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LA REVOLUCION FRANCESA(Documento de Trabajo Profesores Mauricio García V, Andrés Abel Rodríguez V, Rodrigo Uprimny Y. y Juan Fernando Jaramillo: inédito) Prohibida su reproducción sin autorización de los autores.

Qui ne l’accorderait aujourd’hui ? La démocratie est expérience et histoire. Elle se dépolie et se métamorphose dans le temps.

Marcel Gauchet, La Révolution des pouvoirs, p. 22

Todos los elementos imaginables en una Revolución se presentaron en la Francia de 1789: un gobernante déspota, un pueblo rebelde, líderes iluminados, victorias apoteósicas, transformaciones radicales, discursos grandilocuentes, debates enardecidos, campañas magníficas, pasiones desbordadas, personajes ejemplares, todo ello entretejido con prácticas políticas de engaño y la felonía que desencadenaron violencia, terror y abyección inconcebibles. ¿Cómo fue posible tanta gloria y tanta bajeza, tanto bien y tanto mal en algo más de cinco años de la historia de Francia? Respuestas de todo tipo se han dado a esta pregunta, desde las más pesimistas, que han visto en los acontecimientos revolucionarios una expresión de las peores pasiones humanas, hasta las más románticas que han encontrado en ellos el despliegue de una ilusión popular desbordante y finalmente frustrada. En algo estarán sin embargo de acuerdo los intérpretes de la Revolución: en reconocer la extraordinaria energía, pasión y creatividad humana empeñadas en este proyecto de construcción institucional y política durante estos años desenfrenados, así como en el enorme interés histórico, constitucional, político que tuvo tal empeño.

Este capítulo explica y analiza la manera como se desarrolló este proyecto extraordinario y los resultados que tuvo en su propósito de crear una sociedad más justa e igualitaria. En él hacemos un análisis de los acontecimientos principales de la Revolución Francesa, de sus repercusiones institucionales y de los debates teóricos que tuvieron lugar a propósito de dichos sucesos. También intentamos poner en evidencia la importancia de los eventos revolucionarios en la

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configuración y determinación de los contenidos constitucionales así como de sus significados y de sus alcances prácticos.

Dividimos este capítulo en tres partes: en la primera explicamos algunos de los más importantes antecedentes de la revolución francesa, en la segunda analizamos los principales acontecimientos históricos acaecidos entre 1789 y 1799 y, finalmente, en una tercera parte, abordamos algunos temas puntuales del debate constitucional que tuvo lugar durante la Revolución.

I. ANTECEDENTES

El estudio de los antecedentes de la Revolución Francesa puede abordarse con un lente histórico amplio, de tal manera que de cuenta de los antecedentes remotos, o con un lente de aproximación que ponga en evidencia los hechos históricos próximos a los eventos revolucionarios. A continuación presentamos estas dos miradas.

1. ANTECEDENTES REMOTOS

Al estudiar la tradición constitucional inglesa explicamos las diferencias entre el feudalismo originado en el continente europeo y el feudalismo Inglés1. Allí se subrayó cómo el hecho de que este último hubiese sido importado del continente determinó algunos de sus rasgos más característicos, entre ellos, la relativa centralización política en cabeza del rey. En Francia el feudalismo surgió de manera espontánea y por ello no contó con un ente centralizador que lo organizara o encausara por un rumbo definido. En Inglaterra, en cambio, la centralización política creó una especie de absolutismo temprano que rápidamente engendró, en el siglo XIII, la oposición de los nobles frente a los aristócratas, la cual inspiró la promulgación de la Carta Magna de 1215 así como los documentos y declaraciones de derechos que antecedieron el Bill of Rights de 1689. La situación era muy diferente en Francia debido a la falta de una conciencia anti-absolutista en la nobleza. La queja de los nobles y señores en la Francia de los siglos XIV y XV no estaba fundada en el atropello de los monarcas, sino en la falta de seguridad, originada en las continuas guerras intestinas y en la falta de un poder con capacidad para imponerse ante los incesantes intentos de expansión territorial y militar de los señores. La monarquía absoluta de finales del siglo XVI

1 Véase infra p. [...].

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en Francia fue vista como un remedio contra una anarquía política redoblada por las guerras de religión originadas a partir del cisma protestante. Veamos algunos de los acontecimientos esenciales que marcaron esta época en Francia.

Enrique II fue sucedido por tres monarcas: Francisco II (1544-1560), Carlos IX (1550-1574) y Enrique III (1551-1589), todos muy jóvenes, escasos de carácter y con grandes dificultades para imponer su voluntad regia. Los problemas de la monarquía se vieron agravados por las guerras de religión, que en el caso de Francia adquirieron un carácter especialmente cruel y despiadado. Estas guerras duraron 35 años y terminaron con la promulgación del Edicto de Nantes (13 de abril de 1598) otorgado por Enrique IV y a través del cual se impuso la tolerancia religiosa. Las guerras de religión se habían iniciado por la pugna entre los católicos, representados por la Casa de Guise y los protestantes calvinistas también llamados «Hugonotes». El carácter sangriento de esta pugna se originaba en la debilidad de los reyes para gobernar2.

La matanza de la noche de San Bartolomé es una manifestación dramática de esta ausencia de orden y poder central. El 24 de agosto de 1572 la reina Catalina de Médicis —que obraba entonces como regente en vista de la incapacidad de su hijo Carlos IX — organizó una gran fiesta en París para celebrar el matrimonio de su hija Margot con el príncipe de Navarra (1553-1610); a la celebración fueron invitados los principales líderes hugonotes y los líderes de la Casa de Guise. Sin embargo, lo que en principio estaba destinado a ser una gran fiesta degeneró en una horrible tragedia cuando, durante la noche, los miembros de la casa de Guise asesinan sistemáticamente a los hugonotes invitados. Ante estos hechos, el príncipe de Navarra, quien había salvado su vida por el hecho de haberse convertido, a regañadientes, al catolicismo, fue encarcelado por sus enemigos católicos de la corte. Pero en 1576 logró evadirse a Normandía e Inglaterra donde encontró a sus antiguos amigos protestantes con los cuales estableció una alianza militar, no sin antes hacerse nuevamente protestante. El príncipe de Navarra era el heredero legítimo al trono, debido a que Enrique III había muerto sin dejar ningún sucesor. No obstante era odiado por la mayoría católica francesa por su ascendencia protestante. Eso no le impidió ocupar

2 Este largo periodo de enfrentamientos entre católicos y protestantes ha sido dividido en ocho guerras específicas. Para más detalles véase Mourre et al.,1981: 1296; Jouanna et al., 1998.

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París y convertirse en el Rey Enrique IV de Francia3. Inicialmente tuvo muy poco respaldo; pero con el paso de los años comenzó a ganar el afecto popular gracias a su exitosa política de paz iniciada con el Edicto de Nantes el cual imponía la tolerancia religiosa.

Esta fórmula de pacificación social fue defendida por una corriente de pensamiento conocida como «Los Políticos» (Les Politiques) quienes tuvieron alguna relevancia en Francia durante este período de transición entre el feudalismo y el absolutismo4. Les “politiques” defendían un gobierno limitado y querían fortalecer la autoridad del rey sólo con el propósito de hacer efectivos los edictos de tolerancia» (Kriele, 1980: 55 y ss.) El teórico más importante de esta corriente es Jean Bodin (1530-1596) conocido por su teoría de la soberanía (véase Bodin, 1985).

Enrique IV muere en 1610 en medio del dolor popular. 5 Con la llegada al trono de Luis XIII (1601-1643) y sobre todo con la de Luis XIV (1638-1715), la fórmula de la tolerancia, propuesta en el Edicto de Nantes y defendida por les politiques, fue sustituida por la de la imposición regia y católica sobre las demás religiones. Finalmente, entre estas dos fórmulas distintas de pacificación de la sociedad en el siglo XVII —la tolerancia establecida desde el Estado y la de la imposición de una religión de Estado— terminó triunfando la del absolutismo católico, la cual fue justificada con la teoría del poder divino de los reyes. Según esta teoría política el poder de los reyes venía directamente de Dios y por esa razón se suponía que ellos no tenían que dar ninguna justificación - ni tenían límite alguno - para ejercer su autoridad 6

Con Luis XIV se impuso este segundo modelo de pacificación y con el un tipo específico de Estado conocido como Estado absoluto.

3 Enrique IV se convierte nuevamente al catolicismo en la basílica de Saint-Denis (25 jul. 1593); allí pronuncia la célebre frase «Paris vaut bien une messe!» (¡París bien vale una misa!).

4 Según Incola Matteucci, la obra de Bodino se encuentra fuertemente influenciada por el constitucionalismo medioeval y su idea de la superioridad del derecho sobre la voluntad humana. Su definición de res publica, como gobierno droit o justo así lo demuestra (p.64)

5 Enrique IV ha llegado a ser considerado como el más popular de todos los reyes franceses

6 Al respecto ver Krielle (1980: […]). Sin embargo, la noción de poder absoluto de los reyes era ante todo una teoría justificatoria. En la práctica, estos reyes, no obstante su enorme poder, tenían que tener en cuenta los poderes nobiliarios existentes y a veces negociar con ellos. Al respecto ver nota […].

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Este nuevo tipo de organización política implica un traslado de las funciones públicas en manos de la nobleza, quien las ejercía como prerrogativas por lo general heredadas, hacia los funcionarios estatales asalariados y especializados. Las funciones que antes cumplían los nobles comienzan entonces a ser ejercidas por una burocracia dependiente directamente del rey. De esta manera se introduce racionalidad y generalidad en las funciones burocráticas a través de la expropiación de los «medios materiales de administración»7. Esta transformación tuvo efectos políticos importantes en la medida en que, sobre todo a partir del reinado de Luis XIV, los nobles se sintieron arbitrariamente despojados de sus antiguas prerrogativas. Es por eso que después del reinado de Luis XIV la nobleza y la aristocracia francesa comenzaron una lucha por recuperar sus antiguos poderes, lo cual lograron parcialmente bajo el reinado de Luis XV (1710-1774) y Luis XVI (1754-1793). Esto explica, además, como veremos más adelante, la simpatía que una parte de la aristocracia mostró al inicio de la Revolución por las ideas constitucionales anti-absolutistas que inspiraron la Revolución Gloriosa de 16888.

2. ANTECEDENTES PRÓXIMOS

Aquí hacemos referencia a algunos hechos históricos de mediados del siglo XVIII en Francia entre los cuales se cuentan la Ilustración, el tipo de sociedad anterior a la Revolución, la crisis económica y la tensión entre los Parlamentos y el rey. Estos hechos configuraron, a finales de la década de los ochenta lo que Charles

7 Para M. Weber el desarrollo del Estado moderno se explica principalmente a través de la expropiación «por parte del príncipe a aquellos portadores de poder administrativo que figuran a su lado: aquellos poseedores en propiedad de los medios de administración, de guerra, de finanzas y de bienes políticamente utilizables de toda clase» (Weber, 1987: 1059).

8 «Desde la muerte de Luis XIV comenzó la contra-ofensiva aristocrática - explican Furet y Richet - No tuvo el poder para destruir el absolutismo real, pero logra progresivamente controlarlo por medio de un cuasi-monopolio de los cargos. [...] La nobleza puede concebir fácilmente, escrutando en sus recuerdos, otras formas de gobierno distintas del absolutismo. En el fondo, nunca aceptó la humillación política a la que Luis XIV la había reducido. Por ello la reivindicación liberal, que reclama el control del poder real por medio de cuerpos intermediarios, nada tiene en su principio que pueda chocar a aquella. Por el contrario, la aristocracia lanza la anglomanía del siglo, la admiración por las instituciones inglesas» (Furet y Richet, 1973: 31 y 32).

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Tilly, basado en Leon Trotsky denomina una “situación revolucionaria”9.

2.1.La Ilustración

A mediados del siglo XVIII tuvo lugar en Europa un fenómeno intelectual de envergadura e impacto mundial conocido como la Ilustración. Los orígenes de este nuevo pensamiento se remontan al Renacimiento. Tanto en el Renacimiento como en la Ilustración el hombre europeo experimentó una enorme curiosidad por el conocimiento de sí mismo. Era una especie de regreso humanista al clasicismo griego que la sociedad medieval y feudal habían abandonado para concentrarse en una visión teocrática en la cual Dios era el centro del universo y todo estaba articulado, organizado y explicado a través de las directrices dadas por la Iglesia católica. Una parte importante de la Ilustración se dedicó a las ciencias naturales y otra se consagró a la filosofía y a lo que en términos actuales puede denominarse «ciencias sociales»10. Este movimiento intelectual tuvo en Francia un gran aprecio por el pensamiento racional, es decir por la creencia de que existen verdades universales a partir de las cuales el hombre y la sociedad deben guiarse 11. El propósito universalista y racionalista fue particularmente notorio en los autores de la ilustración francesa, ente los que se destacaron Voltaire (1694-1778), y Jean-Jacques Rousseau (1712-1778). Ambos quisieron encontrar verdades sociales, naturales, políticas, espirituales, que fueran válidas para siempre y en todas partes. Ellos creían que la razón era un instrumento fundamental para determinar la manera como debería estar organizada la sociedad. Esta concepción estaba en franco contraste con el espíritu inglés del siglo XVIII, mucho más ligado a la práctica y a los hechos y conocido como empiricismo. Según este

9 Pocas “situaciones revolucionarias” tienen un “resultado revolucionario”, advierte Tilly Tilly, C. (1978). From Mobilization to Revolution. New York, McGraw-Hill Publishing Company.

, Tilly, C. (2000). Las revoluciones europeas. Barcelona, Crítica.

.

10 Para Bronislaw Baczko la época de la Ilustración es la del auge de la filosofía política (Baczko, 1992: 286).

11 Bajo ese presupuesto se desarrolló la gran obra de la Ilustración en Francia, la Enciclopedia, publicada de 1751 a 1776, constituida por 15 volúmenes e iniciada y dirigida por Diderot, D’Alembert, Bufón, Condillac, Helvetius, Laharpe, Mably, Marmontel y Turgot. Su propósito era el de compilar en unos libros las definiciones de todas las palabras.

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último, las verdades son siempre locales, a lo sumo verdades nacionales, ligadas a la historia de un pueblo específico, nunca verdades universales y mucho menos eternas. Autores ingleses del siglo XVIII, como Edmund Burke (1728-1797), criticaron de manera implacable a los revolucionarios Franceses del XVIII. Que los franceses pretendieran imponer sus creencias al resto del mundo con el argumento de que ellas estaban fundadas en la razón universal les parecía algo inaudito (Burke, 1993:).

La Ilustración fue un movimiento intelectual que impactó fuertemente la visión del mundo que tenía el hombre de mediados del siglo XVIII. Dos consecuencias importantes pueden ser extraídas de este movimiento. En primer lugar, las ideas políticas de la ilustración crearon un ambiente favorable a las concepciones democráticas y liberales, las cuales, sin embargo, se vieron limitadas por el predominio institucional del antiguo régimen y del absolutismo12. En segundo lugar, el desajuste entre el predominio intelectual de la Ilustración y las instituciones reinantes era demasiado evidente. «La sociedad francesa del siglo XVIII –dice Francois Furet - era demasiado democrática en relación con lo que tenía de noble y demasiado noble en relación con lo que tenía de democrática» (1978: 237). Alexis de Tocqueville (1805-1859), por su parte, puso de manifiesto la continuidad entre la ilustración y la revolución. En su opinión, este elemento cultural, en unión con el proceso de centralización del Estado iniciado con Luis XIV, configuraron una parte fundamental de la explicación de los acontecimientos revolucionarios radicales que tuvieron lugar luego de 1792, acontecimientos que no rompieron sino que acentuaron el espíritu religioso y fundamentalista de la Monarquía Absoluta o del Ancíen Régime (1996: 95-8).

2.2.La sociedad francesa anterior a 1789

La sociedad francesa del Ancien Régime13 estaba compuesta por tres estamentos o grupos sociales: Por un lado el clero y la nobleza, siendo estos los grupos privilegiados y dominantes, y por el otro el

12 Con respecto a la influencia de la Ilustración en la revolución, Bonislaw Baczko considera que «la revolución presenta precisamente esta remarcable particularidad de instalar un espacio político moderno en un ambiente ámpliamente tradicional» (el subrayado es del autor) (Baczko, 1992: 289).

13 Según Furet (1992: 25) la noción de Ancien Régime es «consubstancial a la revolución francesa» en el sentido de que «expresa lo contrario, el lado malo, la negación: no solamente lo que ha precedido a la revolución, sino aquello contra lo cual ésta se ha hecho rechazo, ruptura y avenimiento».

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tercer estado. El clero gozó de un gran poder durante la monarquía : no sólo era el encargado de la enseñanza, de la salud y de la conducción espiritual del reino, de lo cual obtenía un enorme poder político, sino que tenía grandes riquezas gracias al cobro de un impuesto llamado dima, que consistía en el 10 por ciento de las cosechas producidas cada año por los campesinos. El clero era un gran propietario. Se calcula que a finales del siglo XVIII una cuarta parte del territorio de la ciudad de París, que en aquel entonces contaba con aproximadamente 600 mil habitantes, estaba ocupada por iglesias y monasterios que se distribuían en cincuenta parroquias. Había en Francia alrededor de setenta mil sacerdotes y sesenta mil monjes para una nación que tenía sólo unos veinte millones de habitantes. Pero la mayor influencia de la iglesia consistía en su capacidad para determinar los hechos sociales más relevantes en la vida de las personas de la época como eran el nacimiento, el matrimonio, la educación, la fe, la muerte, etc. La cronología vital era esencialmente católica, con sus fiestas, sus ritos, sus ritmos (Furet y Richet, 1973: 30-31).

La aristocracia, por su parte, no gozaba de menos privilegios. Además de la propiedad de las tierras, los nobles obtenían cerca del veinte por ciento del valor de las cosechas, como resultado del alquiler de tierras. Esta práctica feudal fue especialmente fructífera en el siglo XVIII, debido a la duplicación del precio de la propiedad raíz entre 1730 y 1780 14. Había dos clases de nobles: por una parte, los nobles de la espada o hereditarios, que obtenían su título por herencia, y los nobles de la toga o roturiers, que eran burgueses que habían comprado los derechos de nobleza. La nobleza, y el Rey mismo, vendían títulos nobiliarios a la burguesía con el propósito de obtener dinero. En ningún otro país los burgueses ricos veían tanto encanto en la nobleza como en Francia. En Inglaterra, por ejemplo, era la burguesía la que lograba araer a los nobles, lo cual explica, al menos en parte, el sentido social contrario de las revoluciones inglesa

14 Sin embargo, David D. Bien pone en duda la importancia que generalmente se atribuye a la propiedad nobiliaria. Respecto a los beneficios del aumento de los precios de la tierra durante este periodo afirma que «la ventaja hubiera sido más decisiva para los nobles sí estos hubieran poseído más tierras. Sabemos que en realidad la nobleza no detenía, en promedio, más que del 25 al 30 %, el resto se lo compartían entre el clero (posiblemente el 10%), la burguesía (20%) y los mismos campesinos». Su conclusión es que « la aristocracia francesa era, de una cierta manera, la menos “feudal” de las aristocracias europeas. [...] En Inglaterra, en cambio la nobleza “no posee el 25 o el 30% [como en Francia], sino el 80% de la tierra» (Bien, 1992: 51-52).

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y francesa: la primera de ellas contra el poder absoluto del monarca en tanto que la segunda contra la nobleza. La oposición al absolutismo en la Revolución Francesa tenía sentido sólo en la medida en que dicho fenómeno político estaba encarnado por la nobleza. Esto explica el hecho de que el carácter absolutista de muchas manifestaciones de los jacobinos y posteriormente del régimen napoleónico no fuera visto como una contradicción flagrante con la doctrina política que defendían.

Buena parte de los nobles vivían de la renta que obtenían de la tierra y de la herencia. Ser noble era ante todo mantener un estilo de vida, una estética, propiciada en buena parte por el ocio; ello les permitió desarrollar un interés especial por la conversación, por el arte y la filosofía. 15 Los llamados salones que existían en Francia a mediados del siglo XVIII y que proliferaron aún más durante la revolución, eran sitios de encuentro donde se practicaba el gusto nobiliario por la conversación ilustrada.16 Si bien es cierto que el Esprit du siecle fue impuesto por la burguesía y su nueva visión del mundo, también lo es que la nobleza inculcaba en Francia el estilo de vida política e intelectual de la clase dominante. Pero la nobleza no solo gustaba de las formas y del buen estilo, también tenía un especial apego por la diferenciación social y las jerarquías, no sólo entre ellos y los demás estamentos sino también entre los mismos nobles de acuerdo con linajes, riquezas, etc. Así se configuró una sociedad noble bastante rígida y tradicional (Bien, 1992: 46). El que nacía noble lo era para siempre y la única manera de evadir ese ambiente ocioso y algo bucólico era, o bien ingresando al ejercito en donde tenían el derecho de ser oficiales sin necesidad de cursar toda la carrera militar, o bien haciendo votos religiosos.

15 David D. Bien considera, sin embargo, que la ociosidad y el parasitismo que caracterizarían a la nobleza deben tomarse con beneficio de inventario, sobre todo a partir de las cifras que este autor presenta y que demuestran como una parte importante de la nobleza se dedicaba (especialmente a comienzos del siglo XVIII) a ciertas actividades comerciales y financieras y, a pesar de la expansión del Estado administrativo bajo Luis XIV, a algunos cargos de la administración municipal (Bien, 1992: 48-49).

16 En estos salones los nobles se reunían con intelectuales y burgueses para debatir las ideas políticas, filosóficas o científicas del momento. Según J. Habermas estos sitios de reunión fueron la fuente de la opinión pública moderna; el estatus social era secundario frente al valor de la argumentación Habermas, J. (2000). The Structural Transformation of the Public Sphere. Cambridge, Ma., The MIT Press.

, p. 31

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En la segunda mitad del siglo muchos nobles se sintieron atraídos por las ideas de la Ilustración. Algunos de ellos deciden plegarse al Tercer Estado y luego incluso al movimiento revolucionario, si bien pocos perseveraron en esta última empresa. Pero no todos estos nobles “revolucionarios” se inspiraban en el espíritu liberal de tolerancia y mucho menos en ideas igualitarias. Más bien se sentían cercanos al movimiento anti-absolutista inglés en la medida en que ello les era útil para reivindicar algunos de sus antiguos privilegios feudales y, entre ellos, aquellos que les otorgaban funciones de justicia y de administración en propiedad, de los cuales habían sido expropiados por la monarquía absoluta desde Luis XIV (Furet y Richet, 1973: 31).

Al otro extremo de la escala social estaba el Tercer Estado, constituido por el 98 por ciento de la población. Esta gran mayoría era el pueblo de Francia; pero, en términos sociales, era un pueblo muy heterogéneo. Por un lado estaba la burguesía urbana, la cual fue una especie de « capa dirigente del tercer estado» (Furet y Richet, 1973: 37). Ella misma estaba lejos de configurar un grupo homogéneo. En sus entrañas se desarrollaban diferentes actores sociales y políticos que a lo largo de los acontecimientos revolucionarios irían diferenciándose cada vez más: por un lado estaban los grandes propietarios, industriales y financistas; por el otro lado, pequeños artesanos y comerciantes que disponían de uno o dos trabajadores asalariados a sus servicios, casi todos ellos mal pagados y sumidos en la miseria. Algo similar sucedía con la burguesía rural. Los campesinos representaban las tres cuartas partes de la población y se caracterizaban por el apego a las tradiciones así como su analfabetismo y aislamiento social. Al inicio de la revolución, la mayor parte de familias campesinas eran propietarias de una pequeña explotación agrícola de la cual obtenían su sustento y lo necesario para el pago de los tributos al rey, a la nobleza y al clero. 17 Sin embargo también había campesinos sin tierra o con minifundios que no les permitían superar la miseria. Con la abolición de los privilegios feudales (agosto 10 de 1789) el proceso de concentración de la propiedad agrícola empezó su marcha acelerada, y con él, la diferenciación social entre campesinos ricos y pobres. De otra parte, la diferenciación económica entre miembros rurales y urbanos estaba entretejida con una diferenciación fundada en el capital cultural, la cual daba lugar a la separación entre, de un lado, una élite ideológica,

17 Estas pequeñas explotaciones constituían la mayor parte de las tierras del reino (aproximadamente un 50%)

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defensora de principios de equidad y democracia y conformada casi por completo por profesionales independientes entre los cuales sobresalían los abogados y, del otro lado, el resto de miembros del tercer estado atraídos por el impulso arrollador de aquellos ideólogos.

