Mi Vida Subterranea

193
XXVII. Isabel Casteret (Primera mujer exploradora . de simas) 233 XXVIII. La "Henrie Morte" 239 XXIX. Tras las huellas del hombre de las cavernas en la gruta de Aldéne 255 XXX. Las grutas heladas del Marbore . . . . 263 XXXI. La Peña de San Martín 267 XXXII. Dos grutas "Decoradas": Barrabaou y Tibian . 283 XXXIII. La Cigalére de las cincuenta y dos cascadas . 293 XXXIV. En las simas del macizo de Arbas .... 299 XXXV. Historias sombrías 323 XXXVI. Explorador 349 XXXVII. Escritor y conferenciante 361 XXXVIII. La espiritualidad de las cavernas . . . . 371

Transcript of Mi Vida Subterranea

Page 1: Mi Vida Subterranea

XXVII. Isabel Casteret (Primera mujer exploradora. de simas) 233

XXVIII. La "Henrie Morte" 239XXIX. Tras las huellas del hombre de las cavernas

en la gruta de Aldéne 255XXX. Las grutas heladas del Marbore . . . . 263

XXXI. La Peña de San Martín 267XXXII. Dos grutas "Decoradas": Barrabaou y Tibian . 283

XXXIII. La Cigalére de las cincuenta y dos cascadas . 293XXXIV. En las simas del macizo de Arbas . . . . 299XXXV. Historias sombrías 323

XXXVI. Explorador 349XXXVII. Escritor y conferenciante 361

XXXVIII. La espiritualidad de las cavernas . . . . 371

Page 2: Mi Vida Subterranea

MI VIDA SUBTERRÁNEA

Page 3: Mi Vida Subterranea

NORBERT CASTERET

MI VIDASUBTERRÁNEA

EDITORIAL BRUGUERA, S. A.Barcelona-Buenos Aires-Bogotá

Page 4: Mi Vida Subterranea

TÍTULO ORIGINAL:

MA VIE SOUTERRAINE

TRADUCCIÓN DE

CONCHA BORRAS

INTRODUCCIÓN

1." EDICIÓN: ENERO •> 1962

IMPRESO EN BSPAÑA • PRINTBD IN SPAIN

DEPOSITO LEGAL B 16.363 - 1961

5) EDITORIAL BRÜGITERA, S. A. - 1968

SOBRE TODOS LOS PAÍSES DE HABLA ESPAÑOLA

IMPRESO EN LOS TALLBBES «¿PICOS DEEDITORIAL BRUGUERA, S. A.MORA. LA NUEVA, 2 - BARCELONA - 1962

N. R. 6942/61

El presente libro me ha sido inspirado por diversas con-sideraciones, aunque quizá la principal es la respuesta a unadoble pregunta que se me hace frecuentemente: «¿A qué edadempezó usted a interesarse por las grutas, y qué es lo quele ha atraído de ellas?»

Indudablemente otras muchas razones, más o menos cons-cientes, me hacen tomar la pluma hoy para «volverme haciael pasado» y rememorar tantas cosas. En una palabra, paraincitarme a escribir mis memorias de espeleólogo.

Acaso al hacerlo tenga yo la preocupación de justificar, deexcusar una pasión (¡tic lia sido exclusiva e imperiosa. O serápara conformarme a una ley, a una cierta evolución que hacedecir graciosamente a los ingleses aquello de «antes de lachochez, las memorias». O quizá es simplemente el deseode recoger de una vez medio siglo de aventuras...

«Memorias de un espeleólogo», esto basta, y pensamos queal lector poco le importa saber otros detalles sobre mi exis-tencia, comenzada en 1897 en un pequeño pueblo del AltoCarona, a medio camino entre Toulouse y Bagnéres-de-Lu-chpn.

Fue en Saint-Martory donde nací, y donde viví hasta lossiete años, y allí recibí la gracia, quiero decir allí empezó—muy pronto en verdad— mi pasión por las cavernas. Unúltimo inciso y una última precaución antes de comenzara disertar sobre mi persona a lo largo de algunos centena-res de páginas. Séanos, pues, permitido —ya que nos senti-mos verdaderamente molestos al situarnos en el centro deltema con esta insistencia incómoda— reproducir, a manerade excusa, aquello que escribió Stendhal en sus Recuerdosde Egotismo: «Estoy completamente convencido de que el

Page 5: Mi Vida Subterranea

único antidolo que pueda hacer olvidar los eternos yo queel autor va a escribir, es una perfecta sinceridad».

¿Quiere saberse por qué y cómo se llega a ser espeleó-logo, o por lo menos, cómo he sentido yo desde muy jovenesta llamada de las tinieblas, esta atracción por las caver-nas y sus misterios? Esto pasaba a principios de siglo. «Elsiglo tenia dos años», escribió Víctor Hugo, pero nosotrotvamos a hablar del siglo siguiente, del xx, de nuestro siglo.

Fue, pues, en 1902 cuando visité mi primera gruía. Y de-cimos bien visita, no exploración, ya que por precoz quehaya podido ser mi vocación, ¡no quisiera insinuar que miscampañas subterráneas se remontan a la edad de cinco años!

NACIMIENTO DE UNA VOCACIÓN:LA CUEVA DE BACURAN

Fue con ocasión de un «peak-neak» familiar (según laortografía inglesa, de moda por aquel entonces), digamosde un almuerzo campestre en las gargantas de la Save, cer-canas a Boulognc-sur-Gcsse, cuando me iba a ser concedidoel entrar bajo tierra por vez primera. Después de la comidadejamos allí al cochero, el caballo y la calesa que nos habíanrondín i i lu a aquel lugar, y subimos a pie hasta la entradado una curva, llamada de Manirán; no lejos de allí se encon-traba una granja, la única en los alrededores.

Eramos una docena en total: mi padre, mi madre y mihermano mayor, un tío, una tía y algunos primos nuestros.Se agregó a nosotros el joven que fuimos a buscar a la gran-ja vecina para que nos sirviera de guía y portaantorchas. Lavisita a esta caverna, sin interés alguno por otra parte, re-sultó muy animada, llena de exclamaciones entrecortadas eincidentes graciosos, dentro de esa atmósfera especial deexcitación propia de la familia en vacaciones, libre en mediode la Naturaleza, en un ambiente no habitual, donde todoresulta motivo de sorpresa y bromas. Esta visita hubierapodido no interesarme en absoluto, y no dejarme otro re-cuerdo que el de una tarde pasada alegremente: simple-mente el recuerdo de un día en que la familia entera habíahecho novillos.

Sin embargo, la gruta de Bacurán me causó una impresiónprofunda y duradera. La novedad del lugar, la revelación dela existencia de un mundo que no había nunca imaginado:el mundo subterráneo; el alumbrado primitivo a base de

Page 6: Mi Vida Subterranea

antorchas me admiró y me cautivó. Las antorchas de pajaque el campesino iba encendiendo de vez en cuando ilumi-naban furtivamente las bóvedas retorcidas y amenazadoras,enmascarándolas en seguida con un humo acre y espeso. Todoresultaba una decoración lo bastante extraña y solemne paraque las conversaciones, las risas y exclamaciones a mi alre-dedor, no consiguieran despoetizar y destruir el sentimientode admiración y respeto, de casi fervor, que nacía en mí.Recuerdo que iba andando cogido fuertemente de la manode mi madre, y que estaba vivamente impresionado.

Tras encender la última antorcha de paja, llegamos aun punto de la caverna, en el momento de dar media vueltapara marcharnos ya, donde alguien, mostrando con su brazoextendido las perspectivas imprecisas y misteriosas de aquelvestíbulo natural, dijo con una voz que oigo todavía: «Allí,abajo, están las tinieblas eternas»...

En esta ocasión no se oyeron risas, y estas palabras, quemarcaron el final de nuestra visita, resonaron en un silenciorecogido, en el que, a pesar de mi corta edad, sentí unaemoción profunda, como un mensaje misterioso. La llamadadel silencio y de las tinieblas acababa de marcarme parasiempre, predestinándome a mi carrera de explorador subte-rráneo. Todo esto fue naturalmente muy vago e impreciso,pero mis ojos agrandados por la emoción contemplaban ávi-damente aquellas «tinieblas eternas». La pasión quedaría la-tente por el momento, quizá durante años; pero había nacidoallí y ya no me dejaría nunca más, en espera de la ocasiónpara «resurgir», para manifestarse y desarrollarse. Fue así,a la edad de cinco años, en el fondo de la gruta de Bacurandonde me convertí en espeleólogo.

8

LAS CUEVAS DE ESCALEREY EL CARONA

El pequeño demonio de la aventura durmió en mí desdela edad de cinco años hasta cumplidos los once. Duranteeste período —quizá el más bello de mi existencia— no tuveocasión de volver a entrar en una cueva. Pero repentina-mente me sentí como poseído por él; la pasión que habíapenetrado en mí y madurado escondida lentamente, estallócon furia, y ya nunca más iba a desmentirse o atenuarse.Fui completamente embrujado y arrastrado bajo tierra.

¿Por qué y cómo? Todo esto requiere algunas explica-ciones.

He dicho ya que Saint-Martory, lugar principal del cantóndel Alto Carona, es mi pueblo natal. Fue allí donde pasé miinfancia, y donde he crecido entre dos polos de atracciónirresistible: el Carona y las cuevas de Escalére.

Hablemos primero del Carona, en el que mis padres mebañaron cuando era yo todavía un «niño de pecho». Sé quese indignó el ama cuando me arrancaron de sus brazos paraeste baño precoz, y bastante frío, puesto que el río, allí ensu curso alto, es todavía torrentoso y lleva frecuentementeagua de nieve.

El Carona, del que yo debía más tarde descubrir su ver-dadera fuente en la vertiente meridional de los Pirineos,en el macizo de la Maladeta, ha ejercido una influencia muyviva y duradera en mi joven imaginación, y ha jugado enmi vida un papel preponderante. Sin los ejercicios de nata-ción, de salto e inmersión, que yo aprendí y practiqué allídesde tan pequeño, no hubiera podido estar lo suficiente-mente preparado para la exploración de las corrientes subte-

Page 7: Mi Vida Subterranea

rráneas, ni para los descensos a las simas bajo las glacialescascadas. Además, esta vecindad, esta verdadera simbiosisen la que yo vivía con el Carona (he pasadb días enteros ensus orillas, pescando, soñando, o nadando y remando enesquifes); esta pasión por el Carona ha sido para mí unaincesante fuente de evocaciones y de evasiones siempre nue-vas, hacia regiones desconocidas y lejanas, que me atraíany me han seguido atrayendo extraordinariamente toda lavida.

Mirando sus aguas fluyentes y cambiantes, cuyo mur-mullo continuo acunó mis primeros años, ¡cuántas veces heevocado e imaginado los paisajes que este río atravesaba,que tanto tiempo he creído —y creo todavía— los más bellosde la tierra! Escuchaba con avidez todo lo que me contabande él. El Carona, primer arroyuelo salvaje salido de losglaciares, después torrente impetuoso procedente de España,de más allá de los Pirineos, que se ven como una muralladesde Saint-Martory. Detrás de esta cordillera franco-espa-ñola había, según afirmaban, otras montañas todavía másaltas, con glaciares, rebecos, osos y águilas. El río venía deallí, de aquellas regiones fabulosas a mis ojos, y penetrabaen Francia por un desfiladero abrupto y estrecho: el Pasodel Lobo (Passus Lupi añadían en latín, lo que naturalmentetodavía me impresionaba más).

Sus aguas límpidas —que arrastraban oro, según me ase-guraban— pasaban rápidas y presurosas bajo los arcos delpuente que databa del reinado de Luis XIV, y desaparecíanhacia otras regiones, quizá menos abruptas, pero tambiéndesconocidas para mí, donde había grandes ciudades: Tou-louse, Agen, Burdeos. ¡ Burdeos con su puerto y sus grandesbarcos! Más allá un estuario increíble: la Gironda. Después,tras un curso de quinientos ochenta kilómetros, veía esteCarona, tan largo y majestuoso, entrar y perderse en el mar,en el inmenso océano Atlántico.

I Cuántos corchos, cuántas rámitas recuerdo haber con-fiado a la corriente del río para que se los llevara haciaToulouse o Burdeos, lo más lejos posible, hasta el océano!Mensajes pueriles pero ardientes de un alma de niño ávidade aventuras.

¿Cuántos de nosotros, en su juventud, tras la lectura deun viaje alrededor del mundo o de una gran exploración nohemos soñado en ser un día navegantes o exploradores para

10.

poder viajar por los océanos o adentrarnos en un país lejanoy maravilloso? Yo, por mi parte, he tenido muy a menudoestos sueños, pero desde hace mucho tiempo han ido a reu-nirse con otras tantas ilusiones de juventud nunca realizadas.No habiendo podido hacer realidad este entusiasmo juvenil,no habiéndome nunca las circunstancias permitido que ini-ciara una carrera de explorador, y puesto que esta vocaciónla tuve ya desde muy joven, fue entonces que de una maneracasi instintiva, providencial, logré encontrar otro campo deacción y evasión.

Si nuestro planeta ha sido recorrido —incluso volado—en todos los sentidos, si se han surcado ya todos los maresdel globo, queda sin duda poco que descubrir sobre la su-perficie de la Tierra. Pero queda por el contrario el subsuelopor explorar; hay que penetrar aún en los misteriosos arca-nos de millares de mundos subterráneos ignorados, que cons-tituven verdaderas «tierras inexploradas».

He aquí lo que inconscientemente he debido sentir desdemis once años, y lo que me ha orientado hacia las cavernasdonde durante tanto tiempo iba a practicar la espeleología.

Pasemos eso de espeleólogo inconsciente —digamos me-jor intuitivo—. Falta todavía encontrar las cavernas y verasí la posibilidad de saciar esta pasión. Ello iba a suceder,lentamente sin duda, pero intensamente, a escala de mi pron-ta edad y de mis tímidas ambiciones. En efecto, cerca demi pueblo, a apenas algunos centenares de metros de lacasa donde nací, el Carona choca contra un escarpe rocoso,por donde la carretera de Bayona a Perpiñán pasa en cor-nisa. Este pequeño acantilado de caliza amarillenta, conocidapor los geólogos con el nombre de Frente de Saint-Martory,oculta algunas grutas pequeñas, de acceso bastante difícil,abiertas a diferentes alturas en el muro vertical.

Aquel microcosmos subterráneo de pequeños tragalucesabiertos para servir de nido a milanos y buhos, de resque-brajaduras rocosas frecuentadas por garduñas y raposas, ibaa convertirse en mi campo de acción y de exploración. Eraallí donde tenía mi jardín secreto, un refugio inaccesible,como un lugar escondido y cómplice en el que nada me im-pedía seguir soñando con los ojos abiertos, lo cual constituíami ocupación favorita en cuanto me hundía por aquellospasillos solitarios.

Había emprendido con gran misterio la exploración de

11

Page 8: Mi Vida Subterranea

las grutas de Escalére, complaciéndome en otorgarles nom-bres dignos de ellas: Gruta de los Buhos, Gruta de la Hi-guerra, Gruta de los Lagartos, y sobre todo la Gruta del Ene-bro. La investigación de los pasillos más bajos, hasta los quetrepaba con un fervor casi ritual, era causa de fuertes emo-ciones, acaso demasiado fuertes para mi edad. En estas oca-siones aprendía a orientarme mientras reptaba, a dominar-me a mí mismo, exigiéndome cada día ir hasta más allá dedonde el día anterior me había atrevido a ir. Cada éxitose me subía a la cabeza y me daba la impresión de ser eldescubridor de aquel mundo desconocido que yo seguía des-cifrando y descifrando. Cierto que me arriesgaba, pero tam-bién tomaba mis precauciones. Así, por ejemplo, no dejabade hacer un gran barullo prorrumpiendo en amenazas ydenuestos contra las alimañas: contra zorros, garduñas yhorresco rejerens, el temible tejón, con objeto de ponerlosen fuga y evitar su encuentro. En cuanto a los murciélagos,nunca he tenido miedo de ellos, al contrario, han sido siem-pre para mí buenos amigos, los únicos seres que a lo largode mi carrera me han honrado con sus visitas y su com-pañía en las negras estancias.

Cuando se es explorador hay que contar ya desde el prin-cipio con una serie de dificultades a vencer; yo me acomo-daba a ellas, y las alegrías y satisfacciones de los obstáculossuperados me recompensaban con largueza.

Tenía yo por aquel entonces dos preocupaciones acucian-tes: la primera, primordial e imperiosa, era la de la ilumi-nación. Lo hacía con la ayuda de velas que sustraía de unaprovisión por fortuna bastante extensa, que podía encontraren una alacena determinada de mi casa. En aquella épocala iluminación eléctrica no existía aún en Saint-Martory, yutilizábamos una gran lámpara de petróleo, a la vez que unenorme surtido de palmatorias y candelas destinado a circu-lar por entre los pasillos y las numerosas habitaciones denuestra casa. Estas sustracciones clandestinas, y el consumode velas, tan rápido en las grutas a causa de las corrientesde aire, me causaban serios escrúpulos de conciencia; peroel dilema se me planteaba entre revelar mis ocupacionestenebrosas, que indudablemente no habrían sido alentadasy aun ni siquiera autorizadas, o bien seguir quemando velaspor los dos cabos, es decir, en casa y en las grutas de Es-calére al mismo tiempo.

12

Un segundo inconveniente del mismo origen, y quizá to-davía más grave, era el hecho de que, trepando por las grie-tas arcillosas la mayor parte del día, me destrozaba mi ropade una manera realmente vergonzosa, y que revelaba a lasclaras mi pasatiempo favorito.

En lo concerniente a los zapatos —vivía en la época delas alpargatas— había resuelto fácilmente el problema. Comoun musulmán antes de entrar en su mezquita, yo me quitabami calzado ante mi gruta. Dejaba las sandalias y calcetinesfuera, y entraba descalzo, cosa que no me molestaba enabsoluto, ya que estaba acostumbrado a ello.

Para la ropa había encontrado asimismo una soluciónsatisfactoria a mi ver, o por lo menos eñcaz en apariencia.Me quitaba la camisa y el pantalón y me los ponía del revés.A la salida hacía la operación inversa, y volvía a casa tran-quilamente, más o menos presentable en apariencia, mientraslas manchas de que estaba lleno por dentro acababan desecarse encima de mí.

Contrariamente a lo que había previsto, mis padres no sedejaron engañar mucho tiempo por mis argucias y precau-ciones. Pero tenía unos padres magníficos, muy «compren-sivos», como se dice hoy día. Hube de confesar bien prontoque en realidad me iba a «pasear» por las grutas de Esca-lére, aunque sin precisar más, sin darme cuenta exacta delas tonterías e imprudencias que cometía.

Fue así como un día inicié el descenso de un pozo natu-ral que se abría sobre el llano de Escalére, situado muy cercadel reborde de la gran roca que domina la carretera y elCarona. La garganta de esta sima es impresionante, y teníanverdaderamente que moverme una curiosidad y una pasiónirresistibles para arriesgarme a una aventura como aquélla.Además, el material con que contaba era escaso, insuficien-te; mis velas de costumbre y una cuerda demasiado fina yde solidez dudosa. Pero a los once años no se pesa mucho,y en definitiva se simplifican mucho los problemas... Yo es-taba en aquellos momentos absorbido y preocupado por elcomplicado nudo con que tenía que atar mi cuerda al tronco,bastante menudo, de un enebro enano que nacía al bordedel boquete, lo que me incitó, naturalmente, a bautizar ellugar con el nombre de «La sima del enebro».

Antes de empezar a narrar mi descenso, me permitiréhacer una pequeña aclaración en relación con aquellos de

13

Page 9: Mi Vida Subterranea

mis lectores, jóvenes de dieciséis a diecisiete años, que sa-ben ya lo que es espeleología y que han tenido quizá ocasiónde participar en visitas o exploraciones de simas. Estos jóve-nes podrán sonreírse ante lo que voy a relatar, quizá porquetodo les parecerá poco sensacional y bastante pueril. A ellosles pido que no olviden que precisamente yo estaba en laedad pueril y que es un niño de once años el que aquí habla.

Heme, pues, a punto de descender por la cuerda lisaen el estrecho tubo rocoso donde la luz del sol se apagarápidamente. El trepar por los árboles ka constituido siem-pre una de mis ocupaciones favoritas, y por ello no me sien-to demasiado extraño en este primer ejercicio; pero lo queimpresiona y me causa una verdadera angustia es, el ir vien-do desaparecer por encima de mi cabeza el pequeño pedazode cielo azul, al que miro intensamente mientras me hundoa cortas brazadas en la negrura y el frescor. A varios metrosde profundidad, mis pies se posan en un saliente que marcaun recodo del pozo, que se me presenta por otra parte bajoel aspecto de un canal muy en pendiente, pero no vertical,hundiéndose en la oscuridad. Aprovechando la situación deaqu^l momento saco cerillas y velas de mi bolsillo y consigoencender una, sin dejar la cuerda, a la que sigo agarradocon una mano.

La luz vacilante que ilumina aquel túnel en pendiente dasúbitamente precio y valor a mi aventura. ¿Qué voy a des-cubrir? ¿Qué hay debajo de mí, en aquel vacío negro queme aterra y me atrae al mismo tiempo? A más de cincuentaaños de distancia puedo decir que, en aquel pozo, el niñoagarrado sin aliento a su cuerda sostuvo una lucha en la quetodo su porvenir estaba en juego. Me sentí tentado violen-tamente de volver a subir, de salir de aquel agujero negroy recuperar el cielo, la luz, y el sol; pero pude finalmente,por fortuna, y no sin lucha, obedecer a una voz interior másnoble y dar preferencia a la llamada del silencio, de lasoledad y de las tinieblas que subían hacia mí.

Ha sido Alfred de Vigny quien ha expresado con admi-rable concisión y maestría que, muchas veces, «una vidagrande es un pensamiento de juventud realizado en la ma-durez». Yo por mi parte diría, modestamente pero con con-vicción, que mi carrera ha dependido de un gesto, de unadecisión tomada en la juventud, mantenida y prolongadadurante toda mi existencia.

14

Así, pues, apretando la cuerda entre las dos manos, conla vela encendida entre los dientes, vuelvo a reemprender midescenso en la oscuridad, ahora ya completa. Rozando lapared por delante y por detrás, palpando con precaución,me dejo deslizar en silencio mientras la bujía me molesta enla boca, sofocándome y deslumhrándome. De pronto el pozose hace completamente vertical, ya que mis pies sólo en-cuentran el vacío... Miro por debajo de mí... y me quedoestupefacto al vislumbrar, en lugar de las más completastinieblas, un resplandor misterioso, un resplandor de día.Sin embargo, este fenómeno, verdaderamente sorprendente,era natural, y se debía al hecho, como iba a saber a conti-nuación, de que la parte inferior de la Sima del Enebrodesembocaba sobre la bóveda de una pequeña gruta casi en labase del acantilado, por donde la luz del día penetraba per-fectamente.

No tuve el valor de afrontar el descenso hasta la grutasubyacente, y por fortuna no lo hice, porque, como tambiénpude apreciar después, no me hubiera quedado bastantecuerda para llegar hasta allí.

Bajo tierra, iba a aprenderlo entonces, las sorpresas; ylos golpes teatrales son frecuentes; son el atractivo de laexploración. Cuando ya iba a reemprender el ascenso, en elmomento en que me apoyaba en el saliente dominando lasegunda sección vertical del pozo, sentí en mis pantorrillasun ligero soplo de aire procedente de una tronera abiertaen la pared rocosa. Me agaché para mirar por ese canal, memetí por él, y he aquí que salgo, horizontalmente ahora, auna sala iluminada también por la luz del sol, ya que éste en-traba perfectamente por una ventana natural situada haciala mitad del escarpe rocoso.

Iba verdaderamente de sorpresa en sorpresa. Quedé bas-tante intrigado al divisar sobre el piso de esta gruta unagran cantidad de bolas negras, flexibles, como de fieltro, ymuy ligeras; más tarde supe que se trataba de unas pelotasde pelos que los buhos vomitan después que han tragadomuchas ratas y ratones. Esto me llevó, por consiguiente, abautizar este lugar con el nombre de Gruta de los Buhos,y me la anexioné con el orgullo del conquistador.

Pero el encuentro de estos ovillos no iba a ser más queun incidente fortuito e insignificante comparado con el es-plendor del panorama que se veía por aquella ventana aérea,

15

Page 10: Mi Vida Subterranea

una vista magnífica sobre la carretera y el Carona, mientrasa lo lejos se recortaban las perspectivas lejanas de la ca-dena de los Pirineos. Sentado al borde de este mirador ma-ravilloso, me quedé casi en éxtasis, más feliz y satisfechoque un rey en su trono. La Gruta de los Buhos iba a con-vertirse en un paraíso para mí. Volví allí a menudo por elsolo placer de descender a cuerda lisa en el oscuro pozo delEnebro, por el gusto de aislarme y de jugar al ermitaño y alRobinsón.

En aquella época, el azar jugó un papel importantísimo,casi capital. En las distribuciones de premios de final decurso me fue entregado el Viaje al centro de la Tierra, deJulio Verne. Ya no se podía exigir más de la suerte: habíansido demasiadas cosas. Las aventuras del profesor Liden-brock y su sobrino Axel, en compañía del guía Hans, tuvie-ron el poder de galvanizarme, de desbordar mi imaginacióny afirmar por entero mi vocación naciente. Desde aquel díasoñaba secretamente y en serio en el momento en que alcan-zaría el centro de la Tierra.

Celebro, por tanto, la acción entusiasta ejercida en mípor el libro de Julio Verne en los comienzos de mi carrera,tímidos e ingenuos, pero debo señalar también con el mis-mo agradecimiento el hecho, bastante raro según creo, deque mi vocación no fuera nunca contrariada ni prohibidapor mis padres, cosa que hubiera parecido lo más normal.Mi padre y mi madre, los dos con una formación y un espí-ritu deportivo verdaderamente excepcionales en aquella épo-ca —ellos mismos eran dos magníficos nadadores, de quie-nes recibí las primeras lecciones de natación y salto— nopusieron nunca ninguna objeción a mi manía de las ca-vernas.

Es verdad, lo repito, que nunca les hablaba exactamentede las imprudencias que en mi exceso de confianza e in-consciencia del peligro cometía en mis solitarias explora-ciones subterráneas. Por esto no dije ni una palabra de loque me ocurrió un día en una sala que yo bauticé —veremospor qué— la Sala del Montón de Platos.

Siempre a la busca de nuevas exploraciones que efectuaren el escarpe de Escalére, que yo creía casi inagotable, y quese había convertido en mi paraíso terrestre, conseguí des-cender un día a la cuerda lisa en una grieta bastante grande.Esto me hizo desembocar, como en la Gruta de los Buhos,

16

en una sala, también a medio acantilado, iluminada por laluz del sol. Esta se convirtió en la Gruta de la Higuera, yaque allí, en plena roca, había una higuera retorcida quehabía conseguido enraizarse no sé cómo y vegetar, casi sus-pendida en el vacío: Al fondo de esta pequeña gruta se hun-día en la montaña una red espesa de galerías exiguas y com-plicadas, en las que di mis primeros pasos de espeleólogoen ciernes.

Animándome cada día más, sobre todo bajo la influenciadel profesor Lidenbrock, con el que había llegado a identifi-carme, me encontraba en cierta ocasión por esas madrigue-ras tortuosas cuando fui detenido en seco por un obstáculoformado por una losa vertical completamente lisa. Abajo,apenas a dos metros, se distinguía una pequeña sala redon-da y un corredor, los cuales me hipnotizaron de tal maneraque no pude resistir la tentación y me dejé deslizar a lolargo de la losa hasta aterrizar suavemente en la sala. Aca-baba de realizar una maniobra muy simple, pero fatal, ytuve conciencia de ello inmediatamente; por desgracia, de-masiado tarde.

Un pánico mortal se apoderó de mí: me era imposiblevolver a subir y salvar el obstáculo, y sabía que jamás na-die podría encontrarme y venir a socorrerme en aquellatrampa natural... Y como circunstancia agravante y desola-dora, el corredor acababa en un callejón sin salida, así queno rne era posible el retroceso en aquella dirección. Medí conla mirada la roca, demasiado elevada para mi pequeña esta-tura: sin asperezas, desesperadamente lisa; y experimentéla primera sensación de pánico de mi carrera. Siendo yo tanjoven, el único desenlace posible de mi situación me parecíauna muerte lenta en el fondo de aquel calabozo subterráneo.

Sin embargo, existía una solución tan sencilla como efi-caz, y afortunadamente todavía no había perdido del todomi sangre fría. Advertí sobre el suelo unas placas calcáreascaídas del techo a lo largo de los años. Las acarreé y lasapilé unas sobre otras al pie del muro, edificando así bastan-te rápidamente una especie de escalón, oscilante, pero capazde alzarme y permitirme alcanzar lo alto de la losa. Estabasalvado; pero había vivido unos minutos de angustia que segrabaron en mi conciencia de espeleólogo. Incluso llegué ajurarme a mí mismo por un momento que no volvería allínunca más... aunque sabía que al día siguiente volvería a

17

Page 11: Mi Vida Subterranea

empezar de nuevo. En efecto, estuve varias veces en aquellugar para revivir este incidente, y por el mero placer devolver a amontonar aquellos «platos».

Entre las grutas de Escalére, cuya exploración no habíaintentado todavía, había una que no puedo dejar de men-cionar porque me opuso un obstáculo excepcional, como yono volvería a conocer otro igual en mi carrera. Desde la ca-rretera había reparado en una estrecha ventana naturaldisimulada en parte por la maleza, a unos diez metros porencima de la base de la roca. Para llegar hasta ella habíaque subir aquel talud abrupto y lleno de matorrales, que seeleva desde la carretera hasta el pie de la pared rocosa. Alllegar a este punto divisé una cornisa, que muy posiblemen-te me permitiría alcanzar la gruta deseada, o por lo menosel agujero negro que me parecía debía ser la entrada de unagruta. El subir reptando a lo largo de la cornisa, bastanteestrecha e inclinada hacia el vacío, fue una operación pocofácil, incluso delicada. Sin embargo iba progresando, y em-pezaba a entrever ya la victoria deseada, cuando de prontome sentí como clavado en el sitio al oir un ruido insólito, unzumbido intenso del que no comprendí el origen, hasta quelevanté la cabeza y vi a un metro por encima de mi cabezauna nube de insectos que giraban como en un remolino al-rededor de una mata de brezos. Al mirar con más atenciónpude observar que en realidad se trataba de un enjambrede abejas entrando y saliendo de una grieta rocosa.

Había tenido que ver ya anteriormente con abejas, im-prudentemente importunadas —de las que guardaba el re-cuerdo doloroso de su aguijón— y retrocedí arrastrándomelo más rápidamente posible hasta el pie de la roca, escon-diéndome tras unas matas protectoras desde donde pudeestudiar mejor la situación. Me pareció que desgraciada-mente no iba a serme posible el acceso a la gruta más quepor la cornisa defendida por aquel enjambre de abejas. Elloconstituía un verdadero suplicio de Tántalo para mí.

En repetidas ocasiones volví a este lugar para observarel comportamiento de las abejas. Incluso un día, lloviendoa cántaros, me llegué hasta allí esperando encontrar la en-trada de la colmena desierta. La agitación era en aquellosmomentos en verdad casi nula, pero conocía la vigilancia yla irascibilidad de aquellos insectos, y desconfiaba por otraparte de la cornisa chorreante y resbaladiza ahora por la

18

lluvia, que no me permitiría el ascenso. Sabía evidentemen-te que las abejas no se movían durante la noche; pero pordiversas razones me era completamente imposible acudirmás que de día.

Finalmente escogí un término medio, es decir, de ir a lacornisa por la mañana temprano. La idea fue buena, yaque no registré en aquellos momentos ninguna señal de agi-tación en el enemigo todavía dormido. Pasé pues arrastrán-dome y reteniendo el aliento por delante de la colmenasalvaje, y después de recorrer la cornisa me cogí a unosarbustos de retama y alcancé sin dificultad la entrada de lagruta. Encontré allí una grieta vertical, bastante estrecha,por la que me metí, aunque terminaba al cabo de algunosmetros en un callejón sin salida. Pero había también al final,poco antes de su término y en la pared de la derecha, unaabertura baja que me dio acceso a una sala cuyas propor-ciones me entusiasmaron extraordinariamente: era la salamás vasta de las que había encontrado en toda Escalére.

Recibió muy a menudo mi visita, cuando, por propia ex-periencia, pude comprobar que las abejas no se preocupa-ban en absoluto de mí, y me dejaban pasar a todas horasdel día. Fue en esta Gruta de las Abejas, como yo la bauticé,donde comencé por primera vez un trabajo de excavación.Había encontrado ya anteriormente sobre el piso de otrasgrutas huesos de animales, y algunos fragmentos de potes debarro. Estos vestigios provenían de una ciudad gala situadasobre la meseta, en el llano, ciudad que debería descubriry estudiar mucho más tarde. Estos pequeños hallazgos su-cesivos me había incitado a coleccionarlos y a instalar enun rincón del desván de mi casa un embrión de museo, esdecir, algunas cajas de cartón conteniendo el producto demis investigaciones. El conjunto de todo ello representabauna carretilla de restos de vasijas, piedras y algunos fósiles.Había también algunos huesos, que no tenían nada de pre-histórico ni de protohistórico, ya que habían sido llevadosa las grutas por los zorros. Pero yo me ocupaba poco decronología; estaba completamente convencido de que todoaquello se remontaba a los galos, y sólo esperaba encontrarun día un arma o una joya, como en los libros o en los mu-seos de verdad.

Había oído decir que para recoger tales objetos se debíanpracticar excavaciones, y por lo tanto decidí cavar el suelo

19

Page 12: Mi Vida Subterranea

de la Gruta de las Abejas, que me parecía haber sido habita-da por los misteriosos galos, puesto que habían roto allí va-sijas y potes, de los que estaba yo encontrando los frag-mentos ahora.

Subí, pues, con un instrumento apropiado y me puse acavar con ardor. El suelo era bastante polvoriento en la su-perficie, y fue en esa capa delgada donde hice algunos ha-llazgos. Luego me encontré con una arcilla seca, dura yllena de piedras, prácticamente inatacable, que me detuvo.Así es que me limité a la capa fácil de trabajar, la superfi-cial, que me dio sus inevitables cascos, a más de algunoshuesos de pájaro y una pata de cabra momificada, con sustendones todavía. Todo esto provenía naturalmente del mo-lino de Escalére, y representaban el producto de los mero-deos de los zorros; pero yo le atribuía, sin la mínima duda,un origen y una antigüedad que se remontaban a la épocagala.

En una ocasión exhumé un objeto que me intrigó y pusoa prueba mi sagacidad. Era como de unos diez centímetrosde largo y del grosor de un lápiz; se trataba de un tubocilindrico agujereado y traspasado de parte a parte por unhilo fino. No era ni un hueso ni cerámica, y yo decreté quedebía ser marfil. El objeto estaba roto por las dos extremi-dades, y presentaba una pátina de un blanco amarillentoque resultaba completamente venerable.

Me llevé mi hallazgo a casa, después de envolverlo res-petuosamente en mi pañuelo, y lo sometí al examen paterno.El examen no fue largo, y acabó en un jovial estallido derisas que atrajo la atención de mi madre y de mis herma-nos, quienes se acercaron para asistir al veredicto. ¡Lo queacababa de encontrar era un cañón de pipa, de una de esasvulgares pipas de yeso que se pulverizan a tiros de cara-bina en las ferias!

El golpe fue muy duro para mí y a punto estuvo de com-prometer mi naciente vocación de espeleólogo.

Pero finalmente acepté sin demasiada confusión el con-tratiempo; en realidad, lo más sensible —un verdadero dis-gusto— fue la revelación de que yo no había sido en definiti-va el descubridor de la Gruta de las Abejas, sino que alguienhabía llegado a ella antes. Para atenuar mi desilusión mipadre me aseguró, medio en serio medio en broma, que de-bía tratarse de la pipa de Emile Cartailhac, un sabio an-

20

tropólogo y prehistoriador de Toulouse, que circulaba a ve-ces por aquella región practicando excavaciones en busca deantigüedades «antediluvianas», como se decía entonces. Endefinitiva, no pude resignarme a tirar el cañón de pipa:tuvo también un lugar en mi colección, aunque en una cajaaparte y sin etiqueta...

En aquel tiempo yo era muy celoso de mis cavernas, porese sentimiento que experimentan los buscadores solitarios,quienes no gustan de ver popularizar o vulgarizar, y en mu-chas ocasiones profanar, lo que ellos han descubierto a basede esfuerzos de voluntad y fatigas físicas a menudo tan me-ritorias.

Así pues, estaba yo bastante celoso de «mis» cuevas deEscalére, pero no hasta el punto de no describírselas a mihermano mayor Juan y a nuestros amigos. Por desgracia,no manifestaron ningún entusiasmo por esos lugares, y tuveque continuar solo mis investigaciones hasta el día en quecometí la locura de arrastrar allí a mi hermano pequeñoMarcial.

La de pruebas y esfuerzos a que he sometido yo a unniño de seis años, de una manera insensata, no tiene per-dón. Mi hermano tenía una agilidad increíble. Su escasacorpulencia y su paso ligero me daban la posibilidad debajarle y subirle por una cuerda a través de fisuras y grie-tas donde yo nunca hubiera podido introducirme, y dondejamás nadie podrá aventurarse. Su estatura me permitíahacerle pasar por corredores casi imperceptibles, por don-de se metía sin el más mínimo titubeo, informándome sobreposibles prolongaciones de las galerías, hasta las que trepá-bamos como topos.

Si él hubiera sido miedoso, o si mis aventuras no le hu-bieran agradado, no hubiera podido abusar de esta manerade él. Pero el pequeño tenía una confianza ilimitada en mí;era de una docilidad absoluta y se mostraba siempre pron-to a obedecer mis sugestiones más arriesgadas. Ello teníauna explicación bien simple: le había inoculado el microbio,estaba ya completamente infectado, y tenía madera de granespeleólogo. Pero, lógicamente, todo esto amenazaba acabarmal, y no tardó mucho en presentarse la ocasión.

Le había incitado un día a atravesar, arrastrándose sobreel vientre, una gatera particularmente exigua y complicada,y tras haberlo hecho le resultó imposible volver a arrastrar-

21

Page 13: Mi Vida Subterranea

se en sentido contrario. Yo le había ido aconsejando mien-tras se deslizaba por ese agujero, un verdadero ojo decerradura; yo le había colocado, le había desplazado laspiernas y los pies para que le fuera posible pasar como unhombre-serpiente. Ahora estábamos separados por aquellaangostura, y no podía volver a su posición inicial...

Tras vanas tentativas y un diálogo angustioso, opté congran decisión por la única solución eficaz y razonable: la deir a buscar ayuda. Caín, comido por los remordimientos, nofue sin duda más desdichado que yo a lo largo de la salidade la gruta y de mi carrera hasta casa. ¡Caín había matadoa su hermano, pero yo lo había enterrado vivo!... A pesarde todo, no me atreví a confesar mi fechoría. Considerandoque una persona mayor no conseguiría nunca meterse poraquellas galerías rocosas, en las que nosotros debíamos tre-par a gatas, cogí un martillo y un buril de acero y volví sinaliento junto al cautivo. Le señalé mi llegada y mi presen-cia allí con gritos. Pero él tenía una confianza inquebranta-ble en su hermano mayor, no se había asustado en absoluto,y esperaba, no diré plácidamente, pero sí con valor y pa-ciencia. El principal obstáculo para sacarle de allí era unacortina estalagmítica formando saliente. Masa calcárea, porfortuna tierna y esponjosa, que pude serrar fácilmente conmis instrumentos. Muy pronto estuvo lo suficientementeabierta como para permitir la salida al pequeño empareda-do, quien no dijo una palabra de aquella aventura, y que noguardó un recuerdo demasiado malo de ella, ya que con-tinuó secundándome, en el peor de los casos con una ciertaantipatía por las gateras, de las que desconfiaba, creo quecon razón.

22

R E P T A N D O

Por más apego que pudiera tenerles a las grutas de Es-calére, acabé por conocerlas tan a fondo que me paseabacon los ojos cerrados por sus más pequeñas galerías; nadaofrecía ya misterio para mí.

Llegó por tanto el momento en que deseé conocer otrascuevas y extender mi radio de acción.

Empecé a recorrer en bicicleta los alrededores de Saint-Martory. Preguntaba tímidamente a los campesinos que en-contraba en campos próximos a lugares rocosos, suscepti-bles de ocultar grutas.

Pero mis sondeos no dieron el más mínimo resultado. Mivoz insegura y mis preguntas mal formuladas y azoradas noproducían otra reacción que la incomprensión o la sospe-cha. Sólo cosechaba fracasos, malas respuesta y frases re-probatorias. Los interrogados parecían juzgar insensatoaquel deseo mío, incomprensible, de penetrar en lugaressubterráneos inciertos y peligrosos.

Un día, una vieja, en los linderos de un bosque, dondeestaba recogiendo ramas del suelo, quedó verdaderamentedesconcertada ante mi pregunta.

—¿Si conozco una gruta? —repitió asombrada y casicomo atontada—. Sí, conozco una —acabó por decirme,mientras yo la miraba suspenso de sus palabras—. Estuveen ella hace mucho tiempo. Únicamente que está algo lejosde aquí.

—¿Dónde? —le pregunté esperanzado.—En Lourdes. ¿No ha oído nunca hablar de la «Gruta

de Lourdes»?Estas eran todas las nociones de espeleología que tenían

23

Page 14: Mi Vida Subterranea

entonces los campesinos. Todos ellos profesaban un ver-dadero terror por todo lo subterráneo: grutas o abismos. Sehorrorizaban, se indignaban o se enfadaban al solo hecho dehablar de ello; y todavía más cuando sabían que buscabaestos lugares oscuros y peligrosos, tan temidos y de tanmala fama, para penetrar en ellos «¡solo y a su edad!»...

De ocurrir unos cuantos años antes, creo que hubieraestado a punto de ser quemado en la hoguera.

Sin embargo, conseguí un día convencer a un cazadorfurtivo, un hombre que colocaba trampas. Me indicó unapequeña gruta en pleno bosque. Había entrado una vez trasde su perro. La cavidad se hacía más grande hasta convertir-se en una galería de vastas proporciones, de la que no habíaalcanzado a ver el fondo...

Como estábamos en los parajes de los alrededores deesta gruta inexplorada, consintió en guiarme hasta la entra-da. Asistió a mis preparativos de costumbre, que consistíanen descalzarme y encender la bujía. Al estar él presente nome atreví a desnudarme y volver del revés mis ropas, asíque empecé a introducirme arrastrándome boca abajo poresa madriguera, exigua en efecto, pero que sabía debía de-sembocar en seguida en un vestíbulo, seguido de una sala '«grande como un establo».

En el momento en que estaba a punto de desaparecer desu vista el hombre pareció preocupado.

—¡Tenga cuidado! —me gritó—. No vaya a hacerse daño.Debía haber tenido más en cuenta aquel «no vaya a ha-

cerse daño», porque tras apenas una docena de metros deadentrarme reptando como pude por aquel pasadizo polvo-riento y maloliente, topé con un callejón sin salida tapizadode musgo y de hojas secas hormigueantes de pulgas.

Tuve que retroceder arrastrándome hasta llegar de nuevoa la luz, donde el cazador me esperaba. Al verme aparecermostró una expresión de alivio en su cara, y le divirtió mu-cho el verme cubierto de pulgas. Estaba verdaderamenteacribillado de ellas, y a falta de la exploración que esperaba,pude en cambio aprender aquel día por experiencia propiaque, cuando se pasa bajo tierra cerca de una madriguerade zorras, puede uno estar seguro de que se llevará todaslas pulgas con él a la salida.

Informé ingenuamente al cazador del estado de la grutay de que sólo había encontrado un callejón sin salida. No

24

pareció ni sorprendido ni incomodado por ello; se contentócon declarar que seguramente habría habido un hundimien-to, pero que él había visto allí positivamente «la galería yla sala grande como un establo». Tuve la ingenuidad decreerle, y sólo posteriormente, tras varias experiencias deeste mismo género, llegué a la conclusión de que todas esashistorias de grutas ciegas que anteriormente habían sidovastas salas, no eran más que jactancias y mentiras de re-domados fanfarrones. Aquel hombre no había entrado nun-ca en la gruta; la ocasión le pareció propicia para hacer en-trar a otro en su lugar, y había abusado de mi candidez. Elresultado de mi investigación le interesaba indudablementedesde el punto de vista de su oficio, dada su condición decazador, y más en su especialidad de trampero.

El fracaso de esta tentativa no me afectó en absoluto,tanto era mi deseo de seguir explorando más y más, de ex-plorar siempre. Los fracasos constituyen la regla, el éxitoes la excepción.

Así no desprecié nunca la más pequeña fisura, el menoragujero que pudiera haber en las rocas, incluyendo las ma-drigueras de zorras, excepto aquellas, claro está, que estu-vieran abiertas en la tierra.

Ahora me pregunto: ¿Me ha recompensado en algo estalínea de conducta? ¿No perdí con ello únicamente tiempo yesfuerzos, trepando y arrastrándome por pasillos sin interésy sin posibilidades de aportar algo nuevo?

No entra ahora en mis propósitos enumerar todas mistentativas de este tipo; sería abusivo el querer hacerlo. Re-lataré únicamente tres, escogidas, no al azar, sino teniendoen cuenta lo diferente de sus resultados y su especie dis-tinta.

Algún tiempo después de la infructuosa exploración queacabo de narrar, tuve la satisfacción de descubrir yo mismootra madriguera en el mismo término municipal de Saint-Martory, en el lugar llamado Téoulé. Paseándome por losbosques me di cuenta de la existencia de una roca calcáreaen cuya base se abría un conducto horizontal, en el que lashuellas de pisadas y otros indicios atestiguaban que los zo-rros habían hecho de él su madriguera.

Como en un ritual me descalcé y me quité la chaqueta.Esta prenda constituye no solamente un estorbo, sino unpeligro bastante importante en caso de que uno deba arras-

25

Page 15: Mi Vida Subterranea

trarse, por ejemplo, hacia atrás en un pasillo estrecho; si lachaqueta empieza a retorcerse y forma como un cojinetealrededor del cuerpo, puede aprisionaros sin remedio en unrincón de la galería. La experiencia me había enseñado tam-bién este detalle tan importante, cuya no observancia ha cos-tado la vida a más de una persona que ha quedado inmovili-zada bajo tierra y ha tenido así un fin verdaderamentehorrible.

Heme aquí, pues, una vez más, arrastrándome boca abajopor un tubo cilindrico casi de mi mismo volumen, en elque voy adentrando por una sucesión de extensiones y dis-tensiones : el máximo de la reptación, reptación pura, lo queespeleólogos belgas, especialistas en este género de ejercicio,han llamado «la lombriz», y no metafóricamente. Todo unprograma.

Lo hago adoptando la posición más acertada de los bra-zos: uno proyectado horizontalmente hacia adelante parasostener la vela y tantear el terreno, y el otro replegado,disimulado contra el pecho. El hombro que corresponde aeste brazo replegado, igualmente hundido hacia atrás, conobjeto de disminuir la anchura de espaldas. Es imposiblereptar con los dos brazos tendidos hacia adelante, ya queello no es anatómicamente posible y ensancha demasiadolos hombros.

La galería es horizontal, aunque sus paredes presentanligeras ondulaciones, como unas minúsculas montañas ru-sas que tengo que ir nivelando con la mano libre, tras haberplantado mi bujía en el suelo. Adelanto evidentemente conmucha lentitud y trabajo, aunque el ejercicio no carece defuerte carácter deportivo. Creo que «reptar», llevado a esteextremo, constituye el deporte —digamos ejercicio— máspenoso y más completo al mismo tiempo, que pueda existir.Participa en él todo el cuerpo, sin olvidar un solo músculo.Creemos y proclamaremos siempre que un ejercicio diariode reptación sería el mejor remedio contra la obesidad, lacelulitis y otros tantos malestares y penas físicas. Pero metemo que resulte bastante difícil que se nos crea, o por lomenos que se nos imite.

A todo esto mi adentramiento por aquella grieta de Téou-lé se eternizaba, y sólo había avanzado penosamente unosquince metros. A cada momento me detenía a descansar yrelajar un poco los músculos, echado sobre la tierra húme-

da. Durante esos instantes recobraba el aliento y dejabasosegar mi corazón, ya que debido a la respiración entrecor-tada que producen las contorsiones y el esfuerzo continuo,así como la escasa ventilación, el corazón efectúa un trabajoextraordinario y se excita tumultuosamente.

En el curso de una de estas paradas percibí un ruidoinsólito, una especie de gruñido corto y sordo que me pare-ció que provenía del exterior, como uno de tantos otros rui-dos atenuados. El canto de un gallo, la voz de un campesino.Llegó hasta mí muy débil y no presté gran atención a esteruido no identificado. Por otra parte me había puesto denuevo en marcha, y me arrastraba con ardor con la caracontra el suelo, cuando de repente quedé como clavado enel sitio por un rugido fuerte, rabioso, aterrador. Levantérápidamente la cabeza y vi a apenas dos metros delante demí, acorralado en el fondo de la cueva y haciéndome frente,¡a un animal con garras y dientes amenazadores! Me encon-traba frente a un tejón al que acababa de sorprender; lehabía obligado a retroceder, hasta el momento en que, aco-rralado, estaba dispuesto a defenderse y a desgarrarme lacara con sus temibles garras. Como tenía los brazos encuña, no pudiéndole oponer más que la débil defensa de lallama de mi bujía, y el animal ostentaba sobre mí el derechode prioridad incontestable de quien está en su propia casa,no tuve más remedio que cederle el sitio y retirarme, apre-suradamente. Aquel día tuve ocasión de practicar la repta-ción acelerada hacia atrás, batiéndome en retirada lo másde prisa posible.

Sabía perfectamente la animosidad con que el tejón sedefiende de los perros, destripándolos con ayuda de susfuertes y largas garras. El tejón es de la familia de los ursi-nos, una especie de oso pequeño de unos quince kilos, al queno es recomendable ir a molestar en su propia madriguera.Tuve la suerte en esta ocasión de salirme del atolladero conla sola emoción del encuentro frente a frente. Cierto queen otra ocasión me encontraría en una inmensa cavernacon un oso y dos leones. Pero esto es ya otra historia, y yase contará más adelante.

También en otra circunstancia, que tuvo por escenarioun corredor rocoso, no llegué a ir más lejos que en la ma-driguera de Téoulé, y sin embargo escapé allí, igualmente,por muy poco de unas terribles mandíbulas que hubieran

Page 16: Mi Vida Subterranea

podido atraparme y desfigurarme. Esto pasó en el valle delCarona, no lejos de Bagnéres-de-Luchon, en la época en quehabía sustituido ya mis primitivas e insuficientes bujías poruna lámpara de acetileno. Un boquete en una roca que sehundía en el flanco de una montaña había llamado mi aten-ción. Me metí en él arrastrándome sobre el vientre, segúnel método ya descrito, cuando de repente me fue arrancadala linterna de las manos, al mismo tiempo que oía un chas-quido terrible y un ruido metálico. ¡Una trampa de acerocon unas quijadas con dientes de sierra había sido colocaday disimulada en el polvo, apenas a dos metros de la entra-da, y yo acababa de cerrarla al tocarla con mi lámpara! Sóloalgunos centímetros más, y hubiera tenido la cara o la manotriturada por el terrible cepo. A menudo las grutas másmodestas, qué digo, las grietas o los corredores rocosos másinsignificantes no son en modo alguno un lugar seguro, ysería necesario que los cazadores de trampas pusieran cercade ellas un letrero o alguna señal marcando los «lugares enque las han colocado. De la misma manera que se encuen-tran en campos cercados o incluso en jardines pancartas conla advertencia «trampa de lobo», debería haber también le-treros mencionando «trampa de zorros» a la entrada deciertos agujeros. Con la falta de tales indicaciones los espe-leólogos se exponen a las heridas graves que pueden ocasio-nar estos instrumentos; tienen el derecho de confiscarlos, loque yo dejé de hacer aquella circunstancia, así como un se-gundo cepo que descubrí en otra ocasión en el pasillo deuna gruta. El primero lo eché al Carona, y el segundo a unprecipicio natural que había por aquellos parajes. Que sirvaesto de aviso para cazadores inconscientes o criminales quecolocan sus trampas indiferentemente para zorros, tejones...y espeleólogos.

Hemos ya relatado tres historias que tuvieron por esce-nario madrigueras de animales. He aquí la cuarta. Como laanterior, no data de mis primeros tiempos, pero completaráesta documentación.

Era hacia 1930. Cierto día, yendo a la busca de nuevasexploraciones en pleno bosque por los parajes de Saint-Ber-trand-de-Comminges, encontré a un joven cazando. Entabla-mos conversación, y no tardé mucho en preguntar a aquelmuchacho, a quien el bosque era familiar, si conocía algunagruta por allí.

28

No, no había ninguna, estaba seguro; pero al preguntarlesi a falta de cavernas existían simplemente grietas o res-quebrajaduras rocosas, me respondió que conocía un agu-jero que servía de madriguera de tejones. Ante mi insisten-cia, se hizo más explícito y me confió que su perro penetrabaa veces en él, se quedaba dentro algún tiempo, y le habíaoído ladrar bastante lejos.

Como consecuencia normal de estas confidencias, mediahora más tarde estaba ya examinando, arrastrándome bocaabajo, la entrada del susodicho agujero adonde BertrandAbadie, que así se llamaba el cazador, me había llevado. Elorificio era completamente impenetrable, pero había un in-dicio que me animó: una corriente de aire bastante apre-ciable corría por él.

Era mediodía. Decidí tomar primero un bocadillo antesde empezar el trabajo de agrandar la entrada con ayuda demi bastón.

Bertrand Abadie volvió a la pequeña aldea de Saint-Mar-tin, donde vivía, pero me prometió regresar en cuanto hu-biera acabado su almuerzo, con una pala y un pico paracolaborar. No solamente fue puntual, sino que vino con unamigo suyo, Bertrand Escoubas, igualmente cargado con he-rramientas. Al cabo de una hora habíamos limpiado la en-trada de un montón de tierra acumulada allí por generacio-nes y generaciones de tejones. (Los «residuos», tal como sedice en términos de montería, atestiguaban que se tratabaciertamente de tejones.) Ahora ya podía introducirme enaquel pasillo tan estrecho, pero que juzgué accesible. Aba-die y su amigo se opusieron, asegurándome que no me seríaposible pasar por allí; pero yo había ya desaparecido bajotierra, y les iba teniendo al corriente de mi adentramientopor el agujero. Fue difícil y largo; mis señales acústicas noles llegaban, más a causa de las gateras que por lo exiguodel orificio. Estuvieron muy inquietos por mí. Pero tras unpenoso reptar a lo largo de treinta metros, desemboqué enun vestíbulo amplio y elevado en donde operé un primerreconocimiento de unos doscientos metros.

Al volver a la luz, describí a mis compañeros, que me es-cuchaban estupefactos y entusiasmados, lo que había visto.Se redoblaron los esfuerzos para limpiar la entrada y losprimeros metros del agujero, mientras yo efectuaba un se-gundo reconocimiento que me reveló un laberinto y un piso

Page 17: Mi Vida Subterranea

inferior bastante importante. Abadie y Escoubas, al no estaren absoluto familiarizados con la reptación, e impresionadospor lo angosto del pasadizo, no se atrevieron a aventurarsepor él el primer día. Pero más tarde se enardecieron, rep-taron tras mis huellas, y pude hacerles recorrer hectómetrosde pasillos adornados de estalactitas y solidificaciones deco-rativas que les maravillaron, ya que no habían visto nuncagrutas, y aquélla se presentaba verdaderamente espléndida.

La exploración completa, que requirió varias semanas,me aportó más de un kilómetro de extensión en tres pisos,con arroyo, lago subterráneo y varias cascadas. Dimos aesta cavidad el nombre de Gruta de Coume Nére, del nom-bre «patuá» del lugar (Coume Nére = Valle Negro).

Sin ser excepcional, este ejemplo del descubrimiento deuna vasta caverna a partir de una madriguera completa-mente impenetrable, es una prueba característica de lo quepuede reservarnos a veces el penetrar difícilmente, reptandoalgunas decenas de metros.

80

EMILE CARTAILHAC Y EL MUSEODE TOULOUSE

La necesidad, o en todo caso la comodidad de agruparen un solo párrafo lo que acabamos de relatar sobre ma-drigueras, grietas y otros pasadizos, nos ha llevado de unamanera excepcional a anticiparnos a los acontecimientos pordos veces consecutivas, y a trastornar la cronología de estasMemorias. Pedimos disculpas por ello.

Por otra parte, es conveniente precisar que, después delo que yo llamaría mi primera infancia, un período de mivida maravilloso pasado en Saint-Martory —donde asistí a laEscuela Municipal—, había estado varias veces con mis her-manos en Toulouse, a donde mis padres se trasladaron du-rante el período de nuestros estudios. Por ello, únicamentevolvíamos a Saint-Martory en las vacaciones de Pascua ydurante el verano. Indudablemente estos tres meses se pre-sentaban de lo más favorables a mi pasatiempo favorito:explorar grutas.

En Toulouse vivíamos cerca del Jardín de Plantas, dondese encuentra el Museo de Historia Natural, y yo solía pasar-me allí las tardes del jueves y los domingos, en la sala lla-mada de las Cavernas, inclinado sobre las vitrinas que en-cerraban colecciones inestimables de armas e instrumentosprehistóricos, de sílex tallado, huesos y otros objetos enhueso y marfil trabajados por nuestros antepasados de laEdad de la Piedra.

Había también en el museo, y yo los contemplaba congran respeto, esqueletos completos de animales prehistóri-cos, contemporáneos del hombre de las cavernas: un granciervo de Irlanda (megaceros), un oso de las cavernas

81

Page 18: Mi Vida Subterranea

(ursus spaelaeus), una hiena y un lobo. Una gran vitrina mu-ral encerrando una colección, creo que única en el mundo,de cráneos del ursus spaelaeus, uno de los cuales, recuerdo,de 0*67 metros de largo, poseía unos caninos del tamaño deun plátano. En un pasillo estrecho y oscuro había instaladaotra colección de cráneos; cráneos humanos éstos, delantede los que no me paraba con demasiado gusto. Estas cabe-zas de muertos, de perfil más o menos borroso, me impre-sionaban extraordinariamente; formaban una panoplia ma-cabra, y sus órbitas negras y vacías, que me parecía quemiraban eternamente la nada, me estremecían. Agradecíacasi inconscientemente al encargado de la conservación deaquellas «Antigüedades Prehistóricas», el no haber expuestolos restos de nuestros antepasados a plena luz, y haberlosapartado piadosamente en la parte más oscura del Museo.

No tardé en conocer al conservador que con tanto cui-dado y erudición organizaba y perfeccionaba la presenta-ción de la Sala de las Cavernas.

Un día estaba contemplando en una vitrina una colecciónde sílex tallados encontrados en la gruta de Mas de Azil,cuando oí llegar con pasos menudos a un anciano de levitay con la cabeza descubierta. Encorvado y quebrado por laedad, tenía unas patillas blancas y vaporosas, y a pesar de sucalvicie pronunciada, una corona de cabellos largos, e igual-mente blancos, le rodeaban la cabeza como una aureola.Unos lentes muy finos, de cristales ovales muy pequeñosrodeados por dos hilos de acero, acababan de dar a su ros-tro arrugado el aspecto y la figura tradicional del sabio, delratón de biblioteca, espécimen de los que quedan todavíaalgunos supervivientes, tal como eran típicos del siglo xix.

Este anciano que se paseaba con la cabeza descubiertapor las salas y galerías, se encontraba en el Museo en suspropios dominios. Tenía ante mí al conservador, a EmileCartailhac en persona, el eminente arqueólogo y prehistoria-dor, el fogoso campeón del danvinismo.

Estábamos solos en la Gran Sala de las Cavernas. Se paróal llegar a mi lado y me dirigió la palabra con una amabili-dad que me confundió. Se enteró de mi interés por la pre-historia, de mis aspiraciones y del nivel de mis conocimien-tos en esta materia. Mis respuestas ingenuas, llenas de lagravedad de una timidez consustancional en mí, aumentadaentonces por las circunstancias, le afirmaron en la idea de

32

un muchacho enamorado de las cavernas, pero sin espe-cialización y sin las más mínimas nociones sobre la pre-historia. Entonces, en unas horas que para mí fueron memo-rables, me trazó un cuadro de los tiempos prehistóricos,procurando familiarizarme con términos como achelense,musteriense, auriñaciense, magdelaniense, etc., que son losnombres de los diferentes períodos de civilización prehistó-rica. Todos estos nombres ya hacía tiempo que me teníanintrigado, y aquel día aprendí su significado; además, mereveló los lugares a que correspondían estos períodos. Gra-cias a su amabilidad y a la claridad de sus explicaciones,puestas a un nivel donde yo pudiera entenderlas, me trans-portó en unos momentos, sin un tropiezo, a los umbralesde la prehistoria, y me entregó el sésamo sin el cual laspuertas de ésta hubieran permanecido cerradas. Llevó sucondescendencia al extremo de indicarme algunas obras devulgarización que podría consultar en la biblioteca del Mu-seo, cuyo acceso me autorizó desde aquel momento. Termi-nó nuestra conversación —mejor su monólogo, ya que yopor mi parte no llegué a pronunciar diez palabras seguidas—animándome con unas frases amables y un amistoso apretónde manos.

Mientras se alejaba con pasos pequeños arrastrando lospies, yo me quedé clavado como petrificado frente a la vi-trina de las «hachas de mano» chelenses, hasta donde mehabía llevado en su explicación. Intentaba darme cuenta delo que acababa de ocurrir, procurando ordenar mis emo-ciones; en aquel momento oí un ruido al otro lado de lasala. Era el guarda del museo (no había más que uno); setrataba del pintoresco y simpático Bruniquel, cuyo nombrele había predestinado a la vigilancia de colecciones prehis-tóricas (1).

Puso rumbo hacia mí y me abordó con su risa fuerte ysu terrible acento tolosano. Sin que me hubiera dado cuentahabía asistido de lejos a la entrevista, y había tenido ciertoderecho a ello, ya que había sido él quien la suscitara.

Hacía tiempo que había advertido mi asiduidad alrede-dor de las vitrinas de prehistoria, y se encariñó conmigo en

(1) Bruniquel es el nombre de una famosa estación prehistórica deTarn-et-Garonne, cuyos importantes vestigios figuran en las vitrinasdel Museo de Toulouse.

3 - VIDA

Page 19: Mi Vida Subterranea

seguida, siempre bromeando sobre «las viejas piedras», comoél decía, y mi pasión por ellas. Había hablado de ello conEmfle Cartailhac, señalándole el caso bastante insólito delrapazuelo prendado de la prehistoria, que tanto le habíaintrigado. i -^

Así, pues, el encuentro y la lección no fueron fortuitos;el sabio se había preocupado de esclarecer un poco las ideasa un debutante, y trató de hacer de él, sin duda, un posiblediscípulo. Discípulo suyo fui, ciertamente, ya que por otraparte había conseguido entrada en la biblioteca; pero unaabsurda timidez crónica me impidió siempre abordar al ar-queólogo, que, sin embargo, fue quien había dado los pri-meros pasos, y que no supo nunca el agradecimiento y laveneración de que le hice objeto siempre, veneración queguardo todavía a su memoria.

Con la complicidad de Bruniquel pude llegar un día apenetrar en el «sancta santorum» del Museo, en el labora-torio de taxidermia. Allí conocí a otro sabio: Philippe La-comme, el conservador técnico de la colección, con el queme unió una indefectible amistad.

Hoy puedo confesar que mis sesiones de lectura sobreprehistoria en la biblioteca del Museo, y mis largas conver-saciones con Philippe Lacomme, no ocuparon únicamentealgunas de mis tardes de jueves, libres. En muchas ocasio-nes fueron motivo de hacer novillos a la escuela. Puedo tam-bién declarar que no sentía por ello ningún remordimiento,y que si mis estudios en el instituto de Toulouse sufrieronalgún retraso por esta causa —digamos, incluso, no algún,sino bastante— no he conservado nunca ningún pesar alrespecto, en absoluto.

54

CELEBRE Y DECEPCIONANTEGRUTA DE AURIGNAC

Emile Cartailhac, al enterarse del lugar en donde pasa-ba yo mis vacaciones y donde efectuaba mis actividadestrogloditas, me indicó el hecho de que a unos diez kilóme-tros de Saint-Martory, cerca de la pequeña ciudad de Aurig-nac, se encontraba una famosa gruta, célebre en el mundoentero por haber dado su nombre al período auriñaciense,uno de los más importantes de la prehistoria.

Me faltó tiempo en las vacaciones siguientes, en cuantollegué, para coger mi bicicleta (sin repuestos y sin cambiode velocidad) y tornar la dirección de Aurignac y su gruta.Mi primera impresión fue de decepción, ya que su aspectoexterior es el de un simple abrigo bajo la roca, poco máselevado y profundo que un armario grande. Pero poco im-portaba: de todas maneras me encontraba en el umbralde una cavidad famosa.

Hacía más de un siglo, en 1842, un hombre salía unatarde de la pequeña ciudad de Aurignac, situada allá en loalto de un montículo, como un burgo feudal. Este labriego,llamado Bonnemaison, llevaba los instrumentos de su pro-fesión al hombro: un pico y una pala. Andu*o a lo largo deun kilómetro por la carretera de Boulougne, pasó el arroyoque se encontraba más abajo del camino, y tras subir algu-nos metros de la loma de Faloje, se detuvo y dejó sus he-rramientas en el suelo. El trabajo que iba a emprender allíno le había sido encomendado por nadie; le animaba sólo lacuriosidad, y he aquí el porqué.

En este mismo lugar, unos días antes, a Bonnemaison,que era cazador —y algo cazador furtivo— le había desapa-

35

Page 20: Mi Vida Subterranea

recido un conejo en una madriguera. Metió el brazo en elagujero y sacó de él un hueso bastante pesado y volumino-so. Intrigado, el hombre había decidido volver otro día yagrandar la madriguera.

A pequeña causa, un gran efecto; la ilusión Por un buenguisado de conejo y una pieza que se eácap'a, iban a teneruna resonancia considerable, a suscicar problemas y . dis-cusiones científicas y polémicas apasionadas, y finalmente ainmortalizar el nombre de un humilde pueblo. Pero no nosanticipemos, y volvamos al hombre que está desenterrandola madriguera.

Desde los primeros golpes de pico, el labriego pudo ob-servar la presencia de una losa rocosa que se hundía verti-calmente, y que parecía encerrar una abertura abovedadacomparable a la entrada de una gruta o de un subterráneo.Intrigado y deseando esclarecer este misterio, el hombreempezó a picar el talud, cavando primero una zanja de arri-ba abajo, y tras el trabajo de algunas horas consiguió des-pejar una pesada placa de gres. Bonnemaison, felicitándosede su tenacidad y de su buen olfato, pues no dudaba queallí había escondido un enorme tesoro, separó el abstáculo...¡y quedó petrificado a la vista de un amontonamiento deesqueletos humanos en el fondo de una gruta!

Horrorizado de haber profanado una sepultura —tan ines-perada en aquel lugar— volvió a tomar rápidamente el ca-mino de su casa, y no dejó naturalmente de contar su aven-tura.

¿Víctimas de la Revolución? ¿Víctimas de las guerrasde religión? ¿Mártires del tiempo de las catacumbas? Talesfueron las suposiciones y las interpretaciones que se die-ron para explicar la presencia de esqueletos en aquel lugar.Los comentarios se sucedieron en este sentido, hasta que unviejo del pueblo aventuró una última hipótesis, más plausi-ble, que fue generalmente adoptada.

Medio siglo antes una banda de falsificadores de mone-da y salteadores había asolado el país. Se habían producidonumerosas desapariciones entonces, ya que aquellos ban-didos no retrocedían ante el asesinato. Según esto, los esque-letos descubiertos por Bonnemaison podrían pertenecer a lasvíctimas de aquellos malhechores que allí escondieron loscadáveres.

La población entera, con el alcalde y el párroco a la

66

cabeza, muy conmovida, se presentó en la siniestra gruta. Elalcalde, que era médico, identificó diecisiete esqueletos; encuanto al párroco, procedió al levantamiento de los restos,que fueron inhumados en el cementerio. Entre las osamen-tas, esparcidos por la gruta, testigos de la ceremonia reco-gieron cierto número de unos objetos redondos y agujerea-dos que se llevaron como recuerdo.

Dieciocho años más tarde, en 1860, el sabio EdouardLartet pasó por Aurignac. Según su costumbre se hizo mos-trar todas las curiosidades arqueológicas de la localidad, losminerales y los fósiles. Entre otras cosas se le mostraronalgunos de los redondeles recogidos en la gruta de los es-queletos. Lartet los identificó inmediatamente como restosde conchas marinas empleadas por las poblaciones prehis-tóricas para la confección de collares y redecillas.

A las preguntas del arqueólogo le fue narrado el hallazgode Bonnemaison. Lartet preguntó entonces por los diecisie-te, esqueletos, pero a dieciocho años de distancia los recuer-dos del enterrador eran demasiado vagos y el sabio no tuvootro remedio que hacerse conducir a la gruta, que habíaquedado intacta, donde decidió comenzar sus investigacio-nes. Estas últimas, efectuadas metódicamente, aportaron unresultado muv interesante: si la gruta había servido de se-pultura neolítica y había sido cerrada artificialmente poruna losa, había sido además, aún más antiguamente, el habi-tat durante muchísimo tiempo de gentes prehistóricas, quehabían acumulado en el suelo de la caverna y en la terrazaexterior grandes hogares. En las cenizas de estos hogares,Lartet encontró numerosos restos de animales de los quese alimentaba el hombre: osos de las cavernas, bisontes, re-nos, caballos, mamuts, rinocerontes, etc. Pero el resultadomás relevante de las excavaciones fueron los instrumentosen hueso y sílex, de una talla hasta entonces desconocida.El trabajo en hueso, en particular, fue revelador de formasy usos nuevos; en cuanto a la talla del sílex, mostró igual-mente procedimientos inéditos.

Lartet estudió y clasificó minuciosa y metódicamente elresultado de sus investigaciones. Publicó un estudio com-pleto sobre todo lo encontrado en la pequeña gruta de Au-rignac, que revelaba un estadio especial de la civilización enla Edad de Piedra. Más tarde las características de todos

37

Page 21: Mi Vida Subterranea

estos instrumentos aparecieron también en numerosas ca-vernas de la región, más o menos distantes.

La cronología de los tiempos prehistóricos ha ido elabo-rándose lenta y pacientemente, a medida que los sabios seiban proveyendo de elementos de comparación. Durante mu-cho tiempo no se supo cómo clasificar los vestigios aporta-dos por las excavaciones de Lartet. Sólo hacia 1908 el padreBreuil, eminente prehistoriador, tuvo la idea de hacer de lagruta de Aurignac una estación epónima, es decir, dar elnombre de auriñaciense a una fase determinada de la civili-zación en la Edad de Piedra.

En la actualidad el período auriñaciense tiene su lugarentre las grandes subdivisiones de la prehistoria, entre elmusteriense y el solutrense. El auriñaciense representa unode los períodos más largos y más interesantes de los tiem-pos prehistóricos, uno de aquellos cuya área geográfica estámás extendida, puesto que se encuentra desde el África delSur hasta Siberia, englobando con ello a toda Europa.

Yo ignoraba todas estas cosas cuando en 1911 llegué, ato-londrado e ignorante como un pobre onagro, ante la grutade Aurignac. Pero pese a todo me encontraba en el umbralde la venerable cavidad como en el umbral de mi carrera, ymi visita —a falta de la sesión de reptación que yo espera-ba— fue como una peregrinación a aquel lugar sagrado dela prehistoria.

Quizá hayáis pasado por delante de la gruta de Aurignacy la consideraseis un tanto distraídamente; pero concededlealgo más que una simple mirada, ya que ella simboliza unaetapa decisiva en la evolución de la humanidad. Allí, nues-tros más remotos antepasado, hace unos cuarenta mil años,vivieron miserablemente. Allí lucharon contra animales sal-vajes y contra la hostilidad de una época feroz y cruel. Esun lugar donde ha apuntado j^r Inteligencia humana.

MI PRIMERA GRUTA: MONTSAUNES

Un hallazgo fortuito efectuado no como hubiera sido lonormal en la biblioteca del Museo, sino en una caja de librosviejos, olvidados en el desván de nuestra casa de Saint-Mar-tory, iba a llevarme a un sensacional «descubrimiento», y meharía posible penetrar en una gruta inexplorada —lo cualconstituía mi sueño dorado desde hacía largo tiempo— con-forme a mis ambiciones, que fue realmente mi primera gru-ta digna de ese nombre.

Ojeando dicha caja encontré un pequeño folleto con laspáginas todavía por abrir, una especie de número extraor-dinario de una revista científica, con un título llamativo enprimera página: La guarida de hienas de la Gruta de Mont-saunés.

Montsaunés era un pueblecito a tres kilómetros de Saint-Martory... ¿y allí había una gruta? ¡Y una gruta que habíaservido de refugio a las hienas!

Mi asombro y mi curiosidad llegaron a su punto cum-bre, fácil es imaginarlo, puedo añadir que se colmaron, conla lectura de esta memoria debida a la pluma de un paleon-tólogo, Edouard Harlé, «miembro de varias sociedades cien-tíficas», de quien yo leería y apreciaría otras obras mástarde.

Lo que averigüé en aquel sencillo folleto, leído de un ti-rón, fue que en 1890 la explosión de una mina había descu-bierto, en la cantera de Montsaunés, el pasillo de una gruta,en la que Harlé había practicado investigaciones paleonto-lógicas. Estas investigaciones le proporcionaron restos deanimales pertenecientes a la «fauna cálida del período ache-lense», entre otros, osamentas de elefante, de hipopótamo.

Page 22: Mi Vida Subterranea

de hiena, de puerco espín, de castor e incluso de mono (unamandíbula perteneciente a un mono de especie no conocidahasta entonces, y al que se dio el nombre latino de macacastolosanus). Esta inesperada enumeración de animales quehabían vivido en Montsaunés en una época remota, de laque naturalmente era incapaz de fijar la antigüedad fabulo-sa, me dejó perplejo y como soñando. Pero lo que recuerdoperfectamente es que de esta lectura una cosa había queda-do clara en mí: que había por allí, muy cerca, una grutadonde las excavaciones sólo habían sido practicadas en losprimeros metros de una galería que quedó inexplorada...

Nunca había oído hablar a nadie de esta gruta. ¡Con talque los trabajos efectuados posteriormente en la canterano la hubieran cerrado!

Al día siguiente, al ponerse el sol, llegaba yo con mi bi-cicleta a la cantera, en la que penetré con el corazón sal-tándome en el pecho. Al principio el lugar me pareció com-pletamente desierto y abandonado; pero había llegado enun momento bien inoportuno: en el momento en que tres»operarios iban a prender fuego a la mecha para hacer saltarun pedazo de roca. Sorprendidos de mi llegada intempes-tiva me gritaron sin ninguna consideración que me alejarade allí lo antes posible.

Me batí en retirada bastante corrido, y esperé impacien-temente las explosiones. Luego seguí vigilando los movimien-tos de los obreros hasta que se alejaron con dirección alpueblo. La cantera estaba ahora desierta, libre, y la inspec-cioné ávidamente.

La gruta era un agujero negro, a decir verdad bastanteexiguo, abierto a algunos metros de altura en el frente ro-coso; pero nunca me había preocupado esta circunstancia, esmás, los orificios en lugares difíciles eran mi especialidad.

Me quedé un poco aturdido y como desorientado cuandocomprobé que aquella entrada no recordaba en nada la des-cripción que había leído en la memoria. Pero esto se debíasin duda al hecho de que al cabo de veinte años el frente dela cantera había retrocedido al ser explotado, y por tanto lagruta, acortada y reducida, no presentaba la sala y el vestí-bulo donde Edouard Harlé había efectuado sus investigacio-nes. Tuve que bendecir que la gruta se hubiera presentadoasí, con el techo extremadamente bajo. Ello fue causa deque el eminente paleontólogo renunciase a meterse arras-

40

trándose por la prolongación de la caverna, y ésta quedaselibre de la investigación. No me sorprendió, pues más tardeme enteré de que el sabio se presentaba en las canteras queiba a investigar, con levita, cuello almidonado y sombrerohongo.

Me quité mis sandalias en la entrada y penetré en ellareptando con los codos y las rodillas, pero al cabo de unosdiez metros de esta progresión incómoda sobre un suelo bas-tante rugoso, del tipo de «hueso de melocotón», desembo-qué en un pasillo de unos tres o cuatro metros de ancho yotros tantos de alto.

¡Qué suerte la mía! Me quedé un momento inmóvil, depie, sosteniendo mi vela en la mano. En lo que alcanzabami vista (digamos de cinco a seis metros), divisé, o mejorintuí la perspectiva borrosa de un vestíbulo de buenas di-mensiones. Nunca había asistido a una fiesta semejante, y loque redoblaba mi emoción y mi entusiasmo era que el suelofangoso, en el que mis pies se hunden profundamente, nopresentaba ninguna huella de que se hubiera pasado por él:¡el piso arcilloso era virgen de señal alguna!

En el silencio que siguió a mi alto, oí un ruido por de-lante, hacia el fondo, como una carrera; la huida de unanimal, pero de pequeño tamaño: algún conejo miedoso, alque yo habría molestado en aquella hora crepuscular, enque debía apetecerle salir al exterior para retozar y pasear-se por los campos.

A la luz de mi bujía, verdaderamente insuficiente e in-cómoda (aunque sería fiel todavía durante algunos años aesta iluminación irrisoria y primitiva), he aquí que echo denuevo hacia adelante y me encuentro frente a un embudoterroso que ocupa la anchura del pasillo. ¿Se trata de unasentamiento de tierras, de un hundimiento? No lo sé. Pasoa la otra parte de esta depresión, pero poco más allá veo otramás profunda. Me acerco; ésta se prolonga hacia abajo. Em-pujo con el pie unas piedras en aquel agujero y desaparecenpor él, mientras voy oyendo sus rebotes en las paredes. Meinclino sobre el orificio y oigo, por lo bajo ahora, subiendode las profundidades, un murmullo confuso, bastante indis-tinto, pero continuo. Es un ruido nuevo para mí, pero quedesde entonces ha sonado muy frecuentemente en mis oídosbajo tierra; es el ruido de agua corriente que circula por unpiso inferior desconocido.

41

Page 23: Mi Vida Subterranea

¡Qué de aguas subterráneas he escuchado y descubierto—a veces a profundidades aterradoras— a partir de aqueldía en que me quedé inmóvil por la sorpresa y el fervor aldescubrir la existencia del riachuelo subterráneo de Mont-saunés!...

Los innumerables arroyos, ríos, torrentes glaciales y ne-gros como el Acheron, que he encontrado y en los que a me-nudo he nadado en espantosa soledad y entre tantos peli-gros, no han podido hacerme olvidar nunca el humildearroyuelo de Montsaunés; fue el primero de todos ellos, yla pasión por las aguas subterráneas me marcó aquel díapara siempre.

Tras echar una mirada a lo que quedaba delante de mí,ya que el pasillo se prolongaba indefinidamente, di mediavuelta por dos razones. Primera, porque, habiendo calculadomal las dificultades que podría ofrecerme la gruta de Mont-saunés, había cogido solamente una bujía; y la segunda eraque se hacía de noche y era tarde. No obstante la libertadque me concedían mis queridos padres, no podía permitir-me el volver a casa a una hora indebida. Así que pedaleé atoda velocidad de regreso a Saint-Martory.

Al día siguiente, esta vez con la autorización paterna enregla, volví a la entrada de la gruta a una hora más tardíaaún que la del día anterior. Nos habíamos asegurado bienpara no encontrar a los obreros de la cantera. Y digo nos,pues había puesto al corriente a mi hermano Marcial de to-das las exploraciones de la víspera, y él estaba temblando deimpaciencia, como yo, por empezar de una vez la investiga-ción de la gruta.

En esta ocasión nos habíamos aprovisionado bien de ve-las, y llevábamos como unas pequeñas mochilas de «boy-scout» conteniendo una cuerda, un martillo y algunos víve-res. Habíamos organizado una verdadera expedición.

Mientras peroraba y hacía los honores de la caverna aMarcial llegamos al embudo, donde dejamos caer algunaspiedras y escuchamos el ruido del arroyo subterráneo. Lue-go, con decisión, avanzamos hacia lo desconocido...

La aventura empezaba. Se presentaron otros orificioscomo el precedente, y los fuimos pasando. Y henos aquí ex-tasiados delante de estalactitas y otras columnitas, muy mo-destas, pero que nos parecían salidas de un cuento de hadas,por ser la primera vez que las veíamos, y por ser nosotros

42

quienes las descubríamos. Nos las anexionamos incluso entreexclamaciones, sin ninguna modestia.

—i Oh! ¡Mira la que acabo de descubrir!—Sí, no está mal, pero fíjate en la mía. ¡Aquí!Esta sucesión de entusiasmos ante los constantes hallaz-

gos nos galvanizaban; nos temblaba la voz, parecía como siestuviésemos enfebrecidos.

—¡Oh, qué columna!Y admiramos sin reserva una columna, la más grande en

toda la gruta. Era una columnita de metro y medio de alturay del grosor de un brazo. Pero unía el techo con el suelo; erapor lo tanto un verdadero pilar lo que estábamos examinan-do y detallando, hasta el momento en que Marcial, tras darpasos en térra incógnita, me llamó de pronto.

—¡Norbert! Un precipicio. ¡Hay un precipicio!Era verdad. El vestíbulo se interrumpía delante de no-

sotros, cortado a pico. Enfrente, negro y vacío... Y no po-díamos acercarnos, porque el brocal redondeado estaba ta-pizado de arcilla blanda y escurridiza.

Tiramos algunas piedras en el «precipicio», y nos calma-mos un tanto. Caían con un sonido opaco sobre un sueloterroso, alrededor de unos ocho metros más abajo.

Entonces yo, como explorador experimentado, saqué demi mochila la cuerda de doce metros y la anudé a la basede la columna que se erguía providencialmente al borde delabismo. Marcial observaba lo que yo hacía, todos mis gestos,con interés. Sabía positivamente que era «formidable» des-lizándome por la cuerda, y tenía prisa por saber qué era loque había al pie del talud. Para poder tener las manos libres,me puse mi vela encendida entre la cinta y el fieltro de misombrero, y me dejé resbalar en el vacío. La pared estabatapizada de un barro arcilloso, blando y pegajoso, que meembadurnó instantáneamente codos y rodillas. Pero seguíbajando sin preocuparme en absoluto. No por mucho tiem-po, porque aterricé sobre un suelo blando y lleno de barro.Los chorros que caían desde el techo habían hecho de aquellugar una charca en la que mis pies se hundían profunda-mente.

¡ Pero qué importaba! Grité desgañitándome a Marcial mivictoria y mi llegada a buen puerto, y para renovarle mis yaprodigados consejos. Ahora bajaba él; noté en la cuerdaunas sacudidas. Levanté la cabeza y empecé a ver sus zapa-

43

Page 24: Mi Vida Subterranea

tos, que se destacaban del fondo oscuro de la tierra. Conti-nué dándole consejos, exhortándole; se acercó a mí, me dis-puse a cogerle de los pies, a recibirle... Pero en aquelpreciso momento oí una especie de chisporroteo sobre micabeza, acompañado de olor a quemado. Me arranqué preci-pitadamente el sombrero de la cabeza y lo tiré al suelo con-vertido en una llama, mientras Marcial, presa de una risaescandalosa, me caía encima.

En mis prisas y con todo mi ajetreo, me había olvidadode la vela que había colocado en mi sombrero: ¡y acababade prenderle fuego!

Una vez terminado el incidente burlesco, y calmada nues-tra hilaridad, nos organizamos para reemprender la explora-ción. La caverna continuaba por un pasillo elevado, estrechoy extremadamente fangoso. Pero a nuestros pies vimos asi-mismo una especie de cajón que se hundía en las tinieblasdel cual subía el murmullo de agua corriente.

¡Un arroyo subterráneo! Esto encendió nuestra imagi-nación. Teníamos un deseo enorme de encontrarnos frente aaquel espectáculo y contemplar una corriente de agua, pormodesta que fuera, abriéndose camino en las mismas entra-ñas de la tierra.

Nuestra curiosidad nacía acaso del recuerdo de un libroque nos había emocionado e intrigado vivamente. En el Via-je al centro de la Tierra, el sobrino del profesor Lidenbrock,Axel, se pierde y utiliza para encontrar de nuevo el caminoel hilo de Ariadna de un arroyo de agua hirviendo que ser-pentea y fluye por aquellos laberintos subterráneos.

Aquí, en Montsaunés, no nos habíamos perdido, a Diosgracias. Pero me deslicé por el boquete con una impacienciamezclada dé respeto. Me introduje, repté con decisión, ade-lantando un brazo con la vela en la mano. De repente, éstase apagó, al mismo tiempo que yo me sumergía en un aguaglacial. Me encontré en completa oscuridad y en la imposi-bilidad de volver a encender la bujía, acurrucado como es-taba en aquel pasillo estrecho. Podría haber hecho marchaatrás, pero mi mano sólo se había sumergido hasta la mu-ñeca. Deduje de ello que el riachuelo no era muy profunda, ycontinué dejándome deslizar hasta que pude hacer pie. Cha-poteé a tientas, mientras intentaba volver a encender micandela. Mojado hasta las rodillas y con las mangas de micamisa empapadas por haberme arrastrado a gatas en el

U

agua: ¡así fue como tomé contacto con mi primer arroyosubterráneo! ¡Un verdadero bautismo!

Había tenido el tiempo justo de encender una cerilla ylevantarme, cuando ya Marcial hacía interrupción en el pasa-dizo y topaba con la cabeza en mis piernas.

—Está helada —dijo con un resoplido, haciendo alusióna la temperatura del agua.

En efecto, estaba muy fría, y no recordaba en ningúnmomento el río de agua hierviendo de Axel. Evocando estaidea, y lleno de reminiscencias de Julio Verne, creí necesarioseguir instruyendo a mi hermano menor.

—Comprende —le dije gravemente—, aún no hemos lle-gado al centro de la tierra; el fuego central no ha podidocalentar esta agua, y como está privada del sol desde no sécuánto tiempo, fluye así de fría.

El riachuelo provenía, algunos metros más arriba, de unabóveda rebajada completamente impenetrable. Pero más aba-jo se presentaba estupendo: una galería elevada y tortuosaen la que nos metimos, felices de poder chapotear en el agua.El lecho del río, tan pronto arcilloso como rocoso, es muyaccidentado, a veces con pequeñas orillas a sus costadosllenas de cantos rodados, negros como el carbón (depósitosde manganeso, según debía aprender más tarde). Caminába-mos atentos a todo lo que íbamos observando, que registrá-bamos en un entusiasmo continuo.

De vez en cuando advertíamos la existencia de minúsculosafluentes, que procedían de grietas laterales, hacia las quenos empujaba nuestra curiosidad, pero que eran en realidadimpenetrables. En ciertos lugares la bóveda se elevaba en laforma de un cuévano, dando lugar a pozos verticales ascen-dentes, que comunican arriba con los embudos del piso su-perior. Esta disposición, propia del mecanismo de desapa-rición de las aguas subterráneas, iba a encontrarla toda mivida en las cavernas. El agua horada siempre, utiliza lasgrietas del terreno, y con ayuda de la gravedad llega a al-canzar los pisos inferiores para seguir circulando cada vezmás abajo.

Así, en Montsaunés el piso superior representa el antiguocurso subterráneo abandonado desde hace millares de añospor el agua corriente, y convertido en fósil. Los diferentesembudos (puntos en que se pierde el primitivo río) han sidolos que han trasegado las aguas hasta el piso inferior, por

45

Page 25: Mi Vida Subterranea

donde nos paseamos actualmente y donde se encuentra hoyel curso activo.

Este desplazamiento de las aguas, la desecación del pisosuperior, se remonta en Montsaunés a una época geológicamuy antigua, puesto que más tarde la gruta sirvió de cobijoa las hienas, que arrastraban allí los cadáveres, o partes decadáveres, de numerosos animales, de los que Edouard Har-lé extrajo las osamentas en 1890.

Evidentemente, todas estas consideraciones no se nos ocu-rrieron con motivo de nuestra exploración. Pero si bien noentendimos en aquella ocasión el proceso de evolución dela caverna, nos compenetramos con el ambiente y vivimosuna aventura maravillosa que nos sirvió de preparación paramuchas otras y nos ayudó a la comprensión y al conocimien-to de los mundos subterráneos. Sin tener la más mínimaidea, o por lo menos sólo las nociones más elementales e in-fantiles, con razonamientos propios de nuestra edad inter-pretábamos lo que veíamos y lo que creíamos comprender.Nos envolvía como una especie de mística de las cavernas yexperimentábamos sentimientos y sensaciones confusos ymisteriosos, a los que el ambiente, el lugar, daban una cua-lidad de verdadera embriaguez, y que nos recompensabancon mucho por todo nuestro entusiasmo de muchachos lan-zados a la aventura.

Inconscientemente en el fondo, pero con convicción, nossentíamos compenetrados con lo que dijo un día el sabioAlbert Einstein: «No hay nada más maravilloso en el mun-do que el misterio. Está en la fuente de toda verdaderaciencia».

Nuestro vagar por aquellos pasillos proseguía, entrecor-tado con exclamaciones ante cada uno de nuestros hallazgosy sorpresas:

—¡Oh, mira, aquí hay un hueso!En el agua del arroyo vi y recogí un hueso corto, grueso

y negro como el carbón. Este hueso, desaparecido casi in-mediatamente en el bolsillo, y que fue ingresado y expuestoen mi museo del granero, debía ser identificado más tardepor el padre Breuil, en la ocasión en que me honró con suvisita. Era de caballo.

Un poco más lejos Marcial me llamó:—Ven a ver. Aquí hay quisquillas.Miré en un remanso profundo, donde la limpidez del agua

46

era ideal, y vi unos curiosos animales acuáticos que se mo-vían con extraordinaria agilidad. Eran efectivamente quis-quillas de agua dulce, de cuerpo casi transparente. Estoscrustáceos cavernícolas y ciegos (desprovistos por comple-to del órgano de la vista), viven allí en las tinieblas más ab-solutas, comportándose como si vieran. Advertidos de nues-tra presencia por no sé qué otro sentido (el oído sin duda),recelaron de nosotros y se hundieron, desapareciendo en lasgrietas rocosas.

Como en aquella leyenda oriental en la que un hombreencantado por el melodioso canto y el plumaje multicolor deun pájaro pasa cien años escuchándolo y siguiéndolo por unbosque inmenso, de la misma manera marchamos nosotrosdurante mucho tiempo en las sombras, guiados por el hilo deAriadna del riachuelo y precedidos por su murmullo hechi-zante, que de roca en roca y de estanques en cascadas nosatrajo hasta una pequeña hendidura final. Allí terminó elhechizo, ya que el agua desapareció de repente con un glu-glu como un sollozo.

Volvimos hacia medianoche hasta el origen del riachuelo,reptamos de nuevo hasta la plataforma de acceso, y tras unamirada confiada a nuestra cuerda, que seguía pendiente deaquel muro de arcilla, nos metimos por la galería que pro-longa la caverna hacia arriba.

Tras las horas intensas y poéticas vividas en el cursodel riachuelo, teníamos ahora que enfrentarnos con un obs-táculo difícil y un tanto grotesco: las acumulaciones de arci-lla pegajosa que debíamos escalar para remontarnos al pisosuperior.

Muy pronto quedamos empapados de barro. Nuestrospies resbalaban en esta materia escurridiza, y nuestras ma-nos tenían el aspecto de guantes de boxeo incómodos y di-vertidos; hasta nuestras velas llegaba, y éstas se untarontambién de una capa de arcilla de la que sólo sobresalía unallamita que no quería ni debía apagarse.

En uno de mis libros he hecho elogios del barro y noquiero retirarlos, a pesar de que puede haber resultado pa-radójico el celebrar así un elemento en principio desagra-dable y repugnante. Me permitiré incluso reproducir aquíalgunas de las consideraciones:

«Para el espeleólogo, la arcilla más pegajosa, la más res-baladiza, no será nunca barro vulgar, sino un elemento noble

47

Page 26: Mi Vida Subterranea

que le embadurna de la cabeza a los pies y a menudo lehiela; pero que a la larga es tan característica y familiar, queresulta un elemento clásico, una característica de las caver-nas. Al espeleólogo más arcilloso —digamos incluso, por unavez, fangoso— le quedará siempre el recurso y el orgullo deproclamar como Cyrano: "¡En mí, la elegancia está en elespíritu!"

»Por otra parte, si se desea ir hasta el fondo de las cosas,y si se me permite decir mi pensamiento completo, préstamoquizá del simbolismo (casi misticismo geológico), ¿no eséste el lugar más apropiado para recordar que la arcilla esla roca más venerable y noble que pueda existir, ya quenosotros mismos estamos hechos del barro, de la tierra?¿Y podemos poner en duda que esta tierra haya sido de ar-cilla —de arcilla roja—, si el nombre del primer hombre,Adán, significa en hebreo tierra roja, y si la misma palabrahombre, del latín homo, significa igualmente humus, tierra?»

He aquí algo de lo mucho que se podría decir de estaarcilla de las cavernas, que desanima a tantos, como nos de-sanimó y casi repugnó en el primer contacto que con ellatuvimos en la gruta de Montsaunés.

Además, nuestra primera gruta nos opuso un segundoobstáculo igualmente serio, y que juzgamos en un primermomento casi insuperable.

Llenos de barro, tras haber vencido difícilmente esta cir-cunstancia, nos fue concedido un pequeño descanso en unasala rocosa que se prolonga por un pasillo bajo. Nos meti-mos por él a rastras. La galería continuaba, pero cada vezmás impenetrable; hallamos pronto una lámina tapizada deestalactitas y de pequeñas columnas formando los barrotesde una reja natural.

Incluso Marcial, a pesar de la'agilidad de sus ocho años,quedó desarmado ante un obstáculo tal, y tuvimos que vol-vernos a la sala, donde en primer lugar empezamos por ras-car con el cuchillo la capa de arcilla que nos envolvía lapalma y los dedos de las manos.

Al acordarme de que tenía un martillo en la mochila, vol-ví a reptar hasta la verja y golpeé las estalactitas, que serompieron como el cristal. Pero tras ellas se presentabanotras columnas más espesas y más resistentes, cortas y bienenraizadas en la tierra, mientras que mi herramienta sólo

48

era capaz de golpes sin fuerza en razón de mi incómoda po-sición y de la falta de juego de mi brazo.

Fatigado muy pronto por la tensión de los músculos en elesfuerzo realizado, dejé mi martillo y mi sitio a Marcial,quien con su pequeña estatura podía meterse más adentro.Pero, por su edad, golpeaba todavía con menos fuerza.

Finalmente, uniendo nuestros esfuerzos, y extremandonuestro ardor de arrasadores de murallas, llegamos a con-seguir algún éxito. Cada caída de una columna fue acom-pañada de gritos de triunfo. Los restos los barrimos rápida-mente echándolos hacia atrás, y el cuerpo pudo progresarasí algunos centímetros. Aquello se eternizaba, pero llegóun momento en que la última barrera de calcita saltó, y pu-dimos observar que más allá de un último despunte rocosoel techo empezaba a elevarse de nuevo.

Por fortuna, el suelo estalacmítico contra el que está-bamos apretados es liso y húmedo, doble circunstancia quefavorecía nuestra reptación. Vacié mis pulmones para dis-minuir mi caja torácica, comprimí el esternón y los omó-platos, pasé, y respiré ruidosamente bajo una bóveda enla que sentía la presión más cruel y amenazante. Marcialme había seguido como una sombra. La caverna, ahora yapasillo espacioso, seguía y seguía...

Chimeneas que subían hasta alturas indiscernibles, mien-tras que a nuestros pies se abrían pozos de los que ascendíael rumor del riachuelo, que volvimos a encontrar, y del quecortamos su curso hacia arriba, para explorarlo en una se-sión posterior. Por entonces nos contentamos con recorrerel piso superior en el que habíamos entrado con tanto tra-bajo.

Así llegamos al fondo de un pasillo sin salida, salvo unapequeña ventana. Pasé la cabeza por ella para quedarme conla conciencia tranquila. ¡Victoria! ¡Continuaba por allí! Meintroduje y llegué a un vestíbulo liliputiense de suelo areno-so, en el que descubrí las finas huellas de un animal peque-ño. Ello nos llenó de asombro, pero muy pronto de alegríatambién porque, tras reflexionar, consideramos imposible queninguna bestia pudiera llegar hasta allí por la entrada de lagruta situada tan lejos, allí abajo, en la cantera.

Se oponían a ello todos los obstáculos que acabábamosde pasar nosotros mismos; uno de los más importantes, elabismo que habíamos tenido que salvar deslizándonos por

49

4 - VIDA

Page 27: Mi Vida Subterranea

la cuerda. Conclusión: no podíamos estar lejos de xana sa-lida de la caverna, que debía abrirse por algún sitio en elbosque. [Quién sabe en qué parte de la montaña, bajo lacual nos habíamos estado arrastrando laboriosamente!

La perspectiva de encontrarnos de nuevo en el exteriory de haber atravesado la colina nos entusiasmó. Miramosnuestra provisión de velas y, tras asegurarnos de que no nosiban a faltar, seguimos nuestro camino. De repente, tras laprimera esquina, un espectáculo inesperado nos dejó clava-dos en el sitio: la gruta se acababa en redondo, completa-mente, y en el suelo, desparramado, estaba el esqueleto delanimal, cuyas huellas eran las que nos habían estado guiandohasta aquel lugar.

Permanecimos durante unos instantes como paralizadospor la evocación del drama subterráneo, que intentamos re-construir. El animal, una garduña, penetró en la caverna poralguna estrecha fisura de la bóveda, por alguna grieta comu-nicante con el exterior. Tras un camino largo, complicadoacaso, y para siempre misterioso —por ser accesible sólo apequeños animales— la garduña se había introducido en lagruta. Herida, enferma o perdida, vagó por ella hasta venira morir miserablemente en el fondo de la caverna.

Este fin, esta imagen de la muerte, nos impresionó y nosentristeció; de la misma manera que nos desencantó el he-cho de que la gruta quedase sin salida.

Nada es amable bajo tierra; todo en ella es severo, aveces siniestro, siempre grave y amenazador. Y es ello acasola causa por la que el hombre y los animales retroceden ins-tintivamente con horror ante las tinieblas subterráneas. Unaminoría ínfima de humanos se acomoda a este dominio demuerte, y experimenta interés, incluso pasión por explorar-lo; son los espeleólogos.

¿Espeleólogos? Entonces ignorábamos aún, y durantemucho tiempo, este neologismo extraño, pero por instinto,por gusto de aquel mundo especial, éramos aficionados, ver-daderos enamorados de las cavernas.

La exploración de la gruta de Montsounés, que tantos as-pectos ignorados nos había descubierto y tantas dificultadesnos había impuesto, nos había también proporcionado lec-ciones preciosas y hecho vivir unas horas inolvidables. Pero,por encima de todo, me había conquistado para la aventurasubterránea; pues ella fue mi primera gruta.

50

MI PRIMERA SIMA: EL POUDAC GRAN

Nuestra memorable exploración nocturna en la gruta deMontsaunés fue el comienzo de excursiones en bicicleta porlos alrededores de Saint-Martory, que me dieron a conocercavernas, si no vastas, sí por lo menos interesantes en lasque me metía con todo mi entusiasmo.

Pero había en mí una ambición todavía no satisfecha: lade encontrar una sima y, de ser posible, descender a explo-rarla.

Sabía que esto existía, aunque sólo fuera por la lecturade Julio Verne. La aventura del profesor Lidenbrock en elcráter de Sneffels, el volcán islandés, me apremiaba posi-tivamente. El pozo del Enebro, del pequeño acantilado deEscalére, el único que conocía, era una sima bastante mo-desta, y los numerosos descensos efectuados en ella habíanagotado en mí toda emoción e interés. Aspiraba ahora a en-contrarme frente a un verdadero abismo, para medirme conél y gustar las emociones fuertes de un descenso bajo tierra.Este deseo llenaba mis pensamientos; pero mis búsquedasresultaban inútiles: parecía que no había una sola sima entoda la región.

Un día me había llamado la atención ver en un talud es-carpado una pequeña abertura, y empecé a engrandecerla,porque en cuanto veía el más pequeño agujero me sentía enla obligación de meterme por él. Había sacado ya bastantetierra, y algunas gruesas piedras, cuando oí un ruido de ca-ballos que se acercaban.

Consciente de haber obstaculizado el camino con mispiedras, me sentía bastante molesto y de buena gana mehubiera marchado de allí y hubiera desaparecido en el bos-

51

Page 28: Mi Vida Subterranea

que. Pero mi bicicleta al borde del camino era suficientemen-te acusadora. Me resigné, pues, a quedarme donde estaba y asoportar los gritos probables del conductor del carro, queiba a aparecer en seguida por el ángulo de la carretera.

Pero no fue un campesino quien apareció, sino dos gen-darmes a caballo. Estaban de servicio y tenían un aire altivo;y tanto más me lo pareció a mí que me encontraba allí amedia pendiente, en medio del alud de materiales extraídosdel agujero. Respiré algo aliviado al reconocerles como per-tenecientes a la brigada de Saint-Martory. Les conocía bien,porque la casa de la gendarmería, contigua a la mía, habíasido alquilada por el Departamento a mi padre.

Ellos me reconocieron a su vez, y por ello me libré deque me preguntaran poco amablemente la clase de ocupa-ción a la que estaba entregado. Afortunadamente no teníani la edad ni el aspecto de un ladrón de conejos, ni de uncazador furtivo; pero me ordenaron cesar en mi trabajo deechar piedras al camino vecinal.

Uno de ellos, a quien yo conocía particularmente porqueera amigo de su hijo, montaba un soberbio alazán dorado,muy fogoso y bien plantado, que se encabritó con la orden.Este gendarme, llamado Estrada, tenía muy buena presen-cia y un aire marcial acentuado por los bigotes retorcidos.

Conocía mi manía de buscador de agujeros, y desde loalto de su montura me aconsejó que me diera una vueltapor su comarca, porque por allí había pozos (lo pronunciócon terrible acento patuá) a centenares.

Su «comarca», ya lo sabía, era el pueblo de Arbas, alpie de la montaña. Estaba sólo a unos veinte kilómetros,pero en aquella época ello constituía una distancia bastanteapreciable. Le pregunté más sobre estos misteriosos pozos,y me hizo una descripción impresionante de ellos.

Se trataba de pozos disimulados en plena montaña, enlos bosques de abetos y hayas. Eran muy peligrosos, y a me-nudo se tragaban cabras e incluso vacas, que pastaban porallí en libertad durante el verano.

Por la noche, mientras cenábamos, me fue fácil dirigirla conversación hacia este mismo tema, y mi padre, que eraun gran cazador de jabalíes (tenía en su haber unas 140 ca-bezas de jabalí cortadas, y había sido herido seriamente porun viejo macho solitario), me confirmó que había cazado enel macizo de Arbas y que realmente conocía estos pozos, ver-

daderas trampas naturales, donde muchos de los perros decaza desaparecían cada año.

Ya tenía yo algún conocimiento de todo esto por haberleído en Toulouse, en la biblioteca del Museo, un folleto re-lativo a la exploración de uno de aquellos pozos: la sima dePlanque. Un estudio debido a la pluma de un sabio parisién,M. Martel. Había calcado el plano y el corte de la sima, yahora aquel precioso documento me quemaba la mano. Eraabsolutamente necesario que fuera a ver esa sima de Plan-que, y si era posible, deslizarme por ella hasta el fondo.

Y he aquí que una bella mañana de verano me llegué aArbas. Iba solo, porque Marcial no tenía aún bicicleta, y medirigí hacia la montaña provisto de toda una serie de re-comendaciones e informaciones muy detalladas, demasiadoincluso, que un viejo había tenido a bien prodigarme.

Por pura casualidad (la suerte del novato), conseguí en-contrar el orificio de la sima «al pie de una gran haya» muypronto, tal como me había sido detallado —si puede decirseasí—, ya que casi todo el bosque se componía de hayasgrandes.

Heme aquí, pues, delante de una verdadera sima, provis-ta de dos nombres: sima de Planque, según Martel; PoudacGran, según las gentes del lugar. Confieso que el dilema topo-nímico dejó de preocuparme en cuanto me encontré en pre-sencia del abismo, que en verdad no hubiera imaginado tanimpresionante.

El gráfico del corte de la sima que tenía en mi podermostraba un pozo oblicuo de veinte metros, al que seguíaluego un tajo vertical, y por último acababa en una salagigante. Todo ello aparecía claro y sin sorpresas en el pa-pel; pero la realidad era muy otra.

Me quedé como hipnotizado y estupefacto ante aquelvertiginoso vestíbulo que se abría a pico, en el que mi frescaerudición de colegial colocaba el «lasciate ogni speranza» delInfierno de Dante. Tuve que hacer un esfuerzo para dirigir-me a mi mochila y sacar de ella la fina cuerda de treinta ycinco metros que desenrollé lentamente, repasando los nu-dos de que estaba formada, ya que se trataba de varias sec-ciones. El nudo con que la fijé en el árbol más próximo con-centró igualmente toda mi atención. Pero sabía que tantalentitud no estaba destinada más que a retardar en lo posi-ble el instante en que tendría que emprender el descenso.

68

Page 29: Mi Vida Subterranea

Siguiendo con mis reminiscencias clásicas, evoqué aquellode «estás temblando, pobre esqueleto», de Turenne, y tuveque reprenderme a mí mismo para proceder de una vez alos últimos preparativos. Estos preparativos comportabanuna inovación: el empleo de una pequeña linterna de acfr-tileno del modelo utilizado en aquella época por los ciclis-tas. Este armatoste detestable, del que posiblemente no su-piera servirme, me causó grandes contratiempos. Por fortunatenía mis fieles bujías, y sosteniendo una de ellas encendidaen la boca empecé el descenso por el tobogán que se hundíaen la sima.

La preocupación por el ejercicio adecuado al descenso,las brazadas metódicas para el desenvolvimiento normal deladentramiento en las profundidades, me hacen siempre ol-vidar automáticamente mis temores, y por fortuna me de-vuelven mis plenas facultades. Llegué así hasta el lugar enque el pasillo, muy inclinado, se abre a pico en el vacío,sobre el que quedé suspendido. Llegué hasta allí en perfec-tas condiciones, y al no sentir aún el más mínimo cansancioen los brazos, me dejé deslizar boca abajo para atravesarel desplome. Apretando la cuerda con las piernas y los pies(secreto del empleo de la cuerda lisa) empezaba a deslizarmehacia abajo cuando se produjo un incidente grave: la velaque sostenía en la boca se me apagó al chocar con la roca...Tuve que continuar, pues, no sin viva inquietud, descendien-do a tientas en las tinieblas, hasta mi aterrizaje en el suelo,que se efectuó normalmente.

Volví a encender la vela y la linterna, y pude comprobarcon un respiro de alivio, y no sin orgullo, que estaba al bor-de del gran talud, lo que me permitiría sin dificultad alcan-zar el fondo de la sima.

Dejé pues mi cuerda y empecé a descender rápidamentela pendiente escarpada, llena de bloques de rocas y de tron-cos de árbol.

La bóveda muy elevada da a la cavidad, en verdad impo-nente, las dimensiones y el aspecto de una catedral hundida,en cuyo seno me sentía bien poca cosa. Camino abajo, encón-tré entre las piedras el asta de un ciervo, y poco más abajoalgunos esqueletos y un cráneo de oso muy bien conservado.Estos animales habían caído sin duda, resbalando en el pa-sillo tobogán, para rebotar luego desde lo alto del acantiladoy destrozarse en las rocas subyacentes.

64

Al llegar al final de la sima me maravilló encontrar unpequeño lago encantador, cuya contemplación me recompen-só mucho la lucha interior que tuve que librar allí arribaantes de decidirme a descender. La vista del agua límpiday de la decoración maravillosa que le sirve de marco, me re-compensó asimismo de los incidentes y emociones del des-censo.

He aquí pues el fondo de una sima con su pequeño lago,como tantas y tantas cavidades análogas que alimentanlas fuentes de los valles. Me encuentro ahora frente a la fasemás misteriosa del ciclo del agua, y también la más poética:la de los templos secretos de ninfas cautivas, dormidas bajosus bóvedas de piedra.

Saciado de los esplendores subterráneos, me di cuenta deque en realidad me encuentro a sesenta y cinco metros deprofundidad, en el fondo de mi primera sima, al que he osa-do descender solo y por mis propios medios.

Quien no haya conocido nunca la embriaguez de una vic-toria parecida creerá vana tal exaltación, y considerará qui-zá orgulloso a quien alardee de ella. Sin embargo, es a pe-sar de todo un orgullo bien legítimo, y representa uncapítulo básico de la aventura, de todo lo que se realiza convalor y mérito.

Mi linterna de acetileno, de la que se me había roto elcristal durante el descenso por la cuerda lisa, ya no meservía para nada. El mechero estaba taponado, el agua seescurría por todas partes y pendía de mi cinturón inútil yfastidiosa, haciendo que me arrepintiera de haberla cogido.Decidí no volver a usarla más en el futuro. Lamenté este in-cidente, porque había contado con la linterna (la luz de unavela resulta insignificante por completo).

Jamás me había visto en una cavidad tan vasta comoaquel Poudac Gran, en el que me sentía como perdido y va-gamente inquieto. Recorrí todo aquello entre bloques roco-sos, y volví a subir por los escombros en dirección a mi cuer-da lisa, que colgaba allí arriba, lo único que me unía al restodel mundo.

Para juzgar las dimensiones y límites de la gran salaen la que avanzaba lentamente, intenté seguir la pared amano izquierda. Pero cuanto más avanzaba más se desviabael muro, hasta el momento en que me di cuenta de que ya no

55

Page 30: Mi Vida Subterranea

estaba en la gran sala de la sima, sino en un prolongamientode esta última.

Era una galería caótica, en la que cada paso me alejabade la salida. Ello me hizo pensar que la prolongación noestaba indicada en el plano que tenía en mi poder, y quehabía quedado ignorada para mis predecesores.

Esta revelación me produjo un estado de excitación biencomprensible, redoblado, por otra parte, al descubrir depronto que el suelo, allí terroso y polvoriento, estaba cu-bierto de osamentas y de cráneos enormes que reconocífácilmente, por haber visto algunos parecidos en el Museo:eran esqueletos de osos. Pero no del oso pardo actual de losPirineos, sino del oso de las cavernas, el formidable ursusspaelaeus.

La parte del Poulac Gran por donde circulaba ahora, esun verdadero cementerio de osos.

A la primera excitación de haber descubierto una prolon-gación por completo ignorada, siguió una exaltación indes-criptible al pensar que era yo el primer ser humano que ha-bía penetrado en aquel zoo prehistórico.

Me confundía la idea de que aquellos animales accedie-ron al lugar por otro camino distinto al tomado por mí, yque circulaban por allí a tientas, en las tinieblas absolutas,con la única ayuda de su olfato. Debían conocer todos losrincones de la sala, pero seguramente no la vieron nuncacon sus ojos. Además, desde la creación del mundo, o porlo menos desde que la caverna existía, era yo el primer serque disipaba su obscuridad y la podía contemplar entera.

Todas estas reflexiones y tantas otras se agitaban en míy me causaban una emoción profunda. Se grabaron parasiempre en mi cerebro y en mi corazón.

No se pueden vivir horas semejantes impunemente, sinquedar señalado toda la vida y sin experimentar como unaespecie de fervor místico por las cavernas y por todo lo queellas contienen y evocan. Y más cuando se tiene el privilegiode explorarlas solo y aún adolescente.

Me hubiera quedado más tiempo en la Sala de los Osos,donde conocí una de las emociones más fuertes de mi carre-ra, pero mi provisión de velas se extinguía, y además habíaque pensar aún en la larga marcha a través del bosque, yluego la etapa en bicicleta, de vuelta a casa.

Decidí concederme únicamente un cuarto de hora adicio-

60

nal para pasar más allá del osario y explorar otro poco. Pero,al cabo de unos minutos de marcha por un pasillo estrechoy accidentado, me quedé parado ante un barranco a pico.Me encontraba al borde de un pozo vertical del que mi bujíailuminaba los primeros metros. Las piedras que eché en élrevelaron una profundidad enorme.

Tenía tanto interés en proseguir mi investigación quealgunos días más tarde me encontraba de nuevo al borde deeste pozo interno, en el que había interrumpido mi primerreconocimiento. Mi equipo había sido aumentado ahora conuna cuerda suplementaria, indispensable para afrontar lospozos cuya exploración me urgía, y que a decir verdad, mehabía costado bastantes insomnios.

Volver así solo al Poudac Gran para hundirme en lo des-conocido, se me aparecía como una imprudencia mayúscula,y tenía remordimientos de conciencia por ello. Pero pre-valecía la terrible y deliciosa sensación, todo al mismo tiem-po, de no depender sino de mí mismo y de poder explorarsin testigo alguno, sobre cualesquiera otras consideraciones.Volvía a los lugares donde quedaron mis esperanzas y mistemores, sin saber exactamente si era voluntariamente o em-pujado por alguna fuerza maléfica. Todo ello es bastantedifícil de analizar, y a falta de otra explicación, he dado unnombre a este estado, que he experimentado y saboreadotoda mi vida: la «llamada de los abismos».

La cuerda lisa, en la que me distinguía, ha sido siempreuna de mis pasiones. Es un deporte muy poco practicado,y sólo muy de tarde en tarde se encuentran artistas espe-cializados en este ejercicio. Y en aquel momento la cuerdalisa era algo esencial para mí.

Como en Montsaunés, coloqué mi vela en la cinta del som-brero, pero la sombra proyectada por las alas de éste origi-naba una sombra negra alrededor de mí, es decir, allí dondeera justamente necesaria la iluminación.

Por lo tanto, volví al viejo método de sostenerla en laboca. Y me dejé así deslizar a lo largo de una pared des-garrada, con numerosos redientes en los que me sería posi-ble apoyarme en el ascenso. Llegué a un balcón doblementeprovidencial, ya que por una parte mi cuerda era demasiadocorta para descender más abajo, y por otra descubrí allícon gran interés que estaba en un nuevo piso de la sima,en el que me sería permitido partir a la aventura. Avancé

67

Page 31: Mi Vida Subterranea

circunspectamente, y encontré más esqueletos de osos delas cavernas. Estos hallazgos me presentaron de nuevo elenigma de su presencia en aquellos lugares.

Pero otra sorpresa todavía: de pronto, otro pozo, queocupaba toda la anchura del pasillo, se abrió ante mí. Noobstante, al otro lado, la gruta continuaba...

Bajo tierra nada resulta fácil; las dificultades constitu-yen la regla, y hay que estar continuamente luchando porsuperarlas. Hay que perseverar y porfiar.

Esto lo aprendí desde muy pronto, y estaba tan compe-netrado con mi lema que volví al Poudac Gran por terceravez con un nuevo plan, tan simple como imprudente.

A la entrada de la gruta talé un castaño joven, recto yesbelto, le corté las ramas y luego lo hice deslizar por elpozo tobogán. Un momento más tarde, tras descender conla cuerda como de costumbre, volví a encontrar mi castañosobre los escombros, y con él a la espalda me puse en mar-cha hasta el susodicho lugar. Esto, en aquel terreno acci-dentado, resultó bastante incómodo y penoso, pero lo realicésin accidente alguno. Salvo el encuentro inesperado, pocoantes de la Sala de los Osos, con un animal al que hubieraquerido capturar, pero que se me escapó. Era una rata bas-tante grande, de la que nunca he podido aclarar su presen-cia allí; encuentro excepcional, puesto que nunca más hevuelto a encontrar una rata bajo tierra (salvo en las inmen-sas cavernas de los Estados Unidos).

Al llegar con el árbol ante el pozo interior de la gruta,izé el tronco hasta dejarlo caer sobre el otro lado, en elborde opuesto. Era justamente la pasarela que había ima-ginado para poder franquear el obstáculo. La verdad es queresultaba un tanto modesto e inquietante, como pasarela,pero yo no temía nada, y menos de mi agilidad.

Tomé una sola precaución, indispensable: la de dejarmi pequeña linterna de acetileno encendida en esta partedel pozo mientras lo traspasaba. Lo hice según el métodollamado tirolés, el cuerpo bajo la barra, estrechándola conlas dos manos y con las dos piernas.

Una vez llegado sin contratiempo al borde opuesto, encen-dí febrilmente mi vela y no menos febrilmente avancé porel pasillo finalmente a mi alcance. Pero, por desgracia, ladesilusión más cruel me esperaba al doblar la primera es-quina: ¡la caverna se acababa en un callejón sin salida!

58

Tras la desilusión inevitable que trae consigo una cir-cunstancia semejante, tuve la buena idea de tomar con filo-sofía algo que es, según aprendí más tarde, muy frecuentebajo tierra: el final ciego al fondo de un pozo penosamentealcanzado con todos los peligros, o la galería tortuosa quetiene un final repentino y desilusionador.

Gran admirador de Cyrano de Bergerac, recordé en aquelmomento unas palabras suyas, que grabé con mi cuchilloen la arcilla del suelo: «Y es aún más bello cuando es inú-til»...

Page 32: Mi Vida Subterranea

8DEPORTE A ULTRANZA

Podrá hacérseme la objeción de para qué me han ser-vido estos ejercicios tan inútiles como peligrosos, en losque se corre el peligro de perderse, de quedar emparedadoo de romperse un hueso. ¿No hay bastantes bellezas bajola capa del cielo, a la luz del sol? ¿Es necesario condenarse,de una manera casi masoquista, a una clausura insalubre ytan poco atractiva?

Confieso, en efecto, que esos juegos de hombre serpiente,la perspectiva de meterse y arrastrarse por una roca hostily fría, en el barro o en el agua glacial, a menudo durantehoras enteras; de despellejarse los codos, las rodillas, elcuerpo entero, no es algo que pueda tentar a todo el mundo,ni convenir a muchos.

Pero todo ello fue una iniciación indispensable y el ori-gen de una vocación irresistible y duradera, que me hadado una existencia apasionante, que me ha conservado lasalud y la agilidad y que me ha permitido vivir horas deexcitante entusiasmo. Como, por ejemplo, cuando, tras fran-quear los sifones bajo el agua, llegué a descubrir las estatuasmás antiguas del mundo en la caverna de Montespan.

Todos mis ejercicios de niño no me fueron en verdadinútiles para el posterior descenso con escalerilla, bajo lasduchas glaciales de tantos abismos, algunos los más profun-dos del mundo.

El haberme acostumbrado al frío y a todas las eventua-lidades ya desde pequeño, sólo me aportó facilidades cuandodescubrí y exploré las grutas heladas más elevadas del globocon mi mujer y mis hijas.

No, no fue inútil; era incluso indispensable que yo pene-

61

Page 33: Mi Vida Subterranea

trase bajo tierra muy pronto y me familiarizara con estemundo tan diverso, en el que la experiencia solamente seadquiere a la larga y donde las exploraciones son tan emo-cionantes.

El gusto por el peligro y lo desconocido, la llamada dela aventura, fue necesario que la sintiera desde muy tem-prano para que en el momento de escribir estas memorias—teniendo en mi haber más de un millar de cavernas, simasy ríos subterráneos— me sea posible volver a repetir queen el mundo subterráneo, tan extraño que puede uno creersetransportado a un cosmos diferente, he experimentado siem-pre como un subyugante hechizo.

¡Cuántas horas vividas bajo tierra, y qué de kilómetrosrecorridos, a veces de rodillas o reptando! Nunca me hanfatigado ni aburrido, sino bien al contrario. Creo que quedémarcado con el sello del reino mineral.

Sin amar de una manera absoluta la soledad, gustabade aislarme, y las grutas han sido para mí un refugio seguro,puesto que mis camaradas no llegaban hasta ellas. Pero hepasado con ellos días enteros jugando, vacaciones incom-parables. ¿De qué manera los pasábamos?

No hay duda en la respuesta, no va a ser ésta una excep-ción: consagrábamos nuestras jornadas enteras al deporte.¿Qué deportes? Todos los que nos era posible practicar.Aunque su defecto, el lado malo de nuestra concepción deldeporte, era que con la ambición y la fogosidad de la juven-tud, intentábamos siempre sobrepasarnos, en definitiva ex-cediéndonos.

Estábamos intoxicados por la lectura de los periódicosdeportivos que llegaban hasta nosotros. Siempre intentan-do batir nuestros propios records; | padecíamos recorditisaguda!

El paseo más insignificante, la más pequeña excursiónen bicicleta tomaban el carácter, ya desde un principio, deuna carrera y los trazos de una competición encarnizada. Acada momento realizábamos verdaderos duelos, de pie sobrelos pedales. En los descensos nos echábamos sobre nuestrosmanillares, que ni siquiera eran manillares de carrera; lomismo que cuando pedaleábamos a velocidades de locura,¡hasta que nos veíamos obligados a soltar los pedales!

Al atravesar un pueblo no dejábamos de «hacer la pasa-da», es decir, de forzar la marcha y de zigzaguear para asus-

62

tar a las gallinas, a los perros, y de ser posible & las gentes.Cada año, hacia el 10 de julio, efectuábamos una salida

memorable, íbamos al desfiladero de Portet, de Aspet, paraver pasar a los ciclistas de la Vuelta a Francia. Allí asistía-mos ávidos y admirativos a la llegada de los «gigantes de lacarretera», y luego volvíamos por la noche a casa a grandesvelocidades, entusiasmados y excitados, mientras discutíamoslos méritos de Faber, Lapize, Trousselier, Alavoines o Pé-lissier.

La marcha a pie gozaba igualmente de nuestro favor. Ydebo decir que la practicábamos en camiseta y arremangán-donos los pantalones para tener el aire de corredores deverdad. De esta forma efectuábamos excursiones a travésde campos y bosques, y complicadas carreras a campo tra-viesa. Únicamente se disputaban en la carretera carreras develocidad sobre cien metros. Aunque sabíamos el resultadopor adelantado: era mi hermano Juan quien siempre ganaba.El era el campeón incontestable en velocidad. Pero ademássobresalía en todas las especialidades; bien lo demostró mástarde, al ser condecorado en julio de 1914, en el concursodel «Atleta Completo».

El Carona, que atraviesa Saint-Martory, nos atrajo natu-ralmente desde muy pronto. Nadábamos como un grupo denutrias jóvenes y organizábamos, casi todos los días, carre-ras de natación y concursos de lanzamiento. Nuestros cha-puzones desde lo alto de un pilar romano de cinco metrosde altitud que se erguía en medio del agua, atraían todaslas mañanas a gran número de curiosos.

Un personaje singular nos hacía la competencia en estoy casi nos ganaba; era un viejo marinero que todos los díasa las cuatro venía al parapeto del muelle. Descalzo, con unpantalón y una camisa de tejido, fumaba silenciosamenteun cigarrillo, y cuando lo había acabado, saltaba al Caronadesde diez metros de altura.

Este salto sensacional nos impresionaba y apasionaba;hasta que un día me subí al parapeto yo también, y no que-riendo descender más que con honor, me eché de cabezaal río, diez metros más abajo. Es el primer salto el quecuesta, y desde entonces yo ejecutaba «saltos de ángel» dia-riamente desde lo alto del muelle. Muy pronto fui imitadopor mis hermanos y por uno de nuestros camaradas.

Teníamos asimismo dos o tres esquifes que nos familia-

63

Page 34: Mi Vida Subterranea

rizaron con la navegación en los rabiones y torbellinos delrío, más arriba de Saint Martory, al pie del pequeño acanti-lado de Escalére.

Todos estos ejercicios físicos, siempre vistos y practica-dos desde el punto de vista de la competición y de conti-nuos records, hubieran podido sernos perjudiciales y ata-carnos el corazón. Mi padre, que veía con gusto nuestro amoral deporte, censuraba nuestro exceso y nos ponía en guardiacontra el abuso y la exageración.

A fin de calmarnos un poco nos llevaba con él a menudode caza, y eran aquellas unas marchas interminables a lasalida del sol, tras liebres y perdices. Tales partidas de caza,en las que no podíamos sentir la atracción de batir un re-cord, nos agotaban. Llegábamos al extremo de tener quesentarnos a la sombra de un árbol a descansar mientras papáseguía infatigable entre campos, calveros, barbechos y maiza-les. Volvíamos por la noche arrastrando los pies, agotados,muertos de sed, decretando que papá tenía las caracterís-ticas necesarias a un colosal corredor de fondo.

Sentados por fin, descansados y a la sombra, leíamosnuestra colección de Aire Libre, un semanario deportivo enque venían las hazañas de nuestros campeones favoritos.

El fútbol no nos era tampoco extraño, naturalmente, yno tardamos en fundar un club, típica ambición de todogrupo de gente joven. Por nuestra afición a los deportesnáuticos (y quizá también influidos por un célebre equipode Bayona, en toda su gloria en aquel momento), nos llama-mos El Remo de Saint-Martory; llevábamos camiseta a rayasazul claro y blanco (otra copia del Remo Bayonés).

Teníamos incluso un tesorero y una caja en la que en-traban —si no es mucho decir— las ganancias de nuestrascarreras a pie en las fiestas vecinales. Los premios eransiempre los mismos: diez francos para el vencedor de loscien metros lisos; cinco francos para las carreras de fondo(lo que yo consideraba absolutamente injusto, porque erael encargado de ganar estas últimas). ¡Viejos y caros re-cuerdos!

Esta mala comprensión y esta práctica discutible del de-porte dieron por lo menos como resultado el armarnos yfortalecernos para la vida, y para otros combates que seavecinaban a grandes pasos.

9GUERRA Y POSTGUERRA

Una tarde, hacia las cuatro, descendíamos el curso delCarona en esquife, cuatro de El Remo, entre los pueblosde Lestelle y Saint-Martory. De pronto, cuando estábamostomando la curva en ángulo recto que hace el río al pasarpor el acantilado de Escalére, deslizándonos silenciosamente,casi sin tocar la pagaya sobre las aguas rápidas, oímos repi-car la campana de Saint-Martory. Era un campaneo de gol-pes seguidos, apresurados, sin descanso y sin fin. Un tocarde campanas anormal, que a nosotros nos pareció lúgubre.

—Tocan a rebato —dijo uno, el único que seguramentehabía oído ya anteriormente este tañido siniestro, que solíaser anuncio de algún incendio.

Un hombre a quien conocíamos pasaba en aquel momen-to por la playa pedregosa de la orilla derecha. Su alta esta-tura encorvada por la edad y su larga caña oscura nos eranfamiliares; era Rogalle, el pescador de truchas, único pesca-dor profesional del pueblo, que vivía como nosotros al bordedel agua. Nos dirigimos hacia él, y al llegar a la orilla, leinterrogamos:

—¿Hay fuego?—No, no es el fuego —nos respondió—, pero es un cata-

clismo.Y este hombre, al que veíamos siempre solitario y si-

lencioso como una garza, empezó a hablarnos con una emo-ción y un calor insospechados.

—Es la guerra, hijos. Es otra vez la guerra contra losprusianos. Traerá la desgracia con ella. Pero vosotros soisaún demasiado jóvenes para ir a luchar; por lo menos eso

65

Page 35: Mi Vida Subterranea

espero por vosotros —añadió, reemprendiendo su camino,encorvado y con la caña bajo el brazo.

Al día siguiente, 2 de agosto de 1914, primer día de laMovilización, el pueblo se encontraba ya en plena eferves-cencia como todos los otros pueblos y regiones de Francia.

Un joven llamado a filas, que venía en bicicleta por lacarretera de Aurignac, al descender a toda velocidad la cues-ta de Barrérat se rompió la cabeza.

—Es la primera víctima de la guerra —dijo mi padre enla mesa, por la noche.

Pero se equivocaba; el día anterior, en la frontera deAlsacia, el cabo Peugeot, el primer caído en la guerra de 1914,había muerto bajo las balas de una patrulla de ulanos.

Y cuando, cincuenta y dos meses más tarde, sonaron losclarines del Armisticio, un millón y medio de franceses ha-bían caído en defensa de la Patria.

Nosotros pertenecíamos a la generación de la Revancha,y habíamos crecido con la nostalgia de las provincias per-didas en 1871. En nuestra clase, en el colegio en Saint-Mar-tory, donde aprendimos a leer, a escribir y a cantar himnospatrióticos vengativos, el mapa de Francia mostraba la Alsa-cia y la Lorena marcadas en color violeta, color de luto.

Nuestro padre volvió ese día serio y pensativo de Saint-Gaudens, nuestra subprefectura. Había querido enrolarse,pero el comandante de Reclutamiento, optimista y desbor-dante de palabras, le había respondido que no había nece-sidad de hombres de cincuenta años para ganar la guerray llegar a Berlín. Y le había aconsejado volverse a casa.

Algunos meses más tarde, mi hermano Juan, que perte-necía a la quinta de 1915, era llamado a filas en el 57 Regi-miento de Artillería de campaña. Y dentro del mismo año,al cumplir los dieciocho, le seguí yo al mismo regimiento.

En 1919, un mes antes de ser desmovilizados, penetré,latiéndome el corazón, en el anfiteatro de la Facultad deLetras de Toulouse. Estábamos allí una veintena de solda-dos con capa azul, e íbamos a pasar los exámenes de lasegunda parte del Bachillerato.

Era una convocatoria especial para aquellos cuyos estu-dios habían sido interrumpidos por la guerra.

Cuatro años sin abrir un libro habían oscurecido bas-tante mi cerebro y puesto un velo de bruma y olvido sobretodo lo que aprendí. Se había llegado incluso a la condes-cendencia de dispensarnos de exámenes escritos.

Haciendo acopio de todo mi valor, fui a sentarme anteel profesor examinador, un anciano de barbas blancas, cuyoaspecto impenetrable me impresionó grandemente. Consultómeticulosamente durante un rato mi ficha escolar y la deservicio militar, y luego levantando la cabeza y mirándomeabiertamente a la cara, me dijo:

—¿Tiene usted buena memoria?—Mediana, señor profesor.—En fin, es una lástima, ya que no pensaba hacerle más

que una pregunta; pero quisiera que me repitiera de me-moria, palabra por palabra, la respuesta. Veamos —prosi-guió, y vi entonces aclararse su rostro y brillar sus ojos conmalicia—, ¿podría decirme de memoria el texto de su ci-tación?

La citación en cuestión no era ni larga ni complicada,y conseguí contestar la original pregunta de mi benévoloexaminador, quien seguidamente me hizo hablar de la guerraen vez de las otras materias que tanto temía.

Los demás examinadores fueron igualmente complacien-tes. Se había considerado que, de no ser por la guerra, noso-tros hubiéramos pasado el Bachillerato hacía tiempo, y laconvocatoria especial de la que habíamos sido objeto estabadestinada a proporcionarnos el diploma que habríamos denecesitar para reemprender y continuar nuestros estudios.

No quiero extenderme sobre este tema; digamos tan sólobrevemente que en la postguerra me vi —como tantos otros—descentrado y buscando mi camino.

Facultad de Derecho y Escuela de Notariado, oyente libreen la Facultad de Ciencias y en el Instituto Agrícola, ademásde, por descontado, asiduo a la biblioteca y al laboratoriodel Museo, tales fueron los diferentes caminos que intenté.

Mi padre, que era abogado y procurador, hubiera que-rido que fuera notario. Pero yo mostré mi disgusto y mecontenté con obtener el diploma de la Escuela de Notariado;no podía resignarme a encerrarme en un despacho.

En los deportes y en los ratos de ocio, era tan eclécticocomo disperso. Fui primero futbolista en el equipo del Es-tadio de Toulouse, y asiduo a las sesiones de atletismo, en

67

Page 36: Mi Vida Subterranea

cuya especialidad fui campeón de los Pirineos de salto a lapértiga y de 110 metros obstáculos; corredor de fondo enla Asociación Deportiva Tolosana; campeón de los Pirineosde salto en natación, y de un salto en esquís del Ski-Club deToulouse.

Por descontado que, además, desde mi desmilitarizaciónme había hundido de nuevo en mis queridas cavernas, contanto entusiasmo como antes, ya que había estado privadode ello durante los años de la guerra. La «escuela de hierroy fuego» de la guerra había curtido mi cuerpo a la intem-perie y en situaciones peligrosas, que no iban a faltarmeahora de nuevo en mis expediciones subterráneas.

Finalmente pude volver a mis Pirineos, a los paisajes queme vieron nacer, y me consagré otra vez a mis preferenciasde explorar el subsuelo.

El domingo en que no tenía partido de fútbol que dispu-tar, salía la vispera de Toulouse y me dirigía en tren aldepartamento de Ariége, el más cavernoso de Francia. Des-cendía en Foix, en Tarascón o en Ussat, y me encaminabahacia alguna caverna, que exploraba de noche, a fin de tenerel día del domingo libre para explorar una o varias más.

En Saint-Martory, donde seguía pasando las vacaciones,redoblaba mis actividades subterráneas. Con Marcial, quehabía crecido, y con algunos de sus amigos: Henry Godin,Paul Dupeyron, Roger Marrast, a quienes había convertido yconquistado para la exploración de grutas. Recorríamos laregión en bicicleta, con objetivos más alejados y más impor-tantes de los que había alcanzado sólo antes de la guerra.

Pasamos revista a todos los distritos montañosos y caver-nosos del Alto Carona y de Ariége, y cuando nos encontrá-bamos sin nuevos planes, nos dedicábamos a la excavaciónen las grutas prehistóricas.

Nuestras canteras preferidas eran la gruta de Marsoulasy la de Tarté, no lejos de Salies-du-Salat.

En la gruta de Tarté encontrábamos a menudo a un maes-tro de los alrededores, M. Jean Casedessus, que excavabatambién, y nos admiraba por el vigor de sus golpes de picoy la profundidad de las zanjas que abría, en las que desapa-recía por entero. De vez en cuando resurgía sosteniendo enla mano un sílex o un hueso. Examinaba su hallazgo, noslo mostraba, lo comentaba, y finalmente lo depositaba en unsaco.

Menos convencidos y no tan entusiastas, nosotros efec-tuábamos «raspaduras» más modestas pero que no resul-taban en absoluto infructuosas, pues los hogares de Tartéeran muy ricos.

Un día tuve la buena suerte de conseguir un hallazgointeresante. En plena brecha osífera, muy dura, ya que estabaformada por un magma de osamentas soldado por un ci-miento de calcita, saqué una gruesa mandíbula provista deunos molares cúbicos impresionantes. Me fueron necesariosvarios días de trabajo para separar esta pieza, que resultóser una mandíbula de rinoceronte tichorhinus, animal depelambre lanoso, contemporáneo y rival del mamut.

Así, pues, los auriñacienses de la gruta de Tarté habíanmatado un rinoceronte y habían arrastrado su esqueleto,o por lo menos parte de su esqueleto, a su cueva, y allíacababa yo de descubrir la mandíbula alrededor de treintamil años más tarde...

Esta pieza tuvo el puesto de honor en mi pequeña colec-ción, que se enriquecía de día en día. Del granero pasó a unahabitación en la torre, que se convirtió en «la habitación delmuseo», y más familiarmente «El Museo».

Un día no pudimos resistir la tentación de engañar a unode nuestros compañeros, cuyo más vivo deseo sabíamos queera encontrar una piedra o un hueso grabado. El artista delgrupo se encargó de cincelar cuidadosamente la silueta deun bisonte en una piedra de esquisto. Lo manchamos biende arcilla a fin de hacer desaparecer los trazos recientes ydar un aire de vetustez al conjunto. Después de esto, loenterramos con cuidado en el sitio que excavaba nuestrocamarada, pues cada uno de nosotros tenía su placer. Másabsortos que nunca —aparentemente— en nuestro trabajo,vigilábamos con el rabillo del ojo los progresos de excava-ción de nuestra víctima. La escena se desarrolló a la perfec-ción. Su pico rechinó varias veces en la piedra, que fueexhumada y examinada. De pronto, un grito de triunfo, se-guido de un bailoteo en una danza descabellada y de frasesincoherentes. El «afortunado excavador» se precipitó a laluz del día, y allí contempló el grabado magdaleniense, y nosllamó.

Fingiendo incredulidad y contestándole que no nos enga-ñaría, no nos apresuramos en dejar nuestro trabajo res-pectivo. Mientras, nuestro amigo temblaba de alegría y de

69

Page 37: Mi Vida Subterranea

impaciencia por mostrarnos su «bisonte». Era en efecto lasilueta de un bisonte arqueado, de cuernos bajos, que recor-daba exactamente el dibujo de la cueva de Altamira, puesnuestro falsificador lo había calcado en una obra del padreBreuil consagrada a esta gruta de los Pirineos Cantábricos.

Prorrumpimos en exclamaciones al fin, y felicitamos alafortunado poseedor de la obra maestra. Pero ante su exal-tación, de la que no habíamos previsto las proporciones,nos sentíamos molestos, y la broma había terminado depronto. Era necesario desengañarle, desilusionar a nuestrocrédulo y entusiasta prehistoriador en ciernes. Y no fue fácil,sino muy penoso.

Nos acusó de estar celosos de su hallazgo, de fingir me-nospreciarlo e incluso de intentar apropiárnoslo; empezó aenfadarse muy en serio. Finalmente puso la piedra sobreuna roca, ¡y nos desafió a romperla a golpes de martillo!Evidentemente, si dudábamos, si no nos atrevíamos a des-trozarla, era prueba de que la piedra era auténtica. Conojos excitados nos contemplaba. Pero mi martillo se abatiócomo el destino y la pulverizó... Era necesario, habíamosido demasiado lejos. Lágrimas de despecho y pesar llena-ron sus ojos, y nos juramos que nunca jamás volveríamos agastar una broma tan cruel.

70

10"INTELLIGENCE SERVICE"BAJO TIENDA

En 1921 murió repentinamente en Ginebra, adonde habíaido para asistir a un congreso de prehistoria, el arqueólogoEmile Cartailhac, dejando tras de sí una obra considerable,y un nombre famoso en los círculos científicos.

Había tenido una cátedra libre en la Facultad de Letrasde Toulouse y había dado conferencias allí durante años,sobre prehistoria y antropología, a las que yo asistí algunasveces.

Trabé conocimiento con su sucesor, el conde Henry Be-gouen —había sido condiscípulo de sus tres hijos en el Liceode Toulouse—, quien tuvo a bien honrarme con su amistad;una amistad que duró más de cuarenta años, hasta su muer-te, acaecida a la edad de noventa y tres.

Cierto día, el conde Begouen me hizo llamar a su hotelde la calle Clémence-Isaure, para confiarme una misión...secreta.

En su calidad de Conservador de Monumentos prehistó-ricos de varios departamentos pirenaicos, había recibido lasolicitud de una autorización para realizar excavaciones enla gruta de Marsoulas. Dicha solicitud provenía de un inglés,lo cual no tenía en sí nada de sorprendente, ya que losingleses son unos enamorados de la prehistoria. Pero lo queintrigaba al conde Begouen era la personalidad del solici-tante, personalidad muy conocida y de magnífico historial;pero de ninguna manera dentro del campo de la prehistoria.Se trataba de sir Basil Thomson, antiguo jefe supremo del«Intelligence Service».

Thomson había venido a Toulouse, había sostenido una

71

Page 38: Mi Vida Subterranea

entrevista con el conde, luego se había instalado en un hotelde la estación termal de Salies-du-Salat, y había comenzadolas excavaciones en la gruta de Marsoulas.

El conde Begouen habíale informado de que yo vivía porlos alrededores y podría echarle una mano y acompañarleen sus actuaciones subterráneas, lo cual había aceptado debuen grado.

Entretanto, el conde —que había sido diplomático y ju-gado un papel importante en la rendición de Austria en1918— habíase informado un poco de hechos y dichos desir Basil Thomson, y lo que había sabido era bastante ex-traño.

En primer lugar le habían hecho saber que el inglés seinteresaba mucho en el equipo hidroeléctrico, en las fábri-cas e industrias de la región; lo cual en sí no era tan sos-pechoso. Pero había algo más interesante. En el hotel enque se hospedaba no recibía correspondencia ninguna, nitampoco en la lista de Correos. Cada mañana salía en autoen dirección a Saint-Girons, a veinte kilómetros de Salies,y allí se encontraba un pequeño coche conducido por unamujer que le entregaba un paquete voluminoso: su correo,sin duda alguna.

Al confiarme confidencialmente estos detalles, el condeBegouen me aconsejó ir a ver a sir Basil, trabar conocimien-to con él, y de ser posible, formarme una opinión sobre supersonalidad.

Me dirigí, pues, a Marsoulas, donde encontré al inglésagachado en una zanja de excavación, en compañía de uncampesino de una granja vecina que había tomado comocavador.

Sir Basil Thomson era hombre de unos sesenta años,robusto y de estatura elevada. Un rostro enérgico cruzadopor unos bigotes cortados en cepillo. El primer día me pre-guntó extensamente sobre las grutas de la región, la de Mar-soulas en particular, lo que me llevó a relatarle su historia.

Hacia 1895, el padre Cau-Durban, un arqueólogo de Ariége,coleccionista de sílex tallados como los que existían en aque-lla época, dirigió sus investigaciones hacia la gruta de Mar-soulas situada en un valle pintoresco, al borde de uh ria-chuelo, el Laouin. A algunos metros de la gruta existe unafuente que fue utilizada con certeza en tiempos prehistóricos.En resumen, dicha caverna estaba muy bien situada y fue

72

habitada en el auriñaciense y en el magdaleniense por tribuscazadoras.

Las investigaciones del padre Cau-Durban fueron bastan-tes fructíferas, pero se vieron contrariadas por el propie-tario, un hombre ingenuo y crédulo, que creía aún en hadasy, es más, las temía. Por otra parte, a la gruta se la conocíacon el nombre de Tuto de las Hadas (el Antro de las Hadas).

Temiendo que las sospechosas actividades subterráneasde aquel cura original tuvieran alguna relación con lashadas o condujesen a algún embrujamiento, el propietariodel lugar le prohibió el acceso a la gruta. El sabio resolvióla cuestión trabajando de noche, a horas en que sabía perfec-tamente que nadie se atrevería a acercarse a la Gruta delas Hadas.

A la larga su situación debió mejorar, porque un díael padre Cau-Durban recibió la visita de una delegación desabios a los que hizo los honores de su cantera de excava-ciones. Mientras él se encontraba mostrando el curso desus investigaciones al doctor Félix Regnault y a otros espe-cialistas, muy absorbidos en sus observaciones, un cierto doc-tor Papillault, que no era precisamente prehistoriador, yhabía ido allí como simple curioso, se entregó a un largosoliloquio delante de una pared de la gruta, y ante la generalsorpresa felicitó al padre Cau-Durban por las pinturas mu-rales prehistóricas de su caverna.

Todo el mundo quedó estupefacto, ya que nadie, el curael primero, había visto ninguna decoración mural en la grutade Marsoulas. Pero el buen doctor, tan profano en la materiacomo era, sostuvo y sostuvo que él veía un bisonte y un grancaballo pintados sobre la roca, y acabó por convencer a laspersonas presentes, uno tras otro. Se abrieron los ojos, caye-ron las escamas y el padre Cau-Durban tuvo que conveniren que, a pesar de los años que había estado frecuentandola gruta, no había sospechado nunca los frescos en rojo ynegro —muy atenuados evidentemente, pero existentes—, delos que acababa de tener revelación.

Esto pasó en 1897, y era la segunda vez en Francia quese descubrían pinturas prehistóricas; el primer hallazgo fueen 1895 en la gruta de Mouthe, en Dordoña.

Cartailhac, que había sido un polemista fogo.so y despre-ciativo de las primeras pinturas prehistóricas descubiertasen Altamira, en los Pirineos Cantábricos en 1879, pero que

78

Page 39: Mi Vida Subterranea

cambió de parecer a la vista de las de la Mouthe, corrió aMarsoulas, compró la gruta y colocó una sólida verja quecerró para protegerla de toda depredación. La verja existetodavía, pero la cerradura no resistió mucho tiempo. Lagente penetró en ella libremente durante algunos años, hastael punto que los bañistas de Salies-du-Salat tomaban la grutacomo término de sus paseos, y cubrieron las paredes deinscripciones, sin darse cuenta de que con ello destruíanlas pinturas prehistóricas, bastante deterioradas en la actua-lidad.

Sir Basil Thomson ignoraba todos estos detalles, y meconfesó que no había visto tampoco él las pinturas y losfinos grabados disimulados en ciertos rincones, que tuve elgusto de hacerle visitar.

Durante un mes excavamos juntos aquella gruta y lavecina de Tarté, y en este tiempo no le enseñé pocas cosasa sir Basil sobre la prehistoria... Pero, a su vez, él me enseñómás cosas aún, hablándome de sus viajes alrededor del mun-do. Hablaba francés correctamente, justo con el poco acentoinglés indispensable para hacer más pintorescas sus nume-rosas aventuras. Muchas de ellas las encontré luego en susMemorias, publicadas en París en 1935.

Había cursado sus estudios en Eton y Oxford, y luegohabía pasado un año en una granja en Estados Unidos, en 'el Oeste. A los veinte años había sido Primer Ministro delas islas Fidji, en Oceanía. Durante dos años fue exploradoren Nueva Guinea, y volvió a Inglaterra para ser preceptordel hijo del rey de Siam. Había naufragado cuatro veces enel Pacífico, y en el curso de uno de estos naufragios se vioobligado a pasar una noche entera en un arrecife de coral,con el agua hasta el cuello, en un mar infestado de tibu-rones.

En Inglaterra fue director de varias grandes prisiones,y luego jefe del Servicio de Investigación Criminal de Scot-land Yard, lo que le puso en contacto con todo el mundo.Había tenido altercados extraordinarios con las terriblessufragistas, y confesaba que este movimiento le había sor-prendido y dejado sin defensa.

Conocía perfectamente los bastidores políticos de la GranGuerra, del Tratado de Versalles y la revolución rusa.

Agachado a su lado, escogiendo sílex en el fondo de lagruta de Marsoulas, aprendí más que en los cuatro años

74

de guerra en las trincheras. En 1919 el ministro de AsuntosExteriores, lord Curzon, le nombró jefe supremo del Inte-lligence Service. Durante la guerra le había sido encomen-dada la misión de la vigilancia y protección de la reina. Suconversación hormigueaba de recuerdos y anécdotas, quecontaba con un humor inglés incomparable.

Ya se puede suponer que no me hizo la menor confi-dencia sobre su venida al pueblecito de Salies-du-Salat, alpie de los Pirineos, y sobre su repentina pasión por la pre-historia. Pero reflexionando sobre ello, creí comprender queaquel hombre había caído en desgracia, y que estaba máso menos escondido; como suele suceder con mucha genteque ha ocupado cargos eminentes en servicios en los queha sabido demasiados secretos. Intentaba hacerse olvidarallí, y buscar él mismo alguna ocupación que pudiera ha-cerle olvidar sus graves preocupaciones. La certeza de estassuposiciones me fue casi confirmada el día en que supe quesir Basil Thomson a la vuelta a su país había sido encar-celado. Murió poco tiempo después...

75

Page 40: Mi Vida Subterranea

UN CONGRESO EN ARIEGE

En 1921 le fue encomendada al conde Begouen la misiónde organizar el congreso anual del Instituto Internacional deAntropología, del que era entonces secretario general. Elcongreso, que tuvo lugar en el mes de agosto, fue presididopor el doctor Capitán, de la Academia de Medicina, profesordel Collége de France, y reunía a una treintena de prehis-toriadores franceses, ingleses, españoles, belgas y suizos; en-tre ellos algunas damas.

El elemento joven lo representaba un pequeño grupode estudiantes, entre los que me encontraba yo. Alumnos odiscípulos del conde Begouen, que había sucedido a EmileCartailhac en la cátedra de Prehistoria de Toulouse. Esta-ban presentes asimismo los tres hijos del conde.

Las tradicionales sesiones de estudio se desarrollaron enel castillo de Espas, la espléndida mansión de la familiaBegouen, a algunos kilómetros de Saint-Girons. El programaincluía también visitas a las más célebres grutas prehistó-ricas. Estando en Ariége sólo se trataba de elegir, y los con-gresistas fueron transportados sucesivamente a las grutasde Mas de Azil, de Niaux, de Bédeillac y de Portel, paraadmirar y estudiar los dibujos y las pinturas murales deestas cavernas.

Se había creado un ambiente estudioso pero alegre, talcomo conviene que sea, incluso cuando se trata de una reu-nión de arqueólogos, en cuya compañía aprendí entoncesque no son las gentes apagadas y aburridas de las que sehabla, sino todo lo contrario.

La visita a la gruta de Mas de Azil, entre otras, fue ame-nizada por un incidente divertido. Una mañana, el autocar

731

Page 41: Mi Vida Subterranea

salido de Saint-Girons en dirección a Pamiers debía dejarnosen dicha gruta. Entre los pasajeros se encontraba una parejade parisienses verdaderamente curiosos. La señora, apasiona-da por la prehistoria, seguía atentamente todas las visitas alas grutas y tomaba notas muy frecuentemente; sin embargo,su marido, un gran negociante retirado ya, afectaba unasoberana indiferencia, por no decir algo más, en relacióncon la ciencia. A cada alto en un Museo, se eclipsaba; a cadavisita de gruta, esperaba fuera. Seguía el congreso, o mejordicho, acompañaba a su mujer, pero no participaba en modoalguno en los estudios y en los trabajos de los congresistas.A quien quería escucharle, le decía que todo aquello no eranmás que amables formas de pasar el rato, y que él experi-mentaba un profundo desprecio, casi disgusto, por los sílextallados y las osamentas fósiles que se acababan de exhumarde las grutas y que circulaban de mano en mano en el au-tocar.

Aquella mañana, M. B. se mostraba particularmente jovialy sarcástico, y renovaba una vez más sus declaraciones deescepticismo y su fastidio. Yo estaba sentado a su lado, yme divertía en ir rebatiéndole sus puntos de vista.

—Hoy —le dije— vamos a la gruta de Mas de Azil. Setrata de una de las más bellas e impresionantes de Francia.Estoy seguro de que le gustaría visitarla con nosotros.

—No cuente usted con ello —me contestó—^ Ni esta nininguna otra. Yo soy irreductible. Además, ya lo sabe, hehecho voto de no poner nunca los pies en una gruta. ,

—¡Oh, nunca se puede jurar que no se hará una cosa!—protesté yo—. ¡Si supiera lo interesante que es esa ca-verna! Por otra parte, tengo el presentimiento que va usteda renegar de su juramento, y que por una vez entrará enella. Mire —le dije—, ahora nos acercamos. ¿Ve usted alláabajo aquel inmenso porche? Tiene cuarenta metros de alto.¿Qué le parece?

—Me parece que veo por allí una casita que tiene carade cantina, y me iré a ella a refrescar y a instalarme mien-tras ustedes se llenan de barro por algún pasillo, según acos-tumbran.

—Permítame que no lo crea, señor mío —añadí todavía—.Esta vez estoy seguro que hará una excepción y penetraráen la gruta.

Nuestros vecinos más próximos habían seguido nuestra

'78

conversación y reían por lo bajo, mientras vigilaban con elrabillo del ojo a nuestro compañero de viaje.

De pronto le vimos palidecer, agitarse, y hacer como siquisiera levantar de su sitio al chofer, pero demasiado tar-de: el enorme autocar entraba en la roca, se metía por elporche, y siguió con los faros encendidos dentro de la caver-na, sin dejar la carretera nacional núm. 119, que ofrece laparticularidad rara y pintoresca de un trayecto de kilómetroy medio, paralelamente al río Arize, que asimismo atraviesala montaña de parte a parte.

M. B. había perdido su apuesta y había renegado de sujuramento de jamás penetrar en una gruta.

LOS BISONTES DE ARCILLA

Después de las susodichas grutas, el conde Begouen habíaorganizado la visita a otras dos cavernas que iban a ser elcierre del congreso.

Pero estas dos cavernas, de difícil acceso y recorrido» nopodían visitarse más que en grupos muy reducidos, enspbe-zados por jóvenes adiestrados en el papel de guías.

Se trataba de las grutas de Tuc de Audoubert y de TresHermanos, ambas situadas en las cercanías del pueblo deMontesquieu-Aventés y del castillo de Espas, en los propiosdominios del conde Begouen, cuya exploración había sidoefectuada por sus tres hijos antes de la guerra.

En las vacaciones del verano del año 1912, frecuentandoaún el Liceo en Toulouse, Max, Jacques y Luis Begouenhabían decidido explorar la gruta de Tuc de Audobert, dela que sólo conocían algunos metros. La gruta se presentababajo el aspecto de un resurgimiento: la reaparición a la luzdel día del Volp, pequeño río que se hunde bajo tierra doskilómetros más arriba.

Los hermanos Begouen y el joven Camel, hijo del coci-nero del castillo de Espas, habían construido una embarca-ción rústica que les permitió remontar el curso de aguasubterránea hasta cien metros por el interior de la colina.Allí desembarcaron y atravesaron una bellísima sala blanca,con el techo erizado de millares de estalactitas igualmenteblancas, que bautizaron con el nombre de Sala Nupcial.

[Í9

Page 42: Mi Vida Subterranea

Más allá de esta sala escalaron una chimenea muy empi-nada y se encontraron frente a un estrechamiento del térra-no: un boquete muy angosto, defendido por unos barrotesnaturales y unas pequeñas columnas que se vieron obligadosa romper con un martillo para introducirse, arrastrándoseluego por él. Después, tras esta gatera, llegaron a una vastacaverna totalmente desconocida e inexplorada, que recorrie-ron hasta el fondo.

Fue allí, al entrar en una pequeña salita situada detrásde aquella caverna, donde les detuvo un espectáculo asom-broso, único en el mundo. Apoyadas contra una roca, seerguían dos estatuitas en arcilla cruda representando dosbisontes admirablemente modelados y milagrosamente con-servados.

Los jóvenes (tenían entre quince y dieciocho años) poseíanlas suficientes nociones de prehistoria como para darse cuen-ta de la importancia del descubrimiento.

Sin tocar nada, sin estropear nada, daban media vueltapara emprender el regreso cuando vieron sobre el sueloarcilloso huellas de pies desnudos y, en las paredes, nume-rosos grabados representando animales.

Excitados extraordinariamente por su hallazgo, los jóve-nes exploradores se apresuraron a salir de la gruta e ir allamar a su padre. El conde Begouen, realmente intrigado,decidió verificar por sus propios ojos lo que le estaban des-cribiendo con una emoción bien comprensible.

La caravana improvisada, compuesta del padre y los cua-tro jóvenes, volvió a tomar el camino de la caverna. Hubie-ron de embarcar de nuevo por el río subterráneo, escalarla chimenea rocosa e introducirse por el pasillo tortuosodonde se encuentra la gatera, que sólo se puede pasar rep-tando por ella.

Allí se produjo un incidente que estuvo a punto de inte-rrumpir la visita. El famoso boquete había permitido laentrada a los jóvenes, ágiles y esbeltos, que lo pudieronpasar; pero ahora parecía poner su veto a la gran estaturadel conde Begouen, quien a pesar de todos sus esfuerzosno conseguía traspasarlo.

Apelando a toda su voluntad y energía, se quitó primerola chaqueta y luego el chaleco para disminuir su volumen.Otra vez volvió a probar con ardor, intentando introducirsepor el agujero con la cabeza por delante.

80

Sus hijos, ya al otro lado, le estiraban de los brazos, ypoco a poco pudo llegar a pasarlo, no sin contusiones y roza-duras, hasta el punto que (y garantizamos este detalle, refe-rido por el mismo protagonista de la aventura) al llegar alotro lado, el conde Begouen pudo observar, con el regocijofácil de suponer, que su pantalón no le había seguido y habíaquedado agarrado a las rocas al otro lado de la gatera.

Aquella misma noche el conde Begouen puso un tele-grama a Cartailhac, bastante sibilino en verdad, e intrigantea más no poder para la empleada de Correos de Montesquieu-Aventés, redactado de la siguiente manera: «Los magdela-nienses modelaban también en arcilla...»

Al que el arqueólogo, viejo amigo de la familia Begouen,respondió brevemente, pero atestiguando que había com-prendido el mensaje: «Voy». Y al día siguiente estaba allí.

La visita de Cartailhac resultó penosa y muy movida. Trasnumerosos altos y decisiones de volverse atrás, ya que elarqueólogo era bastante anciano y poco ágil, llegó por finsangrando por codos y rodillas, hasta los bisontes.

Allí los contempló ávidamente, y casi lloró de emoción;dio las gracias efusivamente a los Begouen por haberle pro-curado tal alegría intelectual y científica. Luego se ensimismóen una larga meditación, excusándose ante el hecho de queél no volvería más a aquel lugar. (En realidad, tuvo la ener-gía de volver aún en otras ocasiones.)

La visita de Cartailhac fue la primera de una serie deotras visitas de sabios del mundo entero, que continúan ycontinuarán, mientras los arqueólogos, los artistas y todosaquellos que veneran el remoto pasado deseen ver en supropio marco las obras maestras de la estatuaria prehis-tórica.

El congreso de 1921 iba a dar a diversos estudiosos delmundo entero allí reunidos la ocasión de conocer los fa-mosos bisontes de arcilla. Incorporado en un grupo con loshijos Begouen para servir de guías y ayudar en los pasajesdifíciles, iba yo también a visitar esta apasionante grutade Tuc de Audobert.

Fiel a mi vieja costumbre, me descalcé y me dispuse aembarcar descalzo, cuando Max, el hermano mayor, insistióen que llevara mis sandalias.

Me las metí en mi bolsillo, bien decidido a no hacer usode ellas, y la visita empezó. A la entrada de la Sala Nupcial

81

6-VIDA

Page 43: Mi Vida Subterranea

oí a los hermanos Begouén cuchichear y reír por lo bajodetrás de mí. Creí comprender que hacían alusión a mispies descalzos, porque el suelo era cada vez más accidentadoy muy rugoso. Pero había tenido un serio entrenamiento entoda clase de terrenos y atravesé la sala sin parpadear, po-niendo en evidencia mi soltura e incluso mi comodidad.

Pero a la entrada de la gatera, no obstante, Max me apoyóla mano en el hombro:

—Mi querido Casteret, nos ha asombrado usted verdade-ramente y debe de tener los pies blindados por lo que hemosvisto. Pero a partir de este momento es necesario que sevuelva a calzar.

—Le aseguro que no veo la necesidad...—Sí, sí, por favor. Estamos llegando ahora a una parte

de la caverna en la que existen en el suelo arcilloso huellasde pies descalzos prehistóricos. Por esto le he rogado quese trajera consigo sus sandalias, y por ello le pido ahora quese las ponga. No puede usted dejar sus huellas allí. ¡Lassuyas no serían prehistóricas!

No pude menos que asentir y volver a cal/arme allímismo.

EL BRUJO DE «TROIS FRERES»

La mañana siguiente a la exploración de la gruta de Tucde Audobert y al extraordinario descubrimiento de los bi-sontes de arcilla, los tres hermanos Begouén, animados poreste doble éxito, visitaron otras cavernas de la región, par-ticularmente la de Enléne, en la que el río Volp desaparecíapara volver a salir a la luz del día por la gruta de Tuc deAudoubert.

Dicha caverna de Enléne, ya conocida como habitat pre-histórico, llamó su atención y fue la que ocupó sus ratoslibres. Pero en definitiva no iba a ser en esta caverna dondeiban a encontrar algo nuevo. Continuando sus investigacio-nes por las cercanías, quedaron intrigados por un pozo estre-cho, del que uno de los campesinos que les acompañabanles aseguró que en invierno la nieve se fundía siempre alre-dedor de él...

Comenzaron a descender con ayuda de una cuerda, como

82

yo mismo hacía por aquella época en el Poudac Gran y enotros pozos naturales.

Fueron Max y el joven Camel quienes efectuaron el des-censo, mientras que el conde y sus otros dos hijos, Jacquesy Luis, quedaban en el exterior con objeto de tirar de lacuerda cuando dieran la señal para izarlos.

Estuvieron esperando bastante tiempo, y ya empezabana impacientarse y a inquietarse, ¡cuando tuvieron la sorpre-sa de ver reaparecer a los dos exploradores por las orillasdel vecino bosque!

Los dos muchachos se acercaban sin aliento y muy exci-tados, para dar cuenta de su escapatoria.

En la base del pozo encontraron una caverna que sepresentó inmensa y complicada. Habían circulado por elladejando señales para orientarse, y habían terminado pormeterse reptando por un boquete tortuoso que les habíaconducido a la gruta de Enléne. De aquí su larga ausenciay su vuelta a través del bosque hasta el orificio de entradadel pozo, donde había quedado el resto de la partida espe-rándoles.

Pero además, y sobre todo, habían descubierto en lasparedes numerosos dibujos y grabados (más de trescientos),representando casi todos los animales de la Edad de Piedra:mamuts, bisontes, caballos, asnos salvajes, renos, cabrasmonteses, osos, leones, tigres, y hasta dos buhos.

Esta caverna, hasta entonces desconocida, fue bautizadacon el nombre de Gruta de los Tres Hermanos, y fue colo-cada entre las más ricas y las más célebres de la prehistoria,pues encierra su repertorio extraordinario del arte rupestremás puro y precioso.

Las siluetas de animales están hechas con gran talentoy con mucho realismo. El padre Breuil trabajó luego másde diez años en calcar y ordenar estos dibujos, ya que algu-nos aparecen trazados encima de otros, superpuestos.

La obra capital de la Gruta de los Tres Hermanos es in-contestablemente la representación de un hombre, finamen-te grabado y pintado en negro, en el centro de una sala, atres metros de altura. Esta silueta representa, sin ningunaduda, al hechicero de la tribu de cazadores que eligieronla Gruta de los Tres Hermanos como templo, como lugarsecreto para sus encantamientos, ceremonias mágicas quese desarrollaron allí hace veinte mil años.

83

Page 44: Mi Vida Subterranea

En efecto, la mayor parte de los animales allí represen-tados están «embrujados», es decir, son portadores de he-ridas, flechas y otros signos destinados a hacer sucumbirla caza bajo las lanzas, flechas y mazas de los cazadores.

Tras la visita al Tuc de Audoubert, donde admiraron losbisontes de arcilla, los congresistas (los más jóvenes y ágiles)pudieron contemplar, tras un largo recorrido bajo tierra,las pinturas de la gruta de los Tres Hermanos, y en ella elfamoso hechicero.

Como lo ha descrito perfectamente el conde Begouén,«tiene las manos enguantadas en la piel de las patas de unleón de aceradas garras, está enmascarado con una barbade bisonte, un pico de águila, ojos de lechuza, orejas de loboy unos cuernos de ciervo. Al final de la espalda lleva atadauna cola de caballo. Así cree tener en sí mismo toda la fuerzamágica, todas las cualidades físicas de estos animales: laaudacia del león, la agudeza de la vista del águila duranteel día y de la lechuza durante la noche, el oído del lobo,la resistencia del bisonte y la velocidad del caballo y delciervo».

Ocupa el sitio de honor de un anfiteatro natural, y a suspies se desarrolla una larga hilera de animales grabados enla roca, sobre los que se han trazado todos los atributosdel embrujamiento de la caza.

Rodeado de tales documentos, tantas veces seculares, sepuede evocar verosímilmente en el fondo de esta cavernala llegada del hechicero prehistórico, caminando solitariopor los pasillos subterráneos a la débil y humeante luz deuna lámpara de piedra, hecha de una mecha de musgo em-badurnada de grasa de animal.

Venía a este santuario disfrazado con su terrorífica yalucinante vestimenta, a fin de proceder a sus ritos miste-riosos. Este hombre tenía por misión, por medio de susencantamientos y hechicerías grabados en la roca, atraersobre su tribu los beneficios de las potencias ocultas. Re-zaba a su manera para que los suyos estuvieran protegidosde los leones, tigres y osos; para que no les faltara la carnedel bisonte, del caballo y del reno; para que los guerrerostriunfasen en sus combates.

84

El Congreso del Instituto Internacional de Antropologíame había interesado profundamente. Había conocido allí aimportantes prehistoriadores, y había escuchado el relato desus investigaciones, sus conversaciones y discusiones cien-tíficas. Había aprendido mucho y la visita a las grutas pre-históricas me había abierto los ojos —en sentido real y figu-rado— sobre los métodos de investigación y la posibilidad dedescubrir a mi vez pinturas y grabados prehistóricos; sobrela manera, en particular, de iluminar las paredes para po-nerlas en evidencia y descifrarlas.

Tístaba deseando recorrer vastas cavernas y escrutar losmuros, a la búsqueda de dibujos prehistóricos. Sin que seavana presunción, la verdad es que una especie de presenti-miento me decía que no tardaría en efectuar hallazgos eneste sentido. En todo caso, trabajé cuanto pude para apre-surar tal acontecimiento.

Redoblando mi entusiasmo y mi actividad, me dediquécomo nunca a la búsqueda de cavernas. La verdad me obligaa declarar que, si bien visité aquel año numerosas grutas,no encontré en ellas el menor asomo de pinturas. Pero ellono me desanimó en absoluto, de tal manera encontraba apa-sionantes mis exploraciones solitarias.

El solemne silencio de aquellos lugares, la calma abso-luta, la completa soledad, que hubieran podido sin dudaparecerme monótonos y hacerme experimentar un tedio mor-tal, constituían una desgracia y un fastidio para muchos.Pero en mí actuaban como un talismán. Experimentaba allíuna gran paz interior y mi espíritu vagaba al compás de missueños. Intentaba imaginar, evocar a nuestros remotos ante-pasados circulando por aquellas mismas cavernas, dondeyo seguía ahora sus huellas en el polvo de los siglos.

Page 45: Mi Vida Subterranea

12CALAGURRIS

En el transcurso de mis primeras investigaciones de niñoen las pequeñas grutas de Escalére, había recogido algunosfragmentos de potes de barro esparcidos por el suelo, quehabía colocado en mi pequeño museo del granero. Los habíametido en una caja de zapatos, y en la tapa había escritocon lápiz azul: «Grutas de Escalére».

Ignoraba completamente cuál podía ser el origen o laantigüedad de aquellos restos de vasijas. Pero en el pisollano subyacente que había visitado tantas veces (aquel llanode Escalére, que era mi solaz y el lugar de mi predilección,por constituir un pequeño desierto al que no llegaba nadie),encontré de vez en cuando en el suelo más restos de potes,del mismo aspecto que los encontrados en las grutas.

Había visto también, en parte escondidas por la maleza,unas murallas de piedra de una altura de dos metros, ytres de espesor.

Finalmente, en un arenal observé que la capa de tierrade labor encerraba, hasta dos metros de profundidad, nume-rosos restos de ánforas y recipientes de barro cocido detodas formas, algunos hechos al torno, otros a mano. Recogítambién allí algunas hachas de piedra pulimentada y algunosobjetos de hierro y bronce (fíbulas, anzuelos," clavos, frag-mentos de hoja de espada o puñal), así como algunas hojasde sílex.

De esta manera adquirí la certeza de que en aquel llanoescarpado había existido un recinto, de origen muy antiguo,probablemente neolítico, y más tarde un poblado galo.

Extendiendo mis observaciones y búsquedas más allá delos límites de la meseta, me di cuenta de que los campos y

87

Page 46: Mi Vida Subterranea

huertas de Saint-Martory estaban igualmente llenos de estosrestos de potes. Aún más, cada vez que el suelo era remo-vido (para los fundamentos de una casa u otros trabajos),las excavaciones revelaban la existencia de antiguas subcons-trucciones, siempre igualmente acompañadas de vasijas y degruesas tejas rectangulares con reborde (tegulae).

Ánforas enteras, urnas de monedas, incluso sarcófagos yalgunas columnas de mármol se habían exhumado. Todosestos vestigios me convencieron de que en el actual empla-zamiento de nuestra ciudad había existido un conglomeradogalo-romano, destruido y desaparecido en el curso de lossiglos.

Tal revelación me llevó a efectuar estudios bibliográficosrelativos a la antigüedad de Saint-Martory y a la situación,que siempre había quedado como problemática, de una ciu-dadela llamada Calagurris que existió en la antigua vía deTolosa (actual Toulouse) a Lugdunum Convenarum (Saint-Bertrand-de-Comminges).

Un documento fundamental para el estudio de esta cues-tión, el Itinerario de Antonino, me brindó la solución. Esteitinerario, debido al geógrafo romano Antonino, da las dis-tancias en postes miliares entre Tolosa y Lugdunum y lasdiferentes estaciones galo-romanas situadas entre estas dosciudades. De aquí la respuesta de que Saint-Martory coincidecon Calagurris.

Reuní todas mis observaciones y deducciones en un folle-to, concluyendo que había habido en Saint-Martory un «oppi-dum» y, más tarde, la antigua ciudad de Calagurris. Estamemoria la dediqué a Camille Jullian, el «historiador de losgalos», que tuvo a bien tomarla en consideración y avalarlapublicando a su vez un artículo sobre este tema intituladoCalagurris, en la Revista de Estudios Antiguos.

Este artículo, que me dio toda la calma y toda la satis-facción que necesitaba en aquellos momentos, cuando habíasido atacado duramente y desmentido por arqueólogos dela región, comenzaba así:

«Tengo interés en llamar la atención desde estas líneashacia las excavaciones desinteresadas y bien llevadas por elseñor Norbert Casteret en Saint-Martory. Como todas lascosas hechas con cuidado, aportan soluciones a cuestioneslargo tiempo debatidas, y a su vez plantean nuevas cues-tiones. En principio me parecen cerrar definitivamente el

eterno debate sobre la situación de Calagurris, en la vía deSaint-Bertrand-de-Comminges a Toulouse.

»Si consideramos la importancia del «capidum» estudia-do por el señor Casteret, completamente aislado, dominandoel llano de cultivo y el paso del Carona por la vía romana,heredero sin duda alguna de un viejo asentamiento neolítico,y si comparamos aún su situación entre Toulouse y Ludugnum.(Saint-Bertrand) con las cifras del itinerario, toda duda sobreel particular resulta superflua, y el señor Casteret tiene razónen colocar allí Calagurris, tanto tiempo discutido.»

Esta identificación de Calagurris no fue para mí más queuna breve y pasajera intrusión en el dominio de la proto-historia y de la época galo-romana. Pero guardé de él unaenseñanza provechosa y también un afecto más vivo aúnpor las modestas grutas de Escalére. Los fragmentos devasijas que había recogido siendo niño fueron incontesta-blemente el origen de mi estudio y de las revelaciones sobremi pueblo natal, al que había ennoblecido en cierto modoal conferirle una tal antigüedad.

La consagración del académico Camille Jullian, seguidamuy pronto por la concesión del premio Gaussail de la Aca-demia de Ciencias y Bellas Letras de Toulouse, me vengarony me consolaron de la afrenta y la decepción sufridas al en-contrar en una de las grutas de Escalére la pretendida pipade Emile Cartailhac.

89

Page 47: Mi Vida Subterranea

13LAS ESTATUAS MAS ANTIGUASDEL MUNDO

Mis exploraciones me llevaron cierto día al pueblo deMontespan, dominado por las ruinas de su castillo, antañofeudo de la condesa de aquel nombre. El profesor Casedes-sus, que tras la gruta de Tarté se había entusiasmado conun cierto Spugo de Ganties, cerca de Montespan, donde ex-cavaba unos ricos hogares magdalenienses, me señaló la exis-tencia en aquellos parajes de un río subterráneo.

Dejé mi bicicleta en una granja y, tras informarme, medirigí a campo traviesa y a través de bosques hasta el pie dela colina donde debía encontrar la Hountaou (la Fuente).Así era como las gentes del lugar designaban el lugar dondesale el río de la tierra, en la base de una escarpa herbosamuy erguida.

Se trataba de un resurgimiento, de la reaparición a laluz del día de un pequeño curso de agua que desaparecía,por lo visto, durante un cierto recorrido. Escruté la grietarocosa por donde salía el agua y pude observar que era per-fectamente impenetrable, que estaba completamente .mojada,y que de todos modos resultaba demasiado estrecha parameterme por ella.

Pero no tardé en darme cuenta de que a algunos metrospor encima, en el talud, había un «agujero de hombre» enparte escondido por la vegetación...

Es allí donde encuentro la entrada de la gruta. Me metopor ella y me dejo deslizar dos metros hacia abajo, hastaque llego a un talud de arcilla que se ensancha y desciendehasta las orillas de un riachuelo subterráneo.

Como tengo por costumbre, me descalzo antes de intro-

91

Page 48: Mi Vida Subterranea

ducirme por este pasillo y enciendo mi bujía. Luego no dudoen desvestirme enteramente, y heme aquí chapoteando en elagua límpida que corre sobre un lecho de arena.

Una vez más gozo de la sensación, siempre emocionante,siempre nueva, de encontrarme de pronto en un mundo dis-tinto. Hace unos momentos me encontraba aún a pleno sol,en pleno calor, en una decoración rebosante de verde y devida.

Acabo de meterme bajo tierra y todavía puedo oir el can-to de los pájaros, el zumbido de los insectos o el viento enlas hojas de los árboles. Pero aquí reina la noche, el aire fríoque me hace estremecer, el olor de arcilla y de roca húmeda.Todo son tinieblas amenazantes y, pronto, pesado silencio,apenas turbado por el ligero murmullo de las aguas del ria-chuelo, por el que avanzo a la débil luz del cabo de velaencendido.

Llevo recorridos unos cincuenta metros cuando las di-mensiones del túnel se estrechan súbitamente; la galería dala vuelta en ángulo recto, tengo que avanzar curvado, y muypronto a gatas. El techo sigue bajando, el agua se hace másprofunda. Me encuentro ante el contratiempo de que la bó-veda y el agua se unen: la roca se hunde en el agua...

Tengo delante de mis ojos un verdadero obstáculo; loque los espeleólogos llaman un sifón, al que consideran suenemigo número uno, ya que esta hostilidad de la roca y delagua señala (señalaba en aquella época) el fin de la explora-ción. Ante un sifón había que dar media vuelta. Yo no habíavisto nunca ninguno y lo observaba ávidamente.

¿Por qué me vino a la memoria en aquellos momentosel recuerdo de la gruta de Tuc de Audoubert y de sus pin-turas, también atravesada por un río subterráneo? ¿Por quéme vino a las mientes entonces la hipótesis de que tras aquelsifón podía existir una inmensa caverna, y ésta haber sidohabitada por gentes prehistóricas como en Tuc de Audoubert,en los Tres Hermanos y tantas otras grutas?

Y además, ¿por qué intentaba persuadirme, sin modestia,de que nadaba y me sumergía desde los siete años, de queno temía al agua fría y era campeón del Remo de Saint--Martory de salto y permanencia bajo el agua, con el crono-metraje de dos minutos quince segundos?

Sería difícil, a cuarenta años de distancia, recordar todolo que bullía en mi cerebro ante el sifón de Montespan; pero

92

sí recuerdo exactamente mi decisión final y lo que se siguióa ella. Me veo aún colocando mi bujía sobre una asperezade la roca, avanzando en el agua hasta los hombros y proce-diendo a la oxigenación de mis pulmones como lo hacía enla piscina en el Carona antes de una sumersión de dos mi-nutos.

Tras una serie de inspiraciones profundas, seguidas derápidas y completas expiraciones, hice una última inspira-ción, ésta brusca y menos honda (para evitar ser sofocado),y desaparecí bajo el agua, con una mano hacia delante y laotra en contacto con la bóveda. Avancé decididamente, sinaprensión, como si se tratase de una sumersión en el río.

Bastante antes de empezar a notar la falta de aire, ni lamenor asfixia, sentí que mi mano, que tanteaba el techo,había salido fuera del agua; saqué la cabeza, en las tinieblasmás profundas, naturalmente. No me detuve ni a escucharni a dar un grito para juzgar la acústica; me sumergí denuevo para volver al punto de partida. Teniendo buen cuida-do de volver a tomar la buena dirección, no tardé en adivinarbajo el agua la luz de mi bujía.

Estaba aturdido por el éxito obtenido. Había tenido unasuerte inusitada. El sifón no tenía más que algunos metros,y me había vuelto a encontrar río abajo, allí donde la co-rriente defendía quizá una vasta caverna desconocida.

Fácil es imaginar que a la mañana siguiente ya estabade nuevo delante de «mi sifón», más confiado que nuncay dispuesto a todas las imprudencias. «Si la juventud es pru-dente, ¿quién será audaz?», ha escrito J. Badelle.

En 1922 no conocía yo esta magnífica pregunta, pero luegosiempre he gustado de ella, y he intentado contestarla afir-mativamente más tarde, incluso cuando ya no era un joven.

En mi segunda inmersión tenía conmigo un material másapto, es decir, que además de la vela que había dejado comoseñal la vez anterior al pasar el sifón, me sumergí con micasco de natación de goma apretado en mi mano, contenien-do velas y una caja de cerillas.

Cuando volví a pasar en sentido inverso el sifón, no en-contré ya la vela que había dejado como señal. Se habíaconsumido por completo; habían transcurrido cinco horasbajo tierra, y qué horas...

Mi sistema de alumbrado, aunque primitivo, había cum-plido su misión y me había permitido efectuar de punta a

Page 49: Mi Vida Subterranea

punta una exploración excitante y agitada. Desde que micabeza salió del agua pasado el sifón, abrí mi gorro de bañoy saqué todo lo que llevaba en él. Con mil precaucionespude por fin rascar una cerilla en la caja y encender mibujía.

Había avanzado con todo cuidado bajo una bóveda muycercana aún al agua, primero por el riachuelo, luego por unaorilla de piedra y bancos de barro, y a unos doscientos me-tros penetré en una gran sala llena de rocas por la que elriachuelo se abría un pequeño pasaje entre murmullos.

En aquel momento comprendí que me encontraba en lacaverna de mis sueños, y comencé en seguida a buscar gra-bados por las paredes. Pero era ir demasiado de prisa, ymi optimismo no fue ahora recompensado. Además, pensan-do un poco, ¿cómo habrían podido los antiguos llegar aaquella sala defendida por el sifón?

La respuesta a esto se encontraba río arriba, y comencéresueltamente a remontar el curso del riachuelo, avanzandopor el agua, hasta franquear una bóveda estalacmítica res-baladiza y de difícil escalada. Pasé luego cerca de un pilarmacizo que unía el suelo al techo, y avanzando ahora ya enaguas más profundas, me encontré ante un segundo sifón,mayor éste que el anterior.

Decidido a superarlo como había hecho con el otro, tuvela precaución al sumergirme de seguir la pared de la izquier-da por miedo a desviarme y perderme, y... me encontré alotro lado con un obstáculo que me pareció bastante máslargo que el primero.

Por otra parte, me encontraba más aislado que nunca,en una soledad impresionante; pero el éxito anterior de misinmersiones me había exaltado y dado confianza. Continuabaapagando y encendiendo mis bujías, lo cual era si no fácil,sí por lo menos eficaz, y decidí seguir adelante.

Fui recompensado por mi perseverancia. Pasado el obs-táculo no volví a encontrar ninguno más, ni sifones, ni prue-bas delicadas.

Tan sólo las dimensiones de la gruta, su extensión enprofundidad y sus ensanchamientos laterales me asombrabany me entusiasmaban a la vez. No sentía el frío, ni acusabael continuo ejercicio, y los esfuerzos enormes para entrary salir del agua, saltar, avanzar, me preservaban de un enfria-miento. Desde hacía tiempo había perdido la noción del tiem-

M

po y del trayecto recorrido, cuando un estrechamiento mehizo volver a la realidad, me sacó del estado de exaltaciónen que me encontraba, desde hacía bastante tiempo sin duda,a juzgar por el consumo de las bujías de mi provisión.

El estrechamiento era demasiado exiguo y señaló el tér-mino de mi larga marcha solitaria, comprendiendo que habíaatravesado la montaña de parte a parte, o poco faltaba, por-que en el último recodo del río vi una colonia de renacuajos;y estas larvas no se aventuran jamás demasiado lejos en lasaguas subterráneas.

Tuve por lo tanto que renunciar a la esperanza de volvera la luz de otra manera que no fuese reemprendiendo elcamino por donde había venido, y volviendo a pasar los dossifones. Y renunciar igualmente a la idea de que los hombresde la edad de piedra hubieran podido penetrar en esta caver-na, que no tenía salida al aire libre río arriba.

El recorrido de retorno hacia la entrada transcurrió nor-malmente, salvo una falsa maniobra, un error en el sifónnúmero dos. Fuera la prisa, fuera la aprensión debida, creo,a un cansancio extremo, me sumergí de través, di con unapared que me pareció sin salida... Superado este mal paso,me sumergí de nuevo exhortándome a conservar mi sangrefría, y lo atravesé esta vez de un tirón.

A la salida (donde encontré mis ropas y mi bicicleta disi-muladas en unos matorrales), la noche había cerrado ya.Había recorrido más de tres kilómetros, solo, por el aguasubterránea.

Al hacer inventario en mi gorro de goma encontré sólodos velas, algunas piedras que me habían parecido curiosas,pero que volví a tirar ahora, y un diente completamente ne-gro: un molar de bisonte recogido, como las piedras, en elcurso de mi excursión acuática y subterránea.

Este molar de bisonte retuvo mi atención y me inspiróno pocas reflexiones. Vuelto a Toulouse para comenzar denuevo el curso en la Facultad, lo comparé con otros existen-tes en el Museo e intenté identificarlo. Juntamente con Phi-lippe Lacomme, conservador técnico del Museo, llegué a laconclusión de que se trataba del Bos primigenius, el bisonteprehistórico, que se perpetuó durante millares de años, locual no nos aportó la precisión suficiente para fijar la anti-güedad de nuestro molar. El único índice interesante eraque tenía que haber sido introducido en la gruta por el hom-

95

Page 50: Mi Vida Subterranea

bre, ya que yo lo había encontrado sobre un banco de tierraelevado por encima del nivel de las aguas del riachuelo; fueradel alcance, por tanto, de las más fuertes crecidas.

Por otra parte, si se considera que en los períodos auri-ñaciense y magdelaniense (es decir, en las épocas en que loshombres dibujaban y pintaban en las paredes de las caver-nas) reinaba un frío riguroso y seco, comparable al climaactual de Laponia, podemos deducir que en tales condicionesglaciares el riachuelo no debía existir o no debía constituirmás que una línea insignificante.

Por todo ello, la caverna, actualmente inundada y entre-cortada por los sifones, debía estar seca y ser fácilmenteaccesible, y las gentes prehistóricas hubieran podido habi-tarla.

En prehistoria, ciencia a menudo hipotética, es necesarioa veces usar la imaginación para comprender muchas cosas,pero, naturalmente, no hay que abusar de ello. En resumen,a lo largo del curso universitario levanté no pocas hipótesisy supuse no pocas soluciones, cuya conclusión se traducíaen el más vivo deseo de volver a Montespan para procederallí a nuevas investigaciones en los ensanchamientos late-rales que vi en mi primera exploración.

Con el año 1923 vinieron las vacaciones y mis reconoci-mientos subterráneos en Comminges.

Mis jóvenes discípulos habituales, y mi hermano Mar-cial, interesados por mi experiencia del verano anterior enla gruta de Montespan, estaban deseosos de efectuar unaexploración detallada en ella en mi compañía.

En el último momento, por impedimentos y causas aje-nas a nosotros, fue únicamente con uno de ellos, Henri Go-din, con quien emprendí el camino a Montespan en bicicleta.Godin, de diecisiete años, era el más apasionado de todos yparticularmente enamorado de la prehistoria. Era muy deci-dido y lleno de entusiasmo. Pero le faltaba algo de impor-tancia capital en aquellas circunstancias: ¡no sabía nadar!

Como solución, habíamos convenido, con tanto optimis-mo como inconsecuencia, que en el paso de los sifones yo lellevaría de la mano...

La sequía, que se dejó sentir fuertemente en el verano de1923, nos evitó, muy afortunadamente, una aventura tanarriesgada, que habría podido fácilmente acabar mal. Enefecto, al llegar ante el primer sifón pudimos comprobar con

tanta sorpresa como alivio, que el nivel del agua era másbajo que el del año anterior y que la bóveda estaba ligera-mente descargada.

Esta afortunada circunstancia nos permitió pasar sin su-mergirnos, aunque el agua nos llegaba a los ojos. El segundosifón, en cambio, lo encontramos completamente inundado.Dejamos el curso del riachuelo diez metros más arriba, a laaltura de un enorme pilar que escondía en parte un pasilloalto y seco que íbamos a explorar...

Siempre a la luz de nuestras primitivas e insuficientesbujías, calculamos las dimensiones de este vestíbulo, quetenía alrededor de unos doscientos metros de profundidad;al cabo de ellos nos vimos forzados a proseguir con rodillasy codos, hasta que se cerró del todo. Retrocedimos hastael sitio en que nos podíamos poner de pie, y me di cuenta deque allí existía un ensanchamiento lateral, una pequeña salaoval, en la que decidí proceder a algunos sondeos, a un mo-desto «escarbar» en un rincón que juzgué apropiado.

Con ayuda de un pico que llevábamos con esta intención,empecé a trabajar el suelo arcilloso bajo la mirada escépticay resignada de mi amigo. Desde los primeros golpes tuveque limpiar con las manos la herramienta del barro tenazadherido a ella, pero de pronto sentí bajo la presión de misdedos un cuerpo duro y cortante: ¡un sílex tallado!

Ahogo una exclamación de triunfo. Todas mis deduccio-nes y mis esperanzas acaban de confirmarse: el hombre pre-histórico ha llegado hasta este lugar retirado, muy lejos dela entrada, y ha perdido o*dejado allí filos de cuchillo depiedra.

Suelto en seguida el pico, que Godin, repentinamente inte-resado, recoge para seguir trabajando, mientras me dirijohacia la pared en busca de grabados murales que me parecedeben existir aquí, ya que el hombre ha tenido acceso hastaeste lugar y mostraba preferencia por las partes profundasde las grutas para sus dibujos.

Al acercarme al muro tropiezo con una roca que me cie-rra el paso. Instintivamente dirijo la luz hacia el obstáculoy lo observo durante un segundo o dos, quizá lo suficientepara darme cuenta de que no se trate de una roca, sino deun bloque arcilloso con una forma un tanto extraña. Una se-gunda ojeada me llena de un asombro sin límites al recono-cer la silueta de un animal echado, agazapado, con las patas

97

Page 51: Mi Vida Subterranea

delanteras extendidas en el suelo... Estas formas macizasy redondeadas me hacen pensar inmediatamente en un oso.Permanezco unos segundos como mudo, petrificado, y al finpuedo exclamar:

—| Un oso!Henri Godin deja el pico y me contempla con asombro.—Un oso, te digo, ven a verlo. ¡Aquí hay la estatua de

un oso!Tira su herramienta, se acerca y parece no convencerse.

Le indico las formas del animal, le subrayo los detalles, yentonces también él, a pesar de la escasa luz, se convenceque en efecto, allí fue modelada en arcilla la figura de unoso. La identificación no es fácil, por otra parte, porque amás de todas las dificultades, la estatua no tiene cabeza, estádecapitada.

¿Pero qué es lo que veo ahora? ¡Entre las patas delan-teras del animal yace un cráneo de oso!

Mientras Godin examinaba atentamente la estatua del ososin cabeza, echo una ojeada alrededor de mí, y me doy cuen-ta de que todo el suelo de tierra está lleno de esta clase derelieves como montéenlos desdibujados y redondeados, re-presentando pequeños caballos echados de lado y modeladosen alto relieve.

Me acerco a la pared rozándola con la luz, como aprendídel conde Begouen, y veo surgir unos finos grabados hechoscon ayuda de buriles de sílex: ¡un bisonte, una cabra mon-tes, dos caballos!

Nos encontramos en un fabuloso museo prehistórico quehabríamos atravesado sin darnos cuenta, a causa de nuestradetestable iluminación, y cuyo descubrimiento se debía enprimer lugar a los sondeos reveladores de la presencia desílex tallado.

Durante más de una hora nos entretuvimos en identificary contemplar los altorrelieves del suelo y los dibujos de lasparedes. Las lecciones de Tuc de Audoubert y de Tres Her-manos me fueron entonces preciosas para identificar aque-llos vestigios y aquellas obras de arte. La alucinante retros-pectiva fue para nosotros como la apertura de un salón dearte prehistórico.

Comenzamos a seguir paso a paso las paredes en toda laprofundidad del vestíbulo y topamos de nuevo contra unos

98

bloques junto a la roca; pero esta vez los examinamos yadetenidamente desde el primer momento.

Reconocemos sin dificultad en ellos dos estatuas más,a decir verdad bastante estropeadas: dos leones de tamañoreal modelados en arcilla, como el oso...

La salida de la gruta y la vuelta a casa transcurrieroncomo en un sueño. Pero sin duda un sueño con los ojosabiertos, pues estuve despierto y en vela toda la noche. Es-taba trastornado y entusiasmado por haber descubierto enaquella caverna, que tanto había comparado con la de Tucde Audoubert, los mismos vestigios de arte prehistórico: gra-bados murales y modelados en arcilla.

Desde el día siguiente por la mañana, a la manera delfamoso telegrama enviado por Begouen a Cartailhac, volvía telegrafiar ahora: «Los magdelenienses modelaban tam-bién la arcilla...» El telegrama me precedió por muy pocotiempo al castillo de Espas, para informar de viva voz delextraordinario hallazgo, que fue rápidamente difundido porla Prensa, comunicando la noticia a todos los prehistoria-dores del mundo.

Ocho días más tarde, los picos y el esfuerzo conjunto delprofesor Casedessus, de los miembros del Remo de Saint-Martory y el padre Moura, párroco de Montespan, habíancavado un canal en las orillas de sedimentos del riachuelodesde el sifón hasta la salida de la gruta.

Dichos trabajos tuvieron por resultado hacer descenderapreciablemente el nivel del agua en el sifón, de manera quese podía pasar por él hundiéndose sólo hasta el pecho.

Entonces pudieron efectuar la visita prehistoriadores emi-nentes, muchos de los cuales se encontraban ya lejos de lajuventud. Pero no dudaron en meterse en el agua durantesesiones prolongadas y poco saludables.

Entre ellos el doctor Capitán, del Collége de France, desesenta y siete años, y el profesor Solías, de la Universidadde Oxford, hombre extraordinariamente bien conservado,musculado y esbelto como un joven a pesar de sus sesenta ytres años, fueron los más tenaces.

El padre Breuil y el conde Begouen fueron los .primeros enllegar a Montespan, con el profesor Hamel-Nandrin de Liejay el conde Saint-Périér, quien acababa de descubrir a su vezen una gruta cercana de Lespuge, una extraordinaria esta-

99

Page 52: Mi Vida Subterranea

tuilla auriñaciense en marfil de mamut, representando a unamujer desnuda: la Venus de Lespuge.

Miss Garrod, discípula' del padre Breuil, representó entodo este desfile de doctos prehistoriadores el elemento joveny femenino; la juventud estaba también representada allípor los miembros del Remo de Saint-Martory: Marcial, HenriGodin, Dupeyron y Marrast, que se convirtieron en los acom-pañantes y guías de los sabios, para ayudarles en el paso porel río, en el baño purificador del comienzo y en llevar susropas hasta la galería prehistórica.

Si bien con Godin, desde el primer día, había descubiertolo esencial de la gruta, quedaban aún numerosos detalles aestudiar para poder sacar deducciones y conclusiones.

Además de las estatuas y de una cuarentena de dibujosde animales, en la galería se revelaron un sinfín de detallesy pequeños trabajos misteriosos, tanto más cautivadorescuanto que nadie había penetrado allí desde la marcha delos últimos magdalenienses. Todo había quedado en su esta-do primitivo. En las paredes, untadas en parte de barro, exis-tían huellas y marcas de dedos —así como arañazos de garrasde oso— y agujeros redondos hechos con jabalinas y lanzas.Sobre unos bandos naturales se veían, tal como las dejaron,unas bolas de arcilla del grosar de un puño; una de ellashabía sido aplastada y modelada con el atributo femenino.

En las paredes habían sido pegadas con ayuda de bolitasde tierra, como obleas, hojas de sílex. Por el mismo procedi-miento había sido aplicada en la roca una pequeña cabezade caballo, de barro; asimismo, una especie de nido de golon-drina, también de tierra, que había sido modelado y fijadoal muro.

Un hueco de la roca, como si fuera un cajón, estaba llenode herramientas de sílex. En el suelo se notaban aún huellasde pies desnudos magdalenienses. Por desgracia, nosotroshabíamos pasado por allí con los pies descalzos, y resultabaahora difícil en según qué sitios distinguir las huellas pre-históricas de las nuestras...

Mención especial es debida a los relieves modelados enbarro.

Para completar lo que ya dijimos anteriormente concer-niente al oso, precisamente que mide un metro veinte delargo y presenta sobre todo su cuerpo unos pequeños agu-jeritos y cuchilladas hechos con flechas y puñales. Su des-

100

concertante decapitación y la presencia de un cráneo de osoyacente entre sus patas de delante, atestiguan un rito prehis-tórico extraordinariamente interesante e instructivo. Los ca-zadores primitivos conocían y practicaban la magia, y lamagia de caza en particular.

El hechicero y algunos iniciados iban al fondo de la caver-na de Montespan, a la luz de sus antorchas resinosas y suslámparas de grasa. Con ayuda de sus filos de sílex (de losque yo encontré algunos ejemplares en mis primeros son-deos) extraían arcilla. Los cuencos para la extracción esta-ban al lado de las estatuas y pueden verse aún las señales delos filos de que se sirvieron para este trabajo. La arcilla eraamasada y trabajada, y la estatua la modelaba el artistadel grupo, el hechicero probablemente.

El animal está representado echado en el suelo como unoso en su madriguera, y se encuentra haciendo frente alque llega, es decir, vuelto hacia la entrada de la gruta.

Las formas son burdas, como lo es el modelo por otraparte: un oso echado ofrece el aspecto de una masa. Sóloun detalle característico: las garras, que están perfectamenteseñaladas. Los cazadores magdalenienses (la talla de las he-rramientas, así como la forma en que están hechos los dibu-jos, atestiguan que se trata de un magdaleniense arcaico) sepreocupaban por representar un oso lo más real posible, ypor ello renunciaban a esculpir la cabeza, y preferían fijara la estatua una cabeza verdadera, la cabeza de carne y huesode un animal que acababan de matar.

Este injerto sorprendente y un tanto fantástico lo hacíanseguramente por medio de un tronco de madera; se ve toda-vía la señal de la sección del cuello de la estatua, que uníala cabeza ensangrentada con la estatua de barro. Más tardela cabeza se consumió, la clavija de madera pulverizóse yactualmente no queda más que el cráneo que ha caído entrelas patas delanteras de la estatua.

Sobre este maniquí, pues no se excluye el que estuvierarecubierto de una piel de oso (algo así como los muñecos decera de los adivinos de la Edad Media, y los que existen aúnpor el mundo), el hechicero de Montespan efectuaba encan-tamientos mágicos.

La ceremonia estaba destinada a la «muerte» del oso enefigie, y por ella la del oso vivo que codiciaban los cazado-res. Según el mecanismo y la concepción síquica de la ma-

101

Page 53: Mi Vida Subterranea

gia de todos los tiempos, la suerte echada sobre un «doble»,sobre el muñeco «mágico», es fatal al ser viviente al que vadirigido, y el éxito de la caza al día siguiente .quedaba asíasegurada a los cazadores.

El suelo, que estaba hollado y pisoteado por los pies des-calzos de los hombres, mostraba que el hechicero y los caza-dores se habían librado alrededor de la estatua a una danzaritual, de la que puede encontrarse aún hoy una réplica enciertos pueblos salvajes (como la danza del casuario de losaborígenes de Australia, danza de los bisontes de los indiosdel Canadá, danza del reno o de las focas de los esquimales).

Finalmente, como prueba de todo ello era bien visible eldetalle de que la estatua del oso de Montespan estaba acri-billada de flechazos y arpones, de las mismas armas que aldía siguiente debían perseguir y matar el animal al que loscazadores habían decidido capturar.

Las mismas ceremonias y las mismas intenciones, si seconsideran las estatuas de los dos leones. Estos, igualmentedesprovistos de cabeza (pero de los que no encontramos crá-neo alguno), habían sido también embrujados y heridos enefigie. Tenían las señales profundas, no ya de flechas, sinode lanzas, y las heridas habían sido hechas con tanto vigor,que las estatuas estaban en parte hundidas por la violenciade los golpes.

Los sabios, inclinados sobre el oso y luego sobre los leo-nes de Montespan, ofrecían, a la luz cruda y pálida de laslámparas de acetileno, un espectáculo extraño y sugestivoen gran manera. Hombres del siglo xx —venidos de diferen-tes países de Europa—, de aspecto tan desnudo y pobrecomo el que ofrecerían nuestros antepasados de la Edad dela Piedra, estaban allí reunidos en un mismo espíritu, enuna misma emoción, tal como lo habían hecho en aquel en-tonces, hace más de veinte mil años, aquellos otros hombres;a pesar de sus diferentes pensamientos, de sus diferentespreocupaciones...

¡Qué abismo entre esta humanidad moderna de france-ses, belgas e ingleses y los hombres de aquellas épocas!Abismo de siglos y milenios, ciertamente; ¿pero aquellos ca-zadores de osos y leones diferían tanto de nosotros, o mejor—volvamos la comparación del revés—, diferimos nosotrostanto de aquellos remotos antepasados que tuvieron por mi-sión, la más noble y sagrada entre todas, trasmitirnos su

102

vida y su civilización, a su manera y según sus posibilidades?Existía en ellos, más que en nosotros, el culto a los muer-

tos; tenían preocupaciones morales, religiosas y también asu modo filosóficas, no nos cabe la menor duda. Fueron unosartistas incomparables, inigualados. Nunca un artista mo-derno podrá ni sabrá grabar o pintar de memoria, con ayudade un sílex o de su dedo untado de ocre (y esto sobre laroca rugosa y accidentada de una caverna, a la luz de unaantorcha humosa), las obras maestras de Altamira o las deLascaux.

Encorvado y quebrantado por la edad, el doctor Capitán,emocionado y temblando, me puso su mano en el hombro yme dio las gracias, como en 1912 Cartailhac lo había hechocon los hermanos Begouen.

—Querido amigo —me dijo—, acaba usted de hacernosrevivir ante estas estatuas, las más antiguas del mundo, unosmomentos inestimables, un pedazo de vida extraordinaria-mente evocadora de los tiempos ya extinguidos. Cartailhacsolía decir a menudo que daría con gusto diez años de suvida por poder vivir una hora con los magdalenienses... A miedad no es posible permitirse tal liberalidad; pero sepa us-ted que acabamos casi de vivir esta hora preciosa.

Emocionado a mi vez, y no sabiendo cómo agradecer aaquellos sabios el haber venido de tan lejos para admirar yestudiar la caverna de Montespan, rompí por una vez mitimidez congénita, y haciendo acopio de valor, ayudado porel ambiente y las circunstancias excepcionales, y por la pe-numbra que nos rodeaba, dije:

—Podría, si ustedes me lo permiten, intentar añadir algoal ambiente de prehistoria y a la evocación que reina en es-tos lugares.

Desnudo, a excepción de mi calzón de baño, suficiente-mente musculado y corpulento —así lo espero— para per-sonificar a un cazador magdaleniense, retrocedí algunospasos, me subí a un banco de tierra, y abombando el torso,lancé hacia las bóvedas un formidable e interminable anilhet,el grito antiguo de los pastores de Ariége, aquella largallamada que ha dejado ya de oírse hace tiempo y que tienealgún parentesco con el famoso irrintzina vasco. Consisteen una ruidosa explosión aguda que acaba en una cascadaestremecedora. Su carácter salvaje se lo proporciona un pe-queño temblor de voz que la garganta produce prolongando

103

Page 54: Mi Vida Subterranea

la sílaba hi, tras la explosión del clamor inicial. Luego acabacon un aullido de demente comparable a la «risa» de lahiena.

Con todas mis fuerzas y con todo mi aliento, lancé pordos veces consecutivas mi «grito prehistórico» y descendíde mi pedestal.

En otra parte y en otras circunstancias, la escena hubie-ra podido parecer ridicula y forzada. Pero se insertaba di-rectamente en nuestro peregrinaje a este lugar de la huma-nidad prehistórica, dentro del cuadro de la caverna en quese encuentran las estatuas más antiguas del mundo, y pudenotar que mi actuación había hecho vibrar el alma de losprehistoriadores.

El doctor Capitán, como hombre de gran erudición y do-tado de una asombrosa memoria, convino en que el anilhet,que no había oído jamás, podía muy bien tener un origenprehistórico, y acabó citando a Fierre Loti, que en su obraRamintcho escribe que el grito de los montañeros pirenai-cos «sube del fondo del abismo de los siglos»...

104

14EL CRUCE DE CAMINOS

El descubrimiento de la caverna de Montespan tuvo granresonancia. Los comentarios que la Prensa le consagró fue-ron abundantes y muchas veces inesperados. El oso y losleones de Montespan gozaron abiertamente del favor de losperiodistas, que se extendieron a cual mejor sobre estetema.

Es verdad que estábamos en pleno mes de agosto, unperíodo hueco para los periódicos, que se dedican entoncesa la pesca de la Serpiente de Mar. En el argot de los repor-teros americanos existe una expresión muy pintoresca quedescribe bien esta preocupación profesional, consistente endespertar y excitar la curiosidad de los lectores adormeci-dos por la falta de noticias sensacionales. Llaman a esto«hacer rugir al león» a instancias del domador, que congrandes restallidos de látigo intenta animar a sus fieras de-masiado silenciosas y pasivas.

Se hicieron pues «rugir» los leones y gruñir al oso deMontespan. Un diario parisiense, entonces en boga, y luegodesaparecido, puso en grandes titulares en primera página:«¡Un joven pastor se sumerge en un río subterráneo per-siguiendo a una trucha, y descubre un oso y unos leones dehace más de 20.000 años!»

Afortunadamente las estatuas magdalenienses fueron es-tudiadas mucho más seria, extensa y magistralmente por losespecialistas en prehistoria. Se dirigieron numerosos infor-mes en este sentido, en primer lugar al Instituto de Francia.

Pero incluso en este campo se dieron exageraciones einterpretaciones sorprendentes por parte de ciertos arqueó-logos de imaginación fecunda y desbordante. Un prehistoria-

105

Page 55: Mi Vida Subterranea

dor vandeano, muy conocido por las osadas teorías de sulibro, titulado La prehistoria vista por las estrellas, estudióel oso de Montespan en una fotografía. Tomando los aguje-ros de las flechas visibles en los flancos de la estatua comotesis (y no tomando de ellos más que algunos) para susconclusiones, afirmó que los puntos negros representabanla constelación de la Osa Mayor, y que consecuentemente laestatua del oso se debía a las primeras observaciones astro-nómicas de nuestros antepasados y podía considerarse comouno de los puntos básicos del comienzo de la Astronomía.

El conde Begouen, que desde hacía tiempo combatía aeste prehistoriador abusivo, le hizo observar que precisa-mente los agujeros de la estatua, escogidos para identificarla Osa Mayor, no recordaban en nada el bien conocido di-bujo de esta constelación. A lo que el arqueólogo-astrónomole respondió desdeñosamente, recordándole que en el cursode los milenios las constelaciones cambian de posición, loque por otra parte permitía fijar la edad del oso de Montes-pan, en 122.318 años exactamente.

En otro campo también, éste menos trascendental, en eldominio local, el descubrimiento de la caverna de Montespantuvo como resultado mi rehabilitación ante los ojos de lagente, que empezó entonces a tomarme en consideración.Desde hacía tiempo los rumores y la opinión pública metenía por uno que soñaba despierto y que estaba siempreen la luna, un tipo original que buscaba tesoros por lascuevas.

Hubo quien llegó al extremo de cuchichear en voz muybaja la venta de las famosas estatuas en América (que estánaún en la caverna en el momento en que escribo estas líneas)me había reportado una suma de dólares, de la que los en-terados repetían la cifra, ¡por cierto verdaderamente gene-rosa!

Señalamos aún un último corolario inesperado, pues yoiba de sorpresa en sorpresa. El gran periodista deportivoFranz Reichel me escribió para informarme que la Academiade los Deportes (de la que ignoraba la existencia), acababade atribuirme su Gran Medalla de Oro. En su carta me feli-citaba, lamentando personalmente, me decía, que hubieraperdido por tan poco el Gran Premio Deutsch de la Meurthe,de 10.000 francos. En efecto, en aquel año de 1923 había ha-bido a mis expensas una competición muy reñida, y el ven-

106

cedor había sido Alain Gerbault, que acababa de atravesarel Atlántico solo a bordo de su Firecresí.

Un poco deslumbrado y turbado por tantas repercusio-nes inesperadas, cuando era por inclinación natural que fre-cuentaba mis «agujeros», por la calma y la soledad de quepodía gozar en ellos, soporté como pude toda esta repentinay ruidosa notoriedad.

Luego, una vez calmada un poco la efervescencia y apa-gadas las luces, reemprendí el curso de mis proyectos. Enmi carnet, donde anotaba fielmente todo lo concerniente alas grutas que conocía y las que ambicionaba conocer, habíaescrito cuando emprendí la exploración solitaria de 1922 aMontespan estas palabras: «¿Qué me reserva esta gruta?»

A la mañana siguiente de la visita de los sabios, más arri-ba relatada, pude escribir la respuesta, tan breve comocargada de reminiscencias y rica en significado: «Las esta-tuas más antiguas del mundo».

«Pero las cavernas no llevan a ninguna parte, son un ca-mino sin salida, lo sabes muy bien», me decía mi padre, contodas las apariencias de tener razón, y justamente preocu-pado e inquieto por mi porvenir. Era necesario que pensaraen «cosas serias» y que optara por el Derecho o el Notariado,por las Ciencias o la Agronomía.

Mis hermanos me daban ejemplo. Juan, ante el obstáculode los cuatro años de guerra, había renunciado a sus estu-dios de Medicina comenzados en 1914, que estimó demasia-do largos, y optó por entrar en el Control, en el que se leabría un brillante porvenir; Marcial empezaba su carrerade Medicina, que acabaría más tarde con la Medalla de Orode la Facultad de Toulouse.

En lo concerniente a mí, el dilema era cruel. Me confiéal conde Begouen, y éste no osó animarme a perseverar enel campo de la prehistoria. Sólo había tres cátedras de pre-historia en Francia: en París, en Nancy y en Toulouse. Elera titular de la de Toulouse, y me confió que su predecesorCartailhac había enseñado libremente y gratuitamente du-rante años, considerando su enseñanza como un apostolado,teniendo una subvención inferior a la del conserje de laFacultad.

107

Page 56: Mi Vida Subterranea

El doctor Capitán me animó un poco más. Me habló deuna beca que me podría ser fácil obtener, de una Fundacióndel tipo de Villa Mediéis. Me propuso también hacerme in-corporar como arqueólogo a una misión llamada al Afganis-tán por el soberano de aquella época, un gran amigo deFrancia, que intentaba reformar y modernizar el país. Unasangrienta revolución vino a truncar el proyecto.

Si expongo aquí todas estas consideraciones y estos he-chos tan ajenos a la prehistoria y a la espeleología, que po-drían ser tratados únicamente en un libro consagrado a los«recuerdos de un espeleólogo», lo hago sin embargo cons-ciente de mi propósito.

En efecto, he recibido frecuentemente y desde hace mu-cho tiempo cartas de jóvenes, atraídos por la espeleología,apasionados por las exploraciones subterráneas y que expe-rimentan la misma atracción, la misma llamada que yo co-nocí a su edad. Me preguntan si se puede hacer carrera enesta especialización y desearían ser aconsejados para conse-guir triunfar en ella.

Así, pues, la ocasión me parece buena para responderaquí —más categóricamente aún que el conde Begouén y eldoctor Capitán— que mi padre tenía mucha razón, y que«las cavernas son un camino sin salida», pues la espeleologíapura y exclusiva no es una profesión y no alimenta al hom-bre que la profesa.

«Y, sin embargo —me respondió un joven, a quien con-testé esto—, me quiere alejar de un camino en el que ustedha triunfado plenamente y donde creo que podría tambiényo triunfar.»

Es necesario que me golpee el pecho y reconozca rniculpa, y repita -r-lo he hecho ya a menudo por otra parte—:«No hagáis lo que yo he hecho, sino lo que yo os digo».

No entréis en la gruta a explorar como un nudista, comohe hecho yo durante tanto tiempo; los hombres de las ca-vernas iban vestidos con pieles de animales y ellos mismoslo considerarían arriesgado.

No tengáis una iluminación a base de miserables bujías,que habrían parecido insuficientes a los mismos magdale-nienses de Tuc de Audoubert, y que hubieran podido sercausa de mi pérdida.

No os sumerjáis en los sifones en la única confianza devuestra capacidad pulmonar; es jugarse la vida.

108

No os aventuréis jamás solos bajo tierra; es una locuraque a mí me ha salido bien; pero únicamente porque he te-nido suerte.

Tales infracciones a las reglas más elementales de pru-dencia y de razón no tienen excusa, y no podían ser pro-ducto más que de un hecho aislado, de un solitario sin ex-periencia, sin antecedentes en el campo de la espeleología.Sólo podría darse en el cerebro de alguien que lo ignorabatodo de una ciencia y de un deporte que en aquel entoncesno estaba codificado aún, ni disciplinado, ni organizadocomo lo está ahora.

En fin, volviendo a la preocupación principal de ciertosjóvenes, ávidos de practicar la espeleología y de hacer deella su profesión exclusiva, ante ellos debo derribar la mu-ralla de mi vida privada, como decía Landru, quien no per-mitió nunca a nadie, por otra parte, franquear tal muro.

En aquel año de 1924, en que me encontraba acribilladoy destrozado por todas estas preocupaciones, y que fue con-secuentemente un año muy pobre en cavernas, se produjo unacontecimiento que habría hecho repetir a Napoleón algo queparece que decía muy a menudo: «No sucede más que loimprevisto».

Lo imprevisto, para mí, fue que al término de dichoaño, el 30 de diciembre exactamente, contraje matrimonio.

Hija de los esposos Martin, del doctor Raymond Martin,médico de la Prefectura del Sena, Isabel tenía entoncesdiecinueve años, e iba a comenzar sus estudios de Medicina.Había llegado de vacaciones al pequeño pueblo de Auzas,entre Saint-Martory y Aurignac, y al igual que yo, a la En-crucijada de Caminos, donde el azar, digamos el destino, omejor la Providencia, hizo que nos encontrásemos (simbó-licamente, en un cruce de caminos), un domingo, mientrasella paseaba por allí después de las vísperas. Yo había idoa aquellos parajes para recoger fósiles en un terreno pedre-goso, detalle que no carece de importancia, porque sin estosRhynchonella decórala en las calcáreas mesojurásicas —sea-mos precisos—, seguramente no nos habríamos encontradonunca.

Nuestro viaje de bodas se efectuó a Provenza, colocado—naturalmente— bajo el signo de las cavernas, que visita-mos en las gargantas de Ollioules'y Saint-Gaudens.

Más tarde, en 1925, nos instalamos a las puertas de Saint-

109

Page 57: Mi Vida Subterranea

Gaudens, en una propiedad donde me iba a convertir $gn te-rrateniente. • l:'.í tj ;

Isabel no había entrado hasta entonces en una gruta,pero era una excelente alpinista, y había escalado ya nume-rosas cimas pirenaicas en el macizo de Bagnéres-de-Luchon.Yo, por mi parte, no había efectuado nunca ascensiones, peroeirá —como bien se sabe— fanático de las cavernas.

Esta flagrante contradicción no comportó sin embargoninguna incompatibilidad. La solución, lo ideal, era que yobuscase grutas y simas en la alta montaña y que mi mujerexplorara conmigo, iniciándome en el alpinismo.

Y la voluntad de los dioses quiso que así sucediera.

11C

15LA GRUTA HELADA CASTERET

£1 25 de junio de 1926 una pequeña caravana salía delpueblo de Gavarnie, a 1.370 metros de altitud, y emprendíael camino, de cinco kilómetros, que une el pueblo al célebrecirco del mismo nombre. Mi madre, Marcial, mi mujer y yo,partíamos para tres o cuatro días en la alta montaña, te-niendo como objetivo principal la ascensión del Monte Per-dido, y accesoriamente, la búsqueda de grutas o de simas,siempre posibles en un macizo exclusivamente calcáreo.

La primera ascensión al Monte Perdido fue hecha porel naturalista Ramond de Carbonniére, que invirtió nueveaños para estudiarlo y vencerlo, tan desconocida era la re-gión y tanto terror inspiraban los extensos glaciares, unterror casi supersticioso que puso en peligro el éxito de laexpedición repetidas veces.

Hacia la misma época, H. B. de Saussure no escalaba elMont-Blanc más que veintisiete años después de haber pro-metido recompensar a quienes le encontraran la vía de as-censión. Ahora, tras un siglo de alpinismo que nos ha dotadode la experiencia de la montaña, de los guías, de los mapasdetallados y de un equipo práctico, nos resulta difícil creerque Ramond invirtiera tanto tiempo en alcanzar la cima deun picó que con buen tiempo no presenta dificultades es-peciales.

En cuanto al Gavarnie, de Vigny a Víctor Hugo, ha sidocantado por varios poetas, estudiado por'los geólogos y des-crito en todas las lenguas. Ha sido puesto al alcance de todospor fotos y dibujos. No queda más que una forma sencilla ybreve de presentarlo: arena calcárea' de 1.400 metros de al-titud, un kilómetro de ancho en su base. De las tres gradas

111

Page 58: Mi Vida Subterranea

principales caen una decena de cascadas; de ellas la más im-presionante lo hace verticalmente desde una altura de420 metros. Estas caídas de agua forman el torrente de Ga-varnie, que más lejos se convierte en el torrente de Pau.

El camino del pueblecito al circo atraviesa un antiguofondo de lago oval y luego, en algunos zigzags, sube hastaun estrangulamiento del anfiteatro natural que correspondea la puerta de los artistas en el circo. Aquí los jinetes y lasamazonas improvisadas deben descender de sus monturasy seguir a pie para ver la gran cascada de cerca, atravesarun puente natural que va de parte a parte del torrente ¡ytocar nieve en pleno verano!

Los paseantes, en cuya compañía hemos marchado desdeel pueblo, se preguntan si es necesario llevar calzado espe-cial, abultadas mochilas y bastones de alpinista para visitarel circo de Gavarnie. Poco se figuran que en realidad elfinal de su paseo no es para nosotros más que el preludiode nuestra ascensión, y que el alpinismo empieza precisa-mente allí donde acaba el camino.

En efecto, nos proponemos escalar las paredes del circopor una «escalera», que tiene por nombre La Escala deisSarradets, una especie de cornisa difícil de discernir inclusode cerca, que recorta las pendientes y permite, con buen piey buen ojo, ascender por el circo hasta arriba.

Al salir del pueblo el cielo era puro y el sol ardía, y heaquí que de repente, al llegar a las altas regiones del circo,vemos amontonarse las nubes, bajar y comenzar a invadirrápidamente el anfiteatro ciclópeo. Se desencadena un vien-to furioso antes incluso de qué hayamos podido ponernosnuestras prendas de abrigo, que están en el fondo de las mo-chilas, y empieza a caernos encima una nieve fina y heladaque nos sorprende y nos cala, que se nos mete por todaspartes y nos azota el rostro.

En la montaña, la tormenta nace así, llegada de no sesabe dónde y durante un tiempo imposible de calcular. Elcambio de decoración es tan repentino, el descenso de latemperatura tan brusco y sensible, que hace que nos sin-tamos un tanto desmoralizados.

Al ardiente verano ha sucedido el invierno, y en la blan-cura acolchada de la nieve y la niebla, no llegamos a ver másque nuestras siluetas, grotescas, encapuchadas y curvadasbajo la tormenta. Sólo minutos antes, con los brazos des-

112

nudos y ^el pecho al viento, rendíamos culto a los divinosrayos del sol.

Resueltamente, Isabel toma el mando de la cordada denovicios que somos, y emprende la ascensión del glaciar quesube hacia la pared de la cumbre del circo. Entre todas laspreocupaciones que nos agobian en este momento, una sola-mente domina: la de no perdernos. Consultamos la brújulapara no pasarnos la muesca gigante, la llamada Brecha deRoland, único paso que permite salir del circo por arriba.

Atentos y en silencio, subimos como ciegos la cuesta in-terminable, siempre más y más empinada. Finalmente elviento y la nieve, redoblando su violencia, nos anuncian queel final está cerca. Vemos la Brecha entre la bruma, peronos acoge en ella un viento de una fuerza asombrosa quenos impide avanzar.

Un montañero de la época heroica, el conde Russel, des-pués de pasar solo, según su costumbre, la Brecha de Ro-land un día de tormenta, escribió: «Jamás, ni sobre el mis-mo océano, el viento sopla como en las altas montañas enel equinoccio. Con un ruido más fuerte que el del trueno.Las rocas vibran como un bordón que suena, uno se asom-bra de que no salgan disparadas al aire. Por otra parte, hevisto volar piedras como si fueran paja en más de una oca-sión».

Con más suerte que Russel, nosotros no recibimos nin-gún proyectil, pero nos vimos obligados a avanzar agazapa-dos para resistir la tormenta, que se sepulta en este puertode treinta metros de ancho por ochenta de alto, abierto atres mil metros de altitud.

Una vez franqueada la Brecha estamos ya en España—aunque podríamos creernos aún en Laponia— e Isabelreconoce que para ser nuestro bautismo de alta montaña noha estado mal del todo. Por nuestra guía de bolsillo sabe-mos que siguiendo a lo largo de la base de la roca debemosencontrar un agujero del grosor de un hombre por el que esnecesario introducirse para llegar a una gruta minúscula.

Este antro, conocido por los excursionistas, ha sido bau-tizado con el nombre de Villa Gaunier,.el nombre del glació-logo que lo descubrió en 1906. La entrada se encontrabaaquel día completamente obstruida por la nieve que el vien-to había acumulado al pie del muro, y no estaba la señalde minio pintada en la pared señalando el emplazamiento,

118

Page 59: Mi Vida Subterranea

que buscamos en vano. La urgencia con que despejamos elorificio a golpes de piolet no tuvo otra razón que la de po-dernos meter cuanto antes al abrigo de los elementos de-sencadenados.

La oscuridad es completa dentro de la gruta, en la queentramos temblando de frío. Fuera, el día se acaba lenta-mente y la oscuridad cae sin que la tempestad se calme. Malequipados y desprovistos de sacos de dormir, tenemos quesoportar una noche de vela y frío penetrante, pensandoque en este mismo lugar, en el invierno de 1923, seis esquia-dores tolosanos pasaron cinco días y seis noches bloqueadospor la tormenta...

A las cuatro de la madrugada nos deslizamos al exterior,y ¡oh, sorpresa! Un claro de luna espléndido reina sobre lospicos y las extensiones nevadas de España. Este claro deluna, contemplado a tal altitud, es impresionante por el gransilencio y la majestuosidad del lugar.

Pero el frío continúa siendo intolerable; debemos poner-nos en marcha en seguida. Volvemos a pasar ante la Brechade Roland, desde la que normalmente se pueden ver las lla-nuras de Francia. Pero, no, un mar de nubes, hacia los dos milmetros, no deja emerger más que los picos de las monta-ñas. Este océano aéreo es más impresionante que el océanomarino. Y cuando el disco del sol aparece por allá abajo, por,detrás del Pie Long, y sus rayos rozan las crestas de cadaola, el espectáculo maravilloso llega casi a lo irreal y haceimaginar la génesis del mundo.

Una última ojeada a la Brecha y seguimos adelante haciael Monte Perdido, aún invisible, del que nos separan todavíacinco horas de marcha y de ascensión en la nieve.

Costeando el acantilado español, que forma el basamentodel Casco de Marboré, llegamos a una capa de neviza degran pendiente. Los clavos de nuestras botas no consiguenclavarse en ella y los piolets entran en acción. La fina puntade acero hace saltar a cada golpe escamas de hielo que flu-yen y se deslizan con ruido, y el pie puede entonces clavarseprudentemente en la muesca así tallada.

Subimos lentamente, paso a paso, hacia el desfiladero delos Rebecos, y vemos a lo lejos, sobre la nieve, convergiendohacia él, las finas huellas en triángulo de los cascos de losanimales, demostrándonos con ello lo apropiado del nombredel lugar.

114

Mientras Marcial avanza en cabeza y trabaja con energíacon ayuda de su pico, yo me encuentro ahora a la cola de lacuerda, y me permito ir observando algo a mi alrededor.Admiro como geólogo las rocas enormes del Casco, que nosabruman y las del pico de los Rebecos, que dominamosahora. Estas grandes formaciones calcáreas estoy escrután-dolas también como espeleólogo, cuando de pronto profierola palabra mágica, el leit motiv de nuestra devoción: «¡Unagruta!»

Sí, allí abajo, muy al fondo, en la vertiente oeste del picode los Rebecos, al pie de una abrupta muralla y en la cum-bre de una capa de neviza, veo algo muy parecido a la entra-da de una caverna. Acaso no sea después de todo más queun simple desplome, o un saliente y su sombra. Pero el es-peleólogo, siempre al acecho, no puede pasar por alto elmás pequeño indicio.

A pesar de la distancia considerable y la desnivelaciónno menos desalentadora, siento el deber de descender hastaallí. Los fracasos en este sentido, las marchas infructuosashasta un lugar en que en un momento me había parecido veralgo, no han sido causa nunca de que dejara de practicareste principio. El cambio de itinerario y el tiempo que va acostamos, nos privarán de la ascensión al Monte Perdido,que era, sin embargo, el objetivo de nuestra expedición.

Mi madre y Marcial comprenden que va a ser necesariocambiar de ruta, arriesgarse por las pendientes y ascenderla capa de nieve hasta la cumbre, en la que quizá no nosespera más que una falsa gruta. Y aceptan la eventualidad.Miro a Isabel, nuestra guía, que ama las cumbres bañadasde azul y de luz, y que no aprecia demasiado las grutas, opor lo menos no las conoce.

Isabel vuelve su mirada hacia el desfiladero de los Rebe-cos, en dirección al Monte Perdido, con el que soñaba du-rante años y que ahora va a escapársele. Hace una tímiday divertida alusión —con tanta razón, en verdad— sobre losque «dejan la presa por su sombra». Y henos aquí ya «per-diendo altitud», maniobra insólita y anárquica en montaña,descendiendo rápidamente hacia el valle del río de la Brecha,corriendo, deslizándonos o «en ramonage», es decir, sentadosen la nieve.

La entrada de la gruta, o mejor la seudogruta, queda es-condida por el momento, y yo me recomo de dudas y re-

115

Page 60: Mi Vida Subterranea

mordimientos. ¡Qué decepción si no resulta ser una caver-na! Y, además, qué trabajo al tener que volver a subirpenosamente estas pendientes, que acabamos de descendercon tanta rapidez!

En la base de la neviza que nos disponemos a ascender,nos aligeramos de nuestras pesadas mochilas de montaña.Emprendemos la subida en dirección a la entrada, que senos aparece aún escondida tras una cornisa de nieve, y alllegar cerca de ella, Marcial se adelanta a nosotros aceleran-do el paso, franquea el primero la cornisa y desaparece antenuestros ojos.

Pasan algunos segundos antes de oír unos gritos de triun-fo y de admiración. Otros tantos segundos, y reaparece.Parodiando sin duda al profesor Lidenbroc'k del Viaje alcentro de la Tierra, en el borde del cráter de Sneffels, elvolcán islandés, gesticula y agita su piolet.

—¡Ah, qué belleza! —exclama repetidas veces.Jadeando llegamos hasta él, y nos quedamos estupefac-

tos. La entrada, un porche de unos treinta metros de ancho,se encuentra obstruido por un caos de rocas, y al pie de estabarrera que forma como una escarpe, contemplamos unade las decoraciones más extrañas y más raras que podamoshaber visto en el mundo: un lago helado y más allá, vinien-do de las entrañas de la tierra, un río de hielo horizontal, deveinte a treinta metros de ancho.

Atravesamos apresuradamente el lago de entrada sobreun mantel de hielo transparente, aparentemente poco espesoprimero, y luego ponemos el pie sobre la capa que le sigue;ésta más espesa y blanca, como porcelana. ^

La luz del día penetra oblicuamente en la caverna, y alreflejarse en el suelo produce unos tintes y unos reflejosverdes y glaucos en la bóveda y paredes. Este mundo subte-rráneo glaciar, casi inimaginable, nos confunde: ¡ es extraor-dinario!

El vestíbulo colosal se presenta rectilíneo en todo lo quealcanza la vista, mientras que a mano derecha descubrimosuna gran sala lateral completamente helada, como el restode la gruta. Hasta cien metros más allá de la entrada, losrayos solares, reflejados por el hielo, nos iluminan aún dé-bilmente; pero a partir de ahora reina la oscuridad, obli-gándome a encender la única bujía que llevo, ya que el

116

resto de nuestros elementos de iluminación quedaron en lasmochilas al pie de la capa de nieve.

Una vela para cuatro; esto es claramente insuficiente, yaún más cuando, a partir de ahora, la gruta se hace acciden-tada y de recorrido difícil. Necesitaríamos igualmente cram-pones para el hielo.

Dejamos a las mujeres de guardia en este lugar, y con-tinúo con Marcial, adentrándonos en esta caverna excep-cional, en la que encontramos muchas dificultades. Unacascada de agua helada, imposible de escalar, sin cuerda ysin crampones, nos detiene definitivamente.

Pero la caverna continúa por un piso superior, por el quesopla una corriente de aire helado. Sin equipo apropiado ycon una sola bujía, nos encontramos completamente desar-mados y tenemos que resignarnos a dar media vuelta.

Cuando llegamos hasta donde dejamos las mochilas, eldía está ya demasiado avanzado para intentar ahora la as-censión del Monte Perdido; pero nadie se lamenta de ello, nisiquiera Isabel, que acaba de experimentar una emoción tal,que la ha sometido para siempre al mundo subterráneo.

Aquella misma noche llegamos al refugio de Gaulis, alpie del Monte Perdido, y al mediodía del día siguiente está-bamos en la cima, de la que Ramond ha escrito:

«Del Mont Blanc hay que venir al Monte Perdido: trasver la primera de las montañas graníticas, hay que verla primera de las montañas calcáreas.»

Isabel había aplazado sólo por veinticuatro horas la es-calada al pico de sus sueños. En cuanto a mi madre, por sersu primera escalada, a los cincuenta y dos años, había as-cendido sin dificultad su primer tres mil. Más tarde ven-cería bastantes otros, ya que podemos decir de paso quetodos nosotros habíamos gustado mucho y seguiríamos prac-ticando el alpinismo.

Esta pareja tan inesperada, madre y nuera unidas comohermanas siamesas, escalarían aún una treintena de picosde tres mil metros (en los Pirineos no se puede ascendermás alto). Y ello sin perjuicio de otros picos menores.

El descubrimiento de nuestra, extraordinaria caverna he-lada, y el reconocimiento apresurado que efectuamos enella, no podían quedar sin continuación, como bien se puedesuponer. Teníamos todos el más vivo deseo de volver a aque-llos lugares y efectuar en ellos una exploración a fondo.

117

Page 61: Mi Vida Subterranea

Un mes más tarde, efectivamente, decidimos subir loscuatro de nuevo a la Brecha de Roland. Pero en el últimomomento les fue imposible venir a mi madre y a Marcial.Así es que emprendimos la expedición Isabel y yo, un mag-nífico día de verano.

En esta ocasión no nos encontramos con una tormenta, yla vista panorámica de la Brecha era tan ilimitada por ellado de Francia como por el de España. Aprovechamos paraescalar este clima fácil; con tal tiempo podíamos gozar deuna vista extraordinaria desde el Taillon (3.140 metros), enla cima del cual pudimos ver el Espectro de Brocken, espec-táculo raro e impresionante; vimos nuestras sombras pro-yectarse inmensas sobre una cortina de bruma vagabunda,que casi inmediatamente desapareció de nuestra vista.

Asistimos también a la puesta de sol, y descendimos alatardecer hasta la pequeña gruta que lleva el nombre falazy engañoso de Villa Gautier. Hacía tanto frío —un frío hú-medo y penetrante— que nos salimos de aquella especie deheladora y preferimos pasar la noche a la intemperie al piedel acantilado.

Pero el frío seguía siendo intensísimo, pues los prepara-tivos de nuestro vivac se limitaron a ponernos encima unchaleco suplementario, a subirnos los cuellos de nuestraschaquetas y a meternos las manos en los bolsillos...

Temblamos de frío durante toda la noche, que pasamoscompletamente despiertos. En cuanto empezó a clarear nospusimos en pie y empezamos nuestra marcha, tanto pox-

acortar la noche e intentar calentarnos un poco, como paratener un día más largo ante nosotros. N

Una hora más tarde llegamos al gran porche, en el quevolvimos a revivir las horas de emoción de aquel espectácu-lo inesperado: aquel lago extraordinario, el más extraño detodos los Pirineos, eternamente inmóvil; el único que norefleja nunca el cielo o las cimas circundantes, porque essubterráneo.

Tan mal equipados como de costumbre, siempre a la luzde nuestras bujías, sin cuerda y sin crampones en las botas,vagamos por el glaciar subterráneo y luego nos aventuramosen la vasta sala entrevista la última vez y que nos disponía-mos a explorar hoy.

Desde los primeros pasos en esta vasta nave nos intrigael ver, bajo un espesor de cincuenta centímetros de hielo, los

118

cuerpos de un pájaro y de una chova, que yacen allí desdeDios sabe cuánto tiempo. Estas cornejas de montaña fre-cuentan los acantilados y los escarpes rocosos por todos losPirineos, así como las bocas de las cavernas, en las que seadentran y anidan en las grietas de las paredes y de lasbóvedas, hasta la misma zona oscura.

Las aves que estamos viendo en su prisión de hielo estánadmirablemente bien conservadas; con las alas desplegadas,parecen volar aún...

En el centro de la sala por la que avanzamos con cui-dado, con pequeños pasos, distinguimos un montón de rocascaídas del techo. Hacemos pie en esta isla liliputiense queningún ser humano ha visto jamás antes que nosotros, y nosanexionamos el pequeño trozo de tierra, en medio de estemar de hielo subterráneo.

Pero otras orillas tan vírgenes y misteriosas como éstanos esperan: las que rodean nuestro mar hipogeo, engastadopor murallas ciclópeas. Llegamos a estas pequeñas playas,al pie de las colgaduras de hielo que recubren las paredeshasta alturas indiscernibles.

Nos encontramos en pleno cuento de hadas subterráneo,en pleno Julio Verne. Nos une una exaltación grave y puerila la vez, mientras atravesamos decorados de ensueño y va-mos descubriendo a cada paso nuevos aspectos maravillosos,de entre los más raros de nuestro planeta: un glaciar sub-terráneo y una catedral natural sumergida en las mismasentrañas de la tierra. .

Sólo existe un inconveniente, una sola molestia en mediode la belleza y de la calma que nos envuelven: el frío ex-traordinariamente intenso que nos penetra hasta los huesos.No nos encontramos apropiadamente acondicionados para laexploración de esta caverna, en la que la temperatura glacialse hace más insoportable por una terrible corriente de aire.

Para luchar contra este frío penetrante, empezamos a des-lizamos y a patinar por el hielo en el que sabemos que novamos a encontrar, positivamente, grietas ni agujeros.

Todos estos ejercicios nos divierten como a unos niños.Jugamos a quién patina más, y a quién pasará más hábil-mente entre dos bujías colocadas sobre el hielo.

Uniendo lo útil con lo agradable, este patinaje subterrá-neo reanima un tanto el calor de nuestro cuerpo sometido

119

Page 62: Mi Vida Subterranea

a un frío intenso desde la víspera, después de haber pasadouna noche temblando sin cesar.

Pero debemos añadir que nuestro régimen alimenticioconstituía también una de las principales causas de la faltade calorías, pues nada tenía de racional (o digamos mejorque era racionado y mal planeado). Por yo no sé qué aberra-ción, habíamos decretado que la alimentación era algo se-cundario en la montaña y en las grutas, y queriendo liberar-nos de esta obligación habíamos adoptado una alimentaciónsimplificada, que no hubiera podido satisfacer a los mismosespartanos.

Habíamos comprado un pan de seis kilos —que no seencuentran más que en los pueblos de los valles muy altos—y un queso entero de Holanda, íbamos cortando el quesocon un cuchillo, como tajadas de melón; cada división re-presentaba una ración diaria, ¡y esto era todo! ¡Pan y que-so! Creíamos que debía sernos suficiente, y nos contentába-mos con ello. Ni una bebida caliente, ni vino, ni alcohol; elagua que encontrábamos en los lagos y la de los torrentes,que tan buena es en la montaña...

Cierto día hallamos en un refugio a una pareja de alema-nes que habían extendido sobre la mesa una acumulaciónincreíble de provisiones, a base de charcutería, y que se es-taban preparando un gran cuenco de té sobre un hornillo.Nos quedamos tan sorprendidos de sus ágapes, como sequedaron ellos al vernos partir nuestro pan y nuestro quesotras una larga y penosa ascensión.

El trazo de los «meridianos» sobre nuestra bola d£ quesode Holanda les divirtió mucho. El alemán nos hizo una re-flexión que nos escandalizó un tanto. Nos dijo que ciertasgentes tenían un régimen aún más estricto que el nuestro,pero que generalmente no vivían mucho, y siguió precisandocon una carcajada ¡ que eran los que se contentaban conamor y agua fresca!

Era necesario ser jóvenes, tan jóvenes e idealistas comoéramos nosotros, para acomodarse a un régimen de hindúfamélico como el nuestro en nuestras primeras salidas. Dela misma manera que era necesario ser poeta y despreocupa-do para pasearse bajo tierra con una bujía, y tenderse a laintemperie sin un saco de dormir.

Cuando veo las fórmulas alimenticias actuales y las co-midas pantagruélicas con ocasión de las expediciones espeleo-

120

lógicas estivales, no puedo evitar evocar el pasado y llegara la conclusión de que nuestra frugalidad era tan exageradacomo culpable. Pero no puedo dejar de consignar que, pesea todos estos inconvenientes, hicimos en aquella época he-roica señalados descubrimientos.

Cerremos este paréntesis, por el que pido perdón, y sa-liendo de ia sala de la «isla desconocida», regresemos alvestíbulo rectilíneo en el que volvemos a encontrar la ex-traña luz de acuario, a la que damos la espalda para hun-dirnos en las profundidades de la caverna.

A doscientos metros de la entrada, la costra de hielo seinterrumpe por rocas con una capa de hielo más delgada,por donde la marcha se vuelve difícil, y en las que tenemosque valemos de nuestro piolet con mil precauciones, porqueestamos atravesando una zona en la que podría darse fácil-mente un hundimiento y que nos obliga a costear una espe-cie de sima tapizada de hielo. Echamos al pasar trozos dehielo, pero no nos pueden hacer saber su profundidad, por-que se pulverizan durante la caída.

Aquí las bóvedas alcanzan una elevación prodigiosa y lasparedes rocosas verticales están también tapizadas de hie-lo: es el lugar más majestuoso de la caverna.

Más allá de la sima interna, la gruta se estrecha brus-camente y se prolonga por una pendiente de hielo muyinclinada, cuya ascensión ofrece serias dificultades, aumen-tadas por el hecho de que no tenemos ni una cuerda con laque asegurarnos mutuamente.

No obstante, logramos escalar con ayuda de nuestrospiolets esta escarpa cuya cima no es más que una pequeñaventana cilindrica por la que sale la colada de hielo queacabamos de escalar. Cada vez que me coloco delante deesta gatera para meterme por ella arrastrándome sobre elvientre, una violenta corriente de aire apaga mi bujía. De-trás de mí, Isabel, cogida a su piolet en una posición incómo-da y precaria, no puede seguir por mucho tiempo así. Medecido entonces a reptar a tientas, en la oscuridad de estamadriguera. El paso es por fortuna muy corto, y en seguidapuedo incorporarme, y seguido inmediatamente por Isabelvolvemos a encender nuestras velas.

La caverna continúa siendo estrecha, aunque elevada, yencontramos aquí una dificultad suplementaria: el hielo delsuelo, hasta ahora duro y sólido, se deshace en un hilo de

121

Page 63: Mi Vida Subterranea

agua, en el que tenemos que chapotear. ¡ Y de pronto choca-mos con una cascada helada, rigurosamente vertical, y devarios metros de altitud!

Hasta ahora habíamos conseguido arrastrar nuestras mo-chilas hasta aquí. Penosamente pudimos hacerlas pasar porla gatera; ¿cómo vamos a poder seguir llevándolas y cómoescalar esta cascada con armas y bagajes? La única solu-ción posible parece encaramarse uno encima del otro. Lológico sería que fuera yo quien me agachara e Isabel subieraencima de mí, pero tras un corto conciliábulo decidimos locontrario. Se coloca ella de pie frente al muro, no sin haberpuesto bajo su chaqueta, en los hombros, sus manoplas fo-rradas, para acolchonarlos al rudo contacto de mis botas declavos.

Levantado sobre sus hombros, intento alcanzar una del-gada cornisa a la que me agarro haciendo una tracción conlas muñecas. Aligerada de mi peso y ya libre de movimien-tos, Isabel consigue clavar su piolet en una grieta por enci-ma de su cabeza. Este estribo providencial me ayuda a al-zarme de nuevo hasta una segunda cornisa, y ya desde allíllego al fin de la cascada.

La segunda fase de la escalada es aún bastante compli-cada, y no es sin dificultad que bajando hasta la cornisa in-termedia puedo izar las mochilas primero, y a Isabel des-pués, con ayuda del mango del piolet.

La galería que continúa, subiendo e igualmente estrecha,empieza a inquietarnos. En caso de tener que retroceder, eldescenso, como por regla general, resultaría más problemá-tico que la subida.

¡Pero quién habla de dar media vuelta ahora, cuando depronto vemos hacia lo alto un débil resplandor que va pre-cisándose e intensificándose a medida que avanzamos, y seafirma como la luz del día.

Febrilmente, desembocamos en una sala redonda, en laque el techo, agujereado por una abertura circular, deja verun redondel de cielo azul. Pero aquí no nos es posible nin-guna escalada; la ventana está demasiado alta, y las paredesen desplome.

Y, además, otra sorpresa: ya no andamos aquí por elhielo, sino sobre nieve endurecida, que parece haber sidoacumulada en algunos sitios por el viento cuando era toda-vía polvo.

122

Detrás de un relieve de esta ca^ja de neviza subterráneadescubro un pasillo estrecho que nos da acceso a una suce-sión de salas nevadas cuyas bóvedas están agujereadas comola primera. Llegamos bajo uno de estús techos abiertos queme parece accesible y me preparo a escalarlo, cuando, antenuestra sorpresa, oímos un silbido muy cercano, seguido demodulaciones, bien inespera'das en tal lugar.

Estábamos bastante intrigados, pero cuando salimos a laluz vimos que se trataba de un pequeño pájaro, muy socia-ble, pues continuó cantando de roca en roca armoniosa-mente.

¿Pero a dónde habíamos salido tras nuestro viaje subte-rráneo?

Habíamos entrado bajo tierra al pie de una roca al oestedel pico de los Rebecos y acabábamos de salir por la ver-tiente este, en medio de un caos de rocas agrietadas y aguje-readas en todos sentidos que se extendían hasta perdersede vista en dirección al Monte Perdido, cuya orgullosa pirá-mide domina todo el panorama.

Estamos extenuados. Tendidos sobre las rocas ardientes,quemando de calor y bañadas por el sol, nos concedemos unreposo bien merecido, pues desde la víspera hemos estadoviviendo en el frío; el frío terrible de la noche en los mon-tones de piedras de la Brecha de Roland y el frío no menospenetrante del glaciar subterráneo, atravesado a base de ex-traordinarios ejercicios que no han conseguido hacernos en-trar en calor.

Isabel se durmió casi instantáneamente como una niña.Por mi parte, excitado como estaba por la travesía subterrá-nea y extraordinariamente interesado por la revelación, nopude por menos que levantarme e ir a inspeccionar los al-rededores.

Pude observar que, si bien habíamos atravesado el ro-sario de salas nevadas, hubiéramos podido salir igualmentemás abajo, por nuestro propio pie, por un porche bastanteancho.

Circulando por aquellos parajes me di cuenta de queestábamos en el centro de un vasto lapiaz muy accidentadoque podía muy bien encubrir otras cavernas o simas. Nopude resistir la tentación, era necesario que efectuase unreconocimiento en regla por aquel sector, terreno excelentepara las formaciones subterráneas.

123

Page 64: Mi Vida Subterranea

Si mi mujer despertaba antes de mi vuelta, que pudierademorarse, iba a temer que me había caído por algún pozo.Le puse unas letras, que dejé cogidas con un alfiler en susombrero de fieltro, a su lado, y me alejé.

La investigación del lapiaz resulta laboriosa y penosa;pero, contra lo que esperaba, se presenta completamante in-fructuosa. Cansado ya, me detengo a admirar el inmensopanorama de la vertiente española del Marboré. Su arquitec-tura en gradas tiene alguna analogía con la vertiente fran-cesa del norte, la del circo de Gavarnie. Pero aquí las gradasno son en semicírculo; se extienden en línea recta durantekilómetros, formando los fundamentos del Casco, de la To-rre y del Cilindro de Marboré, todas cumbres fronterizas ovecinas de la cadena fronteriza.

¿Pero qué veo? Allí, muy alto y muy lejano, en la base deuna de las gradas de la Torre, hay un pequeño agujero ne-gro... ¿Gruta o falsa gruta? Si tuviera unos prismáticos po-dría sin duda decidirlo.

El pequeño demonio de la aventura me ha pinchado yacon su tridente y me dirijo hacia la posible decepción. Gus-tavo Le Bon escribió en su Evolución de la Materia una fraseque no he olvidado nunca: «El secreto de quienes hacendescubrimientos es que no miran nunca nada como impo-sible».

Al cabo de una hora de ascensión fatigosa por un terrenoirregular y dislocado, y tras la escalada de una neviza dependiente empinada, llego al pie de la roca, delante del agu-jero.

No es ni demasiado ancho ni alto, pero me inspira con-fianza, pues se hunde abiertamente en la montaña. Se tratade un pasillo tapizado de nieve.

Una vez más experimento la emoción tantas veces vividaal borde de una caverna, en el momento de internarme porel orificio de entrada. Enciendo una vela, con un gesto me-cánico, casi ritual, que tiene su importancia. Es un gestoinsignificante en sí mismo, pero a menudo de grandes con-secuencias y preludio de revelaciones casi inimaginables. «Elhombre disipa las tinieblas, explora hasta los lugares másapartados del Abismo» (Job, capítulo 28).

En la montaña es muy poco aconsejable aventurarse sincrampones sobre un glaciar o sobre una capa de nieve en-durecida por el hielo. Bajo tierra la imprudencia se convier-

124

te en inconsciencia. Y me doy cuenta de ello ahora. Mivestíbulo inclinado y nevado desemboca en un río de hielohorizontal de grandes proporciones, comparable al de la gru-ta helada atravesada por la mañana.

Me entusiasmo y avanzo a pequeños pasos sobre estapista de hielo, en la que no distingo gran cosa, aunque sílo suficiente para darme cuenta de que, de pronto, a mis piesse abren las tinieblas y el vacío.

Es una interrupción brutal del glaciar subterráneo, queintento rodear por la'izquierda primero, y luego por la de-recha, pero me encuentro en ambas ocasiones con la paredque lo encajona. El abismo al que he llegado abarca toda laanchura; sólo el vacío y las tinieblas continúan más allá.

Me encuentro solo, mal equipado y mal alumbrado. Noexiste más que una solución razonable: dar media vuelta,volver a la luz, e ir a buscar a mi mujer. Todo ello lo efectúoen un estado de gran exaltación por haber descubierto unasegunda gruta helada, cuya exploración no se retardaría ̂ de-masiado, según pronto convenimos.

Pero aquel día teníamos una larga etapa ante nosotros,hasta llegar y recorrer el incomparable valle de Arrasas, ypor otra parte nuestra provisión de bujías se había consu-mido con el violento viento que encontramos en la grutahelada.

Los espeleólogos proponen y Dios dispone: no debía vol-ver a explorar la segunda caverna más que veinticuatro añosdespués...

Sabía que no había sido señalada nunca ninguna grutahelada ni en los Pirineos ni en los Alpes. Sabía que eran muyraras en el mundo, y muy pronto supe también que la «nues-tra», a dos mil setecientos metros de altitud, era la de mayoraltura conocida.

Este descubrimiento tuvo un cierto eco en la Prensa,pero sobre todo lo tuvo en el mundo de los alpinistas. ElComité Científico del Club Alpino Francés, vivamente inte-resado, dio nuestro nombre a la caverna, que se llamó portanto la «Gruta Helada Casteret».

Un sabio espeleólogo escribía en ocasión de nuestro ha-llazgo :

«Descubrimiento de un interés científico extraordinarioy que constituye un fenómeno natural de primer orden almismo tiempo que un verdadero record.»'

125

Page 65: Mi Vida Subterranea

Y proseguía:«Las antiguas circulaciones de alto nivel, en las monta-

ñas, sólo nos han sido reveladas de quince años a esta parte,en los glaciares naturales de Dachstein, y en la caverna másgrande de Europa, Eisrienwelt, en Austria. Y he aquí queen 1926 el señor Casteret encuentra a dos mil setecientos me-tros de altitud, detrás de la Brecha de Roland, al pie delMonte Perdido, un río subterráneo (helado en nuestrosdías), netamente fósil. Todo ello se remonta al Mioceno...¡Desde entonces existen este hundimiento y este agotamien-to del río subterráneo! El hallazgo de Casteret autoriza in-cluso a una hipótesis, hoy un tanto atrevida, pero que estoyconvencido que se verificará en el futuro: La de la contri-bución de las erosiones subterráneas a la depresión del Circode Gavarnie.»

No sólo fueron alpinistas y geólogos los que se interesa-ron por la gruta de Casteret, sino que un día recibimos lasorpresa de un mensaje personal del rey de España, S. M. Al-fonso XIII, quien felicitaba a los franceses que habían des-cubierto y explorado, en su reino, la gruta helada más altadel mundo.

126

16MARTEL, CREADOR Y APÓSTOLDE LA ESPELEOLOGÍA

Al día siguiente de nuestra expedición al macizo del Mon-te Perdido y del Gavarnie, se me ocurrió la idea, y lo queme asombra ahora es que no se me hubiera ocurrido antes,de perfeccionar y modernizar en algo mis métodos de explo-ración.

La penuria, por no decir la falta completa de material yde equipo, me pareció de pronto un error y una falta graves.Quizá el sentimiento nuevo de tener que proteger a quiendesde ahora iba a participar en todas mis exploraciones yque me secundaba tan efectiva y valerosamente, me llevóa ello.

En fin, fuera lo que fuese, decidí dejar en lo sucesivo lasmarchas con los pies descalzos y ligero de ropa, preguntán-dome cómo podía haberlas adoptado y practicado durantetanto tiempo.

Asimismo decidí renunciar a las incómodas, insuficientesy peligrosas velas. Esta reforma se tradujo en la adquisiciónde dos lámparas de acetileno y dos lámparas eléctricas debolsillo, que fueron para mí una revelación, casi una revolu-ción. Finalmente veía bajo tierra, y no avanzaba ya comoun ciego.

Al ver salir un día a Isabel de una gruta enfangada, enun estado indescriptible, con las ropas manchadas y destro-zadas y el pelo lleno de barro, decidí adoptar para ella ypara mí un traje de tela gruesa, como un «mono» de trabajo,que ofrece todas las ventajas y comodidades y que por otraparte es usado hoy por todos los espeleólogos.

Igualmente, como medida de precaución elemental, deci-

127

Page 66: Mi Vida Subterranea

dimos adoptar un casco para protegernos de golpes en lasbóvedas bajas y de las caídas de piedras en los descensosverticales. Teníamos donde elegir para esta clase de equipo:cascos de mineros, o los de motorista, cascos de goma deaviadores o cascos militares.

Por estos últimos nos decidimos, aun cuando no eran losmás prácticos. Y la razón para ello fue sin duda que yoguardaba uno, que había utilizado cuando la guerra. Si es-taba en posesión de él, no era porque fuera culpable.de sus-tracción de efectos militares, sino porque en la desmoviliza-ción el Estado nos los había regalado a todos los comba-tientes.

Muchos lo dejaron; otros se lo llevaron como recuerdo ydesapareció relegado a un rincón del desván. Pocos debieronser los que lo conservaron largo tiempo, y más raros quieneslo volvieron al servicio activo años más tarde, como hice yo.Desde hace más de cuarenta años me proteje bajo tierraeficazmente, como me protegió de 1915 a 1918.

A las abolladuras de la Champaña y de Verdun vinierona unirse éstas, innumerables y anónimas, de cientos de gru-tas y simas. Su pintura ha sufrido bastante, pero a pesar detodo no ha cambiado mucho; mucho menos en definitiva queel pelo de aquel joven de dieciocho años de 1915, trocado enlas sienes grises del espeleólogo de 1960.

Además de éste fueron otros los efectos de origen militarque utilicé, incluso el traje bajo tierra. Este detalle lo re-cuerdo aquí para servir a la pequeña historia de la gran His-toria, pues a excepción de antiguos combatientes, bien pocosdeben saberlo. En la desmovilización de 1919 se hizo aúnotro regalo a los hombres que iban a convertirse de nuevoen civiles. Se ofreció, a quien lo quisiera, un traje de ropamilitar teñida de gris oscuro, o bien la suma equivalente decincuenta y dos francos.

La idea y la realización de este traje civil (muy útil paraalgunos, cuyo guardarropa había desaparecido desde 1914)se debía a un viejo ministro, que dio su nombre al traje encuestión: el «traje Abrami». No era ciertamente elegante,con su forma desdibujada y su cuello por lo general malajustado, pero era sólido, y tuve trabajo para acabar con él,a pesar de los malos tratos que le hice sufrir bajo tierra.

Fue así que, desde 1926, mi mujer y yo nos equipamos depies a «casco». (No había sido difícil encontrar para Isabel

128

un pequeño casco de infantería, un glorioso «borgoñota».)Todas estas ideas revolucionarias en la indumentaria fue-

ron debidas también a la influencia y las sugestiones de unhombre que iba a jugar un grande y beneficioso papel ennuestra existencia de espeleólogos. Este hombre, este sabio,fue Edouard-Alfred Martel, creador y apóstol de la espeleo-logía.

En 1923, al día siguiente de mi exploración solitaria en lacueva de Montespan, recibí un voluminoso paquete conte-niendo folletos, artículos e impresos: una avalancha de do-cumentos relativos a las cavernas y a la espeleología. Esteenvío llegó acompañado de una carta que me dejó lleno deasombro, porque estaba firmada por E. A. Martel. ¡Yo quecreía que Martel había muerto hacía «tiempo!...

En absoluto; y releí varias veces aquella carta en la queel maestro incontestable de la espeleología quería felicitar-me por mi «hazaña» de Montespan y me daba preciosas en-señanzas para mis futuras actividades, así como consejos deprudencia en mis procedimientos, que juzgaba algo incon-siderados.

Esta primera carta y este primer envío de documentosse repitieron; a ello siguió una correspondencia regular. Seprodujo entonces un primer encuentro, seguido de variosotros, y se instauró una sólida y maravillosa amistad dequince años, es decir, hasta la muerte, en 1938, de aquel quefue nuestro amigo benefactor.

Resultaría inconcebible que en este libro consagrado alas memorias de un espeleólogo se pasaran en silencio elnombre y la obra de este gran sabio, así como la influenciaque tuvo, y que tendrá todavía, sobre todo aquello que con-cierne a la espeleología. Nuestro agradecimiento creo haberlomanifestado ya en una biografía que le consagré y que escri-bí de todo corazón (1).

Pero lo que queremos destacar aquí es que Martel, pro-fundamente bondadoso, desinteresado y caritativo, fue paranosotros el consejero atento al que confiábamos todos nues-tros proyectos y nuestros resultados. Nos separaba una di-ferencia de edad de cuarenta años, y ésta fue la causa deque no trabajásemos nunca unidos también bajo tierra (a

(1) «E. A. Martel, explorador del mundo subterráneo». N.R. P.,Gallimard, 1943.

129

y - VIDA

Page 67: Mi Vida Subterranea

excepción de un paseo por su feudo subterráneo de Padirac).Pero colaboramos en realidad asiduamente.

Habíamos preparado juntos, por carta, numerosas expe-diciones, y en la víspera de ellas se inquietaba y temblabapor todos nosotros. Aunque en su período activo había mos-trado un valor y una audacia poco comunes, era muy emo-tivo y sufría por la suerte que podían correr los demás.

«Mi pequeña y querida señora —le escribía a mi mujer, aquien amaba mucho—. Usted sabe que yo me he opuesto aser intrusión en la vida arriesgada y peligrosa de su marido.He creído toda mi vida que las mujeres no tenían nada quehacer bajo tierra. Pero usted me ha convencido de lo contra-rio. Ahora estoy algo más tranquilo y más contento el sa-berlo a su lado en los momentos de peligro; pero digo bien,sólo algo, porque son ustedes demasiado temerarios. ¡ Sálve-le usted cuando esté a punto de ahogarse en algún sifón ode romperse la cabeza en él! Ya ve que soy de una fran-queza brutal. Pero no olvide que tiene usted ya, tan joven,dos niños. Piense en ellos y piense también en mí, que mesiento demasiado cómplice, y demasiado responsable por lotanto, de sus locas empresas, que no habría tolerado en eltiempo de mis propias campañas.»

Era excepcional que se extendiera así, porque se mostra-ba generalmente discreto y reservado sobre todo lo que pa-saba por el fondo de su corazón. No le gustaban las cartaslargas. Las suyas eran siempre densas, llenas de consejospreciosos. Le gustaba a menudo poner telegramas (yo notenía teléfono en aquella época); telegramas de última hora,que debían ser como una tranquilización de su conciencia.

Había también telegramas de alegría espontánea ante unabuena noticia, un triunfo. Cuando le anunciamos el descu-brimiento de la verdadera fuente del Carona, nos respondiócon un telegrama —seguido naturalmente de una carta—que decía así: «¡Bravo, bravísimo!»

En el nacimiento de nuestra amistad y de nuestras afini-dades tuvo bastante importancia el hecho de que ambos éra-mos unos autodidactas y habíamos experimentado las mis-mas dificultades de una vocación contrariada por lasexigencias de la*vida. Yo no me había resignado a convertir-me en notario; él había pasado el Rubicón. Agregado al Tri-bunal de Comercio del Sena, una función tan sedentaria yalejada de toda intención de viajes y aventuras, no parecía

130

destinado a convertirse en explorador y llegar más tarde ala celebridad.

Por su carrera orginal y genial de geólogo aficionado yexplorador subterráneo, Edouard-Alfred Martel creó unaobra imperecedera, que sobrevivirá, inseparable de su nom-bre. Conocido principalmente por sus extraordinarios des-cubrimientos del pozo de Padirac, de la sima de Rabanel, dela de Armand, de la gruta de Dargilan, y por sus investiga-ciones, que se extendieron desde Portugal a Noruega y desdeel Cáucaso hasta las Montañas Rocosas, Martel tuvo unacarrera prodigiosamente fecunda y expuso su vida en innu-merables expediciones.

Durante más de un siglo, el dinamismo de este explora-dor ha intrigado, interesado y entusiasmado a generacionesenteras. Pero, para él, las exploraciones más arriesgadas noconstituyeron sino el medio, heroico ciertamente, pero nor-mal, de crear una ciencia nueva: la geografía subterránea oEspeleología.

Edificándola de mil maneras, revelando cientos de curio-sidades subterráneas, sus investigaciones, tan a menudoarriesgadas y siempre difíciles, nos han aportado datos cien-tíficos en tal número y de tanta variedad, que son verdadera-mente motivo de admiración.

A pesar de la autoridad de una obra considerable, um-versalmente reconocida y apreciada, que le valió participaren numerosas comisiones oficiales, la Academia de Cienciasolvidó incorporárselo. Tenemos que lamentar igualmente queno fuera creada una cátedra para él en el Colegio de Francia.Cierto es que este gran sabio no tenía más que un título deabogado, y que no era más que un investigador completa-mente desinteresado, un «amateur», muy difícil de apoyaren Francia, donde no se favorece demasiado a los autodi-dactas.

Sin embargo, ¡cuántos honores cayeron sobre Martel ycuántos testimonios vinieron a consagrar y recompensar sulabor! Fue el fundador y el presidente de la Sociedad de Es-peleología, presidente de la Sociedad de Geografía de París,administrador del Touring-Club de Francia, director de larevista La Naturaleza, presidente del Comité Nacional deGeodesia y Geofísica, miembro del Consejo Superior de Hi-giene, varias veces laureado por el Instituto, condecoradocon la Legión de Honor...

131

Page 68: Mi Vida Subterranea

Finalmente, tuvo el placer, verdaderamente excepcional,de asistir a la inauguración de una estatua suya erigida enel corazón de una región antes desheredada, que gracias aél y a sus descubrimientos se ha convertido en un centro deturismo: Causses, que fue toda su vida —según sus propiaspalabras— «el objeto de su constante predilección»,

Y no solamente por sus numerosas obras y su ejemplo,sino también por su bondad natural y la acogida que Marteldispensó a no pocas vocaciones, de las que guió los comien-zos con gran solicitud. Solicitud y desinterés profundos, contotal ignorancia del menor sentimiento de envidia o de amar-gura, que es la muestra del valor de su espíritu científico,unu entre los más raros y elevados.

Personalmente, he podido conocer y apreciar esta solici-tud en los numerosos beneficios y ayudas que me aportó.

El escrito por el cual la Academia de Ciencias atribuíaa Martel el gran Premio de las Ciencias Físicas, puede ser ci-tado entero:

«Desde 1888, el señor Martel ha extendido el campo delos conocimientos humanos con una nueva rama, la Espe-leología. Mientras se multiplican los esfuerzos en la super-ficie del suelo, en los llanos y en las montañas, él ha em-prendido la exploración de sus profundidades. No existe unabismo por difícil que sea en el cual tema adentrarse. Suardor lo ha comunicado igualmente a otros investigadores;grutas inmensas, estalactitas maravillosas, ríos subterráneosnos hablan de que en el interior de la tierra existen tantasmaravillas como pueda haber en la superficie.

«Durante muchos años, las exploraciones de los abismoshan suscitado nuestra admiración sólo por lo que puedenaportar para completar la estética de la Naturaleza. No pa-recían tener resultados prácticos.

»A partir de 1892, han tomado una importancia económi-ca de primer orden. El estudio de las aguas subterráneaspuede mejorar la higiene y rendir otros enormes serviciosque se comienzan a entrever y que quizá conmuevan a lospoderes públicos. Cuando estudiamos los volúmenes del se-ñor Martel y la multitud de notas en las que ha condensadolos datos recogidos en sus expediciones subterráneas, po-demos comprobar la suma enorme de trabajo, de fatiga yde peligros que representan, así como su rara capacidad deobservación. Empezó siendo un simple entusiasta de las be-

1S2

llezas de la Naturaleza, y ha acabado convirtiéndose en unode los benefactores de su país y de la humanidad.

»Martel murió a los ochenta años, en 1938. Según su últi-ma voluntad, sus funerales se efectuaron sin ninguna pom-pa, dentro de la más grande sencillez. Dejó en silencio estemundo demasiado turbulento y olvidadizo, para volver alsilencio subterráneo que tanto había amado en el curso desus cincuenta años de existencia dedicada a las tinieblas dela tierra.

»En su último libro encontramos el epígrafe siguiente,lleno de melancólica serenidad: "Censolarse de los hombrespor el estudio y por la admiración de la Naturaleza. Sin inte-rés, sin ambición, amar y practicar la ciencia por su utilidad.Y si la obra queda inacabada, pasar la herramienta a los queos remplazan, para salir luego sin ruido hacia el gran Re-poso".»

He aquí, demasiado sucintamente, lo que fue el hombreque nos honró con su amistad y nos hizo partícipes de suexperiencia.

138

Page 69: Mi Vida Subterranea

17GIROSP Y ALQUERDI: PROTOHISTORIAY PREHISTORIA

Estas memorias no pretenden ser un diario íntimo, díaa día, y podemos evitarnos por tanto la enumeración y ladescripción completa y aburrida de todas las exploracionesdel autor.

Esto sería abusivo por su parte, como el pretender queun alpinista cuente todas sus ascensiones en seiscientaspáginas, incluso las más modestas y desprovistas de interés.De la misma manera, consideraríamos absolutamente inútilque un aviador describiera con detalle sus miles de horas devuelo, o que un cantante de ópera nos contase, sin dejaruna, todas las representaciones efectuadas en su carrera.

Acaso de una manera excesivamente severa en la elec-ción, hemos retenido aquí, para hacer mención de ellas,sólo una veintena de cavidades importantes, en medio siglode exploraciones y en alrededor de mil doscientas cavernas,simas y ríos subterráneos.

El resto es considerable, aunque esta palabra, «resto»,sea impropia e injustificada, porque para un espeleólogoconvencido y apasionado ninguna gruta está desprovista deinterés. La más insignificante en apariencia encierra en po-tencia un mundo de enigmas que una legión de sabios no al-canzaría a esclarecer.

En el mes de setiembre de 1928, yo pedaleaba en bici-cleta por la región de Saint-Gaudens, en compañía de Isabely en busca de cavidades por los alrededores de la pequeñaciudad de Aspet.

Encontramos por allí a un pastor que hacía atravesar lacarretera a sus corderos para llevarlos a los pastos del pie

135

Page 70: Mi Vida Subterranea

de la montaña de Girosp. Los pastores son unos preciososauxiliares para los espeleólogos, buenos indicadores de gru-tas, pero sobre todo de simas, que temen por su rebaño, elcual tiene una propensión especial a aventurarse por losbordes de los pozos naturales.

El que estoy interrogando hoy no conoce más que unasola sima, pero la conoce bien (el orificio, se comprende). Elmismo ha tenido que cerrarla con sus manos para defendersu rebaño de ella. Es el pozo o pouts de Géles, allí, en lo altode una pradera que según parece encontraremos fácilmente,gracias a sus explicaciones (demasiado extensas como de cos-tumbre, por desgracia).

Pero ya estamos habituados a estas búsquedas no siem-pre fructíferas. En última instancia siempre queda el re-curso de volver a aquellos lugares un domingo, cuando elpastor puede acompañarnos él mismo, como casi siempreofrecen muy amablemente.

Mientras subimos a través de un bosque, intentamos re-construir el itinerario descrito por el hombre, tan prolijocomo confuso en sus explicaciones. Quien haya tenido oca-sión de preguntar a alguien en la calle una dirección quemuy pronto se sumerge en «a derecha» y «a izquierda» y «latercera calle tras el paseo», etc., comprenderá fácilmenteque explicaciones semejantes, aplicadas a lugares tan vagosy complicados como el campo y los bosques, son asimismoineficaces.

Hacemos acopio de clarividencia y olfato para subir através de un bosque sin encontrar ninguna huella de caminode carro, que según parece no podíamos dejar de encontrar.

Ahora vagamos sobre un llano ondulado en el que nosabemos ver el gran árbol que, de lejos, debe señalarnos elorificio de entrada del pozo de Géles. Buscamos con la obs-tinación de perros de caza; buscamos separadamente paraaumentar así nuestras posibilidades de éxito, y mientras medetengo, al pasar, a coser una manzana de un árbol, oigo lavoz de Isabel que me llama.

Llego junto a ella al pie de una gran haya retorcida. Laveo al borde del pozo, echando piedras que caen golpeandolas paredes durante algunos segundos.

—¿Qué profundidad? —le pregunto.—No tengo experiencia en estos sondeos por el sonido

136

—me dice—, pero supongo que debe llegar a unos cien me-tros.

El error y la exageración son bien manifiestos, y típicosademás. Cojo a mi vez una piedra del grosor de un puño y,pidiendo silencio, la dejo caer en el vacío, en el centro delpozo, evitando en lo posible que choque contra las paredes.La piedra silba, pese a todo golpea en la roca y se la oyecaer finalmente en lo que parecen unos escombros, por losque rueda hasta inmovilizarse.

—Cincuenta metros —anuncio doctoralmente—, si tene-mos en cuenta la resistencia del aire, los golpes contra lasparedes y la velocidad de vuelta del sonido.

Es decir, la suma de un concurso de factores muy difí-ciles de evaluar; es por ello que los sondeos acústicos deeste tipo son siempre engañosos, dependiendo de demasiadascausas que multiplican los errores.

A pesar de todo, aquí, al ser la caída rigurosamente ver-tical, la estimación podía ser aceptable; y según el descensoque efectuamos más tarde —cuando tuvimos escalas de cuer-da— se confirmó que este pozo de Géles acababa a cincuentametros de profundidad.

Para volver a la carretera donde habíamos dejado las bi-cicletas, decidimos tomar la otra vertiente de la montaña,que pasa por el pueblo de Girosp, en el que me habían in-formado de un hundimiento de terreno en mitad de lacarretera. Seguimos un sendero en zigzag y apresuramos elpaso, cuando a la izquierda, a unos veinte metros vi un ban-co de roca.

Ver no es lo mismo que mirar; pero ahora estoy miran-do y descubro algo que se parece a la entrada o la falsa en-trada de una gruta. Se lo enseño a Isabel, y según micostumbre de no desdeñar jamás el menor indicio en estesentido, nos acercamos a él. A decir verdad es bien pocacosa: una grieta de unos dos metros de ancho sin profun-didad.

Mientras explico a Isabel que existen muchos accidentesde terreno que pueden ofrecer la apariencia, pero sólo laapariencia de grutas, me doy cuenta de que la grieta encuestión está cegada con rocas que han sido arrastradashasta allí intencionadamente.

Esto es muy corriente entre los cazadores y tramperos;obstruir así las madrigueras y las grietas susceptibles de

137

Page 71: Mi Vida Subterranea

servir de asilo a zorros y tejones. Pero las rocas en cuestiónme parecen demasiado voluminosas y demasiado pegadaslas unas a las otras. Además, el musgo de que están recu-biertas atestiguan que se trata de un trabajo antiguo.

Empiezo a dudar de que aquello lo hayan hecho los ca-zadores y me esfuerzo por separar de alguna manera lasrocas.

—En realidad no sé con seguridad si existe verdadera-mente una gruta debajo de estas piedras —le digo a mi mu-jer, que me contempla asombrada al ver que me pongo atrabajar decididamente—. Pero algo me dice que vamos asaberlo muy pronto.

Tendido en el suelo, con la cabeza hacia abajo, empiezoa arrancar trozos de roca que le voy pasando, y que ellaamontona detrás suyo. Estas piedras calaban y llenaban losintersticios. Al extraerlas entreveo un agujero del grosor deun puño en el que introduzco una bujía encendida, que alum-bra poco porque estoy aún a plena luz.

La tierra y las piedras arrancadas forman ya un pequeñomontón tras de nosotros. Con trabajo consigo extraer unaplaca calcárea encajonada entre dos bloques. La aberturaes aún demasiado estrecha para mí, pero Isabel, muy esbel-ta, se introduce por ella con los pies por delante para tan-tear el pasadizo.

Por medio de una .sucesión de movimientos ondulatorios,casi vermiculares, como un gusano, va siendo tragada pocoa poco por el agujero. Le ayudo a estrecharse de hombros yle allano su jersey, que tiene tendencia a arrollarse haciaarriba. Acaba venciendo el estrechamiento: lo ha pasado..."

Le tiendo la bujía, da algunos pasos y vuelve emocionadaa la abertura.

—¡ Es una gruta! El suelo se hunde hacia abajo y el techotiene la altura de un hombre. Está todo muy negro, apenasse ve nada.

Desde dentro, ella tiene más libertad de movimientosque yo, que debo trabajar agachado con la cabeza hacia aba-jo. Consigue ensanchar un poco el pasadizo, hasta el mo-mento en que puedo por fin entrar en aquel sitio.

He dicho anteriormente que desde hacía poco usábamosya las lámparas de acetileno, pero hoy, al haber venido úni-camente con la idea de practicar un reconocimiento externo,

138

no teníamos más que una vela. Con esta iluminación mise-rable procedemos a la exploración de la gruta.

Desde los primeros pasos oigo los crujidos característicosbajo los pies de Isabel. El suelo terroso ,está muy en declivey se encuentra prácticamente sembrado de huesos humanosy de cascos de potes. Avanzamos con mil precauciones, en-corvados para poder escrutar mejor el piso.

Al día siguiente nos encontramos de nuevo ante la en-trada de esta gruta insospechada, a, la que bautizamos conel nombre de Gruta de Girosp, por razón de la proximidaddel pueblo de este nombre, al pie de la montaña.

Provistos esta vez de lámparas de acetileno, podemoshacer inventario de toda la gruta. Se encuentra en una posi-ción muy inclinada y mide aproximadamente unos setentametros de largo; la bóveda es de la altura de un hombre pocomás o menos, y en según qué lugares, mucho más baja.

Pero es el suelo, sobre todo, lo que requiere nuestra aten-ción. Y podemos convencernos de que los numerosos esque-letos humanos —entre ellos varios de niños— no habían sidoenterrados. Yacían sobre el suelo en el más completo des-orden.

Más tarde la entrada de la gruta fue completamente lim-piada de obstáculos, y jóvenes arqueólogos improvisados lle-garon a ello, destrozando y llevándose las osamentas y loscráneos. Estas excavaciones desordenadas e intempestivassaquearon la gruta sin provecho alguno para la ciencia e hi-cieron imposible todo estudio e interpretación de aquellosrestos.

. No obstante, desde el principio había quedado yo intriga-do por las observaciones más arriba señaladas y había dadocuenta de ellas al académico Camille Jullian, quien confirmóen todo momento mis deducciones, apoyadas por las notashistóricas según los Comentarios de César.

En estos Comentarios se dice que en ocasión de la con-quista de la Galia, César (más exactamente Pompeyo, en laregión pirenaica) había hecho en diversas ocasiones ence-rrar los aquitanos en grutas y ahogarlos con humo.

La pequeña gruta de Girosp tenía todas las característicasde haber sido una de aquellas cavidades en las que fueronemparedados y ajusticiados los desdichados galos, por fa-milias enteras. Los bloques de roca cerrando la gruta, eldesorden indescriptible de los esqueletos, la escasez de obje-

139

Page 72: Mi Vida Subterranea

tos muebles; todo ello incita a pensar que aquella gruta deGirosp vio la perpetración del exterminio de inocentes, puesla existencia de los esqueletos infantiles desecha la hipótesisde que hubiera podido tratarse de guerreros galos.

Salimos de aquella caverna maldita sombríos, y no volvi-mos a ella nunca más. El espectáculo que habíamos descu-bierto y la evocación de aquel drama horrible nos habíanimpresionado profundamente.

--\

Al año siguiente, durante nuestra estancia en San Juande Luz, a donde había llevado a mi mujer y mis hijos (Raúlde cuatro años y Maud de dos), recorrí el País Vasco en bi-cicleta a la búsqueda de grutas. Al pasar cerca del pueblo deSare, vi un cartel que señalaba una gruta dispuesta para losturistas, y me llegué hasta allí.

Esta gruta de Sare se abre en un porche muy pintoresco,pero el interior no contiene las promesas que parece dar aentender aquella entrada teatral. Los pasillos son vulgares,a pesar de una iluminación eléctrica muy bien distribuida.

Efectué la visita con un grupo de turistas venidos en au-tocar y bajo la dirección de un guía, que insistía vivamenteen hacernos partícipes de su punto de vista respecto a lasformas de ciertas rocas y las siluetas de las estalactitas:pagodas, estatuas y hasta jamones colgando del techo (guíasque constituyen una verdadera plaga de las grutas turísticas).

A pesar de todo me quedó de esta visita un recuerdo es-pecial. Al atravesar las salas, nuestro guía hacía alusión alos hombres prehistóricos que vivieron en aquellas caver-nas y, tocando un conmutador eléctrico, iluminó un rincónque había quedado hasta entonces en la oscuridad.

¡Oh, sorpresa! Había allí, alrededor de un hogar rústico,una familia de la Edad de Piedra. Agazapados ante un fuegode leña (unos troncos cruzados encendidos por debajo me-diante una bombilla roja), un viejo, una mujer y dos niñoscon los cabellos encrespados y vestidos con pieles de anima-les, devoraban una pierna de íbice o de reno. Mientras, loscazadores primitivos, en pie detrás de ellos, armados demazas, acababan de dejar en el suelo el oso que aportabande la última cacería. Ellos también estaban vestidos de pie-

140

les; tenían la cara brutal y la silueta encorvada del hombrede Neanderthal.

El conjunto podía resultar ingenuo o grotesco, pero te-níamos ante los ojos la reconstrucción fiel e impresionantede una familia de la época musteriense. A ello se unía elambiente que aportaba la gruta; estaba realmente conse-guido.

Este grupo (lástima que haya desaparecido hace tiempo)se debía al artista Gabas, de Pau. Los personajes estabanvestidos de pieles auténticas, y eran al parecer de cemento,en atención a la humedad de la gruta.

Esta sola familia musteriense valía la pena de la visitaa la gruta de Sare, y causaba una gran impresión a los tu-ristas.

Lleno de reminiscencias prehistóricas a causa de estavisión, pedaleaba ahora hacia la frontera española que pasaentre los dos pequeños pueblos de Dancharia y Danchari-nea, separados por el río Nivella. Tan pronto me encontréen territorio español abandoné la carretera de Pamplona yme dirigí a un pequeño macizo calcáreo, rico en cavernas,que está cerca de la frontera.

Hay por allí varios ríos subterráneos, y con ellos las in-variables historias y leyendas maravillosas de grutas quepasan bajo la frontera. En una región donde el contrabandoes tan corriente y tan activo, esta clase de historias abun-dan y son merecedoras de mucho crédito.

Yo no había venido aquí en busca de los caminos subte-rráneos entre España y Francia, sino con el fin de explorarvarias grutas, y empecé a trabajar en ello con tesón.

Mientras, mi mujer, en la costa, nadaba y buceaba du-rante todo el día en la playa de San Juan de Luz, y enseñabaa nadar a Raúl y Maud.

Estas grutas del País Vasco' llevan nombres típicos, enlos que a decir verdad me perdía un poco: Machingonea,Zucarramurdi, Seleytacoborda, Jaisisiloaga... Por fortuna, afalta de memoria para los nombres, tenía la seguridad delos lugares, por lo menos, y nunca me perdí por esas caver-nas navarras.

En varias de ellas encontré cascos de vasijas neolíticasy hogares paleolíticos. En particular en un bello abrigo, lla-mado Erroberria, cerca del pueblo de Alquerdi.

A algunos metros por encima del desplome, entré en

141

Page 73: Mi Vida Subterranea

una gruta que se abría con un porche de diez metros deancho, aunque bajo de techo. De unos cuarenta metros ape-nas de profundidad, prolongábase en una serie de vericuetosy pasillos bastante complicados. Como en todas las cavida-des que visité en esta región, hice en ella una inspección mi-nuciosa de las paredes, a la búsqueda de grabados muralesque creía que podían existir.

Una opinión extendida por todas partes en aquel enton-ces consideraba imposible la existencia por aquella parte degrutas decoradas, es decir, encerrando pinturas y grabados.Esta zona vacía se extendía desde las grutas de la región deSaint-Gaudens (Montespan, Cargas, Labastide) hasta las cé-lebres cavernas cantábricas de los alrededores de Santandery Bilbao (Altamira, Castillo y La Pasiega), o sea en una dis-tancia de doscientos kilómetros.

Los prehistoriadores llamaban a esto el hiatus de los Pi-rineos occidentales. Pero como yo había sido siempre bas-tante desconfiado en cuanto a las teorías doctrinarias delos sabios se refiere, siempre «sacro santas», estaba persua-dido de que podían encontrarse grabados y pinturas prehis-tóricas en este famoso hiatus. Y la gruta de Alquerdi iba asuministrarme la prueba de ello.

Reptando por una grieta y alumbrándome con una bujía(la lámpara de acetileno era demasiado fuerte para esta cla-se de investigaciones) paseaba la llama a ras de la pared, casirozándola, y a fin de obtener la iluminación oblicua con laque es posible hacer resaltar los menores detalles.

Y no fue sin emoción que, de pronto, adiviné bajo la lla-ma unos ínfimos trazos, casi invisibles, y un poco más lejosla cabeza de un animal grabada, apenas distinguible. La rocaestaba bastante destruida en esta gruta. Al fondo de otrallena de nombres y fechas de visitantes modernos, pude per-cibir también, apenas visibles, casi en el último estado devetustez, unas siluetas de animales: bovinos, cérvidos y ca-ballos. Hacía cinco años —desde Montespan— que no habíaencontrado vestigios prehistóricos de este orden y experi-menté una intensa emoción.

En realidad las pinturas de Alquerdi son poco sensacio-nales, pero existentes en definitiva. Los magdalenienses quefrecuentaban las grutas de lo que sería más tarde la Nava-rra española, dibujaban, pues, lo mismo que sus contem-poráneos de las grutas de los Pirineos centrales y los de los

•142

Pirineos cantábricos. El hiatus había sido llenado, y lo seríatodavía más con el descubrimiento de otros grabados en lasgrutas de Isturitz y Tardets.

Naturalmente, Isabel, que se había convertido en espe-leólogo apasionado y prehistoriador convencido, quiso ver lagruta de Alquerdi. Provista de un mapa de carreteras y deun croquis detallado que yo le había hecho para encontrarla gruta y los grabados, partió una mañana de San Juan deLuz con mi bicicleta de carreras, en tanto que yo, aquel día,hacía castillos de arena en la playa con Raúl y Maud.

La distancia de ida y vuelta no excedía de cincuenta ki-lómetros y sabía que Isabel era una buena ciclista. Peroempecé a preocuparme cuando al caer la tarde no habíavuelto aún. Un detalle me atormentaba. Yo le había explica-do a mi mujer que en la gruta de Alquerdi, al fondo de unpequeño pasillo, existía un pozo subterráneo de dieciochometros al que había descendido deslizándome a lo largo delas raíces de un árbol, que provenía —de una forma muycuriosa— del techo y llegaba hasta el suelo del pozo.

El pozo en cuestión estaba marcado en el croquis de lagruta, y yo me temía que Isabel hubiera querido descender,y que le hubiera sido imposible volver a subir, o mejor (yaque estaba muy entrenada en la cuerda lisa) que la raíz sehubiese roto y ella estuviera herida en el fondo...

«Sólo sucede lo imprevisto», Napoleón dix.it (ya citado),y la causa del retraso era en realidad mucho menos grave.

Isabel había salido de San Juan de Luz a las cinco de lamañana, y había llegado a la frontera a las seis, en Dancha-ria. Atravesó el puente-frontera sobre el Nivella y pasó anteel carabinero de servicio que dormía sentado en su garita;así que había entrado clandestinamente en España. Ello fuelo que causó contratiempos a su vuelta, al querer pasar lafrontera de nuevo. Sus explicaciones parecieron sospechosas,y agravadas por el hecho de que no llevaba documento al-guno de identidad, de que montaba una bicicleta de hombrey que iba manchada de barro fresco sobre la falda, en plenomes de agosto, cuando reinaba una sequía persistente.

Para intentar recuperar el tiempo perdido cogió el trenhasta San Juan de Luz.

A pesar de todo vino encantada de su excursión; habíavisto los grabados y, ¡naturalmente!, había descendido alpozo.

143

Page 74: Mi Vida Subterranea

18ESPELEÓLOGOS EN LA CIMADEL ANEXO

A lo largo de los capítulos que acabamos de leer pareceque sólo nos tratamos con cavernas y simas, que nos de-dicamos al geotropismo, que lo único que apreciamos es lavida subterránea, y que tan sólo nos sentimos a gusto en lasnegras mansiones.

Pero la montaña goza asimismo de nuestro favor. Hemosescalado muchos picos pirenaicos, aunque la narración deuna ascensión no parece que deba tener espacio en las me-morias de un espeleólogo. Para no ser acusado de especia-lización a ultranza y de deformación profesional, intercalare-mos aquí el relato de una salida a la montaña, tal comohemos efectuado tantas veces en familia, es decir, con mimadre, mi mujer y mi hermano Marcial. Una salida sin pre-tensiones, sin acrobacias, que se realizó por vías normales,simplemente por el gusto de la excursión en montaña y porla emoción de escalar las cimas.

Los espeleólogos pueden ser alpinistas y apreciar la mon-taña tanto en sus cumbres como en sus cavernas; parece,en efecto, ser conocida en sus picos majestuosos y en su mis-terioso subterráneo. Ello es lo que pensamos y decidimosponer en práctica.

La ascensión del pico de Aneto constituye una de lasexcursiones más bellas de los Pirineos, tanto por su altitud(3.404 metros), la extensión del paisaje y la sensación de so-ledad que lo envuelve —lo que constituye el encanto especialde los Pirineos—, como por la emoción que se experimenta

145

Page 75: Mi Vida Subterranea

al recorrer aquellos parajes solo, sin guía, aquellas extensio-nes desérticas de más montañas altaneras y hurañas (1).

Se ha hecho el reproche a los Pirineos de que no son lobastante nevados. Pero esta crítica, quizá justa en agosto,no es sostenible en el resto de los meses del año.

Bagnéres-de-Luchon es el punto de partida de nuestraascensión al Aneto, pico culminante del impresionante ma-cizo español de los Montes Malditos (Maladeta) y de toda lacadena de los Pirineos.

Así pues, desde Luchon, «la reina de los Pirineos», parti-mos al asalto del monarca español, vagando por las aceras,desiertas en este primero de mayo de 1928, del célebre Paseode Etigny, por donde circula en verano la gente Delegante.

Nuestras mochilas desmesuradamente repletas, ya quepartimos para varios días, nos dan una silueta extraña, comogrotescas jorobas en la espalda.

Antes de alcanzar el tren es necesario que hagamos apie unos diez kilómetros de carretera. Desde la salida deLuchon la carretera de España asciende por el curso delPique, torrente procedente del puerto fronterizo de Penas-que y que recibe las aguas del torrente del valle de Lys.En 1925 el Pique sufrió una crecida extraordinaria que causógrandes destrozos. Ahora, a lo largo de todo nuestro camino,encontramos equipos de trabajadores ocupados en edificarmuros de protección y en romper con explosivos los enor-mes bloques de granito que obstaculizan el curso del to-rrente.

Incluso la carretera ha tenido que ser hecha de nuevo,así como los puentes. En el nuevo puente de Ravi dejamosa la derecha el valle de Lys y tomamos la carretera del hos-pital de Francia, adonde llegamos al fin de la jornada trasuna larga marcha ascendente por el bosque.

El hospital, que había pertenecido sucesivamente a loshermanos de San Juan de Jerusalén, a los Caballeros deRodas y a los Caballeros de Malta, que acogían y hospedabana los viajeros, no es hoy en día más que un refugio, unalbergue.

El edificio se yergue sobre un llano de hierba al términode la carretera nacional de Toulouse a España, que deja

(1) Respetamos en este capitulo la nomenclatura geográfica uti-lizada por el autor. (N. del T.)

146

de ser aquí transitable en vehículo y continúa como un sen-dero cubierto nueve meses del año por la nieve, para subiral puerto de Benasque, a 2.450 metros de altitud.

El hospital acaba de abrirse hace pocos días, ya que lanieve hace muy poco que se ha fundido en este valle altodel Alto Carona. Pero ya los rebaños trashumantes se haninstalado aquí.

En medio de una algarabía de cencerros nos abrimos pasoentre las grandes ovejas de la raza de los Pirineos, y alcan-zamos la puerta donde se encuadra la silueta atlética deHaurillon, guarda del hospital y célebre guía luchonés.

Al parecer somos los primeros huéspedes del año y seexcusa por la desprovisión en que encontramos su despensa.Se sorprende también de nuestra prisa por escalar el Anetoen esta época inusitada, y nos hace partícipes de sus preo-cupaciones de pastor.

Las ratas pululan, destruyen los grandes pastos de Camp-saur y Roumingay, y los osos se muestran demasiado auda-ces; ocho ovejas y una estupenda perra de montaña hanperecido ya bajo sus garras. No se puede abandonar losrohafios un ¡nslante, y por la noche, en vez de dejarlos enlos puslos altos, está obligado a hacerlas descender hastalos alrededores del hospital bajo la guardia de los melosos.

AI día siguiente, a las cinco de la mañana, mientras ascen-demos lentamente —como es necesario hacerlo al comienzode una larga jornada— las vertientes boscosas del valle altodel Pique, nos alcanza, nos inunda y nos deja atrás el inmen-so rebaño que sube a los pastos como todos los días.

Al pasar, el pastor nos saluda en su rudo patuá pirenaico.Señala con su bastón hacia las nubes, que aparecen tras lacordillera fronteriza, y nos predice un día tormentoso. Aprue-ba nuestra decisión de no haber tomado la dirección delpuerto de Benasque, donde los aludes serán frecuentes hoy.

En realidad, el puerto de Benasque, aunque es el cami-no más corto, resulta muy peligroso en esta época, y en estemismo año han perecido ya tres españoles sepultados porla nieve.

Igualmente decidimos pasar por el Puerto de la Picade,mucho más ancho y menos expuesto a los corrimientos.

El pastor y su rebaño acaban de desaparecer en el zigzagdel sendero, cuando oímos un fragor que nos hace volver lacabeza: al otro lado del valle acaba de desencadenarse un

147

Page 76: Mi Vida Subterranea

alud —el primero del día—, desde la cima del Pique, quese yergue orgulloso en el cielo.

Por muy familiar que nos resulte este espectáculo, im-presiona siempre, y nuestra propia experiencia es lo quemejor nos puede hacer apreciar su siniestra violencia.

A las ocho de la mañana, los pastos de la meseta deCampsaur, rayada con bandas nevadas y llena de puntitosclaros y en movimiento (los corderos), han quedado ya bas-tante lejos. Alcanzamos ahora la nieve.

Antes de nuestro primer contacto con este elemento, enel que vamos a pasar días enteros y puesto que el sol es yacegador, tomamos la precaución (no muy eficaz pero habitualen la época) de ennegrecernos la cara con polvo de carbón.

La nieve está «buena», es decir, ni helada, ni blanda; so-porta el peso de nuestras pisadas, y nos apresuramos haciael Paso de Mountjoye, en la cúspide fronteriza, que da accesoal valle español de Jueu.

Llegados a este pequeño desfiladero, estamos ya en lalínea de acceso a la cumbre y ascendemos poco a poco haciael pico de la Escalette, con un pie en España y en ocasionesotro en Francia. Numerosos lagópedos (perdices blancas)emprenden el vuelo ante nosotros, y seguimos con los ojos,hasta perderlas de vista sobre la nieve, las finas huellas delos rebecos.

Una marcha larga muy fatigosa y algunas dificultadesretrasan el horario previsto, pero finalmente divisamos elgran valle que conduce al pie del desfiladero de la Picade.Al llegar aquí experimentamos aún nuevas dificultades: alabrigo del viento de las cumbres, que allí arriba mitiga elardor del sol, tenemos la impresión de estar en un horno,y la nieve, que había sido bastante fuerte hasta aquí, seconvierte desde ahora en casi intransitable.

Es la nieve blanda de los Pirineos, tan temida, en la quees frecuente, como nos ocurre hoy, estar sufriendo los ardo-res del sol y tener los pies helados, al mismo tiempo, porla nieve que se funde.

Pero nuestro amor a la montaña es demasiado grandepara no aceptar todas las pruebas que quiera imponernos,y a pesar del desequilibrio fisiológico que representa el fríode los pies y el calor sofocante del aire, agravado por elintolerable peso de nuestras mochilas y el dolor que nosproducen las correas en los hombros, seguimos subiendo

14*

paso a paso, obstinadamente, como hormigas, hacia la cum-bre.

El cabeza de fila, que tiene el papel ingrato y agotadorde ir «trazando las huellas» en la nieve blanda, se ingeniaúnicamente en ganar altura tratando de variar la dirección yel número de los zigzags.

En su trabajo puede dar rienda suelta a su fantasía, se-guro de ser seguido fielmente por el resto de sus compa-ñeros, quienes pisan sus huellas marchando exactamente sobresus pasos.

Todos, por turno, desempeñamos esta función. De vezen cuando el que marcha en cabeza, fatigado, se hace a unlado y se coloca en la cola de la expedición, donde puedeconseguir el relativo descanso de ir poniendo sus pies enla nieve hollada, sin preocuparse de nada más, mientrasel nuevo jefe, arrancado de su marcha maquinal, levantalos ojos hacia la cumbre aún lejana y continua prolongandoa su vez, con una marcha torpe y titubeante, el caminoserpenteante punteado de pasos sobre la nieve cegadora.

Sin llegar a decir, como dijo un alpinista célebre y es-critor de talento (que seguramente no llevaría su mochila),que la «marcha en la montaña es un goce voluptuoso», ciertoes que Iras la primera hora de ascensión, en la que el orga-nismo procura adaptarse a la marcha, se produce un habi-Uiamiento, como en todos los ejercicios físicos de resistencia,que hace posible que podamos andar aún durante doce ho-ras más sin un acrecentamiento notable de la fatiga.

Finalmente llegamos al desfiladero. Dejamos caer las mo-chilas sobre la nieve. El jadeo final hasta la cima se calmapronto con el viento violento y frío que sopla aquí como encasi todas las escotaduras de la cadena: viento vivificanteque nos regenera en unos minutos.

Por otra parte, el panorama por sí solo bastaría para hacerolvidar todo cansancio. El macizo prodigioso de los MontesMalditos, del que nos separa un valle abrupto, nos atraepoderosamente. Lo percibimos en su aislamiento magnífico,desde su base y sus glaciares hasta su cresta en dientes desierra de quince kilómetros. Pero nuestros ojos se posansobre todo en la cumbre nevada del Aneto, el más elevadode todos, nuestra meta de mañana.

En realidad experimentamos cierta duda al pensar queal día siguiente, a esta hora, tenemos que haber vencido ya

149

Page 77: Mi Vida Subterranea

tantos obstáculos y tantas dificultades, y ascender tan alto.Por el momento nos encontramos en el límite de las dos

regiones de Cataluña y Aragón, y asimismo en el punto enque se dividen las aguas de Europa: al Oeste las aguasvan al Atlántico, al Este fluyen hacia el Mediterráneo.

Él erudito de la expedición nos recuerda con gusto todosestos datos geográficos e hidrogeológicos. A la Geografíasucede la Historia, cuando nos explica que fue en este des-filadero de la Picade (pero no en la nieve, sino en plenoverano de 1711), durante el conflicto entre Felipe V y elArchiduque que ocasionó la guerra de Sucesión de Empaña,donde un batallón de infantería francesa luchó y venció alos migueletes españoles.

La pequeña caravana, entonada por el reposo, la colacióny el recuerdo de una epopeya casi ignorada, se pone denuevo en marcha.

Del desfiladero de la Picade desciende desde una granaltura al valle llamado del Llano de los Estanques, lo quehacemos en largos y rápidos toboganes, es decir, sentadossobre la nieve, afortunadamente dura en esta vertiente, conlas piernas estiradas y los talones juntos y el piolet mante-nido fuertemente hacia atrás a manera de timón y even-tualmente de freno.

No todo el mundo ha tenido ocasión de ver estos tobo-ganes o de experimentar la emoción embriagadora de losdescensos vertiginosos, en los que el cuerpo se venga de lasfatigas de la ascensión. Hemos ya contado cómo despuésde subir penosamente durante una hora por el pasillo ne-vado final del Monte Perdido, no nos costó bajarlo más dequince minutos.

Estos descensos rápidos van acompañados, por otra par-te, casi siempre, de caídas; pero en el tobogán, como conlos esquís, estas volteretas son más espectaculares que peli-grosas.

Así, pues, tras las caídas de rigor, nos encontramos denuevo los cuatro en lo hondo del valle^ un poco aturdidosy completamente mojados por el contacto continuo con lanieve. Un montañero célebre, el conde Russel, llamó a estelugar «el Valle de Josafat». Visto en pleno verano aparececon sus rocas calcáreas calcinadas y sus grandes pinos, mu-chos de los cuales, secos ya de viejos, o partidos por elrayo o arrancados por el viento furioso de alguna tempestad,

•«150

tienen el tronco blanquecino; pero en este tiempo, con laabundancia de la nieve y los pequeños lagos, de los quemuchos están helados, el Llano de los Estanques tiene unaspecto casi de región ártica.

Uno de estos lagos, de un verde indefinido, de ese colorque sólo se encuentra en la montaña, nos parece tan encan-tador, que instintivamente nos acercamos a sus orillas parareposarnos allí. Y también instintivamente, casi mecánica-mente, Marcial y yo sacamos de nuestras mochilas, obede-ciendo a una antigua costumbre, nuestros trajes de baño.Extendemos las ropas mojadas sobre un bloque de granito,al sol, y nos echamos de cabeza en el lago. El agua heladatiene la virtud de relajar nuestros músculos inmediatamenteen todo el cuerpo, y al salir del agua nos sentimos calientesy dispuestos, en vez de como hubiera parecido normal, esdecir, temblando de frío.

Nuestro baño propio para focas sigue una serie de saltosen la nieve, mientras esperamos que nuestras ropas se se-quen un poco. Entretanto, el resto de la caravana duermesobre un lecho de granito.

Nuestra intención era descansar aquí antes de alcanzarel refugio de la Rcnclusc, pero una tormenta que viene deBenasquc y cuyas nubes nos ocultan la Maladeta nos haceapresurarnos hacia nuestra meta.

¡La Rencluse! Finalmente hemos llegado a ella. Allí unaobra nueva, provista de puerta y de contraventanas blinda-das, y encima, un nombre: «Centre Excursionista de Cata-lunya». Este chalet-refugio no está abierto más que en vera-no, y ahora se encuentra cuidadosamente cerrado. Nos diri-gimos hacia una modesta cabana cerca de allí, que sirve deabrigo a los pocos montañeros que se aventuran por estosparajes antes de la estación.

Pero por desgracia la inconsciencia o la mala intenciónson internacionales, y como anteriormente al pie del MontePerdido, nos encontramos de nuevo aquí con la puerta ylas ventanas abiertas y más de un metro de nieve en elinterior de la cabana. Sólo una madera emerge de ella, yya es mucho.

En los Pirineos hay que estar siempre dispuesto a dormirmal o a no dormir del todo, y esta noche en la Renclusela pasamos al viento sobre una plancha de madera a diezcentímetros por encima de la nieve. Todo ello no puede

151

Page 78: Mi Vida Subterranea

sino reafirmar nuestra opinión sobre la pobreza y la escasezde los refugios de montaña.

Por lo demás, teníamos interés en acortar la noche. A lascuatro de la mañana —la ausencia de luna no nos habíapermitido partir antes— nuestro hornillo de alcohol hacíahervir ya nuestro café.

Instantes más tarde salimos a tientas en la obscuridady el frío, hacia una meta lejana, tanto más problemáticacuanto que ninguno de nosotros conoce el camino de accesoa ella.

Remontamos un pequeño valle por el que fluye, invisiblee insospechado bajo la espesa capa de nieve, un torrenteprocedente del lago de Paderne; ascendemos hacia la inmen-sa capa de neviza, que el frío de la noche ha endurecido aúnmás. Aprovechamos esta circunstancia porque el cielo claroy la luz que nos llega poco a poco anuncian un día de sol.

Y seguimos avanzando, luchando contra el sofoco y todoslos pequeños incidentes de un comienzo de ascensión. Unose para a fin de rehacer su mochila, otro para friccionarse lasorejas, un tercero porque se encuentra demasiado abrigado,caliente ahora por la marcha, y se quita una chaqueta quedesaparece en la abertura de la mochila y es aplastada conel puño antes de cerrarla, como para evitar que se hinchede nuevo.

Hace ya una hora que estamos en marcha y el alto regla-mentario es acogido con gusto. Dejamos de dar la cara a lapendiente, nos volvemos, respiramos profundamente y mi-ramos hacia abajo. El refugio de la Rencluse queda a nues-tros pies, y nuestras huellas, zigzagueando desde el pequeñovalle, se destacan hasta llegar a nosotros.

El largo Pándeme, o mejor, el lugar en que está situado,lo vislumbramos como una gran depresión cuyo centro eshorizontal: el lago, cuya superficie se encuentra recubiertade una espesa capa de nieve.

Pegados a los flancos de los Montes Malditos, no vemosmás que una parte de éstos, la cima del Portillón, que debe-mos pasar para alcanzar el glaciar del Aneto.

Frente a nosotros, hacia el norte, las cumbres fronte-rizas que escalamos ayer se nos muestran en todos sus deta-lles. Nuestras miradas se dirigen sobre todo hacia el Puertode la Picade y siguen las huellas muy visibles de nuestros

152

largos toboganes de ayer. Cada uno intenta identificar elsuyo...

Pero otro espectáculo se ofrece ahora ante nuestra vista.Sucesivamente, según su orientación y su altitud, el alpen-glün se divisa por todos los picos de la frontera. Es unespectáculo que dura pocos momentos, pero hoy la intensi-dad de los colores es extraordinaria: los rayos oblicuos delsol tiñen la nieve de color rosa y rojo, mientras que lasrocas y los acantilados escarpados, sin nieve, toman maticesmalvas, violetas y dorados. El estallido y la delicadeza delcolorido contrastan con el conjunto del paisaje aún en lasombra.

Pero es necesario reemprender la marcha y ascender detravés hacia la sombría cresta del Portillón, que se recortaa contraluz en el cielo iluminado. El alpenglün ha desapa-recido ya, y las cimas emergen cada vez más en la luz, aun-que el sol está aún escondido por la cresta hacia la que nosacercamos poco a poco.

La nieve dura permite a todos andar a su gusto, y vemosahora a Marcial que se aleja de nosotros a grandes pasospara pararse al poco sobre un montículo nevado que nosimpide la vista del muro del Portillón. El sol no tardará enaparecer. El cielo se vuelve cada vez más luminoso, y lasilueta del talud de nieve y de mi hermano aparecen rodea-das de una aureola incandescente.

Y en aquel momento somos testigos de un fenómeno queluego hemos observado con bastante frecuencia. La porciónde cielo por la que esperamos la salida inminente del solaparece poblada de puntos fulgurantes que se desplazanrápidamente; varios desaparecen al contacto con la siluetade Marcial, mientras otros persisten y se hacen mayores.

La explicación del fenómeno nos la da un insecto quevuela a algunos metros por delante y por encima de noso-tros; sus alas irradian al contacto de los rayos solares. Mien-tras nosotros estamos aún en la sombra, él aparece real-mente luminoso.

Así, pues, todos estos puntos, todas estas chispas en elaire no son más que insectos. Lo verdaderamente curiosoes que gracias a este fenómeno los vemos volar a más dedoscientos metros, puesto que mi hermano intercepta suvuelo ante nuestros ojos.

158

Page 79: Mi Vida Subterranea

¡Distinguir a simple vista una mosca o un mosquito atanta distancia, he aquí una cosa singular!

Además, vamos a tener la explicación de un hecho menossorprendente pero que empieza ya a intrigarnos. ¿Qué es loqu^ hace Marcial, largo tiempo inmóvil y silencioso? ¿Porqué ahora nos hace señas de apresurarnos hacia él? Vamosa saberlo al alcanzarle; pero demasiado tarde para ver yadmirar una banda de rebecos que han huido al acercarnosnosotros, con la velocidad desconcertante común a estosantílopes.

Con mucha menos gracia y rapidez, alcanzamos nosotrostambién la brecha por donde han desaparecido los rebecos,y desde allí podemos finalmente divisar el Aneto, separadode nosotros por su glaciar, un vasto desierto inmaculado, dependiente poco pronunciada y de aspecto benigno.

Nos encontramos en el Portillón, paso que ha dado sunombre a la larga cresta Norte-Sur que separa los dos gran-des glaciares del macizo. Más allá del Aneto divisamos eldesfiladero y el pico Coronado, el pico de Enmedio, el desfi-ladero Maldito y el pico de la Maladeta.

El itinerario parece muy simple: basta con atravesar elglaciar en diagonal, dirigiéndonos hacia el desfiladero Coro-nado y de allí, escalando la Cúpula y la Espalda, llegar a lacima del Aneto.

Pero si bien no existe ninguna duda en cuanto a la direc-ción a seguir, surgen de pronto las complicaciones al inten-tar llevarla a la práctica: la nieve blanda, el gran obstáculode las ascensiones primaverales, en la que vamos a fatigar-nos durante horas de marcha.

En esta larga prueba, en la que el reflejo cegador dela luz y el calor intenso nos martirizan en las ondulacionesdel glaciar, sólo pensamos en una cosa: llegar cueste loque cueste al desfiladero Coronado.

Habríamos preferido la marcha en un glaciar lleno deoquedades, como se encuentra al fin del verano, a ésta, hun-diéndonos a cada paso en la nieve.

En el desfiladero Coronado, pues acabamos por llegar aél, buscamos el estanque helado señalado en el plano. ¡ Tenía-mos la pretensión de bañarnos en sus aguas! Pero es precisoaceptar que a aquella altitud, y en aquella época del año,sólo se puede encontrar el agua en estado de nieve y hielo.

Dejamos nuestras mochilas y otra impedimenta allí, y

154

provistos de piolets emprendemos la ascensión de las pen-dientes de la bóveda para llegar al pequeño resalte llamadoEspalda, en el que nos acoge un viento violento y glacial,que arrastra tras de él extrañas nubes como desmadejadas.

Sin la más mínima transición pasamos al frío tras el calorsofocante, ya que habiendo abandonado nuestras mochilasen el desfiladero, no tenemos ahora nada con que cubrirnos.

Estamos impacientes por ver la cima y el famoso Puentede Mahoma, el único paso delicado de toda nuestra ascen-sión, al que los guías mencionan como vertiginoso y peli-groso.

Es una cresta de treinta metros de largo, bastante estre-cha y dando al abismo; de aquí su nombre de Puente deMahoma, por analogía con el puente de filo de sable que todomusulmán debe atravesar para poder entrar en el paraíso.

Tenemos que estar llegando, porque la cima que escala-mos se abomba y se estrecha. Alcanzado un resalte, nosquedamos inmóviles y estupefactos. La cima está allí, muycerca, pero no es ella la que nos tiene como hipnotizados,sino el inmenso panorama que se extiende hasta el infinito.Tenemos la impresión de encontrarnos en un lugar descono-cido, de descubrir una cadena de montañas ignoradas. Peropoco a poco vamos dando nombre a bastantes de las cimasque acabamos de pasar, desde Ariége a Andorra, desde elmacizo de Gavarnie al Balartu.

Resulta difícil, y además sería enojosa la descripción deun panorama semejante. Por otra parte, poco importan losnombres, las altitudes, la frontera; todo ello parece vano ypueril frente al esplendor extraño de esta cordillera nevadavista desde su pico culminante y central.

En el primer momento pensamos que sólo son pocosmetros los que nos separan aún de la cima, en la que se vecomo un torreón de piedras amontonadas. Pero un rápidoexamen del Puente de Mahoma nos descubre que éste resultainfranqueable en esta estación del año: la estrecha aristade roca se encuentra desbordada por una franja de nieveque sobresale por cada lado en cornisas aéreas sobre el vacío.Es imposible aventurarse sobre este balcón aterrador queno soportaría ni un rebeco; la ascensión terminará aquí paratodos nosotros.

Con resignación musulmana, muy en su lugar ante este

155

Page 80: Mi Vida Subterranea

puente de Mahoma, uno de nosotros escribe sobre la nievecon su piolet: mektoub...

Persuadidos por otra parte de que los cuatro metros dealtitud que nos faltan no pueden ya añadir nada a la gran-deza del panorama, nos absorbemos de nuevo en el círculodel horizonte, cuyo diámetro ha hecho exclamar al ingenieroDuportal: «Esta cadena es magnífica; vemos de ella 400 kiló-metros de extensión. Ahora bien, 400 kilómetros multipli-cados por 100, son 40.000 kilómetros, es decir, la vuelta aalmundo. Y así, allí, delante de los ojos, tenemos la centésimaparte de la circunferencia terrestre e imaginamos en un mo-mento la grandeza del globo, de la misma manera que miran-do un centímetro se puede imaginar la longitud de un metro».

Antes de dejar definitivamente el techo de los Pirineos,dirigimos nuestras miradas por última vez a la cima inac-cesible para nosotros y al puente de Mahoma, en medio delque divisamos, emergiendo de la nieve, una pequeña cruz deMalta en hierro. ¿Han querido en la católica España cris-tianizar este lugar de nombre infiel, o han subido la cruzhasta aquí para que los que pasen puedan encomendarsea Dios al hacerlo?

Sabríamos la respuesta dos días más tarde interrogandosobre esta cuestión a un pastor aragonés que encontramosen el valle del Esera, a las puertas del Benasque.

Esta cruz conmemora la muerte de un alpinista alemány de su guía español, fulminados por un rayo en plena tor-menta en esta siniestra arista.

—Comprendo ahora este nombre de Maladeta —dijo unode nosotros—. Con esta terrible soledad, con sus glaciarespérfidos, sus peligrosas cimas y sus temibles tormentas, me-recen bien el nombre de Montes Malditos.

—¡Oh, no es por eso! —respondió el pastor, demostrán-donos que a veces puede uno diferir de opinión juzgandorectamente—. Son malditas porque no tienen hierba (1).

(1) En español en el original.

156

19LA GRUTA DEL LEÓN RUGIENTE

En la primavera de 1930 llegué un día en bicicleta al pe-queño pueblo de Labastide-de-Neste, situado al comienzo dela meseta de Lannemezan, a cuarenta kilómetros de Saint-Gaudens.

Este pueblo, situado de una manera muy curiosa en unaprofunda hondonada, es atravesado por un riachuelo quemás lejos llega a un pequeño valle desierto sin otra salidaque un gran boquete, por el que penetra en una sala espa-ciosa, al fondo de la cual el techo se une al suelo.

Allí el riachuelo desaparece por una fisura muy estrechae inexplorada, y reaparece dos kilómetros más lejos, por elotro lado de la montaña, en Esparros, por un sitio impe-netrable.

Hacía siete años que conocía la existencia de este riachue-lo y la irregularidad de su curso. Había sido un amigo demi padre, el señor León Ducasse, procurador de la Repúblicaen Toulouse, quien me había hablado de él al día siguientede mi exploración de la caverna de Montespan.

—En mi región —me dijo (él era de Labarthe-de-Neste,cerca de Labastide)— hay un río subterráneo, y si va ustedallí encontrará quizá también vestigios prehistóricos, comoen Montespan.

Añadió además que en Labastide, como en Montespan, sedecía que los patos que habían atravesado la montaña si-guiendo el curso subterráneo del río salieron de nuevo a laluz «ciegos y sin plumas»...

Historia singular, pero que en realidad está bastante ex-tendida en el folklore de las cavernas de todo el mundo.

Así, pues, ¿a qué había venido yo hoy a Labastide si no

167

Page 81: Mi Vida Subterranea

era para ver con mis propios ojos lo que en este momentotenía delante de mí? El gran porche, la gran sala donde elriachuelo cae en cascada ruidosamente, y la siniestra aber-tura por la que el río se introduce, torrentoso y frío en estoscomienzos de abril.

Desde mi aventura de Montespan había tenido ocasión devolver a explorar otros cursos subterráneos, a veces de agnaprofunda, como el río Izaut, por el que había podido bogaren esquife.

Aquí en Labastide no hay un sifón como en Montespan;se trata de un conducto bajo, por el que el agua desaparecerápida y ruidosa.

Lo primero que hice fue naturalmente desvestirme com-pletamente, esconder mis ropas a la entrada de la gruta yacercarme a la fisura para meterme por ella en el agua, decabeza. Llevaba mi caja de cerillas cuidadosamente envueltaen mi gorro de baño.

En este pasadizo inundado, por el que avanzo penosamen-te, tengo que ir sorteando las rocas que me salen al pasoo que llegan al techo. Por otra parte, los bancos de barroen que me hundo me inquietan; aunque en realidad mefacilitan la marcha, porque al hundirme me separo de labóveda.

Cuarenta metros de esta marcha acuática, en la que nohe dejado de arrastrarme en el agua, me llevan ante un sifónimpenetrable: el riachuelo se introduce en un agujero queno permite más que el paso de la cabeza. El obstáculo esbastante más grave que en Montespan y también más decep-cionante: es un sifón laminar.

Tengo que dar media vuelta necesariamente, porque me-tido como estoy en el agua me encuentro temblando de frío.La marcha casi reptante, la crispación continua de los múscu-los, la baja temperatura y también una cierta aprensión, mehan cansado y dejado jadeante, y decido descansar unos ins-tantes sobre un banco de arena, una minúscula playa, que veoa mano derecha.

Me arrastro hasta allí procurando alejarme cuanto puedadel agua, donde estoy metido todavía. Y he aquí que depronto ruedo por esta arena y me encuentro bajo una bóvedaun poco más elevada que me permite incluso sentarme yrecobrar el aliento antes de emprender el regreso a la luz.

Lo único que pretendía era sentarme allí, pero he desem-

158

bocado en un pasillo de la gruta por el que puedo andar agatas, luego medio agachado, y finalmente me encuentro depie en una sala extensa y elevada. Doy la vuelta por ella;se prolonga por un pasadizo accidentado y tortuoso, por elque me meto, entusiasmado por este golpe de teatro que meha conducido, de la rendija inundada y hostil, a una vastacaverna desconocida.

Avanzo de prisa, febril. ¿No me apresuro demasiado? ¿Elagua fría me ha indispuesto? De pronto me siento débil yfatigado; me zumban los oídos, y me duelen las sienes. Nome he desvanecido nunca en mi vida, pero tengo la impre-sión que esto va a producirse ahora.

Me apoyo en la pared, me sobresalto y vuelvo rápida-mente a la sala, donde me siento sobre una roca. La respi-ración vuelve a su ritmo normal, la cefalea desaparece y em-piezo a comprender lo que me ha sucedido.

En un recodo del pasillo por el que avanzaba confiada-mente, acababa de encontrar el enemigo más temible e insi-dioso de los espeleólogos: el gas carbónico... Fenómeno raro,y tanto más peligroso por lo poco frecuente, este gas existea veces bajo tierra, sin que se descubra o se sospeche porser inodoro.

Lleno mis pulmones del aire vivificante y fresco de la sala,y me acuerdo en este momento de un detalle que confirmala presencia de gas carbónico en el vestíbulo: la llama demi lámpara de acetileno, aquí normal, se había atenuado yvuelto amarillenta en el momento que me sentí desvanecer.A ella también le faltaba oxígeno...

Dudando entre la curiosidad y el temor, quiero hacer otraprueba. Lentamente, con precaución, adelanto algunos pasosen el pasillo. En seguida experimento los síntomas, que milámpara acusa igualmente. La prueba es terminante y retro-cedo rápidamente hasta la sala anterior.

Nunca las cavernas me habían opuesto un peligro de estetipo. Estaba acostumbrado a las dificultades, a grandes difi-cultades, a situaciones peligrosas, pero la revelación de esteenemigo solapado y mortal, escondido tras un recodo de lagalería como el dragón de la leyenda, me impresiona y medesilusiona. ¿Es que las grutas tienen también su lado ma-léfico y mortal? Sí, sin duda alguna. Se sabe de cavidades enlas que el gas carbónico existe permanentemente, en las re-

159

Page 82: Mi Vida Subterranea

giones volcánicas especialmente, y algunas de ellas no po-drán ser jamás exploradas por esta razón.

Arrastrarme luego por el agua hasta la salida es como unbaño purificador, y veo el cielo de nuevo con una alegríadesacostumbrada; el cielo, el sol, el verde de los árboles, ylas ramas en flor de un avellano bajo el gran porche.

Había tenido suerte, porque si la dosis de gas carbónicohubiera sido más elevada, como sucede generalmente, habríacaído allí mismo como fulminado por un rayo.

Esto fue lo que me dijo Martel hacía poco tiempo. Eltambién había tenido algunos encuentros con el gas carbó-nico. Había descendido con una escala de cuerda a la simade Creux-du-Spuci (Puy-de-Dóme) y no pudo acercarse a másde cuatro metros de la superficie del lago subterráneo enel que flotaba su bote (previamente descendido). Una capade gas carbónico se extendía sobre el agua.

Por inexperiencia o por obstinación, Martel intentó sopor-tar el gas tóxico y avanzar uno o dos metros, para poderver los límites del lago. No consiguió sino experimentartoda la serie de síntomas habituales en una circunstanciaparecida: sofocación progresiva, aturdimiento. Al mismotiempo observaba con angustia la extinción de su lámpara.Tuvo que ser ascendido en un estado lastimoso y hubo queproceder a cuidados especiales para que volviera en sí.

En 1903, en su expedición al Caucase, tuvo ocasión devisitar, en el litoral del Mar Negro, la curiosa caverna deMatsesta, de la que sale una fuente termal. Llegado al fondode ella, se agachó al nivel del suelo y cayó desvanecido porefecto de los gases. Sus compañeros le socorrieron, le trans-portaron al exterior y pudieron reanimarle.

Un mes más tarde estaba yo de nuevo en Labastide, ytomando el mismo camino de la vez anterior llegué hastael pasillo en que el gas carbónico me había detenido. Sabíaque este gas vagabundo podía cambiar de lugar y a vecesdesaparecer, y quería probar suerte.

Mi tenacidad fue esta vez recompensada: no existía lamás mínima huella de anhídrido carbónico y pude explorarla gruta durante un kilómetro, hasta una vasta sala en laque encontré de nuevo el riachuelo subterráneo y un lagoprofundo que atravesé a nado (con la vela fija en la frentecon una goma elástica) hasta un sifón que me hizo detener.

Esta exploración solitaria —emocionante por el espectro

del gas carbónico en el que no dejaba de pensar— me llevóa las peores imprudencias de los comienzos de mi carrera.La misma travesía del lago no estaba exenta de peligro, tanlejos bajo tierra. Pero alcancé el término de la caverna yme confirmé en la creencia de que era imposible atravesar lamontaña hasta la resurgencia de Esparros.

Todo esto lo hice un mes después de mi primer recono-cimiento en el río subterráneo de Labastide. Este día meencontraba en el gran porche al sol, y luego, sin volvermea vestir, ya que persistía muy a gusto en mis métodos deantaño, me dirigí hacia una segunda gruta muy cercana.

Situada al fondo de una depresión, una especie de simahundida, el pórtico de esta nueva caverna mide doce metrosde ancho y se abre a un segundo abismo interior, que hayque rodear siguiendo una cornisa natural. Al llegar a estesitio emprendo mi segunda exploración del día.

Pero es aquí donde empieza mi buena suerte. La mechade mi lámpara, que ha recibido un golpe a la salida delrío subterráneo, no me proporciona más que una luz muydébil y reducida. Siempre con el mismo optimismo, o diga-mos mejor, demasiado imprudentemente, no he cogido me-chas de recambio y tengo que contentarme con esta ilumi-nación, tan deficiente que lamento no tener una bujía.

A pesar de estas circunstancias, me veo en una sala devastas proporciones y la resonancia deja adivinar una galeríamajestuosa, que desgraciadamente no llego a discernir. Ellome obliga a seguir paso a paso las paredes de mi derecha.De esta manera me aseguro de no perderme en ciertas bifur-caciones o ensanchamientos.

No veo prácticamente nada de la caverna, pero sigo avan-zando en profundidad siguiendo un recorrido muy vario yaccidentado. He ascendido ya por una pendiente terrosa, hepasado unos bloques, y escalado varios resaltes. He atrave-sado incluso unos veinte metros de una especie de cenagal,chapoteando y hundiéndome en un barro muy húmedo queanuncia algún lago.

Pero no encuentro ninguna capa de agua, y llego a unapequeña sala en donde el suelo es de nuevo seco y duro,que me parece ser el término de la gruta, o por lo menosde una rama de la gruta. Aquí el techo, a la altura de unhombre, es prácticamente horizontal. En cuanto al suelo,

161

Page 83: Mi Vida Subterranea

arcilloso, igualmente horizontal, parece haber sido nivelado,como apisonado.

En este lugar experimento la impresión de conocerlo ya,de algo visto; una vaga reminiscencia que de pronto se .pre-cisa y me hace evocar la Sala del Oso de Montespan, tambiénpisada, hollada por los pies de los hombres prehistóricos.

La comparación me lleva instintivamente a escrutar lasparcelas, lo que he hecho ya en diferentes ocasiones a lolargo de mi recorrido, ya que bajo tierra me encuentro con-tinuamente en comunión de pensamiento con los tiemposdesaparecidos de la época prehistórica.

Pero hoy mi linterna no puede darme más que una ilu-minación detestable, que debía haberme obligado hace ratoa dar media vuelta y retroceder, como simple medida deprudencia. ¿Pero es posible detenerse en el umbral de unacaverna desconocida?

Rozo, pues, la roca con mi llama vacilante y humosa enun lugar donde el techo bajo me obliga a agacharme. Y eneste momento siento ese choque especial tan conocido, ysin embargo, verdaderamente indescriptible.

He visto, como en una iluminación interior, un trazo fuer-te, luego otros, y luego el conjunto, ¡y estupefacto contem-plo, admirablemente conseguida, una cabeza de león!

De tamaño natural y trazada de completo perfil, esta obramaestra magdaleniense representa, con un arte consumadoy una habilidad asombrosa, un león de las cavernas rugiendo.Con las fauces abiertas, los caninos amenazantes y sobresa-lientes y el morro levantado, la bestia ruge en el fondo dela gruta de Labastide.

Ruge desde hace veinte mil años, desde aquel día en quea la luz de su antorcha de grasa —humeante como mi lám-para—, un cazador primitivo vino a arrodillarse en este lu-gar, donde estoy yo ahora mismo arrodillado. Aquí ha dejadosus rodillas sobre el barro, y es aquí donde yo me uno a élpor mi presencia y por lo imperecedero del espíritu que leperpetúa...

Aquel hombre, a ciencia cierta peludo, barbudo e hirsuto,vestido con una grosera piel de animal, casi desnudo y des-calzo —como lo estoy yo también— ha tomado un sílex pun-tiagudo, y en el gran silencio de la caverna se ha quedadoreflexionando. El, que quizá no tenía ni siquiera un lenguajearticulado, y cuyo espíritu aún obtuso, embrumado, salía

162

apenas de los limbos de aquel estado para siempre miste-rioso de la humanidad primitiva; este hombre se ha puestoa dibujar.

De un solo trazo, sin «repeticiones», sin el menor retoqueposible, de una sola vez ha grabado la cabeza del león.

A pesar de la iluminación insignificante, a pesar de laposición incómoda, de la rugosidad de la roca, de la tosque-dad de su útil de piedra, este gran artista ha reproducidosin modelo, de memoria, el león furioso. ¿Qué artista mo-derno aceptaría el reto de intentar la misma experiencia yosaría hacerlo?

Personalmente, hombre del siglo XX, con todo lo que estorepresenta de civilización, cultura, evolución acumulada du-rante más de doscientos siglos, sé positivamente que no llegoni con mucho a la altura de este hombre de las cavernas, delcazador de leones de Labastide.

Si quisiera dibujar de memoria un león, sé muy bien queno lo lograría en absoluto, que mi león no rugiría y queharía sonreír en cambio.

Si la exploración de las cavernas —sobre todo solitaria-mente— debería incitar a la modestia y a la humildad, te-niendo en cuenta la debilidad del hombre frente a estos mun-dos subterráneos, de la misma manera el hombre modernodebería tener conciencia de que en ciertos aspectos nuestrosremotos antepasados —que nosotros calificamos de «hom-bres de las cavernas» con un término que tiene en sí algode peyorativo— fueron quizá superiores a nosotros.

Me levanto, llego con mi llama hasta otro lugar del techoy de pronto veo surgir otros dibujos, otros animales, pordoquier. Con una iluminación inverosímil, en circunstanciasmemorables acabo de descubrir una nueva gruta prehistó-rica: Montespan, Alquerdi, Labastide...

Descubriría otras más tarde, siempre con la misma emo-ción y la misma admiración por los autores de estos frescosque hicieron de lo que un día sería Francia, la cuna del Arte.

Por hoy, ante la profusión de dibujos que adivino, refrenomi impaciencia y me vuelvo atrás, pues tengo prisa por ira dar la buena nueva a Isabel, a quien sus deberes de madrede familia retienen frecuentemente en casa. Sé cuál será sualegría al poder descubrir a su vez nuevos grabados. Volve-remos juntos para hacer el inventario y proseguir la explo-ración de la caverna.

163

Page 84: Mi Vida Subterranea

Aquel día, rico en incidentes, iba a reservarme aún unanueva sorpresa inesperada. Cuando me disponía a salir de lagruta y dirigirme, para vestirme, hacia donde había dejadomis ropas, vi un rebaño de corderos que había invadido elpequeño valle, desierto cuando llegué a él.

Pero no fueron exactamente los corderos los que llamaronmi atención, sino el hecho de que divisé, apoyada en un árbol,a una joven pastora haciendo calceta en las proximidadesdel lugar donde estaban escondidas mis ropas.

Yo me encontraba de una forma que los mismos hombresde las cavernas hubieran juzgado impresentable. Tenía elcuerpo lleno de barro y de arañazos. No podía decentementemostrarme así, y tuve que esperar hasta el crepúsculo, hastaque la pastora se llevó sus blancos corderos con ella.

La extraña situación, al fondo de una cubeta, aparte detodo itinerario normal, hacía del pueblo de Labastide unverdadero agujero nunca visitado; y el camino de carro queen aquella época daba acceso a él estaba en muy malas con-diciones. Ninguno de sus habitantes poseía un coche, y sólomuy de vez en cuando se acercaba por allí alguna que otracamioneta de buhoneros.

Yo tenía desde hacía poco un auto, y en él volvimos mimujer y yo días más tarde. Lo detuvimos en el ensancha-miento de una de las calles que sirve de plaza al pueblo.

Algunas mujeres aparecieron en las puertas, y otras avan-zaron algunos pasos hacia el auto, a donde las había prece-dido un grupo de chiquillos. Si nos hubiera hecho faltaalguna información habríamos sido complacidos inmediata-mente por toda aquella gente que no parecía sino desearentablar conversación.

Una de las mujeres, más decidida que las otras, se acercópara mirarnos a nosotros y al interior del coche. El examenno la satisfizo evidentemente, y se volvió a nosotros parapreguntarnos:

—¿Qué venden ustedes?—Nosotros no vendemos nada.—¡Ah! ¿Entonces, qué vienen a hacer aquí?—Venimos a visitar la gruta.Las campesinas se quedaron tan asombradas como lo

habíamos estado nosotros ante la pregunta inicial. Un autoque llegaba a Labastide no podía significar otra cosa que unbuhonero traficante.

164

La revelación de que éramos turistas y queríamos visitarla gruta desencadenó toda clase de comentarios, en generalbastante desaprobatorios, y una avalancha de recomenda-ciones de prudencia, que nos hicieron saber que la caverna—la Spugo, como ellos la llamaban en patuá— tenía muymala reputación y despertaba serios temores.

No dejaron de hacernos la típica pregunta, de una in-genuidad desconcertante, siempre la misma: «¿Ya tienenustedes luz?»

Para cortar tanta solicitud, tan agradable por otra parte—aquellas gentes eran encantadoras—, les preguntamos sipodíamos dejar el coche en la plaza, lo que constituía enrealidad una pregunta superflua. Todo el mundo nos ase-guró que lo podríamos dejar en Labastide, que no moles-taría en absoluto, ya que muy de tarde en tarde aparecíanautos por allí.

Con la mochila a la espalda y la linterna en la mano, sa-limos del pueblo acompañados de innumerables recomen-daciones, de entre las cuales la más repetida era: «Sobretodo no se hagan daño», lo que nos confirmó una vez másque decididamente la gente no sentía gran simpatía por sugruta.

Mientras nos vestimos con nuestras ropas especiales, voyexplicando y comentando la disposición del lugar. Echamosuna ojeada al riachuelo, ponemos agua en nuestras lámparasde carburo y nos dirigimos hacia la gruta superior, que yallamamos la Gruta del León Rugiente.

Llevamos en nuestras mochilas carburo de recambio, bu-jías, un rollo de papel para calcar los dibujos, y como éstosson muy delicados y minuciosos y quizá pasemos todo el díabajo tierra, nos llevamos también algunos bocadillos. Enresumen, va a tratarse hoy de una sesión metódica, contras-tando con la desbaratada sesión precedente.

A Isabel le agrada mucho la gruta, que encuentra majes-tuosa, interesante y llena de rincones misteriosos por los quese quedaría a gusto buscando grabados murales. Yo mismo,puedo decir que estoy «descubriendo» esta gruta, porque lahabía recorrido a ciegas, casi a tientas. Iba de sorpresa ensorpresa al atravesar decorados que no había siquiera sos-pechado.

Espero que podré reconocer y encontrar la sala del leónrugiente. Sí, seguro. En este momento pasamos al pie de un?

165

Page 85: Mi Vida Subterranea

enorme roca caída de la bóveda y que obstruye en parte lagalería. Este bloque presenta una gran superficie lisa, quetoco con la mano al pasar.

—Los magdalenienses tenían ideas bien extrañas —digo—.Dejaron paredes magníficas como ésta, y fueron a dibujararrodillados o echados de espaldas en los sitios más incómoídos que podían encontrar, en las superficies rugosas y acci-dentadas.

Todo ello se refiere naturalmente al arte primitivo queahora vamos a descifrar y a calcar. Unos metros antes dellegar a la sala del león, veo una galería principal que siguepor un pasadizo abrupto insospechado. Habrá que explorar,pues, en esta dirección.

Entramos en este momento en la sala del león, pero nodigo nada y dejo a Isabel marchar en cabeza. Atraviesa lasala en cuestión, llega al fondo y al ver que no tiene salidase vuelve hacia mí. Pero yo estoy muy ocupado atándome elcordón de mi zapato.

—Esta sala no tiene salida... —empieza. Luego, de pron-to, comprende—. ¡Pero es la sala del león!

Y rápidamente acerca la lámpara a las paredes y empiezaa buscar los trazos. Yo la detengo.

—Ven a ver el león primero.A algunos días de intervalo veo de nuevo la obra maes-

tra, contento de poder enseñársela a Isabel, que la admira asu vez.

—Creo que eres la primera mujer que ve este león.—Después de las magdalenienses, de todos modos —com-

pletó ella.—No, porque en las religiones primitivas las mujeres no

eran admitidas en las sesiones de magia y no podían asistirni ver estos tabús, bajo pena de muerte.

Dejamos nuestras mochilas en el suelo y procedemos alinventario de los dibujos: una verdadera «víspera de aper-tura» de este Salón prehistórico.

Una serie de siluetas de animales, generalmente de grantalla; particularmente un largo friso de caballos de un metrocincuenta a dos metros cada uno... Todos estos dibujos seencuentran tanto en las paredes como en el techo, a menudoen confusión, superpuestos, según una técnica y probable-mente un rito fijados de antemano.

En medio de los caballos vemos algunos renos y bisontes.

166

Pero lo que sobre todo llama la atención y recuerda la grutade los Tres Hermanos son dos figuras humanas. Una, en elcentro de la escena de los caballos, representa una cabezavista de frente, cuyas características hacen creer que no setrata de un rostro humano, sino de una máscara ritual, deuna máscara de hechicero, como las que existen aún hoy endía en muchos pueblos salvajes.

En efecto, la cara, completamente redonda, tiene unosojos redondos igualmente, formados con dos círculos con-céntricos, profundamente grabados. A manera de nariz tieneun hocico de ventanas muy dilatadas. La boca no es másque un corte abierto, sin labios, como la de una burda care-ta. El conjunto se completa con una barba puntiaguda, quesería imposible distinguir si es de hombre, o si es una barbade bisonte como la del hechicero de la Gruta de Tres Her-manos.

Al lado hay otro grabado, finamente cincelado éste, difí-cil de descifrar, en el que adivinamos a un hombre desnudoy enmascarado, con el cuerpo echado hacia adelante, laspiernas dobladas y los brazos extendidos horizontalmente:la actitud llamada de la «danza negra», la misma observadaen el hechicero de la Gruta de Tres Hermanos.

El inventario y calco de todos estos dibujos fue un tra-bajo de horas, minucioso y cansado, consistente en sosteneruno de nosotros el papel, aplicado contra la roca, mientrasque el otro sigue con el lápiz las líneas de las figuras.

Efectivamente, esta operación, efectuada medio agacha-dos, echados hacia atrás o curvados hacia adelante, agazapa-dos o de rodillas según la altura del techo, nos destrozó losbrazos, las piernas y los ríñones.

Todo ello redundaba en un acrecentamiento de nuestraadmiración por aquellos artistas primitivos, quienes no te-nían el simple trabajo de calcar, sino que debieron conce-bir, trazar y cincelar tantos dibujos sobre aquella roca tanaccidentada, y lo más asombroso, de memoria.

Nos tomamos un pequeño descanso que aprovechamospara almorzar, sentados en el suelo y sirviéndonos de losdedos como los hombres prehistóricos.

Finalmente, guardando nuestras hojas de papel y reco-giendo nuestras mochilas, dejamos aquella sala llena de his-toria y nos hundimos en la parte desconocida de la caverna.

167

Page 86: Mi Vida Subterranea

Para ganar tiempo nos repartimos el trabajo: cada unoseguirá una pared diferente, escrutándola atentamente.

—Sobre todo sin precipitación —digo yo—. Hay que ob-servar bien.

Y partimos. Escojo una pared bastante mala, muy acci-dentada y destruida. Subo incluso a un pequeño talud dearcilla, en el que no existe prácticamente pared alguna, peroes el techo lo que me interesa en él. Desciendo echando unamirada de envidia a la pared opuesta, a lo largo de la cualIsabel desfila como ante una vitrina. Pero a pesar de todoreina el silencio y se prolonga, sin que se señale nada nuevo.

Las paredes se aproximan, parece casi que van a unirse aalgunos metros delante de nosotros. ¿Será éste el fin de lagruta? Pero no, llegamos a un lugar en que el pasillo libreno tiene más que cincuenta centímetros de ancho. Nos ha-cemos reverencias como a la puerta de un gran salón.

El pasillo se ensancha de nuevo y continúa. Nosotrostambién continuamos nuestra exploración-invesligación. Depronto, Isabel ha descubierto algo:

—Un dibujo. ¡Es un pájaro! Sí, se diría que es un pá-jaro!

En efecto, es un pájaro: una avutarda, animal raramenterepresentado en el repertorio del Arte prehistórico.

Partimos de nuevo y llegamos al final de la gruta, una gransala caótica, sin que hayamos encontrado otros grabados,pero habiendo hecho un hallazgo curioso. Sobre un anchobanco terroso, elevado sobre el nivel del suelo de la gruta,encontramos los restos de un hogar rodeado de grandes pie-dras que han servido de asientos. Alrededor del hogar re-cogemos osamentas de animales diversos,.sílex tallados yplacas calcáreas adornadas de finos dibujos de bisontes yde caballos.

La vuelta a la luz se efectúa rápidamente, hasta un lugaren el que todo e' interés de este día se redondea con un úl-timo descubrimiento.

Pasamos de nuevo al pie de la gran roca, donde por lamañana había deplorado que no existieran dibujos, y vuelvoa mirarla, esta vez con un ligero retroceso. Entonces me doycuenta de que era imposible ver de cerca: i un gran caballorojo de más de dos metros de largo!

Esta pintura, situada bastante alta en la pared, no hapodido ser hecha más que con unos rústicos andamiajes, y

168

nos quedamos sorprendidos y confusos ante el trabajo querepresenta, como del arte con que ha sido tratado.

Este gran caballo tiene un elegante y curvado cuello aca-bado en una espesa crin en cepillo, pintada en negro. Elresto del cuerpo está grabado con sílex y coloreado con pla-cas ocres y sanguinas que subrayan los relieves y los tintesdel pelaje.

El padre Breuil, a quien tuvimos el placer de acompañara la gruta aquel mismo año, declaró que era uno de los ca-ballos más bellos de todo el arte prehistórico.

En las inmediaciones, cerca de esta gruta, encontramosaún algunas otras pinturas murales.

Saciados ahora de descubrimientos, y bastante cansados,nos apresuramos hacia la salida, cuando oímos un grito pro-cedente de esa dirección.

La llamada fue repetida varias veces y nosotros contes-tamos a ella.

Se trataba de un hombre de Labastide, un cazador, consu escopeta y su perro, que nos esperaba hacía rato bajoel porche, en la noche negra.

Había sido enviado por las gentes del pueblo, inquietasde que no volviéramos. Nuestro auto había quedado aban-donado durante todo este tiempo en la plaza.

El cazador había venido hasta la entrada de la gruta,pero como no tenía otro medio de iluminación que su encen-dedor, no había querido aventurarse en el interior y noshabía esperado pacientemente fuera, en la entrada.

La noche había cerrado ya hacía rato, pero nuestra fiebrede descubrimientos y de evocaciones prehistóricas nos ha-bía hundido en las profundidades de la caverna como en lanoche de los tiempos. Habíamos vivido allí horas inolvi-dables.

169

Page 87: Mi Vida Subterranea

20LA VERDADERA FUENTE DEL CARONA

La complejidad de lo que se ha dado en llamar «el enig-ma del pozo del Toro», relacionado con el problema de lafuente del Carona, no debería ser expuesto en un libro dememorias, si no es desde su punto de vista anecdótico ypintoresco.

Dejemos, pues, de lado todas las consideraciones técni-cas o, por lo menos, reduzcámoslas a la mínima expresión,y digamos que a partir de 1926, bajo la influencia de Isabel,comenzamos a efectuar muchas salidas a la montaña. Trasel descubrimiento de la gruta helada Casteret nos sentimosatraídos por el macizo de la Maladeta, donde reina el Anetocomo soberano de la cadena de los Pirineos.

No encontramos aquí cuevas heladas como la primeravez, pero en esta ocasión nos interesamos por un fenómenohidrogeológico de primer orden: la búsqueda del resurgi-miento de un importante torrente que desaparecía por com-pleto en la sima del Pozo del Toro, al pie del pico de Aneto.

Consagré tres campañas estivales (de 1928 a 1930) a laresolución de este problema, y tuve ocasión de descubrir yexplorar varias cavernas y ríos subterráneos, sin que, noobstante, llegara a desembocar en la corriente hipogea delPozo del Toro.

En cambio, estas campañas me proporcionaron diversaspruebas hipotéticas —por no decir seguras— que me hicie-ron creer que las aguas desaparecidas en el Pozo del Tororeaparecían en un lugar llamado «Goueil de Jouéou» («elojo de Júpiter»), en una resurgencia espléndida, con mucho,la más importante de las fuentes del Carona.

Esta deducción inesperada de mis investigaciones se opo-

171

Page 88: Mi Vida Subterranea

nía desgraciadamente a todas las apariencias geográficas,geológicas e hidrogeológicas; iba, por tanto, en contra de laopinión general, y mi tesis no encontró demasiado créditoentre los especialistas.

Fue entonces, en 1930, cuando apareció un nuevo factorque creí de lo más peligroso. Una empresa hidroeléctrica es-pañola tenía el proyecto de capturar las aguas del Pozo delToro y desviarlas más arriba, antes de la sima, para crearuna central importante río abajo, en el valle del Esera.

Dicha Sociedad no veía ningún inconveniente, ya que res-tituiría las aguas utilizadas en el mismo valle del Esera, don-de las aguas fluían, según la opinión general, hacia el Ebroy no hacia el Carona.

Fue entonces cuando intervine yo. Estaba convencido delo contrario y temía por la fuente del Carona. Se hubierasecado el Ojo de Júpiter, y el Carona a su entrada en Fran-cia habría disminuido en la mitad.

Ofrecí suministrar la prueba de todo esto, de la comuni-cación entre el Pozo del Toro y el Ojo de Júpiter, haciéndolairrefutable por medio de una experiencia de coloración.

Pero, dada la cantidad de agua en cuestión (de ocho adiez metros cúbicos por segundo), era necesario utilizar unadosis masiva de colorante del más fuerte: fluoresceína, cuyoprecio elevado no podía ser pagado por mí solo.

No sin dificultades y gracias a las intervenciones conjun-tas y finalmente eficaces del mineralogista» Alfred Lacroix,del Instituto, y de'E. A. Martel, llegué a conseguir sesentakilos de este colorante y me responsabilicé de sumergirloen el fondo del Toro.

A este resultado habrían llegado los esfuerzos realizadosdurante tres años y los estudios hidrogeológicos puramentecientíficos que había emprendido por iniciativa propia, queiban a tener acaso un resultado público y utilitario.

El 19 de julio de 1931 atravesaba el estrecho desfiladerodel puerto fronterizo de Benasque, doce kilómetros al surde Luchon. Este paso, que corta la cordillera fronteriza en-tre las regiones del Alto Carona y Aragón, domina un pa-norama grandioso, uno de los más célebres del Pirineo. Des-de allí se divisa todo el conjunto del macizo de la Maladetay sus glaciares, del que nos separa el profundo valle del ríoEsera, que el conde Russel había comparado al valle de Jo-safat.

1T2

Este puerto de Benasque lo había atravesado dieciochoveces en tres años, a veces solo. Hoy constituíamos un gru-po: mi madre, mi mujer, dos amigas suyas y yo. Esta cara-vana de apariencia pacífica, con predominancia femenina, lahabíamos formado a propósito con el fin de no despertar ladesconfianza de los carabineros que vigilaban atentamentelas montañas en este verano de 1931, mientras la revoluciónrugía en Asturias.

íbamos precedidos de un contrabandista y de un mulo,cargado con seis barriles, lo cual hay que reconocer resul-taba bastante arriesgado en un país en el que estaban ocu-rriendo graves acontecimientos.

Pero los barriles en cuestión eran inofensivos, ya que setrataba de los sesenta kilos de fluoresceína destinados alexperimento de coloración proyectado. Sin embargo, casode encontrarnos frente a los carabineros habría sido difícil,me parece, convencerles de que en realidad el cargamentoestaba destinado a ser arrojado al agua.

Me había informado cuidadosamente de antemano y sa-bía que, de haber solicitado la autorización para llevar acabo el experimento, me habría sido rehusada. Por esta ra-zón me decidí a organi/.ar nuestra expedición clandestina ypacífica, pero llena de importantes consecuencias y en ver-dad urgente, ya que aquel mismo día tuve ocasión de com-probar que se había realizado un trazado de camino en elvalle, entre el Pozo del Toro y el futuro emplazamiento de lacentral hidroeléctrica.

Era, pues, el momento decisivo para probar que las aguasde la sima del Pozo de Toro pertenecían al Carona y no alEbro.

Atravesamos el puerto sin incidente alguno y sin encon-trar a ningún carabinero. Pero este primer éxito no erafortuito, sino debido a la sagacidad de nuestro mulero con-trabandista, que había fijado el día y la hora propicios.

Ahora nos apresurábamos hacia el Pozo del Toro, situadorío arriba en el valle, es decir, en dirección opuesta a lamiserable posada que servía de cuartel a los carabineros des-tacados en aquellas altivas montañas, de las que la vigilan-cia corría por entero a cargo suyo.

Nuestro mulo descendía rápidamente hacia el valle delrío Esera. Su carga sospechosa había sido recubierta con lainocente lona de una tienda de campaña, mientras que las

173

Page 89: Mi Vida Subterranea

señoras que seguían con sus jerseys multicolores y sus bas-tones de excursión en la mano completaban el cuadro ino-fensivo.

Teníamos todas las apariencias —o por lo menos esocreíamos— de un grupo de excursionistas yendo a acamparen los pastos de Agualuts, cerca del Pozo del Toro. Yo medetenía a menudo para mirar con los gemelos hacia la recor-tada cresta de las Tormentas, la catedral nevada del Aneto,la larga y sombría muralla de la Maladeta, pero escrutandoal mismo tiempo los repliegues del valle, a la búsqueda delos uniformes verde-gris, tan a menudo encontrados en estosparajes en el curso de los años de inspección.

El cielo estaba de nuestra parte; por fin llegamos alPozo del Toro, del que habíamos ya visto la cascada espu-meante desde el puerto de Benasque.

Los fustes metálicos los escondimos cuidadosamente trasun macizo de rododendros. Nuestro simpático y discretomulero recibió el precio de su delito (¡!) y nos abandonó consu paso elástico, seguido de su mulo, que parecía feliz dereemprender la vuelta aligerado de su peso. En suma, per-sonas y animales, todo el mundo respiraba con alivio.

Eran sólo las dos de la tarde y no podríamos procedera la coloración hasta la puesta de sol, cuando estuviésemosseguros de que a aquella hora tardía ningún carabinero searriesgaría a merodear por aquellos parajes.

Tras transportar nuestras mochilas a una pequeña caba-na medio derruida en la que pensábamos pasar la noche, des-cansamos un buen rato al borde de la sima, que nuestrasamigas, las señoritas M. Casse y M. A. de Sede, veían porprimera vez.

Nos sentíamos dominados, aplastados por la mole delAneto y de su glaciar, que da origen a un torrente de aspec-to lechoso, a causa de la cantidad de arena granítica queacarrea. El torrente se calma un tanto luego y serpentea porun pequeño llano herboso y encenagado en el que recibepequeños afluentes.

Este curso, situado a dos mil metros de altitud, se inte-rrumpe bruscamente en un escarpe rocoso desde el que elagua cae en una bella cascada, a cuyo pie comienza un ca-ñón estrecho y profundo que acaba en la sima del Pozo delToro. La misma sima es una plaza calcárea de ochenta me-

174

tros de diámetro y de paredes verticales, en la que el torren-te desaparece, absorbido por las arenas movedizas.

Cuatro años antes había llegado hasta el borde de estasima y me había preguntado, como tantos otros, si aquellasaguas irían a parar al Mediterráneo o al Atlántico. Fue en-tonces cuando decidí acometer este problema que escapabaa mi método favorito de la exploración directa, ya que elagua y la arena ocupaban todo el fondo de la sima.

Hoy, esperando impacientemente la puesta del sol, pen-saba que a algunos pasos, escondidos entre unas matas,estaban los sesenta kilos de fluoresceína que iban a aportarla respuesta a la cuestión que desde hacía dos siglos dividíaa geógrafos y geólogos.

Finalmente había llegado el crepúsculo; era el momentoconveniente.

Sacamos los pequeños barriles de su escondite haciéndo-los rodar hasta el borde de la cascada. Isabel y yo empuja-mos el polvo oscuro, que echamos en el agua y la vimostransformarse instantáneamente en un verde fluorescente ymágico.

El colorante impregnó rápidamente el torrente entero yla capa de agua que dormía al fondo de la sima. En tres cuar-tos de hora lanzamos así los sesenta kilos, con los recipientesacusadores incluidos.

El tinte verde persistía en el agua aun entrada ya lanoche.

La miserable y exigua choza no nos reservaba ur sueñoreparador. Por mi parte, mi espíritu estaba demasiado agi-tado aquella noche por un tropel de pensamientos, mientrasel colorante avanzaba inexorablemente en las entrañas dela montaña para aportarnos la respuesta tan esperada.

En aquellas horas de vela oía el ruido de la cascada, queha sido comparado al mugido del toro; de aquí el nombre dePozo del Toro.

El despertar, o más exactamente el levantarse simplemen-te, se efectuó a las cuatro de la madrugada. La sima estabade nuevo límpida y toda la coloración había sido absorbida.

Habíamos convenido en que mi mujer y sus amigas,«Equipo Esera», partirían entonces y descenderían el ríoEsera para vigilar la serie de resurgencias escalonadas en suvalle; mientras que yo, con mi madre, «Equipo Carona», atra-vesaríamos las montañas que nos separaban de Cataluña,

175

Page 90: Mi Vida Subterranea

para ir a esperar la aparición de la coloración en el Ojode Júpiter.

La misma tarde de aquel 20 de julio de 1931, tras unalarga marcha, el «Equipo Carona» encontraba al «EquipoEsera» en el lugar convenido.

Mi mujer y sus amigas no habían visto ninguna colora-ción en el Esera, pero mi madre y yo habíamos encontradoel Ojo de Júpiter transformado en una tromba de agua deun verde esplendente que persistiría durante veintisiete ho-ras y se propagaría una cincuentena de kilómetros, atesti-guando así pública e irrevocablemente que el Carona nacíaen el glaciar del Aneto, en el punto culminante de los Piri-neos.

El hecho de que el Pozo del Toro comunicara con el Ojode Júpiter resolvía un viejo problema geográfico. Se habíacerrado la controversia de siglos y quedaba establecido ydemostrado que la verdadera fuente del Carona no está enCataluña, en el Valle de Aran, sino en Aragón, en el macizode la Maladeta.

Desde el punto de vista hidrogeológico esta comunicaciónaportó una contribución muy importante al conocimientode la circulación de las aguas subterráneas, siempre excesi-vamente caprichosas.

En el presente caso, el curso de agua marchaba en direc-ción contraria a su lecho superficial, pasando por debajo dela línea que divide las aguas de Europa, y operaba un cam-bio excepcional de cuenca y de vertiente. Las aguas nacidasen la cuenca del Ebro y destinadas a desembocar en el Me-diterráneo, desaparecen bajo la cadena de los Pirineos du-rante algunos kilómetros de roca para reaparecer en elCarona y fluir hacia el Atlántico.

Desde el punto de vista hidráulico y económico, puedenfácilmente imaginarse las consecuencias de esta revelación.Era cuestión urgente efectuar la prueba de esta comunicaciónde una manera irrefutable, ya que la captura de las aguaspor nuestros vecinos y la derivación proyectada hacia elEbro, que eran inminentes, habrían causado perturbacionesmuy graves e irreparables a Francia.

De esta manera, tratando de salvar el íntegro suministrodel Carona a Francia, y consiguiendo determinar exactamen-te el lugar de su fuente, había cumplido mi misión y alcan-zado mi objetivo. El resto no era de mi incumbencia y me

rebasaba en gran manera. Era el turno de las conversaciones,de las negociaciones con España; tenían la palabra los mi-nistros y los diplomáticos.

Los principios de Derecho Internacional sobre el corrernatural de las aguas eran terminantes e indiscutibles a esterespecto (tras las consecuencias del experimento de colora-ción), y el Gobierno español dio la razón a los representantesde nuestro embajador en Madrid. El proyecto de captura delas aguas del Pozo del Toro y el proyecto de la central hi-droeléctrica fueron abandonados.

Conocía ahora el Carona de mi infancia hasta la fuente,que me había sido dado poder determinar exactamente, delmismo modo que había probado su curso subterráneo bajola cadena de los Pirineos.

La simbiosis con el Carona de mis años de juventud sehabía hecho ahora más estrecha aún con el esclarecimientodel enigma de su origen, y no pude menos que sentir porello una gran alegría.

Pero, desgraciadamente, no existe felicidad completa yun mes más tarde apenas, tuve el dolor de perder a mi padre.

Había asistido a mis primeros éxitos de Montespan y deLabastide (que tuve la gran satisfacción de hacerle visitar),y su última alegría había sido la salida de nuestra expedi-ción hacia las fuentes del Carona.

Había estado poco seguro del buen desarrollo de mi ca-rrera, cuyos comienzos y porvenir le habían parecido verda-deramente inciertos.

Al perderle, perdía en él al mejor de los padres y a mimejor amigo.

Page 91: Mi Vida Subterranea

21UNA PERLA SUBTERRÁNEA:LA «GALERAY EL ABISMO MAS PROFUNDODE FRANCIA:LA SIMA MARTEL

F.n cioi la ocasión, hace algún tiempo, se formó una em-presa para pnx-eder a la captura de las aguas de un circo demontañas. T.sla .sociedad, llamada Unión Pirenaica Eléctrica,tonta MI sede en el circo de Lez, en Ariége, en los confinescon la frontera española.

' 'E l proyecto consistía en capturar todas las aguas a laaltura de dos mil metros para hacerlas pasar por un túnel yreunirías en un lago situado en un circo intermedio.

Desde los primeros trabajos, empezados en 1931, los in-genieros repararon en que a dos mil doscientos metros dealtitud (es decir, doscientos metros más arriba que el co-lector previsto) el torrente de Alba desaparecía bajo tierraen una zona calcárea llena de fisuras. Se echó en él fluores-cetna y pudieron comprobar que el colorante reaparecía alpie del circo, por un resurgimiento tan impenetrable como ellugar de la desaparición.

Este torrente burlón parecía, pues, escapar al plan dela U. P. E., y dicha empresa, habiendo oído hablar de misrecientes investigaciones en las fuentes del Carona, apeló ami especialidad de explorador subterráneo.

Así, pues, entré una mañana temprano en el circo deLez y fui a echar una ojeada al lugar del resurgimiento,adonde había llegado el colorante, y que efectivamente era

176

Page 92: Mi Vida Subterranea

impenetrable. El agua fluía y saltaba por entre los intersti-cios de aquel caos rocoso.

Al finalizar el día llegué a las casetas de la cantera, a dosmil metros de altitud, donde fui recibido por los ingenieros.Quisieron ponerme en seguida en antecedentes del proble-ma y me hablaron de sus hipótesis relativas al recorridosubterráneo del torrente y de la posibilidad de su explora-ción.

Pero les detuve con un gesto, añadiendo que yo no erani zahori ni brujo, aunque de todas maneras había encontra-do el acceso al curso subterráneo y lo había remontadodurante más de un kilómetro.

En efecto, mientras me dirigía hacia allí por la mañana,había encontrado un agujero en la montaña por el que memetí, y allí, a la luz de una bujía, atravesé una sala gigantey encontré el torrente. Pero di media vuelta y retrocedí pormiedo que me faltara la iluminación.

La sorpresa fue mayúscula para los ingenieros, que que-daron estupefactos ante esta revelación tan brusca comoinesperada. Me había ayudado la casualidad como espeleó-logo, ya que dicha gruta no había sido señalada por nadieanteriormente.

Al día siguiente, cuatro ingenieros, ansiosos de visitar lacaverna y de ver con sus propios ojos el curso de agua sub-terráneo, me acompañaron en un segundo reconocimientoque efectuamos con ayuda de lámparas de acetileno.

Pude observar en esta ocasión que la víspera había atra-vesado una inmensa sala sin darme exacta cuenta de susproporciones, realmente extraordinarias. Pasamos más alláde donde había quedado el día anterior y fuimos recorrien-do, en un trayecto de seiscientos metros, otras salas con pro-fusión de estalactitas y de cristales de yeso en una decoraciónmaravillosa, como no la había visto nunca y como no los hevuelto a ver, tan puros y en tanto número.

Esta caverna excepcional escondía providencialmente elcurso de agua que se me había pedido que investigara, yofrecía además panoramas de una riqueza inusitada.

Me opuso, por otra parte, los obstáculos más diversos ypeligrosos que puedan encontrarse bajo tierra, y fue la ca-vidad que me exigió mayores esfuerzos y más resistenciapara recorrerla.

La tarde en que efectuamos esta segunda exploración que-

n«n

do decidido que llamaríamos a esta magnífica caverna Grutade la Cigalera, porque se abría a un acantilado llamado así.Igualmente decidimos que yo volvería allí para efectuar unaexploración completa con vistas a la recuperación total delcurso de agua, el motivo inicial, que ahora se había conver-tido en fin, de mi venida al circo de Lez.

Si hubiera podido prever que iba a necesitar veintitrésaños para terminarla, quizá hubiera dudado en empren-der una tarea semejante. Pero ahora que todo ha pasado ya—como siempre—, los buenos recuerdos prevalecen sobrelos malos, y no me arrepiento de nada, sino muy al con-trario. Pero no nos anticipemos.

Como mi descubrimiento de la Gruta Cigalera se habíaproducido al acabarse la estación, las abundantes nevadasy el mal tiempo me impidieron volver por entonces, y mástarde no pude, hasta el final de la primavera de 1932, reem-prender mi exploración empezada.

El otoño precedente, un boquete en la roca demasiadoestrecho me había detenido a un kilómetro seiscientos me-tros de la entrada, y tuvo que ser ensanchado por dos mi-neros de la empresa. Después pude meterme por él y de-semboqué en una gran sala, donde encontré el torrentesubterráneo que remonté durante dos kilómetros. Allí tuveque detenerme de nuevo ante una cascada vertical que caíadesde una altura de diez metros.

Entonces fue cuando empezaron las dificultades verdade-ramente excepcionales de esta caverna.

Habría necesitado un equipo de espeleólogos aguerridospara hacer frente a las aguas heladas y poseer un materialy un equipo adecuados para condiciones acuáticas, apartelas dotes acrobáticas para escalar aquella cascada.

Sin dudar un instante, y con un magnífico optimismo,decidí proseguir la exploración con mi esposa y escalar lacascada con ayuda de una pértiga metálica desmontable quenos servía de cucaña.

Al cabo de unas sesiones memorables, llenas de caídasal agua y ejercicios peligrosos, conseguimos avanzar peno-samente hasta la octava cascada, de quince metros de altura,situada a unos tres kilómetros de la salida.

Allí entrevi, a través de la espuma y la bruma de lascaídas de agua, una novena cascada que por lo menos conta-

181

Page 93: Mi Vida Subterranea

ba con unos dieciocho metros de altura y que realmente juz-gué insuperable.

Todas estas pruebas penosas me revelaron a una Isabelinsensible a las bajas temperaturas y a las inmersiones, infa-tigable e indomable en su determinación de llegar hasta elfinal. Fue verdaderamente una fuerza mayor la que nos obli-gó a detenernos al pie de esta novena cascada, enorme, quedesafiaba toda tentativa por nuestra parte.

LA SIMA MARTEL

Al abandonar la Cigalera me dediqué a recorrer las altasregiones del circo por los parajes donde se perdía el torrentede Alba, que eran desgraciadamente impenetrables.

Pero un día acabé encontrando en un macizo de rododen-dros el estrecho orificio de un pozo vertical, por el que des-cendí a la cuerda lisa hasta una profundidad de veinte me-tros. Dicho pozo continuaba por debajo, y oí acercarse a míun fragor impresionante: el del torrente subterráneo quebuscaba.

Este pozo insospechado, desconocido, que acababa dedescubrir, era pues una abertura natural sobre la circulaciónhipogea, e iba quizá a permitirme descubrir el punto deunión con la Gruta de la Cigalera subyacente, es decir, se-guir el curso subterráneo del principio al fin, con vistas a larecuperación y utilización industrial de aquellas aguas per-didas.

Con gran ardor nos dedicamos Isabel y yo a investigaren él. Pero no contábamos con escaleras y debimos pediríasa nuestro amigo y colega Robert de Joly, presidente del Spé-leo-Club de Francia, que había inventado y fabricaba unosaparejos de hilo de acero con barrotes extraordinariamenteligeros y manejables.

Provistos de estas estupendas escalas y con la ayuda in-condicional de dos mineros que se prestaron animosamente,Cabalet y Lledó, descendimos a los sucesivos pozos, verti-cales y húmedos, de este, nuevo abismo. En el 'primerdescenso poco nos faltó para ser destrozados por un aludde enormes bloques que nosotros mismos habíamos impul-sado. Un pozo vertical de sesenta metros que tuvimos quedescender bajo una ducha a una temperatura de dos grados

182

(ya que el torrente se originaba en las nevizas vecinas), cons-tituyó para nosotros una prueba memorable, pues carecía-mos de equipo apropiado.

Pero, pese a todo, seguimos hundiéndonos cada vez másprofundamente, hasta que fuimos detenidos por una grietaimpenetrable en la que sólo el agua podía introducirse. A fal-ta del punto de unión con la gruta que esperábamos descu-brir, y que resultaba imposible, alcanzamos una profundidadde trescientos metros, que hacía de este abismo el másgrande de Francia. Lo bautizamos con el nombre de SimaMartel en homenaje a nuestro maestro y amigo E. A. Martel.

Había también una razón utilitaria que no debíamos ol-vidar, aquélla por la que me había sido encargada la misiónde investigación y exploración del curso subterráneo. Conmis indicaciones se dio lugar a la creación de un túnel enel flanco de la montaña, que venía a desembocar en la simaMartel, justamente entre dos cascadas.

Una pequeña presa fue construida en este punto, lo cualpermitió sacar a luz y encauzar por un conducto hasta elcolector general de la Unión Pirenaica Eléctrica las aguasque hasta entonces se habían perdido improductivas en lasentrañas del monte.

Nuestra misión había quedado cumplida y alcanzadonuestro fin.

Sin embargo, ante la sorpresa general, una vez que lasaguas de la sima fueron así desviadas y recuperadas, sepudo observar que el suministro subyacente de la Cigalerahabía quedado disminuido considerablemente, pero no ago-tado por completo como se esperaba.

Existía, pues, otra fuente además de la sima Martel, yera necesario investigar de dónde procedía esta segundaafluencia.

A ello me dediqué al volver con Isabel a las terribles cas-cadas de la Cigalera, pero tuvimos que dejarlo desde lasprimeras tentativas por causa de la guerra de 1939.

183

Page 94: Mi Vida Subterranea

22EN LAS SIMAS DEL ATLAS

En 1934, tras haber alcanzado el fondo de la sima Martel,se nos encargó en Marruecos la misión de investigar y explo-rar las grutas y simas de las montañas del Atlas Medio. Erala primera vez que iba a ser culpable de infidelidad a misPirineos natales y a sus cavernas.

Era igualmente la primera vez que íbamos a abandonarpor un mes a nuestros tres hijos, Raúl, Maud y Gilberta, delos que apenas he hablado hasta ahora, ya que en realidadsu corta edad les dejaba fuera del tema de estas memoriasde espeleólogo. Pero no debe deducirse de ello que los hijosno jugaban un papel importante en nuestra existencia.

Mi mujer tenía, como yo, la pasión de las cavernas, peropor encima de todo estaba su pasión por su hogar y sushijos. Albergaba la ilusión de tener seis niños, y veía estasseis maternidades con optimismo y alegría, lo que evidente-mente habría de privarle de tantos gustos, de viajes y deexploraciones subterráneas.

Pero, repitámoslo, Isabel no tenía nada de amazona, yno pretendía ser exploradora. La espeleología era solamentesu violín de Ingres, sin más, y no le gustaba que le recorda-ran, por ejemplo, que había establecido el record mundialde profundidad al descender al fondo de la sima Martel.

Un detalle divertido de nuestra partida hacia Marruecosfue que nuestros hijos (de 9, 7 y 4 años) nos estuvieron ayu-dando a preparar nuestras cuatro grandes mochilas con elmaterial y los equipos de la «expedición». Cuando todo es-tuvo metido y debidamente atado, tuvimos que volver a co-menzar de nuevo porque habíamos incluido en nuestrosbultos algunas cajas de cerillas, lo que estaba terminante-

185

Page 95: Mi Vida Subterranea

mente prohibido por las consignas de navegación. ¡Vaciamosescrupulosamente todas nuestras mochilas porque nadie sa-bía dónde y en cuál de ellas se encontraba el artículo ve-dado!

La travesía Burdeos-Casablanca a bordo del Marrakechconstituyó un bello sueño. La travesía de Oeste a Este deMarruecos en auto, otro tanto, y nuestra llegada a Taza «laBerbere» tomó para nosotros las proporciones de un cuentode Las Mil y Una Noches, tantas fueron las recepciones ylas fiestas que nos encantaron y nos maravillaron.

La recepción en casa del jefe del Círculo militar de laregión de Taza, general Lauzanne, fue al mismo tiempo fas-tuosa y cordial.

La «difah», un banquete a la moda indígena, sentadossobre alfombras a la sombra de unas grandes tiendas y ro-deados de notables bereberes con su albornoces, con el de-corado de montañas del Rif y toda la fiesta que siguió... Todoesto podría constituir algo banal y sin importancia para losfranceses de Marruecos, pero para nosotros resultó unarevelación y una maravilla.

Como digestivo, tras algunas horas de copiosos ágapes,se nos ofreció un largo paseo a caballo por un paisaje agita-do, encuadrados por un teniente y cuatro «moghazni», conlos mosquetones en bandolera, ya que nos encontrábamosen una zona de inseguridad.

¡ Pero la inseguridad para Isabel fue, sobre todo, el hechode que no había montado nunca a caballo, y el suyo era par-ticularmente fogoso!

Otra recepción, no tan espectacular, nos llevó al día si-guiente a casa del inspector civil de Taza, quien nos recibióen su bella residencia. Este digno inspector no había oídohablar en su vida de espeleología, y la conversación resultódesde los comienzos bastante laboriosa.

Al preguntarnos cortésmente cuál era la región donde vi-víamos de Francia, empezó a interesarse al enterarse de queéramos pirenaicos como él. Luego, cuando supo que del par-tido de Saint-Gaudens, se animó. El también lo era; y final-mente resultó que no solamente conocíamos su pueblo, natal,Cazaunos, en las estribaciones de los Pirineos, sino tambiénsu propiedad, ¡e incluso el subsuelo de su propiedad, uncierto pozo natural que exploramos allí!

El hielo estaba roto y el señor Desnottes se convirtió enf *

186

un hombre encantador. Se empeñó en que desocupáramoslas habitaciones del hotel en donde estábamos alojados yfuéramos huéspedes suyos en la habitación de honor, cuyoúltimo ocupante había sido la reina Amalia de Rumania.

Pero nosotros no habíamos ido a Marruecos para admi-rar las delicias de Taza o las habitaciones de reinas. Unavez cumplidas nuestras obligaciones mundanas y otras tra-diciones del encantador Marruecos de aquella época, reco-gimos velas y pusimos rumbo al macizo de Tazzeka, país delos últimos grandes cedros del Atlas, donde fuimos a plantarnuestras tiendas.

Se habían unido ya a nosotros un intérprete y factótum,antiguo minero sardo, de nombre Lixi, y un equipo de por-teadores bereberes de la famosa tribu rebelde de los Beni-purain, quienes habían resistido durante mucho tiempo alos franceses en la no menos famosa «toma de laza».

Cada mañana partíamos al amanecer, Isabel, Lixi y yo enmuías, seguidos de nuestros porteadores, que andaban des-calzos por las rocas y las espinas con nuestro equipaje enla cabeza.

Estos hombres más bien pequeños y de aspecto enclen-que, seguramente mal alimentados, no dejaron de asombrar-nos durante todo aquel mes por su resistencia, su sobriedad,su buen talante comunicativo y sus cantos monótonos y con-tinuos.

Pero existía el reverso de la medalla, que constituía unaseria preocupación para nosotros. Hombres enérgicos y deci-didamente valientes —pues pertenecían a una raza indoma-ble—, no nos eran, empero, de ninguna ayuda, ni represen-taban un socorro desde que llegábamos a la entrada de unacaverna o al orificio de una sima.

Como los porteadores vascos de E. A. Martel cuando suscampañas a principios de siglo en los Bajos Pirineos, nues-tros bereberes estaban completamente desarmados, aniqui-lados por creencias y supersticiones, y se negaban sistemá-ticamente a entrar bajo tierra.

Los vascos temían a los lamina; los bereberes del Atlasa los djenum y otros genios subterráneos.

Nuestro intérprete Lixi, aunque antiguo minero, era de-masiado viejo, estaba agotado por una ruda carrera. Tambiénél nos esperaba en el exterior, donde por otra parte su pre-sencia era indispensable para ordenar y vigilar las manio-

,187

Page 96: Mi Vida Subterranea

bras de cuerdas y escalas cuando nosotros descendíamos auna sima.

Marruecos y el viejo Atlas particularmente son ricos encavidades, y era aquella la primera vez que aparecían espe-leólogos en el país. Esta afirmación puede extenderse al con-tinente negro por entero, lo cual nos valió fácilmente —enel reino de los ciegos el tuerto es rey— el poder contar ennuestro activo las dos simas más profundas de África: Kefel Sarao y Friuato.

Sólo teníamos que escoger. Todos los días recorríamosaquella región tan accidentada descendiendo en numerosassimas.

La falta de cooperación bajo tierra no constituía en rea-lidad un gran impedimento para nosotros, pues podíamoscontinuar operando en el Atlas como habíamos venido ha-ciéndolo en los Pirineos.

Nuestra misión consistía en la búsqueda bajo tierra debellas cavidades susceptibles de convertirse en curiosidadesturísticas y en encontrar en ellas, de ser posible, agua ytambién guano.

Hallamos todo esto en abundancia y pudimos hacer uninforme detallado, fructífero desde este triple punto devista.

En cuanto a los incidentes y aventuras —que no figura-ban en el informe, pero que enriquecieron nuestra experien-cia y nuestros recuerdos—, tampoco faltaron.

Ante la abundancia de cavidades a explorar decidimossepararnos y recorrer las montañas repartiéndonos la tarea.Ello aumentó considerablemente el número de cavernas vi-sitadas, pero aumentó también, naturalmente, el número dedificultades e incidentes, sobre todo teniendo en cuenta queel pobre Lixi no se podía partir en dos.

Un día había descendido yo a ciento veinte metros deprofundidad en un cierto abismo de Oulad Ayach, y habíaestado circulando por abajo, por sus pasillos. ¡Cuando volvíal pie de la vertiginosa chimenea vertical, pude observarcon sorpresa y una cierta emoción que mi escalera de hilode acero había desaparecido! Había sido retirada del pozopor no sé qué interpretación errónea o por qué incorisecuen-cia, a las que mis Beni-Ourain me tenían ya acostumbrado.

Me encontraba, pues, solo y abandonado en el fondo deaquella sima, y mis señales con el silbato habían quedado

188

sin respuesta alguna. Tuve tiempo suficiente de imaginartodos los posibles motivos justificantes o injustificantes deaquel abandono. Al cabo de bastante rato me fue echadade nuevo la escala, con una brutalidad y una torpeza memo-rables, que desencadenaron una tromba de piedras amena-zando romper los aparejos.

Mi subida fue terriblemente penosa y peligrosa. Arriba,los bereberes tiraban muy mal de la cuerda de sostén, quedejaban floja, obligándome al calvario inusitado de ascenderlos ciento veinte metros de escala por mis propios medios,flotando entre el vacío y las tinieblas.

Cuando finalmente llegué arriba sólo tuve fuerzas paratenderme extenuado en el suelo sin poder preguntar siquieragué había sucedido.

Mencionamos antes que nuestros porteadores indígenasno querían ni se atrevían a penetrar bajo tierra. Pero unode ellos, sin embargo, de nombre Fregato, se había dejadoconvencer y, más valiente o más avanzado que los otros, noshabía seguido en varias grutas.

Un día quiso excederse y pidió descender con la escalapor un pozo vertical, algo que no había osado intentar hastaentonces.

Le pasamos alrededor de la cintura un fuerte cinturón debombero con un sólido anillo, y tras mostrarle repetidas ve-ces cómo colocar el mosquetón de seguridad de la cuerdade sostén en este anillo de suspensión, descendí yo, debida-mente encordado, seguido de Isabel, al fondo del primer pozovertical de setenta metros, en una sima que iba a llevarnosa ciento cuarenta de profundidad.

A la señal convenida con el silbato, nuestro intérprete ylos demás comenzaron a hacer descender a Fregato.

Mientras descendía, bastante hábilmente, comentábamoscon satisfacción la existencia de nuestro primer alumno. Deimproviso nos gratificó con sus babuchas, que una tras otracayeron sobre nuestras cabezas. Pero cuando, sin aliento ybastante emocionado, a pesar de su sonrisa, se puso a nues-tro lado, mi mujer —que se había apresurado a felicitarle ya animarle— ahogó un grito de espanto al observar de quéforma iba equipado nuestro hombre.

El ancho cinturón blanco y rojo del que se mostraba tanorgulloso estaba correctamente puesto, tal como nosotrosse lo colocamos; la lámpara de acetileno colgaba en el lugar

isa

Page 97: Mi Vida Subterranea

previsto; ¡ pero el anillo en el que habíamos dicho que inser-tara el mosquetón de la cuerda de seguridad estaba vacío!

¡ En el último momento, por una de las inconsecuenciasinexplicables características de aquellos niños grandes, Fre-gato encontró preferible fijar el mosquetón a un ojal de suvieja y deshilacliada chilaba!

En su primer descenso a un abismo, nuestro porteadorse había aventurado sin otro sostén que el seguro moral eilusorio de su ojal. ¡Cómo nos felicitábamos de no haberrecibido más que sus babuchas sobre nuestras cabezas!

En otra ocasión, acababa yo de salir de una gruta deguano en la que había circulado con un aire sofocante agi-tado por millares de murciélagos enormes, cuando vi venircorriendo hacia mí a uno de los porteadores de mi mujer, elúnico que conocía algunas palabras de francés.

Con más gestos que palabras intentó explicarme que Isa-bel había tenido un encuentro en una gruta con un animalque, a juzgar por su mímica expresiva, debía ser bastantetemible.

¿Hiena, chacal? ¿Qué sería? ¡Que no fuera una pantera!¡No podía ser!

De todas maneras, se había señalado una por aquellosparajes. Corrí con mi berebere hasta la entrada de una ca-verna, donde encontré a mi mujer sentada al pie de un pi-mentero, con una rodilla vendada y empapada de mercuro-cromo, pero aparentemente en buen estado general.

No había sido ella quien encargó a nadie ir a llamarme:el berebere había venido a buscarme por iniciativa propia.

Reptando por un conducto bajo, Isabel se había clavadoprofundamente una púa de puerco espín en la rodilla. Estosanimales acostumbran a frecuentar las cavernas.

Las púas tienen mala reputación, se las cree venenosas,y de hecho mi mujer tuvo una gran inflamación que le hizosufrir mucho y que puso fin a sus actividades de campaña.

Los bereberes, que van generalmente descalzos, conocenlas molestias que pueden ocasionar estas espinas de puercoespín, y uno de ellos había corrido a avisarme, atribuyéndo-me, como a todos los franceses por otra parte, conocimientosde «toubib» (médico).

Preventivamente se me había provisto en Taza de unapequeña farmacia portátil y, sobre todo, de unas pastillas de

190

quinina para distribuir en el desierto, con ocasión de misperegrinaciones en los aduares.

Nuestra campaña subterránea en el Atlas fue evidente-mente muy instructiva para nosotros, y muy provechosa encomparación con los fenómenos cársticos de los Pirineos.Fue también una fuente de informaciones muy variadas y endefinitiva muy interesantes sobre un país árido, pero de unaimpresionante belleza montaraz.

Encontramos igualmente muy simpáticos a aquellos be-reberes seminómadas, rudos y orgullosos, cuya nota domi-nante, insospechada, nos pareció que era un amor extraor-dinario por los niños.

1*1

Page 98: Mi Vida Subterranea

23VEINTICINCO AÑOS ENTREMURCIÉLAGOS

Cubando en la primavera de 1936 el profesor Bourdelle,del Museo de Historia Natural de París, me entregó un cen-tenar de anillos de aluminio para marcar los murciélagosque yo fuera encontrando en las grutas, me aseguró que nose sabía gran cosa sobre la vida y las costumbres de estospequeños animales.

Insistió sobre todo en el hecho de que sería interesantecolocarles estos anillos con una cierta constancia, para in-tentar conocer su longevidad, que se creía alcanzaba loscuatro años, según me dijo.

Al principio, la verdad, tomé bastante a la ligera esta ocu-pación original, consistente en marcar a las pobres bestias,y me dirigí para empezar a una gruta que conocía bien, enla que me había dado cuenta hacía tiempo de la presenciade una colonia de quirópteros pegados a una bóveda deseis a siete metros.

El 8 de abril de 1936 fue quizá una fecha histórica en losanales del estudio de los murciélagos, porque fui yo en estaocasión el primero en Francia en capturar y marcar murcié-lagos, y en estudiarlos sistemáticamente en su habilidad na-tural.

Actualmente he hecho escuela ya, a Dios gracias, puestoque los Servicios del C. R. M. M. O. (Centro de Investigaciónsobre las Migraciones de los Mamíferos y de los Pájaros) delMuseo de París cuentan con más de un centenar de coloca-dores de anillos (entre ellos una dama, según creo).

Penetré pues en la gruta de Tignahustes (en dialecto pa-tuá tignahustes significa murciélagos), con una especie de

193

13-TOA

Page 99: Mi Vida Subterranea

red, como un cazamariposas de gran tamaño, en tela, ceamango muy largo.

Desde el primer momento comprobé que había sido unabuena idea, pues me bastó arañar concienzudamente en ellugar donde la colonia estaba pegada al techo, y tuve en unmomento mi bolsa llena de animalitos hasta los topes.

Al volver a la luz, me instalé en el porche y empecé ahacer el inventario de mi botín: doscientos veinticinco mur-ciélagos de la especie murina (myotis myotis), el de mayortamaño de nuestro país (de 0'40 metros a 0'42 metros deenvergadura).

Afortunadamente estos murciélagos estaban en un es-tado de sopor casi como de sueño invernal. Ello me permitiómanipularlos (sólo se agitaban y se debatían débilmente)y ponerles el anillo a un centenar.

Todo ello me tomó un tiempo bastante considerable, yaque ni tenía la experiencia ni la práctica de esta operación,consistente en colocar un anillito minúsculo de aluminio, noen la pata, sino en el ala del animal.

Cada anillo llevaba grabado con caracteres muy finos, casiimperceptibles, las palabras «Museo París», seguidas de unaletra de serie y un número de matrícula.

De esta primera sesión no guardé otro recuerdo que elde una operación fastidiosa, un tanto repugnante y bastantedesagradable, ya que a medida que los murciélagos iban des-pertando de su sopor, iban siendo más difíciles de manejar,se tornaban agresivos y me daban numerosas mordeduras.

Al acabar no tuve necesidad de reintegrar mi recolecciónal interior de la gruta, como había previsto. Casi todos elloshabían despertado lo suficiente como para volver volando asu bóveda tutelar.

Así, pues, aquel día marqué un centenar de murciélagossin entusiasmo alguno y, confesémoslo, sin espíritu de con-tinuación. Menos aún cuando, de vuelta a casa, tuve que pro-ceder al resgistro escrito consecutivo de mi operación. Enefecto, al confiarme los anillos, el profesor Bourdelle me ha-bía hecho entrega de innumerables hojas impresas, ya queconvenía que cada uno de los animales con anillo fuerainscrito en triple ejemplar. En estas fichas debía anotarsecuidosamente: la fecha y el lugar de la imposición de-los pe-queños anillos, la especie, el sexo y la edad (joven, adulto,viejo) de cada uno de aquellos murciélagos.

194

Cada animal figuraba así en los registros desde aquelmomento. Junto a estas columnas quedaban previstas otras

.para anotar la fecha eventual, el lugar y las circunstanciasdel reintegro, lo que constituía el interés final del mareaje.

Como los murciélagos, que yo sepa, no están reivindica-dos por nadie, ni siquiera por los propietarios de las grutasdonde habitan, comencé a pensar que cada vez que captu-raba uno, le ponía el anillo y lo registraba, se convertía encierto modo en una especie de propiedad mía.

Esto, en el momento actual, me haría opulento propieta-rio de más de doce mil murciélagos, ya que tal es el númerode quirópteros que he podido señalar con un anillo has-ta hoy.

¿Fue esta divertida y bastante discutible reivindicaciónla que me llevó a «mis» murciélagos? No lo creo. Pero heaquí que de repente tomé un gran interés por aquellas tími-das criaturas infamadas y calumniadas universalmente.

Debo añadir, además, que mi mujer compartió rápida-mente esta inclinación, en realidad un poco rara. Muy pron-to se convirtió en hábil colocadora de anillos, y soltaba enseguida a sus cautivos de un instante con una pequeña ca-ricia entre las orejas.

Hasta entonces sólo había considerado con indiferenciaestos huéspedes subterráneos. Todo lo más que sabía era,por haberlo visto distraídamente, que los murciélagos pa-recen tener ciertas grutas de su predilección.

También había sido testigo en más de una ocasión de suincreíble habilidad, cuando alguna vez pasaban junto a míy me rozaban, volando por los pasillos demasiado estrechos.

También había cogido alguno al azar, de las paredes,cuando se encontraban sumidos en su profundo letargo in-vernal y había observado cuidadosamente sus alas membra-nosas, su pelambre suave y espeso, su «horrible cara» arru-gada en una mueca.

Pero he aquí que desde el día en que les coloqué elprimer anillo en la gruta de Tignahustes, y tras haberlosregistrado, empecé a considerarlos con un interés que fuecreciendo a medida que la observación y el estudio de suscostumbres y de su comportamiento me revelaron cosasrealmente sorprendentes.

No es que crea que cuando Renán escribió que «para unespíritu realmente filosófico, todo es igualmente digno de ser

195

Page 100: Mi Vida Subterranea

conocido», estaba pensando en los murciélagos, pero es in-negable que desde el día en que yo empecé a pensar en ellosfui conquistado, me apasioné por todo lo que me revelaron,tan curioso y «digno de ser conocido».

Y la gruta de Tignahustes me ofrecía un campo de obser-vación ideal.

Estaba situada a unos veinte kilómetros y podía ir fácil-mente hasta ella en bicicleta (mi género de locomoción pre-ferido). Se hallaba lo suficientemente retirada, escondida enel flanco de una montaña abrupta y boscosa, para que fueraprácticamente desconocida y, al no ofrecer ningún atractivoespecial, no era visitada por nadie. Estaba, pues, seguro deencontrar allí una perfecta calma para las observaciones queme proponía efectuar en ella durante el período de tiempode un año.

No tardé en proceder a nuevas capturas y nuevas coloca-ciones de anillos, que me revelaron en primer lugar algobastante singular, a saber, que aquella colonia de cerca deun millar de murciélagos estaba compuesta exclusivamentede hembras.

Pronto me cansé de ir a encontrar este animal dormidoen el techo. Se me ocurrió que, siendo los murciélagos ani-males nocturnos, mis observaciones debían ser hechas igual-mente por la noche para obtener mejor información.

En efecto, en el período de noviembre a abril los quiróp-teros pasan el invierno aletargados, inmóviles en las grutas,pero continúan durmiendo en ellas durante todo el día cuan-do viene el buen tiempo. Al llegar la noche se animan y salenal exterior para cazar insectos, que tragan en pleno vuelo,como verdaderas golondrinas nocturnas.

No tenía la menor idea sobre la hora a que los murciéla-gos salían de sus cavernas para cazar. Pero mis observacio-nes reiteradas me la dieron a conocer: emprenden el vuelouna hora antes de ponerse el sol. Este vuelo me reveló tam-bién otras particularidades inexplicables o, mejor dicho,inexplicadas.

Digamos en primer lugar que la gruta de Tignahustes secompone de dos salas que comunican entre ellas por un pa-sillo bajo y estrecho y que la colonia de murciélagos solíaestar en el fondo de la segunda sala, o sea, a sesenta metrosde la entrada aproximadamente; esta segunda sala se en-cuentra sumida en oscuridad completa.

196

Y he aquí cómo ocurrieron las cosas cuando fui por vezprimera a instalarme bajo el porche de arco rebajado, muyfavorable a la clase de observaciones que yo deseaba rea-lizar.

A partir de la puesta del sol, es decir, a las ocho de latarde (era en el mes de mayo), me encontraba en mi puesto,inmóvil y silencioso, sin luz alguna, para no molestar o fal-sear el comportamiento de los murciélagos.

Mientras esperaba en el silencio y en la penumbra, queme rodeaban a medida que la luz del crepúsculo disminuía,estaba pensando en la colonia a punto de despertar de susueño diurno, presta ya a franquear el porche en un vueloconjunto, como una bandada de gorriones, que es lo quepodría esperarse de animales tan acostumbrados a vivir encomunidad como los murciélagos.

Sin embargo, sólo una hora después de la desaparición delsol en el horizonte, o sea, hacia las nueve empecé a oir elzumbido característico de uno o dos quirópteros (zumbidoque se produce cuando el animal frena enérgicamente, congrandes aleteos, para dar media vuelta). Uno o dos murcié-lagos volaban ya en la primera sala y los oí acercarse y ale-jarse. De repente franquearon la puerta, pasando a algunoscentímetros por encima de mi cara, para desaparecer inme-diatamente en el cielo oscuro.

Transcurrieron algunos minutos, luego siete u ocho mur-ciélagos salieron, esta vez en vuelo rápido y directo. El ritmode salidas se aceleró ahora hasta convertirse casi en un fluirininterrumpido.

Pero esta afluencia no duró mucho tiempo y fue decre-ciendo poco a poco.

Otra vez me era posible diferenciar el paso de cada unode ellos y contar los que iban saliendo. El ritmo disminuyóconsiderablemente. Aún algunas salidas aisladas, y anoté queel último murciélago había pasado a las diez y quince mi-nutos.

La originalidad de este modo de emprender el vuelo, cre-ciente al principio y decreciente después, me intrigó y medeterminó a renovar mis observaciones en el curso de otrasnoches parecidas, consagradas a los murciélagos misterio-sos de Tignahustes.

Las anotaciones que iba haciendo con papel y lápiz enla mano y el reloj luminoso en la muñeca, resultaron con-

197

Page 101: Mi Vida Subterranea

cordantes e instructivas. Pude asegurarme, y lo afirmo ahora,que el inicio del vuelo duraba siempre más de una hora (loque significa bastante para un contingente de solamente unmillar de murciélagos).

Siempre, al principio, el vuelo es creciente y luego decre-ciente; comienza a compás de un murciélago por minuto,para alcanzar la cifra máxima de cincuenta por minuto yacabar con un retrasado en el último minuto.

Las cifras exactas que anoté en varias ocasiones (de lasque no haremos uso aquí), daban en el papel una «curva decampana» llamada «curva de Gauss» que interesó a variosmeteorologistas. Pero la razón y el mecanismo del fenómenono han podido ser hasta ahora explicados.

Tras las observaciones de la salida de los animales habíaque vigilar la hora de llegada, de vuelta a la caverna, y laduración de esta entrada.

Pero aquí las observaciones revelaron una anarquía com-pleta o, por lo menos, variaciones tan grandes que me fueimposible codificarlas. De la comparación entre mis diferen-tes anotaciones parece deducirse que los primeros murcié-lagos empiezan a entrar a medianoche y los últimos al apun-tar el día.

Algunas noches, sin embargo, el retorno se efectuaba deuna manera más agrupada y más rápida: entre las once y launa de la madrugada, por ejemplo.

Pero todas estas irregularidades aparentes resultaban másfáciles de interpretar que las misteriosas tomas de vuelo«en campana».

Cuando la noche está en calma y el aire es dulce, los in-sectos nocturnos abundan y los murciélagos encuentran dequé alimentarse rápidamente y en abundancia; de aquí quese efectuara un vuelo corto y un retorno rápido a la gruta.Pero si la noche es fría, con viento y algo lluviosa, los in-sectos no vuelan o lo hacen muy poco, y los murciélagos de-ben quedarse cazando durante más tiempo, la noche entera,casi hasta el alba, y de aquí su retorno tarde a la caverna.

Cuando en la primavera me quedé observando duranteuna o varias noches verdaderamente frías o en un períodode lluvia continuado, pude comprobar que los murciélagosno salían de la caverna al oscurecer. Ayunaban mientrasduraba el mal tiempo.

Tuve ocasión igualmente de observar que no tenían nece-

sidad de salir a averiguar el tiempo que hacía en el exteriorpara adoptar su línea de conducta. Seguramente un instinto,una influencia misteriosa, les informaba de ello sin tenerque moverse de la segunda sala donde se encontraban.

En Tignahustes se podría objetar que el hecho de quesólo fueran sesenta metros apenas los que les separaban delexterior resolvía esta incógnita, ya que los animales podíanpercibir las influencias exteriores. Pero he observado que enalgunas cavernas, en las que los murciélagos viven muy haciael interior, a veces incluso a algunos kilómetros, estos cu-riosos animales están perfectamente informados sobre lascondiciones atmosféricas exteriores y no se mueven de allísi la noche no es favorable a sus evoluciones aéreas y alresultado de su caza.

Un día, en una mañana de sol, entré en el interior de lainmensa gruta de Aldena (Aude) con mi amigo el padreCathala y estuvimos circulando durante un tiempo por lospasillos inferiores.

En el camino de retorno, a media noche, me fijé en unabóveda elevada poblada de una colonia de murciélagos queya había visto por la mañana. Estaba por completo silen-ciosa, lo que me permitió sacar una sencilla deducción:

—Vamos a mojarnos a la salida —dije—. Está lloviendo.—Me extrañaría —me respondió mi acompañante—. Ha-

cía un tiempo magnífico esta mañana.—Sí, pero ahora está lloviendo.—No será usted brujo, ¿verdad?—No, pero sé positivamente que está lloviendo —insis-

tí yo.Veinte minutos más tarde, al llegar bajo el porche de la

salida, dudamos en aventurarnos al exterior para ir a buscarnuestro auto, aparcado a unos quince minutos de marcha,porque estaba lloviendo a cántaros.

El padre Cathala no pudo sino comentar la exactitud demi pronóstico y quedó asombrado cuando le revelé el se-creto.

Prosiguiendo con mis observaciones en la gruta de Tig-nahustes, no me quedé poco sorprendido al descubrir queentre el uno y el tres de junio, las mil y pico de hembrasparieron cada una un hijo (muy excepcionalmente dos). Des-de su nacimiento, estos pequeños, desnudos y ciegos, se pe-

199

Page 102: Mi Vida Subterranea

gan a su madre con ayuda de sus pequeñas garras, con laboca en la mama, durante un mes aproximadamente. ¡rn

A lo largo de este mes, la madre y la cría no constituyenmás que una sola cosa, lo que es ya de por sí sorprendentedurante el día, pero lo es aún más durante la noche.

En efecto, todo el mes de junio pude asistir al vuelo delos murciélagos, cada uno volando y cazando en los camposdormidos y llevando su cría pegada a ellos.

El crecimiento de los animalitos es bastante rápido y ha-cia el final del mes de junio las madres no pueden soportarpor más tiempo el peso de la cría durante el vuelo nocturno.Una noche tuve ocasión de asistir a una escena extraordina-ria, realmente única.

Todo parecía estrictamente reglamentado en la conductade los murciélagos hembras (incluyendo el parto, que seefectúa en cuarenta y ocho horas para toda la colonia), yllegó una noche de finales de junio en la que las jóvenes ma-dres decidieron que desde aquel momento en adelante suscrías debían quedar cogidas a la bóveda mientras ellas efec-tuaban su habitual vuelo nocturno.

Esta separación se efectuó en el curso de un anocheceragitado y ruidoso del que pude ser testigo privilegiado y es-tupefacto.

Las hembras querían liberarse de la atadura de las críasy éstas, asustadas, no querían separarse. A todo ello siguióuna batalla general.

Los murciélagos chillan y gritan como los pájaros. Puedeuno imaginarse el escándalo que se desarrolló aquella nocheen la gruta.

Finalmente, las madres ganaron y emprendieron el vuelo,libres, hasta el exterior, mientras el batallón de pequeñosse quedaba pegado al techo esperando su regreso.

Esta espera no transcurrió en silencio, sino por el con-trario, entre millares de píos agudos y desgarradores, muyparecidos a los de los polluelos que separan de la madre.

Aquella noche y las siguientes pude notar que el vuelonocturno habitual había sido sensiblemente acortado en re-lación con los precedentes. Evidentemente las pobres bes-tias tenían prisa por volver junto a sus crías.

Quizá se pensará que estos animales que viven en enjam-bre como las abejas y que tienen por tanto una existenciaen comunidad, pueden llevar su instinto colectivista hasta

200

el extremo de ocuparse de cualquiera de las crías, sea cualsea. Nada más alejado de la realidad.

Por extraordinario que pueda parecer sabemos positiva-mente que nuestro millar de murciélagos hembras volvían,en la gruta, cada uno junto a su pequeño correspondientey en una confusión tan grande como pueda imaginarse, en laoscuridad, sabían encontrar cada una el suyo, como la ovejay el cordero en el rebaño.

Basándonos en esta comprobación, hemos hecho frecuen-temente la prueba de separar un joven murciélago de sumadre e intentar que sea aceptado por otra, pero todas nues-tras tentativas de intervención y de sustitución de crías hanfracasado. La madre muerde y rechaza al intruso y no acep-ta más que el suyo propio.

Todas estas maravillas me eran reveladas en el fondo deaquella gruta de Tignahustes, donde me encontraba solo,en la doble oscuridad de la noche de la tierra y de la caverna.

«Es medianoche —me solía decir a veces—, la hora enque las salas de los teatros, del cine y del music-hall rebosande público. Los espectáculos más varios, los más sensacio-nales, los más artísticos se presentan en este momento antelos espectadores.»

Aislado en mi soledad, con mis pensamientos, arrodilla-do en el guano húmedo y maloliente, a menudo agotado ysoñoliento por mis prolongadas sesiones de estudio, no ha-bría cambiado mi puesto por ningún palco en la ópera. Gus-taba de este áspero y embriagador goce del espíritu, este«placer de conocer», común al astrónomo y al físico, alquímico, al filósofo y a todos los investigadores, incluso alaficionado a los murciélagos...

Sí, prefiero mis cavernas, en las que soy dueño de mispensamientos, a todos los espectáculos, a todos los teatros;aquí gozo de la libertad, de la fantasía, de la embriaguez deldescubrimiento personal e insospechado, de las sorpresasdel azar y de los profundos beneficios del tiempo perdido.

Aquí no existe ningún ruido, a excepción de las gotas deagua destilando del techo, que horadan el silencio en unaespecie de tic-tac indeciso, en aquellos ámbitos solemnes delos lugares subterráneos.

Poco tiempo después pude observar que la gruta se va-ciaba completamente por la noche y que no quedaba en ellaningún murciélago. Los jóvenes se habían hecho indepan-

201

Page 103: Mi Vida Subterranea

dientes y autónomos, y efectuaban su vuelo de caza noctur-no como sus madres.

La colonia entera, ahora doble con los nuevos recién lle-gados, se quedó aún dos meses y medio. Pero hacia el 20 deagosto la colonia desapareció en su totalidad hacia un des-tino que siempre quedó para mí desconocido.

Con ello supe que la gruta de Tignahustes era una grutade maternidad, a la que los murciélagos hembras fecundados(¿dónde y cuándo?) llegan hacia finales de marzo, a veces acomienzos de abril —exactamente en la misma época que lasgolondrinas en aquella región—. Allí permanecen durantetodo el período de gestación, parto, lactancia y destete.

Y cuando los jóvenes están en condiciones de volar porsí mismos la colonia emigra.

El contingente de neonatos en Tignahustes sumaba unnúmero par de machos y hembras; pero de ellos, los prime-ros no vuelven nunca más a su gruta natal, mientras quelas hembras regresan fielmente cada año, con sus madres,sus abuelas y bisabuelas...

No me contenté con observar mis murciélagos de noche yde día durante los cinco meses en que estuvieron en sugruta-maternidad. Además hice con ellos diversas experien-cias.

De ellas la más interesante e instructiva me pareció lade capturar algunos animales para sacarlos de su región yhacerles efectuar el «vuelo de regreso».

Estas pruebas, en las que me ayudaba mi esposa, apa-sionada también por ellas, consistían en sacar unos veinteo treinta murciélagos de la cueva, colocarles el anillo ytransportarlos a distancias crecientes para dejarlos allí enlibertad y observar si más tarde estos animales sabrían rein-tegrarse por sí mismos a la gruta tutelar.

Con distancias tan cortas como de Saint-Gaudens a Saint-Martory (de 18 a 36 kilómetros) no nos sorprendía dema-siado que pudieran llegar a ella fácilmente (hecho que nosconfirmaba la existencia de murciélagos con anillos entre losque cogíamos con la red cada vez que efectuábamos estaexperiencia).

Alentados con tales pruebas, alargamos cada vez máslas etapas, ya fuera transportando nosotros mismos los ani-males a diferentes regiones, ya expidiéndolos en jaulas porferrocarril.

202

Llegamos a mandar a Toulouse (100 kilómetros), Agen(120 kilómetros), Carcasona (150 kilómetros), San Juan deLuz (180 kilómetros), Moliets-Plage, en las Landas (200 kiló-metros), Séte (265 kilómetros), Montpelier (280 kilómetros)y Angulema (300 kilómetros).

Todas estas pruebas se vieron coronadas por el éxito,demostrando que los murciélagos están dotados de un sen-tido de la orientación tan extraordinario como el de las pa-lomas mensajeras u otros pájaros emigrantes.

Y mostraron además que los murciélagos querían encon-trarse bajo la bóveda de la gruta de Tignahustes, sólo allíy en ningún otro sitio.

A causa de los inconvenientes creados por el transportepor ferrocarril (demasiados murciélagos morían en el cami-no), juzgué prudente no alargar los desplazamientos másde trescientos kilómetros.

Pero, de todos modos, la prueba me pareció decisiva: unanimal capaz de encontrar el camino a trescientos kilóme-tros, puede encontrarlo también a cuatrocientos o quinientoskilómetros de distancia.

Cierta vez tuvimos ocasión de hacer transportar rápida-mente a París una docena de murciélagos. Fue la señoritade Sede —que había participado en la coloración de lasaguas del Pozo del Toro— quien quiso encargarse de estamisión.

Desde su balcón de Neuilly los dejó en libertad, a las dosde la madrugada, al claro de luna.

Con premeditación fue soltándolos uno a uno lentamen-te y observando su comportamiento. Todos ellos efectuaronlos círculos de orientación acostumbrados en circunstanciassemejantes y todos tomaron luego, deliberadamente, la di-rección sur, hacia la gruta de Tignahustes, a setecientos kiló-metros a vuelo... de murciélago.

Por desgracia sólo eran diez y el azar no quiso que enmis capturas con la red tomara posesión de uno de estosviajeros.

Naturalmente, mis pruebas y observaciones no tuvieronsólo como escenario la gruta de Tignahustes. También otrascuevas me aprovisionaron de nuevas informaciones y nuevasfuentes de estudio...

Los doce mil y pico murciélagos a los que he colocadoanillos hasta la fecha, principalmente en los departamentos

203

Page 104: Mi Vida Subterranea

de Ariége, del Alto Carona y de los Altos Pirineos, me hansuministrado una copiosa y valiosa información.

En muchas ocasiones he encontrado, y encuentro toda-vía, murciélagos con anillos colocados por mí en otras gru-tas o en las mismas. Por otra parte, no habría imaginadonunca la gran cantidad de quirópteros con anillos que desdelos lugares más diversos han intrigado a la gente, haciendoque los capturaran o que escribieran al Museo de París dan-do cuenta de ello.

Es esta evidentemente la razón de ser y el gran interésque los anillos pueden tener: el suscitar tales informaciones.

Así, por ejemplo, y para citar casos extremos: en dos oca-siones los «scouts» de Beauvais (Oise) dieron cuenta al Mu-seo de que habían capturado en los corredores subterráneosvecinos a Saint-Martin-le-Noeud, murciélagos con anillos delos Altos Pirineos. La distancia es de setecientos kilómetros.

Ya no se trataba de «vuelos de regreso», sino de animalesdesplazados voluntariamente. O, por ejemplo, un rhinolophede herradura, especie considerada habitualmente como se-dentaria, y a la que yo había colocado un anillo en la grutade Cargas, en los Altos Pirineos, ¡fue capturado en Frien-bach, en Baviera, a mil cien kilómetros!

Entre tantas y tantas anécdotas, como podría contar so-bre este tema, escogeremos una que no hace alusión precisa-mente a las largas distancias recorridas, sino a curiosas coin-cidencias.

En el mes de mayo de 1938, un yesero de Escanecrabe(Alto Carona), el señor Andrés Donnemaison, efectuando re-paraciones en la alcaldía, encontró escondido en una grietaun murciélago con un anillo en el que pudo descifrar: «Mu-seo París H. 149».

El señor Donnemaison tuvo la ingeniosa idea de escribira dicha institución informando de que el murciélago H. 149«que se había escapado del Museo», lo había encontrado enEscanecrabe.

Los servicios del C. R. M. M. O. del Museo le respondie-ron dándole las gracias y precisándole que el murciélago encuestión no era un tránsfuga, sino que había sido registradopor el señor Norbert Casteret, de Saint-Gaudens, en la grutade Tibiran (Altos Pirineos), en el mes de febrero del mismoaño 1938.

O sea, se trataba de un caso sin interés: una distancia

de únicamente treinta y tres kilómetros y un anillo que seremontaba sólo a tres meses.

Seis años más tarde, el 24 de enero de 1944, en una re-dada en la gruta de Tibiran, capturé este mismo murciélagoH. 149 que invernaba allí, como en 1938. Pero he aquí queel siguiente 5 de mayo, el mismo yesero, señor Donnemaison,volvió a encontrar nuestro murciélago mientras reparaba lapared de la iglesia.

Pudo cogerlo sin dificultad porque estaba muerto, arrin-conado en una grieta, y me remitió el anillo con la matrícu-la H. 149.

Sin el procedimiento del anillo, ¿cómo hubiéramos po-dido saber que este murciélago de herradura solía invernaren la gruta de Tibiran y frecuentaba, mientras duraba elbuen tiempo, la alcaldía y la iglesia de Escanecrabe?

¿Y quién sabe desde hacía cuánto tiempo iba y veníade un punto al otro? Por lo menos desde hacía diez años,como pudo establecerse con esta curiosa coincidencia, al serrecogido en las dos ocasiones por la misma persona: el ye-sero Donnemaison.

El estado actual de mis observaciones permite por otraparte l i jar ya en algo la longevidad de los murciélagos, so-bre los cuales hacía Tiempo el profesor Bourdelle me habíaconfiado, al entregarme los primeros anillos, que se suponíaque vivían alrededor de tres o cuatro años.

Actualmente, el tiempo ha ido pasando desde mis pri-meras observaciones y la colocación de los primeros anillos,y puedo informar al Museo que he encontrado a mis «discí-pulos» con anillos de más de cinco, diez y quince años.

El record del momento (record del mundo, ya que se co-locan anillos en diversos países y las revistas especializadastienen al corriente de lo que sucede) corresponde a un mur-ciélago de herradura, que encontré vivo el 2 de enero de 1960en la gruta de Labastide (la Gruta del León Rugiente).

Este murciélago hembra (matrícula G. 106) es por otraparte una vieja amiga mía, que he encontrado ya cinco vecesen esta gruta, en la que forma parte de una colonia deaproximadamente ciento cincuenta individuos.

Le coloqué el anillo el 30 de diciembre de 1938, o sea,veintitrés años antes. Pero como era ya un murciélago adul-to entonces, resulta un mínimo de veinticuatro años los quehay que atribuirle, y quizá más de esta cifra.

205

Page 105: Mi Vida Subterranea

Naturalmente, examiné bien este animal y he podidocomprobar que no presenta aún indicios característicos devejez. Por ejemplo, sus caninos sólo están medio usados,cuando frecuentemente encuentro animales con los caninoscompletamente gastados.

¿Cuánto tiempo viven los murciélagos? La pregunta que-da aún sin contestación.

Para terminar este capítulo diremos que sólo hemos tra-tado superficialmente los numerosos aspectos realmente ex-traordinarios de la vida de los quirópteros en un pequeñorincón de los Pirineos, y estos animales se encuentran re-partidos por todo el mundo —desde el Ecuador al CírculoPolar—, con diferencia de costumbres y tamaño muy diver-sos. (El Roseto o el Zorro Volante de los trópicos tienen eltamaño de un gato, y el minúsculo murciélago que se sueleencontrar en los graneros sólo pesa cuatro gramos.)

No hemos dicho nada y no vamos a extendernos sobre elfamoso radar (más exactamente sonar) que permite a estosanimales volar y orientarse en las tinieblas más absolutasde las más profuntas cavernas. Nos saldríamos del marcode estas memorias.

Dejamos pues con pesar estas tímidas criaturas comple-tamente inofensivas y tan útiles, que, entre otros títulos degloria, inspiraron al inventor francés, Clement Ader. El «pa-dre de la aviación» copió escrupulosamente la anatomía y laarquitectura de las alas del murciélago para construir sufamoso avión, el «Murciélago», que el 9 de octubre de 1890«voló» en el parque del castillo de Armainvilliers, en Seiney Oise.

206

24EL RAYO Y LAS GRUTAS

Poco antes de mi matrimonio subí en cierta ocasión alPie du Midi, de Bigorre, con mi madre y mis hermanos Juany Marcial. Era la primera vez que practicábamos una ascen-sión.

La carretera que une el desfiladero de Tourmalet conla cima del pico no existía aún, ni existía tampoco el telefé-rico. Subir al Pie du Midi, pues, era entonces una excursiónbastante considerable. Habíamos salido de Gripp y estuvi-mos andando buena parte de la noche para poder llegar a lacumbre antes de amanecer.

Desde hacía mucho tiempo —recuerdos de épocas ro-mánticas— subíamos a las cumbres para ver la salida delsol. Pertenecíamos aún a esta escuela y llegamos contentosa la cima.

Visto desde Saint-Martory, el Pie du Midi parecía el pun-to culminante de los Pirineos. Esta falsa supremacía se debea su situación avanzada sobre la llanura. Su cima armoniosa,regular, atrae las miradas desde Toulouse.

Habíamos deseado subir allí durante toda nuestra juven-tud. ¡ Y tantas veces se habían ido al agua a última hora losproyectos de efectuar la ansiada ascensión! Pero hoy había-mos realizado por fin este sueño y esperábamos la salida delsol temblando de frío, apretados contra el tablero de orien-tación de la cumbre.

Finalmente apareció el sol por detrás de las crestas delAriége y asistimos maravillados a su aparición sobre unocéano de picos y sobre las llanuras de la Gascuña.

En aquella época la cima no había sido aún arrasadadiecisiete metros para la implantación del poste de la tele-

807

Page 106: Mi Vida Subterranea

visión, y dominábamos así la plataforma donde está cons-truido el Observatorio.

Mientras temblábamos de frío en esta hora matinal, apa-reció una silueta en la terraza. Este observador consultóalgunos aparatos instalados en un abrigo, examinó el estadodel cielo y divisó el pequeño grupo que formábamos apelo-tonados contra la pequeña torre para procurar protegernosdel viento glacial que se había levantado con el •nuevo día.

Nos llamó desde lejos y nos invitó a pasar adentro a ca-lentarnos.

Mientras respondíamos a este amable ofrecimiento, cari-tativo en verdad, y avanzábamos hacia él, yo comencé aexaminar a la persona que nos esperaba ahora en el umbralde la puerta. Talla alta, un poco encorvado, barba roja, perosobre todo su voz nos sorprendió a Juan y a mí, por traer-nos recuerdos comunes.

—¡ Pero si es Dauzére! —dijimos a un tiempo.A diez pasos no era posible dudar: reconocimos a nues-

tro antiguo profesor de Física y Química del liceo de Tou-louse.

Le habíamos perdido de vista desde la guerra de 1914y no sabíamos que se había convertido en director del Ob-servatorio del Pie du Midi.

Era él, en efecto. Nos hizo entrar, nos recibió en su des-pacho y nos ofreció un café caliente, mientras felicitaba amamá por haber subido de noche con sus hijos. A ello aña-dió que la costumbre de las ascensiones nocturnas se perdíacada vez más.

Nos llenó de atenciones, todo amabilidad. En él veíamosde nuevo al profesor consagrado a su misión que conocimosen la escuela.

Al principio ni siquiera imaginaba que tenía ante sí ados antiguos alumnos. Se lo dijimos y evocamos viejos re-cuerdos de antes de la guerra.

Nos hizo los honores del lugar y efectuamos una intere-sante visita al Observatorio.

Esta ascensión y esta visita fueron memorables para no-sotros y no iban a pasar sin consecuencias.

En 1928 volví al Pie du Midi en compañía de mi esposa,esta vez con esquís, ya que ello ocurría en un 28 de enero.

La nieve era excepcionalmente abundante (había seismetros sobre la terraza del Observatorio). Subimos de no-

208

che desde el pueblo de Gripp y necesitamos once horas acausa de la abundancia de nieve y también a causa de nues-tro equipo y nuestros esquís defectuosos.

A pesar de un final muy penoso por causa de una tem-pestad de nieve, fue una excursión espléndida y, además, laprimera ascensión femenina con esquís al Pie du Midi.

Este pequeño acontecimiento se registró en el Observa-torio por los dos observadores Hubert Garrigue y JosephDevaus. (Este último perecería en 1936 en el naufragio delPotirquoi pas. con su capitán Charcot y todos los miembrosde la expedición francesa a Groenlandia.)

Fuimos hospedados allí durante tres días, a causa delmal tiempo y de los aludes que hacían imposible toda tenta-tiva de descenso.

Volvimos en más de una ocasión al Pie du Midi, en elbuen tiempo, y tuvimos ocasión de devolver la visita al se-ñor y la señora Dauzére, que en invierno residían en Bag-néres de Bigorre, en el Observatorio del llano.

El señor Douzére, espíritu científico y penetrante, se in-teresaba por todo, incluso por nuestras exploraciones y ob-servaciones subterráneas, sobre las que nos estuvo haciendopreguntas largo tiempo.

Allí arriba, en el Pie, había emprendido trabajos conside-rables de construcción, engrandecimiento y modernizacióndel edificio del Observatorio.

Este constituía en realidad su vida, su meta, y se entre-gaba a él por entero.

Pasaron los años y he aquí que en la primavera de 1937recibí una llamada telefónica de Bagnéres de Bigarre. Elseñor Dauzére, muy emocionado, me comunicó una noticiarealmente extraordinaria y me rogó que le hiciera un granfavor.

Al colgar el teléfono expliqué a mi esposa, que trabajabacon nuestros tres hijos en el despacho, lo que estaba pasan-do en el Pie du Midi y la situación apurada en que se encon-traba el pobre Dauzére.

Aquel año de 1937, en el que el país estaba agitado porgrandes acontecimientos y problemas, las huelgas llegabana todos los grados sociales. Estos desórdenes habían encon-

£09

Page 107: Mi Vida Subterranea

tradó eco hasta en la cima del Pie du Midi, donde los dosobservadores que aseguraban el funcionamieto de los servi-cios meteorológicos habían desertado de su puesto,

Descendieron al llano y habían declarado la huelga porun mes. No quedaba arriba más que un cocinero, que notardaría mucho en bajar también, y que aún no lo habíahecho por estar la nieve en condiciones desfavorables y noser él muy buen esquiador.

A mediodía llegábamos a Bagnéres, con el tiempo justopara almorzar con el señor y la señora Dauzére. Seguidamen-te se me puso al corriente de todo lo que tendría que efec-tuar en las observaciones y en el registro. El Observatoriode Bagnéres Ville tenía los mismos aparatos que el Obser-vatorio del Pie du Midi y pude familiarizarme con mis nuevasfunciones de observador.

Arriba encontré el cocinero Carmouze, un montañero deunos cincuenta años de edad, pacífico y cordial, que no ha-bía soñado en abandonar el puesto, pero que estuvo muycontento con mi llegada; los aludes habían cortado el telé-fono y se encontraba aislado y sin noticias del valle.

Me instaló en la propia habitación del general Nansouty,fundador del Observatorio, que había vivido allí duranteonce años, invierno y verano, en las condiciones más pre-carias y a menudo peligrosas.

La habitación era muy pequeña y sombría, una verdade-ra celda, pero yo no iba a ella más que para dormir. El restodel tiempo lo pasaba en el exterior, cuando la temperaturano era demasiado baja, o bien en el despacho-comedor, don-de tenía a mi disposición una biblioteca un poco antigua,pero interesante.

Al mediodía, a la hora de la comida, tuvimos alcachofas.Por la noche, a la hora de cenar, volvimos a comer alcacho-fas. Al día siguiente, tanto en la comida como en la cena,igualmente platos cada vez más copiosos de alcachofas. ¡ Y eltercer día Carmouze colocó sin un titubeo, encima de lamesa, una gran fuente de alcachofas!

—¿Le quedan todavía muchas? —pregunté sorprendido.—¿Por qué? ¿Acaso no le gustan?

• —Si no me gustasen ya se lo habría dicho antes. Megustan las alcachofas, pero no en cada comida. Podría ha-cerlas usted, por ejemplo, día por otro.

210

—Ah, está bien, está bien —contestó Carmouze conalivio.

Me explicó que tenía una reserva importante de latas dealcachofa, pero que desde hacía tiempo los dos observado-res le habían prohibido terminantemente, bajo pena de es-trellarlas contra el techo, servirles más alcachofas, porqueestaban saturados y hartos de ellas para el resto de su vida.

La altitud excepcional del Observatorio (2.870 metros),con todas las ventajas que ello puede aportar desde el pun-to de vista científico y pintoresco, atraían en verano a grannúmero de sabios e innumerables turistas. Pero este perío-do de actividad duraba poco: desde mediados de julio a fina-les de setiembre. En esta época es cuando se suben rápida-mente las provisiones (combustibles, víveres, etc.), cargadasen mulos.

Las hileras de turistas y de mulos cargados se cruzan yse adelantan unos a otros sobre las laderas de la montaña.Pero desde finales del mes de setiembre la alta montaña rei-na de nuevo en sus dominios y las primeras tormentas denieve y la niebla suceden sin transición al corto verano.

El Pie du Midi vuelve a su aislamiento y a su soledad. Elpersonal del Observatorio se reduce a su efectivo de invier-no (dos observadores y un cocinero), que se disponen a vivirnueve meses bajo la nieve.

Comienza el largo invierno y estos eremitas de la cienciano ven una figura humana más que de vez en cuando, si losvalientes y decididos proveedores consiguen ascender conesquís, cargados con algunos kilos de carne y legumbresfrescas, y con cartas impacientemente esperadas.

Hoy, desde que se construyó la carretera que llega casihasta la cumbre y el Observatorio fue provisto de un tele-férico que lo comunica con el valle, las condiciones de exis-tencia, evidentemente, se han transformado por completo.

Carmouze y yo llevábamos una vida de anacoretas.El vivía en su cocina y en su despensa, donde reinaba

sobre un mundo de provisiones y de latas de conserva. Algu-nos días hacía el pan para la semana con harina conservadaen botes metálicos (a causa de ratas y ratones). Y cada díafundía jarros llenos de nieve para tener agua.

Sólo nos encontrábamos al anochecer, al lado de la estu-fa del comedor. Sosteníamos charlas animadas, pero a vecesél leía La vuelta al mundo del capitán Cook en una edición

211

Page 108: Mi Vida Subterranea

muy vieja y voluminosa, mientras yo escribía las páginas deun libro, que no por haber sido escrito en las cumbresdel Pie du Midi podía dejar de titularse En el fondo de losabismos.

Cumplía, como es natural, escrupulosamente mis funcio-nes de observador, por las que había subido al Observatoriotan urgentemente.

Sobre un mueble del comedor estaba colocado un aparatode radio tan voluminoso como inútil, que había quedado«inservible para no causar disturbios», por decisión de losobservadores —quizá originales, pero con una buena dosisde sensatez—, quienes no querían que el silencio y la soledaddel Pico fueran turbados por los ecos del mundo...

En efecto, estos observadores se dedicaban a experimen-tos y a investigaciones o estudios personales que ocuparanlas largas horas del día, y ambos preparaban sus tesis dedoctorado.

Tampoco el ejercicio físico era olvidado. El principal de-porte practicado en el Pie du Midi es especial y uno de losmás rudos que existen: la lucha continua, encarnizada, con-tra el sepultamiento bajo la nieve.

La terraza del Observatorio miede ochenta metros delargo por quince o veinte de ancho. Alrededor sólo hay elvacío y el precipicio. Y aun cuando la terraza está expuestaal viento casi perpetuo de las cumbres, la nieve alcanza allícada invierno hasta cinco y seis metros de espesor. Y contraesta nieve hay que luchar sin descanso, bajo pena de quedaremparedados y de vivir en la oscuridad y casi sin aire.

A pico y pala es preciso esforzarse por conservar comose pueda unas profundas zanjas ante puertas y ventanas;y cada vez que viene una tormenta de nieve o de viento, lastrincheras quedan completamente llenas y hay que volvera empezar.

Además, a una altura de casi tres mil metros, cualquier"trabajo resulta penoso, y el ahogo y el cansancio debidos alenrarecimiento del aire obligan a un trabajo lento y de fre-cuentes descansos.

Por paradójico que pueda parecer, este Observatorio tanelevado se parece mucho a una nave. La terraza tiene susmismas dimensiones y forma; dos postes de televisión deveinticinco metros de altura simulan los mástiles, y el blo-cao el puente de mando.

312

Como una nave, el Observatorio se pierde frecuentementeen la niebla, y como ella emerge de un mar de nubes y aveces parece flotar sobre un océano grandioso. En el inte-rior, el parecido se acentúa: pasillos estrechos, escalerascomo escalas de mano, cabinas y literas exiguas, cabina deradio, pañol de carbón, despensa de navio, cisterna para nie-ve fundida, y horno para cocer el pan.

En fin, para ser completos, mencionemos el libro dea bordo, en el que se consignan las observaciones tri-horarias,los fenómenos atmosféricos, los incidentes y los sucesos im-portantes.

Y como en los barcos, hay siempre alguien de guardia,lo que resultaba particularmente laborioso al ser sólo dos.

A medianoche, mientras las gentes duermen o toman apa-ciblemente sus abrigos de los guardarropas de teatros y ci-nes, el observador del Pie du Midi salta de su litera y recorreel largo pasillo subterráneo que comunica con el blocao, don-de se encuentran a pleno viento aparatos e instrumentos.

Casi siempre hay que hacer saltar primero la capa dehielo que los recubre. Seguidamente, una mirada al horizontepara examinar el cielo, y la dirección del viento, y el obser-vador, temblando de frío, se vuelve a su celda.

A las tres de la madrugada suena el despertador; el obser-vador, verdadero cisterciense de la Ciencia, enfila sus chan-clos, su pelliza, se va a hacer su ronda nocturna, y registratemperaturas árticas desconocidas para el hombre de la lla-nura.

Finalmente, a las seis, cuando tantos duermen todavía,de nuevo se abre la puerta del blocao. Bajo la tempestad deviento o de nieve, en el frío negro o el resplendor de las nochescerúleas en las que centellean los faros de Biarritz y delaeródromo de Toulouse (270 kilómetros de distancia), bajoclaros de luna mágicos o auroras lívidas, la silueta un pocogrotesca del observador aparece, va y viene, se vuelve, seinclina y desaparece de nuevo.

Obstinada y concienzudamente, hace su trabajo, su deberde cada día, todas las noches durante meses y años enteros.

Una mañana, a las nueve, cuando venía del blocao pararealizar mis notas, Carmouze irrumpió en el comedor.

—¡ Hay dos esquiadores que salen de las gargantas deSencours! Y no son los proveedores habituales. ¡ Se diríaque uno de ellos es un niño! —añadió, casi gritando.

213

Page 109: Mi Vida Subterranea

El acontecimiento era extraordinario, excepcional incluso.Era la primera vez que divisábamos esquiadores en los flancosdel Pie du Midi. En cuanto a suponer que uno de ellos pu-diera ser un niño, era positivamente increíble. El Pie duMidi, benigno en verano, no es una montaña donde se puedaesquiar deportivamente.

Tomamos un catalejo de largo alcance, y colocando eltrípode sobre la terraza lo dirigí hacia las dos pequeñasmanchas negruzcas, que parecían, por lo visto, querer subirhasta el Observatorio.

El más corpulento de los dos esquiadores avanzaba en-corvado bajo un gran saco; en cuanto al otro, que iba delantemarcándole las trazas, le reconocí en seguida.

—Me parece que conozco al niño —dije a Carmouze.—¿Sí? ¿Quién es?—Mi esposa.Era, en efecto, ella quien había subido desde Gripp, con

Fourcade, uno de los mejores proveedores del Observatorio.Carmouze sacó inmediatamente un recipiente de té (a la

altitud del Observatorio el agua hierve a los noventa gradosy el buen té no se había conseguido nunca según decían).Llevé dicho recipiente envuelto en un mandil, y descendírápidamente al encuentro de nuestros visitantes, que nostraían noticias, cartas, provisiones, pero sobre todo la con-fortación de su presencia.

Para conformarse con el reglamento, que prohibe a losporteadores quedarse en el Observatorio algún tiempo (por-que consumirían parte de los víveres tan penosamente apor-tados), Fourcade se volvió inmediatamente.

Pero se había previsto una excepción para Isabel, quese quedó con nosotros cuarenta y ocho horas y pudo fami-liarizarse con mis observaciones y con el prodigioso pano-rama de la cadena nevada que se extiende desde el Atlánticoa Andorra y que, ciertos días, deja ver incluso hasta laMontaña Negra.

Por dos veces pude hacerle admirar un fenómeno quepocas personas han visto, que muchas niegan, pero que enrealidad puede observarse con bastante frecuencia desde elPie du Midi, tanto al alba como a la puesta del sol: el famosorayo verde.

Por su parte, Carmouze quiso distinguirse con algo. Sinemplear demasiadas reservas confeccionó un complicado pas-

214

tel, una especie de bollo enorme que recordaba la forma delPie du Midi, con un sendero que subía en espiral hasta lacima, hecho con una inscripción en caramelo: «Bienvenidaa la señora Casteret». ¡Y orgulloso del acontecimiento quese celebraba nos obsequió además con alcachofas en todaslas comidas!

Al pasar el mes, los observadores en huelga volvieron asubir al Observatorio (digamos de paso, en favor suyo ycomo elogio, que uno de ellos llevaba ya cinco inviernosconsecutivos allí, y el otro siete).

Yo descendí al llano, maravillado de aquella cura de sole-dad, de aquel aislamiento espléndido en uno de los másbellos miradores del mundo.

Pero nuestras relaciones y nuestra colaboración con elseñor Dauzére no acabaron aquí.

Después de haber sido atraído por él a las cumbres yhaberme familiarizado con los fenómenos meteorológicos,iba a ser yo ahora quien le iba a guiar hacia las grutas yhasta algunos de sus misterios.

El físico Camille Dauzére seguía desde hacía ya tiempoun estudio sobre la formación de las tormentas y el granizo,y ello le había llevado —asociado con un naturalista auto-didacta— a realizar una vasta encuesta sobre la reparticiónde los puntos donde caían los rayos en la región de Bagnéresde Bigorre.

Josebh Bouget, un observador genial, había notado y de-terminado que esta repartición de los lugares estaba condi-cionado por la naturaleza de las rocas. Las que mejor con-ducían la electricidad eran las atacadas más frecuentemente.Precisó incluso que el rayo prefería, no sólo ciertas rocas(esquisto y granito), sino además las líneas de contacto dedos terrenos mineralógicamente diferentes.

El profesor Dauzére no tardó en desarrollar y perfeccio-nar estas preciosas observaciones iniciales de su colega, orien-tándolas hacia una nueva hipótesis, que consistía en ver enla mayor o menor ionización del aire la razón de la atrac-ción del rayo por tal o cual lugar.

Ahora bien, estos iones son producidos por la radiacti-vidad de las rocas y ello recordaba en algo las conclusiones

215

Page 110: Mi Vida Subterranea

de Bouget, según las cuales las rocas más radiactivas sonlas de granito y las menos radiactivas las calcáreas.

Así se explicaba la influencia de la constitución geológicadel suelo sobre la mayor o menor frecuencia de los rayos.Sin embargo, una curiosa excepción existía, por lo que pare-cía, para las calcáreas que se encontraban contiguas a lasentradas de grutas y abismos.

En este punto fue cuando los señores Dauzére y Bougetme asociaron a sus investigaciones, y por mi parte pudeseñalar que había encontrado frecuentemente las huellas delrayo cerca de los orificios de las simas (embudos, rocasrotas y, sobre todo, árboles marcados con los surcos carac-terísticos producidos por la chispa eléctrica).

Tuve así ocasión de conducir al señor Dauzére hasta losporches de las grutas, donde procedía a medidas de ioniza-ción del aire con ayuda de un aparato Geiger. Estas medidaslas tomaba también en el interior, donde se confirmó (Elstery Geitel lo habían mostrado ya en 1900) la creencia de queel aire subterráneo es radiactivo.

En verano (el período de las tormentas), las grutas, queexhalan una corriente de aire intensamente ionizada, captanla descarga eléctrica del rayo que se abate sobre el porchede la caverna o en el orificio de la sima.

Bajo el gran pórtico rocoso de la gruta de Labastidehabía encontrado una sulfurita del grosor de un puño, com-pletamente vitrificada, prueba incontestable del rayo en aquellugar. E. A. Martel me aseguró que la sima de Padirac atraefrecuentemente los rayos en las violentas tormentas de ve-rano.

Las observaciones y las pruebas de este tipo resultaninnumerables, y no existe duda alguna de que lo peor quese puede hacer en una tormenta en el campo es buscar refu-gio en una gruta.

Esta relación, bastante inesperada, entre el rayo y lascuevas fue a menudo tema de conversación con el señorDauzére, sin dejar de comentar la otra relación, más ines-perada todavía, entre las huelgas y la subida de espeleólogosal Pie du Midi. , .

Pero si en definitiva yo no había hecho más que aportaruna modestísima contribución a los estudios del señor Dau-zére sobre los rayos y las grutas, pude, sin embargo, infor-marle en .relación con este tema sobre dos hechos que, aun

218

sin tener nada de científicos, no por eso dejaron de intere-sarle.

San Agustín, cuando era niño, manifestaba un pánicoterrible al ruido del trueno, hasta tal punto que cuando esta-llaba una tormenta corría a refugiarse en una pequeña cueva.

Un día el rayo cayó sobre su escondite, conmoviéndoleenormemente. Desde aquel día, el niño si no curó de su fobia,aprendió por lo menos que los lugares subterráneos no sonprecisamente un refugio seguro contra la cólera del cielo.

Y para terminar, evoquemos retrospectivamente los rayosde Júpiter que Vulcano y sus cíclopes forjaban en las mo-radas subterráneas. Aquellos famosos rayos de bronce queMercurio, de niño, quiso robar en la gruta donde estabandepositados, pero que no pudo llevarse porque eran dema-siado pesados.

Los antiguos, que eran a menudo observadores penetran-tes y sutiles, ¿se habían dado cuenta de la atracción del rayopor las cavernas, y acaso habían imaginado y disimulado apropósito, bajo un mito, el «origen» subterráneo de los rayos?

En este caso habrían anticipado algunos millares de añosla idea, nueva y sorprendente, de la influencia de las radia-ciones profundas de las entrañas de la tierra sobre las nubestempestuosas por el canal de las cavernas.

Page 111: Mi Vida Subterranea

25EL RIO SUBTERRÁNEO DELABOUICHE

No todas mis exploraciones iban a desarrollarse en elambiente de aislamiento y misterio de mis primeras campa-ñas solitarias.

Tras aquel primer período heroico, tan emocionante comopeligroso, vino la espeleología por parejas: primero con Mar-cial y luego con mi esposa. Y dos personas no son demasia-das, a veces, ante los obstáculos que hay que superar y parasoportar emociones tan fuertes.

Hubo luego los días de las exploraciones en compañía dealgunos colaboradores, con los que fuimos efectuando inves-tigaciones más y más complicadas en cavidades cada vez másvastas. Entonces empezó la espeleología auténtica, y no yauna aventura más o menos peligrosa.

Esta evolución, abandonando la expedición suicida delos primeros tiempos, debía tener su culminación y expansiónen las grandes expediciones estivales (lanzamiento aéreo delmaterial, campamentos de superficie y campamentos subte-rráneos), que contaron a veces con cerca de treinta parti-cipantes y se convirtieron en la regla a seguir a partir deentonces, corrió única manera de atacar y vencer las grandesredes de abismos.

El primer escalón en esta gradación, en el camino haciala verdadera espeleología, en equipo y organizada, lo fran-queé en 1937, en Ariége, en el río subterráneo de Labouiche,donde me adjudiqué un ayudante que pudiera haber sidoúnicamente ocasional, pero que se convirtió en mi más fielcolaborador, y con él «trabajamos» en equipo desde hacemás de veinte años.

819

Page 112: Mi Vida Subterranea

En 1908, E. A. Martel, que efectuaba una campaña en losPirineos, llegó cerca de Foix, a la entrada de una gruta queescondía un curso de agua inexplorado, donde empezó casiinmediatamente sus investigaciones.

La existencia de agua profunda le obligó, junto con suscompañeros, a embarcarse en un bote desmontable, con ayu-da del cual remontaron el río durante casi dos kilómetros.Luego se encontraron con dificultades tales que no tuvieronotro remedio que volver atrás.

El año siguiente, 1909, Martel volvió con una nueva expe-dición de nueve participantes, repartidos en cinco botes.

Dicha expedición resultó muy arriesgada, amenazandocasi con acabar en trágica. El primero de los botes volcó enaguas de una profundidad de cuatro metros, y los ocupantestuvieron que salvarse, no demasiado fácilmente, a nado, enla oscuridad, sumidos en un baño frío.

Un segundo bote se reventó en una punta rocosa, y sehundió bajo el peso de dos hombres del equipo, que tuvieronigualmente que ganar la orilla con dicultad. Aquel día porpoco no se produjo un naufragio colectivo de la expedición.

Los tres botes restantes prosiguieron la exploración du-rante trescientos metros río arriba, pero el avance resultabademasiado comprometido ahora, falto de posibles ayudasy socorros, y se vieron obligados a retroceder.

El río subterráneo de Labouiche había, pues, revelado mildoscientos metros de su recorrido, pero Martel, siempre faltode tiempo, no tuvo oportunidad de continuar la exploración.

En 1935, veintiséis años después, el Sindicato de Inicia-tivas de Foix, y luego una Sociedad de Explotación, tuvieronla idea de hacer inspeccionar el río hasta lo más lejos posi-ble, con vistas a habilitarlo para el turismo.

Estas sesiones explorativas, efectuadas por diversos espe-leólogos, continuaron hasta 1937 y revelaron un curso subte-rráneo, completamente acuático de dos kilómetros, y al finalde este recorrido se encontraron con un sifón.

Fue entonces cuando se recurrió a mis servicios y se merogó que intentara franquear dicho sifón terminal.

Mi esposa, que esperaba el cuarto bebé por entonces, nopudo unirse a mí, y tuve que partir solo hacia el río subte-rráneo de Labouiche.

Me disponía a embarcar en un pequeño bote neumáticopara hacer un reconocimiento hasta el sifón, cuando me di

220

cuenta de una cierta indecisión por parte de los miembrospresentes de la Sociedad. Parecían tener escrúpulos en de-jarme operar solo en aquel largo río tan accidentado, dondese habían producido ya tantos naufragios.

Seguidamente me indicaron que había allí un joven ágily decidido que estaba dispuesto a servirme de guía y a secun-darme. Se hallaba ya a punto, equipado y resuelto a seguir-me, y me lo presentaron.

Se trataba de un muchacho tímido y apagado que semantenía modestamente aparte, y que quizá por esa actitudsuya me causó buena impresión. En realidad no estaba reves-tido de ninguna clase de equipo, ni siquiera de un casco,pero tenía una vieja lámpara de acetileno abollada en lamano y me mostró un bote neumático de fabricación pro-pia: una cámara de neumático envuelta en una lona.

Estuve hablando unos momentos con el voluntario. Meconfesó que sólo conocía la gruta de Labouiche, pero que seconsideraría feliz de poderme acompañar y ayudarme, por-que le atraían extraordinariamente esta clase de explora-ciones.

Sus referencias eran mínimas, como se ve, y le preguntési por lo menos sabía nadar. Respondió afirmativamente ynos embarcamos, poniéndonos a remar cadenciosamente enel río, hacia el sifón que nos esperaba a dos kilómetros dedistancia.

Esta etapa fue bastante movida, y volcamos en dos oca-siones en sendos pasajes difíciles. En los vuelcos, mi acom-pañante no pareció impresionarse, lo que consideré un buenaugurio.

De hecho, esta navegación subterránea inicial con el jovende Ariége inauguraba la colaboración que dura ya veintitrésaños en el momento en que escribo estas líneas. Así se sellóentre nosotros una amistad, profunda como las simas quedebíamos explorar juntos en expediciones memorables. Aca-baba de encontrar y descubrir a Joseph Delteil, quien desdeentonces estaría a mi lado en cada una de las grandes etapasde mi carrera.

Nuestra larga navegación, entrecortada con frecuentestransbordos en cada barrera rocosa, en cada pequeña cas-cada, nos llevó finalmente a un lago circular, profundo yturbio, cerrado por el famoso sifón.

Lo examiné, lo estudié atentamente, y en definitiva lo en-

221

Page 113: Mi Vida Subterranea

contré demasiado ancho y demasiado profundo para sumer-girme en él solo, sin lámpara, sin cinturón de seguridad, sinnada.

Dimos, pues, media vuelta con gran alivio de Delteil, queya temía verme desaparecer en aquel sifón y no volver asaber de mí...

Sin embargo, cuando al atardecer volvimos a la luz, dondese nos esperaba con impaciencia y con no poca aprensión,pude anunciar que habíamos pasado el sifón y habíamosencontrado de nuevo la corriente de agua subterránea ríoarriba, más allá del obstáculo del que nos alejamos todavíaun kilómetro.

Este golpe teatral, que impresionó y entusiasmó a los quenos esperaban fuera, fue el resultado de mi experiencia adqui-rida bajo tierra y el fruto de una escalada vertiginosa, quenos llevó a Delteil y a mí a las bóvedas superiores, en lasque descubrimos un nuevo piso del que ciertos indicios mehabían hecho sospechar la existencia.

La exploración de este nuevo piso —un antiguo lecho delrío convertido en fósil— nos reservaba unos ejercicios com-plicados y retorcidos, ensanchamiento y paso de gateras exi-guas, y otras tantas dificultades. Todo ello me puso de relieveque Delteil era un excelente socio, al que no le faltaba másque experiencia, y que asimiló rápidamente y con provechotodas las enseñanzas de aquel día feliz en resultados.

El momento cumbre fue cuando, avanzando los dos poruna galería, oímos el ruido de una cascada. Al llegar a estacaída de agua pudimos comprobar que habíamos encontradode nuevo el río más allá del sifón, que hasta ahora habíadetenido todas las expediciones, incluyendo la nuestra deaquella mañana.

Nuestros botes quedaron amarrados al pie de la paredvertical de treinta metros que habíamos escalado para alcan-zar el piso superior. Por lo tanto, era necesario aventurarsesin embarcación por el nuevo curso del río inexplorado. •

Me decidí a hacerlo solo, acaso como una última reac-ción del explorador solitario, pero creo que también porquehabía tenido ocasión de observar que Delteil era en realidadun nadador no demasiado bueno (lo que él mismo me con-fesó algo más tarde). t

Así, pues, le rogué que me esperara en la orilla y memetí en el agua completamente vestido (estaba ya mojado

por entero desde hacía horas) para efectuar un reconoci-miento acuático de medio kilómetro, que me llevó hasta unsifón que me pareció menos impresionante que el preceden-te, y en el que me prometí sumergirme en una ocasión ulte-rior, cuando no me encontrara solo.

Por diversas razones, en particular a causa de la guerrade 1939-1945, esta segunda ocasión se demoró no algunassemanas ni varios meses, sino años: dieciocho años exacta-mente.

En efecto, fue en 1955 cuando llegó por fin el momentode llevar hombres-rana ingleses y franceses al. sifón de La-bouiche.

Contrariamente a mis estimaciones y a lo que preveía,dicho sifón se reveló muy profundo y, desgraciadamente,insuperable. Miguel Letrone, de los «Tritones de Lyon», efec-tuó una inmersión de setenta y dos metros de distancia porveintitrés de profundidad y llegó hasta un conducto dema-siado estrecho, impenetrable en verdad.

Mientras tanto, Delteil y yo habíamos explorado a fondotodos los complicados pisos de Labouiche y encontramosfinalmente el origen del río subterráneo: la pérdida de unriachuelo situado mucho más arriba.

Una prueba de coloración nos demostró la relación di-recta entre esta pérdida y la gruta de Labouiche. Varios po-zos naturales nos proporcionaron el acceso a diversos luga-res de este río, que queda aún por explorar de punta a punta,o sea en un recorrido de doce kilómetros.

En cuanto a la parte habilitada para turistas, ha sido abier-ta al público desde 1938 y brinda una navegación pintorescaen grandes barcazas de paseo, sobre un trayecto de treskilómetros de ida y vuelta que constituye el recorrido subte-rráneo más largo que puede hacerse en el mundo por elinterior de una gruta turística.

223

Page 114: Mi Vida Subterranea

26LA SIMA DE ESPARROS

Había sido en 1937 cuando el azar me puso en presenciade Delteil.

Y fue también el azar el que, el mismo año, me permitióconocer a otro debutante en espeleología, que se convirtiórápidamente en un fiel colaborador y querido amigo, a quiensólo las exigencias de la vida alejaron al cabo de diez añosde estrecha unión y amistad, que subsiste a pesar del ale-jamiento.

Germán Gattet, director de una fábrica en Boussens, noera un joven como Delteil, pues contaba ya cuarenta y dosaños cuando hizo sus primeras armas.

Esta «vocación tardía» debía, como tal, incitarle a inten-tar recobrar el tiempo perdido, y de hecho nos pusimos jun-tos —a veces en compañía de Isabel— a explorar las grutasy simas de Comminges a un ritmo realmente acelerado.

No porque deseáramos algún descubrimiento excepcional,sino porque simplemente deseábamos hundirnos bajo tierralo más frecuentemente posible, para satisfacer nuestra pa-sión común por los mundos subterráneos, y en lo que con-cernía a él, la pasión por la fotografía de aquellos mundos.

Al contrario de los espeleólogos en general, y de Delteilen particular, para quien el tiempo no cuenta y que iba(y va) siempre retrasado, Gattet iba siempre, no sólo exacto,sino adelantado.

Cuando se había convenido por teléfono, la víspera dela expedición, que mi amigo llegaría a mi casa a las seisy media de la mañana, podía estar seguro de oir a las cincosu «quince caballos» «Citroen» detenerse bruscamente. Gat-tet estaba ya allí, impaciente por emprender la marcha hacia

225

Page 115: Mi Vida Subterranea

la gruta o la sima que teníamos en programa aquella ma-ñana.

Esta prisa y este prurito de espeleólogo se adaptabanperfectamente a mi modo de ser. Yo poseía igualmente esta«deformación horaria» y la misma sed de hundirme en lasprofundidades.

Mi esposa, que no podía acompañarnos a todas nuestrassalidas y que asistía generalmente a nuestra partida, siem-pre precipitada, se dirigió un día así a nuestro amigo:

—¡Y sobre todo, no cometa imprudencias! —le dijo.—¡Bueno, esto es el colmo! —exclamó Gattet—. ¡Para las

imprudencias diríjase a su marido!—No, no, mi querido señor Gattet, mi marido no comete

jamás imprudencias... Me refería a su propensión a conducircon demasiada velocidad. ¡Era a este peligro al que hacíaalusión!

Gattet, que efectivamente conducía muy de prisa, se sofo-có ante esta reflexión que creyó inmerecida, ya que para él,el peligro sólo comenzaba bajo tierra.

El «Citroen» nos dejó un día en el pequeño pueblecitode Esparros, en los parajes de la gruta de Labastide (la«gruta del león rugiente»).

Desde hacía ya varios años buscaba yo en aquella regiónun cierto pozo, llamado de los «Austríacos», porque unosaustríacos habían descendido a él en vísperas de la guerrade 1914.

Y aquel día un pastor nos condujo al orificio que tantohabíamos buscado.

Desarrollamos nuestras escalas y descendimos a veintemetros de profundidad, donde nos hallamos en una salacircular perforada por varios pozos verticales.

Entonces comenzó un largo camino accidentado y compli-cado, entrecortado de subidas y bajadas a través de salasy pasillos. En una de ellas leímos sobre una de las paredesuna lista de nombres y la fecha de 1913, que confirmaron loque se nos había dicho acerca de la venida a la sima de losaustríacos.

Pero al llegar a un vestíbulo de acceso bastante compli-cado y de suelo fangoso, pudimos comprobar que nuestrospredecesores no dejaron en esta sima-gruta una sola huella,mientras que nuestras botas se imprimían en el fango per-fectamente.

226

Ello hacía de nosotros los primeros en recorrer aquelvestíbulo, largo y sinuoso, que sin embargo acababa en uncallejón sin salida, a excepción de una ventana demasiadoestrecha, pero que dejaba pasar una corriente de aire reve-ladora y tentadora al mismo tiempo.

Emprendimos los trabajos de ensanchamiento con buri-les y martillo, trabajos interminables y de los más penosos,que finalmente nos permitieron introducirnos y deslizamosdentro de los límites de nuestra corpulencia, para desem-bocar en una pequeña sala, extenuados pero encantados.

La caverna continuaba aún, o por lo menos la corrientede aire conductora provenía ahora de una nueva gatera, mi-tad rocosa, mitad terrosa, en la que me introduje. Conseguíforzar esta abertura, y llegando a un pasillo muy acciden-tado, fui conducido a una gran sala, cuyo suelo casi hundidodejaba entrever el orificio de un pozo interno al que no pudedescender solo y sin aparejos como me encontraba.

Bauticé este lugar «Sala del 25 de junio» y me volví a lagatera que Gattet se estaba empeñando en ensanchar. Leinformé de mi progresión y de las perspectivas llenas depromesas que ofrecía nuestra Sima de Esparros, como deci-dimos llamarla.

Algunos días más tarde nos encontrábamos de nuevo enestos lugares dispuestos a comenzar el trabajo de ensan-chamiento de las gateras. Una tarea indispensable para poderpasar nuestro material de exploración, en particular las esca-las para descender al pozo que descubrí en la «Sala del 25 dejunio».

Tentada por lo que le había contado sobre la sima deEsparros, esta vez Isabel vino con nosotros. Mientras tra-bajaba con Gattet en el ensanchamiento de las gateras, mimujer se adelantó sola hasta la «Sala del 25 de junio» yrecorrió una serie de pequeñas galerías y salas secundarias,de las que regresó entusiasmada por el descubrimiento enellas de ramos de estalactitas excéntricas, de las que nos hizouna descripción tan entusiasta que, abandonando nuestrotrabajo, fuimos también a admirar su hallazgo.

En toda mi vida había visto una tal maravilla, una flora-ción mineral semejante, de una delicadeza y de una purezainimaginables. Al mismo tiempo no dejamos de echar unaojeada escrutadora al pozo, al que teníamos prisa por des-cender, lo que sin embargo no pudimos efectuar aquel mis-

£27

Page 116: Mi Vida Subterranea

mo día al no conseguir transportar nuestras escalas hastala «Sala del 25 de junio».

Pero llegó el momento en que por fin logramos fran-quear las gateras con nuestros aparejos y desenrollar nues-tras escalas en aquel pozo virgen.

Sostenido por Gattet, efectué este descenso de cuarentametros y alcancé una avenida de proporciones impresionan-tes por la que avancé ávido y estupefacto ante las maravillasque iba descubriendo a cada paso.

Las paredes estaban tapizadas, sobrecargadas de miríadasde borlitas, pompas blancas que formaban la más delicaday suntuosa decoración que imaginarse pueda. Me detuve ma-ravillado ante enormes floraciones centelleantes que colga-ban del techo, como ramos de lilas blancas, suspendidos ala altura de mi cara.

Al observarlos atentamente di media vuelta, reteniendoinstintivamente el aliento, tan frágiles parecen estos encajesminerales. Su fragilidad es real, y no se los puede siquierarozar.

En la calma solemne de la caverna, en la que nada semueve, ni siquiera un pequeño soplo de aire, donde la tem-peratura es siempre inmutable, estas lilas blancas se hanelaborado, han florecido en el curso de siglos y de mileniossin fin. Esta floración suntuosa ha llegado a su aberturacompleta y perfecta; cada una de aquellas flores mineralespresenta una blancura ideal, de lirio; cada cristal centelleabajo el fuego de mi lámpara.

Vida mineral que juega a representar la vida vegetal, laslilas blancas de Esparros, nacidas y abiertas en las tinieblaseternas de la sima, ofrecen una superioridad evidente sobrelas flores nacidas en la tibieza y a la luz del sol: son inmu-tables, inalterables y no se marchitarán jamás.

Paso a través de la decoración de lilas: el escenario con-tinúa igualmente de ensueño. No sólo las paredes tapizadasde terciopelos de calcita y de aragonita, sino el mismo suelocentellea, porque está sembrado de agujas y de hebras deyeso tan finas como hilos de araña.

Intento pisar sin aplastar estas maravillas. A cada pasotengo que ir buscando el sitio donde dejaré impresa la huellade mis botas, que desgraciadamente van tronchando todaesta joyería, la cual soy el primero en admirar. Desde elsuelo mis miradas van hasta el techo, del que descienden

228

girándulas retorcidas y extravagantes, una selección de esta-lactitas excéntricas, las más atormentadas y las más origi-nales que jamás he podido ver bajo tierra.

Llevo recorridos ya doscientos metros en un éxtasis con-tinuo, cuando de repente vuelvo a la realidad por una inte-rrupción brutal de la avenida mágica por la que vagaba. Aca-bo de llegar a la orilla de una escarpa que se abre y profun-diza hasta un piso inferior, al que hoy no puedo descenderpor falta de escalas.

En pie delante de aquel abismo que me detiene inexora-blemente, me doy cuenta de que casi he olvidado por com-pleto que arriba, en el borde del pozo de cuarenta metros,Gattet debe estar esperando impacientemente el resultadode mi reconocimiento.

Vuelvo rápidamente hasta el pie de la escala, pero enlugar de atarme a la cuerda de sostén y comenzar el ascensollamo a mi amigo gritándole que baje.

El eco y las interferencias de sonidos, frecuentes en lassimas, impiden nuestra conversación; Gattet no comprendelo que le digo. Como resumen, y separando bien las sílabas,consigo hacerle entender la corta frase siguiente: «¡Es unasegunda Cigalére!»

El mensaje surte su efecto, y minutos más tarde mi ami-go, descendiendo rápidamente, aterriza a mi lado.

La gruta de la Cigalére era en efecto, en aquella época,lo más sensacional que conocía bajo tierra. Pero después delos actos de vandalismo sin número y sin nombre que sehan perpetrado y que han saqueado la espléndida cavernade Ariége, la sima de Esparros es la cavidad más ricamenteadornada que conozco.

Desde 1938, desde hace más de veinte años, la supremacíade Esparros es válida, a Dios gracias, y ojalá esta maravillasubterránea no conozca profanaciones tales como la ver-güenza y la lepra de las firmas, inscripciones y grabados, ypueda permanecer indemne de devastaciones siempre temi-bles y siempre posibles desgraciadamente.

La exploración del piso inferior de la sima de Esparros,en compañía de Gattet y de mi esposa, iba a revelarme hacialos ciento veinte metros de profundidad un recorrido de casiun kilómetro en una caverna enorme, donde las paredes y aveces el sucio se encontraban recubiertos de una profusión

229

Page 117: Mi Vida Subterranea

de cristalizaciones de gran delicadeza y siempre de un blan-cor inmaculado.

El conjunto es imposible de describir, las palabras no-pueden expresar lo que los ojos van admirando a cada paso.Las decoraciones subterráneas de Esparros, que hemos teni-do ocasión de mostrar a gran número de colegas espeleólo-gos de entre los más avisados y calificados, han sido siempreel asombro de todos. Sin ninguna excepción, nadie habíavisto nunca nada comparable a aquella geoda, a aquella ma-ravilla del mundo subterráneo.

No intentaremos, pues, describir la gruta, como no pue-den describirse unos fuegos artificiales o una exposición depiedras preciosas.

Los misteriosos austríacos que nos habían precedido (aun-que a poca distancia y a una profundidad muy modesta) enla sima de Esparros tenían, por lo que parece, la intenciónde volver a ella en el siguiente verano. Pero esta ocasión nollegó, ya que en aquel momento estalló la guerra de 1914

A veinticinco años de intervalo, de nuevo la guerra —aho-ra la de 1939— sobrevino a la mañana siguiente de nuestraspropias exploraciones en la misma sima, y podría haberhecho que no hubiéramos vuelto a ella nunca más tampoconosotros.

Esta segunda guerra fue, en sus principios, una guerraun poco extraña. Padre de cuatro hijos, y habiendo partidoantes de ser llamado a filas en 1915, no fui movilizado en1939. A pesar de todo —como mi padre hiciera en 1914— mepresenté en la oficina de reclutamiento para enrolarme. Pero,como ya había ocurrido con mi padre, no fui aceptado.

Tenía entonces solamente cuarenta y dos años. Como lamovilización se efectuó en medio de tal desorden y tantasdificultades, he atribuido siempre a esta causa el que nofuera admitido.

Gattet, mayor que yo, tampoco fue movilizado, y ambosvolvimos a la sima de Esparros durante la guerra.

Regresamos a ella el 25 de junio de 1940, en medio deuna tempestad de lluvia, que sirvió a nuestros propósitos,ya que estábamos encargados aquel día de una misión se-creta completamente inesperada, o por lo menos que no hu-biéramos imaginado nunca sin la gravedad de los aconteci-mientos y las trágicas circunstancias de aquellos instantes.

El Ejército nos había confiado tres grandes sacos conte-

niendo documentos y papeles ultrasecretos, con la ordende esconderlos en lo más profundo de la caverna que eligié-ramos para sustraerlos al enemigo.

Después de haber descendido a la sima y haber deam-bulado por los complicados pasillos, realicé una escaladaacrobática hasta lo alto de una chimenea donde conocí unpequeño reducto muy seco.

Gattet se quedó abajo, envolvió los tres sacos en grandesfundas de goma y los ató a una cuerda que había traído yoy que había ido desenrollando.

Icé, pues, los sacos y los instalé cuidadosamente en aquelescondite. Y allí quedaron cinco años, hasta el fin de laguerra.

En este tiempo volví tres veces al depósito secreto paraasegurarme de la buena conservación de los documentos, ypara cambiar de vez en cuando los sacos protectores degoma en que estaban envueltos. Pero esta precaución fueinnecesaria en todas las ocasiones, ya que aquel esconditeera completamente seco.

Dentro del capítulo de esta utilización tan especial delas cavernas, con fines de camuflaje, ya sea de documentoso de armas, señalemos que en 1941 pude indicar un escon-dite a un regimiento de caballería que intentaba sustraerarmas a las pesquisas y a las averiguaciones de la ocupación.

Fue así que una noche oscura y de lluvia (escogida apropósito), del invierno de 1941, pudimos introducir y escon-der diez toneladas de armas en cajas en la gruta de Mont-saunés (mi primera gruta). Tras consignar este importantedepósito, la entrada de la gruta fue obstruida y disimulada.Dichas armas fueron recuperadas y utilizadas en 1943 porel Ejército Secreto, y sirvieron a la Resistencia.

En 1942, una actividad diferente e insospechada nos llevóde nuevo a nuestra gruta de Esparros.

La camioneta de la Radiodifusión Nacional se detuvoen la carretera, a algunos centenares de metros de la sima.Un hilo telefónico fue desenrollando hasta el orificio de laentrada del pozo. Allí, el locutor Fierre Beauvois hizo unaentrevista de algunos instantes a los tres participantes delequipo que se disponía a descender en el abismo.

Estábamos allí Gattet y yo, y nuestro joven amigo Mar-cel Loubeos, el mismo que moriría trágicamente algunos

231

Page 118: Mi Vida Subterranea

años después en el fondo de la sima de la Peña de SanMartín.

Tras un burra por la espeleología, se desenrollaron lasescalas en el primer pozo, y Beauvois descendió con noso-tros con el aparato telefónico colgado en banderola y elmicrófono suspendido del cuello.

Nos fuimos deteniendo en las diferentes salas que íbamosrecorriendo con difíciles ejercicios gimnásticos, y el repor-taje se dio por terminado hacia los sesenta metros de pro-fundidad.

Era la primera vez que un micrófono había descendidoa una sima, y fue aquel el primer radio-reportaje subterráneorealizado en el fondo de un abismo. Para la pequeña histo-ria de la Radiodifusión, precisamos que ello tuvo lugar el23 de junio de 1942 con el locutor Fierre Beauvois, los téc-nicos Clotte y Peteuil y la participación de los espeleólogosCasteret, Gattet y Loubens.

Añadamos a esto que el 27 de agosto de 1958 tuve denuevo ocasión de participar en la primera sesión de repor-taje televisado bajo tierra en la gruta de Bédeillac (Ariége),con el reportero (Jeorges de Caunes y un equipo de espeleó-logos compuesto de mis amigos José Bidegain, Joseph Del-teil, Georges Lepineux y mi hija Raimunda.

Para acabar con la sima de Esparros —esta maravillasubterránea— digamos que, finalmente, debía ser el escena-rio de la primera misa celebrada en el fondo de un abismo,de la que más adelante tendremos ocasión de hablar. Dichaceremonia se efectuó el 15 de abril de 1945 para señalarel fin de la guerra.

27ISABEL CASTERET (Primera mujerexploradora de simas)

El 6 de febrero de 1938 lo había pasado en una grutapróxima a Saint-Gaudens, la gruta de Tibiran, donde cadainvierno iba a estudiar las costumbres de una colonia demurciélagos.

Al regresar hacia las seis de la tarde me sorprendió veruna cierta animación en mi casa. Comprendí en seguida larazón, y veinte minutos más tarde nacía nuestro cuarto hijo:Raimunda.

Dos años después, el 22 de abril de 1940, mi esposa dabaa luz nuestro quinto hijo: María.

Mi esposa, como ya dije anteriormente, deseaba tenerseis hijos.

¿Por qué este número? Porque le gustaban mucho losniños y las familias numerosas, y probablemente porque ellahabía sido hija única y se había sentido muy triste en suinfancia.

Conciliando magníficamente —con atención escrupulosa yadmirable energía— sus deberes de madre de familia y deesposa de un explorador, Isabel me había podido acompañaren ciertas expediciones.

Dotada de grandes cualidades y gran facilidad de adap-tación, y de unas aptitudes físicas y una valentía a todaprueba, era una investigadora innata. Fue la primera mujerexploradora en las simas, y contaba en su activo alrededorde trescientas cavernas, abismos y ríos subterráneos.

Me sería difícil y delicado trazar un retrato, acaso dema-siado íntimo, y celebrar su inteligencia, sus cualidades mora-

233

Page 119: Mi Vida Subterranea

les y su gran bondad, que apreciaban todos los que la cono-cieron y estuvieron cerca de ella.

Ya dije en el prólogo de una obra consagrada a E. A. Mar-tel una frase categórica de la que no creo que llegue a retrac-tarme: «No escribiré nunca la vida de Isabel Casteret, porla única razón de que ella se habría opuesto siempre fir-memente».

Todo el mundo conocía su modestia sonriente, su firmevoluntad de no ponerse nunca en evidencia, ni de hacer men-ción de las proezas que realizaba bajo tierra.

Por estas razones, y por respetar su línea de conductainmutable, sólo traeremos aquí las líneas que Henri Bou-rrely, que la conocía bien, le consagró en el mes de mayo de1940 en un artículo necrológico.

«Hija del doctor Raymond Martin, médico de la Prefec-tura del Sena. Isabel Martin nació en París el 13 de mayode 1905 y allí vivió once años, hasta el momento en que supadre recibió el retiro y se fueron a vivir a Saint-Gaudens(Alto Carona), su país de origen.

»Fue en Saint-Gaudens donde la niña continuó sus es-tudios, que terminó felizmente con menciones honoríficas enlos dos bachilleratos. En el momento de emprender sus estu-dios de Medicina, el destino le hizo encontrar a un jovengeólogo, lanzado a la carrera rara y aventurera de exploradorsubterráneo, el señor Norbert Casteret.

»Así, apenas cumplidos los diecinueve años, la señora Nor-bert Casteret, enamorada de la aventura, fuerte y con unasólida cultura, inició la colaboración con su esposo. Unacolaboración que duraría quince años, rica en descubrimien-tos y en exploraciones resonantes, que dieron muy pronto aljoven matrimonio la celebridad.

•Ninguno de los naturales obstáculos, ni los temibles pe-ligros, ni las enormes dificultades que constituyen la reglasin excepción bajo tierra, la detuvieron jamás. Isabel Cas-teret conoció la oscuridad total y eterna, los pasillos exiguosy obstruidos, las escaladas, las lluvias de piedras, los hun-dimientos, los gases mefíticos, el fango en el que se hundenlentamente los pies, las aguas glaciales, las crecidas tan des-mesuradas como imprevisibles, el peligro constante de per-derse en los laberintos, los accidentes, las consecuencias trá-gicas que bajo tierra se centuplican.

>En amor de las cavernas y del rudo deporte subterráneo,

234

la joven exploradora olvidó toda coquetería y adoptó la telagruesa de las ropas de espeleólogo, el casco metálico con labombilla eléctrica y el reflector, las botas guarnecidas dehierro, el ancho cinturón con anillos y mosquetón, sin olvi-dar la pesada mochila alpina conteniendo: chalecos de abri-go, víveres, bujías, martillo, mapas, picos de montaña, pito-nes, brújulas, etc.

»Así equipada, exploró sin descanso, compañera infati-gable de su marido.

»En 1926 fue el descubrimiento y la exploración de unglaciar subterráneo en el macizo del Monte Perdido. Estagruta, situada a 2.700 metros de altura, constituye la cavernahelada más elevada que se conoce hasta ahora. Encierra cas-cadas y columnas de agua congelada, un verdadero río dehielo, cuyo conjunto presenta particularidades geológicas ehidrológicas de un interés capital, al mismo tiempo que ofre-ce panoramas y aspectos que parecen de un mundo diferente.

«Esta caverna helada tan elevada lleva su nombre: «GrutaCasteret >.

»TTn nurvo descubrimiento en 1928, el de una gruta sepul-cral de la época pala, en la que las investigaciones del señory la señora Casteret revelaron una gran cantidad de esquele-tos humanos, y en un tal desorden que el historiador CamilleJulián llegó a pensar que se trataba de una de las grutasen que César hizo encerrar los aquitanos durante el períodode la conquista de la Galia.

»En el curso de su campaña de 1929, destinada a deter-minar la verdadera fuente del Carona, los dos espeleólogosse repartieron la tarea. Y mientras Norbert Casteret inspec-cionaba la gruta del Toro, ella descendía a la cuerda lisaen una sima desconocida de veinte metros de profundidady exploraba un torrente subterráneo.

»Como corolario a sus estudios, consagrados a la bús-queda de la fuente del Carona, ambos organizaron y efec-tuaron en 1931 una prueba de coloración en un torrenteespañol procedente de uno de los glaciares de los MontesMalditos, que desaparecía por completo en una sima de lavertiente meridional de los Pirineos.

»Esta prueba memorable, que confirmaba sus estudios yque tuvo una resonancia extraordinaria, implicaba el empleode sesenta kilos de fiuoresceína en polvo.

»A causa de la revolución española de 1931, tuvieron que

235

Page 120: Mi Vida Subterranea

trabajar en el mayor secreto y exponiéndose a graves riesgos.«Franquear la frontera española, un país en plena revo-

lución, y cargar seis barriles a lomos de mulos, fue unaempresa delicada y peligrosa a través' de senderos habitual-mente reservados a los contrabandistas. Afortunadamente,la pequeña caravana compuesta de Norbert Casteret, su ma-dre, su esposa y dos amigas, pudo esquivar a los carabineros,y la inmersión de la fluoresceína pudo realizarse sin inci-dente alguno.

»A la mañana siguiente, la falsa fuente o la reaparicióndel Carona en el Valle de Aran, restituyó la coloración, quese mostró durante veintisiete horas y a lo largo de cincuentakilómetros, causando una gran emoción entre la poblaciónfranco-española y probando irrefutablemente que el Caronatiene su verdadera fuente en los Montes Malditos, en la ver-tiente sur de los Pirineos, y que pasa bajo la cadena monta-ñosa, por una vía subterránea que había resultado misterio-sa hasta aquel momento.

»A lo largo de esta experiencia, Norbert e Isabel debieronrepartirse la tarea y separarse, yendo uno hacia Cataluña yel otro quedándose en Aragón.

»Los años pasaban y cada uno de ellos aportó, tras mu-chas fatigas y peligros, su parte de ricos descubrimientos.

»En 1931, hallazgo en las paredes de la gruta de Labastide(Altos Pirineos) de dibujos de caballos, bisontes, renos, leo-nes, osos, etc., que vinieron a enriquecer el patrimonio dearte prehistórico de los Pirineos.

»En 1932 otro descubrimiento, éste de orden hidrogeoló-gico: la gruta y el río subterráneo de la Cigalére (Ariége).Allí los dos geólogos exploraron una caverna maravillosaque encerraba cristales de un colorido extraordinario, de losmás bellos que se hayan podido descubrir jamás sobre latierra.

«Encontraron también, a dos kilómetros de la entrada,una serie de cascadas de diez a quince metros de altura, queescalaron con ayuda de perchas desmontables bajo duchasglaciales.

»1934. El matrimonio se encuentra en Marruecos, encar-gado de una misión científica en las cavernas y simas delAtlas. Las cavidades son tan numerosas en este distrito quetambién allí Norbert e Isabel deciden investigar por sepa-rado.

»En el curso de dichas exploraciones, la señora Casteretresolvió algunas dificultades con sus porteadores indígenas,que quedaban paralizados bajo tierra por supersticiones ypor la creencia en genios maléficos. Tuvo varios encuentroscon puerco espines, que habitualmente viven en aquellas cue-vas, y resultó herida con una de sus púas. Al inflamarse laherida tuvo que interrumpir momentáneamente sus explo-raciones. Pero el día en que volvió a unirse a su marido,ella fue la primera en descender a las simas de Friouato yde Kef-el-Sao, las más profundas de África.

»E1 año siguiente volvería a descender aún más profun-damente, y en las condiciones más peligrosas al fondo deuna sima desconocida hasta entonces, en el Alto Carona.

»A dicho abismo, que contiene una cascada subterránea,descendió con su marido con ayuda de escalas y cuerdas,bajo duchas glaciales hasta los trescientos metros de pro-fundidad.

»Fue la exploración del abismo más profundo de todaFrancia, al que dieron el nombre de Sima Martel, en honordel apóstol de la espeleología francesa, su viejo amigo, E. A.Martel.

»Pero la evocación de esta mujer, de cualidades tan fran-cesas, resultaría falsa e imperfecta si el lector viera en ellauna especie de amazona, una deportista endurecida, única-mente preocupada de hazañas y aventuras.

»Para trazar el verdadero retrato de Isabel Casteret nosremitiremos a André Bellessort, secretario perpetuo de laAcademia Francesa, quien ha escrito en su bello prólogo aEn el fondo de los abismos:

»Su rostro gracioso respira franqueza, y en sus ojos ale-gres y francos hay un no sé qué de riente y travieso. NorbertCasteret ha encontrado en ella más que una compañera, algomás que un auxiliar; todo aquello que hace la vida bellay grande bajo el sol le ha seguido, a su lado continuamente,a las negras moradas.

«Valentía, intrepidez, paciencia, sonriente familiaridadcon el peligro, y cuando se quita su casco de exploradora, laconversación más viva, la más agradable, y el encanto deuna madre de familia tan joven: es así la señora Casteret.Sus ojos alegres y francos no os dirán nada de las tinieblasque han reflejado, ni de los negros torrentes que se han pre-cipitado ante ellos. Pero preguntadle: os hablará como si al

237

Page 121: Mi Vida Subterranea

todo de su marido no pudiera existir temor alguno, como sifuera la cosa más natural para una mujer atravesar lagoshelados a cien o doscientos metros bajo tierra, tan naturalcomo preparar una confitura».

»No fue solamente exploradora, sino la educadora y lamadre perfecta, que supo no abandonar ni por un solo mo-mento los cuidados maternales por las preocupaciones de laexploración.

»La que había rozado tantos peligros, la que había afron-tado tantas simas vertiginosas, y que tenía en su activo va-rios records femeninos mundiales, acaba de morir a los trein-ta y cinco años al dar a luz a su quinto hijo.

»La suerte no ha querido que fuera escrito sobre su tum-ba: "Muerta en el campo de honor de la Ciencia", sino estaspalabras simples, que hubiera elegido su modestia: "Muertaen el Campo de Honor de la Vida".

«Quedará grabada en nosotros la inolvidable imagen deuna mujer de gran carácter, sonriente y modesta, haciendo,simplemente, cosas difíciles.

»Es una verdadera francesa la que desaparece. Tenía ensí las mejores cualidades de nuestra raza. Y si no hubierasido por su extrema modestia, que las hacía al mismo tiem-po más preciosas, aun cuando corría el riesgo de arrebatarleel justo puesto a que tenía derecho, hubiera sido más cono-cida y obtenido el rango que ahora nos parece necesarioreclamar para ella.»

Fue en la oscura y trágica primavera de 1940 cuando losfranceses, enlutados, vivían la más siniestra página de nues-tra historia, cuando yo tuve el dolor de perder a mi esposa.

Viudo con cinco hijos, dos de ellos de pocos meses, loshe criado lo mejor que he podido en el culto del recuerdode su madre, tronchada en plena felicidad y en plena ju-ventud.

Cada anochecer, desde hace veinte años, nos reunimosy rogamos en alta voz por la querida desaparecida, que guar-damos viva en nuestros corazones.

Como ha escrito San Francisco de Sales: «Aquellos cuyavida es digna de memoria y de estima siguen viviendo des-pués de esta vida, porque para los espíritus de quienes per-manecen es un placer recordarles y hacer viva su memoria».

28LA "HENNE MORTE"

En 1930, yendo por el macizo de Arbas, por el que pasabaa menudo, siempre a la búsqueda de cavidades que explorar,tuve ocasión de reparar en una que me llamó la atenciónde manera especial y que iba a jugar un papel decisivo enmi carrera.

Estaba en compañía de un hombre llamado Loubet, queen 1909 había servido de guía a Martel en aquel mismo ma-cizo de Arbas.

A 1.300 metros de altitud, en un bosque de abetos, unlugar particularmente accidentado y salvaje, me mostró elorificio de una sima con un nombre siniestro: «La hennemorte» («La mujer muerta»).

Anoté esta sima en mi carnet, pero como una más delas muchas de esta región, y no juzgué posible su explora-ción por su acceso demasiado difícil y por ser demasiadoprofunda para aventurarme solo como estaba.

Diez años más tarde, o sea en 1940, recibí un día la visitade un muchacho, entre los numerosos jóvenes que me escri-bían o venían a verme para consultarme o pedirme consejo.Este adolescente de diecisiete años, alto, delgado y bastantemiope, tiene derecho a un lugar en mis Memorias, ya que desimple curioso y demandante de información sobre las gru-tas vecinas, se convirtió en mi amigo, mi discípulo, y muyrápidamente en un colaborador de equipo lleno de empuje yaudacia.

Marcel Loubens tuvo una carrera desgraciadamente breve,pero fulgurante, y estuvo asociado a la mía propia en expe-diciones comunes que se presentaron muy difíciles y quetuvieron una resonancia enorme.

23»

Page 122: Mi Vida Subterranea

Desde su primera visita, Loubens —que vivía en Mazéres-du-Salat, muy cerca de Saint-Martory y no lejos de Saint-Gaudens— se fue de mi casa con lo que él deseaba: una listade algunas grutas de la región y algunos consejos e informa-ciones para encontrarlas y visitarlas.

¡Ocho días más tarde volvía entusiasmado para decirmeque las había visitado todas, y pidiéndome nuevos datos paraconocer otras!

Su dinamismo, su avidez por aprender y la pasión queponía en su propósito me gustaron. Aquel muchacho mepareció espeleólogo nato, y le invité a volver al día siguiente,en que justamente iba a llevar bajo tierra a un equipo de«scouts» espeleólogos, de los que era padrino. Estos ScoutsUnionistas, de Montauban, que venían a verme todos losaños, acampaban en mi propiedad y yo les acompañaba a lascavernas, o bien les indicaba alguna donde pudieran des-cender.

Adoptaron a Marcel Loubens, que era explorador de Fran-cia, y fuimos a visitar una sima de la región de Saint-Ber-trand de Comminges. Mis «scouts» habían visitado y explo-rado ya varias cavernas, pero era la primera vez que iban adescender con escalas a un pozo vertical, al que seguía unavasta sala accidentada.

A petición de estos muchachos, yo debía al regreso decada expedición, por la noche alrededor del fuego, resumirla jornada, sacar enseñanzas y conclusiones de la explora-ción y dar unas notas a cada uno de ellos con observacionesy consejos apropiados.

Al percatarme de la pasión de Loubens, de su avidez poraprender, por observarlo todo, le comenté las obras de espe-leología, las de Martel en particular, que le aconsejé leer.

Pero no le escondí el defecto que podría constituir sualta talla (medía 1'83 metros) y las desventajas que le apor-taría bajo tierra, y le aconsejé fortalecer sus brazos, quetenía muy largos y poco musculados (ya que había crecidodemasiado de prisa y no tenía más que diecisiete años). Conmucha voluntad y convicción se puso a hacer gimnasia desdeentonces, especialmente en las anillas y el trapecio.

El descenso con escalas a la sima de Spugnette, con losScouts Unionistas, le gustó extraordinariamente (a pesar desus dificultades en el ascenso debido a la debilidad de susbrazos), y me pidió que le indicara nuevas simas. Yo le dirigí

240

entonces hacia el macizo de Arbas, diciéndole que por allíabundaban; pero le puse en guardia contra los grandes peli-gros e incluso sobre la imposibilidad que representaba paraél intentar descender a ellas solo y sin material apropiado.

Algunos días más tarde volvió con una joven de su edad,Josette Ségouffin, ¡para informarme de que habían descen-dido los dos juntos en la sima de la Henne Morte!

En secreto había confeccionado una escala de cuerda yluego, con Josette, una de sus vecinas, muy deportiva y enrealidad muy bien dotada, pero con tanta inexperiencia comoél, se habían empeñado en la exploración del abismo másimpresionante y más difícil de todo el macizo.

Y lo hicieron con un tiempo malísimo, en el que no fal-taban la niebla ni la lluvia; llevando su pesado materialsobre los hombros durante horas enteras de penosa ascen-sión...

Marcel Loubens, espíritu metódico y preciso —y sin em-bargo soñador y poeta— vino, pues, a darme cuenta de sudescenso a la sima, y me entregó unas hojas en las que habíaescrito a máquina sus impresiones, el relato de su inves-tigación.

Estas páginas, que he conservado preciosamente, puedoreproducirlas ahora, sobre todo en algunos pasajes que reve-lan la manera poco ortodoxa y peligrosa en que operaron.Le reproché seriamente esto; pero no con demasiada vehe-mencia, ya que reconocía en aquel proceder mis propiosyerros y entusiasmos, de cuando yo descendía solo a la cuer-da lisa en los pozos, particularmente en el Gran Poudac,muy próximo a la Henne Morte.

«Almorzamos con prisa en los bordes de la sima, subyu-gados por esta abertura que nuestros ojos quisieran podersondear. Las cuerdas, las escalas, las vamos sacando de lasmochilas y las deslizamos meticulosamente en la excavación.Son las nueve (habían salido de Arbas a las cuatro de lamadrugada). Preparados para el descenso, lo abordamos en-febrecidos.

»E1 primer paso lo constituye una escalera de gradas gi-gantescas que descendemos ayudándonos de la cuerda, arras-trando tras de nosotros nuestro voluminoso paquete de es-calas. Ahora comienza el tajo a pico, misterioso, que es ne-cesario abordar. Los veinticinco metros de escala de que

241

Page 123: Mi Vida Subterranea

disponemos los atamos al cabo de la cuerda y los echamosal pozo.

•Sostenido por mi compañera, abordo el verdadero des-censo. Diez, quince metros, he aquí la primera juntura delos aparejos y la escala flota en el vacío. Llego hasta suextremo; el vacío se abre debajo de mí. Suspendido del úl-timo escalón me balanceo en todos sentidos.

»De repente, ¡cuidado! Una piedra llega silbando, pasacomo una tromba por mi lado y se estrella sobre los escom-bros que adivino unos ocho metros más abajo. Abandonan-do la escala, consigo asirme a una fina cornisa de la pared y,desde allí, en un peligroso ejercicio, intento finalizar el des-censo.

»Un instante después, sin cuerda de sostén, Josette em-prende a su vez el descenso y se une a mí sobre los escom-bros. Desde allí, procedemos a un examen rápido de la sima.

»Los escombros continúan en pendiente y van a terminaren una pequeña sala de dimensiones mucho más reducidas.

«Escudriñando por todos lados, una grieta de aspectomuy complicado retiene nuestra atención. Nos introducimospor ella y, tras varias escaladas, nos encaramamos sobreuna estrecha cornisa que se abre a pico en el vacío. Por faltade material, nos vemos obligados a interrumpir la explora-ción.

«Quedamos por un momento escuchando atentamente enlas más completas tinieblas, cuando un ruido muy dulce,musical, nos hace retener el aliento: la canción del agua...»

La conclusión de esta escapada subterránea fue que ha-bían alcanzado la profundidad de ochenta metros y que másabajo habían oído el ruido del agua, lo que constituía uníndice interesante. Habían venido a informarme de ello y ainvitarme para que les acompañara en un segundo des-censo.

Pero entrábamos en otoño, una serie de días de mal tiem-po se sucedieron en el macizo, la nieve no tardaría en recu-brir la montaña y la expedición se aplazó para el año si-guiente.

Este año de 1941 fue muy difícil y muy cargado para mí;me dediqué por completo a mis hijos y sólo en el mes deoctubre —ya fuera de estación, en la montaña— pude libe-rarme y subir con Loubens a la Henne Morte.

Josette Segouffin no pudo venir con nosotros y éramos

de nuevo dos —número insuficiente— los que nos disponía-mos a descender a la sima.

Inmerso en la niebla, aquel gran embudo tenía en verdadun aspecto siniestro. Por un lado una enorme hondonada deparedes verticales que oculta, invierno y verano, gran can-tidad de nieve; luego el orificio real de la sima, que se abreante nosotros como en una mueca.

Fue en este lugar, realmente impresionante y lúgubre,donde se desarrolló, medio siglo antes, el drama que dio sunombre a la sima antes anónima. Una mujer de aquellos lu-gares perdida en la niebla (muy frecuente en este macizo),vagaba por el sombrío bosque de abetos, a través de uncaos de rocas despedazadas y cayó en la sima, como atesti-guaron uno de sus zuecos encontrado al borde del abismo ysu pañoleta cogida en un matorral.

Naturalmente, nadie soñó en bajar a esta sima horrible,que desde entonces tomó el nombre de Clot de la HenneMorte («Abismo de la mujer muerta»).

Hoy, rehaciendo las maniobras y los ejercicios que unaño antes efectuaron Josette y Marcel, llego con mi compa-ñero a la neviza subterránea, una sólida colina de nieve. Lasnieves del invierno se acumulan aquí y forman una mon-taña blanca de un efecto inesperado e insólito en aquellastinieblas.

Es aquí, bajo este lienzo de nieve, donde yace el cadáver—probablemente bien conservado— de la desgraciada vícti-ma de las simas.

Rápidamente alcanzamos lo que fue el término del reco-nocimiento del año anterior y seguimos descendiendo conayuda de nuestras cuerdas y escalas.

A los ciento diez metros de profundidad nos vemos de-tenidos por una gatera demasiado estrecha, que tras largosesfuerzos logramos franquear, para alcanzar más abajo unbalcón en el que nos encontramos faltos de aparejos.

Un sondeo rápido nos revela una vertical de cuarentametros, lo que resulta una profundidad de ciento setentametros desde la superficie del suelo.

Mientras descendíamos habíamos encontrado ya el ria-chuelo que en 1940 oyeron Loubens y su compañera. Ade-más, en el fondo del último pozo, escuchamos un nuevo ríomás importante aún.

La sima de la Henne Morte iba a vernos descender de

243

Page 124: Mi Vida Subterranea

nuevo al asalto de sus profundidades. Pero comprendiendoque, siendo sólo dos, la exploración resultaba imposible yademás una locura, reclutarnos un equipo de voluntarios.

Todos ellos eran de gran empuje, pero todos novicios.A causa de las circunstancias, de los años de guerra, se tra-taba de muchachos muy jóvenes, demasiados jóvenes acaso.

Estos mismos años de guerra y de restricciones alimenti-cias y de todas clases, originaron que en las exploracionessubterráneas —que se revelaron muy difíciles por la bajatemperatura de la sima y las terribles cascadas— nos encon-trásemos mal nutridos y mal equipados.

Nuestros colaboradores, realmente incondicionales y lle-nos de entusiasmo, eran: Castéran, Carénni, Compans, Del-vigne, Maurel, Pellegrin, Rieusset, Seurey. Todos amigos demi hijo Raúl, que me acompañó en todos los descensos. Elúnico adulto y experimentado era Delteil, que desde susprimeras armas en el río de Labouiche se había convertidoen mi alter ego, mi compañero inseparable en todas las oca-siones.

A pesar de las circunstancias tan desfavorables y en cier-tos momentos inquietantes, fuimos progresando y hundién-donos cada vez más en este abismo húmedo.

En la séptima tentativa, el 18 de julio de 1943, mientrasalgunos de nosotros se iban quedando a diversos niveles parafacilitar el ascenso del equipo en los diferentes pozos, yollegaba con Loubens, Delteil, Maurel y Castéran a los dos-cientos cuarenta y cinco metros de profundidad.

Había allí una sala en la que dos cascadas caían y con-fluían en un lago que se desbordaba en una catarata espu-meante hasta un nuevo abismo subyacente. Fue en este pozovertical de cien metros donde efectué un descenso memo-rable, contraído sobre mi escala, con la lámpara apagada, enla oscuridad absoluta, ensordecido y empapado por la cas-cada.

Abajo puse pie junto a un lago subterráneo en el que pudeestablecer de nuevo la iluminación y observar que el abismose prolongaba en un nuevo pozo vertical, igualmente barridopor la misma terrible cascada.

Con el silbato ordené el ascenso. Izado por mis cuatrohombres, aparecí empapado y abatido por el chorro de agua,convencido de que la sima continuaba pero que jamás llega-ríamos a vencerla con nuestros pobres medios. Había alcan-

244

zado la profundidad vertical de trescientos cuarenta y cincometros, pero también los límites de mis posibilidades y fran-queado ampliamente las fronteras de toda prudencia.

A pesar de todas estas consideraciones, un mes más tar-de volvimos de nuevo a la Henne Morte. Esta vez habíamosproyectado que Loubens y yo descenderíamos hasta el tér-mino de la ocasión precedente y desde allí, con escalas, ata-caríamos el siguiente pozo.

Eramos once; nunca nuestro equipo había sumado unacifra tan elevada y estábamos llenos de optimismo.

Las maniobras se efectuaron ahora casi maquinalmentey en la mayor euforia. Los muchachos se fueron organizandoen los diversos balcones, cantando mientras esperaban unaorden que no iba a darse sino dentro de una veintena dehoras. Todo marchaba como sobre ruedas, hasta que alcan-zamos los doscientos metros de profundidad.

Yo avanzaba en cabeza con Delteil y Loubens, ocupadoen fijar una escala para el descenso en la sala del lago, cuan-do se produjo un accidente que Loubens ha narrado en sucarnet.

«De pronto, un ruido sordo... Inmediatamente un gritoterrible, enorme en aquellas tinieblas, seguido de una lla-mada que sonó patética tres veces consecutivas: "¡So-corro!"

«Volamos de roca en roca y en un abrir y cerrar de ojosnos encontramos junto al compañero herido. Es Maurel.Yace en un charco de agua, doblado sobre sí mismo y gimien-do por lo bajo. Lo levantamos con precaución y lo apoyamosen la pared. Nos mira. No olvidaré nunca su mirada: en ellaestán retratados el horror, el sufrimiento, el miedo. Por finconsigue explicarse. El cuerpo está intacto, la cabeza prote-gida por el casco. El brazo izquierdo lo tiene roto. Lo sos-tiene con su mano sana y queda abatido, balanceando la ca-beza, gimiendo débilmente...

»La exploración se interrumpe. Ahora sólo existe un fin,una sola razón por la que luchar: sacar al herido de allí.Cada uno, desde su puesto, sin excitaciones perturbadoras,se apresta de todo corazón a la difícil tarea del ascenso.

»A1 disiparse la conmoción, Maurel se anima y ayuda entodo lo que puede a los que le suben. El primer pozo, don-de ha caído, queda pronto vencido y superado.

»Henos aquí ahora al pie de un nuevo pozo de cuarenta

245

Page 125: Mi Vida Subterranea

y cinco metros. El grueso del equipo asciende para asegurarel izamiento del herido.

«Segundos más tarde la cuerda de sostén cae pesadamen-te junto al trío que ha quedado abajo: Maurel, Delteil y yo.

»Con muchas precauciones el herido llega hasta la esca-la. Se le coloca un sólido cinturón de salvamento. Le atamos.Dos silbatos: el izamiento da comienzo y se interrumpe bru-talmente : Maurel cae a los dos metros. Afortunadamenteestábamos allí para cogerle al vuelo. La cuerda que acaba deromperse es remplazada. Esta vez Maurel hace un esfuerzoe intenta trepar a lo largo de la escala ayudándose de subrazo sano. Delteil le ata por segunda vez. Todo está pre-parado. Se conviene la táctica por señales con el equipo dearriba.

»Quedo cogido a la escala para estirarla con todas misfuerzas. Delteil está atado con Maurel por una cuerda, paraque no caiga en el vacío. Colocamos a Maurel de cara a laescala. Delteil se retira y silba, silba hasta quedarse sinaliento. La cuerda se tensa. Yo meto un pie del herido en elescalón. Desaparece. Sube, va subiendo. Me agarro fuerte-mente, dando la espalda entera a la ducha helada. Allí arri-ba oigo el "¡Oh, iza!" que ordena Casteret. Maurel perma-nece silencioso. ¿Dónde puede estar ahora? ¿A qué altura?No sé; sólo una idea hay fija en mi mente: sostener la es-cala, impedir que mi compañero pueda balancearse sobreel vacío.»

Loubens, completamente absorto en su misión y preocu-pado por la suerte de Maurel, no podía imaginar en aquelmomento de espada de Damocles que estaba suspendida so-bre su cabeza y el peligro que corría.

Un gran fragmento de roca se desprende de improviso delmargen del pozo, le cae encima y le precipita al suelo sinconocimiento, con el omóplato y varias costillas rotas... •

Pasemos por alto el horrible calvario de las veintisietehoras que siguieron hasta que conseguimos ganar de nuevola superficie con nuestro dos heridos.

Sólo en la mañana del tercer día pudieron ingresar en unaclínica; tres días después de haber llegado a la Henne Mor-te llenos de optimismo, ahora vencidos y cruelmente casti-gados por la siniestra sima.

La mala suerte se había encarnizado con nosotros enuna etapa de la exploración que había sido vencida ya ante-

246

riormente, en un punto que no comportaba especiales di-ficultades. Pero más valió que el doble accidente, por otraparte, se produjera allí, ya que si hubiera sobrevenido porejemplo en la cota —345, en el fondo del gran pozo de aguade cien metros, probablemente no hubiéramos podido sersocorridos.

De todas formas, y en razón del curso de los aconteci-mientos (la ocupación alemana se iba extendiendo más ymás), nuestras tentativas en la Henne Morte habían acabadoy toda nueva aventura era ya imposible. El equipo mismo sehabía dispersado.

Algunos de sus componentes habían pasado a España,para reunirse con las tropas de Argelia; otros habían sidodeportados a Alemania.

En cuanto a Loubens, una vez curado de sus heridas, es-tuvo pasando la frontera incorporado a un maquis que ope-raba no lejos de la Henne Morte, en aquel mismo macizo deArbas que él conocía mejor que nadie.

Yo fui a París, donde pronuncié una conferencia sobre laHenne Morte en la Sala Pleyel el mismo día del bombardeodel barrio de La Chapelle, que fue uno de los más serios quesufrió París en el curso de la guerra.

Al final de mi charla me expresé de la forma que me per-mito reproducir aquí:

«¿Volveremos a.la Henne Morte? Muchas personas noshan hecho esta pregunta y nos la han hecho dispuestos a laaprobación, a la crítica, a la invectiva, según nuestra res-puesta, nuestro punto de vista y su temperamento.

«Para nosotros no ha sido nunca motivo de duda o, me-jor, Maurel y Loubens habrían ya dado la respuesta, unahora apenas después de su accidente, afirmando entre gemi-dos y en las peores circunstancias que volverían al asalto.Lo han declarado espontáneamente, sin fanfarronería al-guna, sino con el sentimiento de haber sido detenidos injus-tamente en el momento más importante de su empresa.

«Volverán a ella —proseguí—, porque el hombre es aven-turero por naturaleza y porque ni un centímetro cuadradode nuestro planeta puede permanecer desconocido para él.Ya sea en la cumbre de las más altas montañas, donde ape-nas puede respirar, pero que ha alcanzado, o en los hielospolares y en los desiertos ardientes, en los que apenas pue-de vivir, pero por los que ha pasado, o en el fondo de los

247

Page 126: Mi Vida Subterranea

grandes océanos y de los grandes abismos de la tierra queno han sido aún explorados y de los que no se sabe si sesaldrá con vida.

»La exploración, continúa, pues, y se reemprenderá. Peroesta gran sima no entregará el secreto de su enorme profun-didad más que a un equipo de espeleólogos aguerridos, espe-cializados, mejor equipados que como lo estamos ahora,cuando no se puede encontrar nada: ni un metro de cuerda,ni un solo metro de tela de goma, ni pilas eléctricas. Puesserán necesarias muchas cuerdas y escalas, equipos indivi-duales impermeables, lámparas eléctricas sumergibles, unteléfono de campaña.

»Con estas precauciones, provistos de un material apro-piado y con la experiencia que nos ha llevado ya a casi cua-trocientos metros de profundidad, la sima de la Henne Mor-te tendrá que entregarnos su secreto y será vencida.»

A la salida de mi conferencia tuve una entrevista con miscolegas del Spéleo-Club de París, cuyo presidente, el quími-co Félix Trombe, era pirenaico y estaba familiarizado con elmacizo de Arbas. Se convino que después de la guerra sereanudaría la exploración de la Henne Morte con más me-dios, los indispensables para llegar hasta el fondo de un abis-mo semejante.

Fue pues en 1946 cuando volvieron de nuevo los espeleó-logos a la Henne Morte. El Spéleo-Club delegó a un equiponumeroso que vino a reforzar el equipo pirenaico, reducidoa tres miembros: Loubens, Delteil y yo.

El número y la calidad del equipo parisiense, la abun-dancia del material y su calidad hacían entrever las mayo-res esperanzas. Pero el mal tiempo fue contrario a las ope-raciones.

Las lluvias abundantes aumentaron el nivel de lascascadas internas y fue imposible ir más allá de la cota—250, donde el gran pozo de cien metros estaba barrido poruna catarata espumeante.

Sin embargo, esta ocasión había permitido a los pari-sienses una toma de contacto con la sima y la posibilidad deestimar la importancia y las dificultades, para mejor prepa-rar la campaña del siguiente año.

En el verano de 1947, en efecto, llegó una organizaciónmodelo, una verdadera movilización, pues además de la me-

248

jor selección del Spéleo-Club de París, Félix Trombe habíaconseguido interesar al Ejército en nuestra expedición.

Era la primera vez que militares prestaban ayuda a es-peleólogos y se integraban con éstos en una expedición sub-terránea.

El general Bergeron, al mando de la 5.a Región militar(Toulouse), dio su conformidad para el apoyo completo desus fuerzas y él mismo ultimó las grandes líneas de esta par-ticipación en la exploración, que se efectuó del 20 de agostoal 4 de setiembre de 1947.

Se había previsto y constituido un equipo de descensocompuesto por el capitán Ducos de la Hitte, los tenientesLaguille y Puy-Mont Brun, el ayudante Vignaux y tres sub-oficiales. Dicho equipo tenía por misión ayudar a los espe-leólogos en el descenso de ciertos pozos hasta la cota —250metros.

Todos eran voluntarios y habían efectuado un entrena-miento previo en simas del país vasco.

El equipo de superficie comprendía un oficial, un mayormédico y dos suboficiales.

La participación del Ejército fue impresionante, bien seve. El ochenta por ciento de la organización de superficiefue obra suya (tiendas, instalación del campamento, etc.). Latotalidad de los medios de transporte (camiones, jeeps, car-burante, veinticinco mulos) fue igualmente proporcionadapor el Ejército (cerca de seis toneladas, que subieron hasta1.300 metros de altitud). Y lo mismo para las comunicacio-nes de radio y teléfono entre el pueblo de Arbas y el campode operaciones de superficie, en la montaña, entre el campodel orificio de la sima y el interior de ella, hasta la cota —250.

El Ejército proveyó también las raciones individuales «K»para la alimentación de los exploradores durante el tiempoque duraba su estancia bajo tierra, así como botas de goma,cascos, lámparas de carburo y tiendas.

El equipo subterráneo, que contaba con veintidós hom-bres (cinco de ellos militares), tenía por misión alcanzar lasala situada a doscientos cincuenta metros de profundidad,e instalar allí un campamento subterráneo de tres grandestiendas.

Esta innovación sensacional, tan discutida en aquellaépoca —incluso por participantes de la expedición— y debidaa Félix Trombe, sentó precedentes para cualquier otra ex-

249

Page 127: Mi Vida Subterranea

pedición, que desde entonces comporta siempre campamen-tos subterráneos.

Tantos preparativos, tal amplitud de medios, llevaron auna nube de periodistas, fotógrafos y cineastas hasta el bor-de del abismo. Esto también fue una innovación: la primeravez que la Prensa se interesaba hasta este punto por unaexploración subterránea y le consagraba reportajes diarioscon grandes titulares.

El equipo pirenaico había aumentado con dos unidadesextraordinarias: Baylac, de Toulouse, y el padre Cathala,con quien el año siguiente iba a vivir horas de excepción enla inmensa caverna de Aude.

En cuanto al trío Delteil -Loubens- Casteret, vivía enuna especie de sueño. No podía creer lo que veían sus pro-pios ojos, la revolución que se estaba produciendo en losbordes del abismo y en el interior de él.

Los mulos que acarreaban los bultos por el bosque, en-tre Arbas y el campo de operaciones de superficie, por don-de tantas veces los habíamos llevado al hombro; el grupoelectrógeno instalado en el orificio de la Henne Morte parailuminar las inmediaciones, por las que circulábamos a ve-ces en la noche cerrada, cuando nuestras salidas nocturnas;aquellas tiendas acogedoras plantadas a —250 metros en lasala del lago, que hasta entonces habíamos atravesado en elambiente de hostilidad arisca de aquella grande y siniestrasima. Todos estos perfeccionamientos nos hacían vivir comoen un cuento maravilloso.

Pero no habían acabado las sorpresas para nosotros, puesTrombe y Dresco extrajeron de numerosos sacos bajadoshasta el campamento subterráneo los elementos de un tornode mano que fueron instalados en el borde del pozo cascadade cien metros, y se nos invitó a instalarnos en una especiede habitáculo-ascensor provisto de un escudo metálico des-tinado a protegernos de la violencia de la cascada y al "mis-mo tiempo de los desprendimientos de piedras.

Otra sorpresa y emoción de calidad fue cuando, en estealucinante habitat subterráneo, donde reinaban el ruidoensordecedor de las cascadas y la animación febril de losespeleólogos, vimos al padre Cathala revestido de sus orna-mentos sacerdotales, que había extraído de un saco, dispues-to a celebrar el Santo Sacrificio de la misa sobre una ban-queta rocosa.

Tantos preparativos y esta organización modelo (desdelos camiones militares que habían transportado el equipodesde Toulouse, hasta los sacos de víveres y de material quehacían llegar al campamento subterráneo deslizándolos a lolargo de un cable); todos estos esfuerzos admirablementeconcebidos y coordinados tuvieron su resultado y su fasefinal decisiva cuando, el 31 de agosto, a las once de la ma-ñana, la jaula comenzó a descender al equipo de vanguardiaen el pozo.

Este equipo estaba compuesto por tres pirenaicos y tresparisienses, es decir, por tres veteranos de la Henne Mortey tres recién venidos a ella. Delteil, con Loubens y yo, debíaformar la «extrema punta», pero se había herido en unacaída en un pozo en la cota —180 y tuvo que ser remplazadopor el tolosano Baylac.

Trombe había decidido, y con razón, que la terrible cas-cada de cien metros no era posible afrontarla sin ayuda deun torno y del instrumento de protección llamado «sombre-ro chino», de su propia invención. No había querido tenerla responsabilidad de hacer descender a unos hombres, sim-plemente, a lo largo de una escala de cien metros, expuestosal chorro de agua y a los proyectiles que las maniobras po-dían desprender en esta gran vertical.

Y tenía verdaderamente razón, porque empapados enaquella ducha glacial y agotados por el esfuerzo es proba-ble que el equipo hubiese quedado sin fuerzas para continuarla exploración.

Por desgracia el torno había recibido un gran golpe en elcurso de su transporte a las profundidades por los sucesivospozos y funcionaba con dificultad. Fue causa de numerososaccidentes y retrasos en los descensos y ascensos del equipode vanguardia.

A pesar de todo yo llegué casi seco a la base del granpozo, donde en 1943 había aterrizado completamente agota-do y calado por la cascada. Tuve por fin la alegría de poderdesenrollar una escala en el pozo subyacente, que en aque-lla ocasión sólo pude entrever, al que descendí seguido deLoubens, igualmente vibrante y entusiasta, porque, como éldecía, tenía ocasión de tomar la revancha de la Henne Mor-te, que años antes tan mal le había tratado.

Mientras los otros cuatro hombres del equipo nos espe-raban al pie de la cascada gigante y doce hombres más es-

251

Page 128: Mi Vida Subterranea

peraban en reserva en el campamento subterráneo, dispues-tos a sostenernos o a relevarnos, nos hundimos los dos enuna serie de pozos superpuestos, hasta el momento en quelas cascadas se transforman en un curso de agua, bastantehorizontal y sinuoso, por el que nos decidimos a avanzar conel agua hasta la cintura Loubens y con el agua por debajo delos brazos por mi parte.

Llevábamos un equipo estanco, pero se había desgarradocasi por completo en las complicadas maniobras y ahoraestábamos temblando de frío en una corriente de agua acuatro grados.

Tras un recodo de nuestro Río Serpentina, como lo ha-bíamos bautizado, nos encontramos ante nuestro estupor conun final invencible, un verdadero sifón que nos detuvo cuan-do nos hallábamos más entregados a nuestro entusiasmo.

Acabábamos de alcanzar el fondo de la Henne Morte,cuya exploración habíamos comenzado siete años antes.

Loubens había tenido su desquite y vencido a la sima.Y en este mes de agosto de 1947 hallé ocasión de festejar micincuenta cumpleaños a 446 metros de profundidad, en elfondo de la sima más profunda de Francia.

Estaba contento de hallarme allí con mi mejor alumno,mi alter ego. No se tiene muy a menudo ocasión de encon-trarse así, a las once de la noche, en el fondo de un abismocomo aquél. En el agua hasta medio cuerpo, temblando defrío, sellamos esta victoria y este momento excepcional conun fraternal abrazo.

Nuestra victoria solitaria, y que podría creerse egoísta, nonos hizo en modo alguno olvidar las enormes sumas de de-voción y fatiga de todos los demás participantes, sino muyal contrario. Pero el haber terminado esta exploración losdos —los dos mismos que la habíamos comenzado sieteaños antes— nos había conducido de nuevo a aquel comien-zo tan modesto y tan lejano del resultado final de aquel día,y nos había emocionado.

Cuanto es necesario añadir lo dejaremos a Félix Trombe,el jefe de la expedición, que lo ha escrito en su obra tituladaEl misterio de la Henne Morte.

Reproducimos estas líneas, que aprobamos por entero:«Cuando una expedición ha alcanzado el éxito y cuando

además este éxito es total, ¿hay acaso algo más agradablepara aquél que ha pedido a los otros un esfuerzo intenso, y

Ü52

por añadidura oscuro, que el darles las gracias de todo co-razón?

«Durante tres años, Casteret ha estado luchando con unequipo valeroso en la Henne Morte. Han debido suspendermomentáneamente sus tentativas ante dificultades de unaimportancia que no sospechaban. El Spéleo-Club de París havenido con Casteret y con todos aquellos de los primerosmomentos que han querido acompañarle.

»E1 fracaso de 1946 puesto a nuestros compañeros en pre-sencia de las grandes dificultades de la tarde que habíanemprendido. Y se dieron a dicha tarea de todo corazón, conla sola idea de alcanzar la meta. En este momento la ampli-tud de la exploración, con la colaboración del Ejército, es detanta importancia, que las tendencias individuales y la per-sonalidad de cada uno han debido quedar en segundo plano.

»Era necesario dirigir, organizar y hacer ejecutar las de-cisiones tomadas en común y era necesario elegir.

»E1 Ejército nos ha dotado de una magnífica organiza-ción de transporte, relaciones, abrigos; de toda clase demedios. Gran cantidad de hombres, civiles y militares, quehan aceptado la tarea ingrata de los equipos de superficie yde relevo, pero cuyo papel ha sido fundamental para la rea-lización de la expedición.

»¿Y qué decir de los resultados obtenidos? Parece razo-nable atribuirlos a la expedición entera sin distinción degrupo o equipo.

»E1 esfuerzo del Ejército, el esfuerzo del Spéleo-Club, elesfuerzo de Norbert Casteret y sus compañeros, tienen quefundirse en un mismo recuerdo.

«Todos ellos pueden estar orgullosos de una exploraciónque aporta en todos los terrenos, tanto deportivos comocientíficos, resultados tan concluyentes. Cada uno puede con-siderarse moralmente satisfecho por haber contribuido a laseguridad de los que descendían y haber permitido la vic-toria final, sin accidente alguno, sobre el abismo de la Hen-ne Morte.»

253

Page 129: Mi Vida Subterranea

29TRAS LAS HUELLAS DEL HOM-BRE DE LAS CAVERNAS EN LAGRUTA DE ALDENE

No entra en las proporciones de unas Memorias el hacermención de los resultados científicos, de la extraordinaria co-secha de observaciones de todas clases que, en su especiali-dad, cada participante aportó con sus informes sobre la ex-ploración de la sima de la Henne Morte.

Sin ellos, quizá pueda parecer dicha expedición una em-presa un tanto vana, estrictamente deportiva y basadaúnicamente sobre el establecimiento de un record. Sin em-bargo, nada de todo esto corresponde a la realidad.

Aunque es innegable que los factores deporte, riesgo yaventura fueron ampliamente representados en aquel abis-mo siniestro, es cierto también que la espeleología, cienciaextremadamente varia —en un dominio que a priori pudie-ra parecer uniforme y monótono—, reserva a sus adeptostemas de estudio de una riqueza y de un interés realmentevario y extraordinario.

Un año después de nuestro descenso final a la HenneMorte, recibí un mensaje del padre Cathala que me hizo co-rrer a su parroquia de Castelnau de Aude, a donde habíallamado también a nuestro amigo común, Luis Méroc, conquien había efectuado diversas visitas y excavaciones de gru-tas en Comminges y que había sucedido al conde Begouénen la cátedra de Prehistoria de Toulouse.

El padre Dominique Cathala, excelente espeleólogo, quehabía sido seleccionado para participar en la última explo-ración de la Henne Morte, prosiguiendo con sus exploracio-

256

Page 130: Mi Vida Subterranea

nes solitarias en las cavernas de su región, en los confines deAude y Hérault, acababa de explorar un piso inferior en lagruta de Aldéne, desconocido hasta entonces, con deduc-ciones tan inquietantes que se había decidido a invitarnos aMéroc y a mí para que fuéramos a dar nuestra opinión.

El mismo nos vino a buscar a la estación de Lézignan-Corbiéres, a nuestra llegada en el expreso de Burdeos á Mar-sella.

Nos hizo atravesar primero en un auto los viñedos y losolivares del Minervés y, luego, escalando las cuestas meri-dionales de la Montaña Negra, siguió avanzando por un ca-mino escabroso donde tuvimos que detenernos —el suelofaltaba bajo nuestros pies— al borde de una profunda grieta!las gargantas de la Cesse, cañón calcáreo por donde sólo flu-ye un caprichoso riachuelo, a veces encajado entre acantila-dos atestados de grutas, en parte inexploradas.

Por senderos escarpados y pintorescas cornisas, el padreCathala nos condujo hasta la entrada de una de ellas, la másconocida:, la gruta de Aldéne, muy popular, en realidad, por-que desde hace medio siglo viene siendo explotada por lospreciosos fosfatos naturales que contiene en su interior. Encincuenta años Aldéne ha suministrado unos 60.000 metroscúbicos de fosfatos, que representan el número fabuloso dealrededor de 800.000 cadáveres de osos, hienas, rinocerontesy otros animales de las edades prehistóricas.

Tras un corto descanso bajo la majestuosa entrada, don-de nos equipamos, penetramos bajo tierra y recorrimos rá-pidamente algunas vastas avenidas en las que se pueden verlos trabajos de cavado de la antigua exploración de fosfatos,y donde buscaríamos en vano columnas y estalactitas, delas que la cueva se halla desprovista por completo.

De todas maneras, no habíamos llegado hasta allí paraadmirar clásicas decoraciones subterráneas.

El padre Cathala, impaciente por llegar al lugar que leinteresaba, nos hizo detener finalmente ante un agujero bas-tante exiguo y poco prometedor, en plena roca, de dondesubía una violenta corriente de aire frío.

Por él se había introducido anteriormente tras diversascontorsiones, no sin riesgos y con gran audacia, y consiguiódescender verticalmente a veinte metros de profundidad enuna peligrosa grieta, hasta hacer pie en un piso inferior Com-pletamente desconocido, insospechado en aquella caverna.

Recorrió más de un kilómetro de complicados pasillosy hubiera acabado por volver luego, sin más, como ocurreen tantas grutas.

Pero en esta ocasión sus esfuerzos y su tenacidad iban areservarle un descubrimiento sensacional, uno de los másemocionantes que se pueda imaginar, que le incitó a salirde su habitual reserva y enviarnos un mensaje y una invita-ción ampliamente justificados.

Después de franquear, no sin dificultades, la angosta ga-tera y tras descender con ayuda de una escala al pozo quela seguía, nos encontramos los tres recorriendo un vestíbulohorizontal sinuoso y tan poco pintoresco como imaginarsepueda.

En él, evidentemente, el interés no se centraba en el deco-rado, que era realmente pobre, sino en las señales impresassobre el suelo, que inspeccionamos, avanzando encorvados yatentos, como indios sioux sobre la pista de la caza.

Y era exactamente la pista de un animal la que buscába-mos: la pista de una hiena, cuyas patas (comparables a lasde un perro de gran tamaño) habían quedado impresas enel barro.

Luego estas huellas aparecieron menos claras, por el he-cho de que varios animales habían pasado por allí, produ-ciendo gran confusión de ellas, y las trazas de superponíany se borraban unas a otras.

De Vez en cuando se veían algunos esqueletos de osos,pero pocos, aislados, ya que nos encontramos en un refugiode hienas y es sabido que estos animales, extremadamentevoraces, no se contentan con devorar los cadáveres que en-cuentran, sino que gracias a una dentadura especial para latrituración, machacan y tragan también los huesos, inclusolos de los grandes mamíferos.

Se conoce igualmente que sus jugos gástricos, activos enextremo, les permiten ingerir y digerir estos huesos, quepueden restituir bajo forma de coprolitos. Estos coprolitos,blancos e indestructibles por su fuerte dosis de carbonatocalcico (proveniente de los huesos), existen en gran canti-dad en la gruta de Aldéne. Y se han podido ver y fotografiariit situ, exactamente como si las hienas acabasen de salirde aquel lugar.

Los osos, pues, de los que habíamos visto las osamentasesparcidas por el suelo al pasar, no venían a la gruta en ca-

£57

Page 131: Mi Vida Subterranea

lidad de presa de las hienas. Pero venían también vivos, lafrecuentaban, como lo atestiguan sus enormes huellas en elsuelo y las numerosas señales de sus garras en las paredesrocosas, con una profusión y dimensiones que, a pesar delos siglos y de los milenios transcurridos, hace pensar conhorror en lo que debió ser en aquellas épocas un encuentroentre los débiles hombres y estas temibles fieras.

Seguimos avanzando y observando las paredes y el suelo,hasta llegar al pie de un talud arcilloso de doce a quincemetros de elevación, que bautizamos con el nombre de Tobo-gán de las Fieras en atención a lo pisoteado, destrozado yalisado por el paso de osos y hienas que se encuentra esteescarpe, por el que se han deslizado los animales en el barro.

Se tiene la impresión de que ha sido un rebaño entero elque ha frecuentado estos lugares; y existe la posibilidad deque las bestias salvajes hayan patinado y se hayan arrastra-do por allí a propósito, dada la predilección que tienen lososos por estos ejercicios.

Evidentemente, existe también el problema de cómo lososos y las hienas circulaban, y cómo encontraban el caminoen las tinieblas absolutas de los laberintos de esta profun-da caverna.

De todas maneras puede afirmarse que, contrariamentea lo que se ha supuesto a veces, los osos de los que se en-cuentran las huellas sobre el suelo y las paredes, así comolos esqueletos, no eran animales perdidos o aislados, sinoque vivían allí, hasta el punto de invernar y de reproducirseen las grutas o «nidos de osos», de los que la de Aldéne cuen-ta con tantos ejemplares.

Estos nidos que los animales cavaban con las garras, sepresentaban bajo forma de cráteres de unos dos metros dediámetro por cincuenta o sesenta centímetros de profun-didad. A fuerza de revolcarse y de dormir en ellos comobolas, iban redondeando y suavizando las paredes y los bor-des hasta darles este aspecto usado y esta pátina caracterís-tica en la que no es difícil distinguir el lustre producidopor el roce de la piel, y hasta las estrías trazadas por lospelos.

Tales detalles acaso puedan sorprender y hacer sonreíra incrédulos y escépticos; pero no a especialistas y a familia-rizados con la prehistoria, que saben cuántas cavernas cons-tituyen un medio habitual para los animales y hasta qué

258

punto la arcilla es susceptible de señalar y conservar, conuna nitidez y una fidelidad impresionantes, detalles en apa-riencia tan frágiles y poco durables.

Pero además, no habían acabado aún las sorpresas enla gruta de Aldéne, que nos reservaba revelaciones y emo-ciones de calidad. Nuestro cicerone nos condujo a una vastae interminable avenida por la que avanzamos en fila indiatras el padre Cathala, quien finalmente aminoró su marcha,pareció indeciso, se detuvo, volvió a emprender la marcha.Se inclinó hacia el suelo y de pronto se perfiló ante nosotrosen un gesto con el brazo tendido hacia donde nos encontrá-bamos.

—¡Miren! —nos dijo a media voz, mientras Méroc y yonos quedábamos como clavados en nuestro sitio, ávidos ysilenciosos, casi respetuosamente.

Ante nosotros, a nuestros pies, la arcilla del suelo haguardado intactas gran número de huellas de los pies des-nudos de nuestros lejanos antepasados, que han pasado porallí (un estudio minucioso nos lo ha revelado innegable-mente) hace veinte mil años...

Hasta este día sólo se habían encontrado huellas huma-nas prehistóricas, de conservación bastante imperfecta, enlas grutas de Tuc de Audobert y de Niaux (Ariége), de Ca-brerets (Lot) y de Montespan (Alto Carona). Pero en Aldéneel número y la nitidez de estos impresionantes vestigios sonexcepcionales.

Aquí, como en el Tobogán de las Fieras, lo que más llamala atención es el aspecto fresco de las huellas, que parecenrecientes. Pero esto no puede decirse de todos los vestigios,ya que algunos se encuentran concrecionados, recubiertosde una capa de calcita que los ha petrificado —y que señalacomo auténticas las otras—, y sobre la que se podría andarsin temor alguno.

Pero no seríamos nosotros quienes cometiésemos un sa-crilegio tal y avanzamos con el mayor cuidado, uno detrásde otro para no trazar más que una pista moderna.

Y tras los primeros instantes de recogimiento nos dispo-nemos, lupa en mano, a medir y escrutar detenidamente lashuellas.

Un atento examen nos revela cinco tallas diferentes que

259

Page 132: Mi Vida Subterranea

se escalonan entre dieciocho y veinticinco centímetros d«longitud, lo que corresponde a las medidas de veintisiete atreinta y nueve. Así pues, pies pequeños, pies de niño inclusopara algunos, ya que el pie de dieciocho centímetros revelael paso de un niño de unos siete años.

Sin entrar en detalles demasiado técnicos, precisemos quelas huellas de Aldéne revelan pies comparables a los moder-nos. El dedo grueso del pie presenta un aplastamiento carac-terístico en las personas que andan descalzas. En cuantoa los otros cuatro dedos, se encuentran recogidos en formade gancho, el último ya en vías de atronamiento, como ac-tualmente. ,. -H».!

Los individuos de Aldéne no eran zambos, ni de piernastorcidas, y tenían los pies perfectamente arqueados. En cuan-to a la longitud del paso, alrededor de cincuenta centíme-tros, era media, lo que puede explicarse por la pequeña tallade pies encontrados y por el hecho de que avanzaban por unterreno resbaladizo, en las sombras de la caverna, con ayudade alguna insuficiente antorcha, sin duda.

El suelo fangoso ha provocado pasos en falso y resbalonesfielmente impresos y conservados. Especialmente en un pun-to que puede notarse un resbalón de cincuenta centímetrosdel pie entero; en otra parte un corte profundo, producidopor el dedo grande del pie, de cuarenta centímetros.

Se ven también huellas profundas de dedos encogidos,sin la planta del pie, atestiguando que en aquel lugar se an-daba de puntillas, para adaptarse mejor al suelo húmedo yno resbalar.

Un detalle nos llama la atención por su poder de evoca-ción : un bastón que debía servir de apoyo a uno de los hom-bres, ha quedado impreso en el suelo a todo lo largo.

A su lado, paralelamente a la señal dejada por el bastón,se ve una huella de pie cuyos dedos han resbalado lateral-mente. El barro señala todo esto y permite reconstruir laescena; el hombre a quien se le ha caído el bastón, se haagachado para recogerlo y al hacerlo plegó el pie, levantandoel talón para arrodillarse. El peso del cuerpo se ha apoyadopor completo sobre los dedos...

¡Curiosa impresión en verdad, la de poder reconstruirasí, con maravillosa certeza, este gesto furtivo, este paso enfalso, tantos millares de años despuésl

£60

Pero no hemos llegado aún al fin de nuestras sorpresasy emociones, pues más lejos, en un lugar en que el techo dela Galería de los Pasos se hace cada vez más bajo, pode-mos observar que nuestros predecesores han seguido porallí reptando. En este punto descubrimos huellas de manos,de codos y de rodillas de hombres que se han introducidobajo una bóveda demasiado baja, por la que desgraciada-mente no es posible sino arrastrándose también y destru-yendo estos vestigios únicos en el mundo. Ni tampoco existela posibilidad de fotografiarlos, por estar el techo dema-siado bajo.

Señalemos finalmente que de vez en cuando nos intrigabala existencia de unas marcas negras estriadas sobre las pa-redes rocosas, a más de un metro de altura. Han sido hechascon carbón de madera y los menudos fragmentos se ven aúnen el suelo como una ligera capa, que no es otra cosa que losrestos de las antorchas al ser rozadas contra la pared parareanimarlas, cuando se apagaban y despedían humo.

No nos asombremos de la conservación de estas estrías,porque el carbón de leña, bastante puro, se encuentra engrandes cantidades en los hogares prehistóricos más anti-guos.

Una vez sometido a la prueba de «Carbono 14», el análi-sis ha revelado que se trataba de leña de enebro (un exce-lente resinoso, lo más indicado para hacer antorchas), quepodía datar de alrededor de veinte mil años.

Otra observación interesante ha revelado igualmente quelas huellas humanas de Aldéne son más antiguas que las delos animales (osos y hienas), lo que corrobora la hipótesisde que en realidad se trataba de hombres auriñacienses.

Por desgracia no se ha encontrado ningún objeto (sílextallados, armas primitivas, objetos de hueso), ni ningún gra-bado mural en la gruta, que hubieran podido permitir unacronología más exacta.

En cuanto al acceso a este piso inferior, en los tiemposprehistóricos no se efectuaba por la estrecha gatera y el pozovertical, sino por una entrada más normal y más fácil, ac-tualmente obstruida por un hundimiento que se encuentraal término de la Galería de los Pasos.

Este hundimiento, que sobrevino en una época segura-mente muy antigua, que ha sellado y protegido de esta

261

Page 133: Mi Vida Subterranea

manera las huellas de osos, y hienas y las pisadas de hombre,los cuales sólo el concurso de una serie de circunstanciasprovidenciales ha permitido descubrir, ha sido lo que hahecho posible su conservación.

Sólo un explorador-espeleólogo tan competente y obser-vador como el padre Cathala podía penetrar, por una vía tandifícil, hasta la caverna inferior donde el sueño de las cosasduraba desde hacía doscientos siglos.

262

30LAS GRUTAS HELADAS DEL MARBORE

Recordemos que en 1926, cuando la exploración de lagruta helada Casteret, había penetrado en una segunda grutaen la que no pude realizar una investigación por falta de tiem-po, por falta de material y porque me había separado mo-mentáneamente de mi esposa, que reposaba y me estaba es-perando a la salida de la gruta que acabábamos de atravesar.

Quizá se recuerde también que había proyectado volverlo más pronto posible al macizo de Marboré para reempren-der la exploración, apenas esbozada, de esta segunda caver-na helada situada a más de tres mil metros de altitud.

Pero el hombre propone y Dios dispone. ¡Cuántos impe-dimentos hicieron imposible realizar nuestro proyecto! Enlos años sucesivos me vi solicitado por toda clase de inves-tigaciones y trabajos en otras regiones; estuve encargadode diferentes misiones en varios países y, además, se desen-cadenaron acontecimientos, generalmente catastróficos, comola guerra civil en España, que cerró la frontera franco-espa-ñola durante tres años; luego la guerra mundial y todas lasconvulsiones que de ella se siguieron. Por todas estas razo-nes fue un cuarto de siglo más tarde, es decir, en 1950, cuan-do tuve ocasión de volver al macizo de Marboré.

En el mes de julio de dicho año, pues, volvía a salir delpueblo de Gavarnie y reemprendía el camino hacia el circo.

Ya no estaba en esta ocasión en compañía de mi esposa,llamada a Dios diez años antes; pero tampoco estaba solo.

Dos jóvenes, encorvadas bajo el peso de la mochila, ca-minaban a mi lado: mis dos hijas mayores Maud y Gilber-to, de unos veinte años de edad —la edad que tenía su mamá

263

Page 134: Mi Vida Subterranea

cuando el descubrimiento de la gruta Casteret—, me seguíansobre las nevizas de la Brecha de Roland.

La obligación que me he impuesto a lo largo de estaspáginas de no hacer mención más que de las etapas impor-tantes de mi carrera, sin detenerme en las secundarias, nome ha permitido relatar cómo me cuidé de que mis hijosaprendieran a andar bajo tierra desde la más temprana edad.Desde los cuatro o cinco años ya trepaban y correteabansiguiéndome por las cavernas, ya que como «padre desnatu-ralizado» —según me oí llamar alguna vez— me los llevababajo tierra, como su mayor alegría, y en realidad para subien; así aprendieron desde muy pronto a familiarizarse conlas decoraciones subterráneas y a no tener miedo de la no-che y de la oscuridad.

Con este precoz aprendizaje y, sin duda, también por lanoble herencia que recaía sobre ellos, mis hijos se convir-tieron muy pronto es espeleólogos que me honraban, y enquienes podía tener confianza.

A los dieciséis años Raúl participaba ya en las agitadasexploraciones de la Henne Morte.

A la misma edad, Maud y Gilberte habían efectuado sinvacilación exploraciones difíciles en simas y en cursos deagua subterráneos y se habían mostrado dignas de su madre.

Desde hacía mucho tiempo tenían el más vivo deseo deconocer esta extraña caverna helada, la Casteret, de la quehabían oído hablar desde su infancia y de la que habían vis-to varias fotografías.

Como era cierto que les faltaba conocer la más exttraordi-naria caverna que he descubierto, por ello estábamos ahoraen la Brecha de Roland a la que llegamos a la misma horatardía que antaño.

Habíamos tomado unos bocadillos en el mismo lugar queen 1926, y a la mañana siguiente, al amanecer, nos pusimosen marcha hacia la gruta de sus sueños.

Mientras avanzábamos me preguntaba cuál sería su reac-ción ante el misterioso pórtico de treinta metros de ancho yel lago subterráneo helado.

Fue excelente. Se tradujo por un entusiasmo y una es-pecie de fiebre de exploración que les hizo atravesar pres-tamente el lago helado y desaparecer, una tras otra, en lassalas laterales a la búsqueda, por lo que parecía, de prolon-gamientos que pudieran haber quedado inexplorados antaño.

264

- Atravesando el lago a mi vez y plantado solo sobre el ríode hielo, me sentí transportado a veinticinco años atrás,cuando la voz joven y cantarína de mi fiel compañera reso-naba bajo aquellas bóvedas.

Y de pronto me sentí muy viejo, dividido entre un sen-timiento de tristeza desgarradora y un sentimiento de pazpor haber vuelto a este lugar, testigo de nuestros hechos yhazañas de entonces, y por haber conducido allí a mis hijasen un peregrinaje de recuerdo.

Como en tantos otros lugares subterráneos, me pareciópor un instante adivinar una presencia, el dulce y ligerofantasma de mi esposa a mi lado, como en los tiempos enque, los dos jóvenes y fuertes, avanzábamos hacia lo desco-nocido por este glaciar subterráneo.

Pero una silueta y una presencia real surgen ahora: mihija Maud, que sale de la sala contigua y mira hacia el granvestíbulo. Lo atraviesa en toda su anchura hasta la pared.Allí se agacha e intenta meterse por una especie de grietahorizontal. Tendida sobre el hielo se esfuerza por introdu-cirse por aquella ranura inverosímil.

Me acerco a ella y finjo animarla, persuadido de que allíno puede haber más que un callejón sin salida carente deinterés.

Decididamente mis hijas se lo han tomado en serio: Gil-berte no ha vuelto aún de su reconocimiento y Maud se es-fuerza por abrir la grieta. Veo cómo se agita y cómo desapa-rece por ella, primero poco a poco y luego rápidamente;hasta el punto que tengo que dar un salto para cogerla porlos pies y detener un deslizamiento que me ha parecidosospechoso. Y sospechoso era, en efecto, ya que tras la bó-veda baja se abría un pozo vertical en el que Maud habíaestado a punto de caer y desaparecer.

No habíamos previsto tal abismo, y esta revelación nosobligó a volver un mes más tarde, con escalas que nos permi-tieron descender y admirar en un piso inferior, completa-mente helado, una pared de hielo fantástica, que nosotrosbautizamos con el nombre de Niágara Helado.

Maud y Gilberte tenían, pues, razón al realizar investiga-ciones en esta caverna que yo creía haber explorado porentero con mi mujer. Pero bajo tierra nunca se está segurode haberlo visto ya todo y una vez más tenía ocasión decomprobarlo.

065

Page 135: Mi Vida Subterranea

Otra sorpresa, otra revelación fue que, ya completadala exploración de la segunda gruta, en la que apenas habíapenetrado en 1926, pudimos descubrir varias más en losmismos parajes, todas igualmente curiosas y con maravillo-sas decoraciones.

Estas cinco grutas heladas —que bautizamos con el nom-bre de Grutas de los Rebecos, a causa de un encuentro enellas con estos animales— nos reservaban momentos agita-dos y memorables.

Nuestra cordada mixta, un hombre y dos muchachas, eraevidentemente demasiado débil para poder transportar a laespalda en tales altitudes un pesado cargamento de escalas,cuerdas, lámparas, crampones, víveres, sacos de dormir, et-cétera. Debimos operar con medios muy reducidos y por ellomismo muy peligrosos.

Más tarde, equipos de quince a veinte espeleólogos, atraí-dos por nuestros descubrimientos, organizaron expedicionesen regla a este Marboré español para buscar en él nuevascavidades.

Nuestras sesiones de exploración fueron muy peligrosasen aquellas cavernas heladas tan accidentadas, que escondíansimas interiores, glacis y cascadas congeladas cuya escaladay descenso resultaron muy delicados.

Dichas investigaciones fueron también penosas en razónde su duración desmesurada, en una temperatura siempreinferior a cero grados y en medio de violentas corrientes deaire. Nuestros campamentos nocturnos a la intemperie, porfalta de tiendas, demasiado pesadas para transportarlas, fue-ron también muy poco confortables e igualmente poco re-paradores.

Los ríos helados subterráneos, a pesar de todo, nos ofre-cieron un espectáculo inolvidable, uno de los más raros denuestro planeta. En las entrañas de aquellos picos gigantesen los que habíamos tenido el privilegio y la emoción dedescubrir las más altas grutas heladas del globo, todo essilencio y quietud, todo está inmutablemente fijado. Sola-mente un soplo glacial aulla lúgubremente en las cavernasy anima la soledad de estas naves desiertas y malditas, enlas que nadie había penetrado y en las que ningún ser vivopuede detenerse sin encontrar la muerte.

266

31LA PIEDRA DE SAN MARTIN

Las grutas y las simas se suceden, pero sin parecerse ennada unas a otras.

La forma de explorarlas varía enormemente también, se-gún se vaya a ellas solo, en pareja, en trío o cuando se tratade expediciones en regla, efectuadas por equipos numerosos,bien organizadas y con buenos materiales.

Montespan fue para mí el prototipo de la aventura soli-taria. La Cigalére, la sima Martel, la gruta Casteret, me re-cuerdan las exploraciones a dos con mi esposa. Las grutasheladas de los Rebecos, con mis hijas, fueron un trabajoen trío: Y finalmente, dentro de la categoría de expedicio-nes masivas y colectivas creía haber alcanzado el máximoen la sima de la Henne Morte.

Pero la sima de la Piedra de San Martín iba a reunirtambién a un gran contingente de hombres y de medios ex-cepcionales, por lo menos en las últimas operaciones, ya quelas primeras —como en la Henne Morte— fueron tarea deunos pocos hombres mal equipados.

El recuerdo del descubrimiento de la sima de la Peña deSan Martín es inseparable del nombre y de la personalidaddel físico belga Max Cosyns, quien, siendo niño aún, vinoa refugiarse con sus padres en el país vasco durante la gue-rra de 1914.

Fue la provincia montañosa de Haute-Soule la que eli-gieron como domicilio, y fue en esta región de simas y grutasdonde el joven Max se aficionó a la espeleología, que seríasu violín de Ingres y debía ocupar en el futuro sus vacacio-nes de verano, pues volvió cada año al país vasco, donde sehizo incluso construir un chalet.

267

Page 136: Mi Vida Subterranea

Desde 1935 tuve ocasión de trabajar con él en los grandesabismos de esta región privilegiada y estudiar conjunta-mente las circulaciones subterráneas, tan complicadas, queya Martel había abordado en 1908 y 1909.

Tras la guerra de 1939, Gosyns —escapado del siniestrocampo de concentración de Buchenwald— reemprendió conardor sus actividades subterráneas en el país vasco y cadaaño organizaba campañas espeleológicas, en las que parti-cipaba, que tenían como objetivo la búsqueda de un miste-rioso riachuelo subterráneo, cuva presencia había presentidoya Martel y que ahora Cosyns buscaba con todo afán.

Tras sus ascensiones a la estratosfera y sus inmersionesen el batiscafo con el profesor Piccard, mi amigo belga am-bicionaba descender al seno de la tierra y se empeñó en ellocon toda su calma y su tenacidad, tan características.

En 1950 escogió la loma fronteriza de la Peña de SanMartín para su campaña anual, compuesta tradicionalmentede un equipo belga y francés. Como cada año me había in-vitado; pero esta vez yo tenía proyectado volver al macizode Gavamie y del Monte Perdido con mis hijas, en una ex-pedición varias veces frustrada y aplazada desde hacía vein-ticuatro años, que deseaba efectuar a la búsqueda de grutasheladas. De ella resultaron los descubrimientos relatados enel capítulo anterior.

Fue en el curso de esta campaña en el país vasco cuandouno de los hombres del equipo, Georges Lépineu, descubriófortuitamente un orificio minúsculo pero que escondía unpozo vertical enorme, de trescientos cuarenta y seis metrosde profundidad.

Cosyns me avisó con un telegrama lacónico, pero elo-cuente para un espeleólogo: «Hemos descubierto la verticalmás grande conocida hasta ahora». A lo que yo pude res-ponder de una manera semejante: «Hemos descubierto lasgrutas heladas de mavor altitud conocidas hasta ahora».

Se cruzaron cartas de una y otra parte y quedó convenidoque la campaña de 1951 sería consagrada al descenso a estanueva sima gigante que en 1950 sólo había podido ser son-deada, a falta de material apropiado para efectuar el descen-so en ella.

El material en cuestión consistía en un torno provistode un cable de acero de cuatrocientos metros que se instalóen el orificio y permitió a Georges Lépineux descender a

a aquel pozo vertical sensacional, para aterrizar luego en unainmensa sala muy accidentada y en pronunciado declive.

El feliz descubridor de esta sima —que tomó en seguidael nombre de «sima Lépineux»— subió a la superficie y cediósu puesto a Jacques Ertaud (que había formado parte delequipo de la Henne Morte), quien se aventuró a su vez hastael fondo de la gran sala y escuchó allí el rumor de un torren-te que fluía por un piso inferior.

Algunas horas más tarde, Haroun Tazieff y Marcel Lou-bens habían sucedido a Lépineux y a Ertaud, y se asomabana una sala aún más vasta que la precedente, en la que des-cubrió el torrente.

Esta nueva nave inmensa, Loubens la bautizó con el nom-bre de Sala Isabel Casteret, en homenaje a la memoria demi esposa, que en 1934 había batido el record de Francia deprofundidad en la sima Martel.

El reconocimiento solitario de Loubens finalizó a unosquinientos metros y se convino en una expedición para elaño siguiente, que descendería nuevamente a esta sima, lacual se revelaba una de las más grandes conocidas hastaahora.

En 1950 mi campaña del Marboré no me permitió reunir-me con Cosyns y sus compañeros. En 1951 fue otra la razónque me lo impidió: dos días antes de la expedición a laPeña de San Martín, mi hijo Raúl se rompió una piernaen la sima de Esparros; además, mi hija Gilberte había sidovíctima de un ataque de apendicitis en el fondo de la grutade Barrabou (de lo que ya tendremos ocasión de hablarmás tarde).

Quedaron postrados en dos lechos de la misma clínica,uno enyesado y la segunda operada, y permanecí a su ca-becera mientras los tres íbamos siguiendo en los periódicoslas peripecias del descenso de Marcel Loubens hasta los qui-nientos metros de profundidad.

En el mes de julio de 1952 pude finalmente unirme a lanueva expedición a la sima Lépineux (designada por la Pren-sa «sima de la Peña de San Martín»).

Dicha campaña, con muy buenas perspectivas, comenzócon el descenso de cuatro hombres del equipo: Loubens, Ta-zieff, Occhialini y Labeyrie, encargados de instalar un cam-pamento en la Sala Isabel Casteret, de proceder a la colora-

86»

Page 137: Mi Vida Subterranea

ción del torrente subterráneo y de asegurarse de que la simacontinuaba en profundidad.

Este primer equipo cedió luego el puesto a un equipo enpunta que yo estaba encargado de conducir hasta la mayorprofundidad posible. Pero dicho equipo en punta no llegó aemplearse, pues fue en el momento del ascenso del equipoinicial cuando Marcel Loubens resultó víctima del accidenteque le costó la vida (una caída terrible en el gran pozo) y queinterrumpió y enlutó la campaña de 1952.

La conducta heroica del doctor Mairey, que descendióhasta el herido, suspendido del cable reparado sólo ligera-mente; el heroísmo no menos meritorio de nuestro co-equi-po, los «scouts» lioneses Ballandreau, Epelly y Letrone, quedescendieron y se colocaron a diversos niveles del pozo paraayudar al ascenso de la camilla; por desgracia, todo fue inú-til, porque Loubens agonizó y expiró en el fondo de la sima.

Nuestro dolor se vio aumentado ante la imposibilidad desubir el cuerpo de nuestro infortunado compañero, muertoen el campo de honor de la espeleología, a la edad de vein-tiocho años; fue inhumado con dificultad (por la falta detierra) al pie de una enorme roca de la sala Lépineux, queno es más que un terrible caos.

El mejor hombre del equipo, mi mejor alumno y amigopagó con su vida la ascensión en este peligroso pozo, másprofundo que alta es la torre Eiffel.

La causa del accidente fue la unión demasiado frágil deleslabón terminal del cable, en el lugar en que se fija al apa-rejo de paracaidista con que vamos equipados. Dicha juntu-tura, un modelo en su género, había sostenido en los añosprecedentes, en los que todos nosotros dependíamos de ella,todo el material que Max Cosyns había puesto en serviciodesde hacía una década. Personalmente había descendidodesde 1935 a lo largo de un cable más fino y con ayuda de untorno más ligero, en los pozos verticales de las simas veci-nas de Heyle y Utciapa, de descientos cincuenta y ciento cin-cuenta metros respectivamente.

Pero el material iba a tener un fallo y habría un víctimaen este 14 de agosto de 1952. El accidente podía haberle ocu-rrido a Occialini, que había descendido el último en la sima,es decir, inmediatamente antes del ascenso de Loubens, o amí mismo, que esperaba su llegada a la superficie para des-cender a mi vez. La fatalidad quiso que el eslabón se abriera

270

imperceptible o insidiosamente y que la víctima fuera Mar-cel Loubens.

Estas penosas cuestiones pronto se convirtieron en in-sensatas polémicas, desencadenadas y explotadas por laPrensa de sensación y escándalo, agravadas ante nuestraimpotencia por subir a la superficie el cuerpo de la desdi-chada víctima.

Dominando toda esta agitación y estas vanas e inútilesquerellas, el Gobierno concedió a Marcel Loubens la Ordende la Nación con la atribución de la Legión de Honor, en lossiguientes términos:

«Animado por una pasión completamente desinteresadapor la espeleología, no dejó de consagrarle desde su juven-tud sus mejores cualidades espirituales. Tras numerosas ex-ploraciones de cavernas y peligrosos descensos, emprendiócon valerosos compañeros, en el mes de agosto de 1952, laexploración realmente arriesgada de la sima de la Peña deSan Martín, donde encontró una muerte gloriosa al serviciode la Ciencia».

El mes de agosto de 1953 nos volvió a reunir a todos enel orificio de la sima con un doble objetivo: por una parte,proceder a la elevación de los restos de nuestro infortunadocompañero, pues según la tradición de la montaña no es po-sible dejar un muerto tras de sí. Y queríamos también —enhomenaje a su memoria y a su valentía— llegar hasta lameta y vencer el abismo, como lo habría hecho Marcel Lou-bens de no haber desaparecido en plena actividad.

La publicidad de mala ley, las polémicas detestables delverano precedente, tuvieron sin embargo una consecuenciainesperada y providencial, a saber, que nos beneficiamos devarias ayudas materiales y de personas; en particular delapoyo del Ejército.

Ya en el accidente de 1952 un avión militar de la base dePau nos había lanzado en paracaídas medicamentos y unacamilla especial para el transporte de heridos que sufren va-rias fracturas. Esta vez, dos «Dakota» llegaron hasta nos-otros y nos lanzaron varias toneladas de material, que cons-tituía todo lo que nos era necesario para la campaña.

Esta operación innovó la curiosa e inesperada colabora-ción de los hombres del aire con los hombres del subsuelo,que desde entonces no se ha interrumpido ya y presta seña-lados servicios a los espeleólogos que operan en montañas

271

Page 138: Mi Vida Subterranea

o en zonas aisladas o de difícil acceso. Colaboración tantomás preciosa cuanto que es efectuada como cortesía de laAviación Militar.

Como deseaba observar con detalle la arquitectura delpozo fatal, accidentado de cornisas, de grietas abarrotadasde piedras, de bloques inestables, y queriendo estudiar el de-licado problema de la ascensión del cuerpo de Marcel Lou-bens, descendí el primero en la impresionante vertical detrescientos cuarenta y seis metros, suspendido de un cablenuevo, movido por un nuevo torno y manejado por el inge-niero Queffelec.

Tuve así el triste y doloroso privilegio de arrodillarme elprimero en la soledad de las tinieblas de la sima, ante latumba de nuestro amigo.

Horas más tarde se unieron a mí el doctor Mairey, Delteil,Ertaud, Janssens, Treuthard y un colaborador español, On-darra.

Los siete atravesamos las salas Lépineux e Isabel Casteret,y una tercera sala de proporciones aún más desmesuradas:la sala de Marcel Loubens. Luego nos introdujimos en unagalería gigante donde encontramos el torrente, al que arro-jamos veinte kilos de fluoresceína. Seguimos avanzando hastallegar al pie de una barrera de bloques de veinticinco me-tros de altura, que escalamos para asegurarnos de si la ca-vidad continuaba más allá.

Y en efecto, era así, pues aún pudimos descubrir unacuarta sala y oímos el rumor del torrente a lo lejos, pordelante de nosotros; entonces dimos media vuelta para vol-ver al campamento subterráneo que habíamos instalado enla sala Lépineux, a algunos metros del mausoleo de MarcelLoubens.

El equipo en punta estaba compuesto de los «scouts»lioneses Balandraux, Epelly, Letrone y el belga Théodor, alas órdenes de Lépineux.

Este último no pudo estar con nosotros en 1952 por ha-llarse en una misión en Terre Adélie; pero, habiendo vueltoa Francia precisamente poco antes de que diera comienzo laexpedición de 1953, le había sido reservado —en su calidadde descubridor de la sima— el puesto de honor de jefe delequipo en punta.

Este valeroso equipo, del que estábamos convencidos queirla hasta el límite de sus posibilidades, quedó aislado por

873

completo, sin dar señal alguna de vida durante tres días, alcabo de los cuales comunicó con nosotros telefoneando des-de el fondo del gran pozo al que acababa de llegar.

Después de un trayecto subterráneo de tres kilómetros através de un caos inimaginable y después de atravesar sietesalas colosales y de declive muy pronunciado, entrecortadasde resaltes verticales, Georges Lépineux y sus compañerosalcanzaron la base de la sima a los setecientos metros deprofundidad aproximadamente, con lo que resultaba el abis-mo más profundo del mundo.

Los hombres del equipo en punta nos declararon que lassalas eran tan extraordinariamente vastas que no habíanpodido distinguir los límites, y que posiblemente podían en-cerrar galerías adyacentes y prolongamientos. Ante todo ellodecidí mi descenso inmediato al fondo de la sima.

Acompañado de Robert Lévi y del doctor Mairey, efectuéun descenso relámpago que nos permitió igualmente llegarhasta el fondo del abismo, sin descubrir tampoco ningunagalería lateral.

La sima de la Peña San Martín era evidentemente lamás profunda del mundo, y acabábamos de vencerla graciasal concurso exterior, tan valioso, y gracias a la abnegacióny devoción de tantos miembros del equipo que se sacrifica-ron en puestos intermediarios y en tareas ingratas, peroindispensables, en los que consiguieron tanto mérito comolos otros miembros de avanzada sin tener la recompensa y laexaltación de la victoria final y total. Una victoria que ha-bíamos pagado a precio tan alto con la muerte de nuestromás valioso y querido compañero.

En esto la espeleología se asemeja al alpinismo, en el quetodos los participantes se esfuerzan y se entregan por com-pleto a la tarea emprendida a fin de que dos o tres de entreellos puedan alcanzar la cima anhelada.

Pero nuestra victoria se deshacía en la gran amargura detener que confesarnos impotentes para cumplir la misiónsagrada que nos habíamos impuesto: la de arrebatar a lasima los restos de Marcel Loubens.

A priori acaso no pueda comprenderse qué era lo quepodía impedir izar un ataúd en un pozo vertical, aunquetuviera ciento cuarenta y seis metros de profundidad.

Sin embargo, el problema no era tan sencillo y la verticalde la sima no dejaba de estar erizada de canales naturales,

273

Page 139: Mi Vida Subterranea

de hendiduras y de pasajes en espiral donde algunos denuestros, hombres se encontraron con dificultades, no tenien-do bastante con sus brazos y piernas para salirse de ellos, se-pararse de las grietas, de los balcones en los que quedabanarrinconados para liberar el cable que se introducía por pe-ligrosos surcos.

Con razón temíamos que una carga inerte de más deochenta kilos no pudiera franquear todos estos obstáculos.Y ello fue en definitiva lo que nos determinó a abandonar porsegunda vez a nuestro pobre amigo en su tumba, al fondode aquella sima inhumana.

Nuestra campaña, pues, había resultado una victoria sen-sacional en un año rico en acontecimientos, pues que fueen 1953 cuando los alpinistas ingleses llegaron a la cima delEverest, la más alta del globo, y los espeleólogos franco-bel-gas habían descendido al abismo más profundo de la tierra,mientras que en el batiscafo se había alcanzado una profun-didad record bajo el mar.

Pero nuestra campaña quedaba ligada al fracaso queacabamos de relatar.

Por esta razón allí mismo se decidió otra campaña para1954, únicamente dedicada a la exhumación de los restos delcuerpo de Marcel Loubens.

Georges Lépineux había concebido un plan de operacionesy un material muy ingenioso, especialmente adaptado a lasdificultades y a las arriesgadas maniobras. Pero a pesar deestos perfeccionamientos, la operación resultó aventurada yse halló ante la amenaza de un fracaso.

El ataúd, de aluminio y perfilado especialmente en for-ma de obús, chocó y quedó atascado bajo un saliente amedio pozo.

Fue necesario recurrir entonces a una maniobra muydelicada y peligrosa, consistente en hacer descender a unhombre del equipo hasta dicho nivel. Este hombre, JoséBidegain, se colgó él mismo a lo largo de un hilo de acerocon ayuda de un aparato llamado «auto-elevador». Descendióhasta allí y consiguió desenredar el ataúd, y lo escoltó metroa metro a lo largo de la vertiginosa vertical ayudándolo apasar en los sitios delicados.

Pero mejor que cualquier comentario dejemos a Bidegainnarrarnos su aventura:

«Mientras descendía sólo tenía una preocupación: la de

274

ver el cable que sostenía la caja cruzarse con el hilo, másdelgado, de mi auto-elevador, arrinconarlo contra una rocay cortarlo en seco. Sin remisión: aquello sería la caída fatalen el vacío. Me venían a la memoria las palabras de Castereta la salida de la sima, hirientes como un estilete: "El iza-miento del ataúd será extraordinariamente peligroso... y es-toy midiendo mis palabras"...

»A pesar de todo, mi descenso se efectúa sin accidentealguno y llego al nivel del ataúd metálico aprisionado bajoel maldito saliente. Una serie de cortos descensos y ascensosque ordeno en el laringófono acaban por colocar el ataúden la posición justa que he escogido para poder sacarlo delcepo. Todo a punto: "Izad".

»Con la espalda en la pared, empujando el pesado ataúdcon las manos y los pies, lo saco de aquel rincón y empiezaa subir; aplastándome, pero sube. De cincuenta en cincuentacentímetros vamos subiendo los dos al mismo tiempo»...

Este ascenso alucinante, en el curso del cual Bidegainexpuso continuamente su vida, ¡duró trece horas mortales!

Al llegar arriba nuestro compañero se desplomó sin cono-cimiento, pero había vencido.

A los dos días, en una recoleta ceremonia —en la quese hallaban presentes las personalidades oficiales del depar-tamento del Alto Carona—, la familia Loubens tenía el con-suelo supremo de acompañar los restos de Marcel hasta elcementerio de su pueblo natal.

Nuestra expedición de 1954 a la Peña de San Martín habíaalcanzado, pues, su epílogo allí.

Por desgracia había costado la vida al mejor de entre losnuestros. Pero si la espeleología es una aventura y un depor-te, también es al mismo tiempo una ciencia múltiple y apa-sionante.

En la sima de la Peña de San Martín se han hecho com-probaciones y observaciones geológicas y mineralógicas, conel concurso de todas nuestras observaciones.

Fenómenos físico-químicos y meteorológicos (erosión, tem-peratura, corrientes de aire, niebla, condensación, ioniza-ción) han sido estudiados y registrados de esta manera. Sa-bíamos ya que la fauna cavernícola sería muy pobre en razónde la altitud y de la baja temperatura de la sima (cuatro

275

Page 140: Mi Vida Subterranea

grados), y que no podría contener más que troglobies adap-tados a aquellas condiciones de vida excepcionalmente pre-carias.

Teniendo en cuenta estas consideraciones, nuestra cose-cha fue magnífica: ocho troglobies diferentes, semiacuáticps,semiterrestres; dos de ellas pertenecían a una nueva especieque el doctor Rene Jeannel, profesor del Museo, ha bautizadocon el nombre de Aphaenops Loubensi en memoria de Mar-cel Loubens.

Son los vestigios de seres que han vivido en la superficiede la tierra y desaparecieron hace millones de años; son fósi-les vivientes como el famoso pez coelacanthe.

También la hidrogeología retuvo nuestra atención. El des-cubrimiento por Loubens del torrente subterráneo en el fondode la sima fue un acontecimiento que interesó a los espe-cialistas y confirió a las exploraciones un interés utilitariode primer orden desde el punto de vista de la industria hi-droeléctrica. Nuestros experimentos de coloración dieron aconocer el lugar de resurgencia del curso de agua subterrá-neo, a siete kilómetros de allí, mil doscientos metros másabajo en el valle.

Se podrá recuperar y utilizar este torrente subterráneoderivándolo en un túnel, por un conducto hasta las turbinasde una central hidroeléctrica, tras una caída de setecientosmetros.

Como es natural estábamos deseando volver a descendera la sima, en la que conocíamos una rama lateral que seprolongaba durante más de tres kilómetros, para alcanzarel fondo en una sala llamada de la Verná.

Pero había también otra desviación río arriba en la queme había aventurado con el doctor Mairey, Ballandrau yMauer, y donde tuvimos que detenernos, por falta de unbote, ante una capa de agua profunda.

A pesar de nuestro gran deseo de volver a la Peña de SanMartín tuvimos que esperar más de lo que hubiésemos de-seado. Ahora surgieron dificultades de frontera en relacióncon la sima. ¿Se encontraba en realidad en Francia o enEspaña?

La cuestión resultaba muy delicada, prácticamente insolu-ble, y sólo fue resuelta al cabo de seis años... Se admitióque el orificio se encontraba en España, por muy poco:¡veintidós metros!

276

Pero era francés durante dos kilómetros setecientos me-tros, y español durante un kilómetro. Esta curiosa sima, acaballo sobre la línea fronteriza era, pues, en definitiva fran-co-española.

Situación tan especial (aunque no única, ya que existeentre Hungría y Checoeslovaquia una cierta caverna de Aggte-lek-Domitza, de dieciocho kilómetros de longitud, que comunica con estos dos países) creó un verdadero conflicto, casiinfantil, pero tenaz, que nos tuvo separados de «nuestra»sima hasta 1960.

En este año, finalmente, pudimos hacer lo que hubiéramosdebido hacer tiempo antes.

Dejando aparte las vías diplomáticas y las demandas ofi-ciales de autorización, llenas de las múltiples consideracio-nes complicadas y puerilmente alambicadas de la burocracia,nos pusimos de acuerdo, simple y llanamente, con los espe-leólogos españoles, es decir, con los hombres que a su vezestaban tan impacientes y deseosos como nosotros de des-cender a esta sima tabú.

, Todo se simplificó,.,todo se hizo realizable, y el 7 de juliode 1960 dio comienzo la expedición tanto tiempo diferida,expedición que vino a colmar las esperanzas que los espeleó-logos franco-españoles habían puesto en ella por sus resul-tados sensacionales.

Habían pasado ya demasiados años para reagrupar denuevo el primitivo equipo francés. Lépineux, Bidegain, Del-teil y Mauer fueron sólo los representantes del antiguo gru-po, y ellos enseñaron los primeros pasos a los nuevos com-pañeros: Clot, Saunier y Casillas. También Queffelec fue fiela la cita con su torno de mano, perfeccionado para estaocasión.

Personalmente me dediqué a la organización de la expe-dición, y limité a esto mi tarea, decidiendo no volver a des-cender a la sima. Los seis años de interrupción, tan arbi-trarios como injustificables, no habían constituido impedi-mento para hombres de unos treinta años; pero a mí mehabían convertido en sexagenario, edad muy peligrosa paraun espeleólogo, para quien «lo esencial es tener veinte años»,como dice la canción.

El desarrollo de las operaciones me demostró que habíatenido razón al. renunciar. En efecto, el equipo subterráneo,

277

Page 141: Mi Vida Subterranea

que vivió diez días y diez noches en el frío, la humedad ylas tinieblas, tuvo que efectuar trabajos agotadores.

Y ni siquiera hallaron sus componentes la compensaciónde ver algo nuevo, de avanzar en terreno virgen, ya que sededicaron a rehacer el camino recorrido en los años prece-dentes hasta el fondo de la sima, escoltando y ayudando alos dos topógrafos, Saunier y Casillas, en su delicada tareade estudiar la topografía de la cavidad.

Confesemos que la perspectiva de no avanzar durante ho-ras y días enteros más que algunos hectómetros en aquelcaos rocoso, transportando cargas enormes, había pesadobastante en mi decisión de no volver a descender a la sima,que por otra parte conocía hasta el fondo en la rama fran-cesa, y hasta un kilómetro en la española.

Y los españoles, ¿qué habían venido a hacer a la Peña deSan Martín?

Habían venido para descender al pozo Lépineux, la cavi-dad vertical más grande conocida hasta ahora; para atra-vesar las salas gigantes de Navarra y Castilla y para embar-carse en el lago. En 1954 habíamos observado, ávidos y mara-villados, cómo en aquella capa de agua la violencia del vien-to llegaba a formar pequeñas olas.

Robert Mauer, de Besancon —el único hombre en la expe-dición de 1960 que en 1954 llegó hasta el final del ramalespañol—, estuvo encargado de conducir el equipo de sieteespañoles hasta el lago en cuestión.

El lado anecdótico de la historia está en que Mauer nosabía una palabra de español; pero bajo tierra existen esta-dos de excepción en los que todo pasa y se realiza normal-mente. Es necesario añadir que el jefe del equipo, Félix Ruizde Arcaute, el simpático espeleólogo de Tolosa, hablaba fran-cés a la perfección, ¡con un sabroso e inesperado acento deBruselas!

Los botes neumáticos que nos habían hecho falta en 1954se echaron al agua, y la navegación dio comienzo río arribahacia lo desconocido....

Rechazados por el viento que soplaba con fuerza de tem-pestad en aquella parte escondida de la caverna, que tomóel nombre de Túnel del Viento, dicho equipo se vio obligadoa pegarse a las paredes y remolcar los botes a lo largo deellas. Río arriba oyeron el rumor impresionante de una cas-

278

cada que ya les había señalado yo, lo que les había determi-nado a llevar una pértiga metálica de escalada consigo.

Pero no llegaron a utilizarla. La cascada no existía; erael ruido violento del viento en el túnel lo que producía laimpresión de una caída de agua. El error era clásico, y unavez más allí lo fue por completo...

Tras una navegación agitada de ciento diez metros poraquel túnel tortuoso, desembarcaron en la prolongación dela caverna. Aquí los españoles encontraron un confluente, elprimero encontrado en la Peña de San Martín. La gruta,siempre majestuosa, se divide en dos ramas, que fueron ex-ploradas, una durante cuatrocientos metros y la otra sobrequinientos.

Fue necesario transportar los botes y efectuar variostransbordos y navegaciones en una zona cada vez más acci-dentada. Finalmente el equipo se vio obligado a detenerse acausa de las crecientes dificultades, falto de material apro-piado para vencerlas. La caverna, pues, continúa río arriba,y se reemprenderá la expedición con medios acrecentados.

Mientras los siete españoles y Mauer exploraban y progre-saban río arriba, los seis franceses nombrados, ayudados porlos españoles Martín e Hidalga, llegaron hasta el fondo dela sima, en la prodigiosa sala de Yerna, que topografiaron,como el resto de la cavidad.

Esta nave colosal mide doscientos metros de largo y cien-to veinte metros de ancho, y su bóveda alcanza ciento cin-cuenta de altura a todo lo largo de la sala. Es la sala subte-rránea más vasta que se conoce.

El torrente se desploma allí en una cascada ensordece-dora, serpentea dando saltos por un lecho de rocas y luegodesaparece por infiltración en una playa de guijarros queconstituye el fondo de la sala.

Un experimento de coloración hecho" en 1952 y renovadoen 1953 nos había revelado él resurgimiento de dicho to-rrente subterráneo ocho kilómetros más allá, en el valle deSanta Engracia.

La profundidad total de la sima de la Peña de San Martínhasta la sala de la Verna había sido estimada en setecientosveintiocho metros, pero quedaba la duda de ello, ya que nohabía sido aceptada por todos nosotros, pretendiendo algu-nos que dicha profundidad no excedía de seiscientos cincuen-ta metros.

279

Page 142: Mi Vida Subterranea

La topografía precisa de 1960, efectuada con instrumen-tos perfeccionados y por profesionales con experiencia, hadado como cifra definitiva la de setecientos treinta y sietemetros.

Esta campaña topográfica ha permitido además la con-firmación de que la marcha realizada con brújula por los«scouís» lioneses Bállandrau y Letrone en 1953 era muy exac-ta; casi se podía superponer al plan topográfico de 1960.

Así, el túnel empezado en 1955 en el flanco de la montañapara intentar desembocar en la sala de la Verna, se reempren-dió y se acabó, ya que no quedaban más que apenas sesentametros.

El torrente subterráneo será, pues, capturado en la salade la Verna, derivado por el túnel, restituido al flanco de lamontaña, y por un conducto será llevado a una caída deseis a setecientos metros hasta las turbinas de una centralhidroeléctrica construida cerca del pueblo de Santa Engracia.

Es muy posible que la sala de la Verna —la de propor-ciones más vastas que se conoce, repetimos— sea igualmentehabilitada para la visita pública. Penetrando hasta ella sinfatiga y con toda clase de seguridades por un túnel artificial,los turistas desembocarán de pronto en esta nave giganteque podría contener dos veces la catedral de Nuestra Señorade París con sus torres de setenta metros y su flecha denoventa y cinco, sobre la que se podría superponer aún dosveces el obelisco de la plaza de la Concordia.

Iluminaciones apropiadas a ella y proyectores colocadosen lugares culminantes, pondrán de manifiesto el conjuntode esta sala prodigiosa, en la qué desembocaron en 1953cinco espeleólogos al término de una exploración alucinantede más de setecientos metros de profundidad.

Llegaron hasta allí con el estruendo ensordecedor de lacascada que se despeña en esta nave desmesurada, casi apo-calíptica, que constituyó en aquella época el final del abismomás profundo del mundo.

Esperemos que los guías que un día conduzcan la visitade la sala final de la sima de la Peña de San Martín tenganalgunas palabras de recuerdo para la labor y el heroísmo delos espeleólogos que se aventuraron por vez primera en lasprofundidades de este abismo verdaderamente excepcional;que trabajaron en su exploración completa hasta el fondo,pasando por peligros apenas imaginables que un día harían

280

posible la utilización industrial de las cataratas, como ha-brán hecho posible igualmente la visita de esta maravillasubterránea.

Y aún un último voto y un último ruego: que una placade mármol de los Pirineos, colocada en la sala de la Verna,en lo más profundo de la sima, lleve grabado el nombrede Marcel Loubens, «muerto en el campo de honor de laespeleología, en la sima de la Peña de San Martín».

281

Page 143: Mi Vida Subterranea

32DOS GRUTAS"DECORADAS": BARRABAOU Y TIBIRAN

Nuestras expediciones a la Peña de San Martín se habíansucedido durante cuatro años consecutivos, lo cual no puedeverdaderamente considerarse excesivo si se tiene en cuentaque la Henne Morte nos ocupó cinco años, y que mi amigoFierre Chevalier no llegó al final de la formidable red subte-rránea del Trou du Glaz, en el Delfinado, hasta al cabo deonce años.

Estas grandes expediciones, que comprendían habitual-mente numerosos participantes, dificultan muy a menudolas actividades personales de cada uno y obligan a efectuaruna campaña anual de quince días o tres semanas a lo sumo,en pleno verano, es decir, en la época de vacaciones, que estambién el período de descenso del nivel de las aguas bajotierra.

Las campañas de 1951 a 1954 en la Peña de San Martínme dejaron, pues, asuetos personales, puesto que mis activi-dades están dirigidas en su totalidad al subsuelo, y puededecirse que llevo una vida semisubterránea.

Fue así que en 1951 llegué a la región de Eyzies, en Dor-doña, rica en grutas prehistóricas, todas ellas de fama bienmerecida.

El primero de abril de 1951, el señor Maufrangeas, pre-sidente del Sindicato de Iniciativas de Bugue (a seis kiló-metros de Eyzies), me rogó qué procediera a algunas inves-tigaciones en la sima de Proumeyssac, habilitada desde hacíatiempo para los turistas, cuya visita había sido posible gra-cias a importantes trabajos.

Al salir de la sima de Proumeyssac volví a atravesar la

283

Page 144: Mi Vida Subterranea

Vézére, y en compañía de dos de mis hijos me dirigí a visi-tar, a medio kilómetro del pequeño pueblo de Bugue, unagruta de la que me aseguraron que no ofrecía interés algunoy que llevaba un nombre extraño, de ortografía incierta, queme intrigó: Bara Bao, Bara Bahau, Barrabaou.

Situada encima de la carretera de Bugue a Saint-Alvéne,la entrada de la caverna es más bien decepcionante, ya queel pórtico natural, bastante ancho, ha sido completamentetapado. Una puerta baja y estrecha da acceso al interior.

Pero una vez franqueada esta puerta, la gruta se revelade grandes proporciones, espaciosa y de bóveda elevada. Ungran vestíbulo rectilíneo, lleno de grandes rocas caídas deltecho sobre el suelo terroso, me causó una excelente impre-sión hasta el punto que dije a mis hijos: «He aquí una grutaque ha debido ser habitada en los tiempos prehistóricos yque bien podría encerrar grabados o pinturas murales».

Pero un poco más allá veo vestigios de excavaciones:sondeos y zanjas a medio llenar atestiguaban que otros in-vestigadores habían pasado por allí, y que si la caverna habíaencerrado frescos ya habrían sido vistos y señalados ante-riormente. Por otra parte, nos encontramos a pocos kilóme-tros de Eyzies, en una gruta muy conocida y de fácil acceso;en verdad no podían esperarse descubrimientos en un sectortan estudiado y escudriñado por generaciones enteras dearqueólpgos.

Dejando momentáneamente a mano izquierda una salainclinada y quedándome en la galería principal, llegamosa un pasillo en el que la bóveda desciende mientras el suelosube de manera evidente. Es necesario encorvarse para seguiradelante. El techo se eleva un poco ahora, pero sólo algunosmetros. Las dimensiones de la caverna son menos impresio-nantes, y no tardamos en encontrarnos ante un enorme taludterroso obstruido por bloques de roca.

Ha habido en este lugar un gran hundimiento que haunido el techo al suelo y ha cegado la caverna.

El nombre de Barrabaou (o Bara Bahou) podría procederde este derrumbamiento final de la gruta, y sería la onoma-topeya que evocase el derrumbamiento de las rocas. Pero sepodría pensar también en Barraban, es decir, en el nombreque las brujas dan al diablo, al «sabbat»: la gruta de Barra-ban sería, pues, la gruta del Diablo.

Según mi costumbre de explorar las cavernas en sus

284

grandes líneas a la ida, y de escrutarlas cuidadosamente entodos sus detalles en el camino de regreso, vuelvo a pensaren la eventualidad de descubrir dibujos prehistóricos en lasparedes.

Organizo a este efecto el orden de marcha y la tarea decada uno. Mi hija Maud escrutará la pared de la derecha,mi hijo Raúl seguirá la pared de la izquierda, mientras yome reservo el techo bajo y accidentado.

Cada uno se coloca en su puesto y nos ponemos en mar-cha. Es preciso añadir que mis hijos estaban familiarizadosen esta clase de búsquedas especiales, tan minuciosas, y quesabían «ver» perfectamente las inscripciones prehistóricas.

No había dado aún tres pasos con los ojos fijos en eltecho, cuando Maud, que avanzaba no lejos de mí, exclamó:

—¡Aquí veo un caballo!En aquel instante, en el momento de dirigirme hacia

ella, vi yo a mi vez una silueta débilmente incisa en el techo.—¡Un bisonte!Y en aquel mismo momento, Maud anunció de nuevo:—¡ Otro caballo!Raúl, que todavía no había dicho nada, abandonó preci-

pitadamente su pared izquierda (que se reveló estéril) y sedirigió hacia nosotros; pero al hacerlo, se detuvo de prontocon los ojos fijos en la bóveda y exclamó:

—¡Y aquí hay un oso!Un cuarto de hora más tarde, al término de un febril y

agitado estudio de aquel lugar, habíamos descubierto y regis-trado todos los grabados de la gruta Barrabaou, que se hallanlocalizados la mayor parte en el techo.

Se cuentan allí una quincena de animales, de los cualeslos más grandes tienen más de dos metros de largo: seiscaballos, dos uros, dos bisontes, un ciervo, dos íbices, unrinoceronte, un felino y un oso.

Estos grabados se cuentan entre los más antiguos cono-cidos (época auriñaciense), lo que les confiere una antigüe-dad de unos treinta mil años.

Digamos también que son de línea ruda y primitiva. Enmedio de tantas grietas, fisuras y asperezas de la roca oxi-dada y pastosa, son poco visibles y apenas reconocibles.

Ello explica que no fueran vistas ni tan siquiera por quie-nes efectuaron las excavaciones en la gruta, quienes habían

285

Page 145: Mi Vida Subterranea

buscado sin éxito alguno representaciones de figuras ani-males.

El anuncio de nuestro descubrimiento —quizá a causa dela fecha del primero de abril (1)— fue acogido de una formabastante desconcertante. Tuvimos cierta dificultad en vencerla incredulidad de los mismos que nos habían rogado quehiciéramos algunas exploraciones en las grutas del términomunicipal de Bugue.

No se quería ni se podía creer que existieran grabadosprehistóricos en una gruta conocida por todo el mundo, portodos los habitantes, por todos los chiquillos de la localidad,y en la que innumerables arqueólogos habían entrado sinsospechar nada.

En resumen, aquella misma noche propusimos una visitanocturna a la caverna al presidente del Sindicato de Inicia-tiva, que quedó entonces definitivamente convencido. Mani-festó incluso un enorme entusiasmo, y desde la mañanasiguiente organizó una visita «oficial» de una caravana detreinta personas: autoridades de Bugue, arqueólogos de laregión, entre ellos el director de Antigüedades Prehistóricasde la Dordoña, periodistas y fotógrafos de Prensa.

Todo el mundo estaba de acuerdo en reconocer y declararque nunca se habían señalado grabados prehistóricos enla gruta de Barrabaou y que se trataba de una verdaderarevelación.

Allí mismo se convino la habilitación de la caverna parael público, y ello se realizó muy pronto: taquilla en la en-trada, tarjetas postales y folletos ilustrados, guía, ilumina-ción eléctrica, carteles fotográficos bajo un cristal reprodu-ciendo los dibujos en su emplazamiento, para ayudar a losvisitantes a reconocer las siluetas de los animales en el techo.

Se organizaron además visitas nocturnas con conferen-cias sobre el arte prehistórico, ilustradas con proyeccionessobre una pantalla instalada en el interior de la gruta.

Meses más tarde, el padre Breuil, al volver de un largoviaje al África austral, visitó Barrabaou, y declaró al salirde la caverna: «La autenticidad cuaternaria de las figurasque ornan la pared izquierda, es indiscutible. La pared cal-

(1) El primero de abril en Francia, es conocido por las bromas e«inocentadas», de noticias y acontecimientos sensacionales falsas.(N. del T.)

carea margosa descompuesta en arcilla y llena de cortes desílex era la menos indicada para recibir estas imágenes; sinembargo, toda la superficie ha estado trabajada con eldedo o con un bastón, trazando surcos, líneas, puntos, delos cuales muchos componen figuras de cuadrúpedos degrandes dimensiones, a menudo mezcladas unas con otras.Pueden distinguirse, no sin dificultad, animales bastantegrandes trazados con el dedo o con un bastón. La dimensiónde las figuras es de uno o dos metros. El carácter de losdibujos, por rudo y grosero que pueda parecer, es de unbuen estilo naturalista. Barrabaou —añadía— no es un capí-tulo único en la Prehistoria del Arte; no es más que unpárrafo de ella; pero constituye un documento original, esen-cial y nuevo, que todo prehistoriador deberá conocer y apre-ciar en su justo valor de introducción».

Tras esta breve incursión en Perigord volví a mis Pirineossubterráneos, en los que no tardaría en encontrar otra nuevagruta, o por lo menos revelar que una gruta antiguamenteconocida y que personalmente hacía tiempo que frecuentaba,encerraba igualmente grabados prehistóricos que habían per-manecido hasta entonces insospechados.

Esta pequeña aventura tuvo como escenario la gruta deTibiran, donde he estado estudiando asiduamente una coloniade murciélagos.

Se recordará quizá, según hemos relatado anteriormente,que fue el 6 de febrero, precisamente volviendo de la grutade Tibiran, cuando tuvo lugar el nacimiento de mi hija Rai-munda; y fue aquel día cuando coloqué el anillo en la grutaa aquel murciélago ecléctico que pasaba el invierno en Tibi-ran y durante el buen tiempo iba a veranear al campanarioy a la alcaldía de Escanecrabe, donde el yesero Bonnemaisonlo descubrió en dos. ocasiones, mientras que yo lo encontréa mi vez otras dos en la antes citada caverna.

Fue a esta gruta a la que llevé un día a mi hija pequeñaMaría, de cuatro años de edad, para que recibiera su bautis-mo espeleológico, según una fórmula un poco particular.

Tras descender con ella hasta el fondo de la sala incli-nada y oscura, expliqué con calma a la pequeña que habíaolvidado una cosa en el exterior, que iba a salir a buscarloy que se quedaría sola un momento bajo tierra.

Quería, con ello, darme cuenta de si la forma en que habíaeducado a mis hijos había sido eficaz. Me he esforzado siem-

287

Page 146: Mi Vida Subterranea

pre en familiarizarlos con la oscuridad y a no temerla. Nuncales he contado historias de lobos, ni de bandidos, ni dehadas, ni las muchas tonterías que hacen a los niños mie-dosos. Nunca les había hablado de las tinieblas para queles tuvieran miedo, sino al contrario.

En definitiva se presentaba una ocasión para averiguarsi María podía quedarse sola a los cuatro años en una gruta.

Dejé, naturalmente, una lámpara encendida a su lado, leenseñé que podía entretenerse haciendo bolas de barro delas que le confeccioné unas muestras, y salí de la cavernapara volver a entrar en ella un cuarto de hora más tarde.

Un cuarto de hora sola en una gruta. Mucha gente encon-traría esto demasiado largo e inquietante...

Pero no fue esto lo que consideró María. Había soportadoperfectamente la prueba, y no parecía encontrarse asustadani apurada. Pude comprobar al mismo tiempo que habíallenado de bolitas todo el suelo a su alrededor y había escu-chado atentamente en el silencio, pues dijo que había oídolos murciélagos.

Pero se equivocaba, ya que los murciélagos son comple-tamente silenciosos; eran las gotas de agua que caían dela bóveda al suelo lo que había oído en aquella calma so-lemne.

Quedé contento de su comportamiento y del buen resul-tado de mi método; pero tengo que decir, en verdad, quela niña se volvió miedosa luego, hacia los siete u ocho años,cuando estuvo en condiciones de leer historias que yo hu-biera querido que ignorara; cuando, olvidando mis recomen-daciones, se le contaron tonterías por la vecindad, y cuandoel cine pudo turbar su espíritu, como el de toda la juventudy como el de tantos adultos.

Pero volvamos a la Prehistoria y a la gruta de Tibiran,en la que penetré —una vez más— en 1952 en compañía deRaimunda y María, entonces de catorce y doce años respec-tivamente.

Aquel día, trjas una sesión de captura y colocación deanillos a los murciélagos, mi lámpara se había volcado y elagua se extendió por el suelo.

Para llenarla de nuevo tuve que deslizarme a rastras pordebajo de una bóveda que daba acceso a una minúsculasalita en la que sabía que existía un pequeño charco de agua.Mis hijas me siguieron a aquel reducto, donde procedí a

288

llenar mi lámpara; e íbamos ya a salir de él, cuando vi en'la pared un nombre escrito en grandes letras con negro dehumo.

Contrariado y enojado por esta firma poco elegante eintempestiva, cuya proliferación degrada tantas grutas y cons-tituye verdaderos atentados a la belleza de las cavernas, mepuse a borrar el patronímico con barro, cuyo color armo-nizaba con el de la roca y devolvía su integridad a la pared.

Satisfecho de mi obra de saneamiento y salvaguardia, ibaa marcharme ya cuando de pronto mi mirada se posó sobreuna inscripción mucho más discreta, apenas visible, que mehizo latir apresuradamente el corazón, no ya de indignación,sino de emoción. Aquellos trazos, casi indistintos, formabanun cuerpo, una figura, una figura animal, y un instante des-pués podía distinguir y admirar la silueta de un caballofinamente trazado con un buril sobre la roca.

Pasada la primera sorpresa, pregunté a mis hijas si veíanalgo en la pared. Sorprendidas por mi pregunta, fijándoseen el lugar donde momentos antes había frotado con barro,me aseguraron que ya no veían la inscripción.

Con el índice y casi rozando la roca, me puse a seguir lostrazos del caballo grabado. Al momento una doble exclama-ción me anunció que ellas también lo «veían».

Ambas quedaron maravilladas y entusiasmadas de la reve-lación de este caballo, que nadie había notado hasta entoncesdesde que aquel artista magdaleniense lo trazó artísticamen-te con un buril de sílex, quince mil años antes. En su entu-siasmo y en un impulso inesperado, ¡María besó al caballomagdaleniense en el hocico! Este gesto espontáneo me recor-dó ciertas reacciones que se han hecho célebres de EmileCartailhac, quien en las sesiones de excavaciones, en el si-lencio de las cavernas, entonaba a veces la Marsellesa cuandole entregaban un objeto interesante.

Hacía veinte años que conocía la gruta ,de Tibiran, muycercana a la de Cargas, que presenta numerosos grabadosmurales y alrededor de un centenar de mutiladas huellas demanos. Esta proximidad me había incitado ya hace tiempoa tratar de encontrar obras parietales semejantes en Tibiran,pero nunca pude encontrar nada, y al cabo de un tiempodejé de examinar las paredes.

Había buscado mal por lo tanto, y sólo el incidente delnombre que me agaché a borrar y una iluminación furtiva

289

Page 147: Mi Vida Subterranea

y favorable, me habían revelado este caballo, que ahora nosparecía que «saltaba a la vista».

Instintivamente miré alrededor de mí antes de salir delreducto en el que nos encontrábamos los tres. Y cuál no fuemi sorpresa al descubrir a menos de un metro del caballola silueta de un oso, y a su lado la parte trasera de un ani-mal irreconocible, cuya parte delantera se encontraba bo-rrada.

No salimos de la gruta sin haber procedido a un examendetallado de todas las paredes. Pero en vano; y esta vez está-bamos seguros de no habernos dejado escapar un solo di-bujo.

Sin embargo, nunca se puede estar demasiado seguro enestas materias, y no íbamos a tardar mucho en comprobarlo.Algunos meses después de nuestro hallazgo, que elevaba acatorce el número de grutas ornadas en los Pirineos, un jovende Montréjeau fue a Tibiran para ver los grabados que noso-tros habíamos descubierto.

Como detalle gracioso consagró una parte de la tarde abuscarlas sin encontrarlas. Pero otro detalle sorprendentefue que me escribió señalándome que le había parecido dis-tinguir algunas huellas de manos análogas a las de la grutade Cargas, aunque más atenuadas.

Bastante intrigado me dirigí a Tibiran con este jovenarqueólogo, Jacques Jolfre, quien me mostró efectivamentecuatro o cuíco huellas de manos muy pálidas, pero de for-ma precisa, que yo no había sospechado.

Esta última revelación puede servir de tema de reflexión,y prueba que en materia de búsqueda de grabados y de pin-turas prehistóricas no hay que desanimarse nunca y debemoscontinuar escudriñando siempre con la mayor atención y lamayor tenacidad posible.

Aunque, en verdad, el cerco se cierra cada vez más y lasgrutas ornadas inéditas son cada vez más raras, limitandoasí el campo de hallazgos y las posibilidades de descubrirobras rupestres.

Pero la experiencia ha enseñado que no hay que dedicarseexclusivamente a las grutas y cavidades ignoradas hasta elmomento e inexploradas. Barrabaou, Rouffignac, para no ci-tar más que los últimos casos, prueban que pueden descu-brirse tales vestigios en las gi-utas conocidas desde hacetiempo e incluso muy visitadas.

£90

¿No se han descubierto en 1958 nuevos grabados en lospasillos hasta ahora olvidados de la gruta de la Mouthe, enla que se conocían dibujos desde 1895? ¿No se han descu-bierto en el mismo año de 1958 dibujos prehistóricos en lagruta de Massat, en Ariége, conocida desde antiguo?

Nuestra conclusión lo mismo en Perigord que en los Piri-neos o en otras regiones, es que aún queda campo paranuevas investigaciones.

Nunca la arqueología ha suscitado tanto interés, nuncase ha visto tanta actividad, ni tantas expediciones a travésdel mundo, a la búsqueda de civilizaciones desaparecidas, delos orígenes de la Humanidad, de los orígenes del Arte. YFrancia es un país privilegiado en esta materia.

Todos los que frecuentan las cavernas y se hunden bajotierra deben estar atentos y examinar cuidadosamente pare-des y techos rocosos; también los suelos de barro. Un díase verán recompensados de sus fatigas y de los peligros pa-sados, con descubrimientos sensacionales.

291

Page 148: Mi Vida Subterranea

33LA CIGALERE DE LAS CINCUENTAY DOS CASCADAS

Proseguir la exploración de una gruta o de una sima cono-cida ya en parte, descubierta por otros, a veces desde hacelargo tiempo, no puede llevar en sí el entusiasmo y la atrac-ción que posee cuando uno mismo es el descubridor y elexplorador de dicha cavidad.

Por esta razón es preferible siempre descubrir, a marchartras las huellas de predecesores. Lo que en alpinismo cons-tituye la emoción de una «primera», no es apenas compara-ble a la emoción de una «primera» subterránea.

En efecto, el alpinista no descubre ni improvisa más queel itinerario de una montaña conocida y escalada por otroscaminos; mientras que en espeleología se descubre realmenteun orificio o una entrada; se penetra en él el primero, y acada paso, a cada escalón que se avanza se descubre lo iné-dito y lo desconocido.

A menudo pensaba en la Cigalére, uno de mis más apa-sionantes descubrimientos. Recordaba los ejercicios acrobá-ticos y acuáticos tan difíciles y penosos que nos habían per-mitido, a mi esposa y a mí, llegar hasta el tercer kilómetrode esta espléndida caverna.

Sabía que se prolongaba río arriba, más allá- de aquellanovena y temible cascada que no pudimos franquear, y mepreguntaba a veces si esta exploración sería continuada undía.

Personalmente no veía posibilidad alguna de ello, salvoen el caso que pudiera interesar a un gran equipo y empren-der una difícil y costosa expedición en aquellos parajes per-didos de la alta montaña.

293

Page 149: Mi Vida Subterranea

Había vuelto una vez solo hasta el segundo kilómetroy al pie de la primera cascada. Había evocado intensamentelos ejercicios gimnásticos de antaño, cuando con mi mujerhabía escalado y franqueado hasta ocho cascadas.

Pero esta retrospectiva, quizá a causa de su agudeza,había sido algo muy cruel para mí, y había decidido no vol-ver nunca más a la gruta de la Cigalére, que además habíasido profanada y saqueada por visitantes bárbaros.

Y he aquí que en 1953 recibí al mismo tiempo, en la mismasemana, dos cartas de procedencia muy diferente, pero ambastratando sobre el mismo asunto.

Desde Bruselas y desde Marsella escribían pidiéndomenoticias de la gruta de la Cigalére, adonde les parecía queno se había realizado ninguna otra expedición desde 1939.Deseaban conocer mis intenciones sobre dicha caverna y sieventualmente les autorizaba a proseguir la exploración co-menzada por mí.

Esta doble demanda, en ambos casos proveniente de jóve-nes, me impresionó agradablemente. Les respondí que yo notenía ningún derecho sobre la gruta de la Cigalére; que dichagruta pertenecía a todo el mundo, desde el punto de vistaespeleológico, y que estaría muy contento si ellos se inte-resaban por esta exploración inacabada.

Les aconsejé unir sus esfuerzos (financiación, organizacióny material) para realizar una expedición franco-belga. Lesenvié también todas mis notas y croquis que pudieran ser-virles (descripción de lugares, altura de las cascadas, ideas,etcétera). Obtuve finalmente para ellos que la explotaciónminera (que había sucedido a la empresa hidroeléctrica) pu-siera a su servicio su cable-portador de varios kilómetros,así como los locales para dormir, situados a unos dos milmetros de altitud, no lejos de la entrada de la gruta.

Esta expedición tuvo lugar en 1953. Yo había sido invi-tado amablemente por los franco-belgas, pero, por una eno-josa coincidencia, se realizaba en aquellos mismos momentosnuestro descenso a la Peña de San Martín.

En 1954 los mismos espeleólogos, en grupo aún más nu-meroso y mejor organizado, volvieron al asalto de las casca-das de la Cigalére. De nuevo me renovaron su invitación, peroeste año coincidieron otra vez las fechas con nuestra cam-paña estival de la Peña de San Martín, y no podía estar almismo tiempo en ambos sitios.

294

Fue en 1954 cuando finalmente conseguimos arrebatara la sima el cuerpo del desgraciado Marcel Loubens, queyacía en el fondo de ella desde 1952. Y en este mismo mesde agosto de 1954 la Cigalére, a su vez, hizo una víctimaen la persona de Michel de Donnéa, joven de Bruselas, deapenas dieciocho años, que pereció en las aguas glaciales dela Cigalére, en aquel momento en una crecida impresionante.

Finalmente, en agosto de 1955 —mis expediciones a laPeña de San Martín habían terminado— pude unirme a latercera campaña de la Cigalére. Los franco-belgas habíanrealizado una brillante tarea en el curso de las sesiones pre-cedentes.

Desde 1953 habían conseguido instalar un vivac subterrá-neo al pie de la séptima cascada, y partiendo de esta base,siete hombres provistos de pértigas metálicas telescópicasatacaron la cascada número nueve.

Tras varias tentativas y complicadas maniobras, arries-gándose constantemente, pudieron alcanzar la cumbre deesta temible cascada (en la que mi esposa y yo habíamosfracasado). Avanzando por el agua llegaron hasta el pie deotra caída, en la que tuvieron que dar media vuelta, ateridos,agotados y tras haber consumido toda su provisión de luz.

En 1954 se formó de nuevo otra expedición de gran en-vergadura. Un equipo de quince hombres decididos y orga-nizados introdujeron en la gruta cuatrocientos metros decuerda, trescientos metros de escalas, tiendas isotérmicas,palos de aluminio, botellas de gas butano, cajas con racionesalimenticias concentradas, teléfonos, etc. Revestidos de equi-pos estancos, los tres grupos de cinco hombres efectuaronun asalto en regla a las cascadas.

Tras varios días de lucha en un ambiente hostil en ex-tremo, el equipo de vanguardia consiguió alcanzar el kiló-metro cinco de aquella caverna infernal hasta, el pie de lacascada número veintiséis.

Este gran éxito iba a terminar por desgracia en drama.Una crecida súbita sorprendió al equipo avanzado en elcamino de vuelta, amenazándolo gravemente. En definitiva,quedaron bloqueados en una sala por la subida de las aguas,que formaban un gran lago subterráneo cuyo nivel casi toca-ba la bóveda.

Y fue en el curso de las maniobras de salvamento orga-nizadas por el equipo procedente del exterior cuando se

296

Page 150: Mi Vida Subterranea

produjo el naufragio en el que uno de ellos, Michel de Don-néa, que se había presentado voluntario para esta peligrosamisión, atacado de congestión, pereció ahogado.

La campaña de 1955 tenía por objetivo alcanzar la cascadanúmero veintiséis, e intentar por todos los medios vencerla,

Una vez liberado ya —como he dicho— de las campañasde la Peña de San Martín, tuve ahora ocasión de unirme enla Cigalére con los amigos de Bruselas, Aix y Marsella, queme esperaban.

Al contrario de la Peña de San Martín, en la que cadaaño efectuábamos un avance en profundidad, a la vertical,aquí en la Cigalére nuestra meta estaba al final de algunoskilómetros más en horizontal, escalando y superando lasdifíciles cascadas que se nos presentaban.

A veintitrés años de intervalo penetré, pues, de nuevoen «mi» Cigalére, con intenciones aventureras, pues se mehabía reservado un puesto de honor en la expedición, la deguía del equipo de vanguardia, compuesto de Georges Con-rad e Ivés Griosel, de Marsella, y Van den Abeele, de Bru-selas.

Realmente emocionado volví a encontrar de nuevo aque-llas decoraciones tan conocidas por mí y llegué hasta lanovena cascada, ante la que antaño debimos capitular miesposa y yo, chorreando, temblando de frío y con las manosvacías, sin una sola pértiga más e impotentes para conti-nuar nosotros dos una tarea que sólo un fuerte equipo podíallevar a buen término.

Esta novena cascada, de diecisiete metros, la superé sindificultad, ya que había sido dotada de una escala.

Pero a partir de ella yo me encontraba ya en tierra des-conocida para mí, y quedé asombrado de las enormes pro-porciones de la caverna y del trabajo de titanes que los fran-co-belgas habían debido realizar para escalar y superar lassucesivas cascadas. Todo ello representaba riesgo y esfuerzosextraordinarios; en verdad que aquellos jóvenes espeleólogoshabían realizado grandes proezas.

Nos detuvimos a la altura de la cascada dieciséis, dondese había instalado el campamento segundo: una tienda colo-cada de través sobre una losa rocosa encima de la catarata.El rugido impresionante y horrible de ésta nos sobresaltótoda la noche, que pasamos incómodamente, demasiado apre-tados en aquella tienda tan exigua.

296

A la mañana siguiente partimos de nuevo hasta alcanzarla cascada veintiséis y, de ser posible, seguir más allá.

El éxito de la expedición —el trabajo de tres años conse-cutivos— dependía de nosotros, del éxito de nuestra propiamisión. Fácil es imaginar la emoción y el ardor con que nosacercamos a la cascada. Únicamente Conrad la había entre-visto el año anterior, y sus informes no eran precisamentedemasiado optimistas. Estimaba su altura en unos veintidósmetros —la altura de un quinto piso— y aseguraba queestaba defendida además por un profundo lago, al que caíala tromba de agua.

Al llegar a la sala de la cascada pudimos comprobar quesus recuerdos eran exactos y en nada exagerados. Resultabaen verdad imposible acercarse a la cascada y atacarla defrente.

El mismo Conrad se arriesgó por una pared resbaladiza,chorreando agua, en la que los pitones apenas se sostenían.

Ayudándonos los cuatro unos a otros y «asegurándonos»mutuamente por procedimientos muy problemáticos y contécnicas realmente censurables, dada la calidad execrable dela roca podrida, conseguimos vencer finalmente aquella terri-ble cascada.

Al superar el obstáculo nos dejamos arrastrar por unmomento de fiebre y exaltación. La «terrible veintiséis» habíasido vencida. El equipo de vanguardia no había fracasado;las esperanzas depositadas en él se habían podido realizar,y avanzando en el agua a tres grados, pues estábamos empa-pados desde hacía rato, nos introdujimos por un pasillo fácily espacioso.

No se oía ningún estruendo de cascada río arriba; había-mos pasado la meta de los cinco kilómetros y salvado dos-cientos metros de desnivel desde la entrada de la gruta, locual era de primordial interés para la futura utilización deltorrente subterráneo por la empresa eléctrica de Francia.

Todo iba a las mil maravillas y avanzábamos confiados,satisfechos, suponiendo que acaso saldríamos de nuevo a laluz en territorio español, en la meseta de Liat, ya que efec-tivamente nos encontrábamos bajo la cordillera fronteriza,cuando de pronto nos vimos ante un estrechamiento y unsifón terminal inexorable. Habíamos llegado al final de lagruta de la Cigalére.

Era algo irremediable, ante lo que naturalmente no tenía-

297

Page 151: Mi Vida Subterranea

mos poder alguno; simplemente, nos encontrábamos en elfinal. Pero estábamos desmoralizados, tristes, repentinamen-te decepcionados, como frustrados en nuestra exploración,sin embargo, más que honorable.

—I Tres años de luchas continuas para llegar hasta aquí!—dijo uno de nosotros en tono desolado. (Como si todas lasgrutas no tuvieran su fin.)

—Bien —dije yo, tratando de elevar la moral—, esperabaeste momento desde hace veintitrés años, ¡y estoy realmentecontento de conocer el fin de la Cigalére y haber podido llegarhasta aquí!

Evidentemente, lo conseguido en esta campaña de 1955era bien poco: habíamos escalado la última cascada y avan-zado unos doscientos metros.

Esta «punta» final, este último piso, fue bautizado conel nombre de «Galería Isabel Casteret», como justo homenajea la valentía de la primera exploradora de la Cigalére y dela vecina sima Martel.

De vuelta a la tienda del campamento segundo, en un es-tado de agotamiento físico increíble, ya que vivíamos desdehacía tres días en el frío negro y el agua helada, pudimostelefonear al exterior para anunciar el resultado de nuestraexploración. Para atenuar la crudeza de la información y elmagro resultado obtenido, añadimos que al mismo tiempohabíamos pasado, sin explorarlos, los afluentes secundariosy las galerías adyacentes, que merecían ser visitadas y queacaso reservaban nuevas sorpresas.

En cuanto a nosotros, habíamos «tenido ya nuestra ra-ción», como decía Griosel, y nos encaminamos hacia la salida,hacia la luz y el sol de que tan necesitados estábamos.

La exploración de los siete afluentes no aportó nada nue-vo al conocimiento y a la penetración de la red subterránea;pero, a pesar de todo, los diferentes equipos que procedierona dichas investigaciones salieron extenuados tras una estan-cia de cuarenta y ocho horas bajo tierra. Completaron, sinembargo, una hazaña deportiva memorable, ya que habíanescalado veintiséis nuevas cascadas. Ello elevó a cincuentay dos el número de cascadas de la colosal Cigalére.

En cuanto a los doscientos veinte metros de desnivel quehabían sido finalmente escalados, con todas las dificultadesmencionadas, hicieron posible la utilización del torrente sub-terráneo para la industria hidroeléctrica.

298

34LAS SIMAS DEL MACIZO DE ARBAS

Tras la exploración victoriosa y favorable de la gruta dela Cigalére, los espeleólogos provenzales, que habían tomadocariño a los Pirineos, me preguntaron si conocía algún otrocampo de operaciones, un macizo en el que pudieran ejercersus actividades y satisfacer su pasión por el mundo y lascavidades subterráneas.

Yo había ya previsto su deseo, y al año siguiente les llevéal macizo de Arbas, mi paraíso subterráneo; aquella regiónfabulosa en la que llevaba exploradas innumerables cavi-dades, desde el Poudac Gran, mi primera sima, hasta lasiniestra Henne Morte.

En 1947 habíamos acampado bajo la tienda, a doscien-tos cincuenta metros de profundidad, en una sala de la Hen-ne Morte, entre el estruendo ensordecedor de una cascadaque caía en un pequeño lago eternamente agitado. Vivíamosallí en la niebla de las cascadas espumeantes y heladas, enuna atmósfera, saturada de agua, un tanto alucinante.

Un día, nuestro querido padre Cathala (muerto prema-turamente en 1948, al día siguiente de su espléndido des-cubrimiento de pistas humanas prehistóricas en Aldéne), in-tentaba leer su breviario, enfundado en su capuchón, cuandoal pasar por su lado me cogió del brazo y me dijo:

—¿Sabe usted de dónde proviene esta cascada diabólica?—dijo, gritándome.

—No tengo la más mínima idea —conseguí por fin queme entendiera, igualmente a gritos. y

—Bien, he aquí un bonito problema y materia para unamagnífica campaña subterránea...

En efecto, sabíamos dónde resurgían las cascadas de la

299

Page 152: Mi Vida Subterranea

Henne Morte, por una prueba de coloración que nos lo habíarevelado: la Fuente de las Encinas, en el valle de Planque.Pero lo ignorábamos todo respecto a su procedencia.

Alguno de entre nosotros había elevado los ojos hacia lacima apenas discernible de esta Cascada del Lago, como lallamábamos.

Jean Deudon, del Spéleo-Club Alpino de París, alpinistae himalayista consumado, se había interesado por este pro-blema en la gruta inundada por la tromba de agua. Peronosotros no podíamos dedicarnos a las dos tareas: explorarla Henne Morte en su profundidad y al mismo tiempo inten-tar escaladas, por otra parte condenadas al fracaso, en elpozo del afluente que nos prodigaba sus aguas.

Tres años más tarde, en 1950, volví al macizo de Arbaspara intentar conocer lo mejor posible la red que, río arriba,alimenta las cascadas de la Henne Morte. Para ello no podíamovilizar un equipo y organizar un descenso en la sima hastala cota —250, y tuve que contentarme con las investigacionesde superficie en la Coume de Ouére, donde sabía que existíanorificios de simas.

Hice estas investigaciones en compañía de dos de mishijos, Raúl y Maud, y encontramos en efecto varias cavernasprofundas, a las que no pudimos descender por contar tansólo con una cuerda y una sola escala de veinticinco metros.

Hacia el anochecer, cuando nos separamos para dar unabatida en el bosque y aumentar así las ocasiones de encontrarnuevas simas, oí a lo lejos la voz de Raúl que nos llamabacon insistencia.

Transmití la señal a Maud, que patrullaba aún más lejos,en los parajes de los ventisqueros, en pleno bosque de abe-tos. Guiados por su voz llegamos hasta él en una zona rocosamuy compleja, en medio de macizos de frambuesas y mir-tilos, donde .había descubierto algo interesante.

Era la entrada de una caverna que exhalaba una violentacorriente de aire muy frío. El pasillo de entrada se encon-traba en un estado caótico y en excesiva pendiente; era nece-sario ayudarse con las manos para descender hasta unaimponente encrucijada, en la que se erguían grandes esta-lagmitas y pilares de hielo muy pintorescos.

Pero esta sala helada no terminaba aquí: la caverna seprolongaba en profundidad por diversos pozos superpuestoslo suficientemente estrechos como para permitirnos descen-

300

der por ellos con los brazos y las piernas separados, tocandolas paredes. Luego fuimos detenidos por un final a pico deuna treintena de metros, en cuya base se oía el murmullode una corriente de agua. Desenrollamos nuestra escala, yRaúl descendió mientras Maud y yo le sosteníamos.

La escala resultó demasiado corta y mi hijo quedó sus-pendido durante algunos instantes en el extremo de ella,mientras agitaba su lámpara eléctrica por debajo de él, enlas tinieblas.

Este examen incómodo y rápido le permitió, sin embargo,el reconocimiento de un río subterráneo que caía en cascadapor una diaclasa elevada y que fluía en dirección nordeste.

Estas características me hicieron sospechar que acaso setratase de alguno de los afluentes de la Henne Morte. Enaquellos momentos era sólo una hipótesis, y otras explora-ciones, otras campañas, me llevaron de aquellos lugares aotros macizos: las grutas heladas del Marboré en 1950, lasima de la Peña de San Martín de 1951 a 1954, y la gruta dela Cigalére en 1955.

Al llevar a mis amigos de Aix y Marsella al macizo deArbas del Alto Carona, les había hablado de una posiblecomunicación entre la sima que había estado explorando en1950 y la Henne Morte. Así, los esfuerzos se orientaron haciaeste problema, y la campaña se llamó «Expedición HenneMorte, 1956».

Dicha expedición comenzó con un lanzamiento en para-caídas magistral, efectuado por los aviadores militares de labase de Pau, los mismos que nos habían prestado su apoyo,realmente valioso, cuando las campañas de la Peña de SanMartín.

Una vez que el campamento de superficie estuvo instaladoa 1.400 metros de altitud, en el valle de la Coume Ouarnéde,cerca del bosque, varios equipos comenzaron simultáneamen-te la exploración de diferentes simas y cavernas.

Desde la primera incursión en la sima en la que me habíaintroducido con Raúl y Maud, los resultados fueron excelen-tes. Los espeleólogos llegaron a la diaclasa entrevista enaquella ocasión por Raúl, y fueron avanzando por—una «callede agua» muy accidentada, por la que recorrieron varioshectómetros. Pero la falta de embarcación les obligó a dete-nerse ante un profundo lago.

Al día siguiente un equipo de siete hombres emprendía

301

Page 153: Mi Vida Subterranea

la continuación de la exploración, y gracias a un bote neu-mático consiguieron pasar el lago y seguir a través de des-niveles y cuencas profundas.

Entre los miembros de este equipo provenzal se encon-traban dos pirenaicos, veteranos ya de las expediciones a laHenne Morte: mi fiel Delteil y yo mismo. Y no éramos noso-tros los menos entusiastas y menos excitados ante la ideade que acaso íbamos a desembocar en «nuestra» HenneMorte.

Fuera este entusiasmo, fueran las prisas, o simplementeun momento desgraciado, lo cierto es que, al escalar unprofundo escarpe, una repisa rocosa se rompió bajo mispies y caí al agua, en una caída tanto más desagradable ydesastrosa, ya que no me hallaba equipado con combinadoestanco. Era culpa mía, pues un hombre que cae al agua enuna de esas cavidades de montaña, donde la temperaturaes siempre tan baja, no está ya en condiciones de hacer grancosa y, como consecuencia inmediata, debilita la fuerza desu equipo.

Delteil, que lo sabía, quedó preocupado por mí e insistióvarias veces para conducirme a la superficie. En efecto, erannecesarias dos personas para atravesar de nuevo el lago yasegurarme mutuamente en los ascensos por las escalas. Menegué obstinadamente, asegurando que no era la primeravez que me sucedía y que podría resistir el frío perfecta-mente hasta el final.

En realidad estaba empapado, y temblaba de tal maneraque mis movimientos y maniobras quedaban con ello seria-mente comprometidos. Así que, con todo mi pesar, tuve querenunciar a continuar en el equipo de vanguardia, que aca-baba de llegar a la cima de un pozo de sesenta y cinco me-tros. Con Delteil, Gicquel y Dilandro, me consagré a formarparte del equipo de sostén de los tres hombres avanzados,quienes se hundieron en las escalas en una sucesión de cas-cadas impresionantes.

Era el único que había dejado de ponerme el combinadoestanco y estaba pagando cara esta culpable omisión. Lapagué con diez horas crueles e interminables, al cabo delas cuales, colgado e inmovilizado sobre un estrecho balcónbarrido por una corriente de aire glacial, temblaba de fríosin descanso.

Pero una idea me sostenía en aquella situación: la persua-

802

sión —ya lo sabía por experiencia— de que saldría de allísin ni siquiera un resfriado o un dolor de garganta.

Disculpándome por esta corta digresión y por estar tra-tando de mi persona de manera tan insistente, quisiera co-mentar aquí con ello el «estado de gracia» que se producetan a menudo en plena acción, una reacción del organismoque inmuniza providencialmente, mientras que en tantasotras circunstancias, las más triviales y menos expuestas, losespeleólogos se resfrían tan prosaicamente como «cualquierotro mortal».

Tony Baurnand ha señalado en su libro Cazadores de rebe-cos el hecho semejante de un cazador enfurecido a quienencontró un día, sudando y sin aliento por haber subidomuy de prisa una vertiente en persecución de un rebeco, yque se echó en la nieve a esperar allí pacientemente.

Más tarde Tony Burnand hizo observar a este hombre queaquel baño de nieve, sudado como estaba, podía haber tenidoconsecuencias graves; a lo que el cazador respondió: «Perovea usted, señor, ¡mientras espera, la sangre le calienta!»Y añadió una explicación de su concepción, que indudable-mente traducía un fenómeno sicofisiológico: «Mientras loestoy viendo no corro peligro».

Ello puede hacer pensar en el gato, animal por naturalezafriolero, capaz de quedarse echado en la nieve y bajo latormenta, con la inmovilidad del faquir, para poder seguiracechando un ratón o un topo.

Como el cazador de rebecos, pues, o como el gato enacecho, sentía el frío glacial en mí, pero sin miedo alguno.Más tarde, cuando tras laboriosas y arriesgadas maniobrascon las escalas, oímos subir de las profundidades cinco sil-bidos estridentes, respondimos con gritos salvajes de entu-siasmo, que me dieron un poco de calor.

Los silbidos se renovaron y nosotros comprendimos conello que, como se había convenido, nuestro equipo de van-guardia acababa de poner el pie en la sima de la HenneMorte.

Conrad, Frangin y Weydert habían llegado efectivamentea la cota —250 en la sala del campamento subterráneo de 1947,donde identificaron el lugar y encontraron diversos restosde las expediciones de antaño, entre otras cosas el famoso«sombrero chino» que nos había protegido de la violencia de

803

Page 154: Mi Vida Subterranea

las cascadas y de los desprendimientos de piedras, cuando eldescenso hasta el fondo del abismo.

Así, el equipo de Aix y de Marsella, en 1956, acababa decompletar lo que los parisienses y los pirenaicos de 1947 nopudieron realizar, y ahora conocíamos mejor aún el meca-nismo hidrogeológico de la red de la Henne Morte.

Esta nueva sima-gruta-río subterráneo lo bautizamos tam-bién con el nombre de «Marcel Loubens» en recuerdo delpionero de la Henne Morte. Era un homenaje debido a lamemoria de nuestro llorado compañero, que había descen-dido el primero en la sima, que había sido herido en ella degravedad y que había alcanzado el fondo.

Esta comunicación hidrogeológica Marcel Loubens-HenneMorte, íbamos a conocerla aún más profundamente cuandodías más tarde uno de nuestros compañeros avanzó río arri-ba en la sima Marcel Loubens, en dirección a una cierta grutade Coume Nére, muy próxima a ella, y explorada ya ante-riormente por Félix Trombe.

Ahora bien, esta última gruta, de setecientos metros delongitud, está atravesada de principio a fin por un cursode agua subterráneo, que es el mismo que se encuentra enla sima Marcel Loubens y en la Henne Morte. En muy pocasocasiones se había podido seguir así, tan completamente, uncurso de agua en su travesía subterránea.

Nuestra campaña de 1956 en el macizo de Arbas nos per-mitió también otras exploraciones, en cuyo detalle no entra-remos aquí, pero que nos introdujeron en un valle vecino:el de Coume Ouarnéde, que iba a ocuparnos durante años.

En el mes de julio de 1957 volvimos, pues, a CoumeOuarnéde, con los ojos escudriñando el cielo, de donde nosllegaba el material lanzado en paracaídas por los aviadoresde la B. E. T. A. P (Base escuela de las Tropas Aereotrans-portadas de Pau); y vueltos luego hacia el suelo, donde nosaguardaban grandes perspectivas.

En efecto, una prueba de coloración efectuada el veranoanterior nos había mostrado que el riachuelo de CoumeOuarnéde, que desaparecía bajo tierra a 1.300 metros dealtitud, resurgía cuatro kilómetros más allá, al pie de unmacizo.

Existía, pues, una comunicación subterránea, que noso-tros habíamos bautizado ya con el nombre de Red Trombe,en honor de nuestro colega y amigo, el espeleólogo Félix

304

Trombe, que había estudiado este macizo desde 1934 y diri-gido las operaciones de 1946 y 1947 en la Henne Morte. Delo que se trataba ahora era de intentar penetrar en estacirculación subterránea y, para ello, buscar las grutas situa-das por encima del curso hipogeo supuesto y descender aellas.

Esta tarea fue laboriosa y nos ocupó cinco campañas con-secutivas (de 1956 a 1960), pero fecunda en revelacionessensacionales, y en momentos de tensión, penosos y dramá-ticos en algunas ocasiones.

Donde no se conocía absolutamente nada antes de comen-zar nuestras investigaciones, se descubrió una serie de gru-tas de primer orden, algunas de ellas más profundas inclusoque la Henne Morte, que se cuentan entre las más impor-tantes de nuestro país.

Para no citar sino simas de más de doscientos metros,mencionemos la sima Duplessis (—200 metros), la de MarcelLoubens (—230 metros), el Pozo del Viento (—300 metros), lasima Raymonde (—492 metros) y la sima Fierre (—564 me-tros). Estas dos últimas ocupan el tercero y el cuarto puestoentre los abismos más profundos de Francia; la Henne Morteviene en quinto lugar.

Pero, además de su profundidad, estas simas nos propor-cionaron interesantes «ojeadas» sobre el curso subterráneodel riachuelo de Coume Ouarnéde, en las que conseguimosrecorrer largos trayectos, explorando casi de principio a fin—salvo algunas lagunas debidas a sifones— esta excepcionaly emocionante Red Trombe.

Haría falta un libro entero para relatar con detalle estaepopeya subterránea, escalonada en cinco años, que vamosa resumir aquí en algunas páginas.

Tuve ocasión de colaborar con los espeleólogos más sim-páticos que he conocido y con los que he trabajado en unambiente realmente excepcional.

Estos compañeros, gracias a su formación de «scouts»,poseían un espíritu y una disciplina magníficos que no siem-pre acompañan —es necesario confesarlo— a ciertos espe-leólogos acaso demasiado independientes y un tanto anár-quicos; lo cual no facilita verdaderamente las relacionesentre el equipo, ni tampoco ciertas exploraciones en las quees necesaria una obediencia absoluta y una devoción que amenudo debe convertirse en abnegación total.

606

Page 155: Mi Vida Subterranea

Estas cualidades preciosas supieron inculcarlas los jefesFierre Gicquel, Hélin y Magal en su equipo de Aix, y Conrad,Propos, Leschix y Griosel en su grupo marsellés. Unos equi-pos de hombres jóvenes pero prestigiosos: Frangin, los her-manos Pernin, Lafont, Ravoux, Dilandro, Reboul, Nalin, Mau-rel, Parent, Vincent, Cavallin, Weydert y todos aquellos quetrabajaron las cinco campañas de Coume Ouarnéde.

¿Y cómo no mencionar aquí también con admiración yagradecimiento al reverendo padre Frémy, capellán del gru-po, y colaborador de excepción, el «Capellán de la sima Ray-monde», por haber celebrado la misa en sus profundidades?

Como no se trata de escribir un manual de espeleologíani un tratado de las aguas subterráneas, ahorraremos al lec-tor el desarrollo de las operaciones en la Coume Ouarnéde,así como los resultados técnicos obtenidos. Nos contenta-remos con traer aquí algunas escenas y anécdotas más omenos pintorescas.

Pero antes unas palabras sobre la etimología y la verda-dera ortografía de la palabra Ouarnéde, que no es más queuna horrible deformación y una detestable grafía que no tie-ne significado especial alguno en ninguna lengua ni dialectode la palabra louernére. La Coume louernére es el valle, elbarranco Invernal, es decir, simplemente, un lugar frío.

Los mapas están llenos de errores de este género. Unode los más graciosos e inesperados —uno entre tantos— esel de una cierta Coume de la Baque (Baque en patuá signi-fica Vaca), que se convirtió en el mapa del Estado Mayor,tras algunas transformaciones en la Coume de l'Evéque (1).

En resumen, a pesar de la etimología señalada antes y apesar de todas las herejías debidas a cartógrafos poco fami-liarizados con los dialectos pirenaicos y poco preocupadospor el verdadero significado y la verdadera ortografía, nosvemos obligados a seguir escribiendo y empleando CoumeOuarnéde para poder ser comprendidos y estar de acuerdocon los mapas.

El primer día de nuestra campaña inicial de 1956, recibi-mos el lanzamiento del material en paracaídas —como yahemos mencionado anteriormente—, realizado impecable-

(1) Evéque, significa en francés, obispo. Fonéticamente muy pare-cida a Baque. De aquí el error ortográfico.

M6

mente y debido a la cortesía de nuestros amigos de la avia-ción militar de la base de Pau.

Todo se estaba desarrollando como habíamos previsto,el «Dakota» nos había visto perfectamente (gracias a nues-tras señales con lienzos extendidos en el suelo), y tras dejar-nos una treintena de bultos con el material volvió a su base;más tarde, cuando hacía ya rato que el «Dakota» había des-aparecido, un pequeño biplano, un «Stamp», voló por encimade nosotros, evolucionó a una gran altura y nos lanzó unpequeño paquete adornado con una banderita.

Dicho paquete, a causa de su poco peso, fue arrastradopor el viento y cayó muy lejos de nosotros. Nuestras bús-quedas resultaban inútiles, cuando finalmente uno de losguardias de Arbas, que habían venido a asistir al lanzamientoen paracaídas, lo vio encima de un arbusto. Todos nos apre-suramos a felicitarle por su buena vista, y a abrir aquelpequeño paquete con tanta prisa como curiosidad.

¡Contenía una bomba fumígena con su respectivo modode empleo, y una pequeña y amable dedicatoria de nuestrocolega Delteil, que nos deseaba un feliz lanzamiento!

Como los famosos carabineros de Offenbach, el pequeñoavión del Aero-Club de Saint-Girons había llegado una vezacabada la batalla, y cuando a la mañana siguiente nuestroamigo vino a reunirse con nosotros en el campamento, conla mochila a la espalda, fue recibido con una ovación porsus buenas intenciones un tanto tardías. ¡Alguien habló deencender la bomba de humo bajo su tienda cuando estu-viera dormido!

Pero se le concedió el indulto, y el «pote de humo» fueconservado para el lanzamiento del año próximo.

Desde los primeros descensos a las simas del macizo, losprovenzales quedaron sorprendidos y emocionados al des-cubrir en el fondo de aquellos pozos naturales, no sólo esque-letos de vacas y corderos —lo que constituye algo muy co-rriente—, sino también esqueletos de osos, de los que sellevaban los cráneos como trofeos.

Y es que en realidad esta región montañosa tan boscosa,escondiendo tales caos rocosos llenos de guaridas y madri-gueras, ofrece todas las características para un perfecto acon-dicionamiento del oso de los Pirineos, que existe aún hoy endía. Personalmente he visto en diversas ocasiones sus huellasen la nieve, y en abril de 1960, uno de nosotros, Emile Bugat,

80T

Page 156: Mi Vida Subterranea

se encontró de pronto frente a un oso hembra y su osezno.Quizá pueda causar asombro que estos animales tan astu-

tos y tan desconfiados hayan podido caer en las simas. Peroalgunos de estos pozos, cuyos orificios están a veces disi-mulados por una vegetación exuberante, constituyen verda-deras trampas naturales, y el oso que vaga durante toda suvida por esos lugares, acaba por caer en ellas.

En invierno y en primavera la nieve recubre las ramas,los matorrales y las aberturas, formando frágiles e insidiosospuentes de nieve que se hunden con el peso de cualquieranimal por menudo que sea: comadrejas, martas, ardillasy con mucha más razón bajo la pesada masa del plantígrado.

Otra sorpresa, otro descubrimiento nos esperaba en uncierto abismo llamado «Glaciére» (Heladora), porque el hielose conserva allí hasta en pleno verano.

A unos treinta metros de profundidad encontramos, enuna sala redonda, los vestigios de una escala de madera muyrústica y dos palas o paletas talladas groseramente tambiénen madera, con la forma de una pala de las que usan lospanaderos en los hornos.

Estos restos, inesperados en tal lugar, tenían su historia,que nos fue contada por un pastor viejo, que ya la habíaoído contar a su abuelo (lo que remontaría la historia apro-ximadamente a 1850).

Hacia esta época dos hombres de Arbas quisieron descen-der a dicho pozo con ayuda de una escala que posiblementehicieron allí mismo, y con ayuda de las palas, igualmentefabricadas por ellos, extraer el hielo y explotar así esta minasubterránea.

El hielo se llevaba al pueblo (cuatro horas de camino)en canastas al hombro. Luego, cargado sobre un pequeñocarro tirado por una muía, había sido conducido hasta Tou-louse (a cien kilómetros), donde el resto del cargamentohabía sido vendido al hostal Hotel de Dieu y a un importantecafé, en una época en que no se conocía aún el hielo arti-ficial.

A pesar de su embalaje en sacos y entre heléchos, el hielodebía haberse fundido en parte durante el viaje, y este oficiono podía ser rentable más que en verano. Pero parece serque los dos hombres se empeñaron durante largos añosen este negocio, que requería una cierta valentía y tantotrabajo para una ganancia probablemente muy pequeña.

Una de las primeras noches que pasamos bajo la tiendadel valle en 1956, estuvimos intrigados por un ruido insólito,una especie de tintineo metálico que cambiaba constante-mente de lugar, como si fuera una de las numerosas ovejasque pastaban durante todo el verano en libertad por el ma-cizo. Pero el ruido no recordaba una campana, ni siquierauna campana resquebrajada.

La explicación la tuvimos al día siguiente por la mañana,cuando pudimos comprobar que un cordero, merodeandopor nuestra despensa, se había calzado una botita con unbote de conserva. El animal había errado así durante todala noche sobre las rocas, produciendo este ruido insólitoque tanto nos había intrigado. Naturalmente, organizamosinmediatamente la caza del «cordero herrado» y conseguimoslibrarle de su herradura.

Las vacas y las ovejas pronto se convirtieron en dema-siado familiares y atrevidas. En sus incursiones importunassaqueaban nuestras tiendas.

El mejor medio para ahuyentar a estos pacíficos cuadrú-pedos, demasiado entusiasmados con nuestras toallas, servi-lletas y demás ropa blanca, además de los calcetines puestosa secar sobre los matorrales, lo encontró Jean-Marie Reboul.Con su clarinete producía unos sonidos tan desgarradoresy discordantes, que en general los ovinos y aún más los bovi-nos, daban media vuelta rápidamente en cuanto empezabana salir las primeras notas de él.

El descubrimiento de las principales simas de CoumeOuarnéde fue naturalmente resultado de búsquedas minucio-sas por parte de los espeleólogos. Muchas de ellas se encon-traban realmente muy disimuladas, desconocidas por todos,incluso de los pastores, cazadores y leñadores. Este fue, porejemplo, el caso de la abertura descubierta en 1956 por FierreGicquel, el jefe de los «scouts» de Aix, que se convirtió enla sima Fierre, una de las más importantes del mundo, consus ciento sesenta y cuatro metros de profundidad. El mismoaño descubría yo en los mismos parajes el Pozo del Viento,con una entrada muy modesta, que no había sido señaladaanteriormente, pero cuyas proporciones internas resultaronrealmente colosales.

El año siguiente iba a descubrir un agujero minúsculoescondido entre heléchos y que se convertiría en la simaRaymonde, por haber sido mi hija la primera en descender

S09

Page 157: Mi Vida Subterranea

a ella, tras la desobstrucción de una gatera que daba accesoa este abismo de cuatrocientos noventa y dos metros de pro-fundidad.

Y fue en el curso de la campaña de 1958 cuando uno denosotros, Ferrández, volvió un dia al campamento declarandoque acababa de descubrir, entre la sima Fierre y el Pozo delViento, un nuevo abismo, cuyo orificio según él era compa-rable a la impresionante abertura de la Henne Morte.

Esta declaración, realmente sorprendente, nos parecióimposible —o mejor digamos exagerada—, de manera queinmediatamente nos pusimos en camino para ir a verificarlas noticias de nuestro compañero.

No había exagerado en absoluto: la garganta de esta nue-va sima era realmente impresionante, y su exploración nosreveló un pozo cilindrico vertical de doscientos metros deprofundidad.

Una revelación semejante, a ciento cincuenta metros exac-tamente del Pozo del Viento, que conocíamos desde hacíados años, dará una idea aproximada del caos fantástico queexiste allí en la penumbra casi perpetua del bosque deabetos.

El feliz descubridor de esta nueva sima tan enorme nopudo dar su nombre de pila a su hallazgo, como teníamoscostumbre hacerlo. En efecto, se llamaba Raymond, y ellohubiera creado continuas confusiones con la sima Raymon-de. Los «scouts» de Aix-en-Provence pertenecían al grupode Plessis de Grenedan, y Ferrández declaró que «su» abismose llamaría la Sima del Píessis.

Ya de antemano hemos renunciado a relatar, incluso agrandes trazos, las numerosas sesiones que fueron necesariaspara la exploración de Coume Ouarnéde, que nos ocuparoncinco años consecutivos. Pero vamos a permitirnos recordaraquí algunas sesiones típicas o señaladas, o algunas aventurase incidentes vividos en las profundidades de aquellas gran-des cavidades.

Fue. así, por ejemplo, para volver a la sima de Plessis,que un día Ferrández descubrió allí un esqueleto de perrocuyo collar llevaba una placa de cobre en la que estaban cui-dadosamente grabados un nombre y una dirección. Tuvo lacuriosidad de escribir a ella, y supimos que se trataba de unanimal desaparecido tres años antes y cuyo propietario habíasospechado que su vecino lo había envenenado. Sin embargo,

310

este perro de pastor, que según parece tanto gustaba demerodear, se había aventurado solo por la montaña y habíacaído accidentalmente en la sima.

El hallazgo de Ferrández, pues, tuvo un doble, inclusotriple resultado: aclaración del enigma de la desaparicióndel perro, probar la inocencia del pretendido envenenadory reconciliación de los dos vecinos. ¡ Después de esto niegúeseaún el interés y la utilidad de la espeleología!

La sima Fierre, en razón de las campañas sucesivas nece-sarias dada su profundidad excepcional, fue teatro de variosincidentes y escenas memorables. En 1957, unas violentastormentas causaron unas crecidas desmesuradas dentro delas simas en el momento en que un equipo se hundía en unade ellas, hacia los cuatrocientos metros de profundidad.

Tres hombres formaban dicho equipo: Perrin, Nalin yNunzi, que se encontraron de pronto prisioneros tras un sifónque la subida de las aguas hacía insuperable.

Delteil abandonó entonces el vivac subterráneo donde seencontraba un equipo de sostén y consiguió, por pasillos su-perpuestos al curso subterráneo en crecida, llegar hasta elgrupo aislado y conducirlo, por unos conductos fósiles, fueradel alcance de mayores crecidas. Dicho pasillo tomó el nom-bue de Pasillo de los Ahogados.

Los ocho hombres se reagruparon, pues, en lugar segu-ro, pero imposibilitados de volver a la superficie, porque lospozos se encontraban inundados por una catarata de aguafangosa.

Los componentes del equipo exterior tampoco podían des-cender al pozo con el fin de socorrerles. Fue necesario espe-rar a que disminuyera la crecida, lo que se produjo al cabode cuarenta y ocho horas.

El año siguiente, en 1958, un equipo, del que yo formabaparte, fue avanzando en distancia y en profundidad y pudoinstalar un vivac sencillo, del que se destacó un equipo enpunta, que alcanzó la profundidad de quinientos sesenta me-tros y llegó a un remanso de la corriente subterránea enforma de lago. Guy Maurel y Máxime Félix se embarcaronallí en un bote neumático y navegaron unos ciento veintemetros hasta un sifón terminal, ante el que tuvieron que vol-verse atrás.

Pero, en el curso de esta maniobra, el bote se desgarróen una punta rocosa y se fue a pique. Es este un incidente

311

Page 158: Mi Vida Subterranea

bastante frecuente bajo tierra y los espeleólogos están yaacostumbrados a naufragios similares. Sin embargo, aqueldía las cosas se complicaron debido a que Máxime Félix nosabía nadar, y Guy Maurel tuvo que ayudar como pudo a sucompañero a ganar la orilla.

Tuvieron la suerte de alcanzarla; ocasión que no tuvo unespeleólogo del Speleo-Club de París el año siguiente, enCerdeña, quien en un caso análogo se ahogó en un río sub-terráneo.

También en la sima Raymonde se dieron algunos inci-dentes notables y curiosos.

En el mes de agosto de 1957 los equipos de Aix y de Mar-sella organizaron una ceremonia, a la que no fui invitadomás que en último momento.

Se trataba de una misa, que fue celebrada por el reve-rendo padre Frémy ante veintiséis espeleólogos, es decir, elefectivo completo de la campaña de 1958. Pero a la salidade esta misa fue cuando tuvo lugar la sorpresa.

Mis amigos habían decidido festejar mi cumpleaños, missesenta años, y en cierta manera mi jubilación subterránea.Comprendía todo un programa: alocuciones de los jefesde equipo, entrega de una jnedalla y entrega de una lámpa-ra de honor. A lo que respondí yo con un discurso «tenebro-so», pronunciado a lo que parece con una voz «cavernosa».El final fue la aparición de un enorme pastel, sobre el cualfueron plantadas y encendidas las velas simbólicas, que tuveque apagar soplando según el ritual, mientras el champañallenaba los vasos. Realmente excesivo... pero, sobre todo,una manifestación de franca camaradería y de fraternalamistad que guardé estrechamente en mi corazón.

Al año siguiente, también en la sima Raymonde, en unadecoración más abrupta que la de la Sala de la Misa, y en unambiente muy diferente, se desarrolló otra escena muy di-versa.

Nos encontrábamos a doscientos metros de profundidad,ante un pozo terrible por el que el torrente se hundía en unacaída vertical de ciento treinta y cinco metros. Para afron-tar este pozo realmente dantesco, de veinte a treinta metrosde diámetro, habíamos transportado hasta allí un torno amano y su cable correspondiente de doscientos metros.

Nuestro equipo en punta, Cavallin, Gicquel, Griosel y Pro-pos, se había confiado a este aparato y había podido alcanzar,

812

no sin dificultad, la base de esta sensacional vertical, dondedescubrieron un lago. Luego, por crans sucesivos, habían des-cendido hasta la sima Raymonde, donde fueron detenidos porel tradicional e inexorable sifón.

Eú el momento de la ascensión nos dimos cuenta conhorror de que el cable de acero se retorcía, se enroscaba; endefinitiva, no estaba en condiciones. Detuvimos inmediata-mente todas las maniobras y notificamos por teléfono a loscamaradas del equipo en punta que era imposible en aque-llos momentos proceder al ascenso y que esperasen a querenovásemos el cable.

Hubo que salir de la gruta, descender al llano y tomarun coche para ir a buscar un nuevo cable a Toulouse (dos-cientos kilómetros de ida y vuelta).

En resumen, al cabo de cuarenta horas de reclusión enlas profundidades de la sima, con el agua, las cascadas, lahumedad y el frío, los hombres del equipo en punta vol-vieron a la superficie, agotados y helados, pero con la mo-ral intacta.

La espeleología está hecha de situaciones y de contrastesinesperados. Mientras los hombres de la sima Raymondetemblaban de frío en sus profundidades, el equipo de lasima Fierre festejaba a su manera su victoria. Esta mani-festación, excesivamente gastronómica —a falta de otracosa—, consistía en un festín subterráneo, pero cuyo menú,copioso aunque poco variado, era por lo menos original. Elequipo en punta estaba en plena francachela con latas defoie-gras, con el que se hacían sandwiches entre rebanadasde pan, todo ello acompañado de abundante champaña.

¡En fin, añadamos aquí que el champaña no constituyela bebida habitual de los espeleólogos! Se trataba de bote-llas que se tenían reservadas desde hacía cuatro años parafestejar el término de la exploración de la sima Fierre, unade las más profundas del mundo.

El sifón terminal de la sima Fierre señaló el punto finala la exploración y no permitió llegar hasta la gruta vecinade Goueil di Her, en la que el torrente subterráneo de lared Trombe resurgía a la luz, al pie de una montaña.

Esta gruta de Goueil di Her (Oeil d'Enfer, «Ojo del Infier-no», en realidad) se conocía desde hacía tiempo. Martel lanombraba ya en 1909. No es que sea muy extensa, puesto quea los ciento cincuenta metros de la entrada se llega a un

613

Page 159: Mi Vida Subterranea

sifón, que yo había intentado pasar en dos ocasiones. En1930 me sumergí ante él con el traje de baño y sin aparatorespiratorio, y había fracasado. En 1948, con escalafandraautónoma, Le Prieur, que por desgracia no estaba en condi-ciones, obtuvo el mismo resultado.

Pero tras nuestra prueba de coloración en Coume Ouar-néde, que había revelado la existencia de la Red Trombre ysu relación directa con la gruta de Goueil di Her, resultabaen extremo interesante llegar a vencer dicho sifón. .*.

El mérito lo tuvo el doctor Yves Dufour de Spéleo-Clubde París que con ayuda de una escalafandra Cousteau-Gag-nan atravesó el sifón en 1956, informando que más allá exis-tía efectivamente una galería que prometía revelarse de granlongitud. Volvió al sifón en 1957, y lo pasó de nuevo, perodesgraciadamente pereció en él víctima de su valentía.

Al año siguiente, tres de nuestros hombres de equipoprovenzal intentaron pasar a su vez el siniestro sifón.

Guy Maurel se sumergió primero y desapareció bajo labóveda inmersa en el agua, y minuto y medio más tarde trestirones consecutivos a la cuerda que nos mantenía en con-tacto nos avisaron de que Maurel había pasado finalmente.

Yves Griosel se sumergió a su vez. Al cabo de dos minutosno habíamos tenido aún señal o tirón alguno. Al tercer mi-nuto, el último de los hombres-rana, Jacques Parent, desapa-reció en búsqueda de Griosel, que inexplicablemente no dabaseñales de vida. En el plazo normal de un minuto cuarentasegundos, los tres tirones que esperábamos de Parent: habíallegado. ¿Y Griosel?

En este momento el teléfono que Maurel se había .llevadodesenrollando un hilo telefónico, sonó, y comenzó una con-versación animada.

—¿Dónde está Yves? —preguntamos en la mayor de lasansias.

—Pues aquí, ¿dónde, si no? —respondió asombradoMaurel.

Siguieron unos instantes de silencio y luego una voz, lade Griosel, nos hablaba.

—Discúlpenme ustedes —dijo—. He hecho una buena in-mersión, ¡pero estaba tan contento de haber atravesado elprimer sifón de mi vida, que me olvidé de la consigna!

Esta fue la explicación a aquel silencio mortal que noshabía cortado el aliento.

314

Los tres hombres-rana se quitaron su pesado y molestoequipo, de mascarillas, botellas de aire comprimido y aletas,y emprendieron un reconocimiento río arriba.

Nadando a veces, andando otras en el agua, por un ves-tíbulo espacioso, fueron avanzando durante un kilómetro ycuatrocientos metros. Pero por desgracia les detuvo un nue-vo sifón, en el que no pudieron sumergirse por haberse ali-gerado del equipo a la salida del primero.

La extensión inexplorada entre el término de la simaFierre y la gruta resurgente de Goueil di Her, se había re-ducido a algunos hectómetros; pero subsiste aún y seránnecesarias nuevas expediciones para conocerla.

Tampoco otra sima de Coume Ournéde fue explorada afondo: el Pozo del Viento, que yo descubrí en 1956, en elque un equipo se había detenido en 1958 a cerca de doscien-tos metros de profundidad, ante un pozo que quedó inexplo-rado por falta del material apropiado para ello.

En 1959 un nuevo equipo en punta llegó al Pozo del Vien-to a proseguir la exploración. Veinte horas más tarde, elequipo en cuestión volvió a la superficie para anunciar unanoticia inesperada.

Este equipo, compuesto por Yves Félix, Georges Brandt,Marc Pouliquin y Raymonde Casteret, había estado errandodurante^ algún tiempo por la inmensa sala caótica situada adoscientos metros de profundidad; pero a pesar de todos susesfuerzos y sus investigaciones, no pudieron encontrar elpozo señalado por sus predecesores en 1958...

En Pascua de 1960 se organizó una expedición ligera alPozo del Viento, especialmente para aclarar este enigma.

La capa de nieve era aún considerable en esta época delaño y la nieve que se fundía no favoreció la operación en lasima, por la que el agua fluía por doquier.

El orificio del pozo interno —a decir verdad, bastantedifícil de descubrir— se encontró, pero ante la decepción detodos se reveló sin interés: quedaba obstruido a los veinte,metros de profundidad.

El equipo se estaba preparando ya para proceder al as-censo al campamento de superficie, cuando algunos de ellosdivisaron un torrente —inexistente en verano— que fluíaabundantemente entonces, en primavera, y que desaparecíapor un paso estrecho.

Dos hombres (Cavallin y Ravoux) forzaron dicho pasaje

815

Page 160: Mi Vida Subterranea

y quedaron satisfechos al encontrar una «continuación» bas-tante interesante: una serie de pozos superpuestos, comple-tamente rociados, por los que pudieron descender. Sin em-bargo, tuvieron que detenerse, faltos de escalas, ante un pozovertical de sesenta metros por el que el agua caía en unacascada implacable.

El fondo de dicho pozo debía encontrarse al mismo nivelde los pisos inferiores de la sima Fierre y muy cerca de di-cha sima.

La probable unión entre el Pozo del Viento y la simaFierre se intentó descubrirla desde el verano de 1960. Eléxito habría constituido en verdad una gran satisfacciónpara aquellos hombres que se empeñaban en investigar enlas entrañas de Coume Ouarnéde desde hacía cinco años.

Sería el punto final y la conclusión de aquella vasta y la-boriosa encuesta hidrogeológica, emprendida y efectuada enel curso de cinco campañas consagradas al macizo de Arbas,uno de los más ricos en cavernas de nuestro país.

En efecto, el 26 de julio de 1960, nos habíamos reunidodieciocho espeleólogos en un claro del bosque de CoumeOurnéde, donde nuestros amigos de la Aviación Militar dePau nos hicieron objeto de un lanzamiento en paracaídas detodo el material necesario. Al hacer el inventario (cuatro to-neladas en total) tuvimos la sorpresa de descubrir unas ca-jas llanas y bastante pesadas que parecían contener carburode calcio para nuestras lámparas de acetileno. Pero por elnúmero y el peso de dichas cajas resultaba inverosímil creerque todas ellas contuvieran provisiones para la iluminación.

Finalmente se abrieron las cajas, ¡y ante nuestro asom-bro, vimos que sólo contenían piedras! Era el lastre que losaviadores habían lanzado con nuestros paquetes para equili-brar la carga. Se vaciaron, pues, las cajas, repartiéndolaspor los diferentes puntos de aterrizaje.

Estas piedras no tardarán en dispersarse por las pen-dientes, desplazadas por las aguas de los torrentes. Dentrode unos años algún geólogo, pasando por estos lugares, sesorprenderá acaso de descubrir fragmentos de granito, cuar-cita o neis en el macizo calcáreo de Arbas. Un fenómeno quele parecerá inexplicable.

Pero antes de que se disponga a escribir algo sobre talesanomalías, esperemos que lea estas líneas que aclaran la pro-cedencia de todas las muestras de rocas diferentes que desde

316

Pau, y por los aires, han llegado hasta los 1.300 metros dealtitud, sobre las pendientes de una montaña calcárea delAlto Carona.

La campaña estival de 1960 iba a consagrarse únicamenteal Pozo del Viento, que había descubierto yo en 1956 y enel que había descendido entonces sólo unos cuantos metros.

A causa de la profundidad de doscientos metros, alcanza-dos en 1959, y que parecían poder ser superados, decidí vol-ver a él de nuevo.

Ello fue ciertamente sin una cierta lucha interior, y trasvencer aprensiones y escrúpulos. Me había señalado el lími-te de sesenta años para renunciar a las simas —o digamosmejor, a las grandes simas—. Había pasado ya dicho límiteal bajar a la sima Raymonde y a la sima Fierre en 1958 y1959.

En 1960 eran ya tres los años que rebasaban el puntofinal y, sin embargo, sucumbí de nuevo a la tentación. Medisponía pues a descender al Pozo del Viento a la edad desesenta y tres años...

Desde hacía varios días se había preparado la sima, esdecir, los que habían descendido a ella habían amarrado lasescalas y las cuerdas en los pozos superpuestos que carac-terizan el Pozo del Viento, casi vertical hasta los ciento cin-cuenta metros de profundidad.

Efectué el descenso con Yves Félix, en esta sima que nose parece a ningna otra entre los centenares de simas y abis-mos que había visto en mi vida hasta entonces.

Desde el orificio de entrada, hay que meterse por unagatera muy estrecha y luego deslizarse por una interminablesucesión de diaclasas y de pozos, tan angostos que se pasapor ellos con el pecho y la espalda constantemente compri-midos. Algunos pasajes exigen ejercicios y contorsiones pe-nosos para poder desembocar en unos ensanchamientos, muyrelativos en verdad, en los que pueden estar dos personas.Hay que esperar que el compañero se haya colgado y coloca-do en la escala para sucederle en la boca de uno de los pozosinternos: ¡esto es verdaderamente «espeleología obste-tricia»!

Y así siguen las cosas hasta más allá de los cien metrosde profundidad. Es imposible sentir allí la menor sensaciónde vértigo, porque los pozos son tan estrechos y aplanados

817

Page 161: Mi Vida Subterranea

que uno no se podría caer por ellos ni aun cuando se lo pro-pusiera; lo único que conseguiría es quedar aprisionado en-tre las paredes.

En ellos, un candidato a la claustrofobia viviría una te-rrible pesadilla ante la idea de no llegar a liberarse nuncade esta estrechez rocosa, de este emparedamiento en lasmismas entrañas de la tierra.

Se nos preguntará cómo se puede proceder a ayudar o asalvar a un compañero herido en estas condicones. Todoslos componentes de expedición al Pozo del Viento se pre-guntaron lo mismo. El problema se planteó y se discutió encomún. Y la respuesta fue unánime: un herido grave no po-dría ser ascendido hasta la superficie. Existen verdadera-mente cavidades en las que «no deben ocurrir accidentes»...

A través de grietas, de reptaciones en todas posiciones, aveces realmente vermiculares, en las que hay que quitarseincluso el casco para avanzar apoyándose en los brazos, lle-gamos hasta una última gatera en pendiente en la que seha colocado una escala.

—Atención —me dice mi compañero—, nos encontramosa ciento veinte metros de profundidad y hemos acabado yacon todas las estrecheces. Ahora vamos a desembocar en eltecho de la gran sala.

Y efectivamente, apenas salimos de la última gatera ha-llamos una escala que se balancea en el vacío; una sensaciónque me recuerda otra parecida, experimentada en la simade la Peña de San Martín, cuando a los doscientos cincuentametros de profundidad vertical se encuentra uno de prontosuspendido de la inmensa Sala Lépineux.

Pero aquí la impresión es aún más fuerte por el contras-te entre la lucha sostenida hasta entonces en aquellas exi-guas gateras y el súbito balanceo en las tinieblas absolutasde la sala enorme.

Al mirar hacia abajo se descubren algunas rocas amonto-nadas, sobre las que se aterriza. Yves viene a reunirse con-migo, y tras él, que conoce la sima desde el año anterior,empiezo a circular por aquella sala tan en declive, que nosdisponemos a recorrer por entero.

—Mide trescientos metros de longitud, en un desnivelde cien metros —me explica—, y nos encontramos ahoracasi en el centro.

818

La altura de las bóvedas varía de veinte a cincuenta me-tros, lo que significa que resultan difícilmente discerniblescon nuestras modestas lámparas. En cuanto a la anchura, noexcede de treinta metros. Así que no se sabe si llamarla unasala alargada o una avenida subterránea colosal.

A través de pendientes y de caos de rocas, llegamos a loalto de la sala, donde la bóveda se deprime de pronto.

—Tras este paso difícil y bajo, la caverna continúa aúncon las mismas proporciones colosales, como hasta ahora—me informa Yves.

Tomo nota de ello y, contentándome con la descripciónque se me hace, me decido a volver hasta el pie de nuestraescala para ver la otra mitad de la sala.

Es realmente una caverna enorme la que estamos reco-rriendo a través de aquellos caos increíbles. Parece imposi-ble que tras nuestro largo y penoso descenso por aquellospozos tan extraordinariamente exiguos y retorcidos, se lle-gue a desembocar en el mundo subterráneo de dimensionesciclópeas. La minúscula chimenea del Pozo del Viento noes más que un medio para llegar a este ámbito inferior deproporciones enormes. ¡Ah, si las piedras pudieran hablar!...

Un torrente cae en cascada y serpentea de arriba abajopor toda la Sala del Viento. Al llegar a la parte inferior de lasala, vaga por ella, se divide en varios brazos y deja unasplayas de barro fino perfectamente unidas y horizontales.Allí se instaló el campamento subterráneo: tres tiendas iso-térmicas provistas de colchones neumáticos y de sacos dedormir de plumón, con capacidad para nueve hombres.

A pesar del decorado un poco lúgubre de este campa-mento, y a pesar de la baja temperatura y la humedad quereina en él, fue muy apreciado por los diversos equipos quese sucedieron. Allí pudieron descansar las «puntas» a suregreso de las exploraciones efectuadas en las continuacio-nes de la sima. Uno de nuestros compañeros, Jean-MarieNicot, permaneció en él seis días y seis noches consecuti-vas o, lo que es lo mismo, doce noches.

El torrente desaparecía por completo en el punto másbajo de la sala, en un paso minúsculo, el mismo que habíasido descubierto y explorado en abril de 1960 durante nues-tra breve campaña primaveral.

Me dirigí con Yves a realizar un reconocimiento en esta

619

Page 162: Mi Vida Subterranea

grieta, por la que el viento se introduce violentamente, asptrando con él el humo del cigarrillo de mi compañero.

Por esta grieta se han adentrado estos días nuestros equi-pos de vanguardia para descender a diferentes pozos dequince a veinte metros. El equipo I, conducido por FierreGicquel, penetró en ella el 29 de julio y tuvo que detenerseal borde de un gran pozo para proceder a un sondeo preli-minar, antes de desenrollar las escalas y emprender el des-censo los hombres del equipo. El plomo de la sonda acusóuna profundidad de noventa y cuatro metros.

En el momento en que Gicquel subía la sonda, se oyóun impresionante estrépito, seguido inmediatamente de unacatarata espumeante. Una fuerte crecida del curso de aguasubterráneo, como consecuencia a una violenta tormenta enCoume Ouarnéde, lo barría todo a su paso. Gicquel, Lafont,Pouliquin y Garrére tuvieron el tiempo justo de refugiarsesobre unos saledizos por encima de las aguas furiosas, y es-perar allí el posterior desarrollo de los acontecintientos.

Habían partido para un ligero reconocimiento y se encon-traban desprovistos de víveres, y con posibilidades de ilu-minación bastante limitadas.

En la Gran Sala del Viento, igualmente, un equipo desostén se vio sorprendido por la violencia de la riada subte-rránea: el paso se encontraba inundado, obstruido; en re-sumen, infranqueable. Y sólo empezó a ser practicable trecehoras después.

El descenso de las aguas permitió entonces al equipo desostén aventurarse en los pozos sucesivos hasta la cascadade veinte metros, al pie de la cual esperaban los cuatro hom-bres bloqueados, que pudieron entonces ser socorridos e iza-dos sobre la tromba líquida.

El equipo en punta II sucedió a éste, que había tenidoque soportar la reclusión forzada, nada envidiable, en elcurso de la cual los cuatro hombres se repartieron entreellos unas pastillas de chocolate y unos terrones de azúcar.

El nuevo equipo llegó a su vez al borde del pozo-cascadade noventa y cuatro metros, que fue descendido por MáximeFélix y Jean-Marie Reboul. Durante veinticuatro horas seestuvo sin noticias de estos dos exploradores, hasta que, alcabo de ellas, volvieron de nuevo a la base del pozo, del quefueron izados por sus compañeros Yves Félix y GeorgesBrandt.

El resultado de su reconocimiento era de lo más prome-tedor, ya que no habían dejado de progresar, en profundi-dad y en distancia, en dirección hacia la vecina sima Fierre.

Un tercer equipo en punta: Jacques Parent, Fierre Lafont,Marc Pouliquin y el infatigable Jean-Marie Reboul, se hundióseguidamente en las profundidades del Pozo del Viento, delqué salió cuarenta y ocho horas más tarde definitivamentevictorioso.

Siguiendo las cascadas sucesivas, los cuatro hombres ha-bían llegado a los pisos inferiores de la sima Fierre, consi-guiendo finalmente la esperada unión, tan difícil y espectacu-lar. El Pozo del Viento y la sima Fierre, pues, no formanmás que una sola sima, enorme, de seiscientos cincuenta ysiete metros de profundidad.

Y con muy pocas lagunas, la red Trombe fue recorriday explorada en su totalidad. La unión del Pozo del Vientocon la sima Fierre contigua hizo de esta sima una de lasmayores del globo (la cuarta para más exactitud).

Un laberinto de galerías colosales, que han quedado inex-ploradas por falta de tiempo y a causa de la extrema fatigade los equipos, está aún por recorrer, con la posibilidad decomunicación con la sima Raymonde, muy vecina. Esta even-tualidad motivará una campaña en 1961, que se espera seafructífera en conquistas y nuevas sorpresas.

El éxito de dicha expedición sería realmente una gransatisfacción para los muchachos que tanto trabajaron enlas entrañas de Coume Ouarnéde, durante tantos años. Seríatambién el punto final, la conclusión de la vasta y trabajosaencuesta hidrogeológica emprendida y seguida en el cursode estas campañas consagradas al macizo de Arbas, uno delos más cavernosos de nuestro país.

¿Por qué todavía una sexta campaña subterránea? ¿Porqué tal empeño?

Ciertos espíritus negativos, personas siempre dispuestasa la crítica, podrán formularnos estas preguntas. Y nosotrosles responderemos preguntando también: ¿por qué antañolos exploradores trabajaron encarnizadamente por alcanzarlos Polos?

¿Por qué hasta ahora los alpinistas se obstinaron en ven-cer el Everest? ¿Por qué actualmente se intenta bajar en elbatiscafo y por qué se han ofrecido ya voluntarios para serproyectados a los espacios interplanetarios?

821

Page 163: Mi Vida Subterranea

Porque el hombre quiere saberlo todo, quiere conocerlotodo, quiere intentarlo todo, y porque es mucho más prove-chosa para los muchachos deportivos e inquietos la aventu-ra bajo todas estas formas y en todos estos campos, que elno hacer nada, o el contemplar a los demás desde lo altode las gradas de un estadio o sentados ante una pantalla detelevisión.

322

35HISTORIAS "SOMBRÍAS"

La relación detallada y especializada de nuestras cincocampañas en Coume Ouarnéde no podría interesar más quea una publicación científica y técnica y, por ello, nos hemosesforzado en no traer aquí más que los aspectos pintores-cos; lo que nos ha llevado a narrar algunos incidentes y aabusar acaso del género anecdótico.

La espeleología pasa con bastante frecuencia por ser unaciencia severa, y de reputación siniestra y peligrosa. Si re-conocemos que esta actividad humana resuelve arduos pro-blemas y abre horizontes insospechados, al mismo tiempoque requiere osadía, empuje y sangre fría, hay que reconocertambién que, como contrapartida, los espeleólogos conocena veces bajo tierra episodios graciosos, alegres, aventurastragicómicas y situaciones burlescas, que rompen, con másfrecuencia de lo que se cree, la monotonía y la gravedad delas severas y peligrosas perspectivas.

En una obra, hace tiempo agotada, que titulamos Historiasbajo tierra, intentamos recoger una serie de relatos destina-dos a demostrar que los exploradores subterráneos no sonni misántropos, ni neurasténicos, sino por el contrario unosseres equilibrados, que saben aventurarse y atreverse, sin re-troceder ante las dificultades del medio subterráneo. Prac-ticando aquello de tnens sana in corpore sano, cultivan almismo tiempo el humor en las negras profundidades, y hanllevado la risa, la nota característica del hombre, hasta lasmismas entrañas de la tierra.

Para dar testimonio de ello, y puesto que se trata aquí deunas Memorias, nos permitiremos reproducir algunas de es-

323

Page 164: Mi Vida Subterranea

tas pequeñas y divertidas aventuras personales que hemosconocido bajo tierra.

En 1920, tras la Primera Guerra Mundial, apenas desmo-vilizado, reemprendí mis actividades subterráneas interrum-pidas durante cuatro años. Me encontraba un anochecer enTarascon-sur-Ariége; caminando, me había acercado a lasrocas de Soudour, y hacia medianoche me instalé en la en-trada de la gruta de Pradiéres, que se abre en la cima de unmontículo de rocas desprendidas de la montaña.

Apenas llegado allí, me acogió el espectáculo siempre im-presionante de una violenta tormenta nocturna en el monte.El estruendo de los truenos repercutía bajo la bóvedas de lacaverna, y parecía que todos los, diablos del infierno se habíanreunido en aquel antro.

Hacia las dos de la madrugada, la tormenta había amai-nado y la naturaleza había vuelto a su calma. Iba a dormirmeya cuando oí pasos que se acercaban hacia la caverna. Intri-gado, inquieto, me pregunté si serían de hombre o de ani-mal. Mientras lo hacía oí detenerse los pasos repentinamen-te, y en el silencio de la noche se escuchó un estornudo, enparte contenido, que me confirmó de que efectivamente setrataba de un hombre.

Unas horas antes, en Tarascón, había efectuado algunascompras en una tienda de comestibles, y hablando con eltendero le había pedido algunas informaciones sobre el cami-no que debía tomar, comentando mi intención de ir a pasarla noche en la gruta de Pradiéres. La tienda era asimismo ta-berna, y mis comentarios fueron hechos delante de un grupode hombres de aspecto patibulario que bebían en un rincón.

Las intenciones de un hombre que subía a la gruta a lasdos de la madrugada eran claras; se trataba, sin lugar a du-das, de uno de los hombres de la taberna que pensaba asal-tarme en aquel lugar tan solitario.

En aquel momento, mientras el miserable, sorprendidopor su estornudo intempestivo, se había detenido, oí distin-tamente las pisadas de otros individuos que intentaban es-calar las pendientes de la pequeña colina donde me hallaba.

Era pues un asalto organizado, y en un lugar como aquélno tenía la más mínima posibilidad de ser socorrido.

Entonces, a tientas, en la más completa oscuridad, trope-zando con las rocas, me fui arrastrando hasta las profundi-dades de la caverna, con riesgo de romperme la cerviz, y me

824

quedé allí escondido. Al amanecer decidí aventurarme y saliral exterior.

Momentos después, me encontraba en la sala de entradaprestando atención al menor ruido y a la menor sombra sos-pechosa. De pronto, de detrás de un bloque surgieron variasformas al mismo tiempo, se levantaron con una presteza im-presionante y, tropezando, huyeron a galope desenfrenado,escuchándose su eco bajo las bóvedas sonoras.

Este fue el más fuerte, y por fortuna el último, de los so-bresaltos de aquella noche tan agitada; pues me di cuentade que se trataba de cuatro corderos que habían venido acobijarse en la entrada de la cueva.

Fueron su llegada y su ascenso por las rocas lo que mo-tivó mis primeros sobresaltos.

En cuanto al estornudo que tanto me había preocupado,¡me enteré aquella misma noche de que los corderos toseny estornudan exactamente lo mismo que los seres humanos!

Aquella noche tan agitada había tenido lugar en 1920.Diez años después experimenté una emoción nocturna seme-jante, no en una gruta, sino en una miserable cabana de pas-tor, perdida a dos mil metros de altitud; era en el macizode los Montes Malditos, a donde había ido solo para estudiarel enigma hidrogeológico del Pozo del Toro, la clave del pro-blema de las fuentes del Carona.

Después de un recorrido solitario por aquellas ásperasmontañas me había cobijado al caer la noche en una pobrecabana próxima al Pozo del Toro.

Echado, retorcido, sobre un lecho de agujas de pino,buscaba en el sueño el olvido de mi incómoda situación. Seanunciaba una mala noche y el frío era muy intenso.

Sin embargo, mecido por el eterno y monótono ruido dela catarata del Pozo del Toro, estaba ya en los umbrales delsueño cuando, en plena noche, me desperté sobresaltado. Lapuerta ruinosa y oscilante que había cerrado y afianzado conayuda de mi piolet, había sido sacudida violentamente.

La llegada de un visitante nocturno en una de las pocascabanas del macizo de la Maladeta, constituía ya por sí solaalgo escepcional. Pero debía tratarse de algún montañero, de

325

Page 165: Mi Vida Subterranea

algún pastor aragonés, o de un viajero perdido por aquellosparajes.

Me incorporé a mi jergón y pregunté con voz fuerte:«¿Quién está ahí?» Pero mi pregunta, repetida en español,quedó sin respuesta.

La puerta dejó de bambolearse y todo volvió al silencio.Sorprendido, empezaba a preguntarme si no habría esta-

do soñando, cuando, de pronto, se renovaron los golpes enla puerta, ahora más violentamente.

La insistencia y el mutismo obstinado del intruso no pre-sagiaban nada bueno, y me decidí a mi vez a actuar con ra-pidez y en silencio. De un salto me levanté, cogí el piolet ycon otro salto franqueé la puerta y me encontré afuera.Pero no vi a nadie...

Un claro de luna espléndido baña la montaña; el aire esglacial, todo está en silencio y la montaña entera aguardaextática en una calma impresionante. Ni un árbol, ni unaroca donde pudiera esconderse un hombre.

Instintivamente doy la vuelta a la cabana, con el pioletamenazante en las manos; pero tampoco allí: todo está de-sierto. Me vuelvo al interior intrigado, preguntándome quiénpodía ser el que golpeaba en la puerta tan insistentemente,en dos ocasiones sucesivas, y ha desaparecido ahora de modotan misterioso.

Admití hasta la posibilidad de un oso merodeador, de losque aún existen en los Pirineos centrales.

En resumen, pasé por las emociones y las suposicionesmás absurdas, a causa de mi curiosidad insatisfecha, hastaque un día un profesor de geología, a quien acababa de con-tar mi pequeña aventura, me dio la explicación natural, queen verdad no se me había ocurrido. El macizo de la Maladetaestá recorido a menudo por agitaciones sísmicas; y fueronsin duda dos de estas sacudidas las que resonaron en mipuerta. Naturalmente, yo no pude notar el seísmo porque alhallarme extendido en el mismo suelo, como sucede gene-ralmente, no estaba en condiciones de percibirlo.

826

En la gruta de la Cigalére, de la que ya hemos habladoanteriormente, caminaba yo un día con mi hermano Marcial,cuando fuimos detenidos en seco por una serie de crujidosque daban la impresión de que la bóveda estaba a punto dedesplomarse.

Dichos crujidos se repitieron tres veces mientras nos-otros, apretados contra una columna, escrudriñábamos eltecho, esperando verlo abrirse y aplastarnos de un momen-to a otro. Pero una vez desaparecido el ruido, un poco másaliviados, decidimos continuar la exploración.

Una hora después, cuando nos encontrábamos con dificul-tades en el torrente subterráneo, volvieron a oírse aquellosterribles crujidos con tal intensidad, que pensamos inclu-so en un temblor de tierra.

Aquella misma noche, relatando el hecho a los ingenierosde la Unión Pirenaica Eléctrica, cuya cantera se hallaba si-tuada en dicho macizo, se nos dio la explicación del fenóme-no que nos había impresionado tan terriblemente.

Los ruidos que escuchamos habían sido producidos porla explosión de minas en uno de los túneles de explotación.La hora de las explosiones concordaba perfectamente con elmomento en que nosotros las oímos; las detonaciones sehabían propagado a través de kilómetros de roca.

En los pisos superiores del río subterráneo de Labouiche,que estaba explorando con mi fiel colaborador Joseph Del-teil, experimenté también una fuerte impresión al oir depronto un ruido tan terrible como enigmático.

Mientras nos esforzábamos por pasar penosamente unagatera estrechísima reptando en el barro resbaladizo, se oyóun estruendo sordo, cuya intensidad creció de pronto paradecrecer rápidamente, acercándose hasta nosotros. En todami vida no había registrado un fenómeno semejante, unruido subterráneo como aquél.

Nos encontrábamos a varios kilómetros de la entrada de

327

Page 166: Mi Vida Subterranea

la caverna y yo me perdía en consideraciones sobre el origende aquel ruido que me parecía completamente inexplicablepor algún hecho natural. Sin embargo, a mi interrogaciónmuda, Delteil opuso una expresión ambigua y no sé por quéme pareció que él sabía más que yo sobre aquel asunto.

—Bueno, en fin, ¿qué está pensando? —le dije muy in-trigado. .»

—Que son las seis y media.—¿Que son las seis y media? Pero, ¿qué significa? ¿Qué

relación tiene esto con el ruido?—Simplemente, quiere decir que es el tren que hemos

estado esperando, el tren de las seis y media, que acaba depasar ahora.

Delteil estaba familiarizado con la gruta de Labouiche,estaba al corriente del fenómeno que me había aterrorizadoy sabía perfectamente que la línea férrea de Foix a Saint-Girons pasa exactamente por encima de la cavidad, y que elpaso del convoy se oye a través de la roca calcárea.

La evocación inesperada de este tren pasando velozmentepor un paisaje soleado me mostraba a los viajeros cómoda-mente sentados, mecidos por el ruido monótono de las rue-das, cada uno entregado a sus pensamientos. De todas ellos(el viajero distraído o preocupado, el atento a la contem-plación del paisaje o el embebido en la lectura), ni uno sólopodía haber imaginado que bajo sus pies, bajo una espesísi-ma capa de roca, dos seres humanos perdidos en un labe-rinto subterráneo de varios kilómetros estaban tratando deraspar con sus cuchillos el barro que los envolvía.

La exploración de la sima Martel, que descubrí en 1933y que fue durante diez años la más profunda conocida entoda Francia, se me hizo de lo más penosa.

Mal equipado, ayudado únicamente por mi esposa y pordos hombres decididos, pero sin experiencia, vi en aquel abis-mo verdaderas horas de angustia.

En mi primer descenso solitario a aquella sima me de-tuve a sesenta metros de profundidad, en un punto en quela cascada subterránea desaparece bajo un amontonamien-to de bloques enormes, que obstruían casi por completo eltúnel en declive.

328

El examen de este obstáculo me mostró que todo se sos-«tenía en equilibrio inestable y que el menor peso podía po-ner en movimiento toneladas de piedras. Días más tarde meaventuré por esta gigantesca trampa, en la que la agilidady la ligereza eran mi única defensa.

Conseguí llegar hasta la sima sin que nada se moviese, ydescendí por el otro lado, maravillado de que todo siguieracomo hasta entonces. Luego recorrí varias veces este peli-groso pasillo con mi mujer y mis ayudantes, en diversas oca-siones.

Pero una de ellas casi acabó en catástrofe. La barrera ro-cosa, que había juzgado tan peligrosa y a la que habíamosacabado por acostumbrarnos, acabó desplomándose con unestruendo terrible. Bloques de tres y cuatro metros cúbicosse desprendían por todas partes y fueron a estrellarse en ellecho del torrente, donde nos encontrábamos todos reunidos.

Fue un verdadero milagro que ninguno de nosotros resul-tara alcanzado por uno de aquellos bloques. Sólo dejamosen aquel caos parte de nuestro material, que nos fue arreba-tado de las manos.

En la inmensa gruta de Chiker, en el Atlas, donde acaba-ba de descubrir en 1934 un río subterráneo en el piso infe-rior, me disponía a embarcar en un pequeño bote neumáticocuando me detuvo un ruido aterrador.

Eran violentas explosiones, que me helaron la sangre enlas venas e hicieron que volviera rápidamente hasta el piede mi escala de cuerda, donde arriba, en un estrecho balcón,me esperaban mis porteadores y mi intérprete Lixi.

Al llegar a la base del pozo pude observar con asombroque la sima estaba iluminada por encima de mí, con luce*ininterrumpidas, y que era de allí de donde procedían las de-tonaciones y los estruendos.

A ellos se mezclaban gritos y alaridos que me dejaronestupefactos, agarrado a mi escala, por la que comenzaba yaa trepar. Pero de pronto la voz de Lixi, dominando aquelcaos, llegó hasta mí: «¡No suba, no suba, la escala está ar-diendo!» "•:$

Retrocedí contrariado y furioso, porque no acababa dedarme cuenta de lo que estaba pasando. Permanecí pegado

829

Page 167: Mi Vida Subterranea

a la pared rocosa en espera de la caída de la escala, que ibaa romperse sin duda alguna. r^sd

Por fin las explosiones se fueron espaciando y disminuye-ron de violencia, hasta que una voz temblorosa, ronca, llegóhasta mí, apresurada: «¡Suba, suba, si puede!»

Trepé por la escala, pero antes de llegar arriba entré enuna nube de humo sofocante. A tientas completé la ascen-sión.

Mi equipo seguía allí, completo, ¡pero en qué estado!A través de la espesa humareda vi rostros ennegrecidos, ex-presiones de pánico, jadeos, y a todo el mundo tosiendo,gritando y gimiendo a la vez.

La explicación de toda aquella confusión era muy senci-lla, pero ¿cómo se me podía haber ocurrido? Al pensar enuna larga exploración subterránea se había previsto una re-serva de carburo para recargar nuestras lámparas. La pre-caución era lógica, incluso indispensable. Pero en lugar deutilizar el bidón metálico destinado a ello, el hombre en-cargado de esta reserva había preferido a este recipiente, tan.engorroso, el vasto capuchón de su albornoz.

Mientras yo efectuaba el reconocimiento en el piso infe-rior, el berebere se desplazó arrastrándose por el exiguoreducto donde todos me esperaban, y vio vaciarse el conte-nido de su capuchón, por entero, en un charco de agua, a rasde la estalagmita que había servido para amarrar la escalade cuerda.

Al querer reparar su torpeza había acercado su lámparaencendida a la superficie del agua y de ello había resultadola primera explosión, muy violenta, acompañada de llamasy de otras detonaciones. Hasta el agotamiento, este genera-dor improvisado de acetileno estuvo prodigando llamas, ex-plosiones y un humo espeso; los porteadores, aterrados yamontonados en un rincón, impotentes ante todo aquello, nohacían sino gritar.

La escala desapareció en medio de las llamas, pero porfortuna, se había mojado bastante en las maniobras de fija-ción, y ello evitó la ruptura.

El indígena, abrasado en la primera explosión, había sal-tado de dolor y, en su locura, sólo el puño de Lixi evitó quese precipitara a la sima. Ahora se encontraba retorcido enun rincón, como un animal cogido en una trampa. Teníaquemaduras en las manos, en la frente, en las mejillas y su

330

corta barba había desaparecido. Por milagro no le había elfuego alcanzado los ojos.

Una vez calmada la excitación (y no fue sino tras largasdiscusiones) tuve que tomar una actitud amenazante paraevitar el pánico y exigir que cada uno regresara a su puesto,mientras yo volvía a descender para acabar mi reconocimien-to interrumpido.

El retorno fue penoso y sombrío. El gas de acetileno noshabía intoxicado y todos nos sentíamos afectados de vahídosy vómitos.

Otra escena digna del Gran Guignol fue también la denuestro ascenso, lleno de angustia y sobresaltos, de la simaHeyle, en el país vasco.

En 1934, los dos espeleólogos belgas Max Vosyns y Vander Elst habían conseguido descender a este gran abismo, elsegundo de Francia en aquella época. Al año siguiente estosdos jóvenes científicos me invitaron a descender con ellos,con la esperanza de descubrir algún prolongamiento en pro-fundidad.

En el último momento Vosyns no pudo unirse a la expe-dición, y descendí con Van der Elst utilizando un procedi-miento nuevo para mí.

Desdeñando las escalas, los dos espeleólogos explorabanlas simas con ayuda de un simple torno metálico liliputien-se, de su propia fabricación. Así, pues, equipado con unascorreas de paracaidista y sostenido por un hilo de acero decinco milímetros de sección, efectuamos el descenso a aquelabismo, que comienza por un escarpe cortado a pico deciento cuarenta y cinco metros (cuarenta metros más que laflecha de Nuestra Señora de París).

A pesar del detestable movimiento giratorio de este hilodelgado en una vertical como aquélla, el descenso transcu-rrió sin incidente alguno y estuvimos durante largo tiempopor los pisos inferiores.

A las nueve de la tarde, a la vuelta, al pie del escarpe apico, nuestra conversación telefónica con el equipo de super-ficie resultó difícil a causa de los fallos del aparato. Final-mente la voz amiga llegó hasta nosotros: arriba era noche os-cura y llovía abundantemente. ¿Acaso algún tensor o algún

831

Page 168: Mi Vida Subterranea

trinquete se habían estropeado? Según nuestros compañeros,el torno no funcionaba del todo bien.

A pesar de ello, mi compañero se empeñó en la ascen-sión, probablemente difícil ante aquel anuncio de que algoiba mal. Telefoneó diciendo que estaba preparado y dio laseñal de empezar.

El comienzo pareció completamente normal. Pero no durómucho. Apenas a diez metros de altura, se produjo el primerparo, seguido de sacudidas y oscilaciones. ¿Cuántas veces serepitieron estas interrupciones, acompañadas de espeluznan-tes golpes?

Yo experimentaba la más grande inquietud por mi com-pañero, balanceado de aquella manera en el vacío a alturascada vez mayores, en las que la ruptura del cable le hubierasido fatal.

Pero él ni por un momento abandonó su calma ni inter-peló a los compañeros, que arriba debían penar terrible-mente ante la angustia de no conseguir sacarle de la sima.

Esta situación alucinante se prolongó interminablemente.Naturalmente, después de ver las dificultades por las que

había pasado mi amigo, mi aprensión aumentó. Primero, lascorreas que me enviaron con el cable no conseguí atrapar-las más que tras maniobras sin cuento, ya que a lo largodel descenso se iban trabando en las asperezas de las pare-des. Luego, fue una nueva edición de la primera ascensión;una serie de interrupciones y sacudidas, vibraciones y esti-rones desagradables, que cada vez anunciaban la caída queaparecía como casi irremediable en el vacío...

El torno semejaba completamente estropeado e inservi-ble. Además yo me había equipado mal en la oscuridad; lascorreas me hacían daño y me sentía dislocado por el pesode las cuerdas y los demás accesorios que llevaba.

Mas tarde, cuando pregunté a mi amigo sus impresionesen aquella ascensión memorable, me confió que se había es-tado preguntando constantemente a partir de qué altura semataba una persona sin remisión en caso de caerse...

Las eventualidades de las crecidas subterránas son la pe-sadilla de la espeleología y constituyen un riesgo terrible,uno de los más traicioneros que pueden ocurrir bajo tierra.

Quien alguna vez en su vida haya oído el súbito estrépitode la crecida subterránea o asistido a la crecida repentinadel agua, no olvidará nunca un espectáculo semejante; esuna visión que enturbia los sueños y atosiga la imaginaciónal navegar solitariamente bajo bóvedas amenazantes.

Cierto día, en el río subterráneo de Labouiche (Ariége),que acababa de explorar a lo largo de algunos kilómetros,volvía yo encogido en mi bote neumático, cuando me sentíarrancado de la monotonía de mi navegación por un rumoraún lejano y confuso, que en un primer momento confundícon el ruido de una cascada. Pero ello no dejó de sorpren-derme, ya que el río en cuestión cuenta solamente con doscascadas, las cuales había dejado hacía rato tras de mí.

Y el enigmático salto de agua se oía claramente más ade-lante.

Muy intrigado, avancé lo más rápidamente posible, sinsaber realmente qué pensar, ni de dónde podía proceder elruido, ahora ya muy claro, indiscutible. Lo oía cada vez másfuerte y, de pronto, vi en un recodo una cascada que por unagrieta de la elevada bóveda caía en el río.

No había observado nada semejante anteriormente enaquel lugar y he aquí que de repente aparecía allí una co-lumna de agua muy fangosa que enturbiaba por completolas aguas del río. Mis deducciones ante tal situación fuerontan rápidas como mis reflejos. Con todas mis fuerzas meapresuré hacia la salida, aún lejana.

Comprendí que una tormenta muy violenta debía de ha-ber estallado en el exterior, puesto que aquellas aguas se in-filtraban turbia y abundantemente por la bóveda de la gruta.

De un momento a otro, el río, con todos estos afluentesimprovisados, iba a sufrir una crecida y a transformarse enun violento torrente.

Recordé que más adelante existía un largo recorrido bajouna bóveda rebajada, y que había notado por el barro de las

333

Page 169: Mi Vida Subterranea

paredes lo peligrosa que podría resultar en una situacióncomo la que estaba ocurriendo en aquellos momentos.

En canoa o en kayak, habría recorrido aquella distanciacomo una flecha; pero nuestro bote neumático, oval y de fon-do chato, accionado por pequeños pedales, permite no yasurcar el agua, sino únicamente chapotear como si se nave-gara en un tonel.

En resumen, conseguí llegar sin accidente alguno hastaél embarcadero subterráneo, pero no me libré en todo el re-corrido del estado de sobresalto y angustia continuo por elque acababa de pasar. Allí saqué mi bote del agua y, cam-biando entonces los papeles, me lo cargué al hombro a todolo largo de la galería que conducía de nuevo a la luz, haciala que me apresuraba deseoso de comprobar la violencia deaquella tormenta.

Pero ¡oh, sorpresa! El tiempo era espléndido, sin huellaalguna de tormenta pasada, presente o futura.

Estupefacto e intrigadísimo deshinché mi bote, me liberédel equipo que llevaba puesto y, así cargado, emprendí elascenso de la colina para llegar a la carretera de Foix a SaintGirons.

Mientras caminaba bajo el sol ardiente, iba reflexionandosobre aquel fenómeno inexplicable, aquella cascada apareci-da repentinamente donde nunca había habido ninguna. Y yaiba a clasificar el suceso entre los enigmas inexplicables delmundo subterráneo, cuando me distrajo de mis pensamien-tos un grupo de gente.

En el talud rocoso de la carretera a la que acababa dellegar, la Sociedad de Explotación de la gruta (a petición dela cual había emprendido yo las tareas de investigación delas partes inexploradas del río subterráneo) estaba hacien-do ensanchar una fisura que se suponía en comunicación conla caverna subyacente. Desde hacía algunos días los obreroshabían trabajado en aquella estrecha grieta, impenetrable,pero profunta por lo que parecía.

Los directivos y accionistas de la sociedad, al saber deeste hallazgo, habían venido a comprobarlo, ya que su pro-yecto era crear allí una entrada artificial. En el caso de quefuera así, ya no sería necesario efectuar el largo y penosotrayecto a pie hasta la entrada natural de la gruta: los futu-ros visitantes podrían llegar en auto hasta allí y detenersejustamente ante la puerta de entrada.

884

Al presentarme yo, bastante fatigado por el duro día detrabajo, ante aquel orificio, me llamaron los miembros delSindicato. Tras darles cuenta brevemente de mi misión ydel estado de mis exploraciones, me apresuré a contarles mireciente aventura y a hablarles de la enigmática y misteriosacascada.

Me temía una reacción de cierta incredulidad general.Pero, contra lo que suponía, mi relato tuvo como consecuen-cia el estallido de una carcajada y un gran entusiasmo. Micuriosidad había llegado al límite. Finalmente, entre accesosde hilaridad, el director pudo hablarme:

—Si hubiera estado aquí una hora antes —me dijo—, ha-bría tenido la clave del enigma.

A esta frase siguió la explicación de una de las equivoca-ciones más divertidas de que he sido juguete en el curso demi carrera.

Al descubrir y limpiar los mineros la grieta que se hun-día verticalmente en el seno de la montaña, el capataz de lostrabajos tuvo la idea original e ingeniosa de hacer llegar has-ta allí dos enormes camiones cisternas pertenecientes a Ca-minos y Puentes, y evacuar en la grieta el agua contenidaen sus depósitos.

Y fue ésta la catarata, que nadie hubiera sospechado ar-tificial, que había visto precipitarse sobre el río.

Habían tratado solamente de probar si la grieta podíaabsorber toda el agua, lo que habría sido ya un buen indicio.

Y mi observación, tan providencial para ellos como im-presionante había sido para mí, vino a coronar con el éxitomás completo la operación.

Se activaron los trabajos de excavación y desde 1939 laentrada de la gruta se efectúa por allí, por un pozo artificialen escalera de caracol. Dicho pozo permite a los visitantesel acceso directo y rápido desde la carretera al río subterrá-neo, donde les esperan las barcazas para efectuar el paseo.

Pero las equivocaciones bajo tierra no siempre tienen elcarácter impresionante de la última relatada. A veces serefieren a temas más agradables e intrascendentes.

Cierto día me paseaba yo por el piso inferior de la simade Esparros, en los Altos Pirineos, con mi fiel colaborador

335

Page 170: Mi Vida Subterranea

Germain Gattet y un ayudante, Marcel Pons. Gattet, queacababa de arrancar del suelo estalagmítico unos cristalesde calcita, los empaquetó y guardó cuidadosamente en susaco. Pons, que había estado observando la operación coninterés, se agachó a su vez, quizá para asegurarse de que noquedaba ningún resto en el suelo.

De pronto, se incorporó con un pequeño objeto en lamano y exclamó:

—¡ Eh, fíjense, una pluma de murciélago!Algo inesperado en verdad. Nos acercamos incrédulos y

un poco burlones, pero él, triunfante, nos presentaba antelos ojos una pequeña pluma que sostenía entre sus grandesdedos llenos de barro, mientras nosotros empezamos a reír-nos, con carcajadas como no se habían oído jamás en aquelabismo.

Pons, desconcertado y molesto, insistió:—Pero si no miento, ¡acabo de encontrarla en el suelo!Nos fueron necesarios unos momentos para calmarnos

antes de intentar inculcar a nuestro compañero algunas no-ciones fundamentales sobre la clasificación zoológica de losquirópteros y asegurarle que el murciélago del cuento men-tía abiertamente a la comadreja cuando quería hacerse pa-sar por pájaro.

Pero todo ello no explicaba la presencia, insólita en aquellugar, de la pluma de un pájaro de la especie de los gorrio-nes, que me esforzaba en vano por identificar.

Fue Gattet quien tuvo la última palabra y nos dio la clavedel enigma.

Preocupado por guardar lo más delicadamente posiblelas frágiles estalagmitas, de las que es un gran coleccionista,había podido recoger una pluma de murciélago en la simade Esparros.

Una hora más tarde estábamos almorzando a ciento cua-renta metros bajo tierra, en el fondo de las vastas galeríasde la sima. Sentados en círculo, masticábamos en silenciocuando Pons se inmovilizó y levantó el dedo.

—¿Han oído?—No, ¿qué?—¡Un gallo, un gallo que acaba de cantar!La respuesta era tan inesperada en un lugar semejante

que de nuevo estallamos en carcajadas ante aquella nuevafaceta de nuestro compañero; ¡ la evocación de un gallo can-

636

tando, en la caverna que se encuentra en el fondo de unasima!

Pero Pons estaba muy serio y no se inmutó por ello: ha-bía oído un gallo.

—Por otra parte —añadió—, los gallos no cantan másque una sola vez.

Así, pues, no había por qué esperar escuchando. Despuésde todo, tras el largo recorrido efectuado bajo tierra, hacíarato ya que estábamos completamente desorientados y nadatendría de imposible, por ejemplo, que el fondo de nuestrovestíbulo se hallara separado del exterior por una delgadapared rocosa. ¡ Quizá nos encontrábamos bajo una granja delpueblo de Esparros!

Atentos y silenciosos, aunque incrédulos, esperamos denuevo.

De pronto, Pons levanta el dedo y nos toma como testi-gos: el gallo ha cantado. A decir verdad, aquello recordabamuy vagamente un quiquiriquí, pero era innegable que seoía débilmente un grito de pájaro.

—Debe de ser una lechuza"—precisa ahora Pons.Intrigados, escuchamos atentamente otra vez, procuran-

do hacer el menor ruido posible. Y de nuevo el canto soste-nido y lejano comienza, esta vez un poco más claro y pro-longado. Los tres a un tiempo volvemos la cabeza en lamisma dirección y una carcajada general cierra el inciden-te: es la lámpara agonizante de Gattet, a algunos pasos denosotros, cuyo orificio de salida del gas se encuentra en par-te obstruido, la que ha emitido el curioso silbido que nos-otros, en nuestra equivocación, habíamos modulado de aque-lla manera especial.

El pretendido canto del gallo fue pues, en esta ocasión,el canto del cisne de nuestra exploración.

En la primavera de 1928, dos años después del descubri-miento de la gruta helada Casteret, volvía solo al macizodel Monte Perdido cuando de pronto se me ocurrió la ideade atravesar otra vez aquella nevera subterránea, la más ele-vada que se conocía en el mundo hasta entonces.

En aquella estación, y a aquella altura, la cantidad denieve era aún considerable. Después de marchar horas en-

837

Page 171: Mi Vida Subterranea

teras sobre el blanco monte me otorgué un pequeño descansoantes de penetrar bajo tierra, a la luz de una simple bujía, yaque por no recargar demasiado mi mochila, de por sí bas-tante pesada, no me había provisto de una lámpara de ace-tileno.

Con mi vela encendida penetré en la gruta, en la que noveía absolutamente nada. Mis ojos estaban acostumbrados ala luz intensa del sol, y sólo al cabo de cierto tiempo termi-naron por acostumbrarse a la oscuridad. Todo el mundosabe que en un caso semejante es necesario avanzar lenta yprudentemente hasta que la vista se adapta.

Pero ahora me daba cuenta, cada vez más asombrado, deque dicho acomodamiento no se realizaba. Esperaba en vano,y a cada paso me parecía avanzar en las tinieblas más im-penetrables.

Desde hacía ya cierto tiempo había remplazado la ilu-minación con velas por lámparas de acetileno, y no cesaba»de preguntarme cómo me había sido posible pasear ante-riormente en aquellas condiciones.

Mientras meditaba y filosofaba sobre los métodos rústi-cos que utilizara en tiempos pasados, esperaba con impa-ciencia a ver lo suficiente para poder avanzar. Pero la llamade mi bujía me seguía pareciendo débil y amarillenta, nodistinguía el suelo que pisaba y aún menos las bóvedas. Estasituación acabó produciéndome un verdadero malestar.

Cada vez me encontraba más inquieto y me preguntabasi mi vista no habría disminuido considerablemente en losúltimos años. Luego pensé que la marcha sobre la nievedurante tanto tiempo, bajo un sol espléndido, era sin duda lacausa de mi deslumbramiento.

Me senté, pues, sobre una roca, determinado a esperar pa-cientemente la acomodación, que no tardaría sin duda enproducirse. Los minutos pasaban y, sin embargo, yo conti-nuaba casi ciego.

Entonces se me ocurrió pensar que la intensa reverbera-ción sobre las capas blancas me habrían producido una«oftalmía de las nieves».

«Sin embargo —me dije—, no habrá sido por falta deprecauciones, porque me he puesto las gafas para proteger-me.» Y al hacer esta reflexión lancé una exclamación y, conun simple gesto, devolví a mis ojos sus agudez habitual.

¡ Había penetrado bajo tierra con mis gafas negras! Comollevaba siempre lentes, no me di cuenta de que aquéllos pre-cisamente no eran los apropiados y me había obstinado enrecorrer la caverna con gafas ahumadas.

Una categoría entre los aficionados a las cavernas: losentomologistas, que tienen el máximo interés en tener unabuena visión y una buena iluminación, para distinguir losminúsculos insectos y poder capturarlos.

Hacia 1923, uno de mis amigos, entomologista apasionadoy prestigioso, fue a devolver una visita al conde Saint-Périer,que estaba practicando excavaciones con su esposa en lasgrutas prehistóricas de Lespuge.

Dos importantes motivos habían conducido a mi amigoa aquellos lugares: la curiosidad de ver una estatuilla enmarfil de mamut que el eminente arqueólogo acababa dedescubrir en un hogar auriñaciense, la cual se había con-vertido en uno de los puntos culminantes del repertorio dearte prehistórico bajo el nombre de Venus de Lespuge, y elhecho de que el prehistoriador era asimismo un entomologis-ta famoso.

Con su cortesía habitual, el señor y la señora Saint-Périerhicieron a su visitante los honores de su cantera de excava-ciones y le mostraron en una caja, entre algodones, la vene-rable figurita de hace veinte mil años, que se encuentraahora en el Museo de Antigüedades Nacionales de Saint-Germain-en-Laye.

El conde Saint-Périer mostró asimismo su colección deinsectos cavernícolas, que interesó en gran manera al espe-cialista.

En la gruta vecina, donde un equipo de obreros sentadosen círculos en unos taburetes repasaba minuciosamentelos hogares prehistóricos, existía en un rincón un montón deguano de murciélago, rico en larvas y en insectos guano-bianos.

En compañía del prehistoriador y su esposa, seguidos desu fiel fox-terrier, iban a echar una ojeada a las trampas deinsectos puestas sobre el guano cuando el arqueólogo ahogóuna exclamación y mostró con el dedo una mosca que revo-loteaba y se paraba aquí y allí.

689

Page 172: Mi Vida Subterranea

—¡La mosca de cabeza azul! —dijo en un suspiro—rarísima mosca de cabeza azul!

Todos, con la vista fija en el insecto, seguían las evolu-ciones de éste.

—¡Y no tengo aquí mi red de gasa! —gemía el conde deSaint-Périer—. ¡No conseguiremos capturarla!

Mi amigo intentó hacer algo, ya que en su- calidad deentomologista y pescador había adquirido una cierta habi-lidad manual para atrapar moscas.

Su ofrecimiento fue aceptado, mientras el conde tem-blaba y no apartaba la vista del insecto.

Este era particularmente agitado y se movía constante-mente de un lugar a otro; la llama de las lámparas debíacontribuir evidentemente a aquella agitación. Tan pronto seponía sobre el guano, como se precipitaba hacia una de laslámparas, donde era de temer que se quemara las alas, comose alejaba de la zona iluminada, desapareciendo para reapa-recer un instante más tarde.

Por un momento la mosca se detuvo osadamente en* lapunta de la bota de uno de los presentes; allí estuvo alisan-do sus alas y después saltó sobre una piedra, donde quedóinmóvil. Mientras la mano del entomologista se acercabalentamente a ella, los presentes retuvieron el aliento y lasmiradas convergieron como queriendo aprisionar al insectoen su puesto; el momento era solemne.

Los obreros habían suspendido sus trabajos y observa-ban atentamente la escena. Se habría podido oir el vuelo deuna mosca. El mismo perro, intrigado por todo lo que suce-día a su alrededor, seguía el gesto del cazador con las orejaslevantadas, con vivo interés; con demasiado interés, porqueentonces se produjo la catástrofe...

Cuando la mano llegaba a la distancia justa, y estaba apunto de caer sobre su víctima y hacer del entomologistaun héroe... el perro, celoso de aquella importancia excep-cional acordada a un extraño, se abalanzó contra la preciosamosca, la atrapó y se la tragó, con un orgullo y una satis-facción evidentes, agitando el rabo, contento de su hazaña.

Todo el mundo quedó chasqueado, y he aquí cómo lamosca de cabeza azul no figura en la colección del condeSaint-Périer ni en la de mi amigo.

840

En el mes de abril de 1924, días antes de efectuar un via-je de estudios a Inglaterra, entraba yo en el Sindicato deIniciativas de Toulouse, instalado en la Sala del Capitolio,para consultar el horario de trenes París-El Havre y de losbarcos El Havre-Southampton.

En el momento de entrar me sorprendieron la entona-ción y la mímica de un inglés que estaba intentando, envano, hacerse entender por el empleado de la taquilla, des-concertado ante la pregunta inesperada de aquel viajero ori-ginal. Este último sólo poseía unos rudimentos muy imper-fectos de nuestra lengua, y repetía lentamente una frase queme hizo aguzar el oído:

—Yo querer ver el brujo —decía con una obstinación yun acento inimitable.

—Pero, ¿qué brujo? —preguntaba el joven empleado es-tupefacto.

—El brujo de la caverna —añadió el inglés, esperandover aparecer entonces en la cara de su interlocutor una luce-cita de comprensión. Pero, como la lucecita no aparecía, re-petía una y otra vez su demanda persuadido de que final-mente acabarían por comprenderle.

Me acerqué entonces, muy orgulloso de mi perspicacia,persuadido de que el viajero iba a bendecirme por mi intro-misión y pregunté:

—¿Usted desea ver el Brujo de la Gruta de los TresHermanos?

Pero no fue una bendición, sino un verdadero rugido loque me dirigió el extranjero volviéndose hacia mí.

—¡Oh, yes, de los Tres Hermanos! —repitió varias vecesconsecutivas, como en éxtasis.

Naturalmente, había acertado en lo justo; aquel inglés,enamorado de la prehistoria, como tantos británicos, habíatomado el barco y luego el tren hasta Toulouse, y había ve-nido a pasar sus vacaciones en Francia para visitar las cue-vas prehistóricas de los Pirineos.

Un cuarto de hora más tarde llamábamos los dos a la

341

Page 173: Mi Vida Subterranea

puerta del conde Begouen, propietario de la caverna de losTres Hermanos, y a la mañana siguiente el mayor ArchibaldComber, de la Royal Air Forcé, se extasiaba ante la pinturade la gruta representando a un brujo magdalaniense bailan-do, célebre en los anales del arte y de la magia prehistórica.

Durante varios días estuve enseñando las cavernas a minuevo amigo, y él, a su vez, la semana siguiente, me conducíapor las calles y los museos de Londres. Durante largos añosel mayor Comber estuvo viniendo a verme a los Pirineosdonde se entregaba a la pesca de la trucha y a la visita delas cavernas prehistóricas; pero como dice Kipling, esto esya otra historia.

Paseando en bicicleta, hacia 1930, por las cercanías delpueblo de Montespan (Alto Carona), siempre a la búsquedade grutas, me dirigí a un campesino que estaba cavanáo yle pregunté si conocía alguna caverna, algún pozo naturalo alguna fisura rocosa por aquellos alrededores.

Me señaló en seguida la vecina gruta de Montespan.Como yo le respondiera que la conocía hacía ya tiempo, peroque buscaba otras, me preguntó si por casualidad no era yoNorbert Casteret.

Ante mi respuesta afirmativa, cruzó las manos sobre suazada y me observó con curiosidad.

—¿Así que es usted quien descubrió y exploró nuestragruta en 1923?

Ante mi segunda afirmación, me miró de arriba abajodubitativamente.

—Permítame que me sorprenda de verle circular así enbicicleta.

—¿Y por qué iba a sorprenderse?Por el tono áspero y un tanto hostil en que fue hecha

esta reflexión inesperada había comprendido yo a dóndequería llegar.

Y mi pregunta no dejó de llevarle a la respuesta que yoestaba esperando.

—¡Cuando se han vendido en diez mil dólares, en Amé-rica, las estatuas de la gruta, me parece que bien podríausted tener un coche!

En vano me empeñé en hacerle comprender, entre risas,

342

que los modelados de barro, intransportables, del oso y delos leones que había descubierto, estaban aún en la caverna.Luego, seriamente, afirmé con fuerza, intentando vencer suincredulidad, que había sido el primero, desde 1923, en pe-dir que estos vestigios fueran calificados de Monumentoshistóricos. Pero comprendí que era inútil intentar convencera mi interlocutor.

Tuve que resignarme, pues, a pasar ante los ojos deaquel campesino por un buscador de tesoros y consolarmepensando que mi honorable colega en prehistoria, el condeSaint-Périer, pasaba igualmente por haber vendido —tam-bién en América— terriblemente cara la estuilla de marfil,conocida bajo el nombre de Venus de Lespuge, que el dis-tinguido científico descubrió en 1922 en la gruta de este nom-bre, vecina de la de Montespan, y de la que generosamentehabía hecho entrega al Museo de Saint-Germain.

Y para terminar con las Historias Sombrías de este ca-pítulo, que podrían continuarse inagotablemente, he aquíuna última anécdota cuyo único mérito será el de hacernosascender de los mundos subterráneos en que estas páginashan hundido al lector y hacernos ganar de nuevo la super-ficie.

Esta historia será, porvidencialmente —y ello parece lomás indicado—, la historia de un ascensor.

Me habían rogado que fuera a París para una conferencia,en marzo de 1946, y me había aventurado, no sin titubeos yaprensiones, en la inmensa e inextricable caverna llena deembudos que es el Metro. Como buen provinciano, que viveen plena naturaleza a la orilla de un bosque, a unos ocho-cientos kilómetros de la capital, a la que no había ido másque raramente, desconfiaba, y con razón, de esta gigantescaratonera, donde las sucesivas sacudidas de puertas y porte-zuelas automáticas y escaleras mecánicas transforman enatracciones del tipo del Luna Park los pasillos subterráneos,por los que circulan, se apresuran y se agitan millares de po-bres seres humanos atareados, apretados y siempre conprisas.

De pie en un ángulo del compartimiento, al que la genteme había empujado y arrinconado, iba pensando en el ho-

848

Page 174: Mi Vida Subterranea

rario y el empleo de tiempo de aquella noche, que se presen-taba algo complicada: a las siete y media cena de espeleólo-gos en casa de un compañero, a las nueve conferencia en laSala Pleyel, en el otro extremo de París.

Y todo ello contando el tiempo necesario para superarlos obstáculos y equivocaciones de itinerarios, que aún mepodían retrasar más, y que en este preciso momento podíanhacerme llegar tarde a la cena y a la charla con los amigos.Iba vigilando al mismo tiempo el paso de las estaciones, denombres familiares para los parisienses, pero muy poco evo-cadores de la topografía de la ciudad para el no iniciado.

Apenas dediqué una sola mirada a los kilómetros de tú-neles tristes y sin atractivo alguno, que no recordaban ennada a los de una bella caverna y que el tren, rápido e ilumi-nado, recorría velozmente sobre los raíles. •

Y he aquí finalmente mi último transbordo, el último«rush» a través de aquel billar japonés de puertas, pasillosy escaleras, y también mi última estación. En unos momen-tos subo a la superficie, al aire puro de la noche, que se estáya acercando. Una última ojeada a la tarjeta de visita pararecordar la calle y el número donde se me espera, y me apre-suro hacia la dirección indicada.

Á Dios gracias, llego finalmente a la casa, sin error, perono sin fatiga, pues el trayecto a pie era largo y estaba an-dando ya desde por la mañana temprano.

El portero me informa: «Piso octavo, puerta a la dere-cha». ¡Piso octavo, caramba! Otra cosa que tampoco puedosoportar es este otro espécimen de la fauna parisiense quetiene por nombre «ascensor».

Con todo su aire pacífico y la aparente simplicidad de unmecanismo, estos aparatos han jugado ya más de una malapasada, ¡y no estoy dispuesto a sufrir naufragios entre dospisos!

Me acerco con cuidado a la jaula del animal y me doycuenta de que está vacía; el pájaro ha volado, está ocupado.Hacer elevar un ascensor no es demasiado difícil: he al-canzado este grado de civilización, del que me enorgullezcosecretamente. Pero hacerle venir, domarlo e inmovilizarlo amis pies, es cosa que me parece mucho más osada.

Tengo siempre el temor de hacer descender con él a algúnpasajero furioso, o de verlo estrellarse con estrépito desdelo alto de los pisos superiores.

844

En fin, puesto que el ascensor no está aquí, es porquedebe tener sus razones para estar en alguna otra parte; ytras una furtiva mirada hacia la portería, esperando que na-die sea testigo de mis actos y de mi falta de práctica, em-prendo el ascenso por la escalera.

Mientras subía iba contando los pisos, pero muy pron-to, a causa seguramente de algún entresuelo, me confundí,y perdí la cuenta. Me consolé pensando que no estaba enNueva York, sino solamente en París, y que al llegar al oc-tavo o al noveno piso acabaría por alcanzar la cumbre.

Cuando estaba pensando en todo esto, hice de pronto unacomprobación, innegable ésta: que no había visto aún, nisiquiera pasado, el ascensor. ¿Lo iba a encontrar estacionadoburlonamente en el octavo piso, o acaso, estaba en repara-ción?

¡Uff! Finalmente llego al último piso. Llamo, la puerta seabre, y mi colega Raymond Gaché, presidente del Spéleo-Club de París, me tiende la mano sonriendo.

—Pero ¿por qué no ha tomado el ascensor? —me pregun-ta asombrado.

—Ah, sí, el ascensor, es decir... Sí, ya le explicaré.—Todo está explicado —me interrumpe mi amigo rien-

do—. Apuesto a que no lo ha visto. ¿Me equivoco?—Exactamente, es lo que quería decirle. He comprendi-

do en seguida que no estaba. ¿Hace mucho tiempo que lohan quitado?

¡Ah! ¡Una carcajada acogió mis frases embrolladas, queintentaban parecer seguras!

—¡ Pero si está aquí! —acabó por explicar Gaché—. Estáaquí. Consuélese, no es a usted solo a quien le pasa porqueno es muy visible. Es un ascensor de vidrio, sin maderas nitecho: una especie de aquarium. Ha pasado por su lado sinverlo.

«¡Al diablo todos estos ascensores ultramodernos e in-visibles!», pensaba yo interiormente. Pero habíamos pasadoya al salón y luego al comedor, donde la cena transcurriómuy animada. Estábamos entre espeleólogos y, durante todoel transcurso de la cena, no se habló de otra cosa más quede la expedición proyectada a la sima pirenaica de la Hen-ne Morte, en la que había descendido yo anteriormente conalgunos compañeros a pesar del material insuficiente y dela presencia de cascadas abundantes y glaciales.

345

Page 175: Mi Vida Subterranea

En la próxima expedición, el Spéleo-Club de París, consu fuerte equipo y su material perfeccionado, vendría aecharnos una mano y a intentar alcanzar la máxima profun-didad de aquella enorme sima.

Las frías cascadas gigantes —obstáculo número uno dela expedición— fueron el tema de la conversación; cada unopropuso un equipo estanco más o menos bien concebido paravencer aquellas duchas odiosas y de tanto peligro.

Pero las manecillas del reloj pasaban implacables y alláabajo la sala Pleyel abría sus puertas para la conferenciaque debía celebrarse a las nueve.

Con tres compañeros, entre ellos una dama «miembro ac-tivo» del Spóleo-Club, me dirigí a la puerta de salida del piso.Los otros invitados tampoco tardarían mucho en retirarse yreunirse con nosotros en la sala de conferencias; pero el fa-moso ascensor, aunque invisible, no era también extensíbley, por lo tanto, teníamos que ir bajando de cuatro en cuatro.

Invisible, lo era casi. Silenciosamente subió dócil hastanosotros, para recogernos.

Siempre atento, nuestro huésped cerró tras de nosotrosla puerta del ascensor, e inclinándose nos deseó una buenavelada. Gracias a la ausencia del techo pudimos cambiar connuestro interlocutor unas sonrisas, cuando de pronto, en laeuforia del descenso silencioso, mientras hacíamos nuestraúltima alusión a la sima del Henne Morte, objeto de nuestrospensamientos, un incidente, una impresión demasiado pre-cisa para ser imaginaria, vino a darnos la ilusión de encon-trarme bajo las cascadas del abismo pirenaico.

Además, un grito agudo de mi vecina y las protestas einvectivas de mis compañeros me probaban que no estabarealmente soñando: ¡acabábamos de ser inundados de aguafría, y nuestra amiga, al sacudir sus rubios cabellos, nosmojó por segunda vez!

Y entonces, mientras continuábamos descendiendo, pri-sioneros en aquel ascensor-acuario, se oyó una voz procedentedel octavo piso, acompañada de un estallido de risas:

—¡Esto para que se vayan acostumbrando al próximoverano en la Henne Morte!

Y un segundo vaso de agua cayó sobre nuestras cabezas.Media hora más tarde, con el cuello de la camisa y el

forro de la americana todavía húmedos, hacía mi entradaen el escenario de la Sala Pleyel.

846

Entre la primera fila de asistentes en los puestos dehonor se encontraban, justo a mis pies, los culpables, misrociadores de hacía un rato.

Y de pronto creí tener mi revancha. Allí, al alcance dela mano, sobre mi mesa de conferenciante, había un vaso yuna botella de agua...

Pero, por desgracia, siempre he sido un poco tímido, yno me atreví a realizar aquel gesto vengativo.

Pienso ahora que habría sido una introducción adecuadaal tema inédito y pintoresco de las «Memorias de un Espe-leólogo» que iba a relatar. Estos recuerdos podían haberempezado por la reciente historia de los vasos de agua enel ascensor. Pero, una vez más, me faltaron el espíritu deoportunidad y la decisión.

347

Page 176: Mi Vida Subterranea

36E X P L O R A D O R

Acaso pueda sorprender que después de tanto hablar demí, de mis hechos, aventuras, descubrimientos y explora-ciones, de mis reacciones y opiniones, consagre por añadi-dura un capítulo a mi persona física, lo que además de abu-sivo resultaría intolerable.

Ya sé que el yo es odioso, y para ello tengo a mano laexcusa antes citada de Stendhal, en sus Souvenirs d'Egotis-me: «Estoy profundamente convencido de que el solo antí-doto capaz de hacer olvidar al lector los eternos yo que elautor va a escribir, es una perfecta sinceridad».

Pero mi preocupación es únicamente aconsejar y animara los muchos jóvenes que me escriben preguntándome cuálesson las aptitudes físicas necesarias, indispensables para serun buen espeleólogo, y cuáles son los ejercicios que convienepracticar desde el principio.

Sin duda estos jóvenes que me escriben se imaginan quesoy un gigante «potente y temible», al que no se le resistenada, una especie de Tarzán subterráneo, o un Sansón sepa-rando las columnas que le interceptan el camino.

Y cuántas veces, sobre todo con los extranjeros, he vistoun vivo asombro y casi una decepción en sus rostros, y heoído decir: «Es curioso, le había imaginado mucho más cor-pulento...» La frase se cortaba aquí generalmente, y yo po-día completar sin miedo a equivocarme con algo que equiva-lía a: «Mientras que usted no es... más que lo que es».

También me han dicho con frecuencia: «¡Y yo que creíaque había imaginado que usted llevaba barba!»

Esta última suposición es una especie de complementodel Hombre-Hércules, del Sansón con el sistema velloso ex-

849

Page 177: Mi Vida Subterranea

cesivamente desarrollado. ¿Acaso los hombres vellosos no sehan considerado siempre más robustos que los imberbes?

Bueno, volvamos a nuestras dimensiones reales y revele-mos —para desilusión de muchos, pero afortunadamente paramí— que no mido más que un metro sesenta y seis centí-metros y peso sesenta y seis kilos. Afortunadamente, aña-dimos, porque sólo diez centímetros más y diez kilos desuplemento comienzan ya a constituir un verdadero obstáculobajo tierra.

A aquellos que miden un metro ochenta y pesan en pro-porción, la espeleología les resulta difícil, muy penosa y fre-cuentemente, en gateras y grietas, completamente prohibida.

Esta modesta estatura de 1'66 metros —digamos estaturamediana, ya que a lo que parece la talla media del francéses de 1'65 metros— me ha costado tiempo y años de refle-sión adquirirla, pues estuve creciendo hasta los veintidósaños.

De niño era ya muy pequeño para mi edad, siempre elmás pequeño de la clase, y he sufrido las numerosas veja-ciones inherentes a este estado de cosas. Cada vez que encasa se hacía alusión a mi pequeña talla, comparada conla de mis hermanos, que medían 1'76 y 177 metros, mi padre(1'71) decía refiriéndose a mí: «Este no llegará nunca a serun buen artillero». (Antaño eran necesarios hombres fuertesy altos para remover y manejar los cañones.)

Actualmente los cañones son incomparablemente mayores,pero se manejan fácilmente. Y así, desmintiendo la predic-ción paterna: ¡he sido artillero!

De entre los espeleólogos que no pasan de esta medidade un metro sesenta y cinco, citemos a mis inmediatos cola-boradores : Gattet, Delteil y mi hijo Raúl. ¿Y cómo no recor-dar aquí que mi madre, mi esposa y mis cuatro hijos osci-lan entre 1'52 y T57 metros?

De mi amigo y colega, Rene Jean, el prestigioso espeleó-logo de Carpentras, no conozco la talla exacta, pero le hevisto introducirse como un ratón por grietas y fisuras, porlas que nadie ha podido seguirle.

Las exigencias de algunos conductos exiguos me habíanincitado ya de pequeño a buscar la colaboración de mi her-mano menor Marcial para el reconocimiento de ciertos tra-mos. Y lo mismo, como padre desnaturalizado, he utilizadotambién la pequeña talla de mis hijos cuando éstos eran

660

aún muy pequeños. Ellos se encargaban de algunas misionesde confianza, en las que eran realmente irremplazables, contanto entusiasmo como orgullo; ¡no habrían cedido su pues-to por todo un imperio!

En esta enumeración de espeleólogos favorecidos por unaestatura y una corpulencia óptimas, el más «grande» detodos fue E. A. Martel, que no medía más que un metrosesenta y cinco.

De talla media, pues, pero muy bien plantado, siempreerguido, de gesto vivo y paso decidido, Martel tenía un ros-tro cuya expresión enérgica quedaba realzaba por una cortabarba que daba a su varonil fisonomía algo de la majestady de la nobleza de un emir.

En aquel rostro regular, del que sobresalía la línea osadade su perfil (que ha sido llamada «la curva de los explora-dores y los conquistadores»), en el cual vibraban las palpi-tantes aletas de la nariz, destacaban sobre todo aquellosojos suyos azules y límpidos que, según la bella comparaciónde mi esposa, «le permitían, incluso en las simas más pro-fundas y más tenebrosas, llevar siempre consigo un poco decielo azul».

Aquellos ojos serenos, a veces soñadores, equilibraban conuna expresión de bondad la osadía del perfil. Y había enla inflexión de sus labios un algo de malicioso y burlón, yaque de él podía esperarse siempre un detalle divertido oingenioso.

Martel poseía una capacidad de asimilación visual y dememoria de los lugares sorprendente. Por donde había pa-sado, raro era que se encontrase algo nuevo, algún nuevohallazgo. Tenía ojos de águila y no se le escapaba nada. In-cluso en las exploraciones efectuadas apresuradamente o enmalas condiciones y con iluminación defectuosa, como erala suya en aquella época, sacaba siempre unos croquis exac-tos y una copiosa abundancia de notas y detalles.

Para dar un ejemplo de la visión preciosa y definitiva conque examinaba los lugares que había recorrido, aunque fuerapor una sola vez, narraré lo acontecido un día en la grutade «les Demoiselles», cerca de Ganges, en Herault.

Cuarenta y tres años después de la exploración de estagruta por Martel, fue habilitada para los turistas con unlujo de acondicionamientos raramente alcanzado: funicular,entrada artificial por un túnel, espléndida terraza aérea de

861

Page 178: Mi Vida Subterranea

cemento armado, escaleras, iluminación artística, etc. Estostrabajos habían terminado ya, y se había inaugurado la gruta,cuando se dieron cuenta de que Martel había señalado laexistencia de un pozo natural de veinticinco metros de pro-fundidad, que no había sido descubierto por nadie en eldesarrollo de los trabajos.

Se estuvo buscando el pozo, sin encontrarlo. Se escribióentonces a Martel para intentar obtener alguna informaciónmás precisa sobre su emplazamiento.

Martel respondió indicando la situación exacta. Siguió sinencontrarse, y se supuso que algún hundimiento o un corri-miento de tierras se debió producir después de la primeraexploración, y que el orificio estaba tapado.

Se escribió de nuevo a Martel, asegurándole que no ha-bía huella alguna de dicho pozo y sugiriéndole que existiríauna confusión con alguna otra gruta. Pero respondió denuevo con seguridad que el pozo existía, que había descen-dido en él, y que podría encontrarlo inmediatamente dehallarse en dicha gruta.

Las investigaciones y las búsquedas se recrudecieron, yse registró toda la caverna esperando que el pozo se podríaencontrar en alguna otra parte y suponiendo que los recuer-dos de Martel serían inciertos al cabo de tantos años. Hubotambién interpretaciones poco amables y poco corteses.

Pasó el tiempo, y el caso del pozo se archivó si no fue-olvidado. Tres años más tarde, al pasar por el Tugar indi-cado por Martel y asomar la cabeza por detrás de una mag-nífica bandera de estalagmitas, ligeramente aislada de la pa-red rocosa, un espeleólogo descubrió el famoso pozo quetanto se había buscado.

Martel se divirtió mucho con esta curiosa historia. Perolo que acaso puecla añadir una nota picante, que será unasorpresa y una revelación para muchos, es el hecho de queel maestro de los abismos y aguas subterráneas era miope.A decir verdad, se trataba de una miopía no muy grave; perolo suficiente para necesitar ser corregida por unos lentes. Yel célebre explorador, el pionero del mundo de las tinieblasque tantas acrobacias había efectuado en sus cuerdas y ensus escalas, llevó durante toda su vida, encima y bajo tierra,unos quevedos de modelo arcaico, con un cordón negro quele pasaba alrededor del cuello.

Compartiendo con mi maestro y amigo la misma desgra-

da y el mismo obstáculo en nuestra carrera de explorador,tuvimos ocasión de comentar cierto día las ventajas e incon-venientes de los quevedos, de los que él era un defensorencarnizado, y de las gafas que había adoptado yo.

—¿Cómo se las arregla usted —me preguntó— para lim-piar sus cristales salpicados de barro, cuando se encuentracon las manos también llenas de arcilla?

Notando mi vacilación ante un caso tan complejo, en elque tan a menudo me había encontrado, tomó sus quevedosy, ante mi sorpresa, pasó la lengua por los cristales mientrasme decía:

—Así no cabe lugar a vacilaciones, porque muy a menudo,bajo tierra, ¡es sólo la lengua lo único que le queda limpio!

No había pensado nunca en tal solución. Pero tenía razón,y desde aquel día no he empleado en las cavernas otro mé-todo para limpiar mis lentes y el vidrio de la brújula.

Y tras este paréntesis sobre Martel —aunque nunca deja-ríamos de hablar de este hombre magnífico—, reemprendamosnuestras consideraciones sobre la talla de los espeleólogos.

No quisiéramos dar a entender con todo ello que por en-cima de un metro setenta, por ejemplo, no existen ya posi-bilidades para nuestros colegas. Nada más lejos de nuestraintención, ya que conocemos igualmente a hombres corpu-lentos que son también grandes espeleólogos: Félix Trombe,Max Cosyns, José Bidegain, Marcel Loubens entre otros.

Sin embargo, he visto a estos últimos ante dificultades enpasajes exiguos, que no presentaban problema alguno a hom-bres pequeños, y les he visto incluso vencidos, confesándoseimpotentes de pasar tal gatera o grieta.

En cuanto a Marcel Loubens, maldecía pintorescamentesus «cinco pies y siete pulgadas» (1'83 metros); en variasocasiones me explicaba —en medio de terribles contorsionesen ciertos pasos retorcidos— que sus fémures eran los hue-sos más largos y fastidiosos de todo su cuerpo.

Empero, los hombres grandes tienen también sus positi-*vas ventajas, como, por ejemplo, la de poder alcanzar fácil-mente un saliente rocoso determinado, inaccesible a los pe-queños, o la de poder hacer una fácil «oposición» entre pare-des demasiado alejadas para hombres de talla pequeña.

Hay que considerar, pese a todo, que la alta estatura yla fuerza brutal no entran en juego más que raramente, yresultan accesorias bajo tierra, donde la ventaja es de los

853

Page 179: Mi Vida Subterranea

pequeños y ágiles, que encarnan el espeleólogo ideal, capa*ees de introducirse por todas partes.

Este tipo de espeleólogo reducido y escurridizo sólo esválido, naturalmente, a condición de que le acompañen unascaracterísticas de buena salud, un organismo sin tara algunay una resistencia a toda prueba.

Si es cierto que existen gigantes inquebrantables, tambiénlo es que existen colosos de pies de barro. De la misma ma-nera hay pequeños enclenques, y otros para quienes la sabi-duría popular ha creado aquel dicho de «el buen ungüentose guarda en pote pequeño». d

Pero dejemos de oponer a grandes y pequeños y digamosque, para tallas, resistencia y robustez iguales, las ventajasestarían siempre bajo tierra del lado del hombre ágil y hábil(bajo tierra y en todas partes).

La falta de agilidad, la torpeza habitual, la falta de aten-ción, la irreflexión y la temeridad irracional son los mayoresenemigos del espeleólogo, y en consecuencia de sus compa-ñeros.

En el mundo excepcional e insólito de las cavernas y delas simas hay que estar siempre en guardia, con los reflejosa punto contra todas las sorpresas posibles.

El espeleólogo hábil y dotado evitará instintivamente po-ner el pie sobre el bloque que está a punto de caer; no secogerá a un saledizo dudoso o «podrido*; no se detenáránunca inútil y peligrosamente en la base de un pozo, dondeel curso de las maniobras puede desencadenar un despren-dimiento de piedras.

Si a pesar de todo se ve en la necesidad de estar allípara ayudar a la maniobra, o porque no existe otro lugarposible, buscará el punto menos expuesto, y en caso de alertareaccionará y saltará con la velocidad del relámpago.

No pasaremos revista a todas las eventualidades de esteorden; por otra parte, hay naturalmente los accidentes im-previsibles, como las rupturas de aparejos, los hundimientos,las crecidas repentinas o desmesuradas, en las que el hombremás experimentado es vencido y desarmado.

Pero, repitámoslo: agilidad, sangre fría, decisión, he aquílas defensas, los recursos de que se valen los espeleólogossubterráneos.

Vamos a dar algunos ejemplos.En 1946, Marcel Loubens inauguraba en los pozos de la

654

Henne Morte un equipo estanco que desprendía un olormuy desagradable, pero que parecía realmente impermeable.Descendía a lo largo de una escala que habíamos conseguidoalejar de la cascada, de manera que no quedaba inundadacomo en las precedentes expediciones. De pronto la llamade su lámpara, que estaba suspendida en su cintura, prendióen su traje, muy inflamable, y éste llameó instantáneamente.Loubens comprendió el peligro, y en un reflejo rapidísimose balanceó hasta colocarse bajo el chorro de la cascada, queapagó el incendio comenzado.

Era la primera vez que una cascada subterránea jugabaun papel útil. La sangre fría y el gesto de Loubens acababande salvarle.

En 1951, el doctor Mairey (que tendría una conductaheroica el año siguiente en la Peña San Martín, con ocasióndel accidente mortal de Loubens) se encontraba en el fondode una gruta del Jura con seis compañeros cuando fueronsorprendidos por una súbita crecida que produjo el pánicoy la fuga desorganizada de todo el equipo. Al intentar supe-rar la crecida de las aguas y ganar la salida, seis de los sietehombres fueron arrastrados por aquélla, sumergidos y aho-gados.

El doctor Mairey, tratando de conservar su sangre fría,decidió quedarse donde estaba, en un lugar en que la bóveda,menos baja que en otros sitios, presentaba una especie deabultamiento. Su cálculo casi resultó fallido, porque el aguasubió hasta sus hombros y tuvo que estar luchando durantelargo tiempo contra la furia de la corriente.

Al cabo de veintisiete horas de angustia mortal se pro-dujo la bajada de las aguas. El doctor se encontraba agotadode frío y cansancio, pero había resistido. Se había salvado,y era el único superviviente de aquella catástrofe.

Personalmente no he tenido jamás un accidente grave, sinosolamente algunas heridas, golpes, o las fuertes emocionesque constituyen lo normal en esta profesión. Pero sé perfec-tamente que, en diversas ocasiones he salido de circunstan-cias críticas gracias a reflejos instantáneos que transformaronen simples alertas lo que hubieran podido ser serios acci-dentes.

El último de estos accidentes se produjo en 1960, a missesenta y tres años.

Efectuábamos con mi hija Raymonde y Germán Labatut

855

Page 180: Mi Vida Subterranea

una escalada en una gruta vertical, lo que constituye la má-xima dificultad en espeleología. Nos habíamos elevado unaveintena de metros y alcanzado un balcón, donde nos había-mos reunido unos instantes antes de continuar la escalada.

Yo había anudado a mi cintura una cuerda de nylon deveinte metros, y empecé a escalar una pared bastante pobreen sitios a los que cogerse. Sin embargo, conseguí elevarmecinco o seis metros, justo hasta la altura de una protube-rancia rocosa del tamaño de una calabaza. Si conseguía alzar-me hasta esta ayuda providencial, la continuación de la as-censión se facilitaría enormemente.

Prudentemente, con respeto, toco esta especie de gárgola,y pego con la mano llana primero, luego con el puño, inten-tando romperla; pero aguanta bien, y forma un solo cuerpocon la roca de la pared. Puedo, pues, fiarme y cogiéndolacon las dos manos intento un equilibrio para colgarme deella. En aquel momento el bloque se desprende como unafruta madura y caigo debajo de él.

Raymonde y Labatut, aterrados, vieron el accidente: micaída de espaldas sobre el suelo de rocas angulosas, aplas-tado por el bloque de unos veinte kilos, que caía detrás de mí.

La caída tuvo lugar, en efecto, y yo quedé inmóvil poralgunos momentos, aturdido en el suelo, pero en el cortoespacio de mi trayecto por el aire había ganado ya la par-tida. Había conseguido, sin punto alguno de apoyo, saltarhacia atrás a fin de que la roca cayera, no sobre mí, sinodelante mío. Me es imposible explicar esta maniobra, estegiro de caderas, parecido al del gato que se deja caer desdela posición que sea y que siempre consigue hacerlo sobresus patas.

El salto desde el trampolín, o el salto de esquí, que tanfervientemente he practicado, son los únicos, a mi modo dever, que pueden dar esta facultad de cambiar de posición enel aire. En todo caso, los dos testigos quedaron asombradosy respiraron tranquilos al verme aterrizar en mejores con-diciones que las que se podían suponer.

Al desplazar la roca para sopesarla pudimos observarque la cuerda de nylon que arrastraba por tierra estabacortada en tres trozos...

Como contrapartida de las condiciones físicas y de ladecisión de que acabamos de hablar, hay que hacer tambiénmención de ciertos estados emotivos, que tienen cierta rela-

356

ción con el miedo, y de los que ningún espeleólogo está exen-to; una especie de aprensión confusa e irracional, como laque se siente la víspera, o en las horas que preceden a unagran exploración.

Marte! conoció las angustias de estas sensaciones. El, quetenía en su haber proezas sensacionales, tanto más osadaspor efectuarse en un campo nuevo, en el que era el primeroen aventurarse, estaba perjudicado por una hipersensibili-dad y un nerviosismo exagerado.

Este complejo de energía, tenacidad indomable y sensi-bilidad extrema, creaba en él un perpetuo conflicto de fuer-zas, una especie de desequilibrio que acuciaba su espíritude excepción.

Hombre que no retrocedía nunca ante el peligro, y quelo buscó, puede decirse, durante toda su vida, tenía en lavíspera de ciertas expediciones, aprensiones, pesadillas y te-rrores retrospectivos que hacían más meritorias aún sus peli-grosas exploraciones.

Sabemos por la familia Bouchet, hoteleros de Licq-Athé-rey, que cuando permaneció en dicho hotel, en sus campañasde 1908-1909, en el corazón del país vasco, el sabio, que volvíatodas las noches extenuado y que partía de nuevo al alba,dormía muy mal.

Cada día desenrollaba sus escalas de cuerda ante abismosimpresionantes pródigos en cañonazos de piedras. Por la no-che perdía el sueño, y cada mañana volvía a partir valien-temente.

Dos cosas además turbaban su reposo: el ruido de unafuente que fluía delante del hotel y las caballerizas que esta-ban en la planta baja de la casa. Contra el caño de la fuentehabía encontrado un remedio: cada noche le ponía un sacode tela que lo hacía silencioso. Intentó también enmascararcon tela los cascos de los mulos, pero se desprendían de ellospronto, y Martel tuvo que emigrar a la habitación más reti-rada, hasta donde le llegaban, a pesar de todo, los ruidossordos y punzantes de los animales.

Cuarenta años más tarde estuve unos días en este mismohotel Bouchet con el físico y espeleólogo belga Max Cosyns,y descendíamos casi diariamente a los abismos del bosquede Heyle y de Cacouette, tras las huellas de Martel.

En el curso de estas exploraciones, Cosyns me dio variasmuestras de su sangre fría y de su admirable equilibrio.

357

Page 181: Mi Vida Subterranea

Pero era en el hotel donde me admiraba y le envidiaba más;cuando me decía con calma: «Esta tarde iré a dormir a mihabitación en previsión de la expedición de mañana».

Bastante semejante a Martel en materia de nervios einsomnios, yo quedé extasiado ante la certidumbre de poderdormir en pleno día y como medida de precaución para eldía siguiente.

—Pero, ¿cómo puede usted dormir así, a voluntad? —lepregunté.

—Sólo es necesario ordenarlo al cerebro y a los nervios—me respondió—. Basta con tener un control total.

Este «control total» no lo poseíamos ni mi amigo Gattetni yo mismo, y ambos formábamos una pareja de espeleólo-gos nerviosos, siempre compitiendo sobre quién dormiríamenos y se levantaría antes.

En 1939 habíamos decidido descender los dos a la simaMartel, en Ariége, que había descubierto y explorado con miesposa.

La víspera subimos hasta las barracas de los mineros deBentaillou, a dos mil metros de altitud, no lejos de la sima,con el fin de estar lo más cerca posible'a la mañana siguiente.

Ños habíamos asegurado el auxilio de porteadores quenos llevarían los aparejos hasta el borde del orificio y quenos ayudarían asimismo en los primeros ̂ pozos.

En previsión de la ruda jornada que se avecinaba había-mos acortado la velada y nos retiramos a dormir a las nuevede la noche, lo cual constituía el mejor medio de no poderconciliar el sueño, como así sucedió.

Se nos había instalado en una pequeña habitación acoge-dora, provista de radiador eléctrico, ante el que habíamospuesto a secar nuestras ropas, mojadas por una tormentaen el ascenso. Las camas, bastante sencillas, tenían variasmantas, agradables a aquella altitud.

Max Cosyns, o cualquier otro espeleólogo normal, habríadormido allí como un tronco. Pero no nosotros.

La sima Martel era en aquella época, y lo fue durante bas-tante tiempo, la sima más profunda conocida en toda Fran-cia. Yo recordaba las dificultades que había tenido con Isabel,y los peligros que habíamos pasado juntos. Sabía que exis-tían ciertos caos de rocas que podían desprenderse, comoocurrió en cierta ