congruista.            El Papa no definió ni se pronuncio por ninguna de las dos soluciones presentadas, pero impuso prudencia y moderación en las críticas mutuas. En el documento que envió al Maestro de la Orden Dominicana y al General de la Compañía de Jesús (5 de septiembre de 1607), se decía: «En el asunto de los auxilios, el Sumo Pontífice ha concedido permiso tanto a los disputantes como a los consultores, para volver a sus patrias y casas respectivas; y se añade que Su Santidad promulgará oportunamente la declaración y determinación que se esperaba. Más por el mismo Santísimo Padre queda con extrema seriedad prohibido que al tratar esta cuestión nadie califique a la parte opuesta a la suya o la note con censura alguna…Más bien desea que mutuamente se abstengan de palabras demasiado ásperas que denotan animosidad» [3].            Comenta Canals que: «Al calificar como opinables a los dos sistemas que mantienen tesis que se oponen entre sí “contradictoriamente”, según afirma Gredt respecto de la “predeterminación física” y de su negación, de la que se sigue la afirmación de la “ciencia media”, no se quería evidentemente imponer ni un escepticismo metafísico, ni mucho menos la simultánea afirmación de tesis contradictorias» [4].            La demora en la resolución no implicaba: «diferir una definición sobre materias dogmáticas, sino a no dar todavía sentencia sobre la compatibilidad y coherencia con el misterio revelado de alguna de las dos explicaciones teológicas, que se apoyaban como en instrumento subordinado a la fe en concepciones metafísicas opuestas» [5].

 

El molinismo y el bañecianismo

        En su intento de salvar el libre albedrío, que parece que quede afectado con la recepción de la gracia, el jesuita Luis de Molina (1535-1600), en su obra Concordia del libre arbitrio con los dones de la gracia y con la presciencia, providencia, predestinación y reprobación divinas, estableció cuatro tesis fundamentales, dos filosóficas, que apoyaban a dos teológicas, las primeras en el orden de la ejecución de los actos humanos, las segundas en el de la intención divina.            La primera tesis filosófica, en el orden de la ejecución, es la del «concurso simultáneo», la segunda, que se sigue de la anterior, en el orden de la intención de Dios es la de  «ciencia media». Las dos doctrinas filosóficas fundamentan respectivamente dos tesis teológicas.            La primera tesis teológica, también en el orden de la ejecución humana, es la de la «gracia versátil» o indiferente, que por el libre albedrío se convierte en eficaz y, por ello, es una gracia con una eficacia extrínseca o por otro. La segunda tesis teológica, que a su vez se apoya en la ciencia media  es la de la predestinación del hombre «después de previstos  los medios» de cada hombre.            Siguiendo a Santo Tomás, Domingo Báñez (1528-1604), frente a Molina, presentó otras cuatro tesis opuestas e irreductibles a las molinistas. Muchos tomistas, como Reginald Garrigou-Lagrange (1877-1964), consideran  que expresan completa y fielmente el pensamiento del Aquinate [6]. Otros, como Francisco Marín-Sola (1873-1932), afirman que en las cuatro tesis de Báñez, hay  el elemento accidental de incluir siempre la infalibilidad e infrustrabilidad. Hacen con ello: «al tomismo más radicalmente opuesto al molinismo, pero no eran, en realidad, necesarias, ni para defender el edificio tomista ni para combatir el molinismo» [7].            La primera tesis filosófica de Báñez, en el orden de la ejecución, es la de la «premoción física», enfrente del concurso simultáneo. La segunda filosófica, en el orden de

la intención, frente a la ciencia media, es la de los «decretos divinos predeterminantes».            A su vez, la primera tesis teológica, en el orden de la ejecución, la de la «eficacia intrínseca de la gracia», de manera opuesta a la de la eficacia extrínseca. La segunda, correspondiente al orden de la ejecución es la de la predestinación «antes de los méritos previstos», en contra a la de después de previstos los méritos. Lugar de las tesis en la jerarquía de verdad            La tesis metafísicas del molinismo –el concurso simultáneo y la ciencia media–, ni las opuestas respectivamente del tomismo –la de la premoción física y la de los decretos divinos predeterminantes–, podían ser declaradas como verdades divinamente reveladas, y, por tanto, como verdades dogmáticas y definitivas. Únicamente, el Papa podía definirlas como verdades de la doctrina católica, y también definitivas, por ser necesarias para la exposición y defensa de las verdades formalmente reveladas, en cuya negación no se cae en herejía como en estas últimas, sino en una falta de comunión con la Iglesia, y, por tanto, exigen la obligación de abrazarlas. En el no declarar alguna de ellas como verdades definitivas, aunque no definidas como  reveladas –como dogmas-artículo o dogmas-conclusiones–, consistió el aplazamiento.            Como consecuencia, las cuatro tesis filosóficas no quedaron como verdades seguras, aquellas con las que, si no se aceptan, se está como mínimo en una posición más o menos temeraria o peligrosa. La Iglesia las dejo con el aplazamiento en el estado de meras opiniones, es decir, unos conocimientos intelectuales imperfectos, que provocan sólo un asentimiento o certeza imperfecta, acompañada del temor que la contraria sea verdadera. Solamente se apoyan en indicios externos u objetivos, pero meramente probables [8]. Estas cuatro «opciones» se pueden sostener, porque la Iglesia no excluye la libertad o pluralidad de filosofías, aunque se puede pronunciar sobre

la compatibilidad y coherencia con las verdades de fe que enseña.            A este respecto, advierte también Canals, en primer lugar, que: «En torno a “los auxilios de la divina gracia” (…) se implicaron cuestiones que en realidad pertenecían a dos líneas temáticas diversas. Se referían unas a temas pertenecientes a la fe: tales eran las que se referían a la gratuidad y carácter “antecedente” a la previsión de los méritos, de la providencia salvífica de Dios, y a la eficacia de la gracia “por sí misma e intrínsecamente”. Otras cuestiones, de un orden distinto, en el plano de la explicación teológica y de los instrumentos metafísicos de ésta, se referían a la respectiva afirmación y negación, por los dominicos y los jesuitas, de la “predeterminación física” y al correlativo rechazo o posición de una “ciencia media” sobre los futuros condicionados» [9].            En segundo lugar, nota Canals algo muy importante y muy ignorado: la formula que se encuentra en el documento enviado por el Papa a los dominicos y a los jesuitas no afectó a la verdad de la eficacia intrínseca y por sí misma de la gracia. Paulo V pocos años después (alocución 26-VI-1611) daba la siguiente razón para el aplazamiento: «Diferimos las cosas en este asunto (…) porque si una y otra parte convienen en la substancia con la verdad católica, esto es, que Dios con la eficacia de su gracia nos hace obrar y hace que nosotros pasemos de no querer a querer y dobla y cambia las voluntades de los hombres, de lo que se trata en esta cuestión, pero sólo son discrepantes en el modo, porque los Dominicos dicen que predetermina nuestra voluntad físicamente, esto es real y eficientemente, y los Jesuitas mantienen que lo hace congrua y moralmente, opiniones que una y otra se pueden defender» [10].            Este texto es una prueba de que no se discutía la eficacia intrínseca de la gracia, porque: «por las palabras de  Paulo V, se  suponía que las dos partes enseñaban que Dios “con la eficacia de la gracia nos excita a obrar y hace

que queramos y doblega y cambia las voluntades de los hombres”» [11].           El congruismo            Una confirmación de ello es que, como ya había recordado Canals: «En las disputas de auxiliis la escuela molinista no defendió sus posiciones más radicales –diríamos, tal vez, las más características-, sino el sistema “congruista” bellarmino-suareciano, que reconoce la independencia y anterioridad de la elección divina respecto de la previsión de los méritos del hombre, y afirma que la gracia eficaz lo es “en acto primero”, es decir, con anterioridad a la determinación libre de la voluntad» [12].            Podría decirse que el sistema  llamado congruismo, por la importancia que adquieren las denominadas gracias congruas, es filial y heredero del molinismo. Este último sistema se encuentra completo en su obra Concordia del libre albedrío con los dones de la gracia, la divina presciencia, la Providencia, predestinación y reprobación, del jesuita Luis de Molina, publicada en 1588.            Como notó Francisco Marín–Sola: «Molina ordenó toda su celebre Concordia a defender dos tesis fundamentales: la predestinación  “post praevisa merita”, en el orden de intención, y la gracia versátil en el orden de la ejecución. Para dar firmeza a esas dos tesis teológicas, fundó toda su Concordia sobre dos columnas filosóficas completamente débiles y claramente antitomistas: la ciencia media en el orden de intención y el concurso simultáneo en el orden de la ejecución»[13].            En el sistema suareciano-bellarmino se mantiene la tesis filosófica molinista de la ciencia media, con la que Dios prevé lo que un determinado hombre hará con la gracia en determinadas circunstancias; pero, en cambio, se sostiene que Dios predestina «ante prevista merita». No elige por la previsión de los méritos, como afirma Molina, sino que elige  a algunos y a otros no. A diferencia del molinismo hay, por tanto, una predestinación gratuita y

anterior a los méritos futuros de los predestinados. Después, se añade, Dios da a los elegidos las gracias congruas, gracias adaptabas a las circunstancias favorables para su actuación, y cuya eficacia depende exclusivamente de Dios.            El hombre, según sus disposiciones y las otras circunstancias en que se encuentra, cuando sean favorables a la eficacia de la gracia, la recibirá de Dios. Gracia, que sería así una gracia congrua o conveniente para que no sea rechazada. La gracia de Dios será, por tanto, infalible o infrustrable.            Con ella, el hombre obrará bajo el influjo de Dios, al que no podrá negarse. Sin embargo, actuará libremente, porque puede ser capaz o no de recibir algo de Dios. Como Dios le conoce le da o no la gracia suficiente, que es congrua o adaptada a esta capacidad de su sujeto, y si la recibe con su voluntad la convierte necesariamente  en eficaz. Si el hombre no aceptará la gracia, Dios no se le dará, porque conoce previamente lo que hará.  De este modo se conserva la supremacía e iniciativa divina y la libertad y responsabilidad del hombre para merecer la gracia, que Dios ha conocido con su ciencia media.            En el congruismo, la gracia tiene incluso un carácter predeterminante pero, sin embargo, de una manera moral y congruente, no con una predeterminación física, ya que se considera que quitaría la libertad. Por consiguiente, se reconoce la eficacia intrínseca de la gracia, por no depender de la libertad humana, pero para que sea realmente eficaz necesita del consentimiento del libre albedrío del hombre, que ya estaba previsto por Dios al concedérsela. La eficacia intrínseca de la gracia            Explica Canals que, después de la decisión de Paulo V, se fue difundiendo la idea de que en la polémica de auxiliis también se había discutido la  verdad católica de la eficacia intrínseca de la gracia. «El violento

enfrentamiento polémico entre los dominicos y los jesuitas, y la complejidad contemporánea y posterior de las posiciones de diversos autores de la Compañía causaron la apariencia de que se había conseguido la libertad para que por parte de la escuela molinista se rechazase que la gracia es eficaz por sí misma e intrínsecamente, y que la predestinación es gratuita y antecedente» [14].            Es manifiesto, por ser cuestiones referentes a la fe, no era así. Recuerda Canals, que si se tiene en cuenta que: «El propio Bellarmino afirmaba una moción de la gracia sobre la voluntad libre y su carácter predeterminante por modo moral y congruente, es decir, un modo de eficacia intrínseca de la gracia, quedará no obstante patente que lo discutido y dejado en libertad después del fin de las disputas, no era la eficacia de la gracia por sí misma e intrínsecamente, sino el modo físicamente predeterminante de su moción sobre la voluntad libre» [15].            En el sistema de  Suárez y Bellarmino no solamente no se admitían, por lo menos directamente, las dos tesis teológicas molinistas de la predestinación después de previstos los méritos y de la eficacia extrínseca de la gracia, ni el concurso simultáneo, aunque sí, en cambio, se afirmaba de  manera directa la ciencia media. Según Canals: «Así como en lo teológico el rechazo de la predeterminación física generalizó, entre los autores jesuitas, la negación de la eficacia intrínseca de la gracia, así también en el plano filosófico favoreció el predominio, sobre la tesis de la premoción física, de la doctrina del concurso simultáneo, hasta el punto de llegar a ser considerada ésta casi como la propia de la Compañía de Jesús» [16].            En definitiva, se impuso todo el sistema molinista. Con ello, concluye Canals: «Se ha desplazado el punto de vista: ya no se rechaza solo la predeterminación física, sino directamente la eficacia intrínseca de la gracia, que en las palabras citadas de Pablo V venía a ser como perteneciente a lo substancial de la doctrina católica» [17].

            Recuerda, por último, que el dominico francés Charles René Billuart (1685-1757), que criticó con gran eficacia a los molinistas, les recordaba que la cuestión sobre la eficacia de la gracia, explicada por el tomismo como una predeterminación, puede considerarse de orden metafísico  y, en todo caso, una particularidad respecto: «al capital dogma de que la gracia es eficaz por sí misma. Pero que la gracia es eficaz por sí misma e intrínsecamente, lo enseñamos los tomistas como un dogma teológico íntimamente conexo con los principios de la fe y próximo a la definibilidad, y con nosotros todas las escuelas a excepción de la molinista» [18]. La confusión            Del no pronunciamiento del Papa sobre las tres tesis del molinismo «mitigado», defendido por Suárez y Bellarmino, que quedaban así  no definidas como conexionadas con las verdades de la fe, como lo era la segunda de la eficacia intrínseca de la gracia, admitida por los dos sistemas realmente enfrentados en la polémica, según prueba Canals, se extendió «posteriormente» a las cuatro tesis del molinismo «rígido».               No obstante, un molinista de nuestros días, el profesor Marcelino Ocaña, cuenta, que ya al saberse la decisión del Papa en la Compañía de Jesús: «La noticia fue recibida con un alborozo incontenible y un grito unánime: Molina Víctor», y comenta tal como se interpretó entonces  este dato histórico: «la doctrina molinista pasó de la acusación de herejía a la de doctrina permitida, sin haber sufrido modificación ni una sola de sus proposiciones. Molina, cual otro Cid, ganó la batalla, siete años después de muerto» [19].            Lo confirma Raúl de Scorraille, el gran biógrafo de Suárez, que cuenta que inmediatamente se echó en cara a los jesuitas: «el haber dado muestras de su contento con manifestaciones provocativas, con ligereza poco digna de ellos» [20]. Las quejas llegaron al Papa, que  las transmitió

al prepósito general de la Compañía de Jesús, Claudio Aquaviva.            Explica seguidamente Scorraille que: «De orden del Papa, escribió poco después Aquaviva a los Provinciales de España, reprendiendo fuertemente ciertos excesos que se habían denunciado, de corridas de toros por las calles, máscaras, fuegos artificiales, elogios exagerados de Molina, inscripciones proclamándolo vencedor, etc. Mandaba el General averiguar si los hechos eran verdaderos y si lo eran, castigar a  los que con esto habían disgustado al Sumo Pontífice, apartándose de la modestia y caridad que tan recomendadas tenía (Aquaviva a los Provinciales de España, 2 de enero de 1608)» [21].            Sin embargo, es innegable que, en la decisión del papa Paulo V sobre la controversia,  no se había referido al molinismo sino al congruismo, que es el que se presentó en la cuarenta y siete Congregaciones, como enfrentado al bañecianismo [22]. Por ello, no se discutía la eficacia intrínseca de la gracia. Para Canals: «En este punto se produjo la máxima confusión, porque precisamente en nombre de esta eficacia “intrínseca”  los dominicos rechazaban la doctrina de la “ciencia media” y exigían la afirmación de la “predeterminación física” (…) a los jesuitas les parecía la tesis de Báñez de la predeterminación física y los decretos predeterminantes incompatible con el albedrío dogmáticamente definido en Trento, y conexa con las doctrinas de Lutero y de Calvino» [23].            La conclusión del Papa sobre las disputaciones de auxiliis, añade Canals, quedó completamente desdibujada y: «los tópicos de la evolución de las ideas al compás  de los tiempos, tenderían a presentar, cual si fuese la doctrina reconocida como de libre discusión en la Iglesia y asumida oficialmente por la Compañía de Jesús, no ya la negación de la “predeterminación física” y la consiguiente afirmación de la “ciencia media”, sino precisamente la negación del carácter gratuito y antecedente de la predestinación y de la eficacia intrínseca de la gracia» [24].

                A la Compañía, en resumen, según Canals, esta equivocación, asumida involuntariamente y reforzada por los «tópicos» epocales, llevó, a tener como algo propio, lo nuclear del molinismo: la negación, en Teología, de  la eficacia intrínseca de la gracia y la  afirmación, en filosofía, la doctrina del concurso simultáneo. También aquí, en la Compañía de Jesús: «Parece darse una tendencia a considerar como propio de su espíritu y tradición aquello en que los autores jesuitas difieren y se oponen a la tradición de las escuelas anteriores, en especial a la escuela tomista, característica de la Orden de Predicadores» [25]. La estrategia            Para Scorraille, en cambio, el molinismo de la Compañía de Jesús, no se debió a una confusión posterior, sino  a una doctrina asumida desde el principio. El presentar el «congruismo» en las congregaciones de auxiliis: « no fue sino una actitud circunstancial, explicable por la presión de los adversarios y por la orientación que bajo el papa Clemente VIII se dio al examen de la obra de Molina» [26].            Confiesa el biógrafo de Suárez que: «con sentimiento hemos de decirlo», el sistema del congruismo, «que quita la corona y mutila tan tristemente la idea de Molina, le abrazaron y sustentaron en aquel tiempo varios de los más eminentes Jesuitas, y especialmente Bellarmino y Suárez, y con ellos Aquaviva; y aun fue presentado como doctrina de la Compañía, e impuesto muy luego en la enseñanza de  sus escuelas» [27].            Suárez, que contribuyó a la elaboración y defensa del congruismo, no obstante reconoció que la posición del molinismo es «probable, aunque menos probable, según su parecer que la que él defiende». Por ello, cree Scorraille que, por el «deseo de Aquaviva y el parecer de Bellarmino» y siendo «tan obediente y modesto», a Suárez: «mucho más fácil había de ser para él una acomodación a las circunstancias, que si hubiera tenido que dejar una opinión

que juzgara cierta por otra falsa a su juicio» [28].            Al asumir la nueva explicación del congruismo de Bellarmino, «Suárez veía también que su opinión tenía mayor valor defensivo, y se felicitaba por ello de haberla seguido». Por esta actuación de la Compañía en la controversia, que era «una estrategia de circunstancias», Suárez habría podido: «llegar a dejar la opinión que había traído de España, para seguir la de un compañero de más edad que él y que gozaba de grande autoridad». Claro está que también podía haber pasado del sistema molinista al de Bellarmino «por persuasión» o convencimiento [29].            La conclusión de Scorraille es que: «Sea lo que fuere de su juicio interior, es de lamentar que él mismo, y sobre todo, aquellos cuyo influjo o autoridad pudo moverle, se adhiriesen a una doctrina más común ciertamente en su tiempo, pero que en adelante se había de desacreditar cada vez más. Quizá se facilitó así la defensa de Molina, atentas las ideas dominantes de aquel tiempo» [30].                No sólo los molinistas  interpretaron la posición de la Compañía en la controversia como una estrategia, sin sorprendentemente mostrar reparos ni bochorno, sino también desde el bañecianismo. Según  escribe  un tomista historiador de los hechos: «La tendencia, que muy pronto se reveló en la Compañía, de hacer del pensamiento algo corporativo, y actuar en la vida intelectual, como en la vida práctica y regular, dio relieve a Molina y puso a su Orden en el peligro de ser condenada con su libro famoso. Él se libró, y la Compañía pasó por días amargos, que su táctica le había proporcionado. Justamente la Iglesia evitó envolver a toda una Orden, por tantos títulos ilustre, en el estigma de una condenación que sólo debía alcanzar a un particular, a todo lo más. Las mismas señales de regocijo con que celebraron su limitada libertad, son muy semejantes al regocijo del reo en capilla, que recibe el indulto pocos momentos antes de ser ejecutado» [31].                      

Eudaldo Forment

[1] Cf. ALBERTO BONET, La filosofía de la libertad en las controversias teológicas del siglo XVI y primera mitad del XVII, Barcelona, Imprenta Subirana, 1932, p. 171.[2] FRANCISCO CANALS, En torno al diálogo católico-protestante, Barcelona, Editorial Herder, 1966, pp. 66-67.[3] Dz 1090. «In negotio de auxiliis facta est potestas a Summo Pontifice cum disputantibus tum consultoribus redeundi in patrias aut domus suas : additumque est, fore, ut Sua Sanctitas declarationem et determinationem, quae exspectabatur, opportune promulgaret. Verum ab eodem Ss. Domino serio admodum vetitum est, in quaestione hac pertractanda ne quis partem suae oppositam aut qualificaret aut censura quapiam notaret… Quin optat etiam, ut verbis asperioribus amaritiem animi significantibus invicem abstineant» (DS 1997).[4] FRANCISCO CANALS, Gracia y salvación, en  Miscelánea, Barcelona, Editorial Balmes, 1997, pp. 215-238, p. 216. Cf. J. GREDT, Elementa philosophiae aristotelico-Thomisticae, Barcelona, Herder, 1951, 2 vols., v. II, n. 874, 2. pp. 295-297.[5] Ibíd. p. 217.[6] R. Garrigou-Lagrange, «De Comoedia banneziana et recenti Syncretismo», en Angelicum (Roma), 23 (1946), pp. 3-29.[7] FRANCISCO MARÍN-SOLA, «Respuesta a algunas objeciones acerca del sistema tomista sobre la moción divina», en La Ciencia Tomista (Salamanca), 97 (1926), pp. 5-74, p. 72. Añade que estas adiciones accidentales: «En cambio, hacían muy difícil la defensa de una gracia verdaderamente suficiente y de la responsabilidad del hombre en el pecado, y podían dar, por tanto, pretexto de calumniosas acusaciones de jansenismo y calvinismo» (Ibíd.). Cf. Michael D. Torre, God’s Permission of Sin:

Negative or Conditioned Decrre?. A Defense of the Doctrine of Francisco Marín-Sola, O.P., based on the Principles of Thomas Aqinas,  Studia Friburgensia, nº 107, Fribourg, Academic Press Fribour, Editions Saint-Paul Fribourge Suisse, 2009.[8] Cf. SANTO TOMÄS, Summa Theologiae, II-II, q. 2, a. 1, in c.[9] FRANCISCO CANALS, Gracia y salvación, op. cit., p. 215-216.[10] DS suppl ad 1997: «On a différé les choses en cette affaire (…) parce que l’un et l’autre parti s’accorde quant à la substance avec la vérité catholique, à savoir que Dieu nous a fait agir avec l’efficacité de sa grâce, qu’il fait vouloir des hommes qui ne veulent pas et qu’il dirige et change les volontés des hommes - et c’est de cela qu’il est question - , mais qu’ils ne sont en désaccord que quant à la manière ; les Dominicains en effet disent qu’il prédétermine notre volonté physiquement, c’est-à-dire de façon réelle et efficace, et les Jésuite tiennent qu’il le fait de façon appropriée et moralement des opinions qui l’une et l’autre peuvent être défendues».[11] FRANCISCO CANALS, Gracia y salvación, op. cit ., pp. 223-224.[12]ÍDEM, En torno al diálogo católico protestante, Barcelona, Herder, 1966, p. 62.[13] FRANCISCO MARÍN-SOLA, «Respuesta a algunas objeciones acerca del sistema tomista sobre la moción divina», op. cit., 71-72.[14] FRANCISCO CANALS, Gracia y salvación, op. cit ., p. 224.[15] Ibíd.[16] Ibíd., p. 225.[17] Ibíd., p. 230.[18] Charles R. Billuart, De Deo, Dissertatio, V (Cf. FRANCISCO CANALS, Gracia y salvación, op. cit., pp. 232-233.[19] MARCELINO OCAÑA GARCÍA, Molina (1535-1600),

Madrid, Ediciones del Orto, 1995, p.49. En otra obra de gran extensión, después de citar el texto de la decisión de Paulo V, escribe lo siguiente: «Era el 18 de agosto, fiesta de San Agustín, de 1607. Los jesuitas lo celebraron con las palabras Molina Victor!. Molina, como sabemos, había fallecido siete años antes. Su triunfo, pues, después de tantos sinsabores, había fallecido siete años antes. Su triunfo, pues, después de tantos sinsabores y condenas pudo haber merecido la condecoración póstuma de la tenacidad, como otro Cid, vencía después de muerto». Añade a continuación esta cita: «Lo cierto era que Molina, y con él la Compañía, había triunfado. Acusado de hereje, no sólo se le permitió sostener su doctrina, sino que ni una sola de sus proposiciones fue censurada o corregida» (MARCELINO OCAÑA, Molinismo y libertad, Córdoba, Publicaciones Obra Social y Cultural CajaSur, 2000, p. 176).[20] P. RAÚL de Scorrialle, S.I., El P. Francisco Suárez de la Compañía de Jesús, Barcelona, E. Subirana, 1917,  2 vols., v. I, p. 434.[21] Ibíd., pp.. 434-435. Scorraille quita importancia a estos hechos,  que ratifican que el desenlace de la controversia se tomó como la victoria del molinismo por no ser condenado, comentando: «Hoy tomamos a risa aquellas pasiones de antiguas edades» (Ibíd., p. 435).[22] Cf. Acta omnia congregationum ac disputationum quae coram SS. Clemente VIII et Paulo V summus pontificius sunt celebrate ein causa et controversia illa magna de auxiliis divinae gratiae, Lovai[23] FRANCISCO CANALS, Gracia y salvación, op. cit., p. 224.[24] Ibíd., p. 223.[25] Ibíd., p. 226.[26] FRANCISCO CANALS, En torno al diálogo católico-protestante, Barcelona, op. cit., p. 64.[27] P. RAÚL de Scorrialle, S.I., El P. Francisco Suárez de la Compañía de Jesús, op. cit., v. I, p. 440.

[28] Ibíd., I, p. 444.[29] Ibíd., I, p. 443.[30] Ibíd., I, pp. 445-446.[31] VENANCIO D. CARRO, O.P., De Pedro de Soto a Domingo Báñez, en «La Ciencia Tomista» (Salamanca), 37/110 (1928), pp. 145-178, p. 171. Cf. Paolo Broggio, Ordini religiosi tra cattedra e dispute teologiche: note per una lettura socio-politica della controversia de Auxiliis (1582-1614), en «Cheiron. Materiali e strumenti di aggiornamento storiografico» (Roma), Ed. MassimoCarlo Giannini, Religione, conflittualità e cultura, n. 43-44 /XXII (2005), pp. 56-86.

XVIII. La gracia en el molinismo y en el bañecianismoEudaldo Forment, el 30.05.15 a las 12:16 PM

 El molinismo            Puede entenderse la obra de Luis de Molina, Concordia, publicada en Lisboa en 1588, «con las debidas licencias», como un intento de salvar la libertad humana, que se consideraba negada por el protestantismo.  Desde el mismo molinismo, se ha dicho que: «Ya el primer renacimiento era, en la intención, conciliador del mundo de naturaleza y de la gracia. La conciliación, que fracasó en sus manos, la alcanzó la fuerza asimiladora de la renovación católica. Era lo que podríamos llamar espíritu

molinista. Por esto tomó forma en la Compañía: “El órgano –dice F. Strowski– que unió el espíritu religioso al espíritu del mundo, fue la Compañía de Jesús”. La Compañía encarnaba esencialmente la Antirreforma, y así, por una especie de necesidad biológica, se proclamó la defensora por excelencia del libre albedrío, de su valor y de sus derechos. La Compañía nació molinista»[1].            Más recientemente Marcelino Ocaña, experto conocedor y traductor de Molina, en su libro Molinismo y libertad, presenta el «mensaje» de Molina como «mensaje de libertad, de libertad íntegramente humana, de libertad a pesar de los obstáculos, de las objeciones, de las realidades innegables que se le contraponen»[2]. Para confirmarlo, se apoya en la siguiente cita, que tiene  la autoridad del historiador de la Iglesia en España Melquíades Andrés Martín: «Molina destaca un concepto de libertad de arbitrio pleno y perfecto, y entraña un paso importante en orden a resaltar la plena responsabilidad de la persona humana, que tan hondamente caracteriza al hombre moderno. Total libertad y responsabilidad del hombre ante Dios y ante los demás. Molina fue un paladín de la libertad»[3].            Molina habría luchado contra  muchos para defender la idea del libre arbitrio humano. Después de exponer su defensa de la libertad, concluye el profesor  Ocaña con esta indicación: «Es cierto que los acordes de su Concordia sonaron discordantes en algunos oídos, que se propusieron hacerle desistir de su composición. Pero no es menos cierto que aquellos compases no eran sino la exteriorización del espíritu de su Orden, el desarrollo de la semilla puesta por su Fundador en los Ejercicios Espirituales. Por eso, la tenacidad –que no la testarudez-, en defender su teoría; por eso, la facilidad con que consiguió que todos sus hermanos de Religión formaran coro alrededor de él y de su Concordia»[4].

 

El concurso simultaneo            Molina, en su obra Concordia, reconoce que todas las criaturas, que han sido creadas por Dios, necesitan su influjo directo para permanecer en la existencia y también lo requieren cuando actúan o causan. Dios es causa primera y las criaturas en cuanto que son causas, causas segundas, pero necesitan la ayuda o colaboración de Dios para producir un efecto. «Actuar sin recibir ayuda es propio de Dios y esto supera toda virtud creada, porque tanto la naturaleza, como la operación de toda virtud creada, dependen de otra cosa»[5].            La ayuda de Dios es por medio de su «concurso», que tiene cinco características. La primera es que es inmediato. «Dios concurre inmediatamente ─por inmediación de supuesto─ con las causas segundas en sus operaciones y efectos de tal manera que, al igual que la causa segunda realiza inmediatamente su operación y, por medio de ella, produce su efecto o fin, así también, a través de su concurso general Dios influye inmediatamente con la causa segunda sobre la misma operación y, por medio de esta operación o acción, produce el efecto o fin de la causa segunda»[6].            La segunda es que es físico. No por vía de invitación, recomendación o ayuda moral, sino como el influjo de una causa eficiente a su efecto.            La tercera es que concurso no es previo a la causa segunda, sino simultáneo. «Con su concurso general Dios influye como causa universal con un influjo indiferente sobre acciones y efectos distintos, siendo este influjo determinado ─en relación al género de estas acciones y efectos─ por el influjo particular de las causas segundas, que difiere en función de la diversidad de cada virtud para actuar»[7].            Precisa que, con ello se respeta  la libertad humana, porque añade que: «Si esta causa es libre,

entonces en su propia potestad estará influir de tal modo que se produzca una acción antes que otra ─por ejemplo, querer algo en vez de rechazarlo, andar en vez de estar sentado, producir un efecto en vez de otro, es decir, un artefacto en vez de otro─ o incluso suspender totalmente su influjo para que no se produzca ninguna acción. Así el concurso general de Dios resulta determinado por el concurso particular de las causas segundas»[8].            Para Molina, tal como explica el Dr. Ocaña: «El concurso debe ser simultáneo: de ninguna manera puede preceder a la acción de la causa segunda; no se trata de que Dios mueva a la causa segunda, -como si fuera una marioneta o un instrumento cualquiera en sus manos-, para que ésta produzca un determinado efecto; sino que ha de haber una perfecta sincronía en la acción de Dios y de la creatura, de modo tal que ambos realicen la misma acción. El concurso, en cualquier caso, no recae sobre la causa segunda, sino que es él mismo causa –“concausa”-, del efecto de la creatura»[9].            El concurso, además de simultáneo, es, en cuarto lugar, general o indiferente. En su indeterminación se acomoda a cada naturaleza y es ésta la que proporciona su determinación la que lo dirige al fin concreto y singular.            Tanto el concurso general de Dios como el particular de las criaturas son concausas, causas parciales de un mismo efecto. «Concurrir no es otra cosa que coincidir con alguien para la realización de un mismo único efecto»[10]. El concurso simultáneo implica la consideración de las dos causas como coincidentes para la realización de un mismo efecto.            Por último, su eficacia es extrínseca. Carece de eficacia intrínseca, porque el concurso es necesario, pero no es suficiente. Dios es capaz de obrar sin ninguna ayuda, pero de hecho no lo hace y con su concurso  requiere la intervención de la criatura. De manera que:«Todo el efecto procede tanto de Dios como las causas segundas; pero no procede ni de Dios mi de las causas segundas; pero no

procede ni de Dios ni de las causas segundas como causa total, sino como de una parte de la causa que exige el concurso y el auxilio de la otra; no de otra manera que, cuando dos (remolcadores) arrastran una nave; todo el movimiento procede de cada uno de los que arrastran, pero no como a causa total del movimiento, puesto que cada de ellas forma con el otro todas y cada una de las partes del mismo movimiento»[11]. Las dificultades del concurso simultáneo            El concurso para Molina es simultáneo, porque no puede admitir que sea una premoción de la causa primera sobre la causa segunda la que la haga actuar, ya que cree que, con ello, se aniquilaría al libre albedrío de la voluntad humana. Dejando aparte esta motivación, en la explicación  en sí misma, aparecen  cuatro  dificultades.            En primer lugar, la metáfora «como dos que arrastran una nave» revela que la causalidad de Dios queda igualada con la de la criatura.  Dios perdería su trascendencia o por lo menos una de sus acciones sería propia de un dios inmanente, como el de la modernidad.             En segundo lugar, con el concurso simultáneo no se explica el ser del acto de la criatura libre. Se daría un acto de la criatura sin previa moción divina. La causación de la criatura  sería  autónoma con respecto a  Dios.            Si para alguna de las acciones, como las de las criaturas, que según Molina determinan a las mociones generales divinas, no  necesitasen ningún concurso de Dios, habría algo de ser independiente de Dios. Para el molinismo, la actuación de las causas de las criaturas, no recibe ningún influjo de Dios, porque el concurso simultáneo actúa sólo sobre el efecto común. La moción natural divina «recae inmediatamente en el efecto»[12].            En tercer lugar, Molina substrae algo de ser o de entidad contingente, propia de las criaturas, de la causalidad divina. Como se enseña en la metafísica de Santo Tomás, todos los actos de las criaturas son reales y

distintos de su esencia. Con estos actos, se pasa del estado de potencia al estado de acto, de la situación de no-acción al estado de acción. Al obrar, por tanto, se ha adquirido algo de ser nuevo, algo que antes no se tenía realmente. Por ello,  hay que reconocer  que Dios tiene que mover el acto de la criatura y no solamente cooperar con él, como pretende Molina. Además, si la criatura pudiera poner un acto independiente de Dios tendría algo más de lo que recibe Dios.            Por último, en cuarto lugar, con el concurso simultáneo, el conocimiento o ciencia divina sería insuficiente para conocerlo todo. No bastaría para el conocimiento del efecto, porque Dios sólo conocería el decreto o mandato de su voluntad de dar el concurrir como concausa con la de la criatura, que tenga una voluntad libre. Se explica  así que Molina tuviera que postular entre la ciencia de simple inteligencia, por la que conoce todo lo que puede existir, y la ciencia de visión, por la que conoce todo lo que ha existido, existe o existirá, la que llamó «ciencia media», por la que conocería lo que haría la voluntad del hombre, en todas las posibles situaciones, circunstancias e incluso con la gracia suficiente indiferente o de eficacia extrínseca. La gracia «preveniente»            Respecto a la gracia, a la moción sobrenatural, que, como indica Molina, sólo se otorga a seres libres y produce efectos sobrenaturales, introduce una pequeña modificación con respecto al concurso simultáneo de la moción natural.  Por reconocer que, como enseña la fe católica, todo acto salvífico procede de Dios, y, por tanto, su acción tiene que ser anterior a la humana, afirma que la moción sobrenatural es previa al acto del libre albedrío.            La gracia es siempre anterior al acto libre, que es además por sí mismo insuficiente para los actos sobrenaturales. Además la acción de la gracia recae no sobre el común efecto, como el concurso simultáneo, sino

sobre la misma libertad humana, pero no para determinarla.            La gracia no es una imposición al libre albedrío. No le determina porque sólo es  una invitación. «La gracia preveniente atrae y llama» al «consentimiento y cooperación». Es una gracia preveniente, no es simultánea al libre albedrío, porque le llega antes de su elección, pero no actúa en su acto de elegir como causa. «Aunque el pecador no pueda convertirse de ningún modo sin el auxilio de la gracia excitante, previniente y cooperante, porque sin este auxilio no puede realizar los actos de creer, de tener esperanzas, de amar y de arrepentirse en la medida necesaria para alcanzar la salvación, sin embargo, en la medida en que nuestra conversión depende simultáneamente del libre consenso de nuestro arbitrio y de nuestra cooperación en estos actos, ciertamente, todo lo que atrae, invita y ayuda a nuestro arbitrio a otorgar más fácilmente su consenso y a cooperar en su conversión, debe incluirse entre los auxilios que se otorgan para su conversión. Entre estos auxilios se encuentran los predicadores egregios»[13].            Para que esta gracia suficiente tenga, por tanto, un efecto eficaz, es necesaria la cooperación de la libertad humana. Su eficacia no es propia o intrínseca, porque le viene del libre albedrío humano. Por la cooperación de la acción libre,  esta gracia suficiente se convierte en gracia eficaz. En realidad, la gracia suficiente y la gracia eficaz son idénticas, porque la eficacia no está en la gracia, ya que depende de la libertad humana el que la misma gracia se quede en suficiente o se convierta en eficaz.            En la moción de la gracia, al igual que en la moción natural, como explica el molinista Marcelino Ocaña: «La última palabra la tiene el libre albedrío. Algo parecido al cheque que se le dé a alguien para realizar una operación. El valor del cheque es indudable, la presión que ejerce es evidente; sin embargo, el hacerlo o no efectivo, dependerá exclusivamente de lo que decida aquel que lo recibió y a cuyo nombre se extendió»[14].

                La gracia debe respetar la naturaleza del libre albedrío. Puede estimularle, facilitarle, pero no imponerse. Le deja siempre la libertad. «El hecho de que, tras haber sido dos hombres prevenidos y movidos por un movimiento igual de la gracia, uno de ellos consienta, concurra con la gracia, realice el acto y se convierta, y el otro no, sin duda, tan sólo se deberá a la libertad innata, propia e intrínseca de ambos, que es común a los buenos y a los malos, a los réprobos y a los predestinados. Pues la gracia previniente, actuando por necesidad de naturaleza, mueve a ambos por igual y, en razón del hecho de que uno de ellos quiera aplicar libremente el influjo propio de su arbitrio y el otro no, uno de ellos se convertirá y el otro no»[15].                A pesar de las dos modificaciones en la gracia preveniente respecto al concurso general -su carácter previo y su  acción sobre una de las causas del efecto-, las cuatro dificultades que se observan en este último. Las objeciones de la igualación de las causalidades divina y humana, de la falta de fundamentación del ser de la libertad, de la autonomía de la libertad y de la limitación de la ciencia divina, quedan patentes ya con la siguiente declaración de Molina: «afirmamos lo siguiente: que los auxilios de la gracia previniente sean eficaces o ineficaces para la conversión, depende del influjo propio del arbitrio»[16]. Ser y obrar            Domingo Báñez (1528-1604), frente a un «oscurecimiento»[17], en su época, de la doctrina del ser –que descubrió Santo Tomás, la más nuclear de su sistema filosófico y que contiene como  en germen todo lo demás del mismo– la expuso con toda claridad[18]. Redescubrió y comprendió la original explicación  del Aquinate y ello le permitió afirmar y defender la doctrina tomista de la premoción física, que es una de sus consecuencias.            En las exposiciones de Santo Tomássobre la creación, se afirma siempre que todo lo creado sin Dios es

impensable. De manera precisa, enseña que por completo lo creado depende de Dios absolutamente en todo. Lo que equivale a decir que la criatura, por ser tal, necesita de la acción actual de Dios. En consecuencia, la criatura abandonada a sí misma volvería a la nada.            Desde esta situación de total dependencia de la criatura, sostiene el Aquinate que el obrar de las criaturas depende también de Dios. La dependencia consiste en que todo agente creado para ser causa de algo necesita recibir el poder de Dios. Ningún agente creado puede producir por sí mismo ningún efecto, ni, por tanto, un nuevo ente, con un ser propio como toda entidad.            Tal imposibilidad se debe a que en los entes creados su ser propio no está contenido intrínsecamente en su esencia. El ser –causa eficiente de la misma existencia, o del hecho de estar presente en la realidad y también causa formal de los constitutivos de la esencia, o lo que se expresa en la definición de las cosas– no es uno de sus contenidos intrínsecos y necesarios de la esencia o naturaleza de las cosas, ni, por ello, está en su poder operativo.            En las criaturas, el ser es recibido y así poseído por la esencia, su otro constitutivo, según su capacidad. Cuando el ente creado, constituido por esencia y ser propio, actúa, el ser que ha producido como agente no lo ha podido producir por sí mismo, sino por Dios –simplicísimo o sin composición alguna–, que no tiene el ser recibido sino que lo es. Dios es el mismo ser. El ser producido en el obrar de la criatura, por tanto, no es por poder propio, sino por un poder recibido de Dios.            Argumentaba Santo Tomás que: «Lo que es tal por esencia es causa de lo que es tal por participación, como el fuego es la causa de todo lo encendido. Únicamente Dios es ente por su propia esencia, y todo los demás entes lo son por participación, porque solamente en Dios el ser es su esencia. Según esto, el ser de cualquier existente es efecto propio de Dios, de modo que todo el que da el ser a

una cosa lo hace en cuanto obra por virtud divina»[19].            En todo ente creado Dios actúa como causa primera y la criatura como causa segunda, subordinada a ella. Dios es la causa primera del ser de lo producido y el agente creado causa segunda. Dios, por tanto, obra en todo el que obra. Es así causa y en el sentido de causa extrínseca eficiente primera.            En los agentes creados, que actúan, interviene la acción de Dios, pero no  formalmente, como causa formal, como lo es la esencia, ni menos como sujeto o causa material. Las causas intrínsecas, que intervienen en la acción son las propias del agente. Dios, como causa eficiente, hace pasar del estado de potencialidad de obrar, que tienen las cosas cuando no obran, al de actualidad, que tienen al obrar e igualmente en el modo concreto en que lo hacen.            La moción divina, o la acción de Dios para hacer obrar, penetra en lo más profundo del agente y de su acción, en su ser y así puede dar el ser y, lo da, por tanto, por virtud divina. Explícitamente afirma Santo Tomás: «El ser es el efecto propio del primer agente, es decir, de Dios y todos cuanto dan el ser lo dan en cuanto obran por virtud divina»[20].            La acción de la criatura, dadora de ser, procede totalmente de Dios, pero también de la criatura; de Dios como causa primera, de la criatura como causa segunda, dependiente de la primera. Dios obra en y por todas las criaturas, aunque de un modo diferente de ellas, como causa primera de su obrar, y de manera analógica  de la causalidad propia de  las causas segundas.            Por este carácter dependiente de los entes en su entidad y en su actuación, que hace que pueda decirse que la dependencia es constitutiva de la criatura en todos sus ordenes, la moción de Dios es intrínseca, porque actúa en el constitutivo del ente más profundo, el ser propio y proporcionado a esencia o naturaleza. Por el acto de la moción divina, la operación  brota del ser del ente como si

fuera un fruto, que se manifiesta según su naturaleza[21].            La moción divina que actúa en lo más radical y fundante del ente, en el ser, no elimina la causalidad de la criatura sino que la posibilita y la sostiene. Las criaturas creadas no son una ocasión para que Dios actúe, sino verdadera causa real de sus propias operaciones, aunque segundas. Dios actúa como Causa primera y el agente creado como causa segunda. De manera que la acción de la criatura, procede de dos agentes: de la misma criatura, que realmente obra y de Dios que también obra o actúa para la acción de la criatura. El obrar de la criatura tiene el carácter de auténtica y total causa, porque, aunque actúa como causa segunda, actúa como causa. También Dios es auténtica y total causa del obrar de la criatura, porque lo es como Causa primera.            Báñez denomina a la moción divina premoción, porque la acción de Dios es previa a la acción de la criatura, como toda causa es anterior a su efecto. Es, por tanto, una previa moción o premoción. Además de ser anterior, la premoción es intrínseca,  por actuar como el más íntimo agente; es inmediata, porque interviene directamente en la acción, desde el principio hasta el final; y es física, porque actúa como causa eficiente con su propia acción, de una manera real y eficaz, no de una manera atractiva o persuasiva. La predeterminación física            La moción divina, como explica Báñez, actúa también en las acciones libres humanas. No obstante, con esta aplicación de la tesis de la premoción divina, que se sigue de la metafísica tomista del ser, no queda negado el libre albedrío. La premoción de Dios no ni disminuye ni destruye la libertad. Dios actúa sobre la voluntad al igual que sobre cualquier otro agente creado.            La voluntad no es una excepción a la acción de Dios en el mundo, a la divina moción y lejos de impedir la libertad, la moción divina la causa. Dios produce no sólo la

acción de la criatura en lo que tiene de ser, sino también su modo de ser. Causa el acto voluntario y su modo de ser libre. Para que la voluntad se autodetermine, es necesaria la moción de Dios.            La acción predeterminante divina hace que la voluntad sea verdaderamente libre. La razón es porque: «Si, la voluntad de Dios es eficacísima, se sigue que no sólo se producirá lo que Él quiere, sino también del modo que Él quiere que se produzca. Dios con objeto de que haya orden en los seres para la perfección del universo, quiere que unas cosas se produzcan necesaria y otras contingentemente, y para ello vinculó unos efectos a causas necesarias, que no pueden fallar y de las que forzosamente se siguen, y otros a causas contingentes y defectibles. El motivo, pues, de que los efectos queridos por Dios provengan de modo contingente, no es porque sean contingentes sus causas próximas, sino porque debido a que Dios quiso que se produjesen de modo contingente, les deparó causas contingentes»[22] .            Ni la necesidad, ni la contingencia de las cosas acontecen fuera de la voluntad divina. El origen de la necesidad y contingencia de las criaturas está en la eficacia de la acción de la voluntad divina, que produce su acción y el modo necesario o el modo contingente o libre de la misma. No hay nada que se sustraiga del poder de Dios, que no dependa de Él. La voluntad divina es la causa de todo acto contingente y de todo acto necesario, y, por tanto, de lo libre y lo no libre. Todo actúa tal como quiere Dios y del modo que quiere.            Sin embargo, parece que la predeterminación de Dios destruya la libertad. «La voluntad de Dios no puede ser impedida, porque dice el Apóstol: “Quien, pues, resiste a su voluntad” (Rom 9, 19). Luego la voluntad de Dios impone necesidad a las cosas que quiere»[23].            La respuesta de Santo Tomás es que: «Precisamente porque nada se resiste a la voluntad divina, se sigue que no sólo sucede lo que Dios quiere que

suceda, sino que sucede de modo necesario o contingente, a la medida de su querer»[24]. Con su predeterminación en la voluntad libre, Dios no destruye la libertad de esta causa segunda, sino que la produce y la garantiza.            El afirmarse que la acción humana predeterminada por Dios es libre no es contradictorio, porque: «Se ha de notar que el dominio que ejerce la voluntad sobre sus actos, y que le da el poder de querer o no querer, excluye la determinación de la virtud a una cosa y la violencia de la causa exterior. Sin embargo, no excluye la influencia de la causa superior, de quien ella recibe su ser y su obrar. Y, por consiguiente, existe siempre la causalidad de la causa primera, que es Dios, respecto de los movimientos de la voluntad»[25].            Es innegable que la doctrina tomista de la predeterminación física de la libertad, tanto en el orden natural como en el sobrenatural de la gracia, es totalmente opuesta a la del molinismo. La razón profunda del antagonismo está en la manera que concibe Molina  la libertad. Considera que debe ser absoluta y, por ello, sus notas constitutivas son «la indeterminación, la independencia y la autonomía»[26]. Báñez, siguiendo a Santo Tomás afirma que la libertad  es participada, y, por tanto, recibida. Está así ligada a Dios como todas las criaturas y como cualquiera  de ellas cuando actúa lo hace como causa segunda. Además, de no estar totalmente indeterminada, porque necesariamente quiere el bien, que deberá elegir en su concreción y en los medios, la libertad  tampoco no es independiente de Dios. Está libertad, aunque recibida, es auténtica libertad; en cambio, una libertad irrecepta o totalmente independiente no es posible. Eudaldo Forment   

[1] ALBERTO BONET, La filosofía de la libertad en las controversias teológicas del siglo XVI y la primera mitad del XVII, Barcelona, Imprenta  Subirana, 1932, p. 105. Véase:FORTUNAT STROWSKI, Pascal et son temps, París,  Plon, 1909, 4ª ed. t. I, p. 252,[2] MARCELINO OCAÑA, Molinismo y libertad, Córdoba, Publicaciones Obra Social y Cultural CajaSur, 2000, p. 15.[3] MELQUÍADES ANDRÉS MARTÍN, «Pensamiento teológico y vivencia religiosa en la Reforma Española», en Historia de la Iglesia en España, dirigida por Ricardo García Villoslada, Madrid, BAC, 1979, Vol. III, tom. 2, pp. 269-362, p. 301. [4] MARCELINO OCAÑA, Molina (1535-1600), Madrid, Ediciones del Orto, 1995, p. 56.[5] LUIS DE MOLINA, Concordia liberi arbitri cum gratiae donis, divina praesciencia, providentia, praedestinatione, et reprobatione, II, disp. XXV, 18.[6] Ibíd., II, XXVI, 5.[7] Ibíd., II, XXVI, 11.[8] Ibíd.[9] MARCELINO OCAÑA, Molina (1535-1600), op. cit., p. 33.[10] Ibíd., p. 34.[11] LUIS DE MOLINA, Concordia liberi arbitri cum gratiae donis, divina praesciencia, providentia, praedestinatione, et reprobatione , II, disp. 26, 15.[12] Ibíd., III, disp. 41, 20.[13] Ibíd., III, disp. 40, 13.[14] MARCELINO OCAÑA, Molina (1535-1600), op. cit., p. 37-38.[15] LUIS DE MOLINA, Concordia liberi arbitri cum gratiae donis, divina praesciencia, providentia, praedestinatione, et reprobatione , VII, a. 4 y 5, disp. 10, mienbr. 10, 16.[16] Ibíd, VII, a. 4 y 5, disp. 10, mienbr. 17.[17] C. FABRO, L’Obscurissement de l’esse dans l’école

thomiste, en«Revue Thomiste» (París), 58 (1958), pp. 443-472.[18] DOMINGO BÁÑEZ; Scholastica Commentaria in primam partem Summae Theologicae, ed. L. Urbano, Madrid-Valencia, AEDA., 1934, vol. I, , In I, q. 3, a. 4, p. 141ª.[19] SANTO TOMÁS, Summa contra gentes, III, c. 66.[20] Ibíd.[21] Véase: CARLOS CARDONA, El acto de ser y la acción criatural, en «Scripta Theologica» (Pamplona), X/3 (1978), pp. 1081-1082; y Ramón García de Haro, La libertad creada, manifestación de la omnipotencia divina, en «Atti del VII Congresso tomistico Internazionale», Librería Editrice Vaticana, 1982, vo. VI, pp. 45-72.[22] IDEM, Summa Theologiae, I, q. 19, a. 8, in c.[23] Ibíd., I, q. 19, a. 8, ob. 2.[24] Ibíd., I, q. 19, a. 8, ad 2.[25] IDEM, Suma contra gentiles, I, c. 68.[26] MARCELINO OCAÑA, Molinismo y libertad, op. cit., p. 265 y ss.