Al inicio de la revolución, la reivindicación fundamental del Tercer Estado consistió en reclamar la igualdad de derechos entre todos los miembros de la nación y, de manera particular, la igualdad en el pago de los impuestos. Tanto la burguesía urbana como el campesinado propietario de pequeñas predios hicieron de la eliminación de los privilegios el objetivo principal de sus peticiones y de sus actuaciones. La percepción de injusticia que el tercer estado tenía de la manera como se pagaban los impuestos en Francia, se fundaba en la existencia de una relación inversa entre cargas impositivas y capacidad económica 18.

Durante los primeros años de la revolución el interés común, contra el orden nobiliario creó solidaridad y apoyo entre campesinos, burgueses y pequeños propietarios, así como también entre los hombres de la ciudad y los del campo. Ni la burguesía se sentía amenazada por los desposeídos, ni estos veían en el poder económico de aquellos un impedimento para defender las ideas igualitarias. Esto empezó a cambiar a partir de los debates constitucionales de 1791 y sobre todo durante la instauración de la Convención en 1792 cuando se hizo evidente la confrontación de clase entre poseedores ricos y poseedores pobres.

En su análisis de la compleja relación que tuvieron los factores relativos a la clase social y aquellos ligados a la ideología en la Revolución Francés Michel Mann explica cómo la elite ideológica, de origen burgués en su gran mayoría, controlaba el discurso político en la Asamblea a y los clubes. Sin embargo, este grupo dirigente encarnaba una ambigüedad en su seno que finalmente terminó dando al traste con su proyecto: por un lado compartía la administración y el ejército con la monarquía. Por otro lado, sin embargo, para oponerse al rey, necesitaba de la violencia popular ejercida por las organizaciones de base. La izquierda jacobina logró hasta cierto punto establecer un puente entre estos dos polos la administración y el pueblo. Mientras logró construir dicho puente la revolución se mantuvo en pie, pero ello no duraría mucho tiempo (Mann 1993).

18 Sobre la influencia de la petición de la igualdad en el impuesto en los acontecimientos revolucionarios véase particularmente: Vignes, 1961; Hincker, 1971; Bossenga, 1992.

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Por último, en la cima y por fuera de esta escala social tridimensional se encontraba la Monarquía. Cierto carácter indescifrable hacía parte de la naturaleza de los reyes, y Luis XVI no escapa a ello. Mucho se ha escrito sobre la personalidad enigmática del Rey durante este período dramático y vibrante de la historia de Francia19. No siempre hay acuerdo en la descripción de su personalidad; sin embargo, en un hecho fundamental parece haber coincidencia: en su falta de carácter, pusilanimidad, y ausencia de talento político al momento de enfrentar los acontecimientos que pusieron en tela de juicio su autoridad a partir de Mayo de 1789.

Para responder a la profunda crisis financiera en la que estaba sumida la monarquía a finales de 1788, Luis XVI intentó introducir algunas reformas liberales y para ello nombró a Jacques Necker (1732-1804)20 como ministro de finanzas. No obstante, estas reformas nunca fueron lo suficientemente fuertes como para poner en tela de juicio las prerrogativas reales y las de la nobleza.21 Un buen ejemplo de esta actitud reaccionaria se refleja en la negativa del Rey de disminuir los gastos de la monarquía, no obstante las

19 «Este pobre joven rey, que nació tan mal, que se educó tan mal, habría querido poder hacer el bien. Luchó, pero fue arrastrado. Sus prejucios de nacimiento y de educación, sus mismas virtudes de familia, lo llevaron a la ruina... Hombre y débil, incapaz de negar, la sola medida de sus gastos era su bondad» (Michelet, 1881: 4).

20 Se trata de uno de los personajes más influyentes en los preludios de la revolución. A pesar de su nacionalidad (nació en Ginebra) y del protestantismo que profesaba, fue nombrado en 1776 director general del Tesoro y en 1777 director general de finanzas. Disfrutaba de una opinión pública favorable. Quiso resolver los problemas del Tesoro a través de préstamos, lo cual no era más que un paliativo. Frente a los malos resultados de su política, presentó renuncia a su cargo en 1781. Sin embargo, los fracasos de los ministros de finanzas posteriores hacen que Luis XVI lo elija nuevamente (ago. 1788). Necker continuó gozando del favor popular, pero fue odiado en la Corte, la cual logra que sea destituido (11 jul. 1789). La cólera del pueblo estalló por este hecho, que es uno de los que va a explicar la toma de la Bastilla tres días después. Posteriormente escribió varios textos, entre los cuales el más conocido es Dernières Vues de Politique et de Finances (1802). (Gauchet, 1992; Egret, 1975)

21 En una época de guerras casi permanentes - según Tilly, Francia vivió en guerra 86 de los 134 años transcurridos desde finales de la Fronda hasta 1789 – el Estado requería de cuantiosos recursos que en buena parte obtenía de individuos con dinero que pagaban por lmantener privilegios que el Estado debía respetar. Esto hacía que las reformas del Estado fueran casi imposibles, debido a que aquellos quienes podían hacer tales reformas eran los principales titulares de los privilegios Tilly, C. (2000). Las revoluciones europeas. Barcelona, Crítica.

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recomendaciones de Necker y, en general, de los fisiócratas. Con sus quince mil sirvientes, Versalles consumía el seis por ciento del tesoro nacional. Buena parte de los reformadores pidieron al Rey limitar estos gastos, pero éste nunca estuvo dispuesto a hacerlo. La falta de talento político del Rey y de sus asesores se puso en evidencia ante todo en su incapacidad para reconocer la sensibilidad de un pueblo exaltado que demandaba una sociedad más equitativa sin que ello implicara, por lo menos al inicio de la revolución, la supresión de la monarquía. Durante el primer año de la Revolución hubo muchas actitudes del Rey y de la Reina que ayudaron a convertir lo que inicialmente era desconfianza y más tarde sospecha popular, en la firme convicción popular de que los monarcas tomarían partido por el antiguo orden y por su nobleza antes que por su pueblo 22.

2.3.La crisis fiscal

La crisis económica que vivió Francia durante las dos décadas anteriores a la Revolución se agravó con la difícil situación de las finanzas públicas de esos años (Soboul, 1982: 118; Gauchet, 1992: 230-231). Las dificultades económicas del reino eran soportadas ante todo por los pobres. Por eso la situación de miseria fue un elemento político esencial en la revolución francesa, a diferencia de lo sucedido en la Revolución estadounidense de 1776, en donde la satisfacción de las necesidades básicas no fue una reivindicación importante, simplemente porque la miseria no era un fenómeno social extendido. En Francia, en cambio la exigencia de alimentación básica y particularmente de pan, jugó un papel político fundamental. El temor a la hambruna encendía el espíritu de las hordas revolucionarias. En este sentido la Revolución Francesa, por lo menos durante la primavera y el verano de 1789 se revela como una reivindicación de tipo social. El cambio político, o la reforma de la organización constitucional del Estado, eran vistos como la fórmula necesaria para lograr los objetivos de justicia social que se requerían.

22 El primer incidente, dentro de una larga serie de desmanes, tiene lugar durante la reunión de los Estados Generales el 4 y 5 de mayo de 1789. Este evento, que no tenía lugar desde 1614 luego de la muerte de Enrique IV, se inicia el 4 con una procesión encabezada por el Tercer Estado – aunque muy lejos de donde estaba el Rey— hasta la iglesia de San Luis en Versalles. Los representantes del Tercer Estado quedan relegados de tal manera que, al llegar a la iglesia, ésta se encuentra completamente llena y no pueden entrar y tomar asiento, lo cual les obliga a presenciar el gran acontecimiento desde el atrio. Esto crea una sensación de engaño y descontento que se repetirá con frecuencia.

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2.4.La tensión entre los Parlamentos y el rey

Los parlamentos en Francia no eran cuerpos legislativos sino tribunales de justicia. La función legislativa y la función judicial estaban en cabeza del rey. Los Parlamentos eran los órganos que por delegación del rey impartían justicia. El más importante de todos ellos era el Parlamento de París. Además de las funciones judiciales, tenían la función de registrar las leyes que había pronunciado el monarca. La tensión entre los parlamentos y el monarca se radicalizó en 1788 cuando Luis XVI intentó introducir algunas reformas económicas, propuestas por los fisiócratas, que imponían cierta igualdad en el pago de impuestos y en defensa de los pequeños propietarios. Estas reformas fueron rechazadas por los parlamentos, los cuales utilizaron entonces el mecanismo del registro de las leyes para oponerse a las medidas económicas que limitaban las prerrogativas feudales de los nobles. Fundados en un espíritu anti-absolutista, los parlamentos publicaron una declaración sobre «las leyes fundamentales del reino» (3 de mayo de 1788), la cual buscaba restringir las prerrogativas del rey, siguiendo los postulados de la monarquía limitada inglesa. En su opinión, las leyes fundamentales imponían la aprobación no sólo de los Estados Generales sino también de los parlamentos, a través del registro, así como la prohibición de las «cartas lacradas» (lettres de caché)23. Como ya fue mencionado, en esta actitud crítica frente al rey hay que ver ante todo una estrategia política destinada a la protección de los intereses de la nobleza más que una reforma liberal —a la manera inglesa— de la monarquía; en otros términos, lo que se pretendía era establecer una monarquía limitada y atacar la monarquía absoluta. 24

23 En estas cartas el rey escribía unos nombres y las entregaba a la policía para que capturara a las personas indicadas. Se trataba de capturas realizadas bajo una especie de “razón de Estado” o, si se utilizan términos actuales, bajo un “estado de excepción” dentro de la monarquía.

24 La defensa de una monarquía constitucional a la manera inglesa por parte algunos nobles franceses siempre fue parcial y estratégica. Francois Furet, por ejemplo, sostiene que la nobleza sólo estuvo dispuesta de manera tardía a aceptar la implicaciones liberales de las ideas inglesas, es decir, el abandono de los privilegios fiscales y la constitución de una clase dominante fundada en la acumulación de riqueza (1978: 180). A partir de esta percepción es que deben ser vistas las actuaciones de los Parlamentos contra ciertas medidas reformistas de Luis XVI (Furet y Richet, 1973: 54-59; Olivier-Martin, 1950: 89 y ss.)

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II. ACONTECIMIENTOS HISTÓRICOS FUNDAMENTALES (1789-1795)

1789 fue un año vertiginoso en la historia de Francia, no sólo por la rapidez con la que ocurrieron los acontecimientos, sino por la dimensión y alcance de los cambios sociales, políticos e institucionales que ellos trajeron consigo.

A partir de la primavera de 1789 se vivía en Francia un ambiente de euforia revolucionaria. Por fin se venía llegar el tiempo en el cual las instituciones políticas empezaban a ser consistentes con las ideas del siglo. El optimismo y la confianza en la posibilidad de lograr un cambio radical y pacífico de las costumbres políticas y de las instituciones crearon una cierta unidad de propósitos entre los principales líderes revolucionarios, no obstante sus diferencias socio-económicas, culturales e incluso políticas.

1. LA REVOLUCIÓN TRIUNFANTE (1789-1792)

En tiempos de la monarquía absoluta la voluntad política del rey era la fuente de toda la autoridad y de todo el derecho.25 La revolución política de 1789 consistió en el derrumbe de este régimen y en la implantación de un sistema de soberanía nacional en cabeza de una asamblea representativa. El acontecimiento que anuncia este derrumbe fue la convocatoria de los Estados Generales, organismo compuesto por representantes de los tres órdenes o estamentos sociales del Ancien Régime: el Clero, la Nobleza y el Tercer Estado. Los Estados Generales sólo eran convocados cuando el rey lo consideraba conveniente, lo que generalmente sucedía en momentos de dificultades institucionales o graves tensiones políticas. Pero esto no ocurría desde 1614, luego de la muerte de Enrique IV. Por eso Theda Skocpol sostiene que en 1789 los Estados Generales no eran más que un precedente histórico(Skocpol 1979), p. 182. Casi doscientos años después, el 8 de agosto de 1788, Luis XVI acepta, o

25 Hay que advertir sin embargo, que la doctrina absolutista no era una descripción fiel de lo que sucedía en la realidad. Ella no da cuenta suficiente de por lo menos dos hechos importantes. En primer lugar, la supremacía del rey durante el absolutismo —incluso bajo el reino de Luis XIV— era el producto de un compromiso entre los nobles y el rey, tal como lo ha mostrado François Furet (1978: 174); en segundo lugar, incluso durante los siglos XVII y XVIII, el derecho era en buena parte el producto de las costumbres locales, que si bien debían ser ratificadas y aceptadas por funcionarios adscritos al poder real, su contenido, en gran medida, escapaba a la capacidad de determinación legal del poder central.

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mejor, se ve obligado a convocarlos y para ello fija el 1 de Mayo de 1789 como fecha para su reunión. La inauguración efectiva se llevó a cabo entre el 4 y el 5 de Mayo del año previsto. En su discurso de apertura, el Rey se refirió a la crisis financiera que afectaba a la nación dejando prácticamente de lado el tema de los cambios institucionales necesarios para superar la crisis, lo cual produjo una profunda decepción entre los miembros del Tercer Estado.

En los Estados Generales se presentaron y discutieron los denominados cuadernos de quejas (cahiers de doléances) que recogían peticiones y explicaciones respetuosas, provenientes de los tres órdenes y que se dirigían al rey con el objeto de que sirvieran de elementos de juicio para los debates. Se presentaron miles de estos cuadernos26. Había sin embargo ciertas peticiones predominantes, por lo menos en los cuadernos redactados por miembros del tercer estado: entre ellas estaban la supresión de los derechos feudales o prerrogativas de los nobles; la igualdad en los impuestos27; la instauración de una justicia más simple y unificada28 y el reconocimiento de derechos subjetivos que garantizaran ciertas libertades29.

26 Par ver la magnitud del fenómeno de los cuadernos de quejas sólo basta con observar que siete tomos completos de los Archivos Parlamentarios publican todos los cuadernos de quejas recibidos (Archives Parlementaires de 1789 à 1860. Recueil Complet des Débats Législatifs et Politiques des Chambres Françaises, Première Série (1789 à 1799), tomos I a VII)

27 Además de la igualdad, algunos cuadernos de quejas solicitaban que no hubieran impuestos sin representación. Por ejemplo, en el Cuaderno de Quejas Rural y Suplemento de Thostes y Beauregard (dép. De Côte-d’Or) se reclama, en el art. 14, «que no nos puedan quitar ninguna parte de nuestras propiedades como impuestos si no han sido aprobados por los Estados Generales del reino, compuestos, como lo exigen la razón y la ley, por diputados libremente elegidos por todos los cantones, sin excepción, y encargados de nuestros poderes» (Gonzáles-Pacheco, 1998: 17-18).

28 La justicia monárquica era local y dispersa, justamente porque dependía del derecho consuetudinario y los magistrados fallaban tal como se había resuelto el caso en cuestión dentro de su localidad. Además, cada magistrado o juez era dueño de su cargo y lo transmitía a sus descendientes, de tal manera que había una gran diferencia entre la manera de decidir entre una localidad y otra; esta petición de unificación de la justicia es el origen remoto del Código de Napoleón de 1804 que rompe esta tradición del derecho consuetudinario (Goy, 1992: 138 y ss.).

29 Un ejemplo que muestra este tipo de peticiones es el Cuaderno de Quejas del Clero del bailío de Orleáns en el que se pedía «Que se proteja la libertad personal de los ciudadanos frente al uso arbitrario de las ‘cédulas reales de encarcelamiento o destierro’» (Gonzáles-Pacheco, 1998: 20). Por otra parte, los cuadernos de quejas de la nobleza hacen evidentes sus propósitos: «El

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Uno de los primeros asuntos que generó debate al interior de los Estados Generales fue el de la forma de votación.30 Inicialmente la propuesta de voto por cabeza fue derrotada por la nobleza. Sin embargo, a partir del 12 de junio, con la ayuda de sacerdotes simpatizantes, el Tercer Estado obtuvo la fuerza política suficiente para imponerse a la nobleza y eliminar la división por estados. Una vez superada esta discusión y ante la actitud displicente del monarca y de los órdenes privilegiados, el 17 de junio —después de que el 10 el Tercer Estado hubiese invitado a los otros dos órdenes a unírsele para la verificación común de los poderes de los representantes— los Estados Generales se declararon en Asamblea Nacional constituyente, lo que significaba que dicho cuerpo se consideraba representante exclusivo de la nación y que, por ende, no había poder superior que se le pudiese imponer. El 20 de Junio es una fecha igualmente importante debido a que los representantes en la Asamblea Nacional, al encontrar cerrado el recinto donde usualmente deliberaban (el Gran Salón del Palacio de Menus-Plaisirs en Versalles), y al considerar que se trataba de una estrategia de manipulación por parte de la realeza, se trasladaron al auditorio conocido como “Juego de Pelota” (Jeu de Paume) y allí pronunciaron el célebre juramento del Juego de Pelota a partir del cual los representantes se comprometieron a no separarse hasta lograr la transformación revolucionaria en Francia31.

Estos hechos constituyen lo que es conocido como «la primera revolución» que acabó con la soberanía unipersonal del rey y logró convertirla en una soberanía nacional en cabeza de los representantes. A estas alturas de la revolución, sin embargo, no se planteaba la posibilidad de excluir al rey del gobierno, mucho menos de eliminarlo. Existía desconfianza frente a sus actuaciones, pero ello no llegaba al punto de contemplar su exclusión de la estructura del poder político. Se aceptaba una especie de soberanía dual entre el rey y la Asamblea, bajo el entendido de que ésta última tenía el poder

mantenimiento de las exenciones personales y del tratamiento distinguido de los que ha gozado la nobleza desde siempre son atributos esenciales diferenciadores que no pueden ser atacados ni destruidos más que dando lugar a la confusión de los estamentos» (Cuaderno de Quejas de la Nobleza del bailío de Amont, Gonzáles-Pacheco, 1998, 21-22).

30 Los diputados estaban distribuidos de la siguiente manera: 291 pertenecían al clero, 285 a la nobleza y 578 al Tercer Estado.

31 Los juramentos de este tipo eran comunes en esta época. Por ejemplo, Bolívar juró en Europa, antes de iniciar la campaña independentista, liberar a los pueblos americanos.

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fundamental y aquel era un ejecutor de las decisiones derivadas de la Asamblea.

A mediados de 1789 la situación en Paris y en otras ciudades de Francia era muy compleja. Por lo menos tres actores sociales fueron protagonistas: en primer lugar el alto clero y la nobleza, que incluía a los nobles revolucionarios simpatizantes del Tercer Estado32; en segundo lugar los burgueses ilustrados y poseedores; y, en tercer lugar, los artesanos propietarios de las ciudades y el pueblo raso urbano. Todos estos actores generan una tensión potencial que más tarde se revelará insostenible.

El pueblo parisino, comandado por los artesanos y la pequeña burguesía urbana, fue un actor fundamental de la revolución. El 13 de junio el pueblo se dirigió hasta la alcaldía de París (Hôtel de Ville) y derrocó a las autoridades monárquicas para instaurar un gobierno revolucionario. El gobierno de la ciudad estaba conformado por dos órganos: por un lado, el poder ejecutivo (en manos del comité insurreccional) y, por el otro, las milicias populares que fueron la base de lo que luego sería la Guardia Nacional. Estas milicias veían limitadas sus acciones por el hecho de no tener armas; eso las lleva el 14 de julio a la fortaleza de la Bastilla, la cual fue atacada, su regente y otros guardianes asesinados y el armamento sustraído.

El 16 de julio, Luis XVI, forzado por los acontecimientos, nombra a Bailly (quien había presidido la sesión en la cual se produce el juramento del Juego de Pelota) como alcalde de París, y como director de la Guardia Nacional a Marie Joseph La Fayette (1757-1834) (antiguo oficial francés que había participado con éxito en la revolución estadounidense). El 17 de julio el rey llega a París escoltado por la nueva Guardia Nacional y acepta portar en su solapa un emblema o escarapela (cocarde) con los colores revolucionarios (azul y rojo). Refiriéndose a estos acontecimientos Thomas Jefferson expresó lo siguiente: «Así finaliza una retractación honorable como ningún soberano lo había hecho, ni como nunca ningún pueblo la había recibido»33. En este período de la Revolución la Asamblea Nacional no tenía en absoluto la pretensión de derrocar al rey, sino de

32 En contra de las interpretaciones marxistas de la revolución –—Soboul (1982), Lefebvre (1989), entre otros— que veían en la nobleza una clase social monolítica y dominante, tanto Denis Richet (1973: 31-36) como David D. Bien (1992: 45-56) y François Furet explican las complejidades y las tensiones internas que caracterizaron a la nobleza en el siglo XVIII. Volveremos más adelante sobre este punto.

33 Citado por Furet y Richet (1973: 83).

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terminar con la monarquía absoluta para remplazarla por una limitada, si bien con un fuerte predominio del poder legislativo.

Esta revolución fue una revolución de la ciudad de París, pero rápidamente se extendió por toda la nación. Los rumores de una inminente contrarrevolución que desencadenaría masacres indiscriminadas de campesinos simpatizantes de la revolución ocasionan lo que se conoce como «el gran miedo» (la grande peur). Los campesinos reaccionron atacando las propiedades de los nobles, incendiando sus títulos y expulsando a sus dueños (Revel, 1992: 197-199). Este movimiento se extendió por todas las regiones de Francia a partir del 20 de julio de 1789 y sólo terminó el 6 de agosto luego del anuncio dado el 4 del mismo mes por parte de la Asamblea Nacional sobre la abolición de los derechos feudales34. Esta decisión fue tomada efectivamente el 11 de agosto por la Asamblea y fue de una gran importancia política e institucional. En ella se ordenó, entre otras cosas, la supresión de las pensiones reales, la supresión de las inmunidades corporativas municipales y provinciales y la supresión de las exenciones al pago de impuestos.

1.1.El debate político entre 1789 y 1790

El 26 de Agosto de 1789 fue aprobada y promulgada la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano uno de los grandes símbolos políticos de la historia moderna de Francia. En agosto de 1789 la Revolución Francesa era una revolución triunfante, al menos en su propósito de eliminar la monarquía absoluta y de superar el Ancien Régime. Sin embargo, los enfrentamientos al interior de la Asamblea Nacional ya eran notorios. A la mayoría agrupada en el «partido patriota» (parti patriote), se oponía un partido «aristocrático» (llamados también los «negros» por el color del emblema de la reina Maria Antonieta) que «pretendía defender el orden antiguo fundado en la monarquía absoluta de derecho divino y en los privilegios» (Tulard et al., 1987: 56) y que tuvo como líderes a los diputados Jacques Antoine Cazalès (1758-1805), el conde de Montlosier (1755-1838), el abate Jean Maury (1746-1817) y el vizconde de Mirabeau (1754-1795). A finales de 1789 aparecieron las primeras rupturas políticas al interior del partido patriota, a propósito de las discusiones de los decretos del 4 al 11 de agosto sobre la supresión de los derechos feudales así como el debate que dio lugar a

34 Sobre el «gran miedo» (llamado también «el gran terror») el texto de Georges Lefebvre (1932) se ha convertido en uno de los más consultados y citados.

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la Declaración de Derechos (Richet, 1992: 46-47). Dos tendencias emanaron de esta división. Por una parte, el grupo de los radicales, que defendían la idea de la soberanía nacional representada exclusivamente por la Asamblea, entendida esta como el órgano central de la estructura institucional del nuevo Estado. Los portavoces de esta tendencia fueron, entre otros, Adrien Duport (1759-1798), Antoine Pierre Barnave (1761-1793) y Alexandre de Lameth (1760-1829). De otra parte estaba el grupo de los monárquicos, quienes defendían el mantenimiento de ciertas prerrogativas en favor del rey —en especial el veto— y el bicameralismo —a partir de la división de la Asamblea en una cámara alta hereditaria y una cámara baja electiva— sin que ello implicara desconocer el poder, incluso superior, de la Asamblea35. Entre los monárquicos se destacan Jean-Joseph Mounier (1758-1806), Pierre Victor Malouet (1740-1814), el conde de Clermont-Tonnerre (1757-1792) y el marquéz de Lally-Tollendal (1751-1830), todos ellos respaldados por el ministro Necker (Halévi, 1992: 387-393).

Tanto los patriotas como los monárquicos hacían gala de una pasión política desbordante, lo cual trascendía los debates propios de la Asamblea y se manifestaba en los clubes y en las sociedades populares que se convierten en centros de acalorados debates políticos. Desde 1789 se observa una inusitada multiplicación de estos clubes y sociedades, sin que sea posible determinar su número (Gueniffey y Halévi, 1992: 107-109). El primero de ellos fue el de la «Sociedad de los amigos de la Constitución» que luego adoptó el nombre del convento donde se reunía: el de los «Jacobinos». Luego fue creado el club de los Feuillants conformado por antiguos jacobinos moderados y más cercanos a los intereses de la burguesía. Asimismo, es posible observar un aumento en el número de periódicos publicados durante esos años, los cuales estuvieron casi siempre ligados a los clubes y a las sociedades populares. Se calcula que a finales de 1789 había en Francia unos 250 periódicos (en París, en 1791, llegaron a publicarse 150), los cuales reproducían y alimentaban los debates que se llevaban a cabo en la Asamblea.

35 Es en esta época que aparecen los términos políticos “izquierda” y “derecha”, los cuales hacen referencia a la manera como estos dos partidos se ubicaban en la Asamblea Nacional: los patriotas radicales se ubicaban a la izquierda de la presidencia de la Asamblea, mientras que los monárquicos se ubicaban a la derecha. Desde ese momento se considera que una tendencia política es de derecha cuando defiende intereses ligados a la aristocracia y a las minorías, y que una tendencia política es de izquierda cuando defiende intereses más igualitarios (Richet, 1992: 47).

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Existieron varios periódicos de izquierda, como Le Patriote fraçais impulsado por Jacques Pierre Brissot, el Revolutions de France et de Brabant publicado por Camille Desmoulins, Le Courrier publicado por Antoine Joseph Gorsas y el periódico de Jen-Paul Marat: L’ami du peuple. Los textos y discursos publicados por estos periódicos eran por lo general los de los patriotas más radicales, caracterizados por predicar una gran pasión igualitaria y democrática, por el aprecio a las decisiones colectivas y sobre todo por una defensa de las instituciones municipales y de la guardia nacional como ámbitos políticos naturales de la representación nacional.36.

En el debate político de esta época jugaron papel fundamental los abogados. Una cuarta parte de los miembros de la Asamblea eran profesionales del derecho y el 72% tenían algún entrenamiento jurídico. Entre los abogados de profesión estaban los oradores más brillantes de la revolución, los cuales eran además hombres de letras. Robespiere, Bailly, Brissot, Barère, eran conocidos en sus localidades por sus ensayos filosóficos y políticos. A diferencia de sus colegas norteamericanos, más empeñados en la práctica judicial y más preocupados por los asuntos prácticos y el diseño institucional, los juristas franceses defendían - y de cierta manera lo siguen haciendo - un capital cultura que competía con el de los intelectuales filósofos, moralistas y políticos de la época.

Los abogados no representaban una clase social ni tenían diferencias significativas en términos de edad, lasos familiares o riqueza con sus colegas de la Asamblea Nacional.37 Durante esta

36 El resto del espectro político es más difícil de caracterizar, por lo menos en esta primera etapa de la Revolución. Como ya se indicó, muchos nobles adhirieron a la causa revolucionaria después de mayo de 1789, pero no todos ellos creían en los mismos idearios políticos. Por lo menos dos tendencias podían ser reconocidas: por un lado estaban aquellos nobles partidarios de imponer controles al absolutismo con el objeto de recuperar privilegios feudales perdidos. Entre los periódicos voceros de esta tendencia se encuentran Les actes des Apôtres, L’Ami du roi y el Journal général de la cour et de la ville. Por otro lado, había nobles que tendían hacia el centro del espectro político, defendían ideales liberales cercanos a Inglaterra y creían en una monarquía limitada y liberal. Se trata de la posición defendida por los monárquicos que tuvo en el Mercure de France, publicado por Mallet du Pan, su mejor expresión

37 En los Estados Unidos, en cambio, los abogados que participaron en la elaboración de la constitución de 1787 podían ser vistos como representantes de la burguesía capitalista de la época. Mann se refiere ellos como los intelectuales orgánicos del capitalismo Mann, M. (1993). The Source of Social Power. Cambridge, Cambridge University Press.

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primera etapa triunfante de la revolución la configuración del espectro político era más el resultado de los diferentes tipos de percepción - y de adhesión a - los principios liberales contra la aristocracia nobiliaria, que de la confrontación de intereses de clase. Los miembros del tercer estado querían ante todo exaltar una nueva manera de hacer política, contraria a la tradicional, y en la cual las razones morales y las virtudes estaban en el centro de un discurso embelesado con la elocuencia y las formas retóricas.

1.2.La Constitución del 3 de septiembre de 1791

El 13 de septiembre de 1791 la nueva Constitución fue sancionada por el Rey. El largo debate que dio lugar a su aprobación (desde agosto de 1789 a septiembre de 1791) estuvo más caracterizado por fervorosas intervenciones públicas que por una reflexión sesuda de diseño constitucional. 38 Fue por esta razón que el delegado Mounier propuso organizar los debates de la Asamblea en pequeñas comisiones para evitar que la vanidad y del apasionamiento se apoderaran de las intervenciones públicas. Sin embargo, su propuesta fue derrotada por los delegados radicales y en particular por el delegado Bouché. 39 Una solución diferente había sido adoptada en la Convención Federal de los Estados Unidos en donde se decidió que las sesiones debían llevarse a cabo de manera secreta.

La nueva constitución introdujo cuatro cambios importantes. El primero fue la creación de un nuevo modelo de administración de justicia: oral, pública, con un jurado de conciencia popular, en donde los jueces aplicaban leyes previamente establecidas en códigos y en donde las penas eran proporcionales a los delitos. El segundo fue la ampliación de la base electoral; así, en 1791 la base electoral estaba compuesta por cuatro millones de ciudadanos activos, lo cual era considerable si se le compara con lo que sucederá cincuenta años más tarde, bajo la monarquía de Luis-Felipe, cuando sólo doscientos mil ciudadanos podían votar40. El tercer cambio importante fue la

38 Algunos han criticado este documento por su falta de sobriedad e incapacidad para asumir un control del órgano legislativo. Esta es la opinión de Jon Elster en “Ways of Constitution-making” in Democracy´s Victory ans Crisis, Axel Hadenius ed., Cambridge university Press.

39 Véase Ferrand, M. ed. 1966 Records of the Federal Convention, New Haven: Yale university Press

40 De todas maneras el voto era restringido o censitario, pues sólo podían votar las personas que hubiesen pagado un impuesto o que tuviesen propiedades. Así por ejemplo, para ser elegible era necesario pagar una contribución de diez días

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creación de una nueva clase dirigente en todo el país, particularmente concentrada en la Guardia Nacional, en la justicia y, desde luego, en el Legislativo. El cuarto elemento consistió en la creación de una estructura de poderes públicos que giraba alrededor de «la centralidad política del órgano legislativo del Estado y, por lo tanto, de su emanación fundamental de la ley» (Blanco Valdés, 1994: 199).

La constitución de 1791 erige la justicia como un poder, pero como un poder secundario respecto al legislativo y al ejecutivo. El artículo 203 señalaba cómo, “…los jueces no pueden inmiscuirse en el ejercicio del poder legislativo ni hacer ningún reglamento. Ellos no pueden suspender suspender la ejecución de ninguna ley ni citar ante ellos a los administradores por razón de sus funciones. Así, a diferencia de lo sucedido en los Estados Unidos, se cerraba la puerta a toda posibilidad de control de constitucionalidad de las leyes.

1.3.La Asamblea legislativa y el avance hacia la radicalización

Una vez aprobada y sancionada la Constitución, la Asamblea constituyente se disolvió el 20 de septiembre para dar paso a la elección de una Asamblea Nacional Legislativa, la cual sesionaría por primera vez el 1º de octubre de 1791. Los mismos constituyentes decidieron que no se presentarían a las elecciones legislativas, prohibiendo la reelección. Esta decisión tuvo varias implicaciones, la más importante de las cuales consistió en haber permitido la llegada a la Asamblea de nuevos jóvenes revolucionarios quienes luego serían protagonistas de la radicalización progresiva del cuerpo legislativo. La nueva Asamblea tuvo una vida relativamente corta, que puede ser dividida en dos períodos: de octubre de 1791 al 10 de agosto de 1792, época durante la cual ejerció, no sin dificultades su función legislativa. En la segunda etapa, a partir del 10 de Agosto, mantuvo un cierto letargo, intentando sobrevivir a los graves acontecimientos internos y externos, hasta la reunión de la Convención el 20 de septiembre (Richet, 1992: 50; Soboul, 1982: 228, 236).

de trabajo. Es por ello que el revolucionario Camille Desmoulins (quien sería luego guillotinado) criticaba con ironía el voto censitario poniendo de relieve que «para hacer sentir toda la absurdidad de este decreto, basta con decir Jean-Jacques Rousseau, Corneille o Mably no hubieran sido elegibles» (Furet y Richet, 1973: 118).

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Entre julio de 1790 y agosto de 1792 se producen una serie de acontecimientos que radicalizaron el curso de la revolución. Uno de ellos fue la promulgación de un decreto que exigía a los sacerdotes, obispos y demás miembros de las jerarquías eclesiásticas jurar fidelidad a la Constitución y someterse a elección popular. Estas medidas se conocen como «la constitución civil del clero»41. Detrás de esta medida estaba la idea de que la Revolución debía igualar a todos los individuos que componían la nación y que la pertenencia política de cada uno de ellos debía sobreponerse a sus creencias, costumbres u oficios. La revolución buscaba así una sociedad homogénea y comandada por el «Interés General». El Papa se opuso con indignación a la decisión de la Asamblea, pero al interior de la Iglesia francesa la decisión produjo opiniones encontradas e incluso enfrentamientos entre sacerdotes.

Otros tres acontecimientos contribuyeron esta radicalización. El primero y más importante de ellos fue el intento de huida del rey (quien se encontraba en el palacio de las Tullerías, en una situación muy cercana a la detención42) el 20 de junio de 1791 y su captura, al día siguiente, en Varennes. Este acontecimiento fortaleció a quienes pregonaban desconfianza frente al rey y sostenían que estaba en curso una conspiración contrarrevolucionaria inspirada por Luis XVI en toda Europa. La huida del rey afectó “el corazón mismo de la Constitución, la concepción dualista de los representantes de la soberanía» (Ozuof, 1992: 330). No sobra decir que la Constitución de 1791 estaba fundada en un estructura doble de representación que colapsó con la huida del rey y, sobre todo, con el desconocimiento de todas las actuaciones mediante las cuales había reconocido la nueva Constitución.

41 Es importante recordar que ya en noviembre de 1789 la Asamblea había decretado la nacionalización de los bienes del clero.

42 El 5 y el 6 de octubre de 1789 las mujeres de París hicieron una marcha hacia Versalles para solicitar medidas contra el desabastecimiento de alimentos. El rey, asediado, prometió enviar un cargamento de pan al día siguiente. Ellas, sin embargo, no creyeron en su palabra y lo capturan para llevarlo a París, al palacio de las Tullerías no sin antes cargar sus carrozas con alimentos. Este acontecimiento fue importante porque simbolizó el triunfo del pueblo para conseguir el pan. Así, al regresar junto con el rey y los soldados de la guardia nacional, que escoltaban el cortejo, estos últimos llevaban en sus bayonetas un pan, mientras que ellas gritaban: «Nous ramènerons le boulanger, la boulangère... Et nous aurons l’agrément d’entendre notre petite mère Mirabeau» (Llevaremos al panadero, a la panadera… Y tendremos el gusto de escuchar nuestra abuelita Mirabeau) (Michelet, 1881: 63).

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El segundo hecho aconteció el 17 de julio de 1791 en París. La ciudad se encontraba bajo toque de queda. A pesar de ello, los revolucionarios decidieron reunirse para protestar contra el rey en un lugar conocido como Campo de Marzo; el sitio estaba protegido por la Guardia Nacional. La reunión terminó en una tragedia. En medio del fervor de los acontecimientos alguien disparó y se produjo una matanza; era la primera vez que la Guardia Nacional; que era el ejército revolucionario, disparaba contra su propio pueblo. Nació allí una gran enemistad entre el pueblo raso y el general La Fayette, quien dirigía la Guardia, enemistad que luego alimentó una polarización de fuerzas que daría lugar, en 1792, a la división de los jacobinos entre radicales y moderados, estos últimos representados en la facción de los Feuillants.

En tercer lugar, la guerra también radicalizó la revolución. El 20 de abril de 1792 la Asamblea, impulsada por los diputados «girondinos» (girondins)43, declaró la guerra al «rey de Bohemia-Hungría», lo cual, a su vez, condujo a un conflicto bélico con Austria. La primera época de la guerra internacional fue desfavorable para la revolución que empezó perdiendo todas las batallas. Sin embargo, a finales de 1792 se produjeron triunfos del ejército francés en todos los frentes, lo cual era completamente inesperado si se tiene en cuenta que a mediados de 1792 la revolución se encontraba asediada no solo desde el exterior por las potencias europeas44, sino internamente por las protestas populares y por la contrarrevolución45.

43 El grupo político de los girondinos nace de la divergencia entre Robespierre, que tenía una posición antibelicista, y algunos diputados jacobinos del departamento de la Gironde (de allí su nombre): Jean-François Ducos (1765-1793), Armand Gensonné (1758-1793), Jean Antoine Lafargue de Grangeneuve (1751-1793), Marguerite Elie Guadet (1758-1794), Pierre Vergniaud (1753-1793). Sobre los girondinos véase particularmente: Furet y Ozouf (1991); Lamartine (1984).

44 En el norte por los ingleses y los holandeses; en el este por los prusianos y en el sur por los italianos y los españoles. Soboul denomina este periodo «La marche à la guerre» (1982: 228 y ss.).

45 Especialmente en departamento de la Vendée; allí estalló una insurrección (3 mar. 1793) contra el régimen revolucionario por al anuncio de la Convención (órgano que, como veremos, desde el 21 de septiembre de 1792 asume el poder) de llamar a 300.000 hombres para engrosar las filas del ejercito revolucionario. Lo que sucede en la Vandée es, en principio, una revuelta contra la burguesía de las ciudades de la región, que era vista por los campesinos —grandes protagonistas de la insurrección— como los principales beneficiaros de la revolución. Solo posteriormente y con la evolución de los acontecimientos se convertirá en una insurrección en defensa de la monarquía y del catolicismo.

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2. EL DESBORDAMIENTO DE LA REVOLUCIÓN (1792-1794)

2.1.El 10 de agosto y la Convención

Con la formación de un nuevo comité insurreccional en París, el 10 de Agosto de 1792 se produjo una especie de «segunda gran revolución»46. Los insurrectos entraron, mataron al alcalde e instauraron un nuevo gobierno revolucionario en contra de los jacobinos moderados (Les Feuillants). Con estos acontecimientos comienza una radicalización de la revolución en beneficio de los jacobinos radicales agrupados bajo el nombre de Montañeses – o montañardos (Les Montagnars). La élite ideológica comandada por los abogados empezó a tener dificultades para mantener unido al tercer Estado y en particular a la grande y pequeña burguesía. Los acontecimientos se presentaron de tal manera que dicha élite empezó a depender cada vez más de las manifestaciones políticas en las calles de parís organizadas por del pueblo raso y la pequeña burguesía para lograr sus propósitos políticos, lo cual trajo consigo un distanciamiento respecto de la gran burguesía y un fortalecimiento de la facción Montañarda en detrimento de los moderados. La élite política controlaba los clubes, la prensa, las asambleas y la Guardia Nacional y las masas populares. Sin embargo, durante la Convención disminuye su capacidad para controlar a los pequeños artesanos y obreros que configuraban el grupo de los sans-cullotes (Mann 1993).

En la radicalización de la Convención jugaron un papel importante los llamados «sans-culottes». Este grupo estaba comandado por los pequeños artesanos y sus oficiales ubicados en los barrios de Saint-Antoine y Saint-Marcel de París. Conformaban un grupo político-social intransigente y aguerrido que se presentaba a sí mismos como guardián de la revolución 47. Apoyaban de manera casi

46 Es difícil saber si la Revolución debe ser vista como un solo evento continuo (1989-1999) o como varios. Charles Tilly se pregunta si la “Revulición Francesa es una serie continua de situaciones revolucionarias o media docena de situaciones revoucionarias separadas por períodos transitorios de consolidación del poder del Estado” Tilly, C. (2000). Las revoluciones europeas. Barcelona, Crítica.

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47 No eran desposeídos, ni mucho menos indigentes; en su mayoría eran pequeños artesanos y ayudantes de artesanos (Higonnet, 1992: 426-427). Sus ideas políticas comprometían todo su comportamiento: así por ejemplo, tenían un forma especial de vestir (pantalones, escarapelas y gorro frigio) y de hablar (se tuteaban entre ellos y siempre terminaban sus intervenciones con la expresión «tu igual en derechos»).

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incondicional al grupo de los montañardos. Según Theda Skocpol no conformaban una clase, en el sentido moderno – o captitalista – del término, dado que entre ellos había gente tan diversa como tenderos, artesanos, mercaderes, y asalariados. (Skocpol 1979) p.187. En economía defendían una especie de socialismo de propietarios: todo francés debía ser un pequeño propietario; un productor independiente. Consideraban que el trabajo era el valor fundamental de la nueva sociedad y, en consecuencia tenían una especial repugnancia contra la aristocracia ociosa que obtenía su poder de la renta. Su defensa del trabajo y de la pequeña propiedad los llevaron también a oponerse a la gran burguesía y a sus empresas mercantiles. De aquí surgía una ambigüedad fundamental del proyecto revolucionario entre pequeños y grandes propietarios, ambigüedad que los Sans-Culottes nunca pudieron resolver (Soboul,1971, Las clases sociales de la Revolución Francesa, Madrid: Fundamentos, p. 28) Desde el punto de vista político, los Sans-Culottes eran fanáticos de la democracia directa y de las decisiones tomadas por aclamación en plena plaza pública; creían que las peticiones debían ser siempre colectivas, nunca individuales48. Eran algo así como la contra-cara de la nobleza: defendían la igualdad total, por encima de títulos, cargos públicos, rangos sociales o incluso méritos. Una de sus prácticas preferidas era la denuncia a los conspiradores49. Robespierre y su política de terror siempre encontró en los sans-culottes un aliado incondicional50.

La radicalización montañarda corre pareja con un intento de control de estas masas populares por parte de la élite política; pero dicho intento resultó siendo infructuoso. Como consecuencia de ello el conflicto de clases entre los grandes y los pequeños propietarios se convirtió en un ingrediente esencial del debate político.

48 «Del principio de la soberanía popular, impulsado confusamente por los sans-culottes hasta llegar a la teoría del Gobierno directo, se deriva una reivindicación esencial en materia legislativa que los militantes no cesaron de reclamar: la sanción de las leyes por el pueblo» (Soboul, 1987: 105).

49 Durante la monarquía el delator era objeto de un gran rechazo social, mientras que en la Revolución la denuncia era vista como un deber patriótico (Furet y Richet, 1973: 211).

50 Las ideas de Roberpierre, de los sans-culottes y, en general, de los montañeses difícilmente pueden ser identificadas políticamente como de «izquierda» o de «derecha». Ante todo eran militantes empeñados en la defensa incondicional de lo que ellos pensaban que eran los ideales revolucionarios; no tenían propiamente un ideario y si lo tenían este quedaba subsumido en su estrategia policiva.

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Los representantes de la élite política, entre los que se contaban, Maximilien Robespierre (1758-1794), Jean-Paul Marat (1743-1793), y Georges Jacques Danton (1759-1794), eran apasionados partidarios de la democracia directa, de la toma de decisiones de manera colectiva y, casi todos hacían gala de una personalidad en extremo ambiciosa y una visión de los hechos entre utópica y mística. Con ellos comenzó el periodo del «romanticismo revolucionario»: en las mentes de los montañardos predominaba la idea de que la revolución no podría triunfar, a menos que se eliminara a los traidores, se creara un comité de vigilancia social y un aparato de inteligencia en contra de la reacción contrarrevolucionaria. Así se inicia lo que se conoce como la primera época del terror: en las semanas siguientes al 10 de agosto varios grupos de revolucionarios entraron a las prisiones para asesinar a los sospechosos de apoyar a la contrarrevolución

Ante los crueles acontecimientos del 10 de agosto, la Asamblea Nacional se vio obligada a decretar la suspensión de la Constitución y a convocar a elecciones para conformar una Convención, a la manera estadounidense.51Al entrar en función, el 20 de septiembre, la Convención decidió decretar el fin de la monarquía y el nacimiento de la república52. Así tuvo origen la primera de las cinco repúblicas que Francia ha tenido hasta la fecha. Ella sólo duraría hasta el 18 de Mayo de 1804 cuando Napoleón fue nombrado emperador. La instauración de la república se hizo con un espíritu de innovación y olvido del pasado. Esto se manifiesta, por ejemplo, en la creación de un nuevo calendario laico, en sustitución del calendario cristiano. Los días, los meses y los años adquirieron nuevos nombres y su recuento se inició a partir de esa fecha53.

51 El término Convención, de origen inglés, se había hecho célebre en los Estados Unidos. Las elecciones se realizaron entre el 26 de agosto y el 2 de septiembre de 1792; es importante anotar sobre estas elecciones que en ellas se aplica pródigamente el principio de sufragio universal y que se desarrollaron a dos vueltas. A finales del siglo XVIII sesionaron tres grandes asambleas revolucionarias en Francia: la Asamblea Nacional Constituyente (17 jun. 1789-20 sep. 1791); la Asamblea Nacional Legislativa (1º oct. 1791-10 ago. 1792) y la Convención (20 sep. 1792-22 ago. 1795) (Richet, 1992: 45). La Convención ejerció durante tres años (hasta agosto de 1795), periodo durante el cual no existió constitución. (Chevallier y Conac, 1991).

52 Según P Nora, “En la tradición francesa la palabra República ha tenido un efecto emocional intenso y un contenido institucional débil» (Nora, 1992: 391)

53 De acuerdo con el informe de Fabre d’Églantine sobre el nuevo calendario, adoptado el 5 de octubre de 1793, «los nombres de los meses son: Otoño: Vendimiario – Brumario – Frimario; invierno: Nivoso – Pluviosos – Ventoso; primavera: Germinal – Floreal – Prarial; verano; Mesidor – Termidor – Fructidor».

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A finales de 1792 se intensificó la discusión sobre la suerte que debía correr el rey. De un lado estaban quienes pretendían simplemente juzgarlo y, del otro aquello que, además, querían castigarlo54. Finalmente, el rey lleva la peor parte de ambas propuestas: es juzgado en enero de 1793 y rápidamente es condenado a muerte y ejecutado el 21 de ese mismo mes. Con ello, los radicales quisieron sentar un precedente que impidiera la marcha atrás de la revolución55.

A mediados de 1793 la situación de la revolución era dramática: las potencias europeas estaban más unidas que nunca en su propósito de derrocar el gobierno de París y la insurrección de la Vendée en Bretaña parecía destinada a extenderse en buena parte del occidente del país. A todo esto se unía el descontento popular por el aumento del precio del pan.

El 6 de abril se decretó el estado de excepción y se constituyó el célebre «Comité de Salvación Pública» (Comité de Salut Public) que remplazó al antiguo Comité de Defensa General. Este comité encargado de la ejecución de las medidas decretadas por la Convención se convirtió en el órgano central del periodo del «Terror» (Richet, 1992: 156)56. En medio de este furor revolucionario se aprobó por referéndum la constitución de 1793, la cual, a causa del estado de excepción, nunca fue aplicada.

En el verano de 1793 la caída de la revolución parecía inminente; sin embargo, los ejércitos revolucionarios lograron vencer tanto a los enemigos externos como a los internos. Solo un fuerte espíritu nacional de combate en las filas revolucionarias parece poder explicar semejante fenómeno. La revolución se convirtió un una revolución nacionalista. A ello contribuyeron varios factores: la percepción de que el rey era un traidor y de que sus aliados en el exterior estaban

54 Durante el proceso al rey, Romain de Sèze, uno de sus defensores, fue el encargado del alegato final. Al comenzar su discurso pronunció una frase que se haría célebre y bastante utilizada por los abogados defensores: «Busco entre ustedes unos jueces, pero no encuentro más que acusadores» (Furet y Richet, 1973: 179).

55 «El juzgamiento fue una decisión política. Para la mayoría —los regicidas— había que romper los puentes con toda esperanza de compromiso, hacer imposible una contrarrevolución que sería el abandono de las conquistas políticas y sociales de 1789, asegurar a los adquirientes de los bienes nacionalizados y todos los intereses ligados al nuevo régimen» (Furet y Richet, 1973: 180).

56 Sobre el Comité de Salud Pública y el gobierno del Terror véase: Bouloiseau (1968); Palmer (1941 y 1989).

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dispuestos a destruir la revolución, la declaración del duque de Brunswick desde Alemania a partir de la cual amenazaba invadir París y prometía no tener clemencia contra los que no se rindieran, y por último la confianza y el orgullo originados en las victorias del ejercito revolucionario57.

A estas alturas, la dimensión social o de clase del debate político entre izquierda y derecha fue entonces entretejida con otras dos dimensiones. En primer lugar, la dimensión internacional: la guerra condujo a sus líderes hacia la izquierda política y permitió el ingreso de la pequeña burguesía en el Estado. En segundo lugar, la dimensión centralista del estado. Los diputados de la Gironde veían con desconfianza los acontecimientos que había desencadenado la revolución del 10 de agosto de 1792 y manifestaba su hostilidad, en nombre de la provincia, frente a la dictadura parisina. Los diputados montañardos acusaban a su turno a los girondinos no sólo de federalistas sino de traidores. Lo cierto es que estas tres dimensiones del debate político – social, internacional y organizacional – en lugar de hacer más complejo el debate y por esa vía contribuir a su moderación, se convirtieron en atizadores de la tendencia radical y de la intolerancia contra todo aquel que pensara de manera diferente.

2.2.El terror

El 31 de mayo y el 2 de Junio los montañardos organizaron jornadas de insurrección en las cuales fueron arrestados 22 líderes girondinos. Así termina el último reducto de democracia representativa y del romanticismo revolucionario durante la Revolución. Con la caída del grupo de los girondinos la práctica del terror se vino encima.

El terror es el nombre que se le da a la campaña de exterminio de sospechosos iniciada por Robespiere y sus aliados a partir del cinco de septiembre de 1793.58 Dicha campaña, lanzada como consigna pública en un ambiente exacerbado por la utopía y el sectarismo, trajo como consecuencia una escalada de la violencia que

57 El ejército francés era el único ejercito realmente nacional en Europa Mann, M. (1993). The Source of Social Power. Cambridge, Cambridge University Press.

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58 Durante la época del terror, entre septiembre de 1793 y julio de 1794, el Comité de Salvación Pública estuvo conformado por doce miembros que seguían los dictámenes de Robespierre aconsejado por Geoges Auguste Couthon (1755-1794) y Louis Saint-Just (1767-1794).

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fue imposible de controlar y que degeneró en el uso casi permanente de la guillotina. Sólo en Paris, entre junio y julio de 1794 (el periodo más violento del Terror) se produjeron cerca de mil juzgamientos y cerca de 800 ejecuciones. A nivel nacional, durante todo el periodo se calcula en 16.600 el número de personas ejecutadas y en 500.000 el número de individuos encarcelados bajo acusación de sospecha59. Por la guillotina pasan no solamente muchos nobles liberales, sino también muchos de los patriotas que inspiraron la revolución. Entre ellos se destacaban Danton, Bailly, Barnave, Brissot y Vergniaud. Fueron en total 22 diputados girondinos los ejecutados. Las medidas tomadas se apoyaron en la «ley de sospechosos» votada el 17 de septiembre de 1793, la cual otorga una amplísima discrecionalidad al poder ejecutivo para encarcelar, juzgar y condenar. Según esta ley eran considerados sospechosos no sólo «los que, sea por su conducta, sea por sus relaciones, sea por sus dichos o por sus escritos, se muestren partidarios de la tiranía, del federalismo y enemigos de la libertad», hasta a los que «les ha sido rehusado el certificado de libertad», sino también «los anteriormente llamados nobles, incluidos maridos, mujeres, padres, madres, hijos o hijas, hermanos o hermanas y agentes de los emigrados, que no hayan manifestado constantemente su acatamiento a la Revolución» (art. 2º).

De otra parte, la antipatía de la Convención por la Iglesia católica había conducido a una serie de políticas de des-cristianización de la sociedad francesa entre las cuales se destacó el llamado culto a la Razón. La Iglesia de Notre-Dame fue convertida en templo destinado a dicho culto. El 10 de agosto de 1793 tuvo lugar la primera fiesta de esta nueva “religión”. En la plaza de la Bastilla se erigió una estatua colosal en homenaje a la diosa de la Razón. El 2 de noviembre del mismo año otra fiesta similar tuvo lugar en Notre Dame. Robespierre, sin embargo, se opuso a la des-cristianización extrema y por ello decidió sustituir el culto a la Razón por el culto al Ser Supremo. En mayo de 1794 Robespierre logró que la Convención promulgara un decreto en el cual se proclama «la existencia del Ser Supremo y la inmortalidad del alma». El 8 de Junio se llevó a cabo una gran fiesta en la que Robespierre encabezaba una larga procesión seguido por los miembros de la Convención, todos cantando himnos de odio a la tiranía de los reyes y de alabanza a la revolución. Robespierre

59 Del este total de sospechosos, el 2% eran sacerdotes, el 28% campesinos y el 31% artesanos, lo cual muestra cierto carácter popular de la oposición a la dictadura. (Tulard et al.,1987: 1114 ).

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pretendía crear algo así como una nueva religión de Estado en sustitución del catolicismo (Gueniffey, 1992: 265-266). Esta es una época de delirio, marcada por la pretensión de unidad indivisible entre la razón, el misticismo y la pasión revolucionaria. Aquí cobran total sentido los comentarios hechos por Tocqueville sobre la revolución:

«[La Revolución] inspiró el proselitismo e hizo nacer la propaganda. Por esta vía, elle pudo tomar ese aire de revolución religiosa que tanto ha horrorizado a sus contemporáneos. O mejor, ella se convirtió en una especie de nueva religión, religión imperfecta es verdad, sin Dios, sin culto y sin otra vida, pero que sin embargo, como el islamismo, inundó toda la tierra con sus soldados, sus apóstoles y sus mártires» (L´Ancien Régime et la Révolution, en Oeuvres Completes, Paris: Gallimard, Tomo II, p. 89).

El terror produjo divisiones por doquier. El Comité de Seguridad General, que continuaba sesionando, fue uno de los centros impulsores de la oposición a Robespierre y Saint-Just. Sin embargo fue en la Convención en donde la oposición fue decisiva. Junto con varios diputados —principalmente Bertrand Barrere (1755-1841), Jacques Billaud-Varenne (1756-1819) y Jean-Marie Collot d’Herbois (1749-1796)—, Lazare Nicolas Carnot (1753-1823) asumió la jefatura del movimiento contra Robespiere y sus aliados. Consciente de sus dificultades, el 9 termidor (27 de julio de 1794) Robespierre quiso intervenir en la Convención para defender a su gobierno, pero el mismo presidente de la Convención, Collot d’Herbois, se lo impidió. Louis Louchet (1755-1813) propuso entonces un decreto de acusación contra Roberpierre, Saint-Just y Couthon, el cual fue aprobado por la mayoría. Las tensiones se trasladaron entonces a las calles de Paris, concretamente a la plaza de la grève. Una vez conocido el decreto de arresto contra Robespierre, sus aliados logran liberarlo y conducirlo al Hotel de Ville (sede de la alcaldía de la ciudad). Sin embargo, ello no fue suficiente para salvarle la vida. Hacia las dos de la mañana del 10 termidor (28 de julio), Paul François Barras (1755-1829), elegido por la Convención como comandante del ejército, logró tomarse el edificio de la alcaldía y capturar a Robespierre. Este mismo “el incorruptible” y veintiún de sus copartidarios fueron pasados por la guillotina, sin juicio previo.

Este final bañado en sangre fue una culminación lamentable para una élite revolucionaria que había iniciado con ideales tan altos. Las tensiones al interior de esa élite política - dividida en torno al papel

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que debían cumplir las masas populares montañardas que militaban a favor de la revolución - jugaron un papel importante en este desenlace sangriento. La guerra internacional y los temores de una conspiración europea contra la revolución crearon un clima de desconfianza interna entre los dirigentes políticos que sin duda también sirvió para que los dirigentes de la revolución justificaran la política del terror.

Hay un tercer factor, más general y difuso, que también sirve para explicar este final fatal de los ideales nobles de 1789. Se trata de esa cultura política grandilocuente y amante de los principios generales que Francia había cultivado con fervor durante el siglo XVIII. La confianza racionalista de la ilustración produjo una mezcla explosiva al combinarse con la pasión política revolucionaria. La verdad, descubierta por la razón no daba cuenta de matices, de minorías, de latitudes o de cronologías. Todo se resolvía a partir de verdades universales que operaban como dogmas religiosos contra los cuales sólo cabía la traición. Pasión y razón se unieron para dar lugar a un modelo político de sociedad fundado en la virtud y en la entrega sacerdotal de sus dirigentes y ciudadanos.

3. LA REPÚBLICA BURGUESA (1794-1799)

Luego de la ejecución de Robespierre se produjo un fuerte rechazo a la política del Terror conocido como la «reacción post-termidoriana». Tres fases componen este período: la Convención termidoriana, el Directorio, y el golpe de estado de brumario que da paso al Consulado.

La Convención sobrevivió quince meses a Robepierre. Durante este tiempo dominaron los llamados «Termidorianos», dirigidos por figuras que el Terror había mantenido en la sombra60 y que abogaban por cierta estabilidad política y por la conclusión del proyecto revolucionario. La mayoría de los miembros de la Convención era consciente de que la Constitución de 1793 era inaplicable. Por ello conformaron una comisión para redactar una nueva constitución. Así surgió la constitución de 1795, de corte liberal, denominada constitución del año III. La nueva carta política comenzaba con una Declaración de los Derechos y Deberes del Hombre y del Ciudadano. Así, por ejemplo, el artículo 2º de la sección de los deberes de la

60 Entre ellos Antoine Claire Thibaudeau (1765-1854), François Antoine Boissy d’Anglas (1756-1826), Pierre Durand de Maillance (1729-1814) y Emmanuel Sieyes (1748-1836)

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Declaración proclama que «todos los deberes del hombre y del ciudadano derivan de estos dos principios, grabados por la naturaleza en todos los corazones: “no hagáis a los demás lo que no queráis que os hagan – haced constantemente a los demás el bien que queráis recibir»; además, el artículo 4º prescribía que «Nadie es buen ciudadano si no es buen hijo, buen padre, buen amigo y buen esposo».

En segundo lugar, y ante los fracasos de la asamblea única, la Constitución de 1795 consagraba, por un lado, el dogma de la separación de los poderes legislativo y ejecutivo, este último compuesto por un Directorio de cinco miembros y, por otro lado, el modelo anglosajón del bicameralismo. El cuerpo legislativo estaba conformado por el Consejo de los Quinientos, el cual era una especie de cámara baja, y por el Consejo de los Ancianos, que tenía la facultad de oponerse a las propuestas del primero, siguiendo el modelo de cámara alta. Finalmente, la Constitución reaccionaba contra la autonomía local en beneficio de la centralización política 61.

Las elecciones legislativas que tuvieron lugar entre el 12 y el 21 de octubre de 1795 mostraron, por un lado, la impopularidad de los Convencionales y, por el otro, un viraje hacia las posiciones políticas de derecha62. Después de las elecciones legislativas se decidió confiar el poder legislativo a un Directoria de 5 miembros. Inicialmente fueron elegidos Louis La Revellière-Lépeaux (1753-1824), Louis Letourneur (1751-1817), Jean-François Reubell (1747-1807), Barras y Sieyes; este último renunció luego de que su proyecto de constitución fue rechazado. El nuevo órgano ejecutivo tuvo que enfrentarse a los embates que venían tanto de la izquierda como de la derecha.

La miseria y el descontento popular fortalecieron el proyecto de izquierda revolucionaria encabezado por Fraçois Noel Babeuf (1760-1797) y conocido como «la conspiración de los iguales». La estrategia de este movimiento no fue la revuelta popular, dado el desarme de las secciones de París, sino la insurrección secreta encaminada al golpe de Estado con el apoyo de algunos miembros del ejército y de la policía de París63. Sin embargo la reacción del Directorio no se hizo esperar. Con la ayuda de la policía Babeuf fue capturado y más de

61 París es «la gran víctima de esta reforma» (Tulard et al. 1987: 198), la cual se ve reforzada por la ley del 19 vendimiario año IV (11 oct. 1795) que remplaza el alcalde por un colegio de cinco miembros.

62 Del tercio elegido libremente, 118 diputados eran realistas frente a sólo 11 demócratas

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200 órdenes de arresto contra los conjuradores fueron expedidas. Babeuf y Dharté fueron condenados a muerte el 26 de mayo de 1797 y ejecutados el día siguiente.

De otro lado los realistas también conspiraban. El 3 de septiembre los inspectores encargados de la seguridad de los Consejos prepararon la detención de los miembros del Directorio. Sin embargo, al día siguiente (18 fructidor) el Directorio emprendió un golpe de Estado contra los Consejos que dio al traste con la conspiración realista. La ley de 19 fructidor, propuesta y aprobada por los miembros Convencionales de los Consejos, ordenó la detención de 11 miembros del Consejo de los Quinientos y 42 del Consejo de los Ancianos (Richet, 1992c: 71). Este golpe de estado tuvo varias consecuencias, además de la derrota realista. En primer lugar desencadenó una nueva persecución religiosa, tan extrema que algunos historiadores hablan del « nuevo terror anticlerical» (Tulard et al., 1987: 230) En segundo lugar produjo una nueva inclinación de la balanza política hacia la izquierda jacobina. Este nuevo aire se manifestará en las elecciones que se llevaron a cabo entre el 9 y el 18 de abril de 1798, en las que se eligió a más de la mitad de los miembros del cuerpo legislativo. La reacción del Directorio ante el ascenso del «neo-jacobinismo» se manifestó en la promulgación de la ley del 22 floreal año VI (11 de mayo de 1798) en la que los Consejos salientes hicieron una revisión de las elecciones y remplazaron a varios de los adversarios del Directorio por elegidos favorables al régimen. Se puede hablar entonces del nuevo «golpe de estado del 22 floreal»64.

Ante las dificultades que planteaba la Constitución de 1795 para su reforma,65 el golpe de estado era visto de nuevo como la única solución posible. Solo había que encontrar un aliado militar y quién mejor que el popular y carismático Napoleón Bonaparte (1769-1821), quien el 9 de octubre de 1799 desembarcaba victorioso en Francia proveniente de Egipto66.

63 Sobre Babeuf y la conspiración de los iguales véase: Furet, 1992e; Dommanget, 1970; Mazauric, 1962.

64 Una de las características sobresalientes de este periodo es el continuo recurso a los golpes de estado, lo cual significó un creciente descrédito del régimen directorial.

65 Sobre todo aquella que imponía un periodo de nueve años para la iniciación de la discusión después de presentada la solicitud de reforma por parte del Consejo de los Ancianos (Artículo 338).

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En la noche del 8 de noviembre el Consejo de los Ancianos fue convocado para reunirse al día siguiente en las Tullerias, donde Bonaparte ya había dispuesto sus tropas. El 9 de noviembre el Consejo de Ancianos fue avisado del grave peligro que corría la República ante una eventual insurrección de los elementos más radicales del jacobinismo. Los Ancianos votaron entonces un decreto —cuya ejecución es encargada al general Bonaparte— en el cual se estableció el traslado del Cuerpo legislativo a la comuna de Saint-Cloud» (artículo 1º). El 19 brumario el Consejo de los Ancianos aceptó la renuncia de la mayoría del Directorio. Bonaparte pronunció un corto discurso y se dirigió al invernadero del palacio donde se encontraba reunido el Consejo de los Quinientos, poco favorable a sus movimientos. Los diputados solicitaron al presidente del Consejo declarar la «mise hors la loi»67 del general Bonaparte. Sobre lo que sucede de aquí en adelante existen varias versiones. La de Bonaparte señalaba que algunos diputados intentaron asesinarlo; los jacobinos a su turno sostenía que había habido una agresión de los soldados fieles a Napoleon. El hecho fue que el presidente del consejo se vio obligado a renunciar.

El golpe militar fue matizado con un toque de legalidad. Para ello fueron convocados los miembros del Consejo de los Quinientos y de los Ancianos favorables al golpe, quienes decidieron crear una «Comisión Consular Ejecutiva» compuesta por Sieyes, Roger Ducos y Bonaparte, nominados «cónsules de la República francesa». Asimismo, decidieron remplazar los Consejos por dos Comisiones de 25 miembros cada una, encargada de votar las leyes que fueran presentadas por los cónsules y de preparar la reforma constitucional, la cual fue promulgada el 13 de diciembre de 1799 como la Constitución del 22 frimario o del año VIII. Ella implantó un sistema político en el cual el Consulado tenía prevalencia. Todo estaba dispuesto entonces para favorecer el golpe de fuerza del general Bonaparte, lo cual se produjo con el establecimiento del consulado vitalicio del 3 de agosto de 1802 (16 termidor año X) y posteriormente el nombramiento de Napoleón como emperador el 18 de mayo de 1804 (28 floreal año XII).

66 Sobre el papel de Sieyes en el golpe de estado de brumario y su relación con Bonaparte, véase particularmente Bastid, 1978: 230-247.

67 Durante la revolución, que alguien fuera objeto de la declaración de «mise hors de la loi» significaba su acusación como conspirador contra el régimen constitucional vigente.

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Con Napoleón, la Revolución tiene una segunda oportunidad para triunfar pero de manera diferente a como lo había hecho hasta entonces. Ya no a través del desmonte de las estructuras del antiguo régimen o del llamado a la participación popular sino a través de la institucionalización de la república.

Al legar al poder Napoleón nombró funcionarios sin distinción de creencias políticas, lo cual le sirvió para ganarse la simpatía de los diferentes líderes políticos y, de esta manera, obtener la estabilidad política necesaria para sus proyectos.68 El más importante de estos proyectos consistió en fortalecer el Estado central a través del fortalecimiento del ejército. De esta manera el general Bonaparte construyó el estado más poderoso de Europa en el siglo XIX. Pero no sólo el Ejército y los oficiales de Napoleón obtuvieron poder en este proyecto de consolidación estatal. La burocracia logró un prestigio y un poder que han sido el orgullo del Estado francés desde entonces. (Skocpol 1979) p. 195. El funcionario público de la República, ceñido a la ley y al interés general se convirtió en el gran protagonista de la acción del estado desde los ministerios hasta la escuela pública de la más pequeña de las localidades. Esta consolidación del Estado tanto como la democratización del poder político fueron los dos grandes soportes en los cuales se sustentaría el sistema constitucional francés en los siglos XIX y XX

III. LOS DEBATES CONSTITUCIONALES

Los debates sobre el poder y el derecho y los protagonistas que impulsan dichos debates no son suficientes para explicar el origen, la evolución del pensamiento político y constitucional que prospera en un país en un determinado momento. Existen lazos muy fuertes entre, por un lado, los debates acerca del derecho y del poder y, por el otro, las condiciones sociales y materiales en las que dichos debates se insertan (Bourdieu 1994). La dilucidación de dichos lazos es indispensable para la comprensión del constitucionalismo. Los constituyentes estadounidenses contaron con condiciones particularmente favorables para el diseño y ejecución de una sociedad nueva. Una relativa homogeneidad étnica y cultural, la

68 Bonaparte – explica Theda Skocpol- combinaba su proyecto autoritario y burocrático con una serie de concesiones a las principales facciones políticas: ritos patrióticos y plebiscitarios para complacer a los radicales; consejos consultativos con base electoral restringida para tener contentos a los liberales y concordato con la iglesia católica para complacer a los conservadores.

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ausencia de grandes diferencias económicas, un antiguo régimen atribuido a otras latitudes y una tierra rica, inexplorada y casi disponible para todos, crearon el contexto sociopolítico favorable para la implantación de las ideas liberales y del constitucionalismo (véase el capítulo anterior). Los franceses, en cambio, no sólo tenían una sociedad que padecía hambre y estaba profundamente dividida en su interior, sino que tuvieron que enfrentar el problema de suprimir un antiguo régimen profundamente anclado en las costumbres y la vida institucional. Estas diferencias ayudan a comprender mejor no sólo la facilidad con la cual las ideas radicales y la intención de borrar con el pasado prosperaron en Francia, sino también los obstáculos que las ideas liberales siempre encontraron al momento de pasar de las declaraciones a la ejecución.

Debates constitucionales de gran interés e intensidad se presentaron en la Asamblea Nacional durante el primer año de la Revolución. Teniendo presente las conexiones entre los debates ideológicos y las condiciones materiales, en lo que sigue nos concentraremos en cuatro temas: La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (I), el concepto de constitución (II), la soberanía nacional (III) y el control político del órgano legislativo (IV).

1. LA DECLARACIÓN DE LOS DERECHOS DEL HOMBRE Y DEL CIUDADANO

Los debates constitucionales que tuvieron lugar en la Revolución Francesa fueron el reflejo de la tensión entre posiciones liberales y democráticas. Entre la Convención (10 de agosto de 1792) y el 9 Termidor, fecha del derrocamiento de Robespierre, las ideas liberales terminaron cediendo frente a las posiciones que defendían un radicalismo democrático e intransigente. Sin embargo, el germen antiliberal ya había sido sembrado desde los primeros debates, en particular aquellos que dieron lugar a la Declaración de los Derechos del hombre y del ciudadano DDHC del 26 de agosto de 1789. A continuación nos ocupamos de los debates que dieron lugar a este documento.

La DDHC tuvo una relación filial con la Declaración de Independencia de los Estados Unidos. Al redactar la DDHC los revolucionarios franceses tuvieron en mente el modelo estadounidense consagrado en la Declaración de Independencia.69 Sin

69 Más aún, Jefferson, el autor de la Declaración de independencia, quien en ese entonces era el embajador de los Estados Unidos en Paris, era frecuentemente

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embargo las diferencias entre Francia y Estados Unidos saltaban a la vista. Algunos consideraban que si bien la proclamación de la igualdad absoluta entre los individuos resultaba inofensiva en una sociedad compuesta por propietarios, como la estadounidense, en Francia, con millones de desposeídos dicha declaración podía engendrar grandes peligros (M Gauchez Droit de l´Homme p.123). Adicionalmente, mientras en los Estados Unidos la función de la declaración – en sintonía con las ideas de John Locke plasmadas en el Segundo Tratado del Gobierno Civil - consistía en proteger los derechos individuales contra los posibles abusos de un estado fuerte, en Francia los derechos también consistían en reclamar un estado lo suficientemente fuerte como para proteger los derechos – y no sólo los derechos de libertad sino también los sociales – de los individuos contra la marginalidad y la exclusión social.70 La relación filiar con la DI de los Estados Unidos era entonces problemática. Según Marcel Gauchez (1989: 129) «los constituyentes estaban a la vez gobernados por el ejemplo americano y dominados por el lenguaje del contrato social (entre otros). Sin embargo, en su conjunto estaban lejos de los Estados Unidos y eran malos discipulos de Rousseau».

consultado por los miembros de la Asamblea. Sin embargo, el tema de la originalidad de la DDHC ha suscitado controversia. A principios del siglo XX el tema fue objeto de una célebre polémica entre Georges Jellinek y Émile Boutmy. García de enterria explica este debate en los siguientes términos: “A la traducción francesa en 1902 del libro del primero [Jellinek] sobre la Declaración de 1789, en que negaba a ésta toda originalidad, reconduciendo todos sus contenidos a los Bill of rights americanos, a su vez originados en la tradición inglesa de los covenants o pactos de establecimiento concertados por los primeros colonos puritanos del siglo XVII, Boutmy replica con argumentos nacionalistas y sobre todo, con un argumento básico: los derechos americanos se formularon para ser invocados ante los Tribunales, en tanto que los proclamados por la Asamblea constituyente en 1789 se concibieron ‘para enseñaza del mundo’» (García de Enterría, 1999: 67); véase igualmente Bouchary (1947). En todo caso la Declaración constituye uno de los más apreciados símbolos de la historia jurídico-constitucional francesa. Véase Gauchet (1989) Carlos Sánchez Viamonte (1956: 21-63). No sobra agregar que, en la célebre sentencia del 16 de julio de 1971, el Consejo Constitucional (órgano encargado del control de la constitucionalidad de las leyes en Francia después de la Constitución de 1958) reconoció que el Preámbulo de la Constitución con Declaración de Derechos tienen valor constitucional. El preámbulo afirma que «El pueblo francés proclama solemnemente su apego por los derechos del hombre y por los principios de la soberanía nacional tal y como han sido definidos por la Declaración de 1789, confirmada y completada por el preámbulo de la Constitución de 1946»

70 Sobre la importancia de los derechos sociales en los debates de la DDHC véase M Gauchez p 132

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Un segundo punto preliminar de discusión en los debates del mes de agosto de 1789 fue el relativo a la inclusión de una carta de deberes. Los diputados monarquistas consideraban que ello era indispensable para mantener el equilibrio necesario entre la sociedad y el estado. Sin embargo, fue la opinión de Sieyes la que, una vez más se impuso en esta manera. Según el abate, los deberes son la consecuencia del ejercicio de los derechos. Tengo deberes en la medida en que reconozco en los demás los mismos derechos que yo tengo, decía el abate. Por lo tanto sólo hay que consagrar los derechos.

La importancia de la declaración se explica por la necesidad que tenían los diputados de la Asamblea de promulgar un documento jurídico lo suficientemente fuerte para legitimar un poder que todavía carecía de un texto constitucional. Esto explica quizás la referencia iusnaturalista al hombre universal como fuente de legitimación, por un lado, y la importancia de las ideas roussonianas de voluntad general y ley. “La ley es la expresión de la voluntad general” dice el artículo 6 de la declaración”. Patriotas y monarquistas estuvieron de acuerdo en la consagración de esta idea pero por ambos buscaban un fin diferente. Los primeros veían en la ley el instrumento para hacer efectiva la idea ruousoniana de la voluntad general, los segundos encontraban en la unidad y autoridad de la ley un principio de orden y seguridad jurídica indispensable para reestablecer la estabilidad institucional. Sin embargo, bajo la óptica monarquista el orden legal sólo se obtenía a condición de incluir el mecanismo del veto real para controlar los eventuales abusos del poder legislativo. Se comprende bien porqué el debate sobre el poder soberano y sobre el titular del poder soberano se concentró en buena parte en el debate sobre el veto real (ver infra).

El artículo 6 es la base para entender los demás artículos de la declaración. El artículo cuarto de la declaración dice lo siguiente: “la libertad consiste en poder hacer todo aquello que no perjudica a los demás: así el ejercicio de los derechos naturales de cada hombre sólo tiene los límites que son necesarios para asegurar a los demás miembros de la sociedad el goce de esos mismos derechos”. Sieyes, que fue el inspirador de ese texto pretendía que la ley fuera la fuente de la regulación de las relaciones sociales de tal manera que no quedara ningún residuo de autonomía individual o de prerrogativa frente al poder público. A renglón seguido se incluyó el artículo 5 que dice: “la ley sólo puede prohibir las acciones que perjudican a la sociedad….”.

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En todos estos artículos está presente la idea roussoniana de que la libertad se logra cuando los individuos obedecen a la voluntad general, es decir a la ley, pues siendo esta la voluntad de todos y estando la voluntad individual allí incluida, no se obedece a nadie diferente a que a sí mismo. El lenguaje es pues un lenguaje libertario, pero no liberal. Al no existir la posibilidad de criticar o de oponerse a la ley (voluntad general) la libertad queda, en la práctica anulada. Es cierto que el artículo 2 de la declaración consagra el derecho a la resistencia en caso de opresión. Sin embargo, un poco más adelante, en el artículo 7 se anula dicho derecho cuando se establece que todo ciudadano debe obedecer el llamado de la ley al instante o de lo contrario pasa a ser “..culpable por la existencia”. “La necesidad de traducir la autonomía de los individuos – dice M Gauchez – en poder social se pone a jugar contra la preservación de sus derechos por medio de la limitación del poder. De la inspiración liberal, se pasa fácilmente a la tentación autoritaria” p 135.

2. CONCEPTO DE CONSTITUCIÓN

En América Latina estamos familiarizados con la idea de que el destino de nuestras sociedades depende en gran parte de que tengamos buenas constituciones. Nos parece natural que el progreso social esté ligado a la promulgación de una carta política. Sin embargo, por muy obvio que esto parezca, la relación entre constitución y progreso social no siempre ha sido importante en la historia del constitucionalismo (Preuss, 1995). Más aún, parece haber prevalecido la visión opuesta, según la cual la constitución de un país tiene como propósito esencial evitar el abuso del poder y proteger los derechos de las personas, no servir de escaño para el progreso. Según esta perspectiva la constitución está llamada a operar como una carta jurídica de protección de derechos inherentes a la persona humana y por lo tanto anteriores a toda organización política. Nuestra visión en cambio, concibe la constitución como un documento por esencia político, creativo, fundacional y originario. El significado de la asamblea constituyente, esto es del acto de creación de la constitución, es diferente en ambos eventos: en el primero se trata de ratificar —o en el peor de los casos de ajustar o de fijar— una realidad política que existe gracias a, por lo general, una revolución ya consolidada; en el segundo, en cambio, se trata de hacer una

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revolución a partir de una realidad social y política que ha permanecido fija.

Pero esta no es una discusión nueva ni tampoco exclusivamente latinoamericana. Un enfrentamiento particularmente intenso entre partidarios de estas dos tendencias tuvo lugar al inicio de la Revolución Francesa.71 De un lado estaban aquellos que estimaban que la constitución respondía a una especie de esencia, o de alma política de la sociedad que siempre había existido desde los orígenes de Francia. Según esta visión, en momentos de crisis como los que se estaban viviendo a finales de 1788, bastaba con ajustar la constitución ya existente a los nuevos tiempos. Algo de esta concepción se encuentra en el Juramento del Juego de Pelota (le serment du Jeu de Paume) del 20 de junio de 1789 en donde los diputados prometieron no descansar hasta lograr «fijar» un nuevo texto constitucional para Francia. Sin embargo fueron los diputados monárquicos quienes con mayor vehemencia defendieron esta idea 72, la cual estaba inspirada en los escritos de Aristóteles retomados por Montesquieu y los juristas ingleses del siglo XVII, para quienes la constitución derivaba de la esencia histórica de cada pueblo. Se trata entonces de una concepción que puede denominarse «esencialista», en la medida en que considera que las normas constitucionales responden a la esencia de los pueblos73. La segunda tendencia, en

71 Una disputa similar se presentó a mediados del siglo XVIII entre Louis-Adrien La Paige y Malby. El primero de estos sostenía, en su obra Lettres historiques sur les Fonctions Essentielles du Parlement (1753) que existe una constitución monárquica tradicional que puede ser opuesta al despotismo ministerial; Gabriel Bonnot de Mably (1709-1785), en cambio, en sus Observations sur l’histoire de France (1765) afirmaba la inexistencia de constitución en Francia; sostenía que Francia estaba dominada por una serie de cambios inestables marcados por la sucesión de momentos anárquicos y despóticos, sin que pudiese hablarse de un hilo conductor entre tales acontecimientos. Sobre este debate véase: Baker, 1992: 181.

72 Según el diputado Rhèdon, «No es la creación de una nueva institucionalidad lo que debemos hacer, sino una simple declaración». Archives Parlementaires de 1789 à 1860. Recueil Complet des Débats Législatifs et Politiques des Chambres Françaises, Première Série (1789 à 1799), t. VIII, p. 509. De la misma forma, el diputado Deschamps negaba la creación de una nueva constitución: «Cuando se nos ha enviado a los Estados Generales, no se nos ha dicho: vosotros haréis una constitución nueva, antes bien, vosotros regeneraréis la antigua; no digáis que erigís nuestro gobierno como Estado monárquico, sino que confirmareis nuestra antigua monarquía». Archives Parlementaires, cit., t. VIII, p. 510.

73 Asimismo, Montesquieu (1689-1755) en su obra capital, Del Espíritu de las Leyes, ligado a la tradición y al conservatismo inglés, sostenía que cada pueblo

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cambio, consideraba que la constitución sólo podía tener origen en la voluntad política soberana del pueblo. El acto constituyente es un acto popular voluntario que crea o instaura una nueva realidad social de manera que dicho acto no tiene ataduras ni con el pasado ni con límite o condición alguna. Al contrario de la posición esencialista ésta puede ser denominada “voluntarista” en cuanto opone una voluntad política supuestamente verdadera a la historia y la experiencia de cada pueblo. Quizás su representante más conspicuo sea Rousseau seguido en esto no sólo por Sieyes sino por la gran mayoría los líderes de la Revolución.

Si bien este debate produjo posiciones claramente opuestas entre los miembros de la Asamblea Nacional, las decisiones jurídicas tomadas al interior de este órgano constituyente no reflejaron claramente la victoria de una u otra concepción. Así por ejemplo, el artículo 16 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano promulgada el 26 de agosto de 1789 adopta una posición más bien ambigua sobre este tema cuando sostiene que «Toda sociedad en la cual la garantía de los derechos no está asegurada, ni la separación de poderes determinada, no tiene Constitución». Una lectura próxima a los monarquistas encontraría en este texto un límite al ejercicio de la voluntad constituyente; sin embargo una lectura más cercana a los patriotas podría ver en estas líneas una expresión de la voluntad popular soberana74.

tiene su alma y esencia y que la normatividad no puede ser ajena a esa manera de ser de los pueblos: «Las leyes en su más amplia significación son las relaciones necesarias que se derivan de la naturaleza de las cosas. En este sentido, todos los seres tienen sus leyes [...]. Hay, pues, una razón primigenia. Y las leyes son las relaciones que existen entre esa razón originaria y los distintos seres, así como las relaciones de los diversos seres entre sí» (Del Espíritu de las Leyes, libro I, capítulo I). Sobre el «conservadurismo» o el «tradicionalismo» en Montesquieu, véase Matteucci, 1998: 221.

74 Sobre el carácter ambiguo de la fórmula del artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, véase Baker, 1992: 187-188. Para este autor, ella podía significar que «Hasta ese momento Francia había carecido de una constitución en el sentido estricto del término» o que era posible «edificar la protección de las libertades sobre las fundaciones históricas de la antigua monarquía, a partir del modelo inglés». Esta última significación puede explicar la declaración del artículo 17 del decreto de la Asamblea nacional del 11 de agosto de 1789 sobre la abolición del régimen feudal: «La Asamblea proclama solemnemente al rey Luis XVI ‘Restaurador de la libertad francesa’» (Gonzáles-Pacheco, 1998: 45). También Pascal Pasquino se detiene en el problema de la ambigüedad del artículo 16: «Todo el problema es el de saber lo que se va a entender por este principio al

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Quizás sea conveniente hacer una pequeña nota relativa a la historia de estas las ideas políticas. El debate entre concepciones voluntaristas y esencialistas está emparentado con la vieja polémica griega sobre el gobierno. Allí se enfrentaron los partidarios de una visión del gobierno fundado en la voluntad de los mejores hombres y los partidarios de una visión del gobierno basado en las mejores leyes. Los primeros, apoyados en un cierto pesimismo antropológico, sostenían que los gobernantes, incluso los más capacitados, necesitaban de leyes que les impusieran límites75. De otro lado, los partidarios del gobierno de los hombres afirmaban que no era bueno que los gobernantes estuviesen sometidos a leyes, debido a que eran ellos mismos, siendo los más capaces, los que creaban las leyes76. Estos dos modelos inspiraron los debates posteriores sobre el gobierno y el Estado y crearon dos tradiciones que aún hoy en día subsisten. De un lado la tradición del gobierno de las leyes que sirve de base al liberalismo político y cuyo principal inspirador es John Locke77; de otro lado la tradición del gobierno de los hombres

momento en el que debe ser traducido en el derecho constitucional positivo. Es aquí donde una doctrina de la especialización o de la división del trabajo entre órganos, funciones o poderes del Estado se opone radicalmente a una teoría del ‘balance’» (Pasquino, 1998: 16).

75 Aristoteles sostenía lo siguiente: «El siguiente principio general debe ser tenido en cuenta por los gobernantes: quien está totalmente desprovisto de pasión es mejor que el apasionado por naturaleza. Ahora bien, la ley está exenta [de pasión]; en cambio, toda alma humana la posee inevitablemente. [...]». La Política, libro III, § 15. Y más adelante sostiene que «es preferible, pues, conforme a este razonamiento, que la ley gobierne y no cualquiera de los ciudadanos, y aún si [es] mejor que gobiernen varios, habría que constituirlos en guardianes y ministros de las leyes, porque si es menester que haya magistraturas, no es justo —dicen— [que sea] uno solo [quien tenga el poder] siendo iguales todos». La Política, libro III, §16 (ed. cit.: 159).

76 El modelo del gobierno de los hombres está ligado a una visión paternalista del poder manifiesta en la visión antigua del soberano-padre. En este sentido véase Foucault, 1990.

77 «Y así, quienquiera que ostente el legislativo o el poder supremo en un Estado (common-wealth) está obligado a gobernar según lo que dicten las leyes establecidas, promulgadas y conocidas del pueblo, y no mediante decretos extemporáneos». Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, capítulo 9, § 131.

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defendida por autores tan distintos como Jean-Jacques Rousseau78, Carl Schmitt 79 y Karl Marx80.

3. LA SOBERANÍA NACIONAL

El concepto de soberanía tuvo una gran importancia en la formulación de los ideales revolucionarios durante la primavera de 1789 y posteriormente en los debates llevados a cabo al interior de la Asamblea Nacional Constituyente. Durante el primer año de la revolución el concepto de soberanía fue parte esencial del debate teórico sobre el fundamento del poder político y sobre la configuración general de los órganos del poder; posteriormente, el concepto de soberanía fue evocado con frecuencia en las disputas entre facciones políticas que giraron en torno a quiénes tenían la titularidad para el ejercer la soberanía.

78 La imposibilidad de que las leyes se impongan sobre los gobernantes y la supremacía de la voluntad política se puede apreciar en Rousseau cuando afirma que «es contrario a la naturaleza del cuerpo político que el soberano se imponga una ley que no puede transgredir. Como sólo se puede considerar bajo una sola y única relación, está entonces en el mismo caso de un particular contratando consigo mismo; por ende, se observa que no hay ni puede haber ninguna especie de ley fundamental obligatoria para el cuerpo del pueblo, menos aún el contrato social» (El Contrato Social, libro I, capítulo VII). Sin embargo, en otros textos, Rousseau parece adoptar una posición diferente. En sus Lettres Écrites de la Montagne (escrito por el cual responde, en 1763 —fecha posterior a la publicación del Contrato Social—, al Panfleto de Tronchin titulado Lettres écrites de la Champagne) Rousseau asegura que «un pueblo libre obedece, pero no sirve; tiene jefes, pero no dueños; obedece a las Leyes, pero nada más que a las Leyes, y es por la fuerza de las Leyes por lo que no obedece a los hombres» (Lettres Écrites de la Montagne, § VIII). Quizás la interpretación adecuada de estos dos pasajes consista en mostrar cómo ellos hacen referencia a dos situaciones diferentes: el primero se refiere a la relación del cuerpo político con la ley en la que aquel, por ser soberano, no puede estar limitado por esta; el segundo fragmento se ocupa de una relación más compleja entre la autoridad política establecida (en términos de Rousseau «el soberano»), los individuos (entendidos como los sujetos de la autoridad soberana) y la ley (concebida como el mecanismo mediante el cual el ciudadano mantiene su libertad a pesar de la dominación del soberano).

79 «La soberanía del derecho —afirma Schmitt (1987: 94)— significa únicamente la soberanía de los hombres que imponen normas jurídicas y se sirven de ellas [...]».

80 Para Marx y Engels, «el poder político, en sentido estricto, es el poder organizado de unas clases para la opresión de otra». Marx y Engels (1848).

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3.1.Los debates sobre la soberanía

Ni la Ilustración ni la misma Revolución pusieron en tela de juicio la idea de soberanía. Sobre la necesidad de que existiera un poder soberano había consenso entre las diferentes posiciones políticas. Se discutía quién debía ser el titular de esta soberanía -—la nación, el pueblo, el rey— pero no se ponía en tela de juicio su validez misma, como sí sucedió en la Inglaterra de finales del siglo XVII, cuando el parlamento y los juristas se opusieron a los Estuardos. Los intelectuales de la Ilustración atacaron la monarquía absoluta pero no rechazaron la idea de un gobierno fuerte y concentrado, lo cual justificaban en la universalidad y racionalidad de la verdad81. Los acontecimientos que se sucedieron a partir de junio de 1789 fueron concebidos por sus líderes políticos como una revolución contra la nobleza y no contra el absolutismo, como sucedió en Inglaterra. Ni siquiera Bonaparte, al final de la Revolución, veía problema en el hecho de concentrar tanto poder en sus manos; ello no ponía en entredicho su pertenencia a la tradición instaurada por la Revolución iniciada en 1789.

Sin embargo, el consenso entorno a la idea de soberanía dice muy poco sobre lo que los líderes de la revolución pensaban acerca del contenido y la naturaleza del poder político. Sobre esto sí había enormes desacuerdos entre los partidarios de la monarquía y los partidarios del tercer Estado. La concepción monárquica estimaba que la soberanía se formaba por fuera las voluntades de los miembros del cuerpo político, bien fuese como consecuencia del principio del derecho divino, bien fuese en el acuerdo entre el monarca y el cuerpo político, entendido este último como un órgano localizado por fuera de los individuos. La idea de soberanía nacional, en cambio, suponía que sólo era posible fundamentar legítimamente el poder político en las voluntades de los individuos que constituyen tal sociedad.

A partir de 1791 la idea de la soberanía nacional se encuentra plenamente consolidada contra la intención de los monarquistas anglófilos de imponer una modelo de equilibrio de poderes. Sin

81 «El Ciudadano y el Leviatán cayeron en las manos de Descartes, quien reconoció desde el primer vistazo el celo de un ciudadano fuertemente comprometido con su rey y con su patria, y el odio a la sedición y a los sediciosos». «¿Qué es más natural al hombre de letras, al filósofo, que las disposiciones pacíficas? ¿Quién hay entre nosotros que ignore que no hay filosofía sin reposo, reposo sin paz, paz sin sumisión al interior y sin crédito al exterior?» (Denis Diderot, artículo «Hobbisme» [1765], en L’Encyclopédie, tomo VIII).

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embargo, ella sigue suscitando controversias, ya no tanto en relación con el problema de la justificación o el fundamento del poder sino en relación con el problema de la titularidad, esto es, la determinación de aquellos facultados para representar o ejercer el poder soberano. Dicho en otros términos, una vez establecido que el pueblo debía gobernar, ahora se trataba de saber quiénes eran los legítimos representantes del pueblo. El temor de un divorcio entre los representantes y los representados va a situar la disputa en el terreno de «la verdadera y la falsa expresión del pueblo» (Gauchet, 1995: 93) y va a dar lugar, tal como sucedió algunos años antes en los Estados Unidos, a la disputa entre facciones82. Dos debates particulares ilustran estas disputas entre facciones. El primero se produjo en torno a la reforma de la constitución. Los patriotas —Jean-Antoine marques de Condorcet (1743-1794), Pétion y Brissot, entre otros— habían propuesto la convocatoria a una asamblea extraordinaria en aquellos casos en los cuales fuese necesario una reforma del texto constitucional. Este retorno al poder constituyente era visto como algo necesario para evitar el riesgo de usurpación y de despotismo de los poderes constituidos. Por medio del ejercicio del poder constituyente los patriotas radicales pretendían controlar los poderes delegados 83. Finalmente, este proyecto de Convención Nacional fue rechazado por la Asamblea. 84

El segundo debate es sin duda el más importante de ellos y se originó en torno a la promulgación de la ley «Le Chapelier» aprobada el 14 de junio de 1791 y en la cual se establecía la abolición de las corporaciones, entre ellas los clubes y las sociedades populares85. Esta ley responde al temor que tenían los miembros de la Asamblea

82 Véase el apartado de este trabajo dedicado a la revolución estadounidense, supra p. [...].

83 De todas formas, como lo señala Marcel Gauchet, esta propuesta —que es bastante cercana a la manera como Sieyes concibe el poder constituyente— sigue la lógica representativa: «Se entiende - dice Gauchet - que este poder de vigilancia de los poderes no puede él mismo ejercerse más que por una asamblea elegida, convocada en intervalos regulares y en vista de esta única misión. [...] Si, por un lado, la soberanía del pueblo sólo puede ejercerse por medio de delegación, es preciso, por otro lado, un mecanismo que garantice, representativamente, ‘su supremacía activa sobre todos los poderes delegados’» (Gauchet, 1995: 100).

84 La Asamblea optará por una fórmula que, si bien reconoce el principio según el cual el control de la representación delegada ordinaria debe estar en cabeza de una representación constituyente extraordinaria, limita en gran medida sus efectos a través de la lentitud en el procedimiento; en efecto en el artículo 2 del título VII de la constitución de 1991, establece que sólo habrá reforma cuando tres legislaturas consecutivas hubiesen emitido opinión uniforme sobre el cambio de algún artículo.

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de que la titularidad de la soberanía popular se concentrara en los clubes y sus dirigentes en detrimento de la representación en la Asamblea, la cual estaba fundada en el voto individual (Gauchez p. 93). La idea de la Loi Chapelier se originó en la aversión de Rousseau por las “asociaciones parciales” que actúan en perjuicio del Estado y de la voluntad general. Con fundamento en esta idea los patriotas estimaban que el fundamento de la constitución francesa estaba en la reducción de todo tipo de corporación e incluso de profesión. Poteriormente Napoleón continuará con la misma política encaminada a debilitar todo organismo interpuesto entre el Estado y los Individuos (Nisbet, 1984)

3.2.La noción de soberanía nacional

El artículo tercero de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano establece que «el principio de toda soberanía reside esencialmente en la Nación». Para los monárquicos esta norma debía entenderse en el sentido de que en la nación no había más que un «principio» de soberanía. La nación no podía actuar por sí misma y con independencia del gobierno, decían los monarquistas. El diputado Jean-Joseph Mounier, por ejemplo, al decía lo siguiente: «Ignoro porqué se citan hipótesis quiméricas, pues veinticuatro millones de hombres no pueden estar reunidos en una sola asamblea; y si fuera posible que estuviesen reunidos, me pregunto si el poder real, una vez establecido, dejaría de existir. Un pueblo en cuerpo, que no reconociese ningún jefe, estaría en las convulsiones de la más horrible anarquía». (Archives Parlementaires, cit., t. VIII, p. 587). Otra cosa sería, sostenían los monarquistas, sí el artículo dijera que la soberanía tout court, y no el principio de la soberanía, reside en la nación. Pero no es así, y por lo tanto el poder político es el resultado del equilibrio entre intereses particulares y no de una mayoría aplastante. De aquí la diferencia entre la soberanía nacional como fundamento del poder, pero impracticable políticamente, y la necesidad de configurar un poder político efectivo a partir del equilibrio entre las voluntades particulares: la del rey, la del parlamento y la de los jueces. El informe que en nombre del comité de Constitución presentó Mounier a la Asamblea Nacional sobre los

85 «Artículo 1. Por ser una de las bases fundamentales de la Constitución francesa, queda abolido todo tipo de corporación de ciudadanos, de la misma profesión u ocupación. Está prohibido establecerlas de hecho, bajo cualquier pretexto o forma que sea» (González-Pacheco, 1998: 69).

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diversos artículos referentes a la organización del Cuerpo Legislativo, es un ejemplo notorio de esta forma de argumentar.

«Soy conciente –decía- de que el principio de la soberanía reside en la nación; vuestra declaración de derechos contiene esta verdad. Pero, ser el principio de la soberanía y ejercer la soberanía son dos cosas muy diferentes; y sostengo con confianza que una nación sería bastante desquiciada y bastante desafortunada si retuviera el ejercicio de la soberanía. [...] Estaría desgarrada por las facciones y sometida al imperio de la violencia si no escogiese unos jefes, si no organizase su gobierno y si no instituyese una fuerza pública. No podría organizar este gobierno sino es delegando su soberanía». Archives Parlementaires, cit., t. VIII, p. 560.

Se puede decir entonces que los monárquicos defendían la posibilidad de hacer compatible la dimensión fundamentadora de la soberanía nacional, por una parte, y el principio político efectivo de la separación y equilibrio de los poderes, por la otra. El principio de la separación de los poderes no fue puesto en entredicho sino hasta la promulgación de la constitución de 1795 o también llamada del año III. Ni siquiera en la constitución de 1793 se cuestiona este principio. Una de las características de la Convención fue precisamente la de defender la separación absoluta de los poderes, lo cual quedó plasmado en los artículos 53, 65 y 88 del texto de 1793 en los que respectivamente se asigna el poder legislativo a la Asamblea, el ejecutivo al Consejo Ejecutivo y el judicial a los jueces. En este sentido véase Troper (1980: 182 y ss.), Blanco Valdés (1994: 201-202) y Matteucci (1998:251-252)

Los patriotas radicales se opusieron a esta ideología del consenso y del equilibrio con el argumento roussoniano y racionalista86 del carácter unitario e indivisible de la soberanía nacional. Dos consecuencias se derivaron de esta posición. La primera consistió en la prevalencia del poder legislativo sobre los demás poderes. Para los radicales no debía haber un equilibrio entre

86 Marcel Gauchez sostiene que toda la experiencia de la Revolución estuvo marcada por una desmesura racionalista y artificialista. El Contrato Social de Rousseau es una construcción racionalista en el sentido de que está fundamentado en principios que no son confrontados con, ni atenuados por, los hechos sociales. Así el principio básico del contrato, esto es el hecho de que existe una voluntad general es solo supuesto y su existencia no es modificada por los problemas prácticos que entraña su expresión práctica. Sobre el racionalismo de Rousseau (opuesto al «historicismo» de Montesquieu) véase Matteucci, 1998: 219-224. Véase también: Derathé, 1950; Goldschmidt, 1974. Gauchez, p. 57

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los poderes sino una dicotomía entre el legislativo, que es dominante, y el ejecutivo, que es un simple delegado del primero87. La segunda consecuencia fue la defensa del sistema unicameral; en opinión de los radicales la división parlamentaria entre una cámara baja y una cámara alta se origina en una concepción de la representación política fundada en intereses particulares y por lo tanto contraria al concepto de voluntad general88. Es así como la idea de soberanía empieza a ser vista como un atributo del pueblo, con lo cual toma fuerza el principio de «soberanía popular».

Asimismo, el artículo cuarto de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1793 ilustra bien la tensión entre diferentes concepciones de la soberanía nacional. El artículo dice lo siguiente: «La ley es la expresión libre y solemne de la voluntad general. Ella es la misma para todos, ya sea que proteja, ya sea que sancione. No debe ordenar sino lo que es justo y útil a la sociedad y no puede prohibir sino lo que le es perjudicial».89 Dos lecturas posibles tiene esta norma. Por una parte, una lectura que podríamos denominar deontológica, según la cual la ley “debe ser”, no necesariamente “es”, la expresión de la voluntad general y por lo tanto debe prohibir lo perjudicial y debe ordenar lo justo. La segunda

87 En esto seguían a Rousseau; véase el Contrato Social el capítulo I del libro III (supra, p. [...]).

88 Para el diputado Jean Denis Lanjuinais (1753-1827), «si se admitiese una Cámara alta, el pequeño numero comandaría al más grande; los intereses particulares estarían puestos en lugar de los intereses generales” Archives Parlementaires, cit., t. VIII, p. 588. Los monárquicos defendían enérgicamente el establecimiento de dos cámaras, pues ello era parte esencial de su proyecto de instaurar una monarquía constitucional conservadora (Blanco Valdés, 1994: 183-184; Pasquino, 1998: 17). Así, Pierre Victor Malouet criticó con firmeza la propuesta de una cámara única. «En cuanto a la organización de la Asamblea Nacional, se os ha dicho, señores: ¡el poder legislativo es uno, entonces no debe haber sino una sola Cámara! Es así que con principios generales se concluye lo que se quiere y que abstracciones metafísicas son una fuente de errores en legislación. Sin embargo, señores, la soberanía es una, y sus funciones, sus poderes se subdividen en diversas ramas. [...] Yo soy entonces de la opinión de componer la Asamblea Nacional en dos Cámaras, una de las cuales se llame Cámara de representantes, y la otra Cámara del consejo o Senado, todas dos electivas, sin veto de la una sobre la otra, pero con derecho de revisión por el Senado de los decretos propuestos por la Cámara de representantes”. Archives Parlementaires, cit., t. VIII, p. 590.

89 Esta unión entre voluntad general y ley había sido concebida por Rousseau en el Contrato social: la idea de que la soberanía era el ejercicio de la voluntad general explicaba la inalienabilidad de la soberanía: «.... al no ser la soberanía sino el ejercicio de la voluntad general, no puede nunca enajenarse[...]». El Contrato Social, libro II, capítulo I.

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lectura, que podríamos denominar ontológica, supone que la ley, de hecho, siempre protege el bien, condena el mal y es la expresión solemne de la voluntad general. Desde este punto de vista, el control de la ley no tiene sentido alguno. Esta segunda interpretación parece haber dominado en la última etapa de la revolución.

Esta ideología constitucional característica del período de la república jacobina está construida sobre la presunción de que la representación política no es una mera ficción, ni siquiera es un ideal que sólo es realizable de manera parcial. Es, por el contrario, un sistema operante que legitima el poder político y le da sentido a todo el andamiaje jurídico del Estado. Esta creencia puede ser denominada presunción identitaria en cuanto asimila los conceptos de voluntad general, soberanía popular y representación política mayoritaria. Los desencuentros eventuales que pudieran presentarse entre representantes y representados no afectan la validez de esta presunción y ello debido a que, en primer término, ellos son considerados como algo extremadamente improbable; los representantes del pueblo no actuarían contra el pueblo mismo de la misma manera como uno de nuestros brazos, por ejemplo, no la emprende contra el resto de nuestro cuerpo; en segundo lugar, si llegara a presentarse esa eventualidad, ella podría resolverse internamente dentro de la dinámica legislativa sin necesidad de acudir a un órgano externo de control, el cual pondría en tela de juicio la soberanía popular y con ella el fundamento democrático mismo del sistema.

La presunción identitaria entre gobernantes y gobernados tuvo su expresión jurídica más sobresaliente en la constitución de 1793. Ella se manifiestó incluso en la declaración de derechos incorporada en la misma. La Declaración de Derechos (tanto la de 1789 como la de 1793) fue inicialmente concebida como una reivindicación política contra el absolutismo monárquico y posteriormente, cuando la monarquía se derrumbó, se le atribuyó la función de servir de control o de límite a las decisiones del legislador. El artículo 5 de la Declaración de 1789 establecía lo siguiente: «La ley sólo tiene derecho a prohibir las acciones perjudiciales para la sociedad [...]». Este artículo era consistente con el artículo 6 de la misma declaración según el cual «la ley es la expresión de la voluntad general. Todos los ciudadanos tienen el derecho a concurrir personalmente o por medio de sus representantes en su formación [...]». Ambos artículos se originaron en la combinación entre, por un lado, la idea de voluntad general, expuesta por Rousseau en el Contrato Social, como

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fundamento de un régimen político legítimo y, por otro lado, la opinión de Sieyes -—en contra de lo dicho por Rousseau— según la cual dicha voluntad general podía ser representada. Si, en primer lugar la voluntad general existe y, adicionalmente, puede ser representada, de allí se deriva necesariamente la conclusión de que la ley es la expresión de dicha voluntad general soberana, legítima, infalible, buena, etc.

3.3.Rousseau y la idea de soberanía nacional

Rousseau quería encontrar un fundamento legítimo para la obediencia. Un modelo político en el cual la obediencia al poder político coincidiera con la decisión autónoma de obedecer. 90 Para ello tuvo que romper con el individualismo que no sólo predicaban los ingleses con John Locke a la cabeza, sino que hacía parte del esprit du siècle.91 En contra de la concepción individualista, Rousseau concebía la sociedad como una comunidad moral de hombres buenos. Una comunidad que tenía un ser y un sentido propios. No pensaba en las complejidades de una gran nación sino en eso que los griegos denominaban ciudad-estado y que él veía encarnado en algunos cantones suizos. Son esos entornos sociales simples y pequeños que Rousseau tiene en mente cuando escribió El Contrato Social.92

El alma de esas comunidades morales es la Voluntad General. El contrato social es un pacto en el cual todos se someten, sin condición alguna, a la Voluntad General. “Cada uno de nosotros – Dice Rousseau – pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general y recibimos en cuerpo cada miembro como una parte indivisible del todo”. Hasta aquí podría estar hablando Thomas Hobbes. Pero viene la salida maestra de Rousseau. Al someternos por completo a la Voluntad General, cada uno se entrega a todos y de esta manera no se entrega a nadie más que a sí

90 En palabras del Contrato Social, Rousseau quería “encontrar una forma de asociación que defienda y prteja, mediante toda la fuerza común, la persona y los bienes de cada uno de los asociados y por la cual cada uno, uniéndose a todos no obedezca más que a sí mismo y continúe tan libre como antes. Libro I Capítulo VI.

91 Al respecto ver la célebre polémica entre Rousseau y los enciclopedistas, en especial Diderot. Sabine, p. 435

92 En El Contrato Social (publicado en 1762); fue reeditado una sóla vez en 1763, mientras que la La Nouvelle Hélloise conoció 165 reediciones. En las 150 bibliotecas que había en París a finales del siglo, sólo había un ejemplar del contrato social, Philonenko, Alexis (2001) in Dictionnaire des oeuvres politiques, Paris: PUF

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mismo, puesto que la voluntad general coincide con la voluntad de cada uno de los miembros del cuerpo social.

Desde el punto de vista lógico, el razonamiento de Rousseau no tiene reproche. Si la comunidad posee una voluntad, una especie de alma, es natural que ella sea la fuente del poder. El problema está en la premisa de ese razonamiento; en suponer que esa voluntad general realmente existe y que tiene un contenido claro que puede ser conocido e instrumentalizado políticamente. Rousseau era no sólo un optimista antropológico – a diferencia de Hobbes, e incluso de Locke y de Madison - sino un idealista. La voluntad general es ante todo un concepto metafísico. Ni siquiera podía ser representada por alguien. Por eso Rousseau no se interesó por los asuntos prácticos del gobierno. Sólo la democracia directa, con todos los ciudadanos presentes en una asamblea comunal, servía para tomar decisiones. La voluntad General tampoco podía ser objeto de tensiones internas mucho menos de contradicciones. Las minorías políticas no tienen derecho alguno porque simplemente están equivocadas; si no lo estuvieran, se plegarían a la voluntad general. La voluntad general y el poder soberano derivado de ella no pueden hacer sino el bien; “es imposible que el cuerpo quiera dañar a sus miembros”. Por eso no hay que pedirle garantía alguna para actuar.

Con el contrato social los hombres no sólo no pierden su libertad sino que mantienen la igualdad. En el estado social todos los hombres son iguales por convención y derecho. Esta igualdad, dice Rousseau no significa «que los grados de poder y de riqueza sean absolutamente los mismos, sino que, en cuanto al poder, que éste se encuentre por debajo de toda violencia y no se ejerza nunca sino en virtud del rango y de las leyes y, en cuanto a la riqueza, que ningún ciudadano sea tan opulento para poder comprar a otro y ninguno sea tan pobre para ser constreñido a venderse»93. La igualdad en Rousseau significaba, según Pasquino, «ausencia de mediación o el mantenimiento de un estado de equilibrio que es el de la distancia igual a propósito del todo, entre todos los miembros de la comunidad» (1998: 103). Esta concepción de la igualdad puede explicar en parte el profundo rechazo de este autor a la idea de la representación política; ella introducía una diferencia entre los representantes y los representados y trastornaba la rigurosa simetría que derivaba de su concepción de la igualdad. En el Contrato Social, Rousseau denuncia la representación como una práctica feudal

93 Contrato Social, libro II, capítulo XI.

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incompatible con el ejercicio de la voluntad general94; la única representación que existe es la que se manifiesta en la ley95.

Los historiadores discuten acerca de la influencia de Rousseau en los acontecimientos de la Revolución. Algunos consideran que tuvo una influencia determinante en casi todos los acontecimientos importantes. Para ellos Rousseau fue algo así como el «legislador de la revolución», (Manin, 1992: 457). Otros, en cambio, estiman que fue tan sólo el inspirador de la «República Jacobina» implantada el 10 de agosto de 1792. 96 Con independencia de cual haya sido la influencia puntual del pensamiento de Rousseau, lo cierto es que su obra siempre fue un referente simbólico importante en la mentalidad política de los líderes de la Revolución y de manera particular en Emmanuel Sieyes y Maximilien Robespierre.

El abate Sieyes es quizás el político más lúcido y coherente de la revolución. Su pensamiento tiene fuertes lazos con las ideas de Rousseau, las cuales, dada su naturaleza impracticable, debió adaptar a las condiciones políticas de la Francia de ese entonces. Sieyes concebía la nación como un cuerpo unitario de ciudadanos que ejercía una voluntad política compartida: «La nación - dice sieyes -

94 Véase El Contrato Social, libro II, cap. I.

95 «La soberanía no puede ser representada, por la misma razón que no puede ser enajenada: consiste esencialmente en la voluntad general, y la voluntad no se representa; o es ella misma, o es otra: no hay término medio. Los diputados del pueblo no son, pues, ni pueden ser sus representantes, no son más que sus delegados; no pueden acordar nada definitivamente» (Contrato Social, libro III, cap. XV). La última parte de esta cita permite vislumbrar la única forma compatible con la representación: en efecto, en su proyecto de Constitución para Polonia, Rousseau acepta la representación siempre y cuando la soberanía nacional esté garantizada a través de un mandato imperativo que obligue a los representantes a respetar la estricta voluntad de los electores (Considérations sur le Gouvernement de Pologne, 1771).

96 Se trata de una idea que a partir de Louis Blanc ha sido expuesta por la tradición socialista de la historia de la revolución (Blanc, 1878: t. I). Otros van aún más lejos en esta línea cuando sostienen que en la obra de Rousseau no se encuentra más que el origen intelectual de la dictadura implantada por el Comité de Salvación Publica. Benjamín Constant adhiere a esta opinión cuando sostiene que «Hay [...] una parte de la existencia humana que, por necesidad, permanece individual e independiente y que está de derecho fuera de toda competencia social. La soberanía no existe sino de manera limitada y relativa. [...] Rousseau ha desconocido esta verdad, y su error he hecho del contrato social, tantas veces invocado a favor de la libertad, el más terrible auxiliar de toda clase de despotismo» (Constant, 1981: 12-13). Sobre la influencia de Rousseau en revolución francesa son particularmente pertinentes: Manin, 1992; McDonald, 1965; Dérathé, 1950; Kriele, 1980: 225.

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existe ante todo, es el origen de todo. Su voluntad es siempre legal, ella es la propia ley»97. La nación es la última e irreductible realidad política que explica el andamiaje institucional (Baker, 1992a: 304-305). Estas ideas tienen una indudable inspiración en Rousseau; sin embargo es difícil establecer una empatía entre ambos autores más allá de estas generalidades. Ello se debe a que los intereses de ambos eran muy diversos: mientras Rousseau se preocupaba por la fundamentación del poder en términos muy generales y con un marcado desinterés por el problema de la ejecución o puesta en marcha de estas ideas, Sieyes era un político militante empeñado en traducir las ideas generales de fundamentación en instituciones revolucionarias98. No obstante esta diferencia entre teoría y militancia política hay intereses comunes en los cuales es posible detectar diferencias de interpretación importantes.

A diferencia de Rousseau quien insistía en la igualdad entre los hombres, Sieyes, en cambio, estimaba que la diferenciación política entre los miembros de la sociedad era fundamental, debido a que ella misma era el fruto de la complejidad de la sociedad moderna. Dicha diferenciación política tenía expresión en dos instituciones. La primera de ellas era la representación. Sieyes centraba toda su teoría política en este concepto. La representación era una de las expresiones de la división del trabajo político en una sociedad moderna99. Las sociedad moderna se caracteriza - explica - por tener un gran número de miembros y por la complejidad de labores que estos realizan. En estas condiciones la democracia directa es impracticable. Rousseau compartía esta imposibilidad. Una sociedad grande en extensión y en número de individuos no podía ser objeto de su teoría democrática; la democracia directa sólo podía ponerse en práctica en pequeñas comunidades. En este sentido, y sólo en este, no hay contradicción entre ambos autores, solo diferencia en el objeto de estudio. 100

97¿Qué es el tercer estado?, capítulo V (supra p. [...]).

98 Para Matteucci la virtud de Sieyes fue la de ser «un racionalista abstracto y al mismo tiempo un oportunista, que fue capaz de adaptar su pensamiento constitucional a todas las fases de la revolución [...]» (1998: 227). «A Sieyes no le preocupaba mucho profundizar en los verdaderos problemas de la cuestión, su pensamiento constitucional era en realidad bastante pobre, le preocupaba el triunfo práctico, y eso fue lo que consiguió» (1998: 229).

99 Sobre el concepto de división de trabajo en la configuración del principio de representación en Sieyes, véase: Baker, 1992a: 302; Manin, 1992: 463; y especialmente Pasquino, 1998: 37 y ss.

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El pensamiento de Sieyes es célebre, entre otras cosas, por su distinción entre constituyente y poder constituido.101. Los representantes en el poder constituido están atados a los contenidos normativos que definen los constituyentes. En Rousseau, en cambio, la distinción entre poder constituyente y poder constituido no existe. La garantía de la libertad y de la igualdad reside en la voluntad general, siempre recta, nunca errada102. Las leyes emanan así de la totalidad de los ciudadanos y se aplican a todos ellos. El monismo político roussoniano a partir del cual se excluyen los principios de equilibrio de poderes, representación y poder constituyente conducen a un sistema que a pesar de ser lógicamente defendible, está desprovisto de toda garantía (Troper, 1980: 142-152 y 150-151; Fioravanti, 2001: 116-119; Matteucci, 1998: 229 y 247).

Algunos estudios recientes ven en la obra de Sieyes una verdadera fuente de ideas liberales, en cuanto éste consideraba que un poder demasiado grande en manos de quienes gobiernan era un peligro para el orden, la seguridad y la libertad de los individuos (Pasquino, 1998: 76). Sin embargo, esta dimensión liberal, siendo importante en la obra de Sieyes, no debe ocultar otras facetas

100 Desde una perspectiva más general, Marcel Gauchet subraya la existencia de un «rousseauismo contra Rousseau cuya enigmática prevención rectificadora atraviesa toda la Revolución» (Gauchet, 1995: 101). En su interpretación de Sieyes Pasquino comenta lo siguiente, «Por la división del trabajo, cada uno, al asumir una tarea específica, representa, se substituye y toma el lugar de los demás en la puesta en marcha de un objetivo común que presupone, a su turno, más allá de las diferentes especializaciones, una homogeneidad colectiva que el abate llama el espacio de ciudadanía (civitat). Se trata de un espacio homogéneo que, al producir una especie de exposición plena [mise à plat] y de mise hors la loi de los privilegiados, prohíbe, además, aceptar como principio regulador del gobierno del pueblo, la identidad de los gobernantes y de los gobernados, de los representantes y de los representados» (Pasquino, 1998: 40).

101 «Vemos en primera línea las leyes constitucionales - dice Sieyes - [...]. Estas leyes son llamadas fundamentales, no porque puedan llegar a ser independientes de la voluntad nacional, sino porque los cuerpos que existen y actúan a través de ellas no pueden modificarlas. [...] La constitución no es obra del poder constituido, sino del poder constituyente. Ningún tipo de poder delegado puede cambiar en lo más mínimo las condiciones de su delegación» Emmanuel Sieyes, ¿Qué es el tercer estado?, capítulo V (supra p. [...]). Esta exposición sobre la división entre poder constituyente y poderes constituidos complementa la que Sieyes presenta en su «Préliminaire de la Constitution Française. Reconnaissance et Exposition Raisonné des Droits de l’Homme et du Citoyen» (Archives Parlementaires, cit., t. VIII, p. 259 y ss.).

102 Contrato Social, libro II, capítulo III.

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antiliberales muy propias del radicalismo patriota 103. En primer lugar, en los escritos de Sieyes no se encuentra una preocupación por la suerte de las minorías políticas y por la garantía de sus derechos. En segundo lugar, su concepción de la división de los poderes se aparta en varios aspectos de la división liberal clásica de los poderes. En efecto, según Montesquieu y la tradición Inglesa sobre este tema, la separación de los poderes entraña no sólo cierta igualdad entre ellos, sino la posibilidad de controles recíprocos. Para Sieyes, en cambio, como para la mayoría de sus contemporáneos franceses, la división de los poderes era más un principio de no interferencia y de protección del legislativo que un principio destinado al control recíproco. 104

Es cierto, sin embargo, que la vena liberal de Sieyes se acentuó luego de haber presenciado los acontecimientos dramáticos de la república jacobina. A partir del año III de la Revolución, Sieyes puso en tela de juicio el principio de soberanía —popular o nacional— y asumió la necesidad de establecer controles a las mayorías políticas. Así concibió un cuerpo especial que denominó «jury constitutionnaire», muy similar a nuestras Cortes constitucionales actuales, cuya función consistía en controlar la conformidad de la ley a los principios de libertad e igualdad que debían regir las relaciones entre los ciudadanos (Blanco Valdéz, 1994: 292-296)105. Sin embargo,

103 En esta vena antiliberal es un seguidor de Rousseau. Según éste último «el pueblo, de por sí, siempre quiere el bien; pero, de por sí, no siempre lo ve. La voluntad general es siempre recta, pero el juicio que la guía no siempre es perspicaz. Hay que hacerle ver los objetos tal como son, a veces como deben parecerle, mostrarle el buen camino que busca, librarle de las seducciones de las voluntades particulares, aproximar a sus ojos lugares y tiempos, contrarrestar el atractivo de las ventajas presentes y sensibles con el peligro de los males alejados y ocultos. Los particulares ven el bien que rechazan; lo público quiere el bien que no ve» (El Contrato Social, libro II, cap. VI).

104 Sieyes, en el capítulo V de ¿Qué es el Tercer Estado? llega inclusive a considerar que el criterio jerárquico formal, que haría de la constitución la norma más importante del sistema jurídico, está por debajo del criterio material y, por ende, que las leyes creadas por el legislador ordinario son más importantes que aquella: «Se concibe fácilmente que las leyes propiamente dichas, las que protegen a los ciudadanos y deciden el interés común, son obra del cuerpo legislativo que se ha formado y que actúa según sus condiciones constitutivas. Por mucho que presentemos estas últimas leyes en segundo orden, son, sin embargo, las más importantes, porque son el fin, mientras que las leyes constitucionales son tan sólo los medios».

105 Los dos discursos esenciales de Sieyes sobre el proyecto de Jury Constitutionnaire son: Opinion de Sieyes, sur plusieurs articles des titres IV et V du projet de constitution, prononcée a la Convention le 2 thermidor de l’an troisième

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sus opiniones no tuvieron eco en quienes redactaron la constitución del año III106.

Robespiere no era ningún teórico del poder y por ello es difícil comparar sus ideas con las de Rousseau o Sieyes. Sin embargo, en sus discursos se aprecia un radicalismo democrático que puede ser leído como una interpretación de las ideas expresadas en el Contrato Social. Robespiere hace una lectura radicalizada de las ideas de Rousseau en la medida en que no se tomó en serio la advertencia que este hacía respecto a la imposibilidad de establecer una democracia directa y perfecta en grandes estados con grandes poblaciones. 107, como lo era Francia en ese entonces.

Robespierre, y otros miembros del jacobinismo radical, como Saint-Just, conocían bien los textos de Rousseau, especialmente el Contrato Social. En sus discursos eran frecuentes las referencias a las ideas plasmadas en el Contrato Social. 108 Sin embargo, esto no basta para probar una influencia importante, mucho menos una continuidad

de la République, Paris : De l’Imprimerie National, Thermidor, l’an III; Opinion de Sieyes, sur les attributions et l’organisation du jury constitutionnaire proposé le 2 thermidor, prononcée à la Convention Nationale le 18 du même mois, l’an 3 de la République, Paris : De l’Imprimerie Nationale, Thermidor, l’an III. Estos dos discursos han sido publicados en español por Ramón Máiz (Sieyes, 1990: 251-272 y 273-293 respectivamente).

106 Tanto en ¿Qué es el Tercer Estado? como en su discurso Reconocimiento y Exposición Razonada de los Derechos del hombre y del Ciudadano (Archives Parlementaires, cit., t. VIII, p. 259 y ss.) del 20 y 21 de julio de 1789, Sieyes expone su división fundamental —desde el punto de vista de la teoría constitucional— entre poder constituyente y poderes constituidos. Sin embargo, hasta ese momento el abate no había desarrollado ningún mecanismo institucional que garantizara la superioridad del primero frente a los segundos (más concretamente, respecto a sus resultados normativos, la superioridad de la constitución sobre la ley). Sólo será en el discurso del 2 termidor año III (para la referencia véase supra nota anterior) que Sieyes propondrá, como se señaló, la creación de un jurie constitutionnaire concebido como el mecanismo de defensa institucional de la constitución.

107 Robespierre parece utilizar las ideas rousseaunianas según las condiciones políticas del momento: En el debate del otoño de 1789 sobre el veto real, combate, con Sieyes, la idea de un llamado al pueblo más allá de la voluntad de los representantes. En agosto de 1791, cuando la Asamblea discute la revisión de la constitución, invoca a Rousseau y al Contrato Social para combatir a Thouret y a los feuillants quienes sostenían que el pueblo no podía ejercer sus poderes sino mediante la delegación. En la primavera de 1793, en el punto más fuerte del conflicto entre los Girondinos y los Montañeses, Robespierre se apoya en Rousseau para derribar la Gironde. Asimismo, algunas semanas más tarde, después de la eliminación de los Girondinos, defiende los derechos de la representación» (Manin, 1992: 468).

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entre las ideas de los dos autores. En varios puntos específicos las diferencias son notables. En primer lugar en lo referente a la teoría del mandato imperativo; mientras Rousseau creía que ésta era la única forma mediante la cual podía plantearse el principio de representación, Robespierre abogaba por la autonomía del representante respecto de los electores. Otra divergencia surgía respecto de la concepción que Robespiere tenía sobre la economía dirigida y el sistema de tasación y requisición que fueron características de su política durante la dictadura; en Rousseau, en cambio, no existe justificación para tales prácticas. Finalmente, mientras Robespiere justifica el estado de excepción como el origen del sistema constitucional —«El fin del gobierno constitucional es el de conservar la República; el del gobierno revolucionario, el de fundarla»109— Rousseau considera que la dictadura era un regreso al estado de naturaleza. 110.

4. EL CONTROL POLÍTICO DE LAS MAYORÍAS LEGISLATIVAS

Entre agosto y septiembre de 1789 se produjo en la Asamblea Nacional una intensa discusión sobre la participación del monarca en el proceso de elaboración de las leyes y más concretamente sobre la posibilidad de veto real. Inherente a este debate es la discusión sobre el control del legislador. 111 En términos actuales, se trataba de una discusión sobre el control de la constitucionalidad de las leyes. Este no fue, sin embargo, un debate sobre control judicial de la constitución – como tuvo lugar en los Estados Unidos - sino un debate sobre el control político de los legisladores, ejercido en este caso por el monarca como máxima autoridad del poder ejecutivo, con

108 Véase los discursos de Robespierre presentados más adelante: supra p. [...].

109 «Sur les principes du gouvernement révolutionnaire». (Informe presentado en nombre del Comité de Salvación Pública el 5 nivoso año II, 25 de diciembre de 1793). Véase supra p. [...].

110 Contrato Social, libro I, capítulo VII.

111 Para Jean Michelet, más allá del problema constitucional, la discusión sobre el veto real demostraba la pasividad de la Asamblea Nacional frente a la efervescencia y la intensidad de lo que ocurría durante aquellos meses en las calles de Paris. «Para París fue un golpe terrible cuando se supo que la Asamblea sólo se ocupaba de saber si reconocería al rey el derecho absoluto de impedir (veto absoluto), o el derecho de aplazar, suspender, dos años, cuatro años o seis años... cuatro años, seis años para unas personas que no sabían si vivirían el día siguiente». (Michelet, 1881: 58).

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el fin de asegurar el principio de separación de poderes establecido en la Constitución de 1791112. Dicho en otros términos, el control a la ley estaba dirigido a salvaguardar las prerrogativas del rey frente a los posibles abusos de la Asamblea Nacional. 113.

4.1.El veto real114

En el debate sobre el veto real surgieron tres posiciones: la primera de ellas fue defendida por los partidarios del veto indefinido o ilimitado. Sus voceros más connotados fueron los diputados monárquicos. 115 A pesar de que cada diputado tenía matices particulares, el argumento a favor del veto indefinido era compartido por todos ellos: la expresión de la voluntad general no era posible sino a través de la representación116; Si bien los representantes

112 Para Matteucci una de las constantes de las constituciones revolucionarias es que «los órganos llamados a ejercitar el control de constitucionalidad de una ley son siempre políticos y no judiciales [...]» (Matteucci, 1998: 247).

113 Blanco Valdés (1994: 191) sostiene que la preocupación esencial de este debate giraba en torno a la posibilidad de extralimitaciones por parte de los poderes del Estado, tanto del Rey como de la Asamblea.

114 Además del debate referente al veto real, tuvieron lugar otros dos importantes debates en la Asamblea Nacional: la abolición del régimen feudal y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Estos debates produjeron un reacondicionamiento de las fuerzas políticas sobre todo al interior del partido patriota. Allí aparecieron tendencias radicales y moderadas. Sobre la escisión al interior del partido patriota que dió lugar al enfrentamiento entre los monárquicos y los patriotas radicales (que son el origen de los Jacobinos), véase: Richet, 1992: 46 y 47; Furet y Richet, 1973: 92.

115 Entre ellos se destacaron el marquéz de Lally-Tollendal, Jean-Joseph Mounier, el vizconde de Mirabeau, Pierre Victor Malouet y el abate Jean Siffrein Maury Además de propugnar por un veto real indefinido los monárquicos eran defensores de la idea de división y equilibrio de poderes a la manera inglesa. Por ejemplo, el conde de Lally-Tollendal afirmaba que «[...] después del reestablecimiento del trono y de las dos cámaras del parlamento, y sobretodo después del pacto nacional que definió sus respectivos derechos, después de la revolución de 1688, ningún país ha gozado de una tranquilidad interior tan completa como de la que ha disfrutado Inglaterra». Archives Parlementaires, cit., t. VIII, p. 515. Esto explica que Pascale Pasquino utilice las expresiones «partido ingles» o «anglófilos» para referirse a ese grupo de diputados (1998: 198, n. 6).

116 Para el diputado monárquico Mounier «Todos los pueblos para ser libres y felices se han visto obligados a acordar su confianza a unos delegados, a constituir una fuerza pública para hacer respetar la leyes y a ponerla en las manos de uno o varios depositarios. […] Para no exponerse a decorar con el nombre de leyes unas decisiones dictadas por intereses particulares, es necesario que ellas no puedan ser establecidas sin la voluntad de una Asamblea de representantes libremente

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conformaban el órgano de representación de la voluntad general, dicho órgano no era la voluntad general misma117. Para ellos no existía identidad entre representantes y representados, lo cual traía consigo la posibilidad de concebir un distanciamiento entre el querer de los representantes y la voluntad general.118 El enorme poder político de la Asamblea, sostenían, podía dar al traste con el principio de separación de poderes y podía hacer que el gobierno monárquico fuese totalmente reducido o despojado de todo efecto práctico119. Para los monárquicos sólo había un camino que evitaba esta vía hacia la tiranía y consistía en que el rey tuviera un veto de carácter indefinido frente a los actos del legislador120

elegidos». Archives Parlementaires, cit., t. VIII, p. 555.

117 Esta idea está detrás de la reflexión del conde de Antraigues (1753-1812), cuando asegura que «Actuar por medio de sus representantes o actuar por si mismo, son cosas muy diferentes. Cuando el pueblo mismo hace la ley y cuando la hace ejecutar, hay unidad de opiniones y unidad de acción; está fuera de toda duda que el pueblo no hace ejecutar rigurosamente sino lo que libremente a querido, tanto como es seguro que lo que hará ejecutar será la voluntad general. Cuando el pueblo confía el poder legislativo a unos representantes su primer cuidado es el de asegurarse que jamás querrán sino lo que quiere la voluntad general. Para asegurase de que no querrán jamás sino lo que quiere la voluntad general, el pueblo toma ciertos medios para vigilarlos y ciertos medios para resistirles. El medio más poderoso y más útil para vigilarlos es el de confiar al poder ejecutivo la sanción real ». Archives Parlementaires, cit., t. VIII, p. 543-544.

118 La posibilidad de que se dé este distanciamiento la concibe el duque de La Rochefoucauld (1747-1827), cuando afirma que «cualesquiera que sean las ventajas de la legislación por representantes sobre la ejercida directamente por el pueblo, hay precauciones que sin embargo deben tomarse para que los delegados no puedan sustituir se voluntad particular a la voluntad de la nación; la más segura de estas precauciones es la frecuencia de las elecciones; pero ellas no pueden repetirse muy seguido, sobre todo en un gran estado; debo entonces añadir otras, y es esto lo que ha hecho nacer la idea de este equilibrio de poderes que ha encontrado tantos panegiristas ”. Archives Parlementaires, cit., t. VIII, p. 548.

119 La exposición del diputado Mounier es un ejemplo notorio de esta forma de pensar: «¿Pero cómo garantizar a su turno el poder ejecutivo de las empresas de los representantes? Sin duda, si enseguida los representantes llegaran a apoderarse de las prerrogativas del trono, el pueblo, pese a la libertad de elecciones gemiría bajo el peso de la tiranía. Cualquiera que sea la sabiduría de los que gobiernan cuando impunemente todo lo pueden, cuando no están sujetos a reglas precisas, sus pasiones los extravían y el mismo amor del bien público se hace la fuente los errores más funestos». Archives Parlementaires, cit., t. VIII, p. 558-559.

120 «¿Si el príncipe no tiene el veto, se preguntaba el conde de Mirabeau, quien impedirá a los representantes del pueblo prolongar y después eternizar su diputación? [...] ¿quién les impedirá apropiarse de la parte del poder ejecutivo que dispone de los empleos y de las gracias?». Archives Parlementaires, cit., t. VIII, p.

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La segunda posición en este debate negaba cualquier tipo de veto real, ya fuera indefinido o suspensivo. Ella fue defendida por Sieyes, seguido por muy pocos diputados121. Los argumentos de Sieyes derivaban de su teoría del poder y de la representación política. Según esta teoría, la Asamblea legislativa de representantes era el órgano central del poder, depositario de la voluntad nacional y libre de cualquier limitación por parte de los otros poderes constituidos122. Por consiguiente, era lógicamente inadmisible que el cuerpo legislativo fuera objeto de veto por parte del monarca123. Una cosa es afirmar la identidad entre representantes y representados o entre gobernantes y gobernados, hacia la cual tendía la visión radical partidaria de la democracia directa. Otra cosa distinta es identificar conceptualmente la Nación con el órgano estatal encargado de su representación tal y como lo hace Sieyès quien (como ya se ha indicado) parte de la diferenciación entre gobernantes y gobernados (infra p. [...]): «Soy consciente de que a fuerza de distinciones de una parte, y de confusiones de la otra, se ha llegado a considerar a la voluntad nacional como si pudiera ser otra cosa que la propia voluntad de los representantes de la Nación , como si la Nación pudiese hablar de otra manera que por medio de sus Representantes» ( Archives Parlementaires, cit., t. VIII, p. 593). Estas consideraciones de Sieyes se concentraban en dos principios: en

539.

121 Junto con Sieyès, solamente Delandine y Crénlère hicieron serios reparos al otorgamiento de un veto al monarca. Crénlère asume una posición un tanto ambigua, pues de un veto condicional advierte que es posible considerar un veto individual reconocido a cada ciudadano francés. Archives Parlementaires, cit., t. VIII, pp. 550 y 551.

122 En su intervención sobre la cuestión del veto real, Sieyès se preguntaba: «¿Esta voluntad dónde puede estar, dónde podemos reconocerla si no es en la misma Asamblea Nacional? No es compulsando los cuadernos particulares, si los hay, que descubrirá la voluntad de sus Comitentes. No se trata aquí de recontar un escrutinio democrático, sino proponer, escuchar, concertar, modificar su opinión , en fin, formar en común una voluntad común». Archives Parlementaires, cit., t. VIII, p. 595.

123 Delandine no basaba completamente sus críticas en la imposibilidad lógica de admitir un veto real en un modelo donde la Asamblea Nacional ocupa el lugar central, sino en el peligro práctico de que tal veto degenerara en interminables disputas entre los seguidores del parlamento y los del monarca. «Que el veto sea suspensivo o absoluto, pienso que no es menos peligroso. ¿Será absoluto? Desmontará el poder legislativo. ¿Será suspensivo ? Suscitará querellas, despertará el espíritu de facción, el rey se hará de partidarios de una sesión a la otra, tendremos los realistas y los anti-realistas». Archives Parlementaires, cit., t. VIII, p. 547.

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primer lugar, el carácter completo de la voluntad general, es decir, el hecho de que se trata de una voluntad que comprende a todas las voluntades individuales sin dejar ninguna por fuera, ni siquiera la del rey. En segundo lugar, la total identificación de la voluntad general con su expresión representativa (Gauchet, 1995: 62-63)

En el discurso pronunciado el 7 de septiembre de 1789 el abate Sieyés estableció una diferencia entre decisiones de la Asamblea que se refieren a la Constitución y decisiones que se refieren a la legislación. Las primeras eran normas encaminadas a modificar el equilibrio de los poderes públicos establecidos en la constitución; algo así como normas constitucionales que reformaban la constitución; mientras las segundas tenían el contenido de leyes ordinarias. Frente a los posibles abusos originados en la producción de normas del primer tipo Sieyes proponía controlar a los representantes del pueblo por medio de un llamamiento al constituyente primario; para el abuso ligado al segundo tipo de normas, proponía un control interno dentro del parlamento. Sin embargo, las opiniones de Sieyes no fueron aceptadas por las Asamblea y en su lugar triunfó la propuesta del veto real suspensivo.

La tercera propuesta fue la del veto suspensivo. Esta posición intermedia entre las dos anteriores fue apoyada por la mayoría de los diputados. En términos generales, muchos de los diputados que optaron por el veto suspensivo lo hicieron por razones pragmáticas en vista de que sus propias convicciones, bien a favor del veto indefinido o bien a favor de la exclusión del veto, no tenían mayores posibilidades de éxito al interior de la Asamblea. Sin embargo, había importantes desacuerdos al interior de la mayoría que apoyaba el veto suspensivo, desacuerdos que se originaron al momento de definir las consecuencias que dicho veto debería tener. Para un primer grupo de diputados el rey podría ejercer el veto contra un proyecto durante cierto periodo, después del cual, si la Asamblea insistía, tenía que ser irremediablemente sancionado por él y de esta manera convertirse en una ley. El periodo durante al cual el rey podía vetar o dejar de sancionar una ley variaba dependiendo del diputado: algunos consideraban que una legislatura era suficiente, mientras que otros llegaron a proponer varias legislaturas124. Un segundo grupo de

124 El diputado Jean-Baptiste Harmand (1751-1816) pensaba en dos legislaturas cuando propuso que «el rey tenga el derecho de sanción; que en caso de que negara la sanción, la materia será puesta una segunda vez bajo deliberación; y que, si la asamblea persiste, el soberano será obligado a decidir». Archives Parlementaires, cit., t. VIII, p. 580. Una opinión semejante tenía el diputado

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diputados fue partidario de que el veto diera lugar a una especie de «llamado al pueblo» (appel au peuple). Este llamado operaría para zanjar la discrepancia entre el rey y el legislador. El llamado al pueblo podía provocar la reunión de las Asambleas elementales (assemblées élémentaires) de carácter local125, o la convocatoria para que fueran directamente los electores (mediante una especie de referéndum) quienes dirimiesen el conflicto126, o la organización de unas nuevas elecciones de los miembros de la Asamblea Nacional. En este último caso, si la composición de la Asamblea se mantenía y el mismo proyecto era presentado al rey para su sanción, este último no tenía otra opción sino la de aceptar el proyecto y sancionarlo127.

Jacques Thouret (1746-1794), quien proponía también un veto suspensivo durante dos legislaturas, Archives Parlementaires, cit., t. VIII, p. 581.

125 El diputado Jean-Baptiste Salles (1759-1794) propuso que «se podría establecer que el monarca tendría el derecho de suspender un punto de la legislación que creyese perjudicial y requerir sobre sus motivos un nuevo examen. Añadiría el derecho de suspender una segunda vez y de llamar al pueblo para la próxima sesión. La ley reducida a sus más simples términos sería propuesta por un si o por un no a las Asambleas elementales y se encontraría definitivamente rechazada o admitida». Archives Parlementaires, cit., t. VIII, p. 534. Una opinión semejante tenía el diputado Jérôme Pétion de Villeneuve (1756-1794) quien consideraba que «las asambleas elementales podrán pronunciarse por medio de la formula más precisa si o no; si ellas lo prefieren por medio de ésta: adopto el impedimento o lo rechazo. Así, toda la nación dividida en grandes secciones se expresará sin pena». Archives Parlementaires, cit., t. VIII, p. 582.

126 El diputado Rabaut de Saint-Etienne (1743-1793) señalaba que para tomar precauciones contra los representantes sería posible «la idea de que el rey debe poder suspender la ejecución de una ley, [...] se trata, para decirlo mejor, de un llamado que él hace de los representantes de la nación a la nación misma» Archives Parlementaires, cit., t. VIII, p. 571. El diputado Pétion de Villeneuve que, como lo vimos, proponía el llamado a las Asambleas elementales, llegó a proponer también que «se podría aún tener el sufragio de cada votante; y aunque a primera vista pareciera inmensa esta operación, se simplifica al instante cuando pensamos que, en cada Asamblea elemental, redactaríamos fácilmente una lista particular y que el examen de estas listas daría un resultado general y cierto». Archives Parlementaires, cit., t. VIII, p. 582. Para el diputado Henri Baptiste Grégoire (1750-1831) «este veto suspensivo no es más que un llamado al pueblo, y el pueblo seguro de que podrá decidir definitivamente no se exasperará, mientras que el veto absoluto, al comprimir, al ahogar la libertad nacional bajo el sepulcro del despotismo, quizás conduzca a la insurrección». Archives Parlementaires, cit., t. VIII, p. 567.

127 Victor de Lameth (1760-1829) consideraba que el pueblo sólo podía dirimir un conflicto entre el legislador y el monarca por medio de unas nuevas elecciones. «El llamado al pueblo se hace indispensable, le da el tiempo de clarificarse, las pasiones se reducen y si los nuevos representantes exigen la misma ley, el rey es forzado a sancionarla». Archives Parlementaires, cit., t. VIII, p. 552. De la misma

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En principio se podría pensar que en este debate la posición radical —radical en el sentido de defensa tajante de la soberanía de la voluntad general— era la defendida por Sieyès, en la medida en que éste negaba categóricamente cualquier tipo de sanción o veto legislativo del monarca128. Sin embargo, la radicalidad de Sieyès no parece tan clara, sobre todo si se tiene en cuenta que la posición de buena parte de los defensores del veto suspensivo era la de apoyar el “llamado al pueblo”, lo cual tenía consecuencias más radicales que las derivadas de la posición de Sieyès. En efecto, el llamado al pueblo implicaba llevar la república a las calles de París en donde los miembros del partido de la montaña, apoyados por los sans-culottes tenían todas las posibilidades de vencer.

4.2.El “llamado al pueblo”

La propuesta del «llamado al pueblo» fue finalmente derrotada en los debates librados en la Asamblea. En la Constitución de 1791 se consagró el veto suspensivo con una duración de dos legislaturas129 —cada legislatura tendría una duración de dos años. Si la Asamblea insistía en la presentación del proyecto para su sanción, el rey no podría ya oponerse y debía sancionarlo130. Esta fórmula puede ser vista como una solución intermedia al interior de las tendencias que defendían el veto suspensivo. Era la opinión del parlamento la que finalmente se imponía, a pesar de que el rey hubiese podido ejercer el veto durante dos legislaturas. Así pues, ni negación total del veto,

forma, el duque de la Rochefoucauld, consideraba que era a través de una renovación de la legislatura como podía ser consultada la nación sobre un proyecto de ley vetado por el monarca. «Es preciso que el rey pueda negar su sanción y que el efecto de su negativa subsista hasta la renovación de la legislatura». Archives Parlementaires, cit., t. VIII, p. 549.

128 Así, para Blanco Valdés (1994: 191), la posición más radical, entre el grupo de los demócratas radicales, era la de Sieyès, mientras que los otros (el autor señala a Pétion, Barnave y Rabaut-Saint-Étienne) tendrían una posición moderada de apoyo al veto suspensivo.

129 Cfr. el título III, capítulo III, sección III de la Constitución de 1791. Artículo 6: «Los decretos sancionados por el rey, y los que le hayan sido presentados por tres legislaturas consecutivas, tienen fuerza de ley y llevarán el nombre y el título de leyes».

130 Articulo 1 (de la misma sección y capítulo): «Los decretos del cuerpo legislativo son presentados al rey, que puede negarles su consentimiento». Artículo 2: «En caso de que el rey niegue su consentimiento, esta negativa no será mas que suspensiva. Cuando las dos legislaturas que siguen a la que había presentado el decreto hayan sucesivamente presentado el mismo decreto en los mismos términos, el rey estará forzado a dar la sanción».

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pero tampoco llamado al pueblo. Se trata de una solución que al final va a redundar en la superioridad del cuerpo legislativo131.

Pero lo interesante de este debate no está tanto en la solución que finalmente se adoptó sino en la importancia que éste tuvo en la configuración de dos tendencias políticas que se disputarían el poder hasta la dictadura. Ambas tendencias se originaron en la opción que tomaron respecto de la tensión entre la soberanía y gobierno o dicho en otros términos entre soberanía y titularidad, problema al que aludimos antes cuando presentamos las diferencias entre Rousseau, Robespiere y Sieyes. La primera tendencia se fundó en las concepciones de Sieyes, quien remitía toda solución política a los representantes del pueblo en la Asamblea. La segunda fue defendida por los patriotas más radicales y contrarios a la representación de la soberanía; entre ellos Salle, Pétion, Beaumets, Rabaud de Saint-Étienne. La primera posición dio origen a los líderes políticos considerados como moderados, bien representada en los feuillants y los miembros de la gironda; la segunda representa el ala radical partidaria de las soluciones propias de la democracia directa y de las decisiones tomadas por aclamación popular en plaza pública, fervientemente defendidas por los montañeses y los sans-coulottes132. Es un gran enigma saber qué hubiese pasado en la Revolución si los moderados hubiesen triunfado y no hubiese existido ni Convención, ni dictadura.

Vencieron los radicales. Ellos fueron los protagonistas de la revolución del 10 de agosto 1792, de la dictadura del Comité de

131 En este mismo sentido, Marcel Gauchet considera que nos encontramos ante «la solución media del veto suspensivo» en tanto que el temor de ver a los representantes investidos de la plenitud de la voluntad general traicionar el dictamen de los representados será lo suficientemente fuerte como para que esta solución media del veto suspensivo sea tomada (Gauchet, 1995: 61).

132 Soboul (1987: 102) señala que la idea política esencial de los «sans-culottes» es la de la soberanía popular ejercida directamente. «La soberanía reside en el pueblo; de este principio se deriva todo el comportamiento político de los militantes populares; para ellos no se trata de una abstracción, sino de la realidad concreta del pueblo reunido en sus asambleas de secciones ejerciendo la totalidad de sus derechos». Entonces, para estos radicales sólo es posible el gobierno del pueblo en asamblea; es la idea de heteronimia jurídica según la cual nadie puede ser objeto de decisiones de otro. Ello permite ver que la democracia pura y la anarquía pura son dos extremos que llegarían a un mismo fin. Como consecuencia de esto, «del principio de la soberanía popular, impulsado confusamente por los sans-culottes hasta llegar a la teoría del Gobierno directo, se deriva una reivindicación esencial en materia legislativa que los militantes no cesaron de reclamar: la sanción de las leyes por el pueblo» (Soboul, 1987: 105).

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Salvación Pública y del Terror. Desde el punto de vista constitucional el triunfo radical trajo consigo la eliminación de todo tipo de control al legislativo y abrió las puertas al ejercicio de la democracia directa. La fórmula del llamado al pueblo reapareció con todo vigor. Los artículos 56 a 64 de la Constitución de 1793 regularon una especie de referéndum ciudadano que sería ejercido a través de las asambleas primarias, las cuales podrían oponerse al proyecto en un lapso de cuarenta días contados después del envío de tal proyecto desde el legislativo a tales asambleas133. Se trata entonces de un dispositivo político de control externo al legislador que pretendía ser una limitación ante las eventuales transgresiones (por cierto, muy remotas para los constituyentes del 73) que aquel pudiera cometer contra el orden constitucional. El pueblo estaba llamado a ejercer como «juez de constitucionalidad». Sin embargo, esta norma, como el resto de la Constitución de 1793, nunca se aplicó.

5. LA CONSTITUCIÓN DEL AÑO III (1975)

En términos generales, la Constitución de 1795, también llamada del año III de la Revolución, puede ser concebida como una reacción liberal contra la Convención y contra la constitución de 1793 (Chevallier, 1977: 87). Los constituyentes de 1795 no tenían la intención de romper con la revolución – a pesar de que se opusieron radicalmente a la constitución de 1793 - sino más bien de terminarla y de darle bases institucionales sólidas. (Conac, Gérard, p. 218). Boissy d´Anglas fue uno de sus inspiradores más sobresalientes y quien fue nombrado vocero del proyecto ante la convención.

Retomando la influencia de Montesquieu de los primeros años de la revolución, la Constitución del año III abandona el modelo de supremacía del órgano legislativo —y, en consecuencia, el de supremacía de la ley — que caracterizaba a la Constitución de 1793. Al poder ejecutivo se le otorga un poder de veto. Adicionalmente, los constituyentes de 1795 incorporaron en la constitución mecanismos

133 El artículo 56 obligaba al Cuerpo legislativo a realizar un informe sobre el proyecto de ley. El artículo 57 no permitía ni la discusión ni un acuerdo provisional sino quince días después del informe. El artículo 58 ordenaba enviar el proyecto a todos los municipios para que —según el artículo 59— «cuarenta días después del envío de la propuesta, si en la mitad de los departamentos más uno, la décima parte de las asambleas primarias de cada uno de ellos, regularmente constituidas, no ha presentado reclamación...» el proyecto sea aceptado y se convierta en ley. Finalmente, el artículo 60 prevé la convocación de las asambleas primarias en caso de reclamación.

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de control interno en el poder legislativo, a partir de la división funcional del parlamento en dos cámaras: el Consejo de los Quinientos y el Consejo de los Ancianos134. De esta forma, se establece una especie de veto suspensivo interno entre una y otra cámara (Blanco Valdés, 1994: 213) en el que el Consejo de los Ancianos podía negar que un proyecto, concebido por el Consejo de los Quinientos (ya fuera primero por razones de forma135 o, posteriormente, por razones de fondo136), llegase a ser una ley vigente137. Este veto impedía que el proyecto de ley rechazado pudiese volver a ser presentado por el Consejo de los Quinientos antes de transcurrido un año (artículo 99). En la misma línea de estas restricciones, la nueva constitución consagró un tipo de voto censitario aún más restrictivo que el que había sido consagrado por la constitución de 1793138.

Un interesante debate se produjo al interior de la Asamblea Constituyente ante la propuesta hecha por Sieyes, contra el proyecto de la comisión de redacción – de la cual no había querido ser parte – de crear un mecanismo de jurisdicción constitucional. Se trataba de un jurado encargado de “juzgar las reclamaciones contra toda norma contraria a la constitución”. Para ese momento Sieyes había comprendido que darle al pueblo la posibilidad de juzgar aquello que

134 Artículo 44: «El Cuerpo legislativo está compuesto de un Consejo de los Ancianos y de un Consejo de los Quinientos». Véase infla p. [...].

135 Artículo 97: «La negativa de adoptar por causa de omisión de las formas indicadas en el artículo 77 será expresada mediante esta fórmula, firmada por el presidente y los secretarios: La Constitución anula...».

136 Artículo 98: «La negativa de adoptar el fondo de la ley propuesta será expresada por esta fórmula, firmada por el presidente y los secretarios: El consejo de los ancianos no puede adoptar...».

137 La idea de control interno entre las dos Cámaras del parlamento es expresada rotundamente por Boissy d’Anglas: «El Consejo de los Quinientos, compuesto de miembros más jóvenes, propondrá los decretos que crea útiles, y se constituirá en el pensamiento y, por decirlo así, en la imaginación de la República; el Consejo de los Ancianos constituirá la razón; no tendrá otra función que examinar con sabiduría cuáles serán las leyes a admitir y a rechazar, sin poder jamás realizar proposiciones». Moniteur Universel, 7 thermidor- 2 fructidor an III, t. XXV p. 88.

138 Los artículos 8 a 43 de la Constitución de 1795 establecían un fuerte sistema de voto censitario e indirecto en el cual, para ser elector, había que pagar un impuesto o haber desarrollado una campaña. Los electores de segundo grado debían recibir ingresos considerables. En cuanto a las condiciones de elegibilidad, se preveía una edad mínima parar los miembros del Consejo de los Quinientos (30 años) y para los del Consejo de los ancianos (40 años). Cfr. artículos 74 y 83 respectivamente.

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era contrario a los derechos del hombre, era más propio de una lógica revolucionaria que institucional. Finalmente, el proyecto de Sieyes fue rechazado. Los termidorianos estaban más preocupados por la estabilidad política que por el respeto del derecho. La clase política – dice Gérard Conac p. 274 – se sentía demasiado amenazada, tanto desde la derecha como desde la izquierda, como para limitar a priori su margen de maniobra.

6. EL GOBIERNO REVOLUCIONARIO Y LA EXCEPCIÓN CONSTITUCIONAL

La justificación de la excepción constitucional fue expuesta por Robespiere en su célebre discurso del 5 Nivoso del año II (25 de diciembre de 1793) titulado Sobre los principios del gobierno revolucionario. Allí, el “incorruptible” empieza por decir que la teoría del gobierno revolucionario está por ser inventada. Ni en los libros, ni en las leyes, ni en los escritos de los tiranos puede encontrarse una teoría semejante. Acto seguido explica los rasgos esenciales del gobierno revolucionario, el cual, sostiene, está destinado a “dirigir las fuerzas morales y físicas de la nación hacia el fin de su institucionalización”. Es por eso que este gobierno se diferencia del gobierno constitucional. Mientras este último tiene como fin, “conservar la República”, aquél tiene como propósito fundarla. “La Revolución es la guerra de la libertad contra sus enemigos”. Por eso la legalidad del gobierno revolucionario es supra-constitucional. La Constitución, “es el régimen de la libertad victoriosa y apacible”. Mientras el gobierno constitucional se ocupa de la libertad civil, el revolucionario se ocupa de la libertad pública. En el primero, los individuos sólo requieren protección contra los abusos del Estado, en el segundo, en cambio, el poder público – el Estado – está obligado a defenderse contra “todas las facciones que lo atacan”.

Quienes, valiéndose de ideas constitucionales válidas para tiempos de paz ponen en duda estas verdades propias de los tiempos de la guerra, son enemigos de la república y quieren confundir - sometiendo la paz y la guerra, la salud y la enfermedad, al mismo régimen – con el objeto de resucitar la tiranía y la muerte de la patria. Por eso el gobierno revolucionario hace la diferencia entre los buenos ciudadanos, a los cuales debe protección y los demás a los cuales no debe sino la muerte. El fundamento de esta diferencia va mucho más allá del cumplimiento de la ley. El buen ciudadano es ante todo un individuo virtuoso que entrega su vida por la República. Un par de meses más tarde el incorruptible escribiría lo siguiente: «el resorte

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del gobierno popular en revolución es la virtud y el terror: la virtud sin la cual el terror es funesto, el terror sin el cual la virtud es impotente…El gobierno de la Revolución es el despotismo de la libertad contra la tiranía».

Este lenguaje exacerbado no es simplemente una expresión de la violencia del terror; es también su cuna, su germen. Tene razón Fernando Savater cuando dice que “echar más palabras a la guerra no es como lanzar aceite al agua tormentosa sino como echar leña al fuego” (prologo a Fernando Savater al libro de Hernando Valencia Villa La justicia de las Armas, Bogotá: TM-IEPRI1993)

IV. COMENTARIOS FINALES.

En un sentido amplio la Revolución Francesa comprende un período de poco menos de quince años que van desde julio de 1789 hasta la coronación de Napoleón como emperador en Mayo de 1804. Sin embargo, en un sentido más estricto, la Revolución se llevó a cabo en sólo cinco años, desde su inicio hasta la muerte de Robespierre. Los acontecimientos claves de la gran trama política y constitucional de la Revolución están ya presentes en estos cinco años desenfrenados que han fascinado a los historiadores y estudiosos de las ideas políticas quizás por la manera casi misteriosa como en ellos confluyeron lo sublime con lo violento, lo racional con lo pasional, lo virtuoso con lo ruin.

Es difícil hacer una evaluación de la Revolución Francesa y del impacto que tuvo en el constitucionalismo moderno, dada la complejidad y muchas veces ambivalencia de los hechos que la componen. La Revolución tuvo grandes logros pero también sufrió grandes fracasos. Pero todos los interpretes de este evento coinciden en señalar que su trascendencia y e importancia para la cultura política y social del occidente contemporáneo. 139

Los logros son bastante conocidos y ellos le han merecido reconocimiento e impacto casi universal a lo largo de más de dos siglos de historia. El primero y más evidente de ellos es el de haber derrocado el Estado nobiliario. No es frecuente que un pueblo subyugado y pobre, no obstante tener la justicia de su lado, sea capaz de llevar a cabo una revolución política y social contra gobernantes casi omnipotentes como eran los reyes absolutistas en la

139 Según Nisbet la Revolución Francesa es el acontecimiento más importante de la historia de Europa después de la caída de Roma (NIsbet : 1966 p. 50).

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Francia de los siglos XVII y XVIII. Pero no sólo la monarquía se vino abajo, también la iglesia y con ellos se derrumbó toda una concepción del mundo fundada en la religión y el respeto de los poderes tradicionales.

En segundo lugar y ligado a lo anterior, la Revolución consiguió inculcar una nueva concepción del mundo, y del lugar de la sociedad y de los individuos en ese mundo. Una revolución no sólo necesita sustituir físicamente a sus antiguos gobernantes; también tiene que inculcar una nueva cultura política en los nuevos gobernantes y en la sociedad en general. La Revolución consiguió esto último al imponer no sólo una secularización del poder político sino una nueva ideología de la igualdad de todos los individuos frente a la ley y al Estado. 140 El ideal del ciudadano entendido no simplemente como un miembro del cuerpo social sino como un individuo virtuoso, que contribuye a consolidar lo público como parte de su propia vida en sociedad, es un ideal sembrado y desarrollado por la Revolución.

En tercer lugar, la Revolución hizo despertar en los pueblos oprimidos alrededor del mundo la ilusión de que su destino no estaba irremediablemente escrito y de que su voluntad política podía ser la fuente de un mundo distinto y seguramente mejor. El poder de la voluntad política popular, en contra de una visión determinista de los hechos históricos, es uno de los mayores aportes de la Revolución. Esta concepción voluntarista está íntimamente libada a una concepción racionalista de la civilización, según la cual la razón es la fuente de inspiración para crear una sociedad justa y libre. En este sentido, la educación pública y la ciencia son los medios para convertir a los individuos en ciudadanos y para liberarlos de las cadenas de la ignorancia y los prejuicios.

En cuarto lugar, la Revolución – sobre todo con Napoleón – logró consolidar un estado fuerte y claramente diferenciado de la sociedad civil.141 Un estado capaz de sobreponerse a los diferentes intereses

140 La Revolución se opuso a todo tipo de jerarquización social y de desigualdad entre los ciudadanos. Por esa vía llegó incluso a cuestionar la estructura patriarcal de la familia. Tanto la iglesia como la familia fueron re-concebidas como entes destinados a servir a la revolución.

141 Según Theda Skocpol cristalizar o institucionalizar ese “Estado real”, en el proceso de terminar y consolidar la Revolución, no sólo fue la tarea más importante realizada por Napoleón, sino su más importante y duradero logro”Skocpol, T. (1979). States and Social Revolutions. Cambridge, Cambridge University Press.

p.202. Logro que, por lo demás, siempre ha sido reivindicado por los gobiernos más democráticos de Francia desde entonces.

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políticos, económicos y religiosos que operaban al interior de esa sociedad. Crear ese aparato burocrático, coherente, regularizado e independiente del poder político y de la sociedad fue también un logro constitucional de gran importancia. Por lo menos eso era lo que pensaba Hegel, quien veía que Francia tenía lo que le faltaba a Alemania: un Estado. Y Hegel no fue el único; a finales del siglo XIX George Jellinek y Carré de Malberg crearon toda una teoría constitucional fundada en la idea de soberanía estatal que tuvo gran influencia no sólo en Francia y Alemania sino en América Latina142. La idea de soberanía estatal – y de supremacía de la ley - fue, además, la fórmula constitucional franco-alemana – como lo fue la democracia madisoniana en los Estados Unidos – destinada a conciliar la presencia política del pueblo – necesaria pero incontrolable por sí sola – con la necesidad de mantener unas instituciones relativamente autónomas de los avatares de la política.

El quinto lugar la Revolución tuvo el mérito de experimentar y explorar el poder democrático hasta sus límites más extremos. De allí surgieron no sólo acontecimientos dramáticos, e incluso calamitosos, sino también el conocimiento necesario para encontrar el equilibrio institucional que mejor garantizara la realización de los ideales revolucionarios. Durante el siglo XIX el pensamiento de la Revolución abandonó la ilusión radical de la soberanía popular, acogió la tradición Anglo-alemana del gobierno de las leyes, instauró un sistema de democracia representativa - cercano a lo que Sieyes había propuesto en el año II de la Revolución – e inició un largo y lento recorrido hacia la consolidación del control de constitucionalidad.

En suma, la revolución, con sus fracasos y sus contratiempos acumuló la experiencia y el saber que se requerían para dilucidar esa delicada negociación que todo sistema constitucional debe llevar a cabo entre los ideales y sus posibilidades.

Pero la Revolución también tuvo grandes reveces; reveces que dieron razones a sus enemigos para despotricar de lo que allí había sucedido y para condenar ese y otro muchos intentos de democracia popular.

El primero de todos es el de no haber podido consolidar la revolución triunfante de 1789. El Tercer Estado fue capaz de hacer la revolución pero fue incapaz de gobernarla. Ello se debió, como ya

142 Al respecto véase Fioravanti, M. (2001). Constitución: de la antigüedad a nuestros días. Madrid, Trotta.

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explicamos, a las grandes tensiones engendradas en su interior; tensiones sociales y políticas que no pudieron ser resueltas o controladas como lo fueron en Inglaterra o en los Estados Unidos. Quizás estas contradicciones internas fueron más fuertes en Francia que en Inglaterra o en Estados Unidos, pero quizás también los líderes de la Revolución Francesa tuvieron menos talento para los asuntos del gobierno y menos consideración por los debates propios del diseño institucional. Así por ejemplo, esto respondía Brissot a un amigo que sostenía que el cambio debía estar fundado en la práctica: “usted tiene una idea muy pobre de mi pensamiento si piensa que yo prefiero aceptar la practica cotidiana la cual conozco demasiado bien. Por monstruosas que puedan ser las actuales teorías ellas nunca podrán igualar a la práctica en su absurdidad y atrocidad”.143

En segundo lugar, a la revolución no se le perdona la época del terror y el hecho de haber pasado por la guillotina a tanta gente inocente, entre ellos muchos de los primeros líderes iluminados que iniciaron el gran evento revolucionario en la primavera de 1789. La revolución Francesa fue pues incapaz de erradicar el gobierno despótico. No deja de ser una paradoja que los ideales igualitaristas y democráticos de la Revolución hayan terminado con Napoleón, en nombre de la revolución misma. En este fracaso contó mucho la reducción del absolutismo a la monarquía y la incapacidad para detectar amenazas contra-democráticas por fuera de los ámbitos de poder nobiliario. Pero sobre todo influyó el idealismo revolucionario: esa pulsión demoníaca que se agazapa detrás de los ideales políticos maximalistas. Una de las grandes lecciones constitucionales que se derivan de los eventos revolucionarios que se iniciaron en Paris en 1789, es la de los peligros de aquello que Tocqueville llamaba el idealismo político. Desde entonces sabemos que, en materia política y constitucional lo mejor es enemigo de lo bueno. Lo bueno sólo es lo mejor posible. Este énfasis en lo posible, es decir en la exploración experimental de la adecuación de los ideales a la práctica, es la clave del éxito de los regímenes constitucionales. La filosofía pragmatista refleja bien esta idea: las verdades no son las mejores construcciones conceptuales sino las ideas que dan lugar a las mejores experiencias.

143 Citado por Michael Mann Op cit p. 183. Esta vena ideológica, literaria y teórica – explica Michael Mann - había sido influenciada por una especia de moral paternalista originada en la Iglesia católica y en aquel entonces transplantada por la Ilustración Mann, M. (1993). The Source of Social Power. Cambridge, Cambridge University Press.

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En tercer lugar, y quizás más importante para nuestros propósitos, la revolución fue incapaz de instaurar un sistema de protección de derechos individuales y ello debido no sólo a que sus constituciones y sus declaraciones de derechos prácticamente nunca fueron aplicadas, sino también a la politización extrema del discurso sobre los derechos durante el período revolucionario. Dicha politización condujo a una subordinación casi total de los derechos a los gobiernos y a los funcionarios públicos. “El ciudadano absorbió al hombre” dice Habermas refiriéndose a este hecho. En claro contraste con la tradición del rule of law, según la cual la democracia presupone libertad y constitución, los revolucionarios franceses invirtieron este postulado de tal manera que la libertad presuponía soberanía y voluntad popular, lo cual se manifestaba en el acto constituyente y en el derecho144. Bajo este presupuesto, la definición del derecho, su administración y su interpretación fueron un asunto institucional del cual el ciudadano común estuvo totalmente excluido. 145

Los acontecimientos de la revolución han dado lugar a debates interminables sobre su verdadera explicación y sentido. Uno de estos debates ha sido el relativo a su carácter clasista o no. Jaures y Lefevre sostienen que el conflicto esencial fue un conflicto de clases sociales. Esta posición ha desencadenado dos interpretaciones opuestas. En primer lugar, aquella defendida por autores tales como Behrens y Skocpol según la cual la revolución fue desencadenada por una crisis institucional y especialmente fiscal. En segundo lugar,

144 “En vista de la multiplicidad difusa del concepto de democracia —dice Martín Kriele (1980: 326)— es ciertamente cuestión de estipulación definitoria afirmar, como lo haremos, que la democracia presupone libertad y, por tanto, el Estado constitucional”.

145 Roberto Da Marta ha ilustrado algunas de estas ideas a través de la politización que el concepto de ciudadanía tuvo en las revoluciones de América del Sur en contraste con la revolución norteamericana. Por la primera década del siglo XIX, cuando el movimiento de independencia contra España y Portugal empezó a dar sus frutos en toda América Latina, la noción de “ciudadano” traía connotaciones revolucionarias de libertad y emancipación social. Un proceso similar había ocurrido en Estados Unidos tres décadas antes. Sin embargo, mientras allí se consideraba que la ciudadanía estaba asociada con la defensa de derechos, particularmente con los civiles, en América Latina la ciudadanía tenía, o bien un significado político abstracto diseñado para crear una identidad legal artificial necesitada para conducir la revolución, o bien un significado legal muy concreto atado a la imposición de contribuciones, alistamiento, u otro tipo de deberes legales. El estatus y las conexiones sociales (esto es, el capital social y económico) fueron –y aún son con frecuencia— una fuente más importante de poder y protección que el derecho (Da Matta 1987).

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aquella defendida por autores como Furet, Sewell, Agulhon y Hant los cuales consideran que la revolución fue ocasionada por un conflicto ideológico en el cual jugaron un papel fundamental las emociones y los símbolos. Si bien este no es un tema central para este capítulo, aquí hemos supuesto que los elementos centrales de estas tres interpretaciones – clase, estado e ideología – contribuyen a la explicación de lo sucedido. Ni las tensiones clasistas al interior del tercer estado, ni la ideología montañarda ni la crisis institucional de 1793 son suficientes para explicar el fracaso de Robespiere y de su grupo político. Los tres elementos se encadenan en una relación de incidencia recíproca cuya dinámica interna y relaciones de causalidad son complejas y difíciles de determinar de manera precisa. Las reivindicaciones económicas - el odio contra los ricos - y el espíritu de clase jugaron un papel importante en la revolución. Pero todo ello estuvo moldeado no sólo por el imaginario ideológico y las pasiones políticas que compartían líderes ubicados en diferentes clases, sino por la existencia de un aparato burocrático, que venía desde el antiguo régimen, y que gozaba de cierta autonomía frente a los actores políticos y sociales.

Más importante para nosotros es el alcance del debate constitucional. En términos constitucionales el encanto de la revolución radica en la manera como la Revolución puso de presente la paradoja de un pueblo que al buscar la perfección de los ideales democráticos se estrelló con la tiranía, ella misma instaurada en nombre de aquellos ideales. La revolución descubrió como ningún otro evento político lo había hecho antes, esa endemoniada relación que existe entre lo mejor y lo posible entre las ideas perfectas y las ideas viables.

Por eso la tiranía revolucionaria que instauraron Robespiere y sus amigos es juzgada hoy con cierta indulgencia. Como si la parte de fatalidad hubiese sido tanta como la de responsabilidad. Una cosa es el despotismo que resulta de las acciones truculentas de los tiranos y otro es el despotismo que se engendra en el fundamentalismo democrático. Ninguno de los dos es justificable, desde luego, pero el segundo parece obtener cierta clemencia originada en la intención noble de sus actores y en el drama de sus vidas atrapadas por ilusiones que siendo divinas resultan malignas.

Sea lo que fuere del juicio moral de los líderes de la Revolución, el hecho es que el fracaso parcial de la Revolución no oculta su legado monumental. Al respecto dice Marcel Gauchez: « Ce que la

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Révolution Française a perdu en tant que modèle, elle l’a gagné en tant que problème. Plus elle s’éloigne comme source d’inspiration, plus elle s’impose comme passage obligé pour la compréhension de notre univers politique. Mieux elle nous apparaît, avec le recul, dans sa dimension d’échec, mieux nous mesurons les impasses de la tradition qu’elle a engendrée, plus elle devient un repère indispensable pour penser le fait démocratique dans son déploiement sur deux siècles » (1995 : 7).

Más aún, es en este mismo fracaso que el constitucionalismo ha encontrado una lección inobjetable: la necesidad de pensar en – y de luchar por - los ideales democráticos y revolucionarios en los términos menudos del diseño institucional, el cual se impone luego de analizar el contexto político, social y económico en el cual dichos ideales, en conjunto y no de manera aislada, intentan realizarse, de manera fatalmente parcial, es cierto pero al menos posible. Dicho de manera sintética: cuando de democracia o de liberalismo se trata no sólo no basta con tener buenas ideas al respecto sino que es ante todo necesario pensar en las instituciones que, a través de una especie de negociación entre ideales y posibilidades, permitirán su realización a la vez limitada y efectiva.

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