XIX. La gracia en los sistemas mediosEudaldo Forment, el 14.06.15 a las 11:23 PM

 La eficacia de la gracia en el jansenismo            Las discusiones  sobre la concordia o avenencia entre la gracia de Dios y la libertad humana no terminaron a principios del siglo XVII, porque, además de los sistemas de Molina y Báñez, se crearon otros nuevos en el siglo XVIII. El primero de ellos fue el llamado jansenismo, que debe su nombre a Cornelio Jansenio (1585-1638), cuyas proposiciones fueron condenadas sucesivamente por la Iglesia. Su solución al problema de la gracia y la libertad se encuentra en su obra póstuma Augustinus (1640).            Con el intento de  conciliar la gracia de Dios inmerecida y absolutamente libre con la libertad y responsabilidad humana, como explica Marín-Sola: «partiendo del principio de que la naturaleza caída está muerta, Jansenio dedujo que, sin la gracia, la naturaleza no puede hacer ningún acto moralmente bueno, por fácil e imperfecto que sea».            Si la actual naturaleza del hombre, heredera del pecado de Adán, no puede hacer nada bueno, porque está muerta: «tampoco lo podrá con una gracia general, o acomodada a la naturaleza, la cual es la gracia suficiente. A un muerto para nada le sirven todas las mociones transeúntes, mientras no se le de la vida, esto es, mientras no se le dé la vida, esto es, mientras no se le dé una gracia perfectamente sanante, cual solamente es la gracia eficaz».            Concluía Jansenio que, con la mera gracia suficiente, la naturaleza caída: «no puede de hecho: 1. Tener ningún amor de Dios, ni perfecto ni imperfecto. 2. Guardar ningún mandamiento. 3. Evitar ningún pecado. 4. Vencer ninguna tentación. 5. Quitar ningún impedimento o ninguna resistencia a la gracia. 6. Tener ninguna perseverancia en nada bueno, ni larga ni corta».            Nota el tomista navarro que, con estas seis negaciones, que se infieren lógicamente del estado en que los jansenistas consideran a la naturaleza caída por el

pecado original: «equivalen simplemente a negar la existencia o la utilidad de la gracia suficiente. En realidad, si la gracia suficiente no sirve de hecho para hacer nada, la gracia eficaz es necesaria para todo»[1]. La eficacia de la gracia en el agustinismo            Igualmente con la intención de seguir a San Agustín, el sistema denominado agustinismo, que siguieron los agustinoscardenal Enrique de Noris (1631-1704) y Lorenzo Berti (1696-1766), también se enfrentó al molinismo. Con el bañecianismo afirmaba la  eficacia de la gracia por sí misma o intrínsecamente, pero consideraba que  no predeterminaba físicamente a la voluntad humana, sino que lo hacía de un modo moral.            La predeterminación de la gracia consistía  en infundir una «victoriosa delectación», según la expresión de San Agustín  «delectatio victrix». Este deleite o gusto por el bien, que infunde la gracia, vence al que la voluntad tiene por el mal, que desea movida por sus facultades desordenadas. La voluntad infaliblemente consiente, pero no por eso deja de hacerlo libremente.            Este sistema de la predeterminación moral se diferencia del jansenismo, porque la gracia  que hace que venza el deleite celestial frente al terreno es la gracia suficiente. La gracia  es suficiente, porque da solamente el poder. Se requiere también la gracia eficaz, para  que dé el obrar. 

La «predeterminación» en San Agustín         El agustinismo se basaba en el mismo San Agustín. En la carta al abad Valentín, le dice el santo obispo de Hipona que les han contado que: «Vuestro monasterio se ha visto turbado con algunas disensiones, porque hay algunos de vosotros que proclaman la gracia de Dios de manera que niegan el libre albedrío del hombre; y lo que es

más grave, dicen que en el día del juicio no pagará el Señor a cada uno según sus obras (Cf. Mt 16,27; Rm 2,6; Ap 22,12)».            Ante esta posición semipelagiana, San Agustín explica la actuación de la gracia, al añadir: «Pero también me indicaron que no todos opinan así, sino que muchos confiesan que la gracia de Dios ayuda al libre albedrío para que sintamos y obremos rectamente, y cuando venga el Señor a pagar a cada uno según sus obras, halle nuestras buenas obras, que Él preparó para que caminásemos en ellas (Ef 2,10). Los que así piensan, piensan bien»[2].Se debe, por tanto, admitir la intervención de la gracia y de la libertad, aunque no sepa cómo se concilian. No obstante, puede decirse: «En primer lugar, Jesús, el Señor, como está escrito en el evangelio de Juan el Apóstol, no vino a “juzgar el mundo, sino para que se salve el mundo por El” ( Cf. Jn 3,17; 12,47). Y en segundo lugar, como escribe el apóstol Pablo, “Dios juzgará al mundo” (Rm 3,6) “cuando venga”, como toda la Iglesia lo confiesa en el Símbolo, “a juzgar a los vivos y a los muertos” (Cf. 2Tm 4,1; 1P 4,5)». Por consiguiente: «Si no existe la gracia de Dios, ¿cómo salva al mundo? Y si no existe el libre albedrío, ¿cómo juzga al mundo?».Como consecuencia, les dice a los monjes: «Ni neguéis la gracia de Dios ni defendáis el libre albedrío de manera que lo separéis de la gracia de Dios, como si de algún modo pudiésemos sin ella pensar o hacer algo según Dios, lo que en ninguna manera podemos. Por eso, al hablar el Señor del fruto de la justicia, dijo a sus discípulos: “Sin mí nada podéis hacer” (Jn 15,5)»[3].Reconoce, no obstante, que es difícil mantener a la vez la gracia y la libertad. Es «una cuestión muy difícil que pocos entienden. Es el problema de la gracia de Dios»[4]. Da la impresión que al afirmar una se niega la otra. «Mas como en esta cuestión, en que se trata acerca del albedrío de la voluntad y acerca de la gracia de Dios, es tan difícil marcar los límites, que, cuando se defiende el libre albedrío,

parece que se niega la gracia de Dios, y que, cuando se afirma la gracia de Dios, se juzga que se suprime el libre albedrío»[5].Por ello, comienza una de sus obras sobre la gracia, con la siguiente advertencia: «Ya mucho hemos hablado y escrito —cuanto al Señor le plugo concedernos—, porque hay algunos que tanto ponderan y defienden la libertad, que osan negar y pretenden hacer caso omiso de la divina gracia, que a Dios nos llama, que nos libra de los pecados y nos hace adquirir buenos méritos, por los que llegar podemos a la vida eterna (…) hay otros que al defender la gracia de Dios niegan la libertad, o que cuando defienden la gracia creen negar el libre albedrío»[6].Los primeros, los pelagianos, niegan en realidad la gracia, porque, indica San Agustín en otro lugar: «se esfuerzan cuanto pueden por probar que la gracia de Dios se nos da según nuestros méritos o, lo que es lo mismo, que la gracia no es gracia, porque a quienes gracia se da según el mérito, “no se les computa el salario como gracia, sino como deuda” (Rm 4,4), lo que con toda claridad dice el Apóstol»[7].En todo caso, lo que aporta el hombre es lo que denomina San Agustín «mérito malo», al añadir a continuación: « Mérito, pero malo, fue en el apóstol San Pablo el perseguir a la Iglesia, por lo que dijo: “No soy digno de ser llamado apóstol, pues perseguí a la Iglesia de Dios”. Teniendo, pues, este mérito malo, devolviósele bien por mal, y, en consecuencia, siguió escribiendo: “Mas por la gracia de Dios soy lo que soy”. Y para poner en claro el libre albedrío añadió: “Y la gracia que me confirió no ha sido estéril, antes he trabajado más que todos ellos” (1 Co 15, 10).  Los segundos, lo que creen que al afirmar la gracia de Dios niegan al libertad humana, no sólo este pasaje lo desmiente, sino que el mismo San Pablo al: «libre albedrío lo exhorta en otros lugares, donde dice: “Os exhortamos a que no recibáis en vano la gracia de Dios” (2 Co 6,19)

¿Para qué, pues, los exhorta, si al recibir la gracia de Dios perdieron la propia voluntad? Mas para que no se crea que la misma voluntad hacer puede algo de bueno, enseguida cuando dijo: su “gracia no fue en mí estéril, antes he trabajado más que todos ellos”, añadió: “Pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo” (1 Co 15,9-10); es decir, no sólo yo, sino Dios conmigo; y por ello, ni la gracia de Dios sola ni él solo, sino la gracia de Dios con él»[8].San Agustín precisa, en uno de sus sermones, quizá por tener presente su conversión,  que la acción de la gracia sobre la libertad  es de modo amoroso. Al comentar el discurso de Cristo sobre el pan del cielo o de vida, dice: «Mas, para enseñarnos que aun el mismo creer es don y no merecimiento, dice: “Como os he dicho, nadie viene a mí sino aquel al que se lo haya concedido mi Padre” (Jn 6,65). Trayendo a la memoria lo que antecede, hallaremos que en la misma circunstancia en que el Señor dijo esto, había dicho también: “Nadie viene a mí si el Padre que me ha enviado no lo arrastra” (Jn 6,44). No empleó el verbo guiar, sino arrastrar. Esta violencia se le hace al corazón, no al cuerpo. ¿Por qué, entonces, te extrañas? Cree, y vienes; ama, y eres arrastrado. No pienses que se trata de una violencia brusca y molesta; es dulce, es suave; es la misma suavidad lo que te arrastra. Cuando la oveja tiene hambre, ¿no se la atrae mostrándole hierba? Y juzgo que no se la empuja físicamente, sino que se la sujeta con el deseo»[9].Sobre esta  misma acción o «predeterminación» de suavidad amorosa les decía a los pelagianos: «Es lo que os he dicho, lo que os repito, lo que os volveré con frecuencia a gritar: Nadie puede, si no es por la gracia de Cristo, tener libre arbitrio de la voluntad para hacer el bien que quiere o evitar el mal que odia; y no es que la voluntad se vea forzada como una esclava a obrar el bien o el mal, pero, libre de su esclavitud, es suavemente atraída por su libertador con la dulzura del amor, no por la amargura servil del temor»[10].

La gracia de Dios siempre precede, sostiene y termina la obra buena del hombre. «Luego una bendición de dulzura es la gracia de Dios, por la que se obra en nosotros que nos deleite y que deseemos, es decir, que amemos lo que nos manda: si con ella no nos previene el Señor, no sólo no se lleva a cabo, sino que ni en nosotros comienza. Pues si no podemos sin Él hacer nada, nada podemos ni comenzar ni llevar a cabo; porque, si es comenzar, se ha dicho: “Su misericordia me prevendrá”; y si es llevar a cabo, se ha dicho: “Su misericordia me seguirá” (Sal 22,6)»[11]. El sistema sorbónico            En el siglo XVII, se propuso un nuevo sistema –que se califica de sincretismo por intentar la síntesis entre el molinismo y bañecianismo–,  por los teólogos de la Sorbona: Nicolás Ysambert (1565-1642), que ocupó una cátedra de teología, creada en 1616 por Luis XIII parar estudiar las disputas entre católicos y protestantes; Isaac Habert (1645-1668), que combatió el jansenismo; y Honoré Tournely (1658-1729), profesor también antijansenista.  Su pretensión fue igualmente conciliar la gracia eficaz con el libre albedrío.            Con el tomismo, se afirma que la gracia eficaz tiene eficacia por sí e intrínsecamente. En el estado naturaleza caída se necesita para las obras difíciles. Su actuación en la libertad libre, que le hace infrustrable, es una predeterminación moral, tal como se concibe en el sistema agustiniano.            En cambio, asume del molinismo y del congruismo, la concepción de la gracia suficiente, porque ésta, en cambio, sería eficaz extrínsecamente, ya que requiere el consentimiento libre de la voluntad. Con la gracia suficiente, previamente aceptada, sin embargo, solamente se pueden hacer obras fáciles.            Además, si la gracia suficiente, gracia extrínsecamente eficaz, es aceptada por la voluntad libre humana y convertida así en eficaz para los actos fáciles, se

consiguen infaliblemente gracias eficaces, gracias intrínsecamente eficaces infrustrables, que producen loas actos perfectos o difíciles.  La gracia suficiente, por tanto, da solamente el poder, como afirman los tomistas, aunque se precisa que sólo para los actos perfectos, pero da también el obrar para las obras  fáciles. Criticas a los sistemas clásicos            En el siglo XVIII, San Alfonso María de Ligorio (1696-1787) ofreció un nuevo sistema, partiendo del sorbónico, de tal manera que se acostumbra a presentarlos unidos con el nombre de sistema sorbónico-alfonsiano. Lo expone por completo en su libro Opera dogmatica.Comienza con la explicación de la eficacia de la gracia del molinismo. Escribe: «El P. Molina en su Concordia no admite el sistema de la gracia por si y ab intrínseco eficaz, por tenerla como opuesto a la libertad del hombre; y quiere que en cualquier estado de la naturaleza, o inocente o corrompida, toda gracia actual., en cuanto que proviene de Dios, otorgue suficientemente a nuestra voluntad la fuerza de obrar actualmente, con la total voluntad de poder a su arbitrio que valga sin otra ayuda o que no valga:  de modo que cuando el hombre quiere, la hace eficaz;  y cuando no quiere, la hace ineficaz»[12].Más adelante le crítica  lo siguiente: «No se niega que con el sistema de Molina ya se concilia mejor la gracia con la libertad;  pero se encuentra una máxima dificultad, y es que tal opinión no se conforma con las Sagradas Escrituras.  Los pasajes que se refieren al estado presente de la naturaleza caída, explican muy claramente que la gracia es por si y ab intrínseco, y no por el consentimiento de la voluntad eficaz, sino que la gracia es la causa que determina; y que la gracia es la causa que determina la voluntad y nos hace obrar el bien. Puede decirse que con la eficacia de la gracia no queda  lesionada la libertad del hombre, como se verá en el sistema por nosotros defendido. Las Sagradas Escrituras claramente nos hacen

entender que la gracia no se hace eficaz ab extrínseco, es decir por la determinación de la voluntad humana, sino ab intrínseco, porque la voluntad de Dios es la que determina la voluntad humana, y la gracia obra que nosotros obremos el bien»[13].            Para probarlo con las Sagradas Escrituras, cita el siguiente pasaje de San Pablo: «Somos hechura de Él mismo, creados en Jesucristo en las buenas obras, que Dios preparó a fin de que anduviésemos en ellas»[14].             El versículo es una objeción para el molinismo, porque argumenta San Alfonso seguidamente: «Se dice “creados” “en obras buenas”, y  si nosotros somos creados en las  buenas obras, por tanto  Dios con su decreto hace que nuestras obras tengan el efecto que tienen. Se añade:  “que Dios preparó”; y  si Dios ha preparado nuestras buenas obras, por tanto, El ha predestinado las que nosotros tenemos que hacer. Por último se dice:  “para que anduviésemos en ellas”;  ha preparado nuestras obras buenas, no porque haya previsto que en ellas  debamos  caminar, sino porque él obra con su voluntad que en aquéllas caminemos»[15].            Sobre este texto de San Pablo, además de su dificultad para Molina, se podría añadir que  la justificación o salvación es por los decretos de la voluntad divina, ya que se dice que “somos hechura» de Dios. Añade San Alfonso que: «Lo mismo dice el Señor por Ezequiel: «Y haré que andéis en mis preceptos y que guarden mis juicios (36, 27)»[16].                        A continuación cita, y también comenta su incompatibilidad con el molinismo, los siguientes pasajes de las Escrituras: «Como los canales de las aguas así el corazón del rey en mano del Señor, lo inclinará»[17]; «No hay quien pueda resistir tu voluntad, si lo has decretado»[18]; «Mi consejo subsistirá y toda mi voluntad será hecha»[19];  «El Señor de los Ejércitos lo decretó ¿quién lo podrá invalidar»[20]; y «Aquel que hace todas las cosas de acuerdo con el consejo de su voluntad»[21].

            Sobre este último, comenta San Alfonso: «Así pues, Dios no espera nuestro consentimiento;  de otro modo no obraría según el consejo de su voluntad, sino de la nuestra».Por otra parte, sobre el bañecianismo escribe, más adelante: «Distinguen los tomistas, como todas las otras escuelas, la gracia suficiente de la gracia eficaz. La suficiente, o sea gracia excitante, es aquella que mueve la voluntad del hombre y le otorga la verdadera fuerza de poder deliberar y de obrar;  pero  nunca tal potencia pasará al acto, si no se recibe también de Dios la ayuda eficaz y físicamente premovente, llamada ayuda quo (con la cual)a diferencia de la ayuda sine quo (sin la cual), que se atribuye a la gracia suficiente. De modo que de la gracia suficiente se obtienen sólo los buenos deseos (…) Con la ayuda  de la gracia eficaz se consigue el cumplimiento actual de la obra; de modo que la gracia eficaz aplica físicamente  la voluntad del hombre tanto a la deliberación del acto como a la ejecución de la obra»[22].  La doctrina de la predeterminación física no es incompatible con las Sagradas Escrituras, pero San Alfonso no la acepta tal como la exponen los bañecianos, porque presenta otras dificultades. «La dificultad mayor que se encuentra en el sistema de los tomistas es que según el mismo  no pueda entenderse como por medio de la predeterminación física pueda concordar perfectamente la eficacia de la gracia con la libertad de la voluntad humana»[23].Ciertamente en el tomismo se enseña que la gracia obra en la voluntad humana con una moción predeterminante, pero la facultad  permanece libre. La razón de esta última afirmación es que gracia predetermina no sólo para realizar un acto de la voluntad, sino también para realizarlo con libertad. La gracia predetermina para la actuación de la voluntad, y así mismo  para el modo, en este caso libremente. La gracia, por ello, confiere no sólo  absoluta y eficazmente el consentimiento de la voluntad,

sino su consentimiento libre.En la obra de San Alfonso, sorprendentemente, no se encuentra expuesto este argumento, ni, por tanto, se examina ni discute  su idoneidad. No obstante, inmediatamente antes de ofrecer su «crítica», advierte que: «que en estas críticas que hago a los sistemas indicados no pretendo examinar totalmente cada sistema, sino sólo dar de ellos una muestra y poner de relieve las dificultades principales que presentan»[24]. Podría replicarse que en este caso no tiene en cuenta la respuesta a la que considera la dificultad principal. El sistema alfonsianoDespués de criticar los otros sistemas, Ligorio ofrece su posición. «Nuestro parecer es el siguiente: para obrar el bien y cumplir los  mandamientos no basta la gracia suficiente, que no da otra ayuda más que para hacer cosas fáciles, sino que se necesita la gracia eficaz por sí misma (ab intrínseco), la  cual determina a  la voluntad humana a obrar el bien». Al igual, por tanto, que los sorbonianos afirma, en primer lugar, que la gracia suficiente no da sólo el poder, sino que también es eficaz para hacer actos fáciles o imperfectos.En segundo lugar, añade, para precisar la moción de la gracia: «Todavía decimos que esta gracia comúnmente eficaz obra y hace obrar por el deleite vencedor (“dilettazione vittrice”)», con la predeterminación moral, como afirmaban los agustinianos. Añade que Dios: «a veces nos determina también a obrar por otros motivos, por esperanza, por temor, etcétera, según enseña San. Agustín, que dice que Dios eficazmente tira de los hombres a si con innumerables y admirables modos».En tercer lugar, indica lo que puede considerarse su aportación propia. Además de la característica de la gracia suficiente de ser eficaz para los actos fáciles, y de mover  con una predeterminación moral, hay otra muy importante. «Decimos, sin embargo, que la gracia suficiente da a cada

uno la acción de rogar si quiere,  actividad que debe ser numerada entre las cosas fáciles; y que con la oración se consigue la gracia eficaz»[25].El acto fácil de rezar, dado por la gracia suficiente, es concedido a todos los hombres. La gracia suficiente es universal. «Es seguro que Dios quiere salvar a todos, como dice San Pablo: “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1 Tim 2, 4). Y San Pedro: “No queriendo que ninguno perezca, sino que todos se conviertan a la penitencia” (2 P 3, 9). Y Dios se lamenta de los que quieren condenarse, diciendo: “¿Por qué has de morir, casa de Israel? …conviértete y vive” (Ez 18, 31 y 32). Dios pues queriendo salvar a todos, a todos da las gracias necesarias por conseguir la salvación. Y por lo tanto decimos que, si a todos no da la gracia eficaz, al menos da a cada uno la gracia suficiente en poder orar actualmente, sin necesidad de otra gracia, y con la oración  obtener luego la gracia eficaz para cumplir la ley y salvarse»[26].Para San Alfonso, infaliblemente con la oración se consigue la gracia eficaz. Lo explica al concluir la exposición de su sistema. En él, escribe: «Se afirma, por un lado que la gracia intrínsecamente eficaz con la cuál nosotros infaliblemente, aunque libremente, hacemos el bien;  no se puede negar que Dios bien puede con su omnipotencia mover los corazones humanos a querer libremente eso que Él quiere».Se sostiene también: «Por otro lado,  en  nuestro sistema, se admite que la gracia suficiente,  común a todos, de la cual si el hombre quiere servirse, ciertamente conseguirá por medio de la oración de la gracia eficaz;  pero si no quiere servirse de ella, justamente  esta gracia eficaz le será negada. No le valdrá el disculparse de que no ha tenido la fuerza de vencer las tentaciones;  porque si él hubiera querido servirse de la gracia común a todos de orar, con la oración  habría conseguido esta fuerza y se habría salvado»[27].Hay, por tanto,  una regla o especie de ley gratuita de Dios:

con la gracia suficiente, que Dios –por su voluntad libre y misericordísima– da a todos los hombres, y  cada uno de ellos si quiere puede con ella orar, Dios infaliblemente –porque así lo ha querido por su misericordia– le concederá la gracia eficaz, especial para él e infrustrable para obrar los actos buenos y meritorios.Argumenta San Alfonso que: «De otro modo, si no se admite esta gracia suficiente, con la cuál sin necesidad de otra gracia no común a todos, cada uno pueda orar y orando obtener la gracia eficaz y observar la ley,  no sé puede entender como pueden los predicadores exhortar a los hombres a convertirse, si a alguno les fuera negada la gracia de orar;  porque los fieles podrían contestar:  Esto que nos dices a nosotros, dile a Dios que lo haga, puesto que nosotros no tenemos  ni la gracia inmediata eficaz de convertirnos actualmente,  ni tenemos la gracia suficiente»[28]. Necesidad de la oración            En otra obra muy conocida de San Alfonso, Del gran medio de la oración, escrita unos años antes, al explicar la esperanza de que: «El Señor no puede faltar a su promesa de dar oídos al que le ruega»[29], y que, por tanto, la oración continua nos asegurará nuestra salvación, escribe: «La gracia, en verdad, suficiente, que es común a todo el mundo, si a ella se corresponde, sirve parta obtener la gracia eficaz: y si a ella no se corresponde, la gracia eficaz será negada».            Inmediatamente después de exponer de la forma más sintética y clara su sistema, concluye: «Así, pues, no hay excusa para los pecadores que se quejan de no tener fuerza bastante para resistir a las tentaciones: porque si ruegan con la fuerza ordinaria, dada a cualquiera, obtendrán aquella fuerza y se salvarán. Si no se admite esta gracia ordinaria, por cuyo medio se pueda a lo menos rogar sin tener necesidad de otra gracia especial, no común a todos, y obtener rogando toda la fuerza necesaria para

observar la ley, no halló como se han de entender tantos pasajes se la Escritura, en los cuales exhorta Dios a las almas que acudan a El, que venzan a las tentaciones, que corresponde a las gracias con que les invitan»[30].            La oración es fruto de la misma gracia suficiente, gracia general para todos, aunque frustrable o impedible por el hombre, y, por ello: «Debemos tener por cierto que cada cual tiene el socorro de Dios para rogar actualmente, sin tener necesidad para ello de otra gracia especial»[31], o de una gracia eficaz.             El hombre puede impedir la gracia suficiente para el acto fácil de orar, pero  el aceptar o continuar su incoación,  o su inicio por ella misma, es un primer fruto de esta gracia. Lo afirma claramente el santo Doctor más adelante: «Decimos que a todos es dada actualmente la gracia de poder rogar, sin necesidad de otra nueva gracia, y con el orar obtener luego todo las demás ayudas para observar los preceptos, y salvarse. Pero hay que advertir  qué diciendo “sin necesidad de otra nueva gracia”, no se entiende que la gracia común dé el orar sin la ayuda de la gracia adyuvante, porque para ejercer cualquier acto de piedad, más allá de la gracia excitante, sin duda requiere también la gracia adyuvante, o sea cooperante; sino que hay que  entender que la gracia común da a cada uno el poder rogar actualmente, sin nueva gracia preveniente, que físicamente o moralmente determina a la  voluntad del hombre a poner en acto la oración»[32]. Para orar se necesita siempre la gracia, tanto la gracia excitante, que impulsa a orar y la gracia adyuvante que ayuda a obrar.            La salvación está prometida a la oración continúa. «La esperanza de nuestra salvación y de los medios necesarios para alcanzarla, ha de ser cierta por lo que respecta a Dios. Los motivos de esta certeza son el poder, la misericordia y la fidelidad de Dios; pero el más fuerte y el más cierto de todos estos motivos es la infalibilidad de Dios en la promesa que nos tiene hecha, por los méritos de Jesucristo, de salvarnos y de concedernos las gracias

necesarias a la salvación; pues aunque Dios sea infinitamente poderoso y clemente no pudiéramos, sin embargo, esperar firme e indudablemente la salvación si no nos lo hubiera prometido de un modo infalible. Más Él lo ha prometido, con tal que nosotros correspondiéramos a esta promesa con las buenas obras, y que rogásemos de continuo como se ve en los textos de la Escritura que hemos citado. Y por esto los santos Padres y los teólogos convienen en decir que la oración es un medio necesario a la salvación»[33].           Eudaldo Forment 

[1] Francisco Marín-Sola, «Nuevas observaciones acerca del sistema tomista sobre la moción divina», en La Ciencia Tomista (Salamanca), 99 (1926), pp. 321-397, p. 328.[2] San Agustín, Cartas,  214, 1.[3] Ibíd., 2.[4] Ibíd., 6.[5] IDEM, La gracia de Cristo y el pecado original, I, 47,52.[6] IDEM, La gracia y el libre albedrío, 1, 1.[7] Ibid., 5, 11.[8] Ibíd., 5, 12.[9] IDEM, Sermones, Serm 131, 2[10] IDEM, Réplica a Juliano, obra inacabada, 3, 112.[11] IDEM, Réplica a las dos cartas de los pelagianos, II, 9, 21[12] SAN ALFONSO MARIA DE LIGUORI, Opera dogmatica contra gli eretici pretesi riformati, Tratt. Aggiunto,  2, 110.[13] Ibíd., 2, 115[14]  Ef 2,10: «Ipsius enim sumus factura, creati in Christo Iesu in opera bona, quae praeparavit Deus, ut in illis ambulemus».

[15] SAN ALFONSO MARIA DE LIGUORI, Opera dogmatica contra gli eretici pretesi riformati, Tratt. Aggiunto,  2, 116.[16] Ez 36, 2/: «Et spiritum meum ponam in medio vestri et faciam, ut in praeceptis meis ambuletis et iudicia mea custodiatis et operemini». [17] Prov. 21:«Sicut divisiones aquarum,ita cor regis in manu Domini; quocunque voluerit, inclinabit illud».[18] Esth. 13. 9: «Non est qui possit tuae resistere voluntati, si decreveris».[19] Isa. 46. 10: «Consilium meum stabit, et omnis voluntas mea fiet».[20] Isa 14, 27: « Dominus… exercituum decrevit, et quis poterit infirmare».[21] Ef 1, 11: «Deus operatur omnia secundum consilium voluntatis suae».[22] SAN ALFONSO MARIA DE LIGUORI, Opera dogmatica contra gli eretici pretesi riformati, Tratt. Aggiunto,  1, 103.[23] Ibíd., 1, 106.[24] Ibíd., 1, 105.[25] Ibíd., 7, 141.[26] Ibíd., 7, 142[27] Ibíd., 7, 157.[28] Ibíd., 7, 158.[29] IDEM, Del gran mezzo della preghiera (Trad. esp. I parte y algunos párrafos de la II, De la importancia de la oración, trad. de Joaquín Roca y Cornet, Bartcelona, Pons y Cª. Editores Católicos, 6ª ed.), pp. 94-95.[30]Ibíd., p. 103.[31] Ibíd., p. 95.[32] IDEM, Del gran mezzo della preghiera, c. IV, 22.[33] IDEM, pp. 101-103. 

XX. La gracia en la solución de

Francisco Marín-SolaEudaldo Forment, el 1.07.15 a las 9:59 PM

Respuesta a los sistemas medios            En el primero de  sus tres extensos artículos sobre la moción divina, publicados en 1925 y 1926, en la prestigiosa revista «La Ciencia Tomista», Francisco Marín-Sola, indica que su intento es, respecto a la noción tomista de moción y de todas las conexionadas con ella: «Tratar de organizar todas esas ideas en una síntesis, a nuestro juicio, más armónica y relativamente nueva, pero dentro siempre de los principios fundamentales de la doctrina de Santo Tomás y de sus comentaristas príncipes»[1].            Advierte, en primer lugar, que, a diferencia de otros tomistas: «Nos proponemos simplemente trabajar por el tomismo, pero sin luchar con nadie. Hay dos maneras de trabajar a favor de un sistema: primera, desarrollándolo y fortificándolo en sí mismo dando a las ideas madres que lo componen mayor claridad, amplitud o precisión; segunda, atacando a los adversarios o respondiendo a sus tiros. Nosotras nos proponemos hacer lo primero, no lo segundo»[2].            En segundo lugar, nota que quiere: «penetrar y desarrollar los principios tomistas, aunque sea con cierta

apariencia de innovación». No va realizar: «innovaciones substanciales o transformistas, que equivalen a la muerte o abandono de un sistema», sino «modales y homogéneas, que no hacen sino vigorizarlo y ampliarlo, pues son el efecto y la señal a la vez de la verdadera vida, tanto en los sistemas doctrinales como en los organismos corpóreos»[3].            En tercer lugar, observa que en la idea de desarrollar y ampliar en varios puntos el sistema tomista ha sido: «La consideración de ciertos sistemas medios entre el molinismo y el tomismo, los cuales no son molinistas ni congruistas, pues rechazan la ciencia media; ni tampoco son tomistas, pues rechazan la predeterminación física o la gracia físicamente eficaz. Tal es el sistema llamado Agustiniano (al menos en cuanto a la naturaleza caída); tal es el sistema del doctor de la Iglesia San Ligorio».            Confiesa más adelante que: «Estamos persuadidos que los representantes de esos sistemas medios entre el molinismo y el tomismo son tan sinceros al rechazar la ciencia media como al negar la predeterminación física. Es más: estamos persuadidos que la causa de quedarse esos teólogos a medio camino, entre el molinismo y el tomismo, más viene de la repulsión que les causa la predeterminación física que de atracción alguna que sobre ellos ejerza la ciencia media».            Manifiesta seguidamente que: «Parte de esa repulsión viene de la manera algo estrecha con que los conceptos de predeterminación física y gracia suficiente suelen exponerse por algunos tomistas, por eso creemos que ampliar y aclarar esos conceptos, para lo cual basta seguir y desarrollar las indicaciones ya hechas por tomistas de primer orden, es contribuir a que el tomismo atraiga hacia sí a todos los sistemas que, con sólo negar la ciencia media, están gravitando hacia él»[4].            Incluso en la doctrina sorbónico de Honoré Tournely (1658-1729), indica Marín Sola:  «Si a ese sistema se le quita la ciencia media, como se la quitó con su profundo

sentido teológico el gran Doctor de la Iglesia San Ligorio, y si, además, se entiende la gracia suficiente no como moción versátil o indeterminada, a estilo molinista, sino como moción determinadísima, aunque falible e impedible en su curso por la voluntad humana, creemos que nada hay en dicho sistema que no pueda ser concordado substancialmente con el verdadero sistema tomista»[5].            Confiesa finalmente que: «Estamos persuadidos que el día que estas cuestiones se estudien y se traten con un poco menos de calor polémico y un poco más de serena objetividad, se ha de distinguir mejor qué es lo que en cada sistema constituye la substancia inmutable, y qué es lo que no son sino accidentes variables; y cómo son substancialmente tomistas todos los sistemas que, en el orden de intención, rechacen la ciencia media, y, en el orden de ejecución, no se limiten al puro concurso simultáneo, sino que admitan, con estos o con los otros matices, una verdadera promoción física»[6]. La providencia divina            Para la exposición de su sistema, que intenta desarrollar explícitamente lo que considera que contiene el sistema tomista de manera implícita, comienza por dar una breve síntesis, que presenta en varias proposiciones.            Proposición primera: «Aunque toda providencia divina sea infalible o infrustrable en cuanto a la consecución del fin universal, que es la gloria de Dios o bien del universo, sin embargo, la providencia general, sea natural o sobrenatural, es falible o frustrable respecto al fin particular de cada individuo o de cada acto individual»[7].            La providencia, la disposición o «la razón del orden de las cosas a sus fines»[8], según su extensión se divide, tanto en el orden natural como en el sobrenatural, entre la  providencia general, si se refiere a todos los seres, y la providencia especial, que se refiere a grupo o a un solo individuo. En el orden sobrenatural, la providencia general es la voluntad salvífica universal, y la especial es la

salvación de unos y la condenación de otros.            A su vez el fin de toda providencia es universal y particular. En la providencia general, tanto en el orden natural como en el sobrenatural, el fin universal es la gloria de Dios o bien del universo. El fin particular, son los otros fines menos universales, remotos o próximos, que respecto al universal son medios. Serían, por ejemplo: «el que el fuego queme, que la semilla germine, que el pecador haga estos o los otros actos para convertirse, que el justo guarde los mandamientos, persevere o se salve». Debe advertirse que tales fines respecto a la providencia general: «Ora esos fines particulares se consigan, ora no, siempre se consigue el fin universal, que es la gloria de Dios o bien del universo».            En la providencia especial, el fin universal es el mismo que el de la providencia general. El fin particular o propio es el que tiene para un acto o un individuo. En la consecución de estos dos fines, la providencia especial es inefable o infrustrable.            También lo es la providencia general en cuanto al fin universal. Sin embargo,  nota Marín Sola que: «La disputa entre los teólogos versa solamente si la providencia general natural o sobrenatural, es infalible o infrustrable respecto a la consecución del fin particular de cada uno de sus actos, esto es, respecto a todo otro fin menos universal que la gloria de Dios o bien del universo»[9].           Reconoce, como es indiscutible, que los tomistas Tomás de Lemos (1550-1629) y Diego Álvarez (1550-1635), que intervinieron en las Congregaciones de Auxiliis, y otros que les siguieron, dieron una respuesta afirmativa. En cambio, la de Marín Sola da una respuesta negativa, tal como se advierte en esta proposición primera.            Además de apoyarse en otros tomistas, la justifica con dos textos de Santo Tomás. El primero es el siguiente: «El cuidado de algo comprende dos cosas: la razón del orden, llamada providencia o disposición; y la ejecución del orden, que se llama gobierno; y si lo primero es eterno, lo

segundo es temporal»[10].  Se infiere de ello que la providencia incluye decretos eternos de la voluntad divina y premociones temporales del obrar divino.            En el segundo afirma el Aquinate: «Son, por tanto, dos los efectos de la gobernación: la conservación de las cosas en el bien y la moción de las mismas al bien». Este pasaje citado por Marín Sola es la conclusión del siguiente argumento, que precisa la semejanza de las criaturas con el Creador y su tendencia a Dios en su ser, perfección, y en ser causa: «Las criaturas tienden a asemejarse a Dios en cuanto a dos cosas, a saber: en cuanto a ser buenas, como Dios es bueno, y en cuanto a ser unas para otras causa de bien, como Dios es causa de la bondad de todos los demás seres»[11].            Se infiere de todo ello, según Marín Sola, por una parte, que, al igual que hay una providencia general que en cuanto a su fin particular, o en cuanto a los medios para el fin universal, es impedible o frustrable, habrá también decretos falibles y también mociones frustrables.            Por otra que: «La división de la providencia en general y especial corresponde exactamente a la división de la voluntad divina en antecedente y consiguiente; la una condicionada y frustrable por la criatura; la otra absoluta e infrustrable».            Sobre la falibilidad de la primera explica que: «La voluntad antecedente se llama condicionada y frustrable, no en cuanto a la aplicación de los medios o mociones, las cuales Dios los aplica siempre (y por tanto, en cuanto a eso  es voluntad consiguiente, absoluta e infrustrable), sino en cuanto al éxito o consecución del fin particular de esas mociones, las cuales la criatura puede de hecho frustrar o no frustrar, poniéndoles o no poniéndoles impedimento»[12].            Puede concluirse que: «Las mociones divinas frustrables por el defecto de la voluntad humana constituyen en el orden sobrenatural, la gracia suficiente o faliblemente eficaz; las infrustrables o infalibles constituyen

la gracia infaliblemente eficaz. Por eso la gracia suficiente corresponde a la providencia sobrenatural general y a la voluntad antecedente de salvar a todos, y la gracia infaliblemente y perseverante eficaz corresponde a la voluntad consiguiente de salvar a algunos o providencia especial»[13].

 

Los impedimentos a las mociones divinasMarín-Sola distribuye todas sus proposiciones, con las que resume su sistema, en dos líneas: la del bien y la del mal. La primera pertenece a la línea del bien  y a la del mal la siguiente. Esta proposición segunda dice: «La moción divina es siempre de suyo al bien; pero el defecto actual de la voluntad humana es el que convierte la premoción al bien en premoción a lo material del mal».Puede expresarse también del siguiente modo: «La intención divina es siempre mover al bien honesto; pero el defecto actual de la voluntad humana es el que objetivamente determina a Dios a moverla a lo material del mal».De esta segunda proposición se sigue que: «El defecto actual de la criatura es anterior en naturaleza a la moción divina al mal, y por eso tal moción, más bien que premoción o predeterminación, es una postmoción o postpredeterminación»[14].Para una clara comprensión de esta proposición de Marín-Sola es preciso tener en cuenta  su tesis sobre la promoción divina. Afirma que las premociones no son siempre eficaces, porque la moción general en cuanto a la consecución del fin particular –por ejemplo, que el hombre haga el bien y evite el mal– es frustrable o impedible.La tesis implica que las criaturas están sujetas a unas leyes dadas por Dios. Para que puedan cumplir sus fines, reciben la acción de unas mociones divinas, y así siguen

necesariamente estas leyes, Las criaturas libres, al igual que las demás, están también sujetas a leyes necesarias, pero algunas, como ciertas psicológicas y las leyes morales, pueden dejar de cumplirlas. Por su libertad, estas criaturas pueden salirse del orden o cauce de las mociones divinas. Pueden desviar y hasta paralizar el curso de la moción divina, que siempre está dirigida al bien, y hacer que su efecto será malo.Las mociones divinas siempre se reciben. Dios no debe nada a las criaturas, pero no niega de manera arbitraria las mociones generales. Las premociones del orden natural general las ha sujetado a un orden o ley. Debe tenerse en cuenta que ley y gratuidad no son incompatibles. Marín-Sola pone el ejemplo de la limosna. Se puede dar una limosna sin fijar orden o ley, o también fijando libérrimamente algún orden o ley a su distribución. En ambos casos es gratuita.Las mociones, sin que les afecte la gratuidad, pueden considerarse como debidas, en cuanto a su relación con la naturaleza de las cosas. La ley de la moción sería la siguiente: «La premoción divina de la providencia natural general nunca falta para acto alguno proporcionado a la naturaleza a no ser que la criatura misma ponga impedimento a esa noción»[15].Aunque, la moción general divina para obrar, y para obrar según la ley, que está inscrita en las naturalezas de las cosas, no falta nunca por parte de Dios, por una moción especial extraordinaria puede mover a otros actos o no dar la moción. Así ocurre en los milagros. También, sin embargo, el hombre puede cambiar algunas mociones, porque les puede poner impedimentos y, en cierta manera,  salirse de las mismas. Por su libertad, puede interrumpir el curso de la moción, dejando de ejercerla o bien modificando su especificación, en lugar de seguir su orientación al bien dirigirla al mal, y convertirla así en mala.Sobre esta explicación de su tesis, advierte Marín-Sola, en primer lugar, que estos dos impedimentos, que son la

modificación o su rechazo,  solo se pueden poner a las mociones generales, en cuanto a su fin particular, ya que es la única falible o resistible. Cuando los tomistas dicen que toda gracia es irresistible: «Se fijan mucho en el principio fundamental de Santo Tomás, de que la voluntad de Dios, por ser omnipotente, es eficacísima, y no se fijan tanto en el otro principio, no menos fundamental, de que Dios, siendo libre, no mueve siempre según toda la eficacia de su virtud, sino más o menos eficazmente, según le plazca»[16].Al igual que Dios puede crear seres mayores o menores, por su absoluta y perfecta libertad, puede también actuar con la eficacia que quiera, irresistible o resistible. Así, por ejemplo, Dios podría lanzar una piedra de tal modo que no haya criatura que la pudiese detener, o bien, con idénticas condiciones a como le es posible hacerlo al ser humano, y entonces podría ser detenida de derecho y de hecho.Las mociones generales divinas se pueden acomodar a las exigencias y condiciones de la criatura. Esta acomodación es afirmada explícitamente por Santo Tomás, al decir que la providencia divina: «Mueve a todos los seres según su condición, de tal modo que, bajo la moción divina, las causas necesarias producen efectos necesarios, y las causas contingentes efectos contingentes»[17].Explica el profesor de Friburgo que las mociones generales: «son mociones exactamente acomodadas a las exigencias y condiciones de la criatura, y por eso precisamente se llama general y no especial»[18].Tal acomodación se puede entender en dos sentidos, porque: «En la criatura intelectual hay dos propiedades o modos: a) su libertad; b) su defectibilidad. La primera es una perfección; la segunda, una imperfección, Cuando Dios mueve a la criatura racional guarda siempre el primer modo, moviéndola libremente, pues eso es perfección, y la moción divina no destruye ni disminuye, sino que conserva y aumenta todo lo que es perfección en la criatura. Pero respecto al segundo modo, esto es, a la defectibilidad, que

es imperfección, no siempre se acomoda Dios a ella, sino que frecuentemente, por su liberalidad y misericordia, obra contra ella y sobre ella, como sucede en toda providencia especial»[19]En segundo lugar, nota Marín-Sola que: «Tales mociones de la providencia  general no se extienden sino a los actos imperfectos, exigiéndose providencia especial y moción especial para los actos perfectos»[20]. Solo es resistible la moción para los actos imperfectos, los que no requieren todas las fuerzas de la naturaleza humana, y son, por ello, actos fáciles, como lo es cumplir un precepto de la ley natural. En cambio, los perfectos, los que por necesitar todo el vigor de la naturaleza, son imposibles de hecho para el hombre en su estado actual de naturaleza caída, son actos difíciles, como lo son cumplir por mucho tiempo los preceptos de la ley natural o cumplirlos todos por completo.La responsabilidad del mal            De la tesis de la premoción física de Marín-Sola no se desprende que Dios sea autor del mal. Afirma Santo Tomás: «Todo cuanto hay de ser y de acción en la obra mala se reduce a Dios como a su causa; más lo que hay en ella de defectuoso no es causado por Dios, sino por la causa segunda defectuosa»[21].A veces sobre este texto del Aquinate se ha establecido la distinción entre lo material de la acción mala, o su entidad, y la formalidad, o su malicia, que procede de la defectibilidad de la criatura, y que constituye verdaderamente la acción mala. No obstante, observa Marín Sola que tal distinción no debe entenderse como si hubiese una premoción divina a lo material del mal, aunque tal moción no afectaría a su malicia, que sería obra de la criatura, que es la que constituiría la formalidad del mal.Observa nuestro autor que, para Santo Tomás, Dios no es causa del mal en ningún aspecto, no sólo en la formalidad sino tampoco en su materialidad. Ciertamente que la entidad física del mal procede de Dios, de una moción

divina, pero era una premoción al bien. La premoción divina siempre es al bien. El comienzo del mal no está en Dios, sino en la criatura, porque se empieza con el impedimento a la premoción divina al bien.En realidad, no existe la moción a lo material del mal, sino un defecto actual o impedimento al curso de la moción al bien. Lo que se llama premoción a lo material del mal es lo que sigue a una premoción al bien, que se ha desviado o impedido en su vía hacia el bien. El mal no es una adición a un bien amorfo, sino una resta o sustracción de bien. No hay una premoción al mal.Como consecuencia, si Dios es causa primera de todo bien y la criatura causa primera de todo mal, recae sobre la causalidad divina solamente lo bueno, pero no lo malo. Dios no es en ningún sentido de responsable del mal. Para comenzar una acción buena, para pasar de la potencia al acto, se necesita siempre la premoción divina. En cambio, para no hacer su bien o para no realizar el acto no se requiere una nueva premoción. La criatura, en la acción mala, modifica la acción divina, al modificar el curso del efecto. Su causalidad consiste en no hacer, o hacer menos que aquello a que le mueve Dios. Las posibilidades de la libertad humanaSi la libertad creada puede desviar o paralizar de hecho la premoción divina, que mueve siempre al bien honesto, puede inferirse, en primer lugar, que el hombre tendrá tres posibilidades: realizar la acción honesta, en la que lo físico y lo moral son buenos, y que es a la que mueve Dios; su acción contraria, sin la honestidad, en la que lo físico es bueno y lo moral malo; y, por último, cesar la acción.Los dos impedimentos a la moción divina sólo son posibles en la premoción general, que es falible en cuanto a su curso y éxito. No, en cambio, en las mociones especiales, que son infrustrables, sin afectar, en el hombre, a la naturaleza de su libertad.En segundo lugar, que, en una posibilidad anterior, el

hombre posee el poder de no resistir a la moción y el poder de hecho de resistirla. El primero es una perfección, el segundo, una imperfección. El disminuir o quitar esta imperfección no solamente no es destruir ni disminuir la libertad, sino que es perfeccionarla. La moción especial impide de hecho este segundo poder, pero sin modificar la naturaleza defectible de la libertad humana.Ninguna moción divina destruye o disminuye la perfección de la libertad humana, sino que la conserva o la aumenta. No obstante, como no es una libertad plena, puede no resistir o resistir a la moción. Es una libertad defectible, y, por tanto, imperfecta. Sin embargo, Dios no siempre se acomoda a esta imperfección de la libertad. Por su poder, libertad y misericordia, Dios puede mover contra este defecto, tal como sucede con las mociones especiales, que son entonces infaliblemente eficaces.No obstante, todas las mociones divinas respetan siempre la libertad humana, que es una perfección, moviéndola libremente. Puede decirse que se acomodan a ella. No ocurre lo mismo con su defectibilidad. Las mociones generales la dejan como está y, por eso, se pueden resistir. En cambio, las mociones especiales actúan sobre ella. Mueven a la libertad defectible de un  modo indefectible. Sin quitarle su defectibilidad natural, hace que de hecho actúen sin ella.Como consecuencia, el hombre con su libertad, no puede hacer más bien que el que Dios le mueve, pero puede de hacer menos, puede hacer el mal. Si el hombre no pone impedimentos a la moción divina, que siempre es a obrar bien, no hace ni más ni menos que a lo que le mueve Dios. No tiene, pues, nada que no haya recibido de Dios.Si el hombre impide el curso de esta misma moción a obrar bien, desviándola  o paralizándola, sin necesitar para ello premoción alguna nueva, pues en este caso, que es algo negativo, la criatura es causa primera, hace  entonces el mal o no hace el bien que aquel que le movía Dios con la moción general.

Bajo la moción divina, en conclusión, la libertad creada no puede hacer más bien que aquello a que Dios la mueve, pero si menos, y esto sucede en todas las mociones de la providencia general. El hombre  nunca puede hacer más entidad o bien que aquello a que Dios la mueve, pero por su libertad puede hacer menos. El bañecianismo de Marín-SolaLa proposición segunda se aplica también a la gracia. Aunque de orden sobrenatural, la gracia suficiente es una moción general y la gracia eficaz una  moción  especial.Sostiene, además, Marín-Sola que la gracia suficiente y la gracia eficaz no se corresponden con la quietud y el movimiento, ni como la pura potencia o el hábito se relaciona al acto correspondiente, sino con el movimiento o acto imperfecto y el movimiento o acto perfecto. Las dos suponen el acto, aunque uno imperfecto o no finalizado y otro perfecto o acabado.Es muy importante reparar que, por ello, ambas, son eficaces, por sí mismas e intrínsecamente. Con ello, Marín-Sola no guarda ninguna relación con el molinismo. Por el contrario, coincide con el bañecianismo,  aunque lo precisa, con la adición de que una es imperfectamente eficaz y la otra perfectamente eficaz. Al igual que la gracia eficaz, la gracia suficiente es una verdadera moción, aunque frustrable en su curso por un impedimento, que la voluntad puede  poner o no poner en  actos imperfectos o fáciles. Sin embargo, es también auténticamente eficaz – la eficacia no se la da la criatura–, ya que mueve a los actos imperfectos, aunque es  falible o resistible. En cambio, la gracia eficaz es una premoción infalible e irresistible y así completamente eficaz.Por ello, cree Marín-Sola que, cuando Santo Tomás afirma: «está al alcance del libre albedrío el impedir o no impedir la recepción de la gracia»[22], se refiere  a  la gracia suficiente. Es ésta la única que puede ser impedida, por una causa que se interponga en su camino. Es la que es

una gracia eficaz falible.            Con su modificación al sistema bañeciano, Marín-Sola cree que es perfectamente compatible e incluso su desarrollo lógico. Podría decirse, con los bañecianos, que la gracia suficiente da el«poder», o la potencia, pero para elacto perfecto. También por ser verdadera premoción, da el «hacer» para los actos imperfectos, cuales son los actos precedentes a los perfectos.            Es cierto, como se afirma en el bañecianismo, que para todo acto sobrenatural hace falta gracia eficaz, pero para los actos fáciles e imperfectos basta la gracia suficientemente eficaz, la llamada gracia suficiente. En cambio, para los difíciles o perfectos hace falta la infaliblemente eficaz, la gracia eficaz. El camino de la graciaIncluso considera Marín-Sola la falibilidad de la gracia suficiente tampoco es opuesta a la afirmación de Báñez de que ningún acto, perfecto ni imperfecto, se hace nunca sin gracia eficaz infalible. La razón es la siguiente: la gracia suficiente es  infaliblemente eficaz para la incoación en la voluntad libre del acto imperfecto dirigido a cosas fáciles y por algún tiempo. Sólo es faliblemente eficaz para la continuación del acto imperfecto, ya iniciado por la actuación infalible de la gracia. Es en este momento,  cuando se puede poner impedimento al curso de la gracia.  La gracia suficiente,  que es completamente ineficaz para el acto perfecto, es, en cambio,  infaliblemente eficaz, en cuanto  a la incoación del acto imperfecto, pero, por el impedimento humano, es faliblemente eficaz  para la continuación del este acto imperfecto y llegar a ser perfecto.La gracia  sigue un camino continuado que va de la primera gracia  hasta la última gracia. Dios es el que inicia este movimiento sobrenatural. Esa acción inicial puede ser tan fuerte o eficaz, como en San Pablo, que en un solo instante coloque al hombre en el acto perfecto o término de este

camino, sin pasar por los actos imperfectos. Es algo extraordinario o milagroso.  La gracia eficaz que es instantánea en este sentido es una gracia eficaz extraordinaria.Lo ordinario es que ese camino se recorra de modo sucesivo. Se comienza entonces con la gracia, con la gracia operante o previniente, por la que Dios coloca en un instante al alma en la primera parte del camino. Incoación que puede suponer una mayor o menor parte del camino, que luego se continua por la denominada gracia cooperantes o adyuvantes. La incoación del acto es siempre de Dios y de sólo Dios. Siempre el inicio es por la gracia operante. En esa incoación, por ser de sólo Dios, no cabe  impedimento. Tampoco lo pudo poner  Adán al infundirle Dios la vida. En su continuación, si podía, pues podía suicidarse. «Para no poner impedimento a esa continuación de la vida, basta en una naturaleza íntegra la providencia general, natural o sobrenatural, respectivamente; pero en una naturaleza caída o débil, hace falta providencia especial y moción, si se tratase de cosas difíciles o diuturnas»[23]. Dificultad de la exposición              Sean o no exactas o posibles las explicitaciones de Marín-Sola del tomismo bañeciano, en cualquier caso, nunca considera que la frustrabilidad de la gracia suficiente lo sea  por ser una  premoción versátil o indeterminada, tal como sostiene Molina, cuya gracia versátil es concebida de modo análogo a la moción del viento, que impulsa las velas del barco sin determinar el puerto, y que, en definitiva,  lo decide el piloto. La gracia suficiente de Marín-Sola es tan eficaz ab intrínseco como la gracia eficaz. La gracia suficiente no requiere ser determinada por la voluntad, como el barco por el piloto.     La gracia suficiente solamente necesita no ser impedida, no arriar las velas ni tampoco cambiarlas de dirección. Para Marín Sola puede hacerlo el piloto por sus propias fuerzas, aunque mermadas

por su naturaleza dañada por el pecado original y viciada por los pecados personales, porque «la naturaleza, sin la gracia suficiente, tiene algún poder de no resistir a  Dios»[24].            Sin embargo, esta última afirmación supone una dificultad, que parece insoluble, a la pretensión de Marín-Sola de explicitar fielmente la doctrina del Aquinate y de sus discípulos. No se encuentra de ningún modo en Báñez, que mantiene lo que indica Santo Tomás que, en el estado actual del hombre: «no dependerá absolutamente de su voluntad el no poner ningún obstáculo a la gracia»[25]. Sin la fuerza del mismo viento, el piloto no dejará de actuar o no actuar para obstaculizarlo. Necesidad de la oraciónCon San Alfonso María de Ligorio, Marín-Sola considera todavía, en otro segundo aspecto, que puede mantenerse que la gracia suficiente es infaliblemente eficaz. Si no se le pone impedimento es, por sí sola, infaliblemente eficaz para orar a Dios que conceda la gracia eficaz, que hace falta también para perseverar sin poner impedimento en los actos imperfectos o fáciles, porque el tiempo los convierte en difíciles, y para obtener de la Misericordia divina la gracia eficaz que hace falta para realizar actos perfectos.Las gracias suficientes incoadas siguen su camino. La iniciativa de que se paralice y no se den las  ulteriores gracias a las gracias suficientes  viene de la criatura. Advierte, Marín-Sola, en primer lugar  que el no poner impedimento no causa la concesión de las nuevas gracias, como si fuese un acto meritorio que las mereciera en justicia. Al igual que una semilla, la gracia dada por Dios, sigue su crecimiento o su curso, no porque no se hayan puesto impedimentos, sino por su propia virtud.En segundo lugar, tampoco el no poner impedimentos es una condición necesaria para a la obtención de las nuevas gracias.  Con una gracia eficaz extraordinaria Dios puede quitarlo y hacer que no se interrumpa el curso normal de la

gracia. La única condición es la oración. «Orar, y orar agarrados, no a mérito alguno nuestro, sino a la cruz de Jesús y al manto de María»[26].           Eudaldo Forment  

[1] F. MARÍN-SOLA, El sistema tomista sobre la moción divina, en «La Ciencia Tomista» (Salamanca), 94 (1925), pp. 5-6. Algo parecido intentó en la obra manuscrita Concordia tomista entre la moción divina y libertad creada, 4 vols., que terminó en Manila, y que está todavía pendiente de publicación. (Una copia mecanografiada de la obra estaba en España, en poder del filósofo y teólogo dominico Fr. Quintín Turiel (1933-2005). En la Introducción del manuscrito se lee: «A esa concordia le hemos llamado Concordia tomista, porque tenemos el más decidido propósito de no apartarnos en nada, ni substancial ni accidental, de lo que nosotros creemos ser la verdaderamente de Santo Tomás. Eso no quitará el que, en cosas secundarias, nos apartamos algunas veces no de Santo Tomás, sino de ciertas opiniones que han sido sostenidas por gran número de tomistas, pero, que, por no tener conexión necesaria con los principios del Santo Doctor, las consideramos como accidentales para el tomismo» (p.1).[2] IDEM, El sistema tomista sobre la moción divina, op. cit., p. 7.[3] Ibíd., p. 6.[4] Ibíd., p. 14.[5] Ibíd., p. 31, n. 1.[6] Ibíd., pp. 31-32.[7] Ibíd., p. 16.[8] SANTO TOMÁS, Suma teológica,  I, q. 22, a. 1, in c.[9] F. MARÍN-SOLA, El sistema tomista sobre la moción divina, op. cit., p. 16, n. 1.

[10]SANTO TOMÁS, Suma teológica, I, q. 22, a. 1, ad 2.[11] Ibíd., I, q. 103, a. 4, in c.[12] F. MARÍN-SOLA, El sistema tomista sobre la moción divina , p. 17.[13] Ibíd., p. 43.[14] Ibíd., p. 18.[15] Véase:  Francisco Marín-Sola, «Nuevas observaciones acerca del sistema tomista sobre la moción divina», en La Ciencia Tomista (Salamanca), 99 (1926), pp. 321-397, p. 372. [16] FRANCISCO MARÍN-SOLA, «Respuesta a algunas objeciones acerca del sistema tomista sobre la moción divina», en La Ciencia Tomista (Salamanca), 97 (1926), pp. 5-74, p. 23.[17] SANTO TOMÁS, Suma Teológica, I-II, q. 10, a. 4, inc.[18] FRANCISCO MARÍN-SOLA, «Respuesta a algunas objeciones acerca del sistema tomista sobre la moción divina», op. cit,, p, 23.[19] Ibíd., pp. 23-24.[20] Francisco Marín-Sola, «Nuevas observaciones acerca del sistema tomista sobre la moción divina»,, op. cit., p. 375.[21] SANTO TOMÁS, Summa Theologiae, I, q. 49, a. 2, ad 2.[22] SANTO TOMÁS, Suma contra loa gentiles, III, c. 159.[23] FRANCISCO MARÍN-SOLA, «Respuesta a algunas objeciones acerca del sistema tomista sobre la moción divina», op. cit,, p, 235[24] Francisco Marín-Sola, «Nuevas observaciones acerca del sistema tomista sobre la moción divina»p. 366.[25] Ibíd., III, c. 160.[26] IDEM, «Nuevas observaciones acerca del sistema tomista sobre la moción divina», en La Ciencia Tomista (Salamanca), 99 (1926), pp. 321-397, p. 384, nota.,

XXI. La gracia en los escritos de

Francisco P. MuñizEudaldo Forment, el 15.07.15 a las 11:20 AM

Imprecisión sobre la gracia suficienteLa solución del tomista Francisco Marín-Sola al problema de la concordia entre la gracia divina y la libertad, sin dejar de mantener lo «substancial” de la interpretación de Domingo Báñez, provocó la oposición de otros tomistas, especialmente del conocido tomista francés Règinald Garrigou-Lagrange. El profesor norteamericano Michael D. Torre, uno de los mejores expertos en la vida y obra del dominico navarro, ha investigado la historia de los

problemas que le ocasionó su nueva interpretación en vida[1]. Muestra el profesor Torre que tuvieron importantes consecuencias, en la actividad académica del prestigioso dominico navarro, las objeciones de Garrigou-Lagrange[2].

Marín-Sola fue respondiendo a éstas y otras objeciones[3]. Sin embargo, no se terminaron. Todavía, casi setenta años después, se presentan objeciones y modificaciones a lo que se denomina el «tercer sistema», entre el de Báñez y el de Molina[4]. Dejando aparte todas los reparos y observaciones, que se le han hecho, –y que en la actualidad se pueden responder con la obra de defensa de su doctrina, de Michael D. Torre, publicada en Friburgo, en la universidad donde enseñó nuestro autor[5]–, se podría presentar una imprecisión, que quizá no la tuvo siempre presente el mismo Marín-Sola en la exposición de su pensamiento en las aulas universitarias y en sus obras.

En el último de los artículos sobre la moción divina, Marín-Sola afirma que: «la naturaleza sola sin la gracia tiene el poder de no resistir de hecho a la gracia»[6]. Sin embargo, en el estado del hombre, después del pecado original , su naturaleza caída no puede dejar de poner por ella misma impedimentos a la gracia suficiente, que le da la eficacia para los actos imperfectos. En cambio, con la misma gracia suficiente, podrá dejar de ponerle impedimento a la incoación o momento iniciativo de la gracia suficiente. El inicio de esta gracia, que está exclusivamente en Dios, regenera o perfecciona la naturaleza caída, que así podrá de dejar de ponerle impedimentos y la gracia suficiente incoada seguirá su desarrollo.Sorprendentemente, en contra de lo que se infiere de lo explicado sobre la última de las proposiciones sobre la gracia[7], Marín-Sola parece colocar esta potestad de no poner impedimento al curso de la gracia suficiente incoada en la mera naturaleza. La acción en el inicio de la gracia

parece que no sería regenerar y darle así el poder de no poner impedimentos, porque ya lo tendría. De tal manera que: «ese poder no lo destruye la gracia suficiente sino que lo perfecciona y eleva la orden sobrenatural»[8].La resistencia a la graciaTal ambigüedad no se encuentra, en cambio, en un fiel seguidor del Marín Sola, el dominico Francisco Pérez Muñiz (1905-1960), profesor del «Angelicum» de Roma, y autor de un importante estudio sobre la persona[9]y otro sobre la cuarta vía de Santo Tomás para demostrar la existencia de Dios[10] , y además fue quien preparó las introducciones particulares, anotaciones y apéndices al primer volumen de la edición bilingüe de la Suma teológica, de Santo Tomás, de la Biblioteca de Autores Cristianos, que incluye todo el tratado De Dios uno. En el Apéndice II expuso detenidamente la doctrina del Aquinate de la ciencia divina (q. 14), la voluntad divina (q. 19), de la providencia (q. 22) y de la predestinación (q. 23). Exposición, que puede considerarse una síntesis muy clara y ordenada de la interpretación de Marín-Sola[11].En el capítulo primero, dedicado a la premoción física, presenta en once proposiciones la doctrina de Santo Tomás de la promoción divina. En la número siete, se ofrece esta tesis tomista general: «Dios es causa universal y primera de todo bien, natural y sobrenatural, que hay en la criatura, y ésta es también causa del mismo, pero causa segunda y subordinada a Dios».En la siguiente, la octava, se precisa que: «La criatura sólo obra como causa primera y no subordinada a Dios en cuanto al mal y al pecado, porque el pecado consiste precisamente en no secundar o no seguir la moción divina, que siempre inclina al bien».Incluso en el pecado, o el «no secundar o no seguir la moción divina», no falta la moción divina, aunque consista en «algo puramente negativo», porque, como se indica en la proposición novena: «Este no secundar o no seguir la moción divina no niega, sino antes bien afirma y supone la

previa moción de Dios, pero moción impedible puesto que inclina hacia un bien que no se logra por culpa de la criatura. Es lo que se llama (…) resistencia a la gracia divina».Concluye que: «La resistencia a la gracia supone y afirma la premoción física; sólo niega que la moción previa de Dios sea siempre irresistiblemente eficaz. Esta resistencia a la gracia supone a un mismo tiempo moción previa de Dios, a la cual se resiste e impedibilidad de esa moción de lo contrario, nunca se la resistiría, de hecho ni sería explicable la existencia del pecado».Admite y asume, por tanto, la tesis de Marín-Sola sobre la premoción física: «moción previa de Dios e impedibilidad e inimpedibilidad de esta moción. La moción previa de Dios puede concebirse como impedible o como inimpedible»[12].Muñiz infiere una importante consecuencia, que presenta como la décima proposición: «Como el hombre es la causa primera del pecado, infiérese de aquí que es el hombre quien se distingue de otro hombre en la línea del mal, haciendo el mal que otro no hace o haciendo más mal que otro».Es el mismo hombre es el que crea las diferencias con los demás en el mal, en algo que, en realidad, no causa, porque es algo negativo o defectivo. En cambio, con las mociones divinas, que nunca le mueven mal: «Dios distingue a un hombre de otro en la línea del bien». En Dios hay verdadera causación, porque: «El bien es algo positivo, que exige eficiencia y causalidad; el mal es privación, que supone defecto de eficiencia y causalidad, pues el mal no tiene causa eficiente, sino deficiente»[13].Según este modo de explicar la premoción divina, si alguien no pone impedimento a la misma, como había escrito Marín Sola: «No hace ni más ni menos que a lo que le mueve Dios. No tiene, pues, nada que no haya recibido de Dios, puesto que no tiene nada sino aquello a que ha sido premovido por Dios».Sin embargo, si hace el mal, este hombre, aún con la

misma moción a obrar bien que antes: «puso impedimento a la moción ora desviándola u obrando mal cuando debía obrar bien, ora paralizándola o no obrando cuando debía obrar sin que para eso necesitase premoción alguna nueva, pues para el mal, para no obrar, para poner impedimento, para hacer menos de a lo que Dios mueve, la criatura es causa primera». En este caso, es el mismo hombre quien se distingue de otro en la línea del mal.Dios es la causa de la distinción en el bien y el hombre se distingue a sí mismo en cuanto al mal, porque puede ser y es la causa primera del mal. Hace entonces menos bien que aquel que le movía Dios con las gracias suficientes.Marín-Sola explicaba esta situación de eficiencia por parte de Dios y de deficiencia, por parte del hombre, con el siguiente ejemplo: «Entre dos objetos, igualmente blancos, se puede introducir la diferencia o el discernimiento en cuanto a la blancura, por dos vías: primera, si uno de ellos aumenta su blancura; segunda; si el otro la pierde o disminuye mientras el primero continua igual, sin tener ni más ni menos blancura que recibió del pintor. En el primer caso, el discernimiento vendría del que aumenta en blancura. Pero, en el segundo, y ese es el caso de que estamos tratando, el discernimiento ha sido introducido por el que la pierde o disminuye. Ahora bien: toda la blancura del bien y del ser viene de Dios, y jamás puede el hombre por sí solo aumentarla sin Dios, ni tener más que la que le dio Dios. Pero puede por sí solo perderla o disminuirla, o tener menos que la que le dio sin Dios, sino hasta contra la voluntad antecedente, pero la voluntad verdadera de Dios»[14].Nota además que: «La conciencia nos dice que muchas veces fuimos infieles a la gracia de Dios, esto es, que no hicimos con ella todo lo que debíamos y podíamos de hecho hacer. Si de hecho no se pudiese hacer con la gracia ni más ni menos que lo que se hace, nunca habría infidelidad a la gracia ni remordimiento de conciencia»[15].En la última proposición, la undécima, advierte Muñiz, que

la concepción de la premoción divina, que ha ofrecido –en la que no se deriva de su necesidad y existencia que: «esa moción previa de Dios haya de ser siempre irresistiblemente eficaz»[16]–, en su aplicación sobrenatural o en el orden de la gracia: «destruye por completo todo germen de semipelagianismo, siempre es Dios el que comienza en la línea del bien y el que lleva a cabo el bien comenzado».El dominico asturiano caracteriza su doctrina como: «de la moción previa de Dios, impedible a veces por la criatura». No dice, como Marín-Sola, que el no poner impedimentos a la gracia suficiente, siempre eficaz, pero frustrable, pueda hacerlo la mera naturaleza sola, movida únicamente por la correspondiente moción divina de orden natural. La aceptación del curso la gracia suficiente general, cuyo comienzo empieza siempre Dios, y que es un bien sobrenatural, es fruto igualmente de esta misma gracia. Por ser eficaz, la gracia incoada perfecciona la libertad de la naturaleza humana, mermada por el pecado, y puede ya no impedir libremente y, por ello, no frustrar esta gracia.Finalmente, indica que: «esta misma moción previa de Dios, concebida como impedible por culpa de la criatura, nos pone a salvo de todo resabio jansenista, el libre albedrío del hombre puede resistir y de hecho resiste muchas veces, a la gracia divina»[17].La enseñanza de la Sagrada EscrituraEl profesor Muñiz ofrece una original síntesis ordenada de los textos del lugar teológico de la Sagrada Escritura, que enriquecen el sistema de Marín-Sola y que lo confirman. Además, la selección corrobora que Muñiz no cayó en la imprecisión de Marín-Sola respecto al poder de la naturaleza humana de no poder impedimentos a la gracia suficiente. Se podría presentar la relación con la siguiente ordenación en ocho tesis[18]:Primera: «Nadie puede resistir a la voluntad de Dios»[19].▪ Jdt 16, 17: «Sírvanle todas tus criaturas, porque dijiste

y fueron hechas, enviaste tu espíritu y fueron criadas, y no hay quien resista tu voz».

▪ Est 14, 9-11: «Señor, Señor, Rey omnipotente, porque en tu poder están todas las cosas y no hay quien pueda resistir a tu voluntad si has resuelto salvar a Israel. Tú hiciste el cielo y la tierra y todo cuanto se contiene en el ámbito del cielo. Tú eres el Señor de todas las cosas y no hay quien resista a tu majestad».

▪ Rom 9, 19: «Pero me dirás: ¿De qué pues se queja? Porque, ¿Quién resiste a su voluntad?».

Segunda: «La voluntad es movida, actuada y guiada por el Espíritu Santo»[20].▪ Lc 2, 27: «Vino (Simeón) movido por el Espíritu al

templo…».▪ Mt 4, 1: «Entonces Jesús fue llevado al desierto por el

Espíritu para ser tentado por el diablo».▪ Mc 1, 12: «Luego el Espíritu le empujó al desierto».▪ Lc 4, 1: «Jesús lleno de Espíritu Santo, se volvió del

Jordán y fue llevado por el Espíritu al desierto».▪ Rom 8, 14: «Porque todos los que son movidos por el

Espíritu de Dios son hijos de Dios».▪ Gal 5, 18: «Si son guiados por el Espíritu, no están

bajo la ley».Tercera: «Dios mueve las voluntades de los hombres y de los pueblos y se vale de ellos como de instrumentos para cumplir sus designios»[21].▪ Is 10, 5-16: «¡Ay de Asur! Él es la vara y el bastón de

mi furor; en su mano está mi indignación. Lo envaré contra una gente pérfida; le mandaré ir contra el pueblo de mi furor, para que lo despoje y saquee; lo ponga para ser pisado como el lodo de las plazas. Pero él no lo pensará así, y su corazón no lo imaginará así; antes su corazón mirará a quebrantar y a exterminar no pocas gentes. Porque dirá: ¿Por ventura mis príncipes no son otros tantos reyes? Por ventura no ha sido Kalnó como Karkemis, y como Apud así Jamat? ¿No ha sido Samaría como

Damasco? Como ocupó mi mano los reinos de los ídolos, así también los simulacros de los de Jerusalén y de Samaria. ¿Por ventura, como hice a Samaría y a sus ídolos, no haré también con Jerusalén y sus obras simulacros? Pues bien, cuando el Señor haya cumplido todas sus obras en el monte Sión y en Jerusalén, indagará sobre el fruto del orgulloso corazón del rey de Azur y sobre la gloria de la altivez de sus ojos. Porque dijo: «Con el esfuerzo de mi mano hice esto, y con mi saber lo alcancé, quité los términos de los pueblos, despojé a sus príncipes y destroné como poderosos a los que estaban en la altura. Ocupó mi mano como un nido la fortaleza de los pueblos y como se recogen los huevos que han sido abandonados, así reuní yo bajo mi poder toda la tierra, y no hubo quien moviese el ala, ni abriese su boca, ni graznase. ¿Acaso se gloriará el hacha contra aquel que la mueve? ¿O se volverá la sierra contra aquel que la mueve? Esto es, como si se levantara la vara contra aquel que la alza, o se alzase el bastón que al cabo es un leño».

Cuarta: «Dios tiene tal poder e influjo sobre la voluntad humana, que puede cambiar y mudar los afectos y sentimientos de ella, como bien le plazca»[22].▪ Ez 11, 19-20: «Les daré un mismo corazón, pondré un

espíritu nuevo en sus entrañas, quitaré de su carne el corazón de piedra y les daré una corazón de carne, para que caminen según mis mandamientos, guarden mis juicios y los cumplan; para que sean mi pueblo y yo sea su Dios».

▪ Ez 36, 24-28: «Yo os sacaré, pues de entre las naciones, os recogeré de todas las tierras y os conduciré a vuestra tierra. Derramaré sobre vosotros agua pura y se purificarán de todas vuestras inmundicias; os limpiaré de todos vuestros ídolos. Os daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo en medio de vosotros, os quitaré el corazón de piedra de

vuestra carne y os daré un corazón de carne. Pondré mi espíritu en vosotros y haré que andéis según mis preceptos y que guardéis y cumpláis mis juicios. Habitaréis en la tierra que di a vuestros padres: seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios».

▪ Prov. 16, 9: «El corazón del hombre ordena su camino; pero del Señor es enderezar sus pasos».

▪ Prov 21, 1: «Como los canales de las aguas, así el corazón del rey en mano del Señor, a cualquier parte que quiera lo inclinará».

Quinta: «Dios causa en la voluntad humana todas las buenas disposiciones, todos los buenos afectos y sentimientos y todas las buenas acciones»[23].▪ Is 26, 12: «Señor, nos darás la paz, porque todas

nuestras obras las has obrado en nosotros».▪ Sal 51, 3-4: «Ten piedad e mí, oh Dios, según tu gran

misericordia; según las muchas muestras de tu clemencia borra mi maldad. Lávame más y más de mi iniquidad y límpiame de mi pecado».

▪ Sal 51, 9-10: «Me rociarás con el hisopo y quedaré limpio, me lavarás y quedaré más blanco que la nieve. A mi oído darás gozo y alegría; se regocijarán mis huesos quebrantados».

▪ Sal 51, 12-14: «Crea en mí, oh Dios, un corazón puro, renueva en mis entrañas un espíritu recto. No me deseches de tu presencia, no quites de mí tu santo espíritu. Devuélveme la alegría de tu salvación, confórtame con un espíritu generoso».

▪ Sal 51, 17: «Señor, abrirás mis labios y mi boca publicará tu alabanza».

▪ Rom 8, 28-30: «Sabemos también que a quienes aman a Dios todas las cosas les sirven para bien; a aquellos que según su decreto son llamados santos. Porque a los que conoció de antemano, también los predestinó para ser hechos conforme a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos; a los que predestinó, también los llamó; a

los que llamó, también los justificó, a los que justificó, también los glorificó».

▪ 1 Cor 12, 6: «Hay diversidad de operaciones, pero uno mismo es el Dios, que obra todo en todos».

▪ Phil 2,13: «Porque Dios es el que obra en vosotros tanto el querer como el obrar según su buena voluntad».

▪ Heb 13, 20-21: «El Dios de la paz, que por la sangre del Testamento eterno resucitó de los muertos al gran Pastor de las ovejas, nuestro Señor Jesucristo, les haga idóneos en todo bien, para que hagan su voluntad, haciendo él en vosotros lo que sea agradable a sus ojos por Jesucristo: al cual, la gloria por siglos de siglos».

Sexta: «Dios nos previene con su auxilio y hace que nos volvamos a Él»[24].▪ Jer 17, 14: «Sáname, Señor, y quedaré sano; sálvame

y seré salvo, porque tu eres mi gloria».▪ Jer 30, 21: «De ellos surgirá su caudillo: su príncipe

saldrá de en medio de ellos. Lo acercaré y estará junto a mí».

▪ Jer 31, 18: «He oído atentamente a Efraím cuando estaba en cautiverio: “Me castigaste y he sido amaestrado como novillo no domado; conviérteme y me convertiré, porque tú eres el Señor, mi Dios».

▪ Lam 5, 21: «Conviértenos, Señor, a ti y nos convertiremos».

▪ Sal 80, 4: «Oh Dios, conviértenos, muéstranos tu rostro y seremos salvos».

▪ Sal 80, 8: «Dios de los ejércitos, conviértenos, muéstranos tu rostro y seremos salvos».

▪ Sal 80, 20: «Señor, Dios de los ejércitos, conviértenos, muéstranos tu rostro y seremos salvos».

▪ Jn 6, 44: «Nadie puede venir a mí si el Padre que me envió no lo trae…».

▪ Jn 15, 16: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros; y os destinado para vayáis

y deis fruto, y vuestro fruto permanezca».Séptima: «Nadie puede distinguirse de otro en el bien por sí mismo; es la gracia de Dios la que hace a uno preferible a otro»[25].▪ 1 Co 4, 6-7: «… nadie, a causa de otro, debe

engreírse contra el otro, fuera de lo que está escrito. Porque, ¿quién te distingue? ¿Qué tiene tú que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué te glorias como si no lo hubieras recibido?»

Octava: «Sin la gracia de Dios nadie puede hacer ningún bien, ni siquiera tener un buen pensamiento; todo lo bueno que hacemos es por la gracia de Dios»[26]. Proposición conclusiva que no permite inferir el bien de no impedir o frustrar la gracia suficiente no sea efecto de esta misma gracia, en su función regeneradora de la voluntad humana libre pero afectada en su libertad por el pecado original y los propios.▪ Jn 15, 5: «… sin mí, no podéis hacer nada».▪ 2 Cor 3, 5: «No que por nosotros mismos seamos

capaces de atribuirnos algo como propio, sino que nuestra capacidad viene de Dios».

▪ 1 Cor 15, 10: «Pero, por la gracia de Dios soy lo que soy; su gracia no ha sido vana en mí. Antes bien he trabajado más que todos ellos; pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo».

La gracia en la espiritualidad cristianaEl profesor Muñiz también confirma su interpretación de la doctrina de la premoción física de Santo Tomás con muchos textos del magisterio solemne de la Iglesia, expresado en los concilios, del magisterio ordinario, incluida la liturgia universal de la Iglesia, y con numerosos pasajes de las obras de San Agustín y San Bernardo[27]. Muchos de ellos ya han sido expuestos en Sapientia Christiana, pero quizá podrían aportarse también textos de la espiritualidad cristiana, que ha manifestado la misma doctrina, vivida por los fieles cristianos.

En la obra considerada como la más conocida de la espiritualidad cristiana, Imitación de Cristo, atribuida a Tomás de Kempis (1379-1471), se lee: «Piensa en tus pecados con gran descontento y tristeza, y nunca te juzgues ser algo por tus buenas obras. En verdad eres pecador, sujeto y enredado en muchas pasiones».A estas palabras del Maestro interior, que invitan al reconocimiento del carácter pecador de cada ser humano, se añade las siguientes, que lo hacen a la virtud de la humildad: «Por ti siempre vas a la nada; pronto caes, pronto eres vencido, presto te turbas, y presto desfalleces. Nada tienes de que puedas alabarte; pero mucho de que humillarte; porque eres más flaco de lo que puedes pensar»[28].. Como consecuencia, se dice sobre las buenas obras, que hace el hombre pecador: «Por eso, no te parezca gran cosa, alguna de cuantas haces. Nada tengas por grande, nada por precioso y admirable; nada estimes por digno de reputación, nada»[29]., Por su naturaleza, que además está herida por el pecado, el alma responde más adelante: « ¿Hablaré a mi Señor, siendo yo polvo y ceniza? Si por más me reputare, Tú estás contra mí, y mis maldades dan verdadero testimonio que no puedo contradecir. Mas si me humillare y anonadare, y dejare toda propia estimación, y me volviere polvo como lo soy, será favorable para mí tu gracia».La única solución está en la gracia de Dios. Con la humildad, del reconocimiento de la verdadera actuación humana, confiesa el alma: «Allí me haces conocer a mí mismo lo que soy, lo que fui y en lo que he parado; porque soy nada y no lo conocí. Abandonado a mis fuerzas, soy nada y todo flaqueza; pero al punto que Tú me miras, luego me hago fuerte, y me lleno de gozo nuevo»[30].La gracia es imprescindible en todos los momentos de una obra buena, agradable a Dios, desde el inicio hasta el final. « ¡Oh, cuán necesaria me es, Señor, tu gracia, para comenzar el bien, continuarlo y perfeccionarlo! Porque sin

ella ninguna cosa puedo hacer; pero en Ti todo lo puedo, confortado con la gracia».El bien, limitado e imperfecto, que puede hacer el hombre pecador, porque el pecado no le ha corrompido totalmente, delante de Dios es nada. «Oh gracia verdaderamente celestial, sin la cual nada son los merecimientos propios, ni se han de estimar en algo los dones naturales! Ni las artes, ni las riquezas, ni la hermosura, ni el ingenio o la elocuencia valen delante de Ti, Señor, sin tu gracia. Porque los dones naturales son comunes a buenos, y a malos; más la gracia y la caridad es don propio de los escogidos, y con ella se hacen dignos de la vida eterna»[31].Ante la nulidad de todo lo demás, el alma debe pedir la gracia divina. «Suplícote, Señor, que halle gracia en tus ojos, pues me basta, aunque me falte todo lo que la naturaleza desea. Si fuere tentado y atormentado de muchas tribulaciones, no temeré los males, estando tu gracia conmigo. Ella es fortaleza, ella me da consejo y favor. Mucha más poderosa es que todos los enemigos, y mucho más sabia que todos los sabios»[32].También la nada e incapacidad propia lleva a la petición de la gracia. « ¿Qué soy yo sin la gracia, sino un madero seco, y un tronco inútil y desechado? Asísteme, pues, Señor, tu gracia para estar siempre atento a emprender, continuar y perfeccionar buenas obras, por tu Hijo Jesucristo. Amén»[33].Como consecuencia, hay que seguir la siguiente máxima: «no te apropies a ti alguna cosa buena, ni atribuyas a algún hombre la virtud, sino refiérelo todo a Dios, sin el cual nada tiene el hombre»[34].Se vence así la vanidad, el orgullo y la soberbia. También: «Si la gracia celestial y la caridad verdadera entraren en el alma, no habrá envidia alguna ni quebranto de corazón, ni te ocupará el amor propio. La caridad divina lo vence todo, y dilata todas las fuerzas del alma. Si bien lo entiendes, en Mí solo te has de alegrar, y en Mí solo has de esperar; porque ninguno es bueno sino sólo Dios, el cual es de

alabar sobre todas las cosas, y debe ser bendito en todas ellas».La misma doctrina sobre la gracia de encuentra en otra obra completamente distinta, Tratado del amor a Dios, de San Francisco de Sales (1567-1622). Escribe, en este libro tan conocido: «La gracia es tan amable y se apodera tan graciosamente de nuestros corazones, para atraerlos que, en nada, daña la libertad de nuestra voluntad; toca tan eficazmente, y, al mismo tiempo, tan delicadamente, los resortes de nuestro espíritu, que nuestro libre albedrío no siente ninguna violencia».Podría decirse que la gracia actúa «suaviter» y «fortiter». No es percibida directamente pero es eficiente. «La gracia tiene fuerzas, más no para violentar, sino para atraer nuestro corazón; posee una santa violencia, más no para violentar nuestra libertad sino para hacerla suavemente amorosa; la gracia obra enérgicamente, pero con tanta dulzura, que nuestra voluntad no se siente oprimida, bajo su poderosa acción; nos impulsa, pero no cohíbe nuestra soltura, de suerte que, en medio de su fuerte acción, podemos consentir o resistir a sus movimientos o resistir a sus movimientos, según nos plazca».Bajo la acción de la gracia siempre se mantiene la libertad. Añade seguidamente , por ello, el santo obispo de Ginebra, que: “Es tan admirable, como verdadero que, cuando nuestra voluntad sigue el atractivo de la gracia y consiente en la noción divina, la sigue tan libremente, como libremente la resiste, cuando resiste; a pesar de que el consentir a la gracia depende mucho más de la gracia que de la voluntad y la resistencia depende sólo de esta. Tan amable es la mano de Dios en el manejo de nuestro corazón y tanta es su destreza en comunicarnos su fuerza, sin privarnos de la libertad, y en darnos su poderoso impulso, sin impedir el de nuestro querer, que, en lo que atañe al bien, así como su potencia nos da suavemente el poder, de la misma manera su suavidad nos conserva poderosamente la libertad del querer»[35].

Eudaldo Forment

Notas[1] Michael D. Torre, God’s Permission of Sin: Negative or Conditioned Decrre?. A Defense of the Doctrine of Francisco Marín-Sola, O.P., based on the Principles of Thomas Aqinas, Studia Friburgensia, nº 107, Fribourg, Academic Press Fribour, Editions Saint-Paul Fribourge Suisse, 2009, pp.196 y ss.[2] Véase: R. GARRIGOU-LAGRANGE, Principia thomismi cum novissimo congruismo comparata seu thomismi renovatio an eversio?, Grottaferrata Scuola tipp. Italo-Orientale S. Nilo, 1926), 59 pp. Ø De methodo Sancti Thomae, Schola Typographica «Pio X» (Romae 1928).[3] FRANCISCO MARÍN-SOLA, «Respuesta a algunas objeciones acerca del sistema tomista sobre la moción divina», en La Ciencia Tomista (Salamanca), 97 (1926), pp. 5-74; e IDEM, «Nuevas observaciones acerca del sistema tomista sobre la moción divina», en La Ciencia Tomista (Salamanca), 99 (1926), pp. 321-397.[4] MATEO FEBRER, Libertad humana y previsión divina, Barcelona, Instituto de Teología y humanismo, 1992.[5] MICHAEL D. TORRE, Do not resist the spirit’s call. Francisco Marín-Sola on Sufficient Grace, Washington, DC, The Catholic University of America Press, 2013.[6] Francisco Marín-Sola, «Nuevas observaciones acerca del sistema tomista sobre la moción divina», op. cit., p. 366.[7] IDEM, «El sistema tomista sobre la moción divina», en «La Ciencia Tomista» (Salamanca), 94 (1925), pp. 5-54, pp. 20-21.[8] IDEM,«Nuevas observaciones acerca del sistema tomista sobre la moción divina», op. cit., p. 366.[9] Francisco P. Muñiz, El constitutivo formal de la persona creada en la tradición tomista, Salamanca, San Esteban, 1945.

[10] IDEM, «La “quarta via” de Santo Tomás para demostrar la existencia de Dios», en «La Ciencia Tomista» (salamanca). 69 (1945), pp. 5-89; y 70 (1946) pp. 201-293.[11] IDEM, Apéndice II, en SANTO TOMÁS, Suma Teológica, edición bilingüe, Madrid, BAC, 1947. pp. 869-929.[12] Ibíd., p. 889.[13] Ibíd., p. 890.[14] FRANCISCO MARÍN-SOLA, «Respuesta a algunas objeciones acerca del sistema tomista sobre la moción divina», op. cit., p. 61.[15] Ibíd., 61, nota.[16] FRANCISCO P. MUÑIZ, Apendice II, op.cit., p. 889.[17] Ibíd., p. 890.[18] Las traducciones de los textos bíblicos no son las que presenta Francisco P. Muñiz, sino las de la Vulgata, texto bíblico oficial de la Iglesia, según la primera traducción española, publicada en Valencia en 1790-1793 y según los cambios de la denominada Neo Vulgata, aprobada por Juan Pablo II, y que cambia sólo los nombres de algunos libros y la posición de algunos versículos (Valencia, Edicep, 1994).[19] Ibíd., p. 881.[20] Ibíd., p. 880.[21] Ibíd., p. 879.[22] Ibíd., p. 878.[23] Ibíd., p. 880.[24] Ibíd., p. 879[25] Ibíd., p. 881.[26] Ibíd., p. 880.[27] Ibíd., pp. 881-890.[28] Tomás de Kempis, Imitación de Cristo, III, 3.[29] Ibíd., III, 4.[30] Ibíd., III, 8, 1.[31] Ibíd., III, 55, 4[32] Ibíd., III, 55, 5.[33] Ibíd., III, 55, 6.

[34] Ibíd., III, 9, 2.[35] SAN FRANCISCO DE SALES, Tratado del amor a Dios, III, 12.

XXII. El libre albedríoEudaldo Forment, el 4.08.15 a las 2:28 PM

La esencia de la libertad.Si, como escribió Marcelino Ocaña, la concepción del libre albedrío en la doctrina de Molina es «el eje de todo el sistema»[1], algo parecido podría decirse del bañecianismo, o explicitación de la doctrina de Santo Tomás. En realidad, como ha notado Miguel Castillejo: «Una de las claves hermenéuticas que da unidad al vasto y denso mundo de la historia del pensamiento, es, sin lugar a dudas, el concepto de libertad»[2]. Parece, por ello, conveniente, para una mejor comprensión de la doctrina de la gracia en Santo Tomás, examinar la de la libertad.Todos los filósofos tomistas afirman que en el hombre hay libre albedrío o libertad. El libre albedrío significa la libertad en cuanto es la propiedad singular de la voluntad de ser la causante de sus propios actos y, por tanto, responsable de los mismos. Por ella, cada hombre ejerce el dominio de sus obras, dispone de sí mismo, se auto posee por su voluntad o se autodetermina. Decía Aristóteles que «libre es lo que es causa de sí»[3].

Más concretamente hay que decir que el libre albedrío es el poder arraigado en la razón y más inmediatamente en la voluntad, de hacer o de no hacer, de hacer una cosa u otra. Así lo define el Catecismo de la Iglesia: «La libertad es el

poder, radicado en la razón y en la voluntad, de obrar o no obrar, de hacer esto o aquello, de ejecutar así por sí mismo acciones deliberadas»[4].

La libertad o libre albedrío se puede definir de manera más sintética como querer un bien elegido. En esta definición se significa que intervienen en ella tres elementos: un principio intrínseco, la voluntad; un fin, el bien propio; y un acto, laelección.El último elemento, la elección, consiste en el modo de posibilidad de la voluntad o, más concretamente, la actualización de su potencialidad. La elección implica que en la voluntad hay potencialidad o posibilidad y, por ello, la elección es un elemento esencial del libre albedrío.Si en todos los actos del libre albedrío hay elección, no en todos los actos de la voluntad debe elegirse. Con relación al fin último, el bien y, con él, la verdad –que es bien del entendimiento– y cuya posesión se identifica con la felicidad, en la voluntad no hay elección. El fin último no se elige, porque la voluntad lo quiere de un modonaturaly necesario. Por su misma naturaleza, tiende necesariamente al bien. «La voluntad puede inclinarse a cosas opuestas, en cuanto a las cosas que son para el fin, pero respecto del fin último se dirige a él por necesidad natural, como lo evidencia el hecho de que el hombre no puede dejar de querer ser feliz»[5].Con relación al último fin, la voluntad elige los medios para conseguirlo. «La elección difiere de la voluntad en que ésta tiene por objeto, hablando propiamente el fin, mientras que le elección versa sobre los medios»[6].No afecta a la libertad, la no elección del fin último, porque la tendencia irrenunciable, aunque no sea electiva, al fin, o bien último, es la que permite la elección de lo medios para llegar a él. «El fin último de ningún modo puede ser objeto de elección»[7]. Son objeto de elección los medios. Por ello: «La elección no siendo del fin, sino de los medios, no puede hacerse sobre el bien perfecto o la felicidad, sino

sobre los bienes particulares. Por consiguiente, el hombre elige libremente y no por necesidad»[8].La determinación al bienMuchas veces se ignora u olvida esta tendencia natural y necesaria al bien último, a la felicidad. Es cierto, como se advierte en la instrucción Libertatis conscientia, de 1986, que: «La respuesta espontánea a la pregunta “¿qué es ser libre?” es la siguiente: es libre quien puede hacer únicamente lo que quiere sin ser impedido por ninguna coacción exterior, y que goza por tanto de una plena independencia. Lo contrario de la libertad sería así la dependencia de nuestra voluntad ante una voluntad ajena».La coacción externa es contraria a la libertad, pero hay una obligación interna, que proviene de la misma naturaleza humana. Se puede preguntar: «el hombre ¿sabe siempre lo que quiere? ¿Puede todo lo que quiere? Limitarse al propio yo y prescindir de la voluntad de otro, ¿es conforme a la naturaleza del hombre? A menudo la voluntad del momento no es la voluntad real. Y en el mismo hombre pueden existir decisiones contradictorias. Pero el hombre se topa sobre todo con los límites de su propia naturaleza: quiere más de lo que puede. Así el obstáculo que se opone a su voluntad no siempre viene de fuera, sino de los límites de su ser. Por esto, so pena de destruirse, el hombre debe aprender a que la voluntad concuerde con su naturaleza»[9].La adecuación de la voluntad a la naturaleza humana lleva también la referencia a las otras voluntades, porque: «cada hombre está orientado hacia los demás hombres y necesita de su compañía. Aprenderá el recto uso de su decisión si aprende a concordar su voluntad a la de los demás, en vistas de un verdadero bien. Es pues la armonía con las exigencias de la naturaleza humana lo que hace que la voluntad sea auténticamente humana»[10].Las inclinaciones naturales, no desviadas o modificadas por el hombre, son un bien para él, son un bien humano y sentidas como un deber. Aquello a lo que el hombre se

siente inclinado por naturaleza se concibe con un bien y como un deber. Afirma Santo Tomás:«Todas las cosas hacia las que el hombre siente inclinación natural son aprehendidas naturalmente como buenas y, por consiguiente, como necesariamente practicables; y sus contrarias, como malas y vitandas»[11].Por su naturaleza racional el hombre tiene «la tendencia natural a vivir en sociedad»[12]. Tal como se infiere en la Instrucción: «Esto exige el criterio de la verdad y una justa relación con la voluntad ajena. Verdad y justicia constituyen así la medida de la verdadera libertad. Apartándose de este fundamento, el hombre, pretendiendo ser como Dios, cae en la mentira y, en lugar de realizarse, se destruye».En la modernidad, a veces se ha concebido al sujeto de la libertad: «como un individuo autosuficiente que busca la satisfacción de su interés propio en el goce de los bienes terrenales»[13]. Sin embargo: «Lejos de perfeccionarse en una total autarquía del yo y en la ausencia de relaciones, la libertad existe verdaderamente sólo cuando los lazos recíprocos, regulados por la verdad y la justicia, unen a las personas»[14].La Instrucción recuerda que «La libertad no es la libertad de hacer cualquier cosa, sino que es libertad para el Bien, en el cual solamente reside la Felicidad. De este modo el Bien es su objetivo»[15].La elección del fin últimoTambién el querer de modo natural y necesario el fin último permite otra elección más radical y anterior a la de los medios Esta primera elección de la voluntad consiste en la determinación o precisión del fin o bien último. La voluntad quiere de modo electivo la concreción o particularización del fin supremo, al que se tiende ya natural y necesariamente en su modo abstracto o general.Explica Santo Tomás que: «El fin último puede considerarse de dos modos; uno, refiriéndose a lo esencial del fin último, y otro, a aquello en lo que se encuentra este fin. En cuanto a la noción abstracta de fin último, todos

concuerdan en desearlo, porque todos desean alcanzar su propia perfección y esto es lo esencial del fin último. Pero respecto a la realidad en que se encuentra el fin último no coinciden todos los hombres, pues unos desean riquezas como bien perfecto, otros desean los placeres y otros cualquier otras cosas»[16].En la previa determinación necesaria al bien en general, la carencia de elección no elimina la libertad, sino que, por consiguiente, es su primer constitutivo. «La necesidad natural no es contraria a la voluntad. Por el contrario, es necesario que, así como el entendimiento asiente por necesidad a los primeros principios, así también es necesario que la voluntad se adhiera al fin último, que es la bienaventuranza; pues, como se dice en la Física de Aristóteles (II, 9, 3) el fin es, en el orden práctico, lo que son los principios en el orden especulativo»[17].Además de este primer y básico querer natural y necesario del bien, que proporcionará la felicidad, en el que no hay elección, hay un segundo constitutivo esencial de la libertad humana. Este otro constitutivo es un querer racional y no necesario, o electivo, de la concreción del bien en general y de los medios que llevan a él.El segundo querer, electivo de la fijación o delimitación del fin y de los correspondientes medios, es racional, porque tiene su raíz en la razón, que permite conocerlos para que la voluntad pueda elegirlos. Es, por tanto, un querer racional y electivo.Entre los dos constitutivos esenciales de la libertad, el querer natural y necesario del bien en general y el querer racional y electivo el bien concreto, se advierten dos diferencias. La primera está en los modos opuestos de querer. La voluntad del fin último por sí mismo, de modo natural y necesario, es un querer el bien sin elección. La voluntad del fin último concreto y de los medios es un querer racional y electivo. Es un querer, por tanto, siempre con elección.La segunda diferencia ente los constitutivos opuestos de la

voluntad es que la voluntad del fin último por si mismo, de modo natural y necesario, se refiere al primero y al segundo de los tres elementos que operan en la libertad, el acto de la voluntad y el fin o bien. En cambio, la voluntad del fin delimitado y de los medios de modo racional y electivo, se refiere al último, al acto electivo de los medios.La voluntad natural y la voluntad racionalComo los movimientos, con los que se tiende en ambos constitutivos, no son iguales, su diferencia permite establecer una doble consideración en la voluntad: en cuanto naturaleza y en cuanto voluntad. A la primera se le denomina la voluntad como naturaleza y a la segunda voluntad como razón. El nombre de voluntad natural y voluntad racional obedece a que en la primera tendencia interviene sólo la voluntad. La voluntad como naturaleza es simple voluntad. En la segunda interviene también la razón para concebir, examinar y deliberar. La voluntad como razón es así una voluntad consultiva.No hay, sin embargo,dos voluntades: la voluntad natural y la voluntad racional,. Las dos voluntades no son dos potencias distintas, sino dos tipos de actos, que siguen a dos diferentes conocimientos, natural o adquirido.Hay así dos tipos distintos de movimientos tendenciales en la misma voluntad.El primero es la tendencia al fin, ya sea general o concreto, al que tiende absolutamente la voluntad por la bondad que encierra en sí mismo. El segundo es la tendencia a los medios, relacionados con el fin concreto, al que tiende la voluntad de una manera condicionada, en cuanto son buenos para alcanzar dicho fin.La distinción de simple voluntad o voluntad como naturaleza, y la voluntad consultiva o voluntad como razón no se corresponde con la distinción entre querer el fin y querer los medios,porque, aunque la tendencia a la felicidad abstracta, o, en sentido objetivo al fin último en general, no es elegible por la libertad, y es propia, por tanto, del querer de la simple voluntad, en cambio, si es

elegible la determinación concreta de esta finalidad última y, con ello, la de la felicidad que proporciona. El querer el fin concreto es, por consiguiente, un acto de la voluntad racional.La distinción entre la de voluntad como naturaleza y voluntad como razón, por consiguiente,se corresponde exactamente a la que hay entre el querer necesario y el querer electivo de la voluntad.La elección entre el bien y el malEn el querer electivo del fin concreto y de los correspondientes medios, sin embargo, no se logra ineluctablemente satisfacer la tendencia del querer necesario del bien y la felicidad. La razón es porqueno siempre se consigue. El hombre, tanto en la elección del fin último concreto, que, sin estar fijado, ya se desea por una tendencia natural y necesaria de una manera universal, como en la elección de los medios que llevan al bien supremo determinado, tiene la posibilidad de hacer una mala elección, de elegir el mal.La elección entre el bien y el mal, que se da en el libre albedrío humano, revela la dignidad de esta propiedad de su voluntad. En la encíclica del magisterio pontificio moderno dedicada a la libertad humana, León XIII, comenzaba indicando que: «La libertad, don excelente de la Naturaleza, propio y exclusivo de los seres racionales, confiere al hombre la dignidad de estar en manos de su albedrío (Cf. Eclo 15,14) y de ser dueño de sus acciones».Añadía, el Papa en esta encíclica –que promulgó pocos años después de la famosa, Aeternis Patris, que tenía por objeto restaurar la filosofía de Santo Tomás–, que, no obstante: «Lo más importante en esta dignidad es el modo de su ejercicio, porque del uso de la libertad nacen los mayores bienes y los mayores males. Sin duda alguna, el hombre puede obedecer a la razón, practicar el bien moral, tender por el camino recto a su último fin. Pero el hombre puede también seguir una dirección totalmente contraria y, yendo tras el espejismo de unas ilusorias apariencias,

perturbar el orden debido y correr a su perdición voluntaria»[18].La libertad humana no consiste esencialmente, sin embargo, en elegir entre el bien y el mal, aunquepuede decirse, que en la libertad humana se elige entre el bien y el mal. No obstante, cuando el hombre hace el mal, no obra, en sentido propio, con libertad.La posibilidad de elegir el mal no es auténtica libertad. Si se eligen los medios adecuados, que conducen a su fin concreto idóneo, que ha sido también elegido, se actúa propiamente con libertad, porque el resultado es un bien para el sujeto de la libertad. En cambio, si no elige el verdadero fin último concreto, o toman unos medios inadecuados, se pierde en realidad la libertad, porque no se obtiene un bien.Al no conseguirse un bien, en la mala elección, se pierde libertad.Como todas las elecciones tienen como finalidad el bien, puede decirse que cuando se elige el mal, por perjudicar siempre a su autor, este mal quita libertad.Con el mal no se pierde totalmente la libertad, pero queda afectada la integridad de la libertad. El mal no remueve de la libertad su primer elemento, su voluntad del bien, ni tampoco el segundo, la elección. Si, en cambio, el tercer elemento de la libertad, el fin, que es el verdadero bien. Con el mal, queda modificada la finalidad esencial de la libertad, el bien propio, y, con ello, ya no hay auténtica libertad.La elección que otorga la posibilidad del bien y del mal no constituye, por tanto, esencialmente a la libertad en sí misma. Declara, por ello, Santo Tomás: «Querer el mal no es libertad, ni parte de la libertad, sino un cierto signo de ella»[19].El libre albedrío humanoEn la libertad humana, siempre hay elección entre lo bueno y lo malo, porque no es un fin en sí misma, sino un instrumento o medio para alcanzar el fin último y puede ser o no adecuado para ello. Como se indica en el nuevo

Catecismo: «Hasta que no llega a encontrarse definitivamente con su bien último que es Dios, la libertad implica la posibilidad de elegir entre el bien y el mal, y por tanto, de crecer en perfección o de flaquear y pecar. La libertad caracteriza los actos propiamente humanos. Se convierte en fuente de alabanza o de reproche, de mérito o de demérito»[20].La libertad humana implica siempre la elección entre el bien y el mal. El hombre no tiene nunca una libertad de indiferencia ante el bien y el mal. La voluntad quiere necesariamente el bien y debe elegirlo invariablemente en todos sus actos.Siempre el hombre quiere el bien, porque incluso cuando elige el mal, busca el bien. Por ello: «Los que pecan se apartan de Aquel en quien está de verdad su último fin, pero no de la intención misma del fin último, al cual buscan, equivocadamente, en otras cosas»[21]. En la mala elección, el mal es visto como un bien, aunque sólo sea aparente o parcial, por los bienes que le acompañan.La libertad propia de de la naturaleza del hombre implica siempre la posibilidad del bien y del mal, porque la elección es un elemento esencial de la libertad. El hombre debe elegir siempre entre su fin último concreto y sus medios, y en estas elecciones puede elegir mal.En el hombre, su grado de libertad implica la posibilidad de elegir entre el bien y el mal y, por tanto, de crecer en perfección o de perderla. De manera que, como tambiénse lee en el Catecismo: «En la medida en que el hombre hace más el bien, se va haciendo también más libre. No hay verdadera libertad sino en el servicio del bien y de la justicia. La elección de la desobediencia y del mal es un abuso de la libertad y conduce a la “esclavitud” del pecado” (cf. Rm 6, 17)»[22].Con respecto a la concreción del fin último y a los medios para conseguirlo siempre, por la elección, tiene la posibilidad del mal. «La libertad del hombre es finita y falible»[23], porque es creada. Todo en el hombre es

criatura. Debe afirmarse, como se recuerda en la instrucción Libertatis conscientia, que: «El hombre no tiene su origen en su propia acción individual o colectiva, sino en el don de Dios que lo ha creado. Ésta es la primera confesión de nuestra fe, que viene a confirmar las más altas intuiciones del pensamiento humano».La libertad del hombre es creada y, por ello, cumple en un cierto grado lo que es en sí misma la libertad, que la realiza totalmente, o lo que es lo mismo: «La libertad del hombre es una libertad participada. Su capacidad de realizarse no se suprime de ningún modo por su dependencia de Dios. Justamente, es propio del ateísmo creer en una oposición irreductible entre la causalidad de una libertad divina y la de la libertad del hombre, como si la afirmación de Dios significase la negación del hombre, o como si su intervención en la historia hiciera vanas las iniciativas de éste. En realidad, la libertad humana toma su sentido y consistencia de Dios y por su relación con Él»[24].El libre albedrío divinoSi en sí mismo «el libre albedrío es una facultad de la razón y de la voluntad por la que se elige el bien y el mal»[25], no se podrá entonces atribuir a Dios. La elección del bien y del mal se da en la libertad humana, no en Dios, que no debe alcanzar ni elegir el último fin. «La voluntad divina tiene una relación necesaria con su bondad, como nuestra voluntad quiere por necesidad el bien»[26]. Sin embargo, aunque, en Dios, no hay elección del bien último, porque ya posee su fin último,sino necesidad en su quererlo concretamente, hay libertad.No obstante, no se llamará libertad a un querer divino sin elección y, por ello, siempre necesario, porque la elección pertenece también a la libertad divina. Una elección que implique la posibilidad del mal, de no elegir adecuadamente los medios o el fin supremo o felicidad, ciertamente no es la propia de Dios. No obstante, si se remueve este tipo de elección, que conlleva la potencialidad y la posibilidad de querer el mal –que es una limitación–, hay que decir que

Dios elige y, por ello, es verdaderamente libre. «Dios quiere necesariamente su bondad, pero no así las otras cosas, respecto a lo que no quiere por necesidad tiene libre albedrío»[27].Dios quiere de modo necesario su bondad, que es su fin último concreto, pero a las otras cosas, que ya no guardan relación a su propio fin tiene libertad electiva, o no necesaria. «Se predica el libre albedrío respecto de lo que uno quiere sin necesidad y espontáneamente. En nosotros, por ejemplo, hay libre albedrío respecto de correr o pasear. Dios quiere sin necesidad los seres distintos de Él, por ello a Dios le compete tener libre albedrío[28].De la misma manera que en nosotros, si mentalmente desvinculamos ciertos actos de su relación con del fin último –al que estamos obligados siempre a dirigirnos, en todas nuestras acciones–, como, por ejemplo, el pasear o correr, que supondrían una elección entre bienes indiferentes al último fin, Dios quiere sin necesidad a los seres distintos de Él, y, por ello, a Dios le compete tener libertad.En Dios hay, por consiguiente, elección. Removida la potencialidad, Dios elige en aquellos actos que no guardan relación con respecto a su propio fin último, como la creación y la providencia divina. Dios, por tanto, elige entre: «Cosas opuestas, en cuanto puede querer que una cosa sea o no sea, igual que nosotros, sin pecar, podemos querer o no querer estar sentados»[29].Asumiendo la explicación del Aquinate, se explica en la encíclica Libertas que: «Así como la posibilidad de errar y el error de hecho es un defecto que arguye un entendimiento imperfecto, así también adherirse a un bien engañoso y fingido, aun siendo indicio de libre albedrío, como la enfermedad es señal de la vida, constituye, sin embargo, un defecto de la libertad (…). Ésta es la causa de que Dios, infinitamente perfecto, y que por ser sumamente inteligente y bondad por esencia, es sumamente libre, no pueda en modo alguno querer el mal moral; como tampoco

pueden quererlo los bienaventurados del cielo, a causa de la contemplación del bien supremo. Ésta era la objeción que sabiamente ponían San Agustín y otros autores contra los pelagianos. Si la posibilidad de apartarse del bien perteneciera a la esencia y a la perfección de la libertad, entonces Dios, Jesucristo, los ángeles y los bienaventurados, todos los cuales carecen de ese poder, o no serían libres o, al menos, no lo serían con la misma perfección que el hombre en estado de prueba e imperfección»[30].Se indica además que: «El Doctor Angélico se ha ocupado con frecuencia de esta cuestión, y de sus exposiciones se puede concluir que la posibilidad de pecar no es una libertad, sino una esclavitud».Se cita a continuación la siguiente argumentación de Santo Tomás: «Sobre las palabras de Cristo, nuestro Señor, el que comete pecado es siervo del pecado (Jn 8, 34), escribe con agudeza: “Todo ser es lo que le conviene ser por su propia naturaleza. Por consiguiente, cuando es movido por un agente exterior, no obra por su propia naturaleza, sino por un impulso ajeno, lo cual es propio de un esclavo. Ahora bien: el hombre, por su propia naturaleza, es un ser racional. Por tanto, cuando obra según la razón, actúa en virtud de un impulso propio y de acuerdo con su naturaleza, en lo cual consiste precisamente la libertad; pero cuando peca, obra al margen de la razón, y actúa entonces lo mismo que si fuese movido por otro y estuviese sometido al dominio ajeno; y por esto, el que comete el pecado es siervo del pecado” (In Ioannem 8 lect.4 n.3)».Comenta finalmente: «Es lo que había visto con bastante claridad la filosofía antigua, especialmente los que enseñaban que sólo el sabio era libre, entendiendo por sabio, como es sabido, aquel que había aprendido a vivir según la naturaleza, es decir, de acuerdo con la moral y la virtud»[31].La elección, independiente de relación con el fin último, no se da en el hombre. La comparación con la elección de la

voluntad humana ante los actos indiferentes en sí mismos al fin último del hombre, como el elegir el estar de pie o sentado, no es del todo adecuada, porque no están desligados completamente del último fin humano.Se explica que ningún acto humano sea independiente absolutamente del fin último, porquelos actos citados, como el correr, pasear, estar de pie o sentado, de manera inmediata son indiferentes al último fin, pero no son, para el hombre, absolutamente indiferentes desde la perspectiva moral, desde la elección entre el bien y el mal, porque, en este caso, la finalidad la imprime su sujeto y está pueda ser buena o mala, según esté o no en consonancia con el último fin.Así, el querer o no querer estar sentado será bueno o malo, según la finalidad, por ejemplo, para descansar o para no cumplir una obligación. En Dios la elección es entre bienes, que no guardan relación con el último fin.Necesidad y libertadLa elección, o el acto del libre albedrío, es tan esencial en el sujeto libre, que, según Santo Tomás, la tiene Cristo y también la poseen los bienaventurados, aunque ya no elijan entre el bien y el mal, sino entre bienes, independientes del último fin. A la pregunta de sí Cristo gozó de libre albedrío, no pudiendo, no obstante, no pecar, contesta: «Aunque la voluntad de Cristo está determinada al bien, no lo está, sin embargo, a este bien en concreto. Por tanto, Cristo, como los bienaventurados, podía elegir por su libre albedrío, ya confirmado en el bien»[32].Debe advertirse, sin embargo, que al igual que en la libertad del hombre hay necesidad, porque quiere de manera natural y necesaria su fin último, el bien o la felicidad, en la libertad divina también se encuentra la necesidad. La necesidad, tanto la humana como la divina, no se opone a la libertad.En el hombre: «La necesidad natural según la cual se dice que la voluntad quiere algo necesariamente, como por ejemplo la felicidad, no se opone a la libertad de la

voluntad, según enseña San Agustín (La ciudad de Dios, 5, c. 10)»[33].En este lugar citado, San Agustín distingue entre dos nociones de necesidad. La primera es externa. Sobre ella indica que: «Si hemos de llamar necesidad, con relación a nosotros, a aquella fuerza que no está en nuestra mano, sino que, aunque no queramos, ella obra lo que está en su poder, como es la necesidad de la muerte, es evidente que nuestra voluntad, causa de nuestro buen o mal vivir, no está sometida a tal necesidad. En efecto, muchas cosas hacemos que, si no quisiéramos, no las haríamos. Y en primer lugar el querer mismo: si queremos, existe; si no queremos, deja de existir: porque no vamos a querer si no queremos».La segunda es interna, porque: «si definimos la necesidad como aquello que nos hace decir: “Es necesario que esto sea o suceda así”, no veo por qué la hemos de temer como si nos privase de nuestra libertad. De hecho, no sometemos bajo necesidad alguna la vida y la presciencia de Dios cuando decimos que es necesario que Dios viva siempre y lo sepa todo. Tampoco queda disminuido su poder cuando afirmamos que no puede morir o equivocarse. Cierto que no lo puede, pero si lo pudiera, su poder sería, naturalmente, más reducido. Así que muy bien está que llamemos omnipotente a quien no puede morir ni equivocarse. La omnipotencia se muestra en hacer lo que se quiere, no en sufrir lo que no se quiere. Si esto tuviera lugar, jamás sería omnipotente. De ahí que algunas cosas no le son posibles, precisamente por ser omnipotente»[34].Si la acción de Dios fuese defectuosa repugnaría a su omnipotencia[35] y, por tanto, es necesario que sea perfecta. Añade San Agustín que: «Esto mismo sucede al decir que es necesario, cuando queremos, querer con libre albedrío. Decimos una gran verdad, y no por ello sometemos al mismo libre albedrío a la necesidad que priva de la libertad. Ahí están nuestras voluntades; son ellas mismas quienes hacen lo que hacemos queriendo. Y

no lo harían si no quisiéramos»[36].El que se siga la propia naturaleza y una naturaleza libre, observa Santo Tomás, no quita la libertad. «La libertad de la voluntad se opone a la violencia o coacción; pero la violencia o coacción no consiste en que algo se mueva de acuerdo a su naturaleza, sino más bien en que este movimiento sea impedido, como por ejemplo cuando se evita que algo pesado descienda. Así, la voluntad desea libremente la felicidad, aunque necesariamente la desee».En este sentido: «También Dios con su voluntad se ama libremente a sí mismo, aunque se ame a sí mismo necesariamente. Y es necesario que en tanto se ame a sí mismo en cuanto es bueno y que en tanto se entienda en cuanto es verdad». Es necesario que por ser bueno infinitamente se ame infinitamente, al igual que se entiende a sí mismo por ser verdad infinita, que se identifica con su entender infinito y ello libremente»Puede decirse, por ello, concluye el Aquinate que: «El Espíritu Santo procede libremente del Padre, pero no de una forma posibilista, sino necesaria. Tampoco fue posible que procediera siendo inferior al Padre, antes fue necesario que fuera igual al Padre, como el Hijo que es el Verbo del Padre»[37]Como indica Francisco Canals, al comentar este pasaje, sobre «la inclinación natural al bien en sí mismo», que se da únicamente en Dios y que se puede llamar «superlibertad», para distinguirla de la elección de bienes contingentes, como ocurre en los actos divinos de creación y gobierno del mundo, que: «Por ser Dios esencialmente Amor y bondad difusiva, es la suma liberalidad de Dios aquella por la cual Del Padre procede el Espíritu Santo (que en la Escritura y en la profesión de fe invocamos como “El Procedente del Padre”) y que en modo alguno queda disminuida en su perfección como si la espiración fuese un acto contingente o si lo que por ella procede fuese una mera creatura. La eterna procesión del Espíritu Santo pertenece constitutiva y necesariamente a la vida divina y

el Espíritu es, como el Padre y el Hijo en unidad esencial y trinidad de hipóstasis, un Único Dios viviente e infinitamente perfecto»[38].Eudaldo Forment

Notas[1] MARCELINO OCAÑA GARCÍA, Molinismo y libertad, Córdoba, Publicaciones Obra Social y Cultural Caja Sur, 2000, p. 253.[2] Ibíd., Miguel Castillejo Gorraiz, Prólogo, pp. 3-10, p. 3.[3] ARISTOTELES, Metafísica, I, c. 2, n. 9, 982b26.[4] Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1731.[5] SANTO TOMÁS, Suma Teológica, I-II, q. 5, a. 4, ad 2.[6] Ibíd., III, q. 18, a. 4, in c.[7] Ibíd., I-II, q. 13, a. 3, in c.[8] Ibíd., I-II, q. 13, a. 6, in c.[9] Congregación para la doctrina de la fe, Instrucción Libertatis conscientia,II, I, 25.[10] Ibíd., II-I, 26.[11] SANTO TOMÁS, Suma Teológica, I-II, q. 94, a. 2, in c.[12] Ibíd.[13] Congregación para la doctrina de la fe, Instrucción, Libertatis conscientia, I, I, 13.[14] Ibíd., II-I, 26[15] Ibíd. A la celebre frase de Lenín «La libertad, ¿para qué?», se respondería: para hacer el bien y así ser feliz. Véase: GEORGES BERNANOS, La libertad ¿para qué? (Trad. O. Boutard), Buenos Aires, Librería Hachette, 1947, p. 65.[16] SANTO TOMÁS, Suma Teológica, I-II, q. 1, a. 7, in c.[17] Ibíd., I, q. 82, a. 1, in c.[18] LEÓN XIII, Cata encíclica Libertas praestantissimum, 1.[19] SANTO TOMÁS, Cuestiones disputadas. Sobre la verdad, q. 22, a. 6, in c.[20] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1732.

[21] SANTO TOMÁS, Suma Teológica, I-II, q. 1, a. 7, ad 1.[22] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1733. El pecado, en este lugar citado de San Pablo, es presentado como un general que da como sueldo (stipendia), a los que tiene bajo su poder, la muerte. En cambio, Dios da a los que le sirven la vida eterna y no como sueldo, sino como don (donum), de manera parecida a como lo generales romanos, en ocasiones solemnes daban por pura liberalidad a sus soldados (Rm 6, 23).[23] Ibíd., n. 1739.[24] Congregación para la doctrina de la fe, Instrucción Libertatis conscientia, II, II, 29.[25]SANTO TOMÁS, Suma Teológica. I, q. 19, a. 10, ob. 2[26] Ibíd., I, q. 19, a. 10, a.3, in c.[27] Ibíd., I, q. 19, a. 10, in c.[28] ÍDEM, Suma contra los gentiles, I, c. 88[29] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 19, a. 10, ad 2.[30] LEÓN XIII, Carta encíclica Libertas praestantissimum, 5.[31] Ibíd.[32] III, q. 18, a. 4, ad 3.[33] IDEM,Cuestiones disputadas sobre la Potencia de Dios, q. 10, a. 2, ad 5.[34] SAN AGUSTÍN, La ciudad de Dios, V, 10, 1.[35] Cf. SANTO TOMÁS, Suma teológica, I, q. 25, a. 3, ad 2.[36] SAN AGUSTÍN, La ciudad de Dios, V, 10, 1.[37] SANTO TOMÁS, Cuestiones disputadas sobre la Potencia de Dios, q. 10, a. 2, ad 5.[38] Francisco Canals Vidal, La libertad divina, ejemplar trascendente de toda libertad creada, en IDEM, Tomás de Aquino. Un pensamiento siempre actual y renovador, Barcelona, Scire, 2004, pp. 307-312, p. 309.

XXIII. La libertad humana y el pecado

Eudaldo Forment, el 15.08.15 a las 8:39 AM

La persistencia de la libertad            En una reciente obra sobre la libertad del hombre y la ciencia divina, el dominico Sebastián Fuster escribía: «El concilio de Trento, siguiendo ya una larga historia, habla de la coexistencia de la gracia divina y de la libertad humana, pero sin explicar cómo obra Dios en el hombre de forma que éste sea en verdad libre, ni cómo debe entenderse la libertad humana para no anular la eficacia de la iniciativa divina»[1].Para confirmarlo cita el capítulo V del Decreto sobre la justificación del Concilio de Trento y el canon IV del mismo documento. En el primero se dice que los hombres por la justificación que proviene de Dios: «se disponen por su gracia excitante y auxiliante para convertirse a su propia justificación, asintiendo y cooperando libremente a la misma gracia. De tal modo que tocando Dios el corazón del hombre por la iluminación del Espíritu Santo, ni el mismo hombre deje absolutamente de obrar alguna cosa, al recibir aquella inspiración, puesto que puede también desecharla; ni puede, sin embargo, moverse sin la gracia divina hacia la justificación delante de Dios por sola su libre voluntad; por lo cual, cuando se dice en las Sagradas Escrituras: “Convertíos a Mí, y Yo me volveré a vosotros” (Za 1, 3), se

nos advierte nuestra libertad; y cuando respondemos: “Conviértenos a ti, Señor, y seremos convertidos” (Lm 5, 21), confesamos que somos prevenidos por la gracia de Dios»[2].Por su libertad, la voluntad humana puede aceptar o rechazar la gracia de Dios, que nunca le quita libertad, incluso al regenerarla para que reciba sus gracias. Así se reitera en el segundo texto conciliar citado: «Si alguno dijere, que el libre albedrío del hombre movido y excitado por Dios, nada coopera asintiendo a Dios que le excita y llama para que se disponga y prepare a lograr la gracia de la justificación; y que no puede disentir, aunque quiera, sino que como un ser inanimado, nada absolutamente obra, y solo concurre como sujeto pasivo; sea excomulgado»[3].            En definitiva, como concluye el profesor Fuster: «El hombre es libre, tanto en la línea del mal como en la del bien. Soberanamente libre»[4].El entendimiento y la libertadEl hombre sólo desea el bien, porque su voluntad únicamente quiere el bien. Santo Tomás lo argumenta de esta forma:  «La voluntad es un apetito racional, y todo apetito solamente desea el bien. La razón es que el apetito se identifica con la inclinación de todo ser hacia algo que se le asemeja y le conviene. Más como cosa, en cuanto es ente o substancia, es buena, se sigue necesariamente que toda inclinación tiende hacia el bien»[5].No sólo la voluntad o apetito intelectual se inclina al bien, sino también el apetito natural o sin conocimiento e igualmente el apetito sensible. «Siendo toda inclinación consecuencia de una forma, el apetito natural corresponde a una forma existente en la naturaleza, mientras que el apetito sensitivo y el intelectual o racional, que es la voluntad, siguen a una forma existente en la aprehensión. Y lo mismo que el apetito natural tiende al bien real, los segundos tienden al bien en cuanto conocido. Para que la voluntad, pues, tienda a un objeto no se requiere que éste sea bueno en la realidad, sino basta que sea aprendido

como bueno»[6]. Por ello, la voluntad puede querer el mal, pero como bien aparente.La voluntad no puede querer nada que no se muestre como bueno. De ahí que requiere el conocimiento intelectual  que le manifieste el bien, real o aparente  o supuesto. Como consecuencia, la actividad libre, por pertenecer a la voluntad, está posibilitada por el conocimiento racional.En otro lugar, explica Santo Tomás, al tratar la cuestión del libre albedrío, que: «Al apetito, si no hay algo que lo impida, le sigue el movimiento u operación. Por eso, si el juicio de la facultad cognoscitiva no está en el poder de alguien, sino que le viene impuesto de otra parte, tampoco estará en su poder el apetito ni, en consecuencia, el movimiento o la operación. Por su parte, el juicio está en poder del que juzga en cuanto que es capaz de juzgar su propio juicio, ya que sólo podemos juzgar lo que está a nuestro alcance. Ahora bien, juzgar el juicio propio es exclusivo de la razón, la cual reflexiona sobre su acto y conoce las relaciones de las cosas sobre las que juzga y de las cuales se vale para juzgar. De ahí que la raíz de la libertad esté en la misma razón»[7].La libertad no depende únicamente de la voluntad, como propiedad suya, sino también del intelecto o razón. La raíz de la libertad es doble, en cuanto que: «La raíz de la libertad está en la voluntad como en sujeto propio; más, como en su causa, reside en la razón. La voluntad puede tender libremente a diversos objetos, porque la razón puede formar diversos conceptos del bien. De ahí que los filósofos definieran el libre albedrío “el libre juicio de la razón”, como para indicar que la razón es la causa de la libertad»[8].Sobre esta tesis, escribía León XIII: «El juicio recto y el sentido común de todos los hombres, voz segura de la Naturaleza, reconoce esta libertad solamente en los seres que tienen inteligencia o razón; y es esta libertad la que hace al hombre responsable de todos sus actos. No podía ser de otro modo. Porque mientras los animales obedecen

solamente a sus sentidos y bajo el impulso exclusivo de la naturaleza buscan lo que les es útil y huyen lo que les es perjudicial, el hombre tiene a la razón como guía en todas y en cada una de las acciones de su vida»[9].Se concluye, por ello, que: «afirmar que el alma humana está libre de todo elemento mortal y dotada de la facultad de pensar, equivale a establecer la libertad natural sobre su más sólido fundamento»[10].Santo Tomás  empieza  la cuestión del libro albedrío demostrando su existencia en el ser humano con la siguiente observación: «El hombre posee libre albedrío; de lo contrario, serían inútiles los consejos, las exhortaciones, los preceptos, las prohibiciones, los premios y los castigos».Lo explica seguidamente situándolo en la escala de los entes: «Hay seres que obran sin juicio previo alguno: v. gr., una piedra que cae y cuantos seres carecen de conocimiento. Otros obran con un juicio previo, pero no libre, así los animales. La oveja que ve venir al lobo, juzga que debe huir de él; pero con un juicio natural y no libre, puesto que no juzga por comparación, sino por instinto natural. De igual manera son todos los juicios de los animales. El hombre, en cambio, obra con juicio, puesto que por su facultad cognoscitiva juzga sobre lo que debe evitar o procurarse; y como este juicio no proviene del instinto natural ante un caso práctico concreto, sino de una comparación hecha por la razón, síguese que obra con un juicio libre, pudiendo decidirse por distintas cosas».A continuación, Santo Tomás da la siguiente argumentación para demostrar que el juicio racional y libre, propio del hombre, distinto del juicio natural e instintivo, que se da en los animales, es necesario para que la voluntad humana sea libre: «Cuando se trata de lo contingente, la razón puede tomar direcciones contrarias como se comprueba en los silogismos dialécticos (probables) y en las argumentaciones de la retórica (persuasivas y estéticas). Ahora bien, las acciones particulares son

contingentes, y, por tanto, el juicio de la razón sobre ellas puede seguir direcciones diversas, no estando determinado en una sola dirección. Luego, es necesario que el hombre posea libre albedrío, por lo mismo que es racional»[11].A la inversa, se advierte que, en la escala de los entes, siempre en los grados del entendimiento hay libertad, aunque también en grados proporcionales. «Sólo aquello que tiene entendimiento puede obrar en virtud de un juicio libre, en cuanto que conoce la razón universal del bien por la cual puede juzgar que esto o aquello es bueno. Por consiguiente, dondequiera que haya entendimiento, hay libre albedrío»[12].            Por este motivo, en la Instrucción «Sobre libertad cristiana y liberación» se concluye: «el hombre se hace libre cuando llega al conocimiento de lo verdadero, y esto —prescindiendo de otras fuerzas— guía su voluntad. La liberación en vistas de un conocimiento de la verdad, que es la única que dirige la voluntad, es condición necesaria para una libertad digna de este nombre»[13].

 

El intelectualismo socrático            El descubrimiento de la necesidad del conocimiento del bien, para la actuación voluntaria libre y responsable, llevó a Sócrates a concebir la virtud como sabiduría y el vicio como ignorancia y a inferir que basta saber lo que es bueno para hacerlo.            Santo Tomás le reprocha que sólo tuviera en cuenta en el hombre el entendimiento. Por ello: «Sócrates enseñó que la ciencia nunca puede ser superada por la pasión. De donde concluía que todas las virtudes son ciencia, y todos los pecados ignorancia. Algo decía la verdad, porque, como la voluntad tiende al bien, real o al menos aparente, si eso que no es verdadero bien no se presentase como bueno a la razón, la voluntad no tendería al mal; es decir, no

buscaría el mal si no existiera ignorancia o error en la razón»[14]El hombre con su razón puede descubrir el bien de las criaturas y también su limitación. Se explica en la encíclica sobre la libertad de León XIII que: «La razón, a la vista de los bienes de este mundo, juzga de todos y de cada uno de ellos que lo mismo pueden existir que no existir; y concluyendo, por esto mismo, que ninguno de los referidos bienes es absolutamente necesario, la razón da a la voluntad el poder de elegir lo que ésta quiera. Ahora bien: el hombre puede juzgar de la contingencia de estos bienes que hemos citado, porque tiene un alma de naturaleza simple, espiritual, capaz de pensar; un alma que, por su propia entidad, no proviene de las cosas corporales ni depende de éstas en su conservación, sino que, creada inmediatamente por Dios y muy superior a la común condición de los cuerpos, tiene un modo propio de vida y un modo no menos propio de obrar; esto es lo que explica que el hombre, con el conocimiento intelectual de las inmutables y necesarias esencias del bien y de la verdad, descubra con certeza que estos bienes particulares no son en modo alguno bienes necesario»[15].La libertad, por ser propiedad de la voluntad, que sigue a la razón, al igual que la voluntad, tiene por objeto un bien racional, un bien acorde con la razón. «No obstante, como la razón y la voluntad son facultades imperfectas, puede suceder, y sucede muchas veces, que la razón proponga a la voluntad un objeto que, siendo en realidad malo, presenta una engañosa apariencia de bien, y que a él se aplique la voluntad. Pero así como la posibilidad de errar y el error de hecho es un defecto que arguye un entendimiento imperfecto, así también adherirse a un bien engañoso y fingido, aun siendo indicio de libre albedrío, como la enfermedad es señal de la vida, constituye, sin embargo, un defecto de la libertad. De modo parecido, la voluntad, por el solo hecho de su dependencia de la razón, cuando apetece un objeto que se aparta de la recta razón,

incurre en el defecto radical de corromper y abusar de la libertad»[16].            En el intelectualismo moral hay «algo de verdad», en cuanto que se sostiene la necesidad de la razón, ya que se afirma que para hacer el bien debe conocerse. «Pero nos consta por experiencia que muchos obran lo contrario de lo que saben (…) Luego Sócrates no dijo toda la verdad, sino que conviene distinguir con el Filósofo (Ética, VII, c. 2, n. 1)».            Siguiendo a Aristóteles, en este lugar indicado, precisa el Aquinate: «Como para obrar bien el hombre se gobierna por un doble conocimiento, universal y particular, basta que falte cualquiera de ellos para que falle la rectitud de la voluntad y de la obra»[17].            En el primer  artículo de la cuestión anterior de la de  este pasaje, Santo Tomás había escrito: «La razón es directiva de los actos humanos por una doble ciencia: por una ciencia universal y por una particular. En efecto, razonando sobre lo que debe hacer, forma un silogismo, cuya conclusión es un juicio, elección u operación. Y como las acciones son singulares, la conclusión del silogismo práctico es también singular».            Además, según las leyes del silogismo: «Para sacar una proposición singular de otra universal hay que tomar como medio alguna proposición singular. Por ejemplo, el hombre tiene prohibido el parricidio, porque sabe que no se puede matar al padre, y se da cuenta de que éste es su padre. Cualquiera de esas ignorancias puede ser causa del acto de parricidio: la ignorancia del principio universal, que es cierta regla de la razón y la ignorancia de esa circunstancia singular»[18]. Puede llegarse a una conclusión mala, por ignorarse la premisa mayor, universal, o la premisa menor, singular.           Este último caso se da por las pasiones, si no están sujetas a la recta razón. Explica en el artículo siguiente que: «El que está dominado por la pasión no considera en particular lo que en universal ya conoce, porque la pasión

impide considerarlo».            El impedimento del conocimiento de la premisa menor, particular o singular, puede ser de tres modos. El primero por «distracción»[19], porque, como ya había indicado: «Cuando el movimiento del apetito sensitivo se hace más fuerte por una pasión, es necesario que o disminuya o totalmente desaparezca el movimiento propio del apetito racional que es la voluntad»[20].            El segundo modo, es «por contrariedad, ya que las más de las veces la pasión nos inclina a algo que está en contrariedad, con lo que sabemos».            Por último, de un tercer modo: «Por ciertos trastornos corporales que sujetan de algún modo a la razón para que no ponga libremente su acto propio, como hacen, por ejemplo, el sueño y la embriaguez, impidiendo el uso de la razón. Y que esto suceda en las pasiones, es claro; pues, en ocasiones, al intensificarse mucho éstas, el hombre pierde totalmente el uso de la razón; muchos se han vuelto locos por exceso de amor o de odio».            Por estos tres modos: «la pasión arrastra  a la razón a juzgar en casos particulares contra la ciencia universal que posee»[21]. Ello explica que con su libre albedrío el hombre elija mal.            En el acto de la libertad humana está el mal, cuando elige el pecado, «lo que es malo, como peca, por ejemplo, el hombre cuando elige el adulterio, que es malo de por sí, y estos pecados provienen siempre de algún error o ignorancia, ya que de no tenerlo no se elegiría lo malo como si fuese bueno. El adúltero, ciertamente, yerra en cada caso concreto, eligiendo el deleite de un acto desordenado como si fuese un bien, que de momento debe procurarse movido por la pasión o por el hábito, aunque, en general, no se engañe y piense correctamente en esta materia»[22]. La tercera premisa            En la cuestión disputada dedicada al mal, precisa

Santo Tomás sobre esta mala elección del libre albedrío: «Siendo el acto de pecado y de virtud según la elección; siendo la elección un apetito que supone una previa deliberación, y siendo la deliberación una cierta indagación es necesario que en cualquier acto de virtud o de pecado exista una cierta deducción casi silogística. Pero en todo caso el moderado elabora silogismo de una manera y el inmoderado de otra manera; de un manera el que vive la virtud de la continencia y  de otra manera el incontinente».            Sobre la «deducción casi silogística» explica: «El moderado se mueve sólo según el juicio de la razón, por lo que se sirve de un silogismo de tres proposiciones, como el que se deduce del siguiente modo:                                    Ninguna fornicación debe cometerse.                                    Este acto es una fornicación.                                    Luego, este acto no debe hacerse».            Además de este silogismo de la primera figura (M-T; t-M; luego t-T) del modo EIO (Ferío), se refiere otro distinto del inmoderado, en el ejemplo también de la primera figura, pero de modo AII (Darii), porque añade el Aquinate: «En cambio, el inmoderado sigue totalmente a la concupiscencia, y, por ello se sirve de un silogismo de tres proposiciones como el que deduce así:                                   Todo lo placentero debe hacerse.                                   Este acto es placentero.                                   Luego, este acto debe hacerse».            En los dos razonamientos, nota seguidamente el Aquinate, actúa una tercera premisa implícita. En el primero, relacionada con las virtudes de la templanza –que modera la inclinación al placer sensible- o de la continencia –que fortalece la resistencia a los deseos desordenados muy vehementes-. En el segundo, con otra distinta relacionada con la pasión. «Tanto el continente como el incontinente se mueven de dos modos: según la razón, para evitar el pecado, en uno y según la concupiscencia para cometerlo, en el otro; en el continente vence el juicio

de la razón, más en el incontinente vence el movimiento de la concupiscencia. Por lo que ambos se sirven de un silogismo de cuatro proposiciones, pero para llegar a conclusiones contrarias».            El hombre que obra el bien, añade esta tercera premisa: «Ningún mal debe cometerse”. Y esto lo propone según un juicio de razón; pero versa según un movimiento de la concupiscencia, tratándose del corazón de aquel para quien todo lo placentero debe seguirse; pero debido a que en ello vence el juicio de la razón, asume y concluye bajo el primero: “Esto es pecado”, “luego no debe hacerse”».            Con estas terceras premisas, los razonamientos se convierten de dos silogismos encadenados:                                   Ningún pecado debe cometerse.                                   La fornicación es un pecado.                                   Luego, ninguna fornicación debe hacerse.                                   Este acto es una fornicación.                                   Luego, este acto no debe hacerse.            En la deliberación del virtuoso se ha añadido una premisa más universal, que es la mayor del primer silogismo –en el ejemplo EAE (Celárent)– desde ella se obtiene la conclusión.            El hombre que obra mal utiliza otra premisa, porque: «El inmoderado, en quien vence el movimiento de la concupiscencia, asume y concluye bajo lo segundo: “Esto es placentero”; “luego, debe hacerse” y tal es propiamente el que peca por debilidad. Y por esto es patente que aunque conozca de modo universal, con todo no conoce de modo universal; pues no lo asume según la razón, sino según la concupiscencia».[23]            El que se deja dominar por la pasión introduce esta tercera premisa: “Todo lo placentero debe hacerse”. Sin embargo no es universal como la anterior, porque no es de evidencia inmediata ni mediata. Si se toma como tal es por interés de la concupiscencia o deseo desordenado. La deducción que se haga desde esta premisa mayor no es

válida, porque si se le da la forma de un juicio universal es para poder concluir, ya que de dos premisas particulares no se concluye una premisa.            El que  elige el mal admite, por tanto, la veracidad del razonamiento basado en la tercera premisa del que hace el bien, «ningún pecado debe cometerse». Si puede concluir lo contrario, el que puede hacerse este acto que es pecado, es porque: «Quien tiene la ciencia universal se siente impedido por la pasión para hacer su aplicación y sacar las conclusiones, y acude a otro principio universal que la misma pasión le sugiere, y mediante ella concluye. Por eso dijo el Filósofo que el silogismo del incontinente tiene cuatro proposiciones: dos universales, una de razón –por ejemplo, que “la delectación hay que seguirla”-. La pasión impide que la razón siga y concluya a base de la primera, y, dominándola, le hace tomar y seguir la segunda», la otra tercera premisa «Todo lo placentero debe hacerse».            Sus  razonamientos, por tanto,  se convierten en los dos siguientes silogismos encadenados:                        Todo lo placentero debe hacerse.                        Ningún pecado debe cometerse.                        La fornicación es pecado.                        Luego, ninguna fornicación debe cometerse.                        Este acto es una fornicación.                        Este acto es placentero.                        Luego, este acto debe hacerse.            La primera proposición, que tiene una forma universal, fundada en la pasión, y que fue desconocida por Sócrates, es la que lleva a la elección de un acto malo, que se le da forma buena. El pseudorazonamiento implica un conocimiento universal de la virtud, un saber ético y, sin embargo, contra la doctrina socrática, no concluye en el bien.            También el mal en el hombre es posible, porque además hay otro tipo de mal moral, que también supone un defecto del entendimiento, aunque no de ignorancia, como

el causado por las pasiones, sino de inconsideración. «El otro modo de pecar por el libre albedrío consiste en hacer algo que de por sí es bueno, pero no con arreglo a la debida regla y medida, sino por parte de la elección, que no guarda el orden debido (…) Estos pecados no presuponen ignorancia, sino solamente falta de consideración de aquello que se debe considerar»[24]. Serían de este tipo los pecados de orden puramente espiritual, como la soberbia, «el deseo inmoderado de la propia excelencia», o de encumbramiento. La «tristeza del siglo»            Siempre hay el peligro de que la voluntad se sienta  atraída por los bienes aparentes. Santo Tomás recuerda al respecto la afirmación de San Pablo: «La tristeza del siglo causa la muerte»[25] y que es distinta de la «tristeza según Dios», que lleva al dolor y pesar por los propios pecados y los del «siglo», con todos los males y calamidades materiales y espirituales, que le acompañan[26].            En un escrito sobre la desesperación, Joseph Ratzinger, después de citar este pasaje del Aquinate, comenta que la expresión tristeza del mundo que engendra muerte, y que había sido tachada a veces, de pesimista, negra e infructuosa, en cambio, en la modernidad parecía misteriosa e incluso falsa, porque, por el contrario, se:  «daba a entender que los hijos de este mundo fueran mucho más alegres que los creyentes, quienes, atormentados por escrúpulos de conciencia, parecían excluidos del sereno placer de la existencia, e incluso un poco envidiosos miraban hacia los no creyentes, a quienes parecía abierto, sin ningún tipo de reflexión o de miedo, el entero jardín paradisíaco de la felicidad terrena»[27].            A muchos cristianos de la modernidad les atraía la «alegría del mundo», la que proporcionaban los bienes terrenos. «Se quería ser libre de pesados límites, allí donde no sólo un árbol, sino casi todos los árboles del jardín parecían prohibidos. Parecía que sólo había libertad de

alegría para los no creyentes». De manera que: «el yugo de Cristo no parecía, en verdad “ligero”». Por el contrario, se sentía: «como demasiado pesado, por lo menos como les venía propuesto por la Iglesia»[28].           La elección de los bienes aparentes lleva a la negación del verdadero bien. Por ello, implica: «la huida de Dios, el deseo de estar sólo consigo mismo y con la propia finitud, de no ser molestado por la cercanía de Dios»[29]. Nota seguidamente Ratzinger: «En la historia de Israel, como la cuentan los libros Sagrados, encontramos con bastante frecuencia este intento: Israel encuentra su elección demasiado pesada, andando continuamente junto a Dios. Se prefiere volver a Egipto, a la normalidad, y ser como todos los otros. Esta rebelión de la pereza humana contra la grandeza de la elección es una imagen de la sublevación contra Dios, que vuelve cíclicamente en la historia y cualifica, de modo particular, precisamente a nuestra época»[30].            Cree Ratzinger, que al final de la modernidad, el hombre ha descubierto la falsedad de la alegría del mundo. «Las alegrías prohibidas pierden su esplendor en el momento en que ya no están prohibidas. Esas alegrías debían y deben ser radicalizadas y aumentadas  cada vez más, apareciendo finalmente insípidas, porque todas ellas son limitadas, mientras que la llama del hambre de lo Infinito siempre permanece encendida».            Experimenta así la «tristeza del siglo» y también su consecuencia. «La raíz más profunda de esta tristeza es la falta de una gran esperanza y la imposibilidad de alcanzar el gran amor. Todo lo que se puede esperar ya se conoce y todo amor desemboca en la desilusión por la finitud de un mundo, cuyos enormes subtítulos no son sino una mísera cobertura de una desesperación abismal. Y así la verdad de que la tristeza del mundo conduce a la muerte es cada vez más real»[31].            A la desesperación le acompaña: «una falta de magnanimitas (animo grande), de una incapacidad en creer

en la propia grandeza de la vocación humana, la que pensó Dios para nosotros. El hombre no tiene confianza en su propia grandeza, quiere ser “más realista”». Con esta especie de «pseudo-humildad»: «El hombre no quiere creer que Dios se ocupe de él, que le conozca, le ame, le mire, le esté cercano»[32].            Concluye Ratzinger, que: «Con este intento de quitarse de encima la obligación de elegir, el hombre no se rebela contra cualquier cosa. Si para él este ser amado por Dios está demasiado lleno de pretensiones, se convierte en una molestia indeseada, entonces se subleva contra su propia esencia»[33].            La tristeza del mundo lleva así a la muerte del hombre. Es innegable que: «Hoy existe un extraño odio del hombre contra su propia grandeza. El hombre se ve a sí mismo como el enemigo de la vida, del equilibrio de la creación; se ve como el gran perturbador de la paz de la naturaleza, aquel que hubiera sido mejor  que no hubiese existido, la criatura que ha salido mal. Su liberación y la del mundo consistiría en el destruirse a sí mismo y al mundo, en el hecho de eliminar el espíritu, de hacer desaparecer lo específico del ser humano, de forma que la naturaleza retorne a su inconsciente perfección, a su propio ritmo y a su propia sabiduría del morir y transformarse»[34]            En la modernidad, «al inicio de este camino estaba el orgullo de “ser como Dios”. Era preciso desembarazarse del vigilante Dios para ser libres; hacerse Dios proyectado en el cielo y dominar como Dios sobre toda la creación»[35].            Podría confirmar esta observación de Ratzinger lo escrito, en 1881, por el obispo tomista Torras y Bages: «Al hombre no hay nada que tanto le halague como usurpar los derechos de Dios, sentarse en su trono; la historia de los hombres políticos de toda clase de gobierno lo patentiza y la de los filósofos lo pone más claro que el sol. La independencia de la razón, la ilimitación del derecho, la destrucción de la obligación y el querer sujetar a los otros e

imponerles leyes, es común entre los primeros, que pretenden gobernar y no ser gobernados, y entre los segundos, que por lo regular no quieren ir en pos de los maestros y ellos se erigen en maestros de los demás»[36].            Concluye Ratzinger, con estas palabras cada vez mas actuales y evidentes: «Y así surgió una especie de espíritu y voluntad, que estaban y están en contra de la vida, y son dominio de la muerte. Y cuanto más se siente este estado, tanto más el inicial propósito se vuelve en su propio contrario y permanece prisionero del mismo punto de partida: el hombre que quería ser el único creador de sí mismo y subir a la grupa de la creación con una evolución mejor, por él pensada, acaba en la autonegación y en la autodestrucción. Se da cuenta de que sería mejor que no existiese»[37]. Eudaldo Forment 

[1] SebastiÁn FUSTER, O.P., Presentación, en MATEO FEBRER, Libertad humana y previsión divina, Barcelona, Instituto de Teología y Humanismo, 1992, pp. 5-7, p. 5.[2] Concilio de Trento, Decreto sobre la justificación, c. V.[3] Ibíd., can IV.[4] SebastiÁn FUSTER, O.P., Presentación , p. 7[5] SANTO TOMÁS, Summa Theologiae, I-II, q. 8, a. 1, in c.[6] Ibíd., I. 8, a. 1, in c.[7] IDEM, Quaestiones disputatae. De veritate, q. 24, a. 2, in c.[8] IDEM, Summa Theologiae, I-II, q. 17, a. 1, ad 2.[9] LEÓN XIII, Carta encíclica Libertas praestantissimum, 3.[10] Ibíd.,[11] SANTO TOMÁS, Summa. Theologiae , I, q. 83, a. 1, in c.[12] Ibíd., I, q. 50, a. 3, in c.[13] Congregación para la doctrina de la fe, Instrucción

Libertatis conscientia, II, I, 26.[14] SANTO TOMÁS, Summa Theologiae, I-II, q. 77, a. 2, in c.[15] LEÓN XIII, Carta encíclica Libertas praestantissimum, 3. [16] Ibíd.[17] SANTO TOMÁS, Summa Theologiae, I-II, q. 77, a. 2, in c.[18] Ibíd., I-II, q. 76, a. 1, in c.[19] Ibíd., I-II, q. 77, a. 2, in c.[20] Ibíd., I-II, q. 77, a. 1, in c.[21] Ibíd., I-II, q. 77, a. 2, in c.[22] Ibíd., I, q. 63, a. 1, ad 4.[23] IDEM, Quaestiones disputatae , De malo, q. 3, a. 9, ad 7.[24] IDEM, Summa Theologiae, I, q. 63, a. 1, ad 4.[25] 2 Cor 7, 10.[26] SANTO TOMÁS, Suma Teológica, II-II, q. 35, a. 3, sed c.[27] JOSEPH RATZINGER, Mirar a Cristo, Valencia, Edicep, 2005, pp. 75-76.[28] Ibíd., p. 76.[29] Ibíd., p. 78.[30] Ibíd., pp. 78-79.[31] Ibíd., pp. 76-77.[32] Ibíd., p. 77.[33] Ibíd., p. 79.[34] Ibíd., pp, 77-78.[35] Ibíd., p. 78.[36] JOSEP TORRAS I BAGES, Influencia de la Devoción al Sagrado Corazón de Jesús en los tiempos modernos, en ÍDEM, Obres completes, vol. I-VIII, Barcelona, Editorial Ibérica, 1913-1915, IX y X, Barcelona, Foment de Pietat, 1925 y 1927, vol. V, pp. 1-47, p. 8.[37] JOSEPH RATZINGER, Mirar a Cristo, op.cit., p. 78.

XXIV. La gracia de la oraciónEudaldo Forment, el 1.09.15 a las 10:45 PM

Vocación universal a la oración            No es casual que el Catecismo de la Iglesia Católica dedique su carta y última parte a la oración, porque, en su primer capítulo, se lee en su título: «La llamada universal a la oración». Además, comienza con el siguiente párrafo: «El hombre busca a Dios. Por la creación Dios llama a todo ser desde la nada a la existencia. Coronado de gloria y esplendor (Sal 8, 6), el hombre es, después de los ángeles, capaz de reconocer ¡qué glorioso es el Nombre del Señor por toda la tierra! (Sal 8, 2). Incluso después de haber perdido, por su pecado, su semejanza con Dios, el hombre sigue siendo imagen de su Creador. Conserva el deseo de Aquel que le llama a la existencia. Todas las religiones dan testimonio de esta búsqueda esencial de los hombres (Cf. Hch 17, 27)»[1].            Todo hombre busca a Dios, porque, como se indica en el siguiente párrafo: «Dios es quien primero llama al hombre. Olvide el hombre a su Creador o se esconda lejos de su faz, corra detrás de sus ídolos o acuse a la divinidad de haberlo abandonado, el Dios vivo y verdadero llama incansablemente a cada persona al encuentro misterioso

de la oración. Esta iniciativa de amor del Dios fiel es siempre lo primero en la oración, la actitud del hombre es siempre una respuesta»[2].            El Catecismo expresa directa y exactamente la doctrina del concilio Vaticano II. En la Constitución pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual,  se lee: «Dios ha llamado y llama al hombre a adherirse a El con la total plenitud de su ser en la perpetua comunión de la incorruptible vida divina»[3]. Lo hace con su gracia, con la llamada gracia suficiente, porque como se dice en el párrafo anterior: «La libertad humana, herida por el pecado, para dar la máxima eficacia a esta ordenación a Dios, ha de apoyarse necesariamente en la gracia de Dios»[4].            En otro documento conciliar, la Constitución dogmática Dei Verbum, sobre la divina revelación, al empezar a tratar el tema de la fe, se precisa: «Para profesar esta fe es necesaria la gracia de Dios que previene y ayuda, y los auxilios internos del Espíritu Santo, el cual mueve el corazón  y lo convierte a Dios, abre los ojos de la mente y da a todos la suavidad en el aceptar y creer la verdad»[5].            En  uno de los párrafos del Catecismo, se expresa otra necesidad humana conexionada a la de buscar a Dios: la de orar, que es efecto de la gracia[6]. Después de citar al Doctor de la Iglesia, San Juan Crisóstomo, patrono de los predicadores, para mostrar que siempre es posible orar[7], se dice en el párrafo siguiente: «Orar es una necesidad vital: si no nos dejamos llevar por el Espíritu caemos en la esclavitud del pecado (Cf. Ga 5, 16-25). ¿Cómo puede el Espíritu Santo ser “vida nuestra”, si nuestro corazón está lejos de él? “Nada vale como la oración: hace posible lo que es imposible, fácil lo que es difícil (…). Es imposible (…) que el hombre (…) que ora (…) pueda pecar” (San Juan Crisóstomo, De Anna, sermón 4, 5). “Quien ora se salva ciertamente, quien no ora se condena ciertamente” (San Alfonso María de Ligorio, Del gran mezzo della preghiera, pars 1, c. 1)»[8].

           

Necesidad de la oración            En la obra Del gran mezzo della preghiera (1759) del también Doctor de la Iglesia, San Alfonso María de Ligorio, citada en el Catecismo, afirma, en su introducción, que la oración es «un medio seguro y necesario para obtener la salvación y todas las gracias que para ello se precisan»[9].            Confiesa, por ello, en este mismo apartado introductorio, que pide al lector de la obra que: «Agradezca al Señor, que, por medio de este libro mío, le conceda la gracia de hacerlo todo con una mayor reflexión sobre la importancia de este gran medio de la oración; ya que todos aquellos que se salvan –hablo de los adultos- ordinariamente se salvan gracias a este único medio. Por eso digo que agradezca a Dios, mientras dure una misericordia excesivamente grande como es la que ejerce hacia aquellos que de Él reciben la gracia de la oración»[10].             Comienza el capítulo primero, titulado «De la necesidad de la oración», con la  referencia de los que negaban la existencia de la «gracia de la oración» y su eficacia. «Había sido un error de los pelagianos el decir que la oración no es necesaria para conseguir la salvación». Por el contrario: «Son muy claros los pasajes de la Escritura que nos hacen ver la necesidad que tenemos de orar, si queremos salvarnos. “Es preciso orar siempre i no desfallecer” (Lc 18, 1), “Velad y orad para no caer en tentación” (Mt 26, 4), “Pedid y se os dará” (Mt, 7, 7)».            Advierte seguidamente que, por una parte: «Las susodichas palabras, es preciso, rezad, pedid, significan y denotan –como quieren comúnmente los teólogos– precepto y necesidad»[11].           Por otra parte, sobre la necesidad de la gracia de la

oración, que: «La razón es clara. Sin el socorro de la gracia, nosotros no podemos hacer ningún bien.”Sin  Mi, no podéis hacer nada” (Jn, 15, 5). Nota San Agustín[12], a propósito de estas palabras, que Jesucristo no dijo “nada podéis cumplir”, sino “no podéis hacer nada”. “No dice cumplir, sino hacer”. Así nos da a entender nuestro Salvador que nosotros, sin la gracia, ni tan sólo podemos a comenzar a hacer el bien».            Uno de los argumentos, que da para mostrar esta necesidad de la gracia, es el siguiente: «El Señor a unos animales les ha dotado de ligereza, a otros de uñas y a otros de alas para que suban, y así conservarse en su ser: el hombre, en cambio,  fue formado por Dios en tal condición, que Él solamente su fuerza. El hombre, por tanto, es de hecho impotente para procurarse por sí mismo su salvación, desde el momento que Dios ha querido que todo cuanto tiene y puede tener lo recibe merced tan sólo a la ayuda de su gracia»[13].            San Alfonso lo confirma al notar que «lo mismo enseña Santo Tomás»[14] y cita el siguiente texto: «Después del bautismo le es necesario al hombre la asidua oración para lograr la entrada en el cielo; pues, si bien por el bautismo se perdonan los pecados, pero el “fomes peccati”, que interiormente nos combate, y quedan el mundo y el demonio, que exteriormente nos impugnan»[15].            Comenta Ligorio que: «Sin la ayuda divina, no pueden resistir las fuerzas de tantos y tales enemigos; y como que este divina ayuda solamente es concedida mediante la oración, se sigue que sin la oración no hay salvación»[16].            Añade que: «La oración es el único medio ordinario para recibir los dones divinos, lo confirma más claramente el mismo santo Doctor en otro lugar (Suma Teológica, II-II, q. 83, a. 2), donde dice que todas las gracias que el Señor ha determinado darnos, desde la eternidad, no nos las quiere dar por ningún otro medio fuera de la oración»[17].

            Santo Tomás varias veces trató de la necesidad de la oración. En la Suma Teológica, le dedica un artículo de la cuestión en la que estudia la oración, que es el citado por San Alfonso. En las objeciones a la tesis defendida por el Aquinate, expuesta con palabras evangélicas: «es necesario orar siempre y no desfallecer»[18], se lee en la primera: «La necesidad de la oración es sólo para notificar nuestras necesidades a quien puede remediarlas. Pero dice San Mateo: “Bien sabe vuestro Padres que de todo tenéis necesidad”. Luego no es conveniente orar a Dios»[19].            Es conveniente orar, responde Santo Tomás, porque: «La necesidad de dirigir nuestras oraciones  a Dios no es para ponerle en conocimiento de nuestras miserias, sino para convencernos a nosotros mismos de que tenemos que recurrir a los auxilios divinos en tales casos»[20].            En otra respuesta, precisa la afirmación de la necesidad de la oración para nosotros mismos, al explicar que: «A la liberalidad divina debemos muchas cosas que ciertamente nunca pedimos. Si en los demás casos Dios exige nuestras oraciones es para utilidad nuestra, pues así nos convencemos de la seguridad de que nuestras súplicas llegan a Dios y de que Él es el autor de nuestros bienes»[21].            En la segunda objeción, que refiere Santo Tomás, se dice: «La oración doblega el ánimo de aquel a quien se pide para que nos conceda lo que pedimos. Pero el ánimo de Dios es inmutable e inflexible (…) Luego no es conveniente orar a Dios»[22].            Su respuesta es que: «Nuestras oraciones no se ordenan a mudar las disposiciones divinas sino a obtener por la oración lo que Dios ya tenía dispuesto a darnos»[23]. La oración no se dirige a Dios con el fin de cambiar lo dispuesto eternamente por su Providencia, sino a que se cumpla la disposición o resolución de la Providencia divina 

El arma de la oración            Después de esta y otras citas, concluye San Alfonso: «Así pues, como el Señor ha establecido que nos proveyésemos de  pan, sembrando el grano, y de vino, plantando cepas, así también ha querido que recibiéramos las gracias necesarias para salvarnos mediante la oración, al decirnos: “Pedid y se os dará, buscad y encontraréis” (Mat. 7, 7). No obstante no somos otra cosa que unos pobres mendigos, que sólo tienen aquello Dios nos da como limosna. “Yo soy mendigo y pobre, pero el Señor cuida de mí “  (Sal 39, 18). El Señor –dice san Agustín- lo bastante desea y quiere dispensarnos sus gracias; pero no las quiere dispensar sino a aquel que la pida “Dios quiere dar, pero no da sino al que pide” (In Ps 102, n. 10)»[24].            En el lugar citado, escribe San Agustín: «Vosotros recordáis que un necesitado se acercó a la casa de un amigo, y le pidió tres panes. Pero él, como nos dice el Evangelio, estaba durmiendo, y le respondía: “Ya estoy descansando, y mis hijos están conmigo durmiendo” (Lc 11, 5-8) Pero él insistía en su petición y consiguió con su molesta insistencia, lo no que habría logrado por su amistad. Dios quiere dar, pero sólo da a quien lo pide, no sea que vaya a darlo al que no lo aceptará. No quiere ser despertado por tu inoportunidad. Cuando tú oras, no siente el fastidio del que está dormido, ya que: “No duerme ni reposa el guardián de Israel” (Sal 120, 4)»[25].            La oración no es sólo una petición de todo lo que necesitamos, sino también un arma defensiva. Nota San Alfonso que: «La oración es, de otra manera, el arma más necesaria para defendernos de los enemigos. Quien no se sirve de ella –dice santo Tomás- está perdido. No duda el santo, que Adán cayó principalmente por no haberse encomendado a Dios cuando fue tentado (S. Th., I., q. 94, a. 4, ad 5)»[26].            Efectivamente, el Aquinate en este lugar citado, en el que estudia el pecado de Adán, escribe: «Y no puede alegarse (…) que en la tentación  no recibió ayuda para no

caer en ella, a pesar de ser cuando más la necesitaba, porque ya se había dado el pecado en el ánimo y no había recurrido al auxilio divino»[27].            Por último, indica San Alfonso que más concretamente la oración sirve para pedir las fuerzas que se precisan para cumplir la ley de Dios. Sobre sus mandamientos: «dice Santo Tomás (…) pues aunque no podemos observarlos con nuestras fuerzas, lo podemos no obstante con la ayuda Divina»[28].            El lugar a que se refiere  este pasaje es el artículo, en el que Santo Tomás trata si  «el hombre puede cumplir los preceptos de la ley sin la gracia y sólo con sus fuerzas naturales». En la objeción segunda del artículo, se plantea el problema, si la respuesta es negativa,  que Dios mandaría lo imposible. «Dice San Jerónimo, en “Exposición de la fe católica”  que “merecen ser maldecidos los que dicen que Dios mandó al hombre algo imposible”. Pero imposible para el hombre es lo que él no puede cumplir por sí mismo». Parece, por tanto, que deba concluirse que: «el hombre puede cumplir por sí mismo todos los preceptos de la ley»[29].            El Aquinate defiende, en el cuerpo del artículo y en la correspondiente respuesta, que hay una posibilidad de que los cumpla, pero con la gracia de Dios. «Lo que podemos con el auxilio divino no nos es totalmente imposible, según la frase de Aristóteles: “Lo que podemos por los amigos lo podemos en cierto sentido por nosotros mismos” (Aristóteles, Ética, III, 3, 13). De aquí que confiese San Jerónimo “que es de tal manera nuestro libre albedrío, que hemos de reconocer que necesitamos siempre del auxilio de Dios”»[30]. Con tal auxilio o «gracia sanante», el hombre es más libre y puede «cumplir todos los mandamientos divinos»[31].            Al final del capítulo San Alfonso, siguiendo a San Bernardo, afirma la mediación de la Virgen María, Madre de Dios. «No se llega a Dios, si no es por mediación de Jesucristo, ni se llega a Jesucristo si no es por medio de

María (…) Dios quiere que todas las gracias, que nos otorga pasen por las manos de María»[32].            Su conclusión, que es como un resumen de todo el capítulo, es el siguiente: «Quien ora se salva ciertamente, y quien no reza ciertamente se condena. Todos los bienaventurados –exceptuando los niños– se han salvado con la oración. Todos los condenados se han perdido por no haber orado; si lo hubiesen hecho no se habrían perdido. Precisamente en el infierno constituye y constituirá su mayor desespero el pensar que podían haberse salvado de una manera tan fácil, como era pidiendo a Dios las gracias necesarias, y que ahora, los desgraciados, ya no están a tiempo para pedirlas»[33]. La buena obra de la oración            Después de mostrar la necesidad de la oración, san Alfonso se ocupa de su valor en el siguiente capítulo de su tratado sobre la oración. Destaca principalmente la relación de la oración con el atributo de la bondad o generosidad divina, o como le llama Santo Tomás «la liberalidad misma»[34], porque todo lo hace no para su utilidad, sino por  exceso de bondad.            Después de citar unas palabras bíblicas para confirmarlo[35], comenta: «Dios no es, como los hombres, avaro de sus bienes; los hombres, hasta los ricos, hasta los piadosos y liberales, si distribuyen limosnas, siempre son de mano estrecha, y dan, por tanto, menos de lo que se les pide, porque su riqueza por grande que sea, es siempre una riqueza finita. Por esto, cuando más dan, en más carencia se encuentran. Por el contrario, Dios da sus bienes, cuando se le pide, abundantemente, esto es, con mano ancha, dando siempre más de lo que se le pide, porque su riqueza es infinita. Cuando más da, más le queda para dar. “Porque tú, Señor, eres suave y apacible, rico en misericordia para con todos los que te invocan» (Sal 85, 5)»[36].            Se sigue de ello que se debe orar con confianza.

Nota seguidamente que algunos parecen no tenerla, porque: «Invierten mucho tiempo en leer y meditar, y se preocupan poco de orar. No hay duda que la lectura espiritual y la meditación de las verdades eternas, son cosas muy útiles; pero bastante más útil es, dice San Agustín, el orar. Leyendo y meditando entendemos nuestras obligaciones; con la oración en cambio, obtenemos las gracias de cumplirlas. “Es mejor orar que leer; en la lectura conocemos las cosas que debemos hacer; en la oración recibimos las cosas que pedimos” (Cf. Enarr. Sal 75)»[37].            Explica seguidamente que: «El fruto más grande de la oración mental consiste en pedir a Dios las gracias que se precisan para la perseverancia y para la salvación eterna. Por eso sobre todo es moralmente necesaria al alma la oración mental, a fin de conservarse en gracia de Dios; pues si alguien no se recoge durante un rato de la meditación pidiendo las ayudas que le son necesarias para la perseverancia, no lo hará en otra ocasión, ya que fuera de la meditación no pensará en pedirlo a Dios, ni tan sólo pensará en la necesidad que tiene de pedírselo. En cambio, aquel que hace cada día su meditación verá suficientemente las necesidades del alma, los peligros en que se encuentra y la necesidad que tiene de orar y así orará y obtendrá las gracias que después harán que perseveré y se salve»[38].            Cuenta San Alfonso que los monjes de los primeros tiempos de la Iglesia afirmaron que lo: «más necesario para la eterna salvación (…) era el repetir a menudo la breve oración de David: “Oh Dios, atiende a mi socorro; Señor, apresúrate para ayudarme” (Sal. 69, 1). Esto mismo –escribía Juan Casiano (Padre de la Iglesia, s. IV-V)- ha de hacer el que quiera salvarse diciendo siempre: “Dios mío, ayúdame, Dios mío ayúdame” (Colaciones, X). Esto tenemos que hacerlo por la mañana, tan pronto nos despertemos, y teniendo que continuar haciéndolo después en todas nuestras necesidades y en todas nuestras

ocupaciones en las que nos encontremos, tanto espirituales como temporales»[39].            Concluye el capítulo insistiendo en que: «En definitiva es dificilísimo salvarse sin la oración; y hasta es imposible –como ya hemos visto-, según la ordinaria providencia de Dios. Orando, por el contrario, es cosa segura y facilísima salvarse. Para salvarse no es necesario ir a dar la vida entre los infieles; no es necesario tampoco retirarse a los desiertos y nutrirse de hierbas ¿Qué cuesta decir: “Dios mío ayudadme. Señor asistidme, tened piedad de mí”? ¿Hay cosa más fácil que esta? Esta pequeña cosa bastará para salvarnos si estamos dispuesto a hacerla»[40].            San Alfonso deja muy clara su tesis, tan documentada y fundamentada, sobre la oración y la salvación. Sin embargo, desde posiciones que parecen propias del pelagianismo o del semipelagianismo se modifica su sentido, al añadir que para la salvación son necesarias las buenas obras. En la traducción española de la primera parte de esta obra  –realizada por Joaquín Roca y Cornet (1804-1873), escritor católico, amigo de Balmes–, traduce la última frase del pasaje citado, después de la breve oración para pedir ayuda, socorro y piedad, por: «Esta corta oración puede salvarnos si practicamos el bien»[41]. Sin embargo, en el original italiano no se habla de practicar el bien. No aparece ninguna condición de realizar buenas obras. Se dice sólo: «vi è cosa più facile di questa? e questo poco basterà a salvarci, se saremo attenti a farlo»[42].            Para salvarse son necearías las buenas obras, pero parece no advertirse que las buenas obras son fruto de la gracia de Dios y que las gracias de Dios se consiguen pidiéndolas con la oración. Ciertamente que la misma oración es una buena obra y, como tal, es efecto también de una gracia. Por ello, San Alfonso indica seguidamente que tratará más ampliamente la relación de la oración con la gracia en la segunda parte de la obra, pero presenta ya

su tesis: «Dios da a todos la gracia de orar a fin de que (acciocché) orando puedan obtener después todas las ayudas, hasta abundantemente, a fin de observar la ley divina y perseverar hasta la muerte. Por ahora quiero decir tan sólo que si no nos salvamos, nuestra será toda la culpa y sólo por nosotros faltará, por no haber rezado»[43]. Condiciones de la oración            En el capítulo siguiente, el último de esta primera parte de la obra, se estudian las condiciones de la oración. San Alfonso sigue la doctrina de Santo Tomás de Aquino. Cita el texto del Aquinate en el que se afirma: «Siempre se consigue lo que se pide, con tal que se den estas cuatro condiciones: pedir “por sí mismo”, “pedir cosas necesarias para la salvación”, “hacerlo con piedad” y “con perseverancia”»[44].            La primera condición, para su infalibilidad, de que se pida para sí mismo, es comprensible, porque si se hace para otra persona, siempre puede resistir ésta la gracia solicitada. En cambio, no pone obstáculos el que pide para sí, sino que la desea y la acepta por el mero hecho de pedirla. Como indica Santo Tomás: «A veces, lo que pedimos para otro no se logra, no precisamente porque nos falte devoción, perseverancia, o no busquemos su bien espiritual, sino porque él pone un obstáculo.”Aunque se me pusieran delante Moisés y Samuel, no se volvería mi alma a este pueblo, dijo Dios a Jeremías» (Jer 14, 1)»[45].            Esta primera condición no supone que no deba pedirse por el prójimo, simplemente que no se tiene la certeza infalible que se obtendrá lo pedido. Explícitamente sostiene el Aquinate: «Debemos pedir todo lo que debemos desear. Pero el bien debemos desearlo para nosotros y para los demás. Esto entra dentro del amor que debemos prestar a nuestro prójimo. Es, por lo tanto, de caridad el orar por nuestros semejantes. A este propósito dice San Juan Crisóstomo: “la necesidad nos lleva a pedir por nosotros: la caridad fraternal pide que roguemos por el

prójimo. Pero a Dios le es más grata la oración hecha por caridad fraterna que la dictada por necesidad” (Op. Imperf. in Mt, homil. 14, 6, 12)»[46].            Todavía San Alfonso precisa que el éxito de la oración para los demás depende también de la misericordia.  «Es verdad que Dios no ha prometido escucharnos cuando aquellos para los cuales oramos pongan un positivo impedimento a su conversión; muchas veces, pero, por su bondad y en atención a las oraciones de sus siervos, se ha complacido el Señor, mediante gracias extraordinarias, para conducir al estado de salvación los pecadores más encegados y obstinados»[47].            Siempre la obtención de lo pedido parar mí o para los demás no es por justicia, no es algo que se merece. Siempre si se consigue es por la generosidad y misericordia de Dios. La infalibilidad viene por la promesa de Jesucristo, porque es imposible que, habiéndose comprometido a ello, no la cumpla, con la condición de que se pida. Por esta vía,  Dios puede dar si quiere una gracia eficaz extraordinaria que impida la resistencia a la recepción de la gracia, que otra persona ha pedido para alguien, que no la acepta, sin alterar su naturaleza libre.            Sobre la segunda condición, el pedir lo conveniente o lo necesario para nuestra salvación, explica San Alfonso que: «La promesa de escuchar la oración no ha estado hecha  para las gracias temporales, que no son necesarias para la salvación del alma (…) A veces buscamos algunas gracias temporales y Dios no nos escucha porque nos quiere y quiere usar con nosotros la misericordia (…) El médico que quiere al enfermo no le concede aquellas cosas que ve que le harán daño. ¡Cuantos hay que si hubiesen estado enfermos  o pobres no habrían caído en los pecados en que caen estando sanos y siendo rico»[48].            Advierte que, no obstante, no por ello no deben pedirse los bienes necesarios para  vivir en este mundo. «No es un defecto el pedir a Dios las cosas necesarias para la vida presente, mientras se adecuen con la salvación

eterna, como se dice en el libro de los Proverbios: «Dame sólo lo necesario para vivir» (Prov 30, 8). No es ningún defecto -dice santo Tomás- el sentir por tales bienes una ordenada solicitud: el defecto estaría en desear y buscar estos bienes temporales como los principales y en tener de ellos un desordenado cuidado, como si consistiera todo nuestro bien. Por esto, cuando pedimos a Dios aquellas gracias temporales, tenemos que pedirlos siempre resignadamente y con la condición que sirvan para ayudar al alma; y si vemos que el Señor  no nos las concede, estemos seguros que no las niega a causa del amor que  nos tiene y porque ve que perjudicaría nuestra salud espiritual»[49]. La oración humilde            La tercera condición es  que se ore piadosamente. Considera San Alfonso que: «piadosamente quiere decir: con humildad y confianza»[50]. Recuerda que: «Dios no escucha las oraciones de los soberbios que confían en sus fuerzas, y por esto los abandona en su propia miseria»[51].            Para explicar la situación real del hombre, pone la siguiente comparación: «Es necesario que todos nos persuadamos que nosotros nos encontramos en una especie de cima de la montaña, suspendidos encima del abismo de todos los pecados y sostenidos nada más que por el hilo de la gracia; si se rompe este hilo, caeríamos ciertamente en aquel abismo y cometeríamos las más horrendas maldades “Si el Señor no me hubiera auxiliado, ya estaría yo poco menos que habitando en el silencio” (Sal 93, 17). Si Dios no me hubiera socorrido, habría caído yo en mil pecados, y ahora me encontraría en el infierno»[52].            Añade a continuación:  «Así hablaba el salmista, y así debe hablar cada uno de nosotros». «Eso mismo significaba también San Francisco de Asís, cuando decía que él era el mayor pecador del mundo. Pero, padre mío –le dijo el compañero-; eso que dice no es verdad; hay muchos en el mundo que ciertamente son peores que vos.

Demasiado cierto es lo que digo, respondió el Santo-; pues si Dios no tuviera sus manos puestas sobre mí, cometería todos los pecados»[53].            La humildad o el reconocimiento de la verdadera situación de la criatura, que está además herida por el pecado, lleva al temor y éste a la petición de ayuda u oración. En cambio: «Si alguno dice que no teme, señal que confía en sí mismo y de los propósitos que ha hecho; pero, se engaña a sí mismo con esta confianza perniciosa, ya que, confiando en sus propias fuerzas y no temiendo, deja de encomendarse a Dios y entonces ha de caer ciertamente»[54].            No hay que olvidar nunca los dones de la gracia que se reciben y, como consecuencia, asimismo debe tenerse en cuenta, como también aconseja Ligorio: «que cada uno se guarde de admirarse a sí mismo con cierta vanagloria delante de los pecados de los otros; entonces es cuando debe tenerse, en cuanto de el depende, por peor que los otros, diciendo: “Señor, si no me hubieses ayudado, habría obrado peor”. De otra manera, permitirá el Señor, en castigo de su soberbia, que caiga en mayores y más horrendas culpas. Por eso, nos avisa el Apóstol que nos procuremos la eterna salvación. ¿Pero, cómo? Siempre temiendo y temblando»[55].            Termina el apartado, dedicado a la oración humilde, citando a San Agustín. «Toda la gran ciencia de un cristiano, podemos finalmente concluir, consiste –como dice san Agustín- en conocer que no es nada y que nada no puede. “Esta es toda la magna ciencia: saber que el hombre no es nada (Com. al Sal 70)”. Así efectivamente, no cesará de procurarse de Dios, con oraciones, aquella fuerza que no tiene y que le es preciso para resistir las tentaciones y obrar bien. Entonces lo hará todo con los socorros de aquel Señor que no sabe negar nada a quien ruega con humildad»[56]. La oración confiada

            La condición de pedir piadosamente, que pone Santo Tomás en tercer lugar, según San Alfonso, además de la humildad implica la confianza. Advierte que: «Mucho le agrada al Señor nuestra confianza en su misericordia, pues de esta manera nosotros honramos y exaltamos aquella su infinita  bondad»[57].            Debe orarse con confianza. «Según sea nuestra confianza tales serán las gracias que recibiremos de Dios; si la confianza es grande, grandes serán también las gracias»[58]. La confianza todo lo puede. «”Acerquémonos –nos advierte san Pablo-, acerquémonos, pues, confiando al trono de la gracia a fin de conseguir misericordia y de encontrar gracia para el tiempo de socorros” (Heb 4, 16). El trono de la gracia es Jesucristo, que actualmente está sentado a la derecha del Padre, no en el trono de la justicia, sino de la gracia, a fin de obtenernos el perdón si nos encontramos en pecado, y ayuda para perseverar si gozamos de su amistad. Es necesario que acudamos siempre a este trono con confianza, esto es, con aquella seguridad que nos da la fe en la bondad y en la fidelidad de Dios, que ha prometido que escucharía a quien le ruega con  confianza firme y segura»[59].            La confianza hace que: «No digamos, como dicen algunos: no puedo, no me fío. Con nuestras fuerzas es cierto que nada  podemos; pero todo lo podemos con la divina ayuda»[60]. Confianza que debe tener el pecador si ora. «Dos pecadores mueren en el Calvario a cada lado de Jesucristo; el que ora –“acuérdate de mí”- se salva; el otro se condena porque no ora»[61].            Santo Tomás afirma que si el pecador ora, movido por la gracia divina : «Dios le escucha, no por justicia, pues no se lo merece el pecador, sino por su infinita misericordia, con tal que se salven las cuatro condiciones»[62].  Comenta San Alfonso, en este sentido, que cuando el Redentor nos anima a orar diciéndonos: «En verdad, en verdad os digo que el Padre os dará todo lo que le pidáis en mi nombre»[63], es como si nos dijera:

«Vosotros no tenéis méritos para obtener las gracias que pedís, por el contrario solamente tenéis deméritos  para recibir castigos. Haced esto: Id a mi Padre en nombre mío y por mis méritos solicitad de Él las gracias que queréis, que Yo os prometo y os juro –de verdad, de verdad os digo, según san Agustín, equivale a una especie de juramento- que mi Padre os concederá todo cuanto le pidáis. ¡Oh! Y que mayor consuelo puede tener un pecador, después de sus caídas, que saber con certeza que recibirá de Dios todo cuanto le pida en nombre de Jesucristo?»[64].            Con esta confianza en promesa de Cristo: «Dice san Agustín que la oración es una llave que abre el cielo en bien nuestro. Tan pronto nuestra oración sube a Dios, desciende a nosotros la gracia que pedíamos.”La oración del justo es la llave del cielo; sube la oración y desciende la misericordia de Dios” (Serm 216)»[65]. El espíritu de oración            Sobre la cuarta y última condición, orar con perseverancia, que considera Santo Tomás que debe estar revestida la oración para ser infalible, escribe San Alfonso: «Si queremos, en conclusión, que Dios no nos deje, no debemos parar nunca de pedirle que no nos abandone. Haciéndole así, es seguro que Él nos asistirá siempre y nunca  permitirá que lo perdamos y que nos separemos de su amor»[66].            Debe orarse con insistencia para conseguir la gracia de la perseverancia final. «Para conseguir la perseverancia es preciso que en todo tiempo nos encomendemos a Dios: por la mañana, por la tarde, en la meditación, durante la misa, en la comunión y siempre; especialmente en la hora de las tentaciones, diciendo y repitiendo siempre: Señor, ayudadme; asistidme; sostenedme con vuestra mano, no me abandonéis, tened piedad de mí. ¿Hay algo más fácil que decir: Señor, ayudadme, asistidme? En torno a las palabras del salmista: “Dentro de mí oraré al Dios de mi vida” (Sal 41, 9), dice la

Glosa: “Podrá decir alguien que no puede ayunar, que no puede dar limosna; si se le dice: Ora, no podrá decir que no puede”, porque no hay cosa más fácil que orar»[67]. Orar es el acto más fácil, porque  a la libertad humana le es muy fácil no poner obstáculos e impedimentos a la gracia que mueve a acto de orar, con la ayuda de esta misma gracia.            Por ser siempre la oración una gracia de Dios: «no solamente hemos de procurar pedirle siempre la perseverancia final y las gracias necesarias para conseguirla, antes bien tenemos además de solicitar siempre y anticipadamente del Señor que nos de la gracia de continuar orando»[68].            Hay que esperar de Dios la gracia de la perseverancia en el orar, porque: «Este fue asimismo aquel gran don que El prometió a sus elegidos por boca del Profeta. “Y derramaré sobre la casa de David y sobre los habitantes de Jerusalén el espíritu de gracia y oración” (Zach 12, 10). ¡Qué gran gracia es el espíritu de oración, esto es, la gracia de orar siempre, que Dios concede a un alma! No dejemos pues de pedir siempre a Dios esta gracia y este espíritu de orar a toda hora; porque si oramos siempre, obtendremos ciertamente del Señor la perseverancia y todo lo otro que deseamos, pues no puede fallar su promesa de escuchar al que le pide.“En esperanza estamos salvados” (Rm 8, 24). Con esta esperanza de orar siempre nos podemos tener por salvados»[69]. Eudaldo Forment

[1] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2566.[2]  Ibíd., n. 2567.[3] Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, I, 18.[4] Ibíd., I, 17.[5] Concilio Vaticano II, Dei Verbum, I, 5.[6]  Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2725.

[7] Ibíd., n. 2743.[8] Ibíd., n. 2744.[9] S. Alfonso Maria de Liguori,  Opere Ascetiche, Del gran mezzo della preghiera, vol. II, pp. 3 - 178, Edizioni di Storia e letteratura, Roma 1962, I, Introd., p. 7.[10] Ibíd.,Introd.  p. 8.[11] Ibíd., I, c. 1, p. 11.[12] Cf. SAN AGUSTÍN, Contra las dos epístolas de los pelagianos, II, 9, 18.[13] S. Alfonso Maria de Liguori, Del gran mezzo della preghiera, I, c. 1, p. 13.[14] Ibíd., I, c. 1, p. 14.[15] SANTO TOMÁS, Suma Teológica, III, q. 39, a. 5, in c.[16] S. Alfonso Maria de Liguori, Del gran mezzo della preghiera, I, c. 1, p.14.[17] Ibid.,[18] Lc 18, 1.[19] SANTO TOMÁS, Suma Teológica, II-II, q. 83, a. 2, ob. 1[20] Ibíd., II-II, q. 83, a. 2, ad 1.[21] Ibíd., II-II, q. 83, a. 2, ad 3.[22] Ibíd., II-II, q. 83, a. 2, ob. 2.[23] Ibíd., II-II, q. 83, a. 2, ad 2.[24] S. Alfonso Maria de Liguori, Del gran mezzo della preghiera, I, c. 1, p.14.[25]  SAN AGUSTÍN, Comentario a los Salmos,  Sal. 102, n. 10.[26] S. Alfonso Maria de Liguori, Del gran mezzo della preghiera, I, c. 1, p.14.[27] Santo Tomás, Suma Teológica, I, q. 94, a. 4, ad 5.[28] S. Alfonso Maria de Liguori, Del gran mezzo della preghiera, I, c. 1, p.19.[29] Santo Tomás, Suma Teológica, I-II, q. 109, a. 4, ob. 2.[30] Ibíd., I-II, q. 109, a. 4, ad 2.[31] Ibíd., I-II, q. 109, a. 4, in c.[32] S. Alfonso Maria de Liguori, Del gran mezzo della preghiera, I, c. 1, p.19.

 [33] Ibíd.,  I, c. 1, p. 16.[34] SANTO TOMÁS, Suma Teológica, I, q. 44, a. 4, ad 1.[35] Sant 1, 5: «Y si de algunos de vosotros está falto de sabiduría, demándela a Dios que la da a todos copiosamente y no hace reproches; y le será concedida».[36] S. Alfonso Maria de Liguori, Del gran mezzo della preghiera, I, c. 2, p.40.[37] Ibíd., pp. 40-41.[38] Ibíd., p. 41.[39] Ibíd., p. 42.[40] Ibíd., p. 43.[41] S. Alfonso María de Ligorio. De la importancia de la oración para alcanzar de Dios todas las gracias y la salud eterna, trad. Joaquín Roca y Cornet, Barcelona, Pons y Cia, Editores Católicos, 1869, p. 53.[42] S. Alfonso Maria de Liguori, Del gran mezzo della preghiera, I, c. 2, pp.43-44.[43] Ibíd., 43-44.[44] SANTO TOMÁS, Suma teológica, II-II, q. 83, a. 15, ad 2.[45] Ibíd., II-II, q. 83, a. 7, ad 2.[46] Ibíd., II-II, q. 83, a. 7, in c.[47] S. Alfonso Maria de Liguori, Del gran mezzo della preghiera, I, c. 3, pp. 47-48.[48] Ibíd., p. 48.[49] Ibíd., pp. 48-49.[50] Ibíd., p. 50.[51] S. Alfonso Maria de Liguori, Del gran mezzo della preghiera, I, c. 3, 1., p. 50. Cita el siguiente pasaje de la Escritura: «Dios resiste a los soberbios y da gracia a los humildes» (Sant 4, 6).[52] Ibíd., pp. 50-51.[53] Ibíd., p. 51.[54] Ibíd. Cita el siguiente texto de San Pablo: «trabajad vuestra salvación con temor y temblor» (Fil 2, 12).[55] Ibíd., p. 52.

[56] Ibíd., p. 53.[57] S. Alfonso Maria de Liguori, Del gran mezzo della preghiera, I, c. 3, 2, p. 55.[58] Ibid., p. 57.[59] Ibíd., p. 58.[60] Ibíd., p. 61.[61] Ibíd., p. 64.[62] SANTO TOMÁS, Suma Teológica, II-II, q. 83, a. 16, in c.[63] Jn 16, 23.[64]  S. Alfonso Maria de Liguori, Del gran mezzo della preghiera, I, c. 3, 2, pp. 65-66.[65] Ibíd., p. 64.[66] S. Alfonso Maria de Liguori, Del gran mezzo della preghiera, I, c. 3, 3, p. 73.[67] Ibíd., p. 69. Véase: PETRI LOMBARDI, Opera omnia, Commentarium in Psalmos, Psal. 41, PL 191, t. 1, col. 421.[68] Ibíd., p. 73.[69] Ibíd., pp. 73-74.

XXV. Existencia y naturaleza de la predestinaciónEudaldo Forment, el 14.09.15 a las 11:12 PM

Definición agustiniana de predestinaciónDe la doctrina de la gracia de Santo Tomás se sigue que la

justificación y con ella la salvación del hombre dependen de la predestinación gratuita de Dios. La concesión de la gracia implica que la iniciativa de la salvación la tome Dios, que sea así la causa determinante de la misma, y que, por ello, dependa ante todo de su predestinación.La cuestión de la divina predestinación de los buenos y reprobación de los malos es de las más difíciles, por no decir la más profunda e insondable. En el decreto sobre la justificación del Concilio de Trento se la califica de misteriosa e incomprensible. Por ello, se dice en el mismo: «Nadie tampoco, mientras exista en esta vida mortal, debe estar tan presuntuosamente persuadido del profundo misterio de la predestinación divina, que crea por cierto ser del número de los predestinados; como si fuese constante que el justificado, o no puede ya pecar, o deba prometerse, si pecare, el arrepentimiento seguro; pues sin especial revelación, no se puede saber quiénes son los que Dios tiene escogidos para sí»[1].En su último libro, El don de la perseverancia, San Agustín define la predestinación –cuya palabra etimológicamente significa destinación previa– como ciencia de visión de los elegidos para la vida eterna y de la preparación de los medios sobrenaturales necesarios para que la alcancen. Escribe: «La predestinación de los santos no es otra cosa que la presciencia de Dios y la preparación de sus beneficios, por los cuales certísimamente se salva todo el que se salva; los qué no, son abandonados por justo juicio de Dios en la masa de perdición, donde quedaron aquellos tirios y sidonios, que hubieran creído si hubiesen visto las maravillosas obras de Cristo Jesús. Pero como no se les dio aquello por lo que hubieran creído, también se les negó el creer»[2].En una obra anterior, La predestinación de los santos, San Agustín había afirmado que: «La predestinación es una preparación para la gracia y la gracia es ya la donación efectiva de la predestinación».Explica en el mismo lugar que: «Por eso, cuando prometió

Dios a Abrahán la fe de muchos pueblos en su descendencia, diciendo: «Te he puesto por padre de muchas naciones» (Gn 17, 4), por lo cual dice el Apóstol: «Y así es en virtud de la fe, para que sea por gracia, a fin de que sea firme la promesa a toda la posteridad»(Rm 4, 16), no le prometió esto en virtud de nuestra voluntad, sino en virtud de su predestinación».La promesa fue sobre la gracia, no sobre el poder del hombre. «Prometió, pues, no lo que los hombres, sino lo que El mismo había de realizar. Porque si los hombres practican obras buenas en lo que se refiere al culto divino, de Dios proviene el que ellos cumplan lo que les ha mandado, y no de ellos el que El cumpla lo que ha prometido; de otra suerte, provendría de la capacidad humana, y no del poder divino, el que se cumpliesen las divinas promesas, y así lo que fue prometido por Dios sería retribuido por los hombres a Abrahán. Pero no fue así como creyó Abrahán, sino que «creyó, dando gloria a Dios, convencido de que Dios era poderoso para cumplir lo que había prometido» (Rm 20-21)»[3].

Definición etimológicaSanto Tomás siguió esta misma doctrina, pero añadió ciertas precisiones. La primera es sobre su etimología. En su Comentario a la epístola de San Pablo a los Romanos, Santo Tomás aduce otras puntualizaciones, que sirven para comprender mejor la naturaleza de la predestinación. Explica que: «La palabra predestinación se toma de destino, como destinado con anterioridad». Así lo expresa su significado etimológico, una destinación previa.No es suficiente esta significación para expresar la naturaleza de la predestinación, porque: «Destinación se toma de dos maneras: a veces por misión, y así se dice que son destinados quienes son enviados a algo (…) y a veces destinar es lo mismo que proponerse (…) esta

segunda significación parece derivar de la primera. Pues así como el mensajero que es enviado se dirige a algo, así también lo que nos proponemos a algún fin lo ordenamos. Por lo tanto, predestinar no es otra cosa que disponer de antemano en la mente qué se deba hacer en determinada cosa».La predestinación es una previa disposición del entendimiento en el sentido de tomar una resolución y las medidas para realizar lo decidido. La predisposición o predestinación todavía puede entenderse como dirigida a la constitución de algo o del uso o gobierno de algo ya constituido, porque: «Puédese disponer sobre alguna cosa u operación futura: de un modo, en cuanto a la constitución misma de la cosa, así como el arquitecto ordena de qué modo deba hacerse la casa; de otro modo, en cuanto al uso mismo o gobierno de la cosa, así como alguien dispone de de qué manera se deba usar de su caballo; y a esta segunda pre-disposición pertenece la predestinación no a la primera».El sentido de predestinación es de una previa disposición sobre el uso o del gobierno de algo, y, por tanto, de conferirle un nuevo fin, porque: «aquello de que alguien usa se refiere a un fin (…) usar es referir algo al fin por el cual se le debe gozar. Y como la cosa se constituye en sí misma, no está ordenada por esto mismo a otra. Por lo cual la pre-disposición de la constitución de una cosa no se puede decir propiamente pre-destinación».La disposición divina «desde la eternidad de las cosas que son hechas en el tiempo» no puede llamársele propiamente predestinación, porque: «como todas las cosas naturales pertenecen a la constitución de la cosa misma, porque o son principios de los cuales se constituye la cosa, o de tales principios se siguen, consiguientemente las cosas naturales no caen propiamente bajo la predestinación, así como no decimos propiamente que el hombre esté predestinado a tener manos».En cambio, la predestinación designa la disposición divina

sobre un fin que ya no está relacionado con la naturaleza de las cosas. «La predestinación se dice propiamente solamente de aquellas cosas que están sobre la naturaleza, a las cuales se ordena la creatura racional. Ahora bien, sobre la naturaleza de la criatura racional está Dios solo, a quien se une la criatura racional mediante la gracia»[4]. La gracia cae bajo el objeto de la predestinación.Naturaleza de la predestinaciónEn la Suma teológica, Santo Tomás, después de estudiar la providencia divina, trata el tema de la predestinación, porque la considera una parte del objeto de la misma, la de la bienaventuranza sobrenatural. La predestinación sería un efecto de la providencia en el orden sobrenatural, porque: «A la providencia pertenece ordenar las cosas al fin (…) Pero las criaturas están ordenadas por Dios a un doble fin».Un fin, que se puede denominar natural o proporcionado a la naturaleza de la criatura racional y libre, porque puede conocerle y quererle como creador y fin último de todo y capaz de ser feliz con ello. Otro, conocido por la fe, «desproporcionado por exceso» a la naturaleza humana y que consiste en la «visión de Dios», en contemplar a Dios en su misma naturaleza.Sobre este fin sobrenatural nota seguidamente el Aquinate que: «Para que algo llegue a donde no puede alcanzar con las fuerzas de su naturaleza, es necesario que sea transmitido por otro, como lo es la flecha por el arquero, y, por esto, hablando con propiedad, la criatura racional, que es capaz de vida eterna, llega a ella como si fuese transmitida por Dios».La transmisión, o la destinación al fin de la vida eterna y la preparación, que implica, de los medios, que realizarán tal fin, preexiste en la mente divina. «La razón de esta transmisión preexiste en Dios, como preexiste en Él la razón del orden de todas las cosas a sus fines, que es en lo que consiste la providencia; y puesto que la razón que el

autor de una obra tiene de lo que se propone hacer es una suerte de preexistencia en él de la obra que ha de realizar, síguese que a la razón de la antedicha transmisión de la criatura racional a fin de la vida eterna, se la llame predestinación, pues destinar es enviar»[5].La predestinación es, por tanto, una parte de la providencia general de Dios, la que afecta a todas las criaturas. «La predestinación, en cuanto a sus objetos, es parte de la providencia»[6]. La predestinación es la providencia de Dios que se refiere a sus criaturas racionales en cuanto a su fin sobrenatural.Advierte también Santo Tomás que la predestinación es exclusiva de los seres racionales, los ángeles y hombres, porque: «Las criaturas irracionales no son capaces de un fin que excede a las fuerzas de la naturaleza humana, y por esto no decimos que sean predestinadas»[7], aunque son objeto de la providencia general de Dios.También que los ángeles han sido predestinados, aunque su naturaleza no estuviera afectada por el pecado. «Aunque nunca hayan sufrido miserias compete, sin embargo, a los ángeles ser predestinados, lo mismo que a los hombres, pues el movimiento no se específica por el punto de partida, sino por el de llegada. Para el hecho, por ejemplo, de ser blanqueado, nada importa que lo blanqueado haya sido negro, encarnado o gris, y, por lo mismo, para la razón de predestinación nada importa que el predestinado a la vida eterna haya o no sufrido miserias»[8].Por último, que la predestinación es desconocida por los predestinados. «Aunque por predilección especial sea revelada a alguien su predestinación, no es, sin embargo, conveniente que se revele a todos, porque en tal caso los no predestinados se desesperarían y la seguridad engendraría negligencia en los predestinados»[9].La providencia en sí misma pertenece a la razón práctica, que dispone que se haga algo con unos determinados medios. «La predestinación es una parte de la providencia,

y la providencia, lo mismo que la prudencia, es una razón existente en el entendimiento, que manda se ordenen algunas cosas al fin»[10]. Es formalmente, por tanto, el acto del entendimiento práctico de imperar. La providencia tiene su asiento en el entendimiento, aunque presupone el acto de la voluntad o de querer el fin. Supuesta la volición de la vida eterna, la predestinación es la ordenación a ella con la dirección de los medios. En la providencia intervienen así los siguientes cinco actos, tres que pertenecen al entendimiento y dos a la voluntad: el conocimiento del fin, que es del entendimiento; la intención de este fin, que es de la voluntad; la deliberación sobre los medios, que es del entendimiento; la elección de los medios, que es de la voluntad; y el imperio de la razón práctica, que es del entendimiento.La predestinación sería una planificación o un proyecto, pensado por la mente divina en la eternidad, que destina a la salvación sobrenatural de las criaturas racionales elegidas y dispone los medios necesarios para ello. Los medios que se proveerán por ser adecuados al fin serán también sobrenaturales, como son las gracias de Dios. Sin embargo, advierte el Aquinate: «No se incluye la gracia en la definición de la predestinación como si formase parte de su esencia, sino porque la predestinación tiene con la gracia la relación de causa a efecto o de acción a objeto»[11].El acto divino de predestinarLa predestinación puede considerarse en cuanto acto del que predestina y en cuanto lo que recibe el predestinado. En el primer aspecto: «La predestinación no es nada en los predestinados, y sólo lo es en el que predestina. Se ha dicho que la predestinación es una parte de la providencia. Ahora bien, la providencia no está en las cosas provistas, ya que como también se ha dicho, es una determinada razón que hay en la mente del provisor. Únicamente la ejecución de la providencia, llamada gobierno, está pasivamente en lo gobernado; pero de modo activo está en

el gobernante»[12].En la predestinación en Dios, puede hacerse también una doble consideración. En primer lugar, es una idea que está en el entendimiento de Dios, un plan de transmisión de la vida eterna a la criatura. En segundo lugar, es la ejecución por el poder de Dios del proyecto sobrenatural tal como está en el entendimiento divino. Esta realización o ejecución se denomina «gobierno», porque es una parte del gobierno general de Dios.Lo que Dios inicialmente ha planeado desde toda la eternidad, por la gobernación finalmente lo hace o realiza en el tiempo. La providencia es eterna, la gobernación es temporal,. Por ello, en su Comentario a la Epístola a los Romanos, indica Santo Tomás –al comentar el vérsiculo: «a los que preconoció, y los predestino»[13]– que: «Algunos dicen que aquí predestinación se toma por preparación que se da en el tiempo, por la cual Dios prepara a los santos para la gracia, y esto se dice para distinguir la presciencia de la predestinación. Pero si rectamente lo consideramos, una y otra cosa son eternas y sólo difieren por la razón»[14].La presciencia o conocimiento del futuro y la predestinación coinciden en cuanto que ambas se dan en la eternidad[15]. «La predestinación entraña cierta preordenación en el ánimo de aquello que hay que hacer. Y desde la eternidad Dios predestinó los beneficios que se les darían a sus santos. De aquí que la predestinación es eterna. Y difiere de la presciencia por la razón de que la presciencia entraña tan sólo el conocimiento de las cosas futuras; y la predestinación entraña cierta causalidad respecto de ellas. Y por eso Dios tiene la presciencia aun de los pecados, pero la predestinación es de los bienes saludables»[16].En el artículo citado de la Suma, añade que: «Por consiguiente, no cabe duda que la predestinación es la razón que en la mente divina hay del orden de algunos a la salvación eterna. En cuanto a la ejecución de este orden, pasivamente está en los predestinados, pero activamente

está en Dios; y la ejecución de la predestinación es la vocación y la glorificación, como dice el Apóstol en Rom 8,30: «A los que predestinó, a estos llamó, y a los que llamó a esos glorificó»[17].Siguiendo esta pasaje de San Pablo, en la ejecución, cuyo sujeto activo es Dios y pasivo, la criatura racional predestinada, afirma el Aquinate que se da una vocación o llamada y la glorificación. Sobre estos efectos de la predestinación, se lee en este lugar de la Escritura: «Porque a los que conoció de antemano, también los predestinó para ser hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos; a los que predestinó, también los llamó; a los que llamó, también los justificó; a los que justificó, también los glorificó»[18].Santo Tomás, en el Comentario a la epístola a los Romanos, sobre estos dos versículos escribe: «A los que preconoció, a ésos los predestinó a ser conformes a la imagen de su Hijo. De modo que esta conformidad no sea la razón de la predestinación sino el término o efecto. Porque dice el Apóstol: «Nos predestinó para la adopción de hijos de Dios» (Ef 1, 5). Porque la adopción de hijos no es otra cosa que la dicha conformidad. Porque quien es adoptado como hijo de Dios se conforma verdaderamente a su Hijo».El último efecto de la predestinación es la gracia santificante y la filiación adoptiva, cuyos desenvolvimientos y manifestaciones tendrán lugar en la vida eterna, y, por tanto, la gloria es igualmente el término de la predestinación, aunque en este versículo se expresa implícitamente. El primer efecto de la predestinación, tal como se indica en el siguiente versículo es la vocación o llamada.En este mismo lugar, explica Santo Tomás que: «Lo primero en que empieza a cumplir la predestinación es la vocación del hombre, la cual es doble: una externa, que se hace por boca del predicador. «Envió sus criadas a

convidar que viniesen al alcázar» (Prov 9, 3). De esta manera llamó Dios a Pedro y Andrés, como leemos en Mateo 4, 18-20. Más la otra vocación es interior; que no es otra cosa que cierto impulso de la mente por el cual el corazón del hombre es movido por Dios a asentir en las cosas que son de fe o de virtud».La vocación interior o moción divina es la esencial. «Esta vocación es necesaria porque nuestro corazón no se convertiría a Dios si el mismo Dios no nos atrajera a Sí. «Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no lo atrae» (Jn 6, 44). «Conviértenos ¡oh Señor! A Ti y nos convertiremos» (Lm 5, 21)».Para los predestinados la vocación interior es infaliblemente eficaz. «Esta vocación es eficaz en los predestinados porque asienten de este modo a la vocación»[19]. Por ser obra de la moción de Dios, la predestinación es totalmente cierta en cuanto su éxito. Afirma Santo Tomás, en la cuestión de la Suma: «La predestinación consigue su efecto ciertísima e infaliblemente, y, sin embargo, no impone necesidad, o sea no hace que su efecto se produzca de modo necesario». La predestinación, con los medios que utiliza, no quita la libertad del predestinado.El argumento que lo prueba es el siguiente: «Se ha dicho que la predestinación es una parte de la providencia. Más no todo lo sujeto a la providencia se produce necesariamente, ya que hay cosas que se producen de modo contingente, debido a la condición de las causas próximas que para tales efectos destina la providencia divina, no obstante lo cual, el orden de la providencia es infalible, según se ha dicho. Por consiguiente, es asimismo cierto el orden de la predestinación, y, sin embargo, no destruye la libertad del albedrío, del que proviene que su efecto sea contingente»[20].El segundo efecto de la predestinación es la justificación. Según Santo Tomás se infiere de la naturaleza de la vocación interior. Después explicar el modo de actuación

de este primer efecto de la predestinación añade: «De aquí que en segundo lugar pone la justificación, diciendo: «A los que llamó, también los justificó», es claro que infundiéndoles la gracia. San Pablo había dicho más arriba «Justificados gratuitamente por su gracia» (Rm 3, 24). Y esta justificación, aun cuando en algunos se frustre porque no perseveren hasta el fin, sin embargo, nunca se frustra en los predestinados».De este segundo efecto, se deriva el tercero. Después de indicar que afirma San Pablo que la justificación se realiza por la gracia, que nos consiguió Jesucristo, añade el Aquinate: «Por lo cual pone lo tercero: la glorificación, agregando «también los glorificó». Y esto doblemente: de un modo mediante el adelanto en la virtud y en la gracia; y del otro, por la exaltación de la gloria».Al concederles la gracia a los predestinados los glorifica, porque la gracia es la raíz de la gloria, porque la contiene como en germen. Es ya el inicio de la posesión de la gloria. También puede entenderse en cuanto que si por la gracia se adquiere el derecho a la gloria, se es ya ensalzado o elevado con la esperanza en conseguirla, ya que tal esperanza es ya una posesión anticipada de la misma.Por último, nota el Aquinate que San Pablo presenta la glorificación con la expresión «glorificó», como un acto en el pasado. «Pone el pretérito en lugar del futuro, para que se entienda de la magnificación de la gloria, o bien por la certeza del futuro, o bien porque lo que en algunos es futuro en otros es acabado»[21].La predestinación en los predestinadosEn cuanto al sujeto que la recibe, la predestinación se refiere a la criatura racional elegida y amada por Dios. Explica Santo Tomás que: «La predestinación presupone una elección, y la elección, un amor». La razón es la siguiente: «Como no se manda ordenar algo a un fin si previamente no se quiere tal fin, síguese que la ordenación de algunos a la salvación eterna presupone, según nuestro modo de concebir, que Dios quiera su salvación, y en esto

intervienen la elección y el amor. El amor, por cuanto quiere para ellos la salvación eterna, pues hemos visto que amar es querer el bien para alguien, y la elección, por cuanto quiere este bien para unos con preferencia a otros puesto que reprueba a algunos».La predestinación de Dios es a los que ha elegido y amado. Sin embargo, nota seguidamente el Aquinate que: «la elección y el amor no guardan en Dios el mismo orden que en nosotros. En nosotros la voluntad que ama no es causa del bien, sino que, por el contrario, es un bien preexistente el que la incita a amar; y de aquí que elegimos a alguien para amarle, y por esto en nosotros la elección precede al amor. Pero en Dios sucede lo contrario, porque su voluntad, por la que quiere el bien para alguien amándole, es causa de que éste obtenga tal bien con preferencia a los otros».El orden divino es el amor, la elección y el bien que pone. El humano es a la inversa: el bien que considera en lo amado, la elección y el amor. «Y de este modo se comprende que, según la razón, el amor precede a la elección, y la elección, a la predestinación, y por consiguiente, que todos los predestinados son elegidos y amados»[22].También Santo Tomás lee esta doctrina en la Escritura. Expresamente dice San Pablo, igualmente en la Epístola a los romanos: «Porque no habiendo nacido aún, ni habiendo hecho algo bueno ni malo, para que según la elección permaneciese el decreto de Dios, no por las obras sino por el que llama, le fue dicho a ella (Rebeca, esposa de Isaac y madre de Jacob y Esaú) que el mayor serviría al menor, conforme a lo que está escrito: «Amé a Jacob y aborrecí a Esaú»[23].Comenta Santo Tomás que al decir San Pablo »no habiendo nacido aún» (…) indica el tiempo de la promesa, y dice que por la promesa de salvación uno de los hijos de Rebeca es preferido al otro antes que naciesen. Y así (…) excluye la opinión de los judíos que confiaban en los

méritos de los Padres».En el versículo siguiente: «agrega: «ni habiendo hecho cosa buena o mala», con lo cual excluye el error de los pelagianos, que dicen que según está escrito (Tit 3, 5): «El nos salvó, no a causa de obras de justicia que hubiésemos hecho nosotros, sino según su misericordia». La falsedad de una y otra cosa se muestra por el hacho de que desde antes del nacimiento y de las obras uno de los hijos de Rebeca fue preferido al otro». De manera que: «el mismo Dios con libre voluntad pre-eligió al uno respecto del otro, no porque fuera santo, sino para que fuese santo»[24].A continuación Santo Tomás, para confirmarlo, cita el siguiente pasaje de la Epístola a los efesios: «Así como nos eligió en él mismo, antes de la creación del mundo para que fuésemos santos y sin mancha delante de él, en caridad. El que nos predestinó para adoptarnos como hijos suyos, por Jesucristo, según el propósito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, por la cual nos ha hecho agradables en su amado hijo»[25].En su Comentario a la epístola a los efesios, sobre estos versículos escribe Santo Tomás : «Por Él mismo nos escogió y apartándonos de pura gracia de la masa de perdición, de antemano dispuso en Él mismo, esto es, por Cristo, salvarnos. «no me habéis elegido vosotros a Mí, sino Yo a vosotros» (Jn 15, 16 ). Y esto «antes de la creación del mundo», esto es, desde toda la eternidad, antes que hubiésemos nacido (Rom 9, 11)».Sobre el motivo de la elección divina precisa: »Nos eligió», repito, no porque tuviésemos en nuestro haber la santidad, «si ni siquiera existíamos», más para esto, «para que fuésemos santos», ejercitando las virtudes , «y sin mancha», dando muerte a los vicios, cosas ambas que obra la elección».Sobre la santidad explica seguidamente: «Santos digo «en su presencia» esto es, internamente en el corazón, teatro reservado a sólo sus divinos ojos (Sal 33, 15)- O «en su presencia», esto es, para verle a Él, porque, según San

Agustín, todo el galardón consiste en la visión. Y esto lo hizo, no por méritos nuestros, sino en su caridad, o en la nuestra, con la que formalmente nos santifica».Por consiguiente, como indica más adelante: «La causa de la predestinación divina no es ninguna necesidad que tenga Dios, ni deuda de parte de los predestinados, sino un puro efecto de su buena voluntad (…) proviene de puro amor».Un poco antes, como resumen de todo este extenso comentario y del mismo pasaje comentado, indica que: «El concepto de predestinación incluye seis cosas: primero, el acto eterno, allí «predestinó»; segundo, el objeto temporal, allí «nosotros»; tercero, el provecho presente, allí «la adopción»; cuarto, el fruto futuro, allí «el mismo» (la gloria); quinto, el modo gratuito, allí, según el propósito (un puro efecto de su buena voluntad). y sexto, el debido efecto, allí, alabanza de la gloria de su gracia».Finalmente concluye su comentario al establecer que: ««Queda, pues, claro que la predestinación divina no tiene otra causa, ni puede tenerla, que la simple voluntad de Dios; y está claro también que la divina voluntad que predestina no tiene otra explicación que la comunicación a los hijos de la bondad divina»[26].Algunas dificultadesEn el artículo de la Suma, dedicado a la elección divina de los predestinados, Santo Tomás presenta una dificultad a esta tesis de la comunicación a algunos, a los predestinados, de la gracia y de la gloria. La objeción es que Dios al igual que el Sol derrama su luz para todos así también comunica a todos su bondad, y, por tanto, la gracia y la gloria[27].Su solución es: «Si la comunicación de la bondad divina se considera en general, es cierto que Dios la comunica sin elegir, ya que nada hay que no participe en algo de su bondad, según se ha dicho.. Pero si se considera la comunicación de este o del otro bien, es cosa que no se hace sin elección, puesto que a unos concede bienes que

niega a otros; y así es como se entiende la elección en la concesión de la gracia y de la gloria»[28].Una dificultad más grave sobre la elección o selección. que incluye la predestinación, es que si se diera se haría sobre seres que todavía no existen[29]. A la que responde el Aquinate: «Cuando el bien preexistente en las cosas es el que provoca a la voluntad para elegir, la elección recae forzosamente sobre objetos que existen, y tal ocurre en nuestras elecciones. Pero en Dios, como hemos dicho, sucede de otra manera, y por esto «son elegidos por Dios los que no existen, y, sin embargo, no se equivoca el que elige», como dice San Agustín»[30].Santo Tomás aplica a la elección previa de los predestinados el siguiente argumento de San Agustín sobre la elección de la creación especial del hombre en la eternidad: «El hombre que no existía no tuvo méritos anteriores para existir. Si lo mereció, existía ya; pero no existía aún. No existía, pues, quien tuviese méritos para ello, y, sin embargo, fue hecho y no fue creado como las bestias, o como un árbol o una piedra, sino que fue creado a imagen del Creador (Cf. Gn 1, 26-27). ¿Quién concedió este beneficio? Dios que existía y existía desde la eternidad. ¿A quién se lo concedió? Al hombre que aún no existía. Lo concedió quien existía; lo recibió quien no existía. ¿Quién pudo hacer esto, sino aquel «que llama a las cosas que no existen como a las que existen» (Rm 4, 17) ? Acerca de ello dice el Apóstol: «El cual nos eligió antes de la creación del mundo (Ef 1, 4). Nos eligió antes de la creación del mundo»: hemos sido hechos en este mundo, pero ni el mundo existía, cuando fuimos elegidos. ¡Realidades inefables y admirables, hermanos míos! ¿Quién se bastaría para explicarlas? ¿Quién se bastaría a lo menos para pensar lo que trata de explicar? Son elegidos quienes no existen. Quien elige no se equivoca ni elige fantasmas. Elige, pues, y tiene elegidos: aquellos a los que, por ser elegidos, habrá de crear. Los tiene en sí mismo; no en su naturaleza, sino en su presciencia»[31].

Eudaldo Forment  

[1] CONCILIO DE TRENTO, Decreto sobre la justificación, cáp. XII. En el canon 15 se dice: «Si alguno dijese que el hombre regenerado y justificado está obligado a  creer de fe que él es ciertamente del número de los predestinados, sea  anatema»; y en el 23: «Si alguno dijere que el hombre justificado no puede ya pecar más ni perder la gracia, y, por consiguiente, que el que cae y peca nunca fue verdaderamente justificado; o, por el contrario, que durante toda su vida puede evitar todos los pecados, hasta los veniales, a no ser por especial privilegio de Dios, como lo cree la Iglesia de la bienaventurada Virgen María, sea anatema».[2] SAN AGUSTÍN, Del don de la perseverancia, c. 14, n. 35.[3] IDEM, De la predestinación de los santos, c. 10, n. 19.[4] SANTO TOMÁS, Comentario a la «Epístola a los Romanos», c. 1, lect. 3.[5] SANTO TOMÁS, Suma teológica, I, q. 23, a.1, in c.[6] Ibíd.[7] Ibid., I, q. 23, a. 1, ad 2.[8] Ibid., I, q. 23, a. 1, ad 3.[9] Ibíd., I, q.23, a. 1, ad 4.[10] Ibíd., I, q. 23, a. 4, in c. En el Prólogo a la cuestión 22 de esta Primera parte de la Suma Teológica dedicada a la providencia, dice Santo Tomás al iniciarlo: «Determinado ya lo que en absoluto pertenece a la voluntad divina, es preciso que nos ocupemos ahora de lo que se refiere, a la vez, al entendimiento y a la voluntad. Esto, en cuanto a todos los seres en general, es la providencia y respecto al hombre en particular es la predestinación y la reprobación en orden a la vida eterna y sus consecuencias».[11] Ibíd., I, q. 23, a. 2, ad. 4.

[12] Ibíd., I, q. 23, a. 2, in c.[13] Rm 8, 29: Nam, quos praescivit, et praedestinavit conformes fieri imaginis Filii eius, ut sit ipse primogenitus in multis fratribus; [14] SANTO TOMÁS, Comentario a la «Epístola a los Romanos», c. 1, lect. 3.[15] En la versión española de la Vulgata, por ello, se da esta traducción: «a los que conoció de antemano, también los predestinó».[16] SANTO TOMÁS, Comentario a la «Epístola a los Romanos», c. 1, lect. 3.[17] IDEM, Suma teológica, I, q. 23, a.2, in c.[18] Rm 8, 29-30: «Nam, quos praescivit, et praedestinavit conformes fieri imaginis Filii eius, ut sit ipse primogenitus in multis fratribus; quos autem praedestinavit, hos et vocavit; et quos vocavit, hos et iustificavit; quos autem iustificavit, illos et glorificavit».[19] SANTO TOMÁS, Comentario a la epístola a los romanos,  c. 8, lect. 6[20] IDEM, Suma teológica, I, q. 23, a. 6, in c.[21] IDEM, Comentario a la epístola a los romanos,  c. 8, lect. 6 [22] IDEM, Suma teológica, I, q. 23, a. 4, in c.[23] Rm 9, 11-12: «Cum enim nondum nati fuissent aut aliquid egissent bonum aut malum, ut secundum electionem propositum Dei maneret,  non ex operibus sed ex vocante dictum est ei: “ Maior serviet minori ”;  sicut scriptum est: “ Iacob dilexi, Esau autem odio habui ”».[24] SANTO TOMÁS, Comentario a la epístola a los romanos,  c. 9, lect. 2[25] Efes 1, 4-6. «Sicut elegit nos in ipso ante mundi constitutionem, ut essemus sancti et immaculati in conspectu eius in caritate; qui praedestinavit nos in adoptionem filiorum per Iesum Christum in ipsum,secundum beneplacitum voluntatis suae,  in laudem gloriae gratiae suae, in qua gratificavit nos in Dilecto».

[26] SANTO TOMÁS, Comentario a la epístola a los efesios,  c. 1, lect. 1[27] IDEM, Suma teológica, I, q. 23, a. 4, ob. 1[28] Ibíd., I, q. 23, a. 4, ad 1[29] Cf. I, q. 23, a. 4, ob. 2.[30] Ibid., I, q. 23, a. 4, ad 2. [31] SAN AGUSTÍN, Sermón 26, a. 4.

XXVI. Existencia y naturaleza de la reprobaciónEudaldo Forment, el 1.10.15 a las 7:09 PM

Voluntad divina salvífica universal                       Una dificultad para la doctrina de la predestinación, que parece insoluble, se encuentra en la Sagrada Escritura. Santo Tomás la presenta, en último lugar, en el artículo que dedica a la elección divina, que incluye la predestinación, del siguiente modo: «Toda elección implica una selección. Pero “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1Tim 2, 4). Luego, la predestinación, que preordena a los hombres a la salvación, no requiere elección»[1].            Su respuesta es muy breve: «Que todos los hombres se salven, lo quiere Dios, como se ha dicho (I, q.

19, a. 6), antecedentemente, que no es querer en absoluto, sino hasta cierto punto, pero no consecuentemente, que es querer en absoluto»[2].            En el artículo, al que remite el Aquinate, explica que: «Las palabras del apóstol: “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1Tim 2, 4) se pueden entender de tres maneras»[3].            La primera la toma de San Agustín, que, al referirse a este pasaje de San Pablo, escribe: «Cuando oímos o leemos en las sagradas letras que Dios quiere que todos los hombres sean salvos, aunque estamos ciertos de que no todos se salvan, sin embargo, no por eso hemos de menoscabar en algo su voluntad omnipotente, sino entender de tal modo la sentencia del Apóstol: “Dios quiere que todos los hombres se salven” (1Tim 2, 4), como si dijera que ningún hombre llega a ser salvo sino a quien El quiere salvar; no en el sentido de que no haya ningún hombre más que al que quisiere salvar, sino que ninguno se salva, excepto aquel a quien El quisiere»[4].            Este sería el sentido de las palabras del Apocalipsis de que en la celestial Jerusalén: «No entrará en ella ninguna cosa contaminada, ni ninguno que cometa abominación y mentira; solamente los que están escritos en el Libro de la vida del Cordero»[5].            Concluye San Agustín: «Y por eso hemos de pedirle que quiera, porque es necesario que se cumpla, si quiere. Pues de la oración a Dios trataba el Apóstol al decir esto. De este mismo modo entendemos también lo que está escrito en el Evangelio: “El es el que ilumina a todo hombre que viene a este mundo” (Jn 1,9) ; no en el sentido de que no haya ningún hombre que no sea iluminado, sino porque ninguno es iluminado a no ser por El»[6].            En la interpretación de la afirmación de San Pablo «Dios quiere que todos los hombres se salven», en su Comentario a la primera epístola a Timoteo, Santo Tomás asume este significado, que coloca en el segundo lugar. La voluntad de beneplácito, explica, puede entenderse: «que

sea una distribución acomodada, esto es, todos los que se salvarán, porque nadie se salva sino por su voluntad (de Él); así como en una escuela el maestro enseña a todos los niños de esta ciudad, porque nadie es enseñado sino por él»[7].            En la Suma teológica, el Aquinate, añade esta otra manera de comprenderse el versículo de San Pablo: «Segunda, en el sentido de referirse a todas las categorías de hombres, aunque no a todos los individuos de cada clase»[8].            Cita también el texto citado de San Agustín, en el que se da una segunda interpretación. La sentencia del Apóstol podría entenderse: «no en el sentido de que no haya ningún hombre a quien El no quisiere salvar, puesto que no quiso hacer prodigios entre aquellos de quienes dice que habrían hecho penitencia, si los hubiera hecho; sino que entendamos por “todos hombres”  todo el género humano distribuido por todos los estados: reyes, particulares, nobles, plebeyos, elevados humildes, doctos, indoctos, sanos, enfermos, de mucho talento, tardos, fatuos, ricos, pobres, medianos, hombres, mujeres, recién nacidos, niños, jóvenes, hombres maduros, ancianos; repartidos en todas las lenguas, en todas las costumbres en todas las artes, en todos los oficios, en la innumerable variedad de voluntades y de conciencias y en cualquiera otra clase de diferencias que puede haber entre los hombres; pues ¿qué clase hay, de todas éstas, de donde Dios no quiera salvar por medio de Jesucristo, su Unigénito, Señor nuestro, a hombres de todos los pueblos y lo haga, ya que, siendo omnipotente, no puede querer en vano cualquiera cosa que quisiere?»[9].            Igualmente aparece este sentido en el Comentario a la primera epístola a Timoteo. Un  modo de entender la cita de San Pablo es «que sea una distribución según los géneros de cada uno, no según cada uno de los géneros, es decir, no excluye de la salvación ningún género o raza de hombres; porque antiguamente a sólo los judíos, ahora

a todos se ofrece. Y esto está más de acuerdo con la intención del Apóstol».            En este Comentario pone, en primer lugar, como primer modo de interpretarse, que no aparece en la Suma, que: «sea una locución causal, como cuando se dice que Dios hace algo porque hace que otros lo hagan, como en Rom 8, 26: “el mismo Espíritu hace nuestras peticiones”, es decir, hace que pidamos. Así quiere pues Dios, porque hace que sus santos quieran que todos se salven; pues este querer deban tenerlo los santos que no saben quiénes están predestinados y quienes no»[10].

Voluntad antecedente y voluntad consiguiente            La tercera y última interpretación que presenta Santo Tomás es la de San Juan Damasceno, el último padre de la Iglesia. «Según el Damasceno (De Fide Ortodoxa, II, c. 29) se entiende de la voluntad antecedente, pero no de la consiguiente, distinción que no recae sobre la misma voluntad de Dios, en la que no hay antes ni después, sino sobre las cosas que quiere. Para explicarlo, tómese en cuenta que Dios quiere a cada cosa en la medida del bien que posee. Pues bien, se da el caso que cosas que, al primer aspecto y consideradas en absoluto, son buenas o malas, en determinadas condiciones, que es el segundo aspecto, son todo lo contrario. Por ejemplo, en absoluto, es bueno que un hombre viva y es malo matarlo; pero si, resulta, que tal hombre es homicida o que su vida es un peligro para la sociedad, es bueno matarlo y malo que viva; y por esto se puede decir que un juez justiciero quiere con voluntad antecedente que todo hombre viva, pero con voluntad consecuente, quiere que se ahorque al malhechor. Pues de manera análoga, Dios quiere con voluntad antecedente que todos los hombres se salven, pero con voluntad consecuente quiere que algunos se condenen, porque así lo requiere su justicia».

            Comenta seguidamente el ejemplo del juez, para explicar más claramente la diferencia entre la voluntad antecedente o absoluta de Dios del bien que tienen las cosas y la voluntad consecuente o consiguiente, según la particularización y circunstancias. «Lo que nosotros queremos con voluntad antecedente, no lo queremos en absoluto y sin reservas, sino hasta cierto punto. La razón es porque la voluntad se refiere a las cosas tal cual son en sí mismas, y en la realidad existen particularizadas, por lo cual queremos sin reservas una cosa cuando la queremos vistas todas sus circunstancias particulares, y esto es precisamente querer con voluntad consecuente. Por esto se puede decir que el juez recto quiere en absoluto que se ejecute al malhechor, y de cierta manera quiere que viva por cuanto se trata de un hombre, por lo cual más bien puede llamarse la suya veleidad que no voluntad absoluta»[11]. En el ejemplo, en realidad, la voluntad antecedente no es absoluta, sino que es una voluntad con «veleidad», o volubilidad, y la voluntad consecuente es la absoluta.            Queda todavía más clara la distinción entre la voluntad antecedente y consecuente, que es de gran importancia para comprender de algún modo la predestinación y la reprobación, en el pasaje del Comentario de la primera epístola a Timoteo, que explica los sentidos de la voluntad de beneplácito. Sitúa  como cuarto y último lugar: «Que se entienda, según Damasceno, de la voluntad antecedente, no de la consecuente; porque aunque en la voluntad divina, no haya primero ni postrero, antes ni después, dícese con todo antecedente y consecuente»..           Nota que la distinción es: «según el orden de las cosas queridas». Por ello: «Puede considerarse la voluntad en universal o absolutamente, y según algunas circunstancias y en particular. Y primero es la consideración absoluta y de manera universal que en particular y comparada. Por esto la voluntad absoluta es

como antecedente y la voluntad de alguna cosa en particular como consecuente».            El ejemplo, que pone a continuación, es el siguiente: «El mercader que quiere absolutamente salvar todas sus mercancías, y esto con voluntad antecedente; más si considera su salvación, no quiere salvarlas todas en comparación de otras cosas, a saber, si caso que las salvara se siguiese el naufragio. Y esta voluntad es consecuente. Así en Dios la salvación de todos los hombres en sí considerada tiene razón para ser querida; y el Apóstol así habla aquí, y así su voluntad es antecedente. Mas si se considera el bien de la justicia y el castigo de los pecados, entonces ya no quiere; y ésta es la voluntad consecuente»[12]. Definición de reprobación            Dios quiere que todos los hombres se salven, sin embargo, es innegable que también reprueba a algunos. Lo confirman varios pasajes de las Sagradas Escrituras. En uno de ellos, en la Epístola a los Romanos, se lee: « Queriendo Dios mostrar su ira y dar a conocer su poder, soportó con mucha paciencia los vasos de ira dispuestos para la perdición»[13]; y en el Evangelio según San Mateo: «Entonces dirá también a los que estén a la izquierda: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, que está preparado para el diablo y para sus ángeles”»[14].            En la cuestión de la Suma Teológica, dedicada a la predestinación, afirma Santo Tomás: «Dios reprueba a algunos. Se ha dicho que la predestinación es una parte de la providencia y que a la providencia pertenece permitir algún defecto en las cosas que le están sometidas. Pues bien, como los hombres están ordenados a la vida eterna por la providencia divina, a la providencia divina pertenece también permitir que algunos no alcancen este fin, y a esto se llama reprobar».            Sobre el hecho de la reprobación, o el que Dios permita que algunos hombres no alcancen la salvación,

expresado explícitamente en la revelación divina, el Aquinate explica seguidamente: «Así pues, lo mismo que la predestinación es una parte de la providencia respecto a los que están ordenados por Dios a la salvación eterna, la reprobación es una parte de la providencia respecto a los que no han de alcanzar este fin».                     La reprobación implica la presciencia o conocimiento del futuro, pero no le añade, como la predestinación, la causalidad de los bienes de la salvación, sino la permisión de la causalidad de los condenados, porque: «la reprobación no incluye solamente la presciencia, sino que, según nuestro modo de entender, le añade algo, como lo añade la providencia, según se ha dicho, pues así como la predestinación incluye la voluntad de dar la gracia y la gloria, la reprobación incluye la voluntad de permitir que alguien caiga en la culpa, y por la culpa aplicarle la pena de condenación»[15].            Si la predestinación es positiva, puede decirse que la reprobación es negativa en cuanto el decreto de la voluntad divina es la de permitir el pecado y una vez previsto condenarlo. No hay una reprobación positiva o de condenar antes de haber previstos los pecados.            En este sentido escribía San Agustín: «¿qué dices de Isaac, al que nada posible o imposible se le intimó, y, sin embargo, habría perdido la vida, de no ser circuncidado al octavo día? ¿No ves, en fin, que el precepto dado por Dios al primer hombre era de posible y fácil cumplimiento; y que fue por esta violación y desprecio de este mandato de un solo hombre, como en masa común de origen, por lo que arrastró con su pecado a todo el género humano, herencia común, y de ahí viene el “duro yugo que pesa sobre los hijos de Adán desde el día de su nacimiento hasta el día de su sepultura en la madre de todos” (Eclo 40, 1)?  Y como de esta generación maldita de Adán nadie se ve libre si no renace en Cristo, por eso Isaac habría perecido de no recibir el signo de esta regeneración; y con plena justicia, pues, habría salido de esta vida, en la que entró

condenado por su nacimiento carnal, sin el signo de la regeneración. Y si éste no es el motivo por el que Isaac habría perecido, indícame otro. Dios es bueno y justo; puede salvar a algunos porque es bueno, sin que lo hayan merecido; pero a nadie puede condenar sin motivo, porque es justo. Un niño de ocho días, sin pecado personal, ¿puede ser condenado, por no ser circuncidado, si no le hiciese digno de esta condena el pecado original?»[16]. Además del pecado original, en los adultos están los pecados personales.            En este mismo artículo de la Suma, también el Aquinate rechaza una reprobación antes de la presciencia de los pecados, que se  expresa en la siguiente objeción: «Si Dios reprueba a algún hombre es preciso que la reprobación sea para los reprobados lo que la predestinación para los predestinados. Pues como la predestinación es causa de la salvación de los predestinados, la reprobación sería causa de la perdición de los réprobos, y esto es falso, porque en Óseas se dice: “De ti, Israel, viene tu perdición; sólo en mí está tu socorro” (Os 13, 9). Luego, Dios no reprueba a nadie»[17].            La respuesta de Santo Tomás es que Dios reprueba, pero no lo hace sin la previsión de su pecados, porque: «La reprobación en cuanto causa no obra lo mismo que la predestinación. La predestinación es causa de lo que los predestinados esperan en la vida futura, o sea de la gloria, y de lo que reciben en la presente, que es la gracia. Pero la reprobación no es causa de lo que tienen en la vida presente, que es la culpa, sino que es causa del abandono de Dios. Es, sin embargo, causa de lo que se aplicará en lo futuro, esto es, del castigo eterno. Pero la culpa, proviene del libre albedrío, por el que se reprueba y se separa de la gracia; y, por tanto, se cumplen las palabras del profeta: “De ti, Israel, viene tu perdición” (Os  13, 9)»[18].

 Causa de la reprobación

            Al no dar la salvación a algunos, Dios no lo hace por un acto positivo de su voluntad, como si les excluyera de este beneficio, que, por otro lado, no es debido a nadie. Si su voluntad quiere la salvación de todos, no puede admitirse la exclusión positiva de nadie. Únicamente, de manera negativa como castigo del pecado previsto y permitido por Dios, y que ha sido cometido por el pecador con su voluntad libre. Supuesta la voluntad salvífica universal, entendida con la salvedad de la voluntad del pecador, y en atención a los méritos de Cristo, que «murió por todos»[19], a nadie por parte de Dios le faltarán los medios necesarios y suficientes para obtener la salvación.            Dios ofrece a todos lo que necesitaban para salvarse, si hubieran querido. Ningún condenado se podrá quejar de no haber recibido las gracias suficientes, a las que si no hubiera opuesto impedimento, habría recibido además las gracias eficaces que le hubieran llevado a la salvación. Así lo declaró el concilio de Trento: «Si alguno dijere que no participan de la gracia de la justificación, sino los predestinados a la vida, y que todos los demás que son llamados lo son en efecto, pero que no reciben gracia, como que están predestinados a lo malo por el poder divino, sea anatema»[20].No representa ninguna dificultad que, para salvarse, sea necesario tener fe y creer en unos contenidos explícitos, porque: «El objeto propio de la fe es aquello que hace al hombre bienaventurado. En cambio, pertenece accidental y secundariamente al objeto de la fe todo cuanto en la Escritura se contiene, como que Abrahán tuvo dos hijos, que David fue hijo de Isaí, y cosas semejantes. Por lo tanto, en cuanto a las verdades primeras de la fe, que son los artículos (del Credo o de los símbolos de la fe), debe el hombre creerlos explícitamente, con la misma necesidad como está obligado a tener fe. Más, respecto de los otros creíbles, no está obligado a creerlos explícitamente, sino sólo implícitamente, o en la disposición de ánimo, en cuanto está preparado a creer todo lo que en la divina

Escritura se contiene. En todo caso, sólo está obligado a creer explícitamente cuando le conste que se halla contenido en la doctrina de fe»[21].            Desde esta importante observación, repara el Aquinate, en otro lugar, que: «No se sigue  inconveniente alguno que todos los tengan que creer explícitamente algo, si alguno se nutre en  las selvas o entre animales salvajes; porque pertenece a la divina providencia proveer a cada uno lo necesario para la salvación, con tal de que no lo impida por su parte. Así pues, si alguno de los así nutridos, llevado de la razón natural se guía en el deseo del bien y en la huída del mal, certísimo es que Dios le revelará por una interna inspiración   las cosas que hay que creer necesariamente o le enviará algún predicador de la fe, como envió Pedro a Cornelio (Hch, 10)»[22].            La reprobación tampoco quita la libertad al reprobado, tal como se presupone en la siguiente objeción  a que Dios repruebe algún hombre: «A nadie se debe hacer cargo de lo que no puede evitar. Pero si Dios reprueba a alguno, es inevitable que perezca, porque en el Eclesiastés se dice: “Considera las obras de Dios, que ninguno puede enmendar al que Él desechó” (Ecl 7, 14). Por consiguiente, no se podría imputar a los hombres su perdición, y como esto es falso, síguese que Dios no reprueba a nadie»[23].            Responde Santo Tomás que: «La reprobación de Dios no merma en nada el poder del reprobado, y, por tanto, cuando se dice que el reprobado no puede conseguir la gracia, no se entiende en el sentido de una imposibilidad absoluta, sino de una imposibilidad condicional, a la manera como se ha dicho ser necesario que el predestinado se salve, pero con necesidad condicional, que no destruye el libre albedrío. De aquí, pues, que, si bien el que ha sido reprobado por Dios, no puede alcanzar la gracia, sin embargo, el que caiga en este o en el otro pecado proviene de su libre albedrío, y, por tanto, con razón se le imputa como culpa»[24]. 

Causa de la predestinación            Si el pecado y el correspondiente demérito son la causa de la reprobación, no ocurre de manera parecida con los méritos y la predestinación. En el artículo de la cuestión de la predestinación –que trata de «si la predestinación tiene alguna causa por parte de sus efectos, o lo que es lo mismo, si Dios predeterminó que Él daría a alguien el efecto de la predestinación por algún merecimiento»–, expone varias doctrinas.            Una de ellas es que: «La razón o causa del efecto de la predestinación son los méritos preexistentes en esta vida, y así los pelagianos sostuvieron que el principio del bien obrar procede de nosotros, y la consumación, de Dios, y que, por tanto, el motivo de que dé a uno y no a otro el efecto de la predestinación proviene de que el primero suministró el principio preparándose, y el segundo, no».            Nota seguidamente Santo Tomás que: «Contra esta opinión dice el Apóstol (en 2 Cor 3, 5): “de nosotros no somos capaces de pensar algo como de nosotros mismos”; y no es posible hallar un principio anterior al pensamiento. Por consiguiente, no se puede decir que haya en nosotros principio alguno que sea motivo del efecto de la predestinación».            Por tener en cuenta estas palabras de la Escritura, hay otra doctrina, en la que se sostiene que: «La razón de la predestinación son los méritos que siguen a su efecto; y esto quiere decir que, si Dios da la gracia a alguno y predeterminó que se la había de dar, es porque previó que había de usar bien de ella, a la manera como el rey da un caballo al soldado que sabe ha de usar bien de él».            A los que explican la predestinación después de previstos los méritos, les objeta el Aquinate que: «Estos parecen haber distinguido entre lo que pertenece a la gracia y lo que pertenece al libre albedrío, como si el mismo efecto no pudiese  provenir de ambos. Es indudable que lo que procede de la gracia es efecto de la predestinación; pero esto no se puede poner como razón

suya, puesto que está incluido en ella». Por la predestinación se confiere la gracia y ésta es la causa del mérito. Por consiguiente, como efecto de la predestinación, no puede  ser su causa.            Todavía podría pensarse de otro mérito, que no fuese efecto de la gracia. Sin embargo: «Si, pues, hubiera de nuestra parte alguna otra cosa que fuese razón de la predestinación, habría de ser distinta del efecto de la predestinación. Pero lo que procede de la predestinación y del libre albedrío no lo es, por lo mismo, que no son cosas distintas lo que procede de la causa primera y de la segunda, y la providencia divina produce sus efectos por las operaciones de las causas segundas. Por consiguiente, lo que se hace por el libre albedrío proviene de la predeterminación». Todo mérito, aunque haya intervenido en su producción el libre albedrío, es causado por la gracia.            Para determinar el verdadero papel de lo méritos en la causalidad de la predestinación, observa Santo Tomás  que debe tenerse en cuenta que en ella el efecto puede considerarse de dos maneras. «Una, en particular, y de este modo no hay inconveniente en que un efecto de la predestinación sea causa de otro: el posterior del anterior en el orden de la causa final, y el anterior, del posterior en calidad de causa meritoria, que viene a ser como una disposición de la materia. Es como si, por ejemplo, dijéramos que Dios predeterminó que había de dar a alguien la gloria por los méritos contraídos, y que le había de dar la gracia para que mereciese la gloria».            En una predestinación concreta, una gracia, el correspondiente  mérito y  la gloria, a la que lleva, hay que afirmar, por un lado, que el mérito es causa final de la gracia y la gloria del mérito; por otro, que la gracia es causa, no eficiente, sino como si fuese material o dispositiva, del mérito y éste de la gloria. La gracia concreta no es causa eficiente de los actos meritorios, porque si toda gracia es gratuita también lo son las obras hechas por la gracia y bajo la gracia.

            Continúa explicando el Aquinate que: «La otra manera como se puede considerar la predestinación es en común, y, así considerada, es imposible que el efecto de toda la predestinación en conjunto tenga causa alguna por parte nuestra, porque cuanto de lo que se ordena a la salvación hay en el hombre, todo está comprendido bajo el efecto de la predestinación, incluso la misma preparación para la gracia, pues ni ésta se hace sin el auxilio divino, según se lee en Jeremías: “Conviértenos, Señor, a ti y nos convertiremos” (Lam 5, 2). Sin embargo, la predestinación, en este sentido, tiene por causa, por parte de sus efectos, la bondad divina, a la que se ordena todo el efecto de la predestinación como a su fin y de la que procede como de su causa motriz»[25].            En la predestinación, en cuanto está en su sujeto pasivo, no hay nada que sea causa, en ningún sentido, de la misma. En ella, todo es efecto de la misma predestinación. Incluso lo que podría considerarse como causa material por ser como «preparación» de la gracia es también efecto de la misma predestinación. La elección preferencial de Dios            Dios elige a unos, predestinándoles a la gloria, haciendo que con su gracia  perseveren libremente en el bien, e incluso si ponen  también libremente obstáculos a la misma, elige a algunos de ellos y elimina estos impedimentos con una gracia extraordinaria y les predestina. A otros, sin embargo, permite que continúen rechazando las gracias que da a todos los hombres para que se salven, y les reprueba por el pecado que tienen sin ellas. Dado que la predestinación en su conjunto es totalmente gratuita y nadie  la puede merecer, surge el problema de la razón de estas elecciones de unos  con preferencia de otros.            Santo Tomás presenta esta tremenda pregunta en la siguiente objeción a la tesis que la predestinación es anterior a los méritos previstos de los predestinados: «”En

Dios no hay iniquidad” (Rm 9, 14), como dice el Apóstol. Parece inicuo dar trato desigual a los que son iguales, y todos los hombres son iguales por naturaleza y por el pecado original, y la desigualdad entre ellos sólo proviene del mérito o demérito de sus acciones. Así pues, Dios no prepara a los hombre un trato desigual, predestinando a unos y reprobando a otros, como no sea porque conoce previamente la diferencia de sus merecimientos»[26]. Por consiguiente, la predestinación al igual que la reprobación se realiza después de prever los méritos y deméritos.            Para confirmar que el conocimiento previó de los méritos no es causa de la predestinación, Santo Tomás  responde con la explicación de la razón de las preferencias de Dios en su selección: «La razón de la predestinación de unos y de la reprobación de otros se puede hallar en la misma bondad divina. En efecto, si Dios lo hizo todo por su bondad, fue para que la bondad divina estuviese representada en las cosas. Pero la bondad divina, que en sí misma es una y simple, tiene que estar representada en las cosas de múltiples maneras, porque las criaturas no pueden alcanzar la simplicidad de Dios. De aquí, pues, que para la perfección del mundo se requieran seres de diversos grados, de las cuales unos ocupen en el universo sitio elevado y otros lugar ínfimo y que para conservar en las cosas la multiplicidad de grados permita Dios que sobrevengan algunos males, con objeto de que no se impidan muchos bienes, según se ha dicho en q. 2, a. 3, ad 1 y en, q. 22, a. 2»[27].            En el primer texto citado escribe Santo Tomás: «Dice San Agustín en Enquiridion: “Pues Dios omnipotente, como confiesan los mismos infieles, “universal Señor de todas las cosas", siendo sumamente bueno, no permitiría en modo alguno que existiese algún mal en sus criaturas si no fuera de tal modo bueno y poderoso que pudiese sacar bien del mismo mal” (Enquiridion o Manual de la fe, de la esperanza y de la caridad, c. 11). Luego pertenece a la infinita bondad de Dios permitir los males para de ellos

obtener los bienes»[28].            En el segundo texto, explica el Aquinate que la existencia de «los defectos y corrupciones de los seres naturales»[29]  no implican que: «Dios no pueda impedirlo, y en este caso no sería omnipotente, o porque no tiene cuidado de todas las cosas»[30], y entonces no sería providente. Son igualmente objeto de la providencia, porque: «entran en el plan de la naturaleza universal, por cuanto la privación en uno cede en bien de otro, e incluso de todo el universo, ya que la generación o producción de un ser supone la destrucción o corrupción de otro, cosas ambas necesarias para la conservación de las especies. Pues como quiera que Dios es provisor universal de todas las cosas, incumbe a su providencia permitir que haya ciertos defectos en algunos seres particulares para que no sufra detrimento el bien perfecto del universo, ya que si se impidiesen todos los males se echarían de menos muchos bienes en el mundo; no viviría el león si no pereciesen otros animales, ni existiría la paciencia de los mártires si no moviesen persecuciones los tiranos»[31].            De lo que ocurre en la totalidad de lo creado se puede inferir que se da también  en el conjunto de los hombres predestinados y reprobados. «Si pues consideramos al género humano como si fuese el universo de todos los seres, en algunos hombres, los que predestina, quiso Dios representar su bondad por modo de misericordia, perdonando, y en otros, lo que reprueba por modo de justicia castigando».           No parece que haya otro modo de explicar este tremendo misterio que por la justicia y la misericordia de Dios. Sin embargo, no queda resuelto para cada persona, pues: «por qué elige en concreto a éstos para la gloria y reprueba a aquéllos, no tiene más razón que la voluntad divina»[32].            La razón última está en la voluntad de Dios que es amorosa y misericordiosa. Por ello, el Aquinate, a continuación, cita un pasaje de San Agustín en el que se

indica que no se puede encontrar una solución completa de la razón de la elección: «”No murmuréis entre vosotros; nadie puede venir a mí si el Padre que me envió no tira de él” (Jn 6, 57) ¡Gran encomio de la gracia! Nadie viene si no se tira de él. Si no quieres errar, no juzgues a ese de quien tira ni a ese de quien no, por qué tira de éste y no tira de aquél. Acéptalo una vez por todas y entenderás. ¿Aún no se tira de ti? Ora para que se tire de ti»[33].            Seguidamente Santo Tomás vuelve aplicar la analogía con el universo de lo creado. «Algo parecido sucede también en los seres de la naturaleza. Por ejemplo, dado que la materia prima en sí misma es toda uniforme, se puede asignar la razón de por qué una de sus partes ha recibido la forma de fuego y otra la de tierra desde que Dios la creó, que es para que hubiese diversidad de especies en la naturaleza. Pero por qué esta parte de la materia recibe esta forma y aquella la otra, es cosa que depende de la simple voluntad de Dios, como de la simple voluntad del constructor depende que esta piedra esté en este sitio de la pared y aquella en el otro, aunque la razón del arte exige que una clase de piedras se coloquen en un lugar y otras en otro».            No hay, sin embargo, arbitrariedad en Dios. «Aunque Dios prepara trato desigual para los que no son desiguales, no por ello hay iniquidad en Él. Se opondría esto a la razón de justicia, si el efecto de la predestinación fuese pago de una deuda y no un don gratuito».            Siempre en el fondo la incomprensión de este gran misterio está el no tener en cuenta que la predestinación, con la gracia y la gloria, son absolutamente gratuitas. Por ello, concluye el Aquinate: «Precisamente cuando se trata de donaciones gratuitas puede alguien dar más o menos a quien mejor le parezca, con tal de que lo haga sin quitar a nadie lo debido y sin perjuicio de la justicia, que es lo que dice el padre de familia en Mt 20, 14s: “Toma lo que es tuyo y vete (…) ¿Acaso a mí no me es lícito hacer lo que quiero?”»[34].

Eudaldo Forment 

[1] SANTO TOMÁS, Suma Teológica, I, q. 23, a. 4, ob. 3.[2] Ibíd., I, q. 23, a. 4, ad 3.[3] Ibíd., I, q. 19, a. 6, ad 1.[4] SAN AGUSTÍN, Manual de fe, esperanza y caridad (Enquiridon), c. 103.[5] Ap 21, 27.[6] SAN AGUSTÍN, Manual de fe, esperanza y caridad (Enquiridon), c. 103. [7] SANTO TOMÁS, Comentario a las epístolas de san Pablo a  Timoteo, I, c. 2., lect. 1.[8] IDEM, Suma teológica, I, q. 19, a. 6, ad 1.[9] SAN AGUSTÍN, Manual de fe, esperanza y caridad (Enquiridon), c. 103.[10] SANTO TOMÁS, Comentario a las epístolas de san Pablo a  Timoteo, I, c. 2., lect. 1.[11] IDEM, Suma Teológica, I, q. 19, a. 6, ad 3.

[12] IDEM, Comentario a las epístolas de san Pablo a  Timoteo, I, c. 2., lect. 1.[13] Rm 9, 22.[14] Mt 25, 41-42.[15] SANTO TOMÁS, Suma teológica, I, q. 23, a. 3, in c.[16] San AGUSTín, Réplica a Juliano, III, c. 18, 35.[17] SANTO TOMÁS, Suma teológica, I, q. 23, a. 3,  ob. 2.[18] Ibíd., I, q. 23, a. 3, ad 2. Con la predestinación se da una doble causalidad: la de la gracia y la de la gloria. En la reprobación también hay duplicidad en la causalidad. No hay causalidad de la gracia, en el sentido de la gracia eficaz -porque la gracia suficiente Dios la da a todos, pero los reprobados la han rechazado-, sino la del abandono de Dios, porque los reprobados no recibirán las gracias eficaces ni la de la perseverancia final. La segunda

causalidad de la reprobación es la del castigo eterno. La reprobación no causa, por tanto, la culpa, que es causada por el libre albedrío.[19] 2 Cor 5, 15.[20] CONCILIO DE TRENTO, Decreto sobre la justificación, canon XVII.[21] SANTO TOMÁS, Suma teológica, II-II, q. 2, a. 5, in c.[22] IDEM, Cuestiones disputadas sobre la verdad, q. 14, a 11, ad 1.[23] IDEM, Suma teológica, I, q. 23, a. 3, ob 3.[24] Ibíd., I, q. 23, a. 3, ad 3.[25] Ibíd., I, q. 23, a. 5, in c.[26] Ibíd., I, q. 23, a. 5, ob. 3.[27] Ibíd., I, q. 23, a. 5, ad 3.[28] Ibíd., I, q. 2, a. 3, ad 1.[29] Ibíd., I, q. 22, a. 2, ad 2.[30] Ibíd., I, q. 22, a. 2, ob. 2.[31] Ibíd., I, q. 22, a. 2, ad 2.[32] Ibíd., I, q. 23, a. 5, ad 3.[33] SAN AGUSTÍN, Comentarios a San Juan, Trat. 26, 2.[34] SANTO TOMÁS, Suma teológica, I, q. 23, a. 5, ad 3.

XXVII. La misericordia y la justicia de DiosEudaldo Forment, el 14.10.15 a las 6:15 PM

Universalidad de la voluntad salvífica de DiosCategóricamente afirma San Pablo que Dios quiere que todos los hombres, sin excepción alguna, se salven. «Dios, nuestro Salvador, quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad»[1] Su volición no es la de una simple veleidad, una voluntad voluble o inconstante, sino sería y eficaz, porque da la gracia suficiente, que es más que idónea, para lograr la salvación.También en el Antiguo Testamento se lee en Ezequiel: «Yo no quiero la muerte del que muere, dice el Señor Dios; conviértanse y vivan»[2]. El mismo profeta dice más adelante: «Diles: «Vivo yo, dice el Señor Dios, no quiero la muerte del impío, sino que el impío se convierta de su camino y viva. Convertíos, convertíos de vuestros caminos perversos. ¿Por qué han de morir, casa de Israel?»[3].Igualmente, en el Nuevo Testamento, se lee en el Evangelio de San Juan: «Pues de tal manera Dios amó al mundo, que le dio a su Hijo Unigénito para que todo aquel que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna.

Porque Dios no envió su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él»[4].Dios confiere a todos los hombres la gracia necesaria y suficiente para su salvación en atención a los méritos de Cristo, que, en conformidad con la universal voluntad salvífica de Dios, murió por todos. El mismo San Juan escribe: «Él es propiación por nuestros pecados; y no tan sólo por los nuestros, sino también por los de todo el mundo»[5].Igualmente San Pablo lo dice expresamente: «El que no perdonó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dio también con él todas las cosas?»[6]. De otra manera escribe: «Cristo murió por todos, para que los que viven no vivan ya para sí, sino para aquel que murió por ellos y resucitó»[7].En otro lugar, en una de sus últimas cartas, declara: «Fiel es esta palabra y digna de ser aceptada por todos: Jesucristo vino a este mundo para salvar a los pecadores, de los cuales el primero soy yo»[8]. Incluso, más adelante, en esta misma carta, argumenta «Porque uno es Dios y uno el mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo, también hombre, que se dio a sí mismo en redención por todos»[9]; y más adelante: « Pues, por esto penamos y combatimos, porque esperamos en el Dios vivo, que es Salvador de todos los hombres, principalmente de los fieles »[10].La voluntad de DiosLa voluntad salvífica universal de Dios, en el sentido no de la potencia, sino del acto, de querer o de volición, es una voluntad antecedente, según la denominación de San Juan Damasceno, que asume Santo Tomás[11]. No es una voluntad última y definitiva, porque el hombre por una libre determinación podrá frustrarlas o impedirla, dejando de hacer buenas obras, y Dios le juzgará conforme a sus buenas o malas obras, y entonces según su voluntad consiguiente.La existencia de una voluntad antecedente y una voluntad

consiguiente en Dios, en este sentido, supone también que se den decretos divinos frustrables y decretos divinos infrustrables. Explica Francisco P. Muñiz que: «En la doctrina tomista de la premoción física, son predeterminantes o predefinitivos, en cuanto que Dios determina en su voluntad promover las causas segundas a la producción de tal o cual efecto determinado. Luego habrá en Dios dos clases de decretos predeterminantes: unos eficaces, irresistibles, infalibles, que corresponden a la voluntad consiguiente, y otros resistibles, impedibles, frustrables, falibles, cual conviene a la voluntad antecedente».A su vez la distinción de los decretos o determinaciones de la voluntad divina implica la de mociones «la determinación, o decreto, o resolución de la voluntad divina, es raíz, fuente y principio de la acción y causalidad de Dios. De donde se infiere que, en conformidad con el doble género de decretos existentes en Dios, es preciso admitir una doble acción o moción divina: una inimpedible, irresistible, absolutamente eficaz, y otra impedible, resistible y frustrable»[12]. En el orden sobrenatural las mociones divinas impedibles son las gracias suficientes y las mociones inimpedibles son las gracias eficaces.Indica también el profesor Muñiz que la afirmación de que la voluntad antecedente es frustrable e impedible por la libertad del hombre es enseñada explícitamente por el Antiguo Testamento. Dice Dios por medio de su profeta Ezequiel: «Tu impureza es execrable, porque te quise limpiar y no te limpiaste de tus inmundicias; así, pues, no quedaras purificada hasta que haga reposar mi ira sobre ti»[13]. También se dice en los Proverbios: «Ya que les llamé y me desdeñaron extendí mi mano y no hubo quien mirase; desecharon todo mi consejo y despreciaron mis reprensiones»[14].Lo mismo se puede leer igualmente en el Nuevo Testamento. El mismo Jesús dice: «¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a aquellos que te son

enviados! ¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos como la gallina reúne a sus pollos debajo de las alas y no quisiste!»[15]. En la respuesta de Esteban al Sanedrín, se dice: «Duros de cerviz e incircuncisos de corazón y de oídos, vosotros resistís siempre al Espíritu Santo; como vuestros padres, así también vosotros»[16].En la Escritura también queda afirmada la existencia de una voluntad consiguiente, que es ya inimpedible e infrustrable. En la oración de Mardoqueo, el buen judío de la tribu de Benjamín, tío y padre adoptivo de Ester, comienza dirigiéndose a Dios con estas palabras: «Señor, Señor, Rey omnipotente, porque en tu poder están todas las cosas y no hay quien pueda resistir a tu voluntad si has resuelto salvar a Israel. Tú hiciste el cielo y la tierra y todo cuanto se contiene en el ámbito del cielo. Tu eres el Señor de todas las cosas y no hay quien resista a tu majestad»[17].En el profeta Isaías, se habla también de que siempre se cumplen los designios de la voluntad consiguiente divina. «Juró el Señor de los ejércitos, diciendo: «Ciertamente como lo pensé, así será; como lo determiné en mi voluntad, así ocurrirá; quebrantaré al asirio en mi tierra y en mis montes les pisaré; les será quitado su yugo; su carga será apartada de sus hombros». Éste es el consejo que acordé sobre toda la tierra; ésta es la mano extendida sobre todas las naciones. Porque el Señor de los ejércitos lo decretó, ¿quién lo podrá invalidar? Su mano extendida ¿Quién la detendrá?»[18].Más adelante, el profeta refiere estas palabras de Dios: «Yo anuncio desde el principio lo último y digo tiempo antes lo que aún no ha sido hecho. Mi consejo subsistirá y toda mi voluntad será hecha. Yo llamo al ave desde el oriente; de lejana tierra al varón de mi voluntad. Lo he dicho y lo cumpliré; lo he diseñado y lo haré»[19].En un versículo de los Salmos, igualmente se dice de manera breve: «Nuestro Dios está en el cielo, todo cuanto quiso lo ha hecho»[20]. Se encuentra también en San

Pablo, el versículo en el que se lee: « Porque, ¿Quién resiste a su voluntad?»[21].

La justicia divinaDe la consideración de la voluntad de Dios no se sigue que todos se salvarán, Dios quiere la salvación de todos con voluntad antecedente, pero por las indisposiciones voluntarias de salvarse del pecador, con voluntad consiguiente quiere su justo castigo. No obstante, puede ocurrir que, por una gratuita misericordia infinita, cambiara la indisposición libre del pecador, sin afectar su libertad, porque no queda alterada en su naturaleza; pero Dios no está obligado a hacerlo, y de hecho lo omite muchas veces.Sin duda, es un misterio pavoroso, que desde toda la eternidad, Dios conceda la gracia y la gloria a los que libremente ha querido elegir. Lo hace de una forma gratuita y misericordiosa y, por tanto, antes de prever los méritos (ante praevisa merita) de aquellos que se han de salvar en virtud de esa predestinación.Si la predestinación de Dios fuera la de prever los méritos del predestinado, no tomaría entonces la iniciativa. Habría, en tal caso, motivos para temer. No, en cambio, si es Dios el que salva, mirándose a sí mismo y no mirándonos a nosotros.Sin embargo, podría parecer que no es así porque, en la Epístola de San Pablo a los Romanos, se lee, en uno de los versículos: «Porque a los que preconoció y predestinó para ser hechos conformes a la imagen de su Hijo»[22].Indica Santo Tomás, en su comentario a estas palabras, que: «Acerca del orden de la presciencia y de la predestinación dicen algunos que la presciencia de los méritos de los buenos y de los malos es la razón de la predestinación y de la reprobación, de modo que se entienda que Dios predestina a algunos porque de antemano sabe que obrarán bien y creerán en Cristo».

Nota, por consiguiente, que: «Según esto el versículo se lee así: «A los que preconoció que se conformarían a la imagen del Hijo, a ésos los predestinó».El Aquinate no la considera una lectura correcta, porque no se puede sostener que predestinó a los hombres que preconoció previamente. «Esto se diría con razón si la predestinación correspondiera a tal grado a la vida eterna que se diera a los méritos; pero bajo la predestinación cae todo beneficio de salvación, que ab aeterno es preparado divinamente para el hombre; por lo cual por la misma razón todos los beneficios que se nos confieren en su oportunidad, se nos prepararon ab aeterno. De aquí que decir que se presupone algún mérito de parte nuestra, cuya presciencia sea la razón de la predestinación, no es otra cosa que decir que la gracia se nos da por méritos nuestros y que el principito de las buenas obras depende de nosotros y que de Dios es la consumación»[23].Una explicación más pormenorizada de la imposibilidad de una predestinación después de la previsión de los méritos del hombre (post praevisa merita) y de la defensa de la tesis de la predeterminación física, la expone Santo Tomás, en su comentario al capítulo siguiente al del pasaje de la epístola citada de San Pablo. Después de negar la existencia de una reprobación antecedente, se pregunta el Apóstol: «¿Qué diremos, pues? ¿Por ventura hay en Dios injusticia? No por cierto»[24].Reconoce el Aquinate que: ««Parece que así es. Porque es de justicia en las distribuciones que se hagan con igualdad entre los iguales- Ahora bien, los hombres, quitada la diferencia de los méritos, son iguales. Así es que si no teniendo consideración alguna de los méritos, Dios distribuye desigualmente eligiendo a uno y reprobando a otro, parece que hay injusticia en Él»[25].En el siguiente versículo de la epístola paulina se lee: «¿Por qué dice a Moisés: «Tendré misericordia de aquel a quien quiera hacer merced; y tendré compasión de aquel a quien quisiere tenerla» (Ex 33, 19)?»[26].

Comenta Santo Tomás: «Y conforme a esto, aun cuando misericordiosamente use de su misericordia, sin embargo, no incurre en injusticia, porque da a quienes conviene dar, y no da al que no se le debe dar, conforme a la rectitud de su juicio».Sobre los que son dignos de la misericordia se puede interpretar de dos maneras. La primera: «De modo que se entienda que alguien es digno de misericordia en virtud de obras preexistentes en esta vida (…) lo cual corresponde a la herejía de los Pelagianos, que afirmaron que la gracia de Dios se da a los hombres conforme a sus méritos». Sin embargo, indica seguidamente el Aquinate: «Esto no se puede sostener, porque, aun esos mismos bienes los merece el hombre por Dios y son efecto de la predestinación».Hay una segunda manera, porque: «También se puede entender de modo que se diga que alguien es digno de misericordia no en virtud de algunos méritos que precedan a la gracia sino en virtud de méritos subsecuentes, por ejemplo, para que digamos que Dios le da a alguien la gracia, y ab aeterno se propuso dársela a quien por su presciencia supo que haría buen uso de ella. Y así es como la Glosa entiende que tendrá misericordia de quien se debe tenerla».Al decir Dios a Moisés: «Tendré misericordia de aquel a quien quiera hacer merced» significaría: «Tendré misericordia llamando y aplicándole la gracia a quien de antemano sé que le daré mi misericordia, sabiendo que habrá de convertirse y que en Mí permanecerá».Sin embargo, como ya había indicado Santo Tomás, en la lección del capítulo anterior: «Parece que ni siquiera esto se puede decir convenientemente. Porque es manifiesto que nada se puede presentar como razón de la predestinación que sea el efecto de la predestinación, aun cuando se tomara tal como está en la presciencia de Dios, porque la razón de la predestinación se entiende anticipadamente a la predestinación, más el efecto en ella

misma se incluye».Nota además el Aquinate que: «Es manifiesto que todo beneficio de Dios que se le otorga al hombre para su salvación es un efecto de la divina predestinación. Porque el beneficio divino no sólo se extiende a la infusión de la gracia por la que se justifica el hombre, sino también el uso de la gracia; así como también en las cosas naturales no sólo causa Dios las propias formas en las cosas, sino también los movimientos y operaciones de las formas, por ser Dios el principio de todo movimiento, de modo que cesando su operación de motor, de las formas no se sigue ningún movimiento u operación. Y por eso se dice en la Escritura: «Todas nuestras obras las has obrado en nosotros» (Is 26, 12)».Debe concluirse, por tanto, que: «No puede ser que los méritos que siguen a la gracia sean la razón de tener misericordia o de predestinar, sino la sola voluntad de Dios, conforme a la cual misericordiosamente libera a algunos».La voluntad divina es misericordiosa con algunos, pero ello no afecta a su justicia, atributo también de su misma voluntad. Añade, por ello, Santo Tomás que «Es claro que la justicia distributiva tiene lugar en aquellas cosas que se dan por deuda, por ejemplo, si algunos merecen una paga, para que a los que más trabajen mayor paga se les dé; más no tiene lugar en aquellas cosas que voluntaria y misericordiosamente da alguien. Ejemplo, si alguien que se encuentra a dos mendigos en la calle, sólo a uno le da u ordena que se le dé lo que puede como limosna, no es injusto sino misericordioso. De manera semejante, si alguien, de dos que de manera igual lo han ofendido, a uno le perdona, la ofensa, y no al otro, es misericordioso con el primero y justo con el otro, y con ninguno es injusto».Por el carácter de pecador del ser humano en el estado actual de su naturaleza, el hombre sólo merece el castigo. Dios no le debe nada más. «Y así como todos los hombres por el pecado del primer padre nacen sometidos al castigo, aquellos a los que Dios libera por su gracia, por su sola

misericordia los libera; y así, con algunos es misericordioso, con los que libera; y con otros es justo, con los que no libera, y en ningún caso es injusto»[27].La misericordia divinaPodría parecer, como presenta Santo Tomás en una objeción del artículo de la Suma teológica, dedicado a la misericordia divina, que: «La misericordia es una relajación de la justicia. Pero Dios nada puede omitir de lo que pertenece a su justicia (…) Luego no le compete la misericordia»[28].Claramente afirma el Aquinate, en el cuerpo de este artículo, que: «Se debe atribuir a Dios la misericordia en grado máximo, aunque no por lo que tiene de afecto pasional, sino por lo que tiene de eficiente».Explica seguidamente que: «Decir de alguien que es misericordioso es como decir que tiene el corazón lleno de miserias, o sea que ante la miseria de otro experimenta la misma sensación de tristeza que experimentaría si fuese suya; de donde proviene que se esfuerce en remediar la tristeza ajena como si de la propia se tratase, y éste es el efecto de la misericordia».Tal efecto de la misericordia se da en Dios, pero con la salvedad que: «A Dios no le compete entristecerse por la miseria de otro; pero remediar las miserias, entendiendo por miseria un defecto cualquiera, es lo que más compete a Dios, pues lo único que remedia las deficiencias son las perfecciones que confiere el bien, y el primer origen de toda bondad es Dios».A continuación advierte Santo Tomás que: «Otorgar perfecciones a las criaturas pertenece, a la vez, a la bondad divina, a la justicia, a la liberalidad y a la misericordia, aunque por diversos conceptos».Explica que: «La comunicación de perfecciones, considerada en absoluto pertenece a la bondad. En cuanto Dios las concede a cada ser, pertenece a la justicia. En cuanto no las otorga para utilidad suya, sino por sola bondad pertenece a la liberalidad. Y que las perfecciones

que concede sean remedio de defectos, pertenece a la misericordia»[29]. La bondad divina al socorrer y curar el mal del pecado del hombre es misericordia.Dios es la bondad misma y por ello es la máxima generosidad o liberalidad. «El obrar a impulsos de alguna indigencia es exclusivo de agentes imperfectos, capaces de obrar y de recibir. Pero esto está excluido de Dios, el cual es la liberalidad misma, puesto que nada hace por su utilidad, sino todo por sólo su bondad»[30].En la correspondiente respuesta a la objeción, replica el Aquinate: «Cuando Dios usa misericordia, no obra contra su justicia, sino que hace algo que está por encima de la justicia, como el que diese de su peculio doscientos denarios a un acreedor a quien no debe más que ciento tampoco obraría contra justicia; lo que hace es portarse con liberalidad y misericordia. Otro tanto hace el que perdona las ofensas recibidas, y por esto el Apóstol llama «donación» al perdón. «Donaos unos a otros como Cristo os donó» (Ef 4, 32). Por donde se ve que la misericordia no destruye la justicia, sino que, al contrario, es su plenitud, y por esto dice el apóstol Santiago: «La misericordia aventaja al juicio» (San. 2, 13)»[31]. La misericordia no implica una disminución de la justicia. Por el contrario, no sólo la asume, sino que la expresa en su integridad.Doctrina que puede considerarse el desarrollo del capítulo X del Proslogio de San Anselmo, titulado «Como (Dios) castiga justamente y como justamente también perdona a los malos». Escribe en este lugar, el pionero de la teología medieval, dirigiéndose a Dios: «Cuando castigas a los malos, lo haces con justicia, porque han merecido la pena; y cuando les perdonas, también eres justo, porque tu voluntad es conforme a tu bondad, aunque no lo sea a sus méritos».El acto divino de castigar al pecador es justo, porque es lo que a éste le corresponde estrictamente, o se le debe o merece ni más ni menos; y también es justo porque tal acción divina pertenece a la justicia de su bondad. La

bondad divina hace asimismo que sea justa la acción divina de perdonar, porque el pecador no es perdonado por mérito alguno y, por tanto, no merece el perdón por una justicia sobre lo que es debido, sino por la justicia de la bondad de Dios.San Anselmo lo justifica al argumentar, también dirigiéndose a Dios: «Perdonando a los malos, eres justo según tu justicia y no según nuestras obras, como eres misericordioso para nosotros y no en cuanto a ti. Al salvarnos a nosotros, a quienes tu justicia debía condenar, eres misericordioso, no en cuanto experimentas un movimiento de piedad extraño a tu naturaleza inmutable, sino en el sentido que nosotros mismos sentimos el efecto de tu bondad; del mismo modo eres justo, no en el sentido de que pagas nuestras acciones con el precio que les es debido, sino en que obras en virtud de tu perfección soberana. De esa manera castigas justamente y perdonas justamente, sin que haya en ti contradicción»[32].De esta doctrina muestra Santo Tomás que se infiere que en Dios la justicia y la misericordia siempre están unidas. Sin embargo: «Se atribuyen unas obras a la justicia y otras a la misericordia, porque en unas aparecen con mayor relieve la justicia y en otras la misericordia»[33].La armonía entre la justicia y la misericordia divina se advierte en el acto creador. Parece que no sea así, porque: «Lo propio de la justicia es dar lo que se debe, y lo propio de la misericordia, remediar las miserias, por lo cual una y otra presuponen algo anterior a su acción. Pero la creación nada presupone. Por consiguiente en la creación no hay justicia ni misericordia»[34].Santo Tomás resuelve esta dificultad al recordar que: «La creación nada presupone en el orden de las realidades, pero presupone algo en el pensamiento de Dios, y esto es suficiente para que en ella se salve la razón de justicia, ya que Dios produce las cosas cual compete a su sabiduría y bondad, y, en cierto modo, también las de misericordia, por cuanto las cosas pasan del no ser al ser»[35].

Un aparente inconveniente más difícil a la tesis de que en todas las obras de Dios se encuentra la justicia y la misericordia es que: «muchos justos sufren aflicciones en este mundo. Pero esto es injusto»[36]. La explicación es la siguiente: «Incluso en el hecho de que los justos sufran castigos en este mundo aparecen la justicia y la misericordia, por cuanto sus aflicciones les sirven para satisfacer por los pecados leves y para que libres de afectos a lo terreno se eleven mejor a Dios, conforme a lo que dice San Gregorio: «Los males que nos oprimen en este mundo nos fuerzan a ir a Dios» (Moral, 23, 13)»[37].El origen de la dificultad para la comprensión de la infinita justicia de Dios y la infinita misericordia divina es la dificultad en el reconocimiento de que todo hombre es pecador. Decía San Bernardo: «Todos faltamos en muchas cosas, y tenemos necesidad de la fuente de la misericordia para lavar las manchas de nuestras culpas. «Todos –repito– hemos pecado y necesitamos de la gloria de Dios» (Rom 3, 23). Todos, así prelados como continentes y casados, «si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos» (Jn 1, 8). Así, porque ninguno hay limpio de mancha, a todos es necesaria la fuente de la misericordia, y deben apresurarse para llegar a ella con igual deseo»[38].Primacía de la misericordiaDespués del versículo de la epístola de San Pablo que presenta la misericordia libre pero justa de Dios, sigue el siguiente: «Luego no es del que quiere ni del que corre, sino que es de Dios, quien tiene misericordia»[39].En su Comentario a la Epístola a los Romanos, Santo Tomás explica así esta conclusión: «Todas las cosas proceden de la misericordia de Dios «así es que no es obra del que quiere», o sea, el querer, «ni del que corre», o sea, el correr, sino que una y otra cosa son «de Dios que tiene misericordia» según 1 Cor 15, 10: «No yo, sino la gracia de Dios conmigo». Y Juan 15, 5: «Sin Mí nada podéis hacer» (…) con estas palabras se debe entender, de modo que la

primacía se le atribuye a la gracia de Dios. Porque siempre la acción se atribuye al principal agente más que al secundario como si dijéramos que no es el hacha lo que hace el arca sino el carpintero con el hacha: ahora bien, la voluntad del hombre es movida por Dios al bien (…) Por lo cual la operación interior del hombre no se debe atribuir principalmente al hombre sino a Dios».Puede surgir entonces la siguiente dificultad: «Si no es del que quiere el querer, ni del que corre el correr, sino de Dios, que a ello mueve al hombre, parece que el hombre no es dueño de su acto, que corresponde a la libertad del albedrío. Pero por eso mismo hay que decir que Dios todo lo mueve, aunque de modo diverso, en cuanto que cada quien es movido por Él según el modo de su propia naturaleza. Y así el hombre es movido por Dios a querer y correr al modo de la libre voluntad. Y así, por lo tanto, el querer y el correr es del hombre como de libre agente; pero no es del hombre como si el principalmente se moviera sino de Dios»[40].Añade San Pablo, en los dos versículos que siguen: «Porque dice la Escritura a Faraón: «Para esto mismo te levantaré, para mostrar en ti mi poder y para que sea anunciado mi nombre por toda la tierra». Luego tiene misericordia de quien quiere, y al que quiere endurece»[41].Al citarlos, comenta Santo Tomás: «No hay injusticia en Dios en cuanto a que ab aeterno ama a los justos. Pero tampoco la hay en Él en cuanto a que ab aeterno repruebe a los malos». La razón es porque: «Dios por sí mismo incita interiormente al hombre al bien (…) de este buen estímulo el hombre malo abusa conforme a la malicia de su corazón (…) Y de esta manera acaeció con el Faraón, que siendo estimulado por Dios para proteger su reino, mal empleó por completo tal estímulo con gran crueldad».En cuanto al endurecimiento del corazón de los malos se puede presentar una doble dificultad. La primera, porque: «la dureza del corazón corresponde a la culpa (…) Ahora

bien si Dios endurece se sigue que es el agente de la culpa. Contra lo cual se dice en Santiago 1, 13: «Dios no tienta a nadie»,La solución que descubre el Aquinate es la siguiente: «A esto hay que decir que Dios no dice que endurezca a algunos directamente, como si en ellos causara la maldad, sino indirectamente, en cuanto que de las cosas que hace en el hombre en su interior o exteriormente, el hombre toma ocasión de pecado y esto el mismo Dios lo permite. Por lo cual no se dice que endurece como si arrojara a la maldad, sino por no proporcionar la gracia». El hombre, sin la gracia de Dios, que lo impida, toma los bienes que Dios le hace, incluso gracias actuales externas e internas, para hacer mayor mal, para endurecerse más en su maldad.La segunda dificultad es que: «No se ve que se pueda atribuir a la voluntad divina, puesto que está escrito «Esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación» (1 Tes 4, 3). Y también «Dios quiere que todos los hombres se salven» (1 Tim 2, 4). A lo cual hay que decir que tanto la misericordia como la justicia traen consigo la disposición de la voluntad. Por lo cual así como la misericordia se atribuye a la voluntad divina, así también lo que es de justicia. Por lo tanto así es como se debe entender «de quien El quiere tendrá misericordia», es claro que por su misericordia, y «a quien quiere le endurece» débese entender por su justicia; porque aquellos a quienes endurece merecen el ser endurecidos por El mismo»[42].Motivos de la salvación y de la condenaciónEn el siguiente versículo de la Epístola a los romanos, añade San Pablo a su conclusión: «Pero me dirás: «De qué pues se queja? Porque, ¿Quién resiste a su voluntad. »[43].Para comprender el sentido de estas preguntas, nota Santo Tomás: « Acerca de la elección de los buenos y la reprobación de los malos es doble la cuestión que se puede plantear. Una, en general, por qué Dios quiere endurecer a algunos y de otros tener misericordia Y otra en

especial: por qué quiere tener misericordia de éste y a este otro o a aquél endurecer».Sobre las repuestas, advierte: «Se puede dar la razón de la primera cuestión; más de la segunda cuestión no se puede indicar la razón si no es la simple voluntad de Dios, cuya aplicación es patente en las cosas humanas. Porque si alguien que quiere edificar tiene juntas muchas piedras de la misma clase e iguales, se puede dar la razón de por qué a unas las pone abajo y a otras arriba en atención al fin, porque para la perfección de la casa que quiere hacer se requiere tanto el cimiento con piedras en el fondo como lo alto de la pared con piedras arriba. Pero el por qué ponga estas piedras en lo bajo y estas otras en lo alto no tiene más explicaciones sino que así lo quiso el constructor».A la primera pregunta, «el por qué Dios quiere tener misericordia de algunos y dejar a oros en la desgracia, o bien a unos elegir y a otros reprobar», responde el Aquinate desde esta premisa teológica: «el fin de todas las obras divinas es la manifestación de la bondad divina».Desde ella se explícita que: «tanta es la excelencia de la divina bondad que no se puede manifestar suficientemente ni de un solo modo ni en una sola creatura. Y por eso creó diversas creaturas para manifestarse en ellas de diversas maneras. Pero principalmente en las creaturas racionales, en las que se manifiesta su justicia en cuanto a aquellos que por merecerlo castiga, y su misericordia en los que por su gracia libera. Y por eso, para manifestarse de una y otra manera en los hombres, a unos misericordiosamente los liberó, pero no a todos».En definitiva, concluye el Aquinate, si Dios: «de unos tiene misericordia y a otros los endurece ¿quién podría decir algo contra esto justamente? Como si dijera: Nadie, ni nada. Porque a los que quiere endurecer no es que los empuje a pecar, sino que los soporta para que conforme a su inclinación tiendan al mal»[44].Consecuencia prácticaDe toda esta doctrina tomista sobre la salvación y

condenación del hombre, Podría decirse, con Antonio Royo Marín, que la colina del Calvario expresa la situación del hombre ante ellas. «Tres cruces en lo alto del Calvario: el inocente en el centro, el penitente a la derecha, el obstinado a la izquierda. Tres cruces. Reflejo, símbolo de toda la humanidad caída, de todos los hombres sin excepción»[45].Nota seguidamente que: «Todos somos pecadores, todos tenemos que sufrir, por las buenas o por las malas. ¡Qué poquitos pueden sufrir en plan de inocentes! Con inocencia total y perfecta, solamente Jesucristo Nuestro Señor y la Santísima Virgen Nuestra Señora, la Corredentora del mundo, la Reina y Soberana de los mártires. Ellos no tenían nada que sufrir por sus pecados personales, puesto que no tenían absolutamente ninguno; pero habían querido representar, voluntariamente, a todos los pecadores del mundo y tuvieron que padecer aquel espantoso martirio. Padecieron en plan de inocentes, para salvar al mundo entero»[46].En las otras dos cruces quedan representadas todas las demás cruces, porque; «Otros tienen que padecer en plan de penitentes. ¡Bendita penitencia! (…) Dimas el buen ladrón, y tantos y tantos pecadores…»[47].La cruz de Gestas, el mal ladrón, también crucificado con Jesús y con San Dimas, representa «la cruz de los obstinados», que: «Tienen que sufrir también –es inevitable– pero sufren en medio del paroxismo de su rabia y desesperación. Sufrirán, mal que les pese, porque son pecadores y más pecadores que nadie, ya que pecan con protervia y obstinación. Tendrán que llevar la cruz. Con rabia y desesperación, con blasfemias e injurias contra el cielo. Lo que quieran, pero tendrán que llevar la cruz en este mundo y tendrán que descender después por toda la eternidad al infierno»[48].Ante: «las tres cruces del Calvario: el inocente, el penitente y el obstinado satánico», comenta el teólogo tomista, se está frente a un «panorama terrible». Sin embargo, añade,

aunque es inevitable que: «Todos tenemos que sufrir», sin embargo: «estamos a tiempo de escoger nuestra propia cruz. No podremos escoger la cruz de la inocencia, pero a nuestra disposición está la cruz de la penitencia, que desemboca en el cielo»[49].Sobre lo que responde Jesús crucificado a la petición «Señor, acuérdate de mí», del buen ladrón también crucificado: «Hoy estarás conmigo en el paraíso»[50], explica Royo Marín: «en esta segunda palabra de Jesucristo en la cruz se nos aclara el tremendo misterio de nuestra eterna predestinación. Es dogma de fe católica: Dios quiere que todos los hombres se salven. Y lo quiere con esa seriedad que hay en la cara de Cristo crucificado»[51].Sin embargo, sabemos también que: «ha puesto en nuestras manos nuestra libertad (…) No quiere nuestra salvación a empujones, no quiere llevarnos al cielo a la fuerza. Está dispuesto a recibirnos a todos con los brazos abiertos, tan abiertos que los tiene clavados en la cruz para recibir y acoger a todos los pecadores. Basta una sola palabra: «¡Perdóname, Señor!»[52].Eudaldo Forment 

[1]1 Tim 2, 4.[2] Ez 18, 32.[3] Ez 33, 11.[4] Jn 3, 16-17.[5] 1 Jn 2, 2.[6] Rm 8, 32.[7] 2 Cor 5, 15.[8] 1 Tim 1, 15.[9] 1 Tim 2, 5-6.[10] 1 Tim 4, 10.[11] Cf. SANTO TOMÁS, Suma teológica, I, q. 19, a. 6, in c.[12] FRANCISCO P. MUÑIZ, Apéndice II, en SANTO

TOMÁS, Suma Teológica, edición bilingüe, Madrid, BAC, 1947, pp. 869-929, p. 892.[13] Ez 24, 13.[14] Pr 1, 24-25.[15] Mt 23, 37.[16] Hch 7, 51.[17] Est 13, 9-11.[18] Is 14, 24-27.[19] Is 46, 10-11.[20] Salm. 115, 3.[21] Rom 9, 19.[22] Rm 8, 29: «Nam, quos praescivit, et praedestinavit conformes fieri imaginis Filii eius».[23] Santo Tomás, Comentario a la “Epístola de San Pablo a los Romanos”,  c. 8, lect. 6.[24] Rm 9, 14.[25] Santo Tomás, Comentario a la “Epístola de San Pablo a los Romanos”,  c. 9, lect. 2.[26] Rm 9, 14.[27] Santo Tomás, Comentario a la “Epístola de San Pablo a los Romanos”,  c. 9, lect. 2.[28] IDEM, Suma teológica, I, q. 21, a. 3, ob. 1.[29] Ibíd., I, q. 21, a. 3, in c.[30] Ibíd., I, q. 44, a. 3, ad 1.[31] Ibid., I, q. 21, a. 3. ad 2[32] SAN ANSELMO, Proslogio, c. X, en Obras completas de San Anselmo, Madrid, BAC, 1952, v. I, pp. 353-405, p. 381.[33] SANTO TOMÁS, Suma teológica, I, q. 21, a. 4, ad 1.[34] Ibíd., I, q. 21, a. 4, ob 4.[35] Ibíd., I, q. 21, a. 4, ad 4.[36] Ibíd., I, q. 21, a. 4, ob 3.[37] Ibíd., I, q. 21, a. 4, ad 3.[38] SAN BERNARDO, Sermones. En el día de Navidad, en Obras completas, Madrid, BAC. 1953, vol. I, pp. 270-291,  7, p. 274.[39] Rom 9, 16.

[40] SANTO TOMÁS, Comentario a la “Epístola de San Pablo a los Romanos”,  c. 9, lect. 3.[41] Rm 9, 17-18.[42] SANTO TOMÁS, Comentario a la “Epístola de San Pablo a los Romanos”,  c. 9, lect. 3.[43] Rm 9, 19-20.[44] SANTO TOMÁS, Comentario a la  “Epístola de San Pablo a los Romanos”,  c. 9, lect. 3. [45]ANTONIO ROYO MARÍN, La pasión del Señor, Sevilla, Apostolado Mariano, 2012, 3ª ed.,  p. 35.[46] Ibíd., p. 36.[47] Ibíd. Se refiere también a la penitencia de la pecadora María Magdalena y del apóstol Pedro, que le había negado tres veces el día anterior.[48] ANTONIO ROYO MARÍN, La pasión del Señor, op. cit., pp. 36-37.[49] Ibíd. p. 37.[50] Luc 23, 43.[51] ANTONIO ROYO MARÍN, La pasión del Señor, op. cit., p. 37.[52] Ibíd.,  p. 38.

XXVIII. Predestinación, reprobación y salvaciónEudaldo Forment, el 31.10.15 a las 8:38 PM

Muerte, postrimerías e indiferentismoPodría considerarse indiscutible que, en nuestros días, no son muchas las personas que se plantean en serio el gran problema de la salvación eterna. Escribía Jaime Balmes, en un artículo titulado El indiferentismo, hace más de siglo y

medio, que, por una parte: «Dios, el hombre, la eternidad son cosas de que no podemos desentendernos sin rayar en la demencia, sin negarnos a nosotros mismos, sin abdicar nuestra inclinación vehemente, irresistible, que nos fuerza a vivir ansiosos de nuestra propia suerte, que nos impele a investigar lo que somos, de dónde salimos y adónde vamos»[1].Por otra, que: «Es indudable que dentro un número muy reducido de años no viviremos aquí; para nosotros estarán ya resueltos prácticamente los formidables problemas de nuestro destino; o la nada o el fallo de un supremo juez».

Sin embargo, nota seguidamente el pensador español que: «Verdad tan pavorosa como cierta, como indeclinable; en vano nos esforzarnos en olvidarla, en vano nos substraemos a su memoria, en vano intentamos atenuar con fútiles reflexiones  todo lo que encierra de terrible, de espantoso; no hay medio: o la nada o el fallo de un supremo Juez. Cavílese cuanto se quiera; imagínense subterfugios, la verdad está ahí; no hay camino para eludirla; supuesto que existimos, nos es forzoso someternos a esta necesidad. Vendrá el día en que nuestro cuerpo se disolverá, vendrá un momento en que se dirá: “Ya expiró”, y entonces, en aquel instante mismo, se realizará para nosotros uno de los extremos de la formidable alternativa (…) Espanto causa el fijar la consideración sobre aquel formidable trance; los cabellos se erizan, la sangre se hiela en el corazón. ¿Y no es esto lo que acontece a muchos indiferentes al mirar cercano el momento fatal?»[2].No es posible quedar indiferente ante el problema de la muerte y la eternidad. «El indiferentismo aplicado a la conducta es insensato, pero erigido en sistema es absurdo; porque si es el colmo de la insensatez el marchar con los ojos vendados hacia un porvenir que no se conoce, es el mayor de los absurdos el sustentar que semejante

proceder sea razonable»[3].Poco tiempo después, escribía Balmes en El criterio, sobre el «insensato discurrir de los indiferentes» a estas cuestiones: «La vida es breve, la muerte cierta; de aquí a pocos años el hombre que disfruta de la salud más robusta y lozana habrá descendido al sepulcro y sabrá por experiencia lo que hay de verdad en lo que dice la religión sobre los destinos de la otra vida. Si no creo, mi incredulidad, mis dudas, mis invectivas, mis sátiras, mi indiferencia, mi orgullo insensato no destruyen la realidad de los hechos; si existe otro mundo donde se reservan premios al bueno y castigos al malo, no dejará ciertamente de existir porque a mí me plazca el negarlo, y, además, esta caprichosa negativa no mejorará el destino que, según las leyes eternas, me haya de caber».Si no quiero ser como «el más insensato de los hombres» hay que pensar en ello, porque: «Cuando suene la última hora será preciso morir y encontrarme con la nada o con la eternidad. Este negocio es exclusivamente mío, tan mío como si yo existiera solo en el mundo; nadie morirá por mí, nadie se pondrá en mi lugar en la otra vida privándome del bien o librándome del mal»La actitud del indiferente, por ser un «insensato», se puede comparar a la siguiente situación: «Un viajero encuentra en su camino un río caudaloso; le es preciso atravesarle, ignora si hay algún peligro en este o aquel vado, y está oyendo que muchos que se hallan como él a la orilla ponderan la profundidad del agua en determinados lugares y la imposibilidad de salvarse el temerario que a tantearlos se atreviese. El insensato dice: “¿Qué me importan a mí esas cuestiones?”, y se arroja al río sin mirar por donde»»[4]. Así se comporta el indiferente ante la gran cuestión de la vida. Importancia de la salvación            San Alfonso María de Ligorio, en su conocida obra Preparación para la muerte, que en ningún sentido ha

perdido actualidad, expone la importancia del problema de la salvación para los que no son indiferentes al mismo teóricamente, pero si en la práctica, porque parecen  olvidarlo. «El negocio de la eterna salvación es, sin duda, para nosotros el más importante, y, con todo, es el que más a menudo olvidan los cristianos. No hay diligencia que no se practique ni tiempo que no se aproveche para obtener algún cargo, o ganar un pleito, o concertar un matrimonio… ¡Cuántos consejos, cuántas precauciones se toman! ¡No se come, no se duerme!…Y para alcanzar la salvación eterna, ¿qué se hace y cómo se vive?».            Se lamenta que, ya en su tiempo: «Nada suele hacerse; antes bien, todo lo que se hace es para perderla, y la mayoría de los cristianos viven como si la muerte, el juicio, el infierno, la gloria y la eternidad no fuesen verdades de fe, sino fabulosas invenciones poéticas. ¡Cuánta aflicción si se pierde un pleito o se estropea la cosecha, y cuánto cuidado para reparar el daño!… Si se extravía un caballo o un perro doméstico, ¡qué de afanes para encontrarlos! Pero muchos pierden la gracia de Dios, y, sin embargo, ¡duermen, se ríen y huelgan!».            Sobre este grave olvido comenta seguidamente: «¡Rara cosa, por cierto! No hay quien se avergüence de que le llamen negligente en los asuntos del mundo, y a nadie, por lo común, causa rubor el olvidar el gran negocio de la salvación, que más que todo importa. Llaman ellos mismos sabios a los Santos porque atendieron exclusivamente a salvarse, y ellos atienden a todas las cosas de la tierra, y nada a sus almas. Más vosotrosdice San Pablo–, vosotros, hermanos míos, pensad sólo en el magno asunto de vuestra salvación, que es el de más alta importancia (Cf. 1Tes 4, 10). Persuadámonos, pues, de que la salud y felicidad eterna es para nosotros el negocio más importante, el negocio único, el negocio irreparablesi nos engañamos en él. Es, sin disputa, el negocio más importante. Porque es el de mayor consecuencia, puesto que se trata del alma, y perdiéndose el alma, todo se

pierde. “Debemos estimar el alma –dice San Juan Crisóstomo– como el más precioso de todos los bienes” (In epist. I ad Cor., homilia III, n. 5)»[5].          Para confirmarlo, añade: «Bástenos saber que Dios entregó a su propio Hijo a la muerte para salvar nuestras almas (Cf. Jn 3, 16). El Verbo Eterno no vaciló en comprarlas con su propia Sangre (Cf. 1Co. 6, 20). De tal suerte, dice un Santo Padre, que “no parece sino que el hombre vale tanto cuanto vale Dios. Por eso dice Nuestro Señor Jesucristo (Mt 16, 26): ¿Qué cosa podrá dar a cambio por su alma? (Ps Agustín, Liber de diligendo Deo, c. VI)”.  Si el alma, pues, vale tan alto precio, ¿por cuál bien del mundo podrá cambiarla el hombre perdiéndola? Razón tenía San Felipe Neri al llamar loco al hombre que no atiende a salvar su alma».            La insensatez del olvido de la salvación del alma se patentiza con el siguiente ejemplo: «Si hubiese en la tierra hombres mortales y hombres inmortales, y aquéllos viesen que los segundos se aplicaban afanosamente a las cosas del mundo, buscando honores, riquezas y placeres terrenales, sin duda les dirían: “¡Cuán locos sois! Pudierais adquirir bienes eternos, y no pensáis más que en esas cosas míseras y deleznables, y por ellas os condenaréis a dolor perdurable en la otra vida!… ¡Dejadlas, pues, que en esos bienes sólo deben pensar los desventurados que, como nosotros, saben que todo se les acaba con la muerte!…” ¡Pero no es así, que todos somos inmortales!…¿Cómo habrá, por tanto, quien por los miserables placeres de la tierra pierda su alma?… ¿Cómo puede ser –dice Salviano– que los cristianos crean en el juicio, en el infierno y en la eternidad y vivan sin temor?»[6].            La importancia de la salvación es primordial y singular. «La eterna salvación, no sólo es el más importante, sino el único negocio que tenemos en esta vida(Cf. Lc 10, 42). San Bernardo lamenta la ceguedad de los cristianos que, calificando de juegos pueriles a ciertos pasatiempos de la niñez, llaman negocios a asuntos

mundanos (Cf. S. Bernardo, De consideratione, l. III, c. I). Mayores locuras son las necias puerilidades de los hombres. “¿Qué aprovecha al hombre –dice el Señor (Mt 16, 26)– si ganare todo el mundo y perdiere su alma?”. Si tú te salvas, hermano mío, nada importa que en el mundo hayas sido pobre, afligido y despreciado. Salvándote se acabarán los males y serás dichoso por toda la eternidad. Mas si te engañas y te condenas, ¿de qué te servirá en el infierno haber disfrutado de cuantos placeres hay en la tierra, y haber sido rico y respetado? Perdida el alma, todo se pierde: honores, divertimentos y riquezas»[7].            Pasa a continuación a recordar que tendrá que rendir cuentas del olvido de su alma ante el tribunal divino. «¿Qué responderás a Jesucristo en el día del juicio? Si un rey enviase a una gran ciudad un embajador para tratar de algún gran negocio, y ese enviado, en vez de dedicarse allí al asunto de que ha sido encargado, sólo pensara en banquetes, comedias y espectáculos, y por ello la negociación fracasara, ¿qué cuenta podría dar luego al rey? Pues,¡oh Dios mío!, ¿qué cuenta habrá de dar al Señor en el día del juicio quien puesto en este mundo, no para divertirse, ni enriquecerse, ni alcanzar honras, sino para salvar el alma, a todo, menos a su alma, hubiere atendido?»            Se descuida el pensar en este juicio, porque: «Sólo en lo presente piensan los mundanos, no en lo futuro. Hablando en Roma una vez San Felipe Neri con un joven de talento, llamado Francisco Nazzera, le dijo así: “Tú, hijo mío, tendrás brillante fortuna: serás buen abogado; prelado después; luego, quizá Cardenal, y tal vez Pontífice; pero ¿y después?, ¿y después?” “Vamos –díjole al fin–, piensa en estas últimas palabras”. Fuese Francisco a casa, y meditando en aquellas palabras: “¿y después?”, “¿y después?”, abandonó los negocios terrenos, apartóse del mundo y entró en la misma Congregación de San Felipe Neri, para no ocuparse más que en servir a Dios. Tal es el único negocio, porque sólo un alma tenemos»[8].

            Expone a continuación otra anécdota histórica. «Requirió cierto príncipe a Benedicto XII para que le concediese una gracia que no podía, sin pecado, ser otorgada. Y el Papa respondió al embajador: “Decid a vuestro príncipe que si yo tuviese dos almas, podría perder una por él y reservarme la otra para mí; pero como no tengo más que una, no quiero perderla”. San Francisco Javier decía que no hay en el mundo más que un solo bien y un solo mal. El único bien, salvarse; condenarse, el único mal. La misma verdad exponía a sus monjas Santa Teresa, diciéndolas: “Hermanas mías, hay un alma y una eternidad”; esto es: hay unalma, y perdida ésta, todo se pierde; hay una eternidad, y el alma una vez perdida, para siempre lo está”. Por eso rogaba David a Dios, y decía (Sal. 26, 4): “Una sola cosa, Señor, os pido”: salvad mi alma y nada más quiero»[9].            Concluye con la siguiente cita y comentario: «“Con temor y con temblor obrad vuestra salvación” (Fil. 2, 12). Quien no tiembla ni teme perderse, no se salvará. De suerte que, para salvarse, menester es trabajar y hacerse violencia (Mt 11, 12). Para alcanzar la salvación, preciso es que, en la hora de la muerte, aparezca nuestra vida semejante a la de Nuestro Señor Jesucristo (Rm 8, 29). Y para ello debemos esforzarnos en huir de las ocasiones de pecar, y además valernos de los medios necesarios para obtener la salvación. “No se dará el reino a los vagabundos –dice San Bernardo–, sino a los que hubieren dignamente trabajado en el servicio de Dios” (Ps. Bernardo, Liber de modo bene vivendi, n. 121). Todos querrían salvarse sin trabajo alguno. “El demonio –dice San Agustín- trabaja sin reposo para perdernos” (San Agustín., Enarrat. in Ps. LXV, n. 24) ¿Y tú, tratándose de tu bien o de tu mal perdurable, tanto te descuidas?»[10]. Vasos de ira y vasos de misericordiaLa salvación eterna depende de la divina predestinación. Los que no se salvan han sido reprobados o excluidos por

Dios de la salvación eterna por morir en pecado grave o mortal, que Dios ha permitido, y por esta culpa se merece el castigo de la condenación. Ciertamente Dios podría impedir la obstinación del pecador en sus pecados.Sobre la razón por la que elige concretamente a unos y no a otros, es un misterio, del que no se puede decir nada más. Santo Tomás declara, por ello, que, para el hombre, la única respuesta que puede dar es que la elección de la predestinación está en la voluntad de Dios. En la Epístola a los romanos, después de afirmar San Pablo que no hay injusticia en Dios en la predestinación de unos y reprobación de otros, y expresar la objeción de la queja ante esta libre decisión de Dios, rechaza esta última como absurda, al decir. «¡Oh hombre¡ ¿Quién eres tú para altercar con Dios? ¿Acaso el vaso de barro dirá al que lo modeló: “por qué me hiciste así?».La respuesta a la solución no es con una doctrina, sino con una recusación de la misma objeción. Sobre ella, escribe Santo Tomás, en su Comentario a la Espístola a los romanos: ««En lo cual se da a entender que el hombre no debe escrutar la razón de los juicios divinos  con el deseo de comprender las cosas que excedan a la razón humana. “No busques cosas más altas que tú, no escudriñes cosas que exceden tus fuerzas” (Eccli 3, 32)»[11]Añade San Pablo la comparación del alfarero y del barro, que sirve para recordar que Dios dispone libremente de sus dones como quiere. Se pregunta: «¿O no tiene potestad el alfarero para hacer de la misma masa un vaso para usos nobles y otro para usos viles?»[12].Santo Tomás, en el mismo lugar, comenta: «Si un artesano hace de humilde material un vaso bello y propio para nobles usos, totalmente se debe atribuir esto a la bondad del artesano, por ejemplo, si de barro hace bandejas y jarros propios de una noble mesa. Más si de humilde material, por ejemplo de barro, hace un vaso propio para los más humildes usos, por ejemplo de cocina o de empleos semejantes, no podría el vaso lamentarse si

tuviere entendimiento. Porque podría lamentarse si de un material precioso preexistente al trabajo del artesano, por ejemplo, de oro o de piedras preciosas, hiciera un vaso destinado a usos viles».El primer término de la comparación se adapta muy bien al hombre en su relación con Dios, su creador, porque: «la humana naturaleza está hecha de humilde material, como se dice: “Formó, pues, el Señor Dios al hombre del barro de la tierra”, pero mayor vileza tiene por la corrupción del pecado que por un solo hombre entró en este mundo. Por lo cual con razón se compara al hombre con el barro en Job (30, 19): “Soy reputado como lodo, y asemejado al polvo y a la ceniza”. Por lo cual cualquier bien que tenga el hombre se le debe atribuir a la divina bondad como a principal agente»[13].Cita seguidamente este pasaje del profeta Isaías: «Ahora, Señor, nuestro padre eres tu y nosotros el barro; tu nuestro hacedor, todos nosotros obras de tus manos»[14]. Y concluye, por una parte: «Así es que si no eleva Dios a un hombre a lo mejor sino que dejándolo en su flaqueza lo escoge para el ínfimo destino, no le infiere ninguna injusticia de modo que pueda quejarse de Dios».Por otra, que: «El vaso de barro no puede decirle al alfarero “¿Por qué me has hecho así?” Porque el alfarero tiene libre facultad de hacer con el barro cualquier obra que le plazca (…) Y de manera semejante, Dios tiene libre facultad de hacer de la misma materia corrompida del género humano, como de vil barro, sin hacerle injusticia a nadie, a unos hombres dispuestos para la gloria y a otros abandonados para la miseria»[15].El pasaje de San Pablo dedicado a la justicia y a la misericordia de Dios, termina con los siguientes versículos «Pues bien, si Dios queriendo mostrar su ira y hacer manifiesto su poder, sufrió con mucha paciencia los vasos de ira dispuestos para la perdición, a fin de mostrar las riquezas de su gloria sobre los vasos de misericordia que preparó para gloria, que somos nosotros, a quienes llamó

no sólo de los judíos, sino también de los gentiles…»[16].Explica Santo Tomás que la expresión «queriendo mostrar su ira» significa queriendo mostrar: «la justicia vindicativa», porque:  «no se habla de la ira en Dios según la agitación o emoción del afecto sino conforme al cumplimiento de la vindicta (castigo justo)».La frase que sigue «hacer manifiesto su poder» se agrega, porque, nota el Aquinate que: «contra los malos Dios no sólo de la ira usa, esto es del castigo, castigando a los a El sujetos, sino también de su poder sujetándolo todo a Sí mismo. “En virtud del poder con que también puede sujetar a sí todas las cosas” (Filip 3, 21). “Y vieron a los egipcios muertos a la orilla del mar y la mano poderosa que el Señor había descargado contra ellos” (Ex 14, 31)».Se sigue de todo ello que: «El destino de los malos para el cual echa Dios mano sobre ellos es la ira, o sea, la pena. Y por eso los llama vasos de ira, o sea, instrumentos de la justicia, que Dios utiliza para mostrar su ira, esto es, la justicia vindicativa “Eramos por naturaleza hijos de ira” (Ef 2, 3)»[17].Precisa que, sin embargo: «la acción que Dios ejerce respecto de ellos no es para disponerlos al mal, porque ellos mismos de suyo están dispuestos para el mal por la corrupción del primer pecado. Por lo cual dice San Pablo “vasos dispuestos para la perdición”, esto es, que en sí mismos tienen disposición para el eterno castigo. “Viendo, pues, Dios que era grande la malicia de los hombres en la tierra, y que todos los pensamientos de su corazón se dirigían al mal continuamente” (Gen 6, 5), esto, es que en sí mismos tienen disposición para el eterno castigo»[18].Añade Santo Tomás que: «Lo único que Dios hizo respecto a ellos fue permitirles hacer cuanto quisieran. Por lo cual claramente dice San Pablo “sufrió”. Y esta su paciencia demuestra que no descarga su castigo al instante. Por lo cual agrega: “con mucha paciencia”. “El Altísimo aunque paciente, da lo merecido” (Eccli 5, 4)».En cuanto a la predestinación, de la que se ocupa San

Pablo en el versículo siguiente, advierte Santo Tomás que indica primero su finalidad al decir “a fin de mostrar las riquezas de su gloria”, «porque el fin de la elección de los buenos y de tenerles misericordia es manifestar en ellos la abundancia de su bondad, apartándolos del mal y atrayéndolos a la rectitud y conduciéndolos finalmente a la gloria».También nota el Aquinate que: «A los buenos les llama vasos de misericordia porque de ellos echa mano Dios como de instrumentos para manifestar su misericordia», porque: «Dios no sólo los sostiene como si de suyo fueran aptos para el bien sino que los prepara y dispone llamándolos a la gloria»[19]. Las cuestiones sobre el número de los que se salvan            Nadie puede tener certeza completa, infalible y absoluta que obtendrá de Dios el don de la perseverancia final y con ella la salvación. Es una verdad que pertenece a la fe. Así fue definida en el Concilio de Trento: ««Nadie tampoco, mientras exista en esta vida mortal, debe juzgar sobre el profundo misterio de la predestinación divina de manera tal, que crea con certeza ser él, seguramente, del número de los predestinados; como si fuese verdad que el justo, o no puede pecar más, o si pecare deba prometerse el arrepentimiento seguro, porque sin especial revelación no se puede saber lo que Dios ha elegido para sí»[20].            La explicación teológica, tal como expone Royo Marín, es la siguiente: «La predestinación es completamente gratuita y depende en absoluto del libre beneplácito de Dios, que nadie puede conocer si el mismo Dios no se lo revela»[21]. Nota Santo Tomás que no sería beneficioso tal conocimiento, porque: «Aunque por privilegio especial sea revelada a alguien su predestinación, no es, sin embargo, conveniente que se revele a todos, porque en tal caso los no predestinados se desesperarían, y la seguridad engendraría negligencia en los predestinados»[22].

            Indica el tomista Francisco Muñiz, al referir esta cuestión que: «Hay, sin embargo, varias y diversas señales por las cuales el hombre puede conjeturar, con más o menos probabilidad, que está incluido en el número de los elegidos para la vida eterna. Los teólogos suelen señalar las siguientes: 1) llevar con paciencia y resignación las penalidades y trabajos de esta vida; 2) gustar de oír la palabra de Dios; 3) amar a los enemigos; 4) ser humilde; 5) agradecer sinceramente los beneficios recibidos de la gracia; 6) tener una firme esperanza de la vida eterna, fundada en la infinita misericordia del Señor; 7) profesar especial devoción a la Virgen Santísima»[23].  Cuantas más se reúnan, más seguridad moral proporcional, y el poseerlas todas la dan plena. Hay que orar, por tanto, para recibirlas.            En cuanto al problema del «número de los elegidos» y más concretamente si el número de los elegidos será mayor o menor que el de los réprobos, Santo Tomás dice lo siguiente: «Respecto a cual sea el número de los hombres predestinados dicen unos que se salvaran tantos cuantos fueron los ángeles que cayeron; otros tantos como ángeles perseveraron, y otros, en fin, que se salvarán tantos hombres cuantos ángeles cayeron, y, además, tantos cuantos sean los ángeles creados. Pero lo mejor es decir que “sólo de Dios es conocido el número de los elegidos que han de ser colocados en la felicidad suprema” (Missa pro Vivis et Defunctis de S. Agustín)»[24].            Santo Tomás no da ninguna respuesta, porque no parece que puede darse con alguna seguridad. Sin embargo, en la misma cuestión que contesta de este modo sobre el número de los predestinados, en una respuesta a una objeción a que no está predestinado por Dios el número de los que se salvarán, parece dar una respuesta «rigorista» o que sean más los que se condenan. Argumenta: «El bien proporcionado al estado común de la naturaleza se halla en los más y la falta de este bien, en los menos». En cambio: «El bien que sobrepasa al estado

común de la naturaleza se halla en los menos, y su falta, en los más». Así, por ejemplo: «Vemos que son los más los hombres dotados de inteligencia suficiente para el manejo de su vida, y que los que carecen de ella, llamados tontos o idiotas, son muchos menos; pero los que alcanzan a tener un conocimiento profundo de las cosas inteligibles son en proporción poquísimos»[25].            Esta regla está apuntada en la objeción al afirmarse que: «en las obras de la naturaleza lo más frecuente es el bien, y el defecto y el mal son la excepción», y desde la que se infiere que «serán más los que se salvan que los que se condenan»[26]. Sin embargo, se considera que esta conclusión es «contraria» al pasaje evangélico, en el que se dice que: «Ancho y espacioso es el camino que conduce a la perdición y son muchos los que entran por él; estrecha es la puerta y angosta la senda que conduce a la vida y son pocos los que la hallan»[27]. De esta oposición se concluye: «Luego no está predestinado por Dios el número de los que se han de salvar»[28].            Santo Tomás sin entrar en la interpretación rigorista del texto evangélico, simplemente acepta la regla y su aplicación sobrenatural y así queda afirmada su tesis de que el «el número de los predestinados es cierto» y «no sólo formal, sino también materialmente»[29]. Este es el sentido de las palabras, con las que continúa su respuesta: «Como la bienaventuranza eterna, que consiste en la visión de Dios, está por encima del estado común de la naturaleza, y sobre todo en cuanto está privada de la gracia por la corrupción del pecado original, los que se salvan son los menos»[30]. Santo Tomás, como indica en el cuerpo de este artículo no quiere tratar la cuestión de sí son muchos o pocos los que se salvan. La esperanza            El misterio de la predestinación y de la reprobación, tal como se ha expuesto, aunque es algo que parece pavoroso, no lleva al hombre a la desesperanza. Bossuet,

expresando la doctrina de Santo Tomás, trató esta tremenda cuestión, al ocuparse de la oración de Jesucristo, Redentor universal de la humanidad.            Después de referirse al pasaje evangélico de la resurrección de Lázaro[31], se ocupa sobre los efectos de la oración de Cristo, y escribe:  «Cualquier cosa que quisiera pedir a Dios, aunque fuese la resurrección de un muerto de cuatro días, ya entrado en putrefacción, Jesús está completamente seguro de obtenerlo. Y para demostrar la eficacia de su oración, él empieza dando gracias de haber sido escuchado»[32]. También recuerda que cuando San Pedro quiso defenderlo frente a los que fueron a prenderle en el huerto de los Olivos, El mismo dijo que hubiera podido contar con doce legiones de ángeles, si lo hubiera pedido[33], ya que «su padre habría hecho lo que Él hubiera querido, Él es siempre escuchado sea lo que fuere lo que pide»[34].            Con su estilo oratorio se pregunta Bossuet: «¿Creeremos nosotros que él sea menos poderoso y menos escuchado cuando pide a su Padre lo que depende de nuestro libre albedrío? Él no lo pediría si no supiese que esto también está en poder de su Padre y que no le será rehusado, como cualquiera otra cosa. Y es que por esto que cuando dice: “Simón, Simón, yo he rogado por ti a fin de que tu fe no desfallezca” (Lc 22, 31-32), nadie puede dudar que su oración haya tenido su efecto a su tiempo»[35].            Añade el escritor francés que puede concluirse: «Todos aquellos por quienes Él ha pedido tales efectos, los obtendrán; ellos tendrán, digo yo, la fe, la perseverancia en el bien y la completa liberación del mal, si Jesucristo lo pide para ellos».Incluso puede decirse que: «Si Él hubiera rogado de otra manera por el mundo, por el que dice Él que no ruega, el mundo ya no sería más mundo, sino que se santificaría. Todos aquellos, pues, por quienes Él ha dicho: “santificadlos en verdad” serán realmente santificados. Y no

podemos negar la bondad conmovedora de su corazón para todos los hombres, ni los medios que les ha preparado para su salvación eterna, en su providencia general. “Pues no quiere que persona alguna perezca y aguarda a todos los pecadores a penitencia” (2 P, 3, 9)».Debe tenerse también en cuenta su providencia especial. «Pero, por grande que sea la mirada que él tiene puesta sobre todo el mundo, él tiene una particular mirada de preferencia sobre un número, que le es conocido. Todos los que el mira de esta manera lloran sus pecados y, a su tiempo, se convierten. Y es por esto que, cuando el puso su mirada sobre San Pedro, mirada de tanta ternura y favor, él se deshizo en lágrimas. Y esto fue el efecto de la plegaria que Jesucristo había dicho por la estabilidad de su fe. Pues era preciso, en primer lugar, reavivarla, y a su tiempo reforzarla para que durara hasta el fin»[36].Es lo que ocurre con los predestinados. «Lo mismo podemos decir que aquellos que su Padre le ha dado de manera especial, pues es de ellos que dice: “Todo lo que mi Padre me ha dado viene a mí; y yo no rehúso al que viene; porque yo he venido al mundo no para hacer mi voluntad, sino para hacer la voluntad de mi Padre; y la voluntad de mi Padre es que yo no pierda ninguno de los que me ha dado, sino que yo los resucite en el último día” (Cf. Jn 6, 37-40)»[37].Si esta es la situación del hombre ante la predestinación divina, se imponen estas preguntas: «¿Y por qué será que hayamos de entrar en estas sublimes verdades? ¿Será para turbarnos, para alarmarnos, para entregarnos al desespero y para agitarnos en nosotros mismos, diciéndonos, seré yo de los elegidos o no lo seré?».La respuesta que se puede dar, siguiendo también a Santo Tomás, es otra. «Lejos de nosotros tan funesto pensamiento, que nos haría penetrar en los secretos juicios de Dios, escudriñar, por así decirlo, en su seno y sondear el abismo profundísimo de sus decretos eternos. El intento de nuestro Salvador es que contemplando esta mirada

secreta que Él tiene para aquellos que Él sabe, y que el Padre se los ha dado con especial selección, y reconociendo, al mismo tiempo, que Él los sabe conducir a su salvación eterna por los medios, que no han de faltar, aprendamos, en primer lugar, a suplicarle, y a unirnos a su oración, y a decir con Él: “Líbranos, Señor, de todo mal” (Mt 6, 13): o, como dice la Iglesia: “No permitáis nunca, Señor, que nosotros seamos separados de vos; si nuestra voluntad quiere apartarse, no lo permitáis”. Tenedla de vuestra mano, cambiadla y llevadla a vos». El abandono a la misericordiaAnte el misterio pavoroso de la predestinación sólo queda la oración confiada. «Esta es, pues, la primera cosa que Jesucristo nos quiere enseñar; pero no es, en manera alguna que nos turbemos, inquiriendo el secreto de la predestinación, sino que roguemos. Y a fin de que lo hagamos como es preciso, hay una segunda cosa que nos quiere enseñar también, y ésta es que nos abandonemos a su bondad».Este abandono no lleva a la seguridad o a la desesperación, que engendran ambas la negligencia. Con palabras de Bossuet: «Tal abandono no implica pero no que no sea preciso trabajar, o que sea permitido abandonarnos, contra la voluntad de Dios, a la presunción o a pensamientos temerarios; pero sí es preciso que, obrando con toda la fuerza de nuestro corazón, sobre todo nos abandonemos a Dios sólo, por el tiempo y para la eternidad»[38].El mismo Bossuet expresa este abandono confiado en Dios en esta oración, que añade seguidamente: «¡Salvador mío! Yo me abandono a vos; yo os suplico que me miréis con esta mirada especial, como vos lo hacéis, y que no sea yo del número de los desventurados a quien vos odiaréis y ellos os odiarán para siempre. Es cosa horrible sólo pensarlo. Dios mío, libradme de un tan grande mal; yo pongo en vuestras manos mi libertad enferma y vacilante y

no quiero tener puesta mi confianza sino en vos»[39].El misterio de la predestinación no da motivos para la inquietud o el miedo si se tiene en cuenta que quien nos salva es Dios. Si la esperanza estuviera en el hombre, que no se dirige bien a sí mismo,  sí que habría razón para el temor. Como concluye Bossuet: «El hombre soberbio teme no hacer su salvación incierta si no la tiene en su mano; pero se engaña miserablemente ¿Puedo yo apoyarme sobre mi mismo? ¡Oh Dios mío! Yo sé muy bien que mi voluntad se me escapa con frecuencia, y si vos quisierais hacerme responsable a mí solo de mi suerte, yo rehusaría un poder tan temible para mi flaqueza. Que no se diga, pues, que esta doctrina de gracia y de preferencia ponga las almas buenas en trance de desesperación».Incluso la confianza en Dios puede entenderse como una señal de predestinación. «Pues qué, ¿será posible estar más seguros si nos apoyamos en nosotros mismos y nos entregamos a nuestra propia inconstancia? En manera alguna, Dios mío, yo no lo quiero así. Yo no puedo tener otra seguridad sino abandonándome a vos. Y yo la encuentro más perfecta todavía, pues que aquellos a quienes vos dais esta confianza de abandonarse de hecho totalmente a vos, reciben, en este dulce instinto de acudir a vos, la mejor señal que pueda haber sobre la tierra de vuestra bondad. Aumentad, pues, en mí este deseo; y haced entrar por este medio, en mi corazón, esta bienaventurada esperanza de hallarme al fin en el número de vuestros escogidos»[40].            Además, en la predestinación no hay una reprobación, como acto positivo de Dios, por la que rechace a un hombre de modo anterior a sus pecados, excluyéndolo de la bienaventuranza como si no le otorgará un beneficio, que por lo demás no es a nadie debido. Lo reprueba sólo cuando el hombre pecador no quiere volver a Dios y se obstina en su pecado. Sin embargo, la reprobación entonces es negativa, en cuanto que su acto es el de permitir que haya hombres que pequen voluntaria

y libremente y reciban, por consiguiente su justo castigo.La predestinación a la gloria, por ser enteramente gratuita y misericordiosa, la hace Dios antes de prever los méritos de los que se salvarán. En cambio, la reprobación divina o exclusión negativa de Dios es después de previstos los pecados de los condenados.Dios podría excluir del beneficio de la gloria a los hombres, porque se trata e un don totalmente gratuito y no debido a nadie. Sin embargo, ha revelado que quiere la salvación universal, «quiere que todos los hombre se salven y lleguen al conocimiento de la verdad»[41]. La voluntad salvífica universal excluye, por ello,  la exclusión positiva de ningún hombre.            La reprobación positiva ha sido rechazada por el magisterio de la Iglesia. Así, por ejemplo, en el concilio de Quiesrsy se declaró: «Dios omnipotente creó recto al hombre, sin pecado, con libre albedrío y lo puso en el paraíso, y quiso que permaneciera en la santidad de la justicia. El hombre, usando mal de su libre albedrío, pecó y cayó, y se convirtió en “masa de perdición” de todo el género humano. Pero Dios, bueno y justo, eligió, según su presciencia, de la misma masa de perdición a los que por su gracia predestinó a la vida (Rom 8, 29 ss; Eph 1, 11) y predestinó para ellos la vida eterna; a los demás, empero, que por juicio de justicia dejó en la masa de perdición, supo por su presciencia que habían de perecer, pero no los predestinó a que perecieran; pero, por ser justo, les predestinó una pena eterna. Y por eso decimos que sólo hay una predestinación de Dios, que pertenece o al don de la gracia o a la retribución de la justicia»[42].San Agustín había dado una explicación de la predestinación positiva a la gracia y a la gloria y de la reprobación negativa al castigo del pecado. En su polémica con el pelagiano Juliano de Eclana, pregunta: «¿Por qué Isaac habría sido borrado de su pueblo sí no hubiese sido circuncidado al octavo día de su nacimiento y no hubiese recibido el signo del bautismo de Cristo? (…) Isaac, nacido

en perfecta inocencia, no era culpable de ningún pecado personal aunque hubiera nacido de padres adúlteros ¿Qué culpa tenía, pues, para ser borrado de su pueblo si no fuera circuncidado al octavo día?»[43].            Isaac no tenía pecados personales, pero si el pecado en su naturaleza humana, «¿No ves, en fin, que el precepto dado por Dios al primer hombre era de posible y fácil cumplimiento; y que fue por esta violación y desprecio de este mandato de un solo hombre, como en masa común de origen, por lo que arrastró con su pecado a todo el género humano, y de ahí viene el “duro yugo que pesa sobre los hijos de Adán desde el día en que salen del vientre de su madre, hasta el día de su entierro en la madre de todos” (Eccli 40, 1). Y como de esta generación maldita de Adán nadie se ve libre si no renace en Cristo, por eso Isaac habría perecido de no recibir el signo de esta regeneración; y con plena justicia, pues, habría salido de esta vida, en la que entró condenado por su nacimiento carnal, sin el signo de la regeneración».El relato bíblico del precepto de la circuncisión le permite concluir: «Dios es bueno y justo; puede salvar a algunos porque es bueno, sin que lo hayan merecido; pero a nadie puede condenar sin motivo, porque es justo»[44].No hay semejanza entre la predestinación y la reprobación. La predestinación es la causa de la salvación con la gracia y después de la bienaventuranza de los predestinados. En cambio, la reprobación no causa la perdición o condenación de los réprobos, porque no es la causante de su culpa. Únicamente es la causante del castigo, que sigue a su elección por el mal. De manera que: «La reprobación, en cuanto causa, no obra lo mismo que la predestinación. La predestinación es causa de lo que los predestinados esperan en la vida futura, o sea de la gloria, y de lo que reciben en la presente, que es la gracia. Pero la reprobación no es causa de lo que tienen en la vida presente, que es la culpa, y, en cambio, es causa de lo que se aplicará en lo futuro, esto es, del castigo eterno. Pero la

culpa proviene del libre albedrío del que es reprobado y abandonado por la gracia, y, por tanto, se cumplen las palabras del profeta: “De ti, Israel, viene tu perdición” (Os 13, 9)»[45].Dios a unos predestina antes de prever los méritos de estos predestinados y a los otros antes de prever sus deméritos o pecados nos lo condena, sino que únicamente antes de su previsión los permite. Sin embargo, esta permisión no es una condenación por los pecados, de los que todavía puede el pecador arrepentirse. La condenación viene después de la previsión y como castigo a su obstinación en los mismos. Eudaldo Forment              

[1] JAIME BALMES, El indiferentismo, en Obras completas, Madrid, BAC, 1949, 8 vols., vol. V, pp. 131-139, p. 132.[2] Ibíd., p. 133.[3] Ibíd., p. 134.[4] IDEM, El Criterio, en Obras completas, op. cit., vol. III, pp. 537-755, p. 689.[5] S. Alfonso Maria de Liguori, Apparecchio alla Morte cioè Considerazioni sulle Massime Eterne, testo critico, Introduzione e note a cura di Oreste Gregorio CSSR, Roma, Edizioni di storia e letteratura, 1965, Considerazione XII, punto I, pp.11-112.[6] Ibid., Considerazione XII, Punto I, p. 112.[7] Ibid., Considerazione XII, Punto II, pp. 113-114.[8] Ibid., Considerazione XII, Punto II, p. 114.[9] Ibid., Considerazione XII, Punto II, p. 114-115.[10] Ibid., Considerazione XII, Punto II, p. 115.[11] SANTO TOMÁS, Comentario a la Espistola a los romanos, c. 9, lect. 4.[12] Rm 9, 21.[13] SANTO TOMÁS, Comentario a la Espistola a los

romanos, c. 9, lect. 4.[14] Is 64, 8.[15] SANTO TOMÁS, Comentario a la Espistola a los romanos, c. 9, lect. 4.[16] Rm 9, 22-24.[17] SANTO TOMÁS, Comentario a la Espistola a los romanos, c. 9, lect. 4.[18] Ibíd. En el versículo del Génesis se dice seguidamente: «en todo tiempo, se arrepintió de haber hecho al hombre en la tierra».[19] SANTO TOMÁS, Comentario a la Espistola a los romanos, c. 9, lect. 4.[20] CONCILIO DE TRENTO, Decreto sobre la justificación, c. XII. «Si alguno dijere que el hombre regenerado y justificado está obligado a creer de fe que él es ciertamente del número de los predestinados, sea excomulgado» (Can. XV). «Si alguno dijese con absoluta e infalible certeza que ha de tener ciertamente hasta el fin el gran don de la perseverancia, sin saberlo por especial revelación, sea excomulgado» (Can. XVI).[21] ANTONIO ROYO MARÍN, ¿Se salvan todos? Estudio teológico sobre la voluntad salvífica universal de Dios, Madrid, BAC, 1995, p. 69.[22] SANTO TOMÁS, Suma teológica, I, q. 23, a. 1, ad 4.[23] F. P. MUÑIZ,  Introducción a la cuestión 23, en SANTO TOMÁS, Suma Teológica, , edición bilingüe, Madrid, BAC, 1947, vol. I,  pp. 777-792, p. 792.[24] SANTO TOMÁS, Suma teológica, q. 23, a. 7, in c.[25] Ibíd., I, q. 23, a. 7, ad 3.[26] Ibíd., I, q. 23, a. 7, ob. 3.[27] Mt 7, 13-14.[28] Ibíd., I, q. 23, a. 7, ob. 3.[29] Ibíd., I, q. 23, a. 7, in c.[30] Ibíd., I, q. 23, a. 7, ad 3. Con la mención de la misericordia divina, termina de este modo la respuesta: «Y, sin embargo, en esto se descubre la inmensidad de la misericordia divina, que eleva a algunos a un género de

salvación de que muchos se ven privados según el curso ordinario y la inclinación de la naturaleza».[31] Jn 11, 41-42.[32] Jacques-Benigne Bossuet, Oeuvres complètes de Bossuet, op. cit., vol. VI, Meditations; La Cène, Seconde partie,  pp. 643-678, LXXII, Effet secret de la prière de Notre-Segneur, Jesus-Christ toujours exaucé, predestinations des Saints, p.672.[33] Mt, 25, 53.[34] Jacques-Benigne Bossuet, La Cène, Seconde partie, op. cit., p.672.[35] Ibíd., pp. 672-673.[36] Ibíd., p. 673.[37] Ibíd., pp. 673-674.[38] Ibíd., p. 674.[39] Ibid., pp. 674-765.[40] Ibíd., p. 675.[41] 1 Tm 2, 3-4.[42] Concilio de Quiersy, cap. 1, Denzinger 316.[43]  San Agustín, Réplica a Juliano,  III, 18, 34.[44] Ibíd., III, 18, 35.[45] SANTO TOMÁS, Suma Teológica, I, q. 23, a. 3, ad 2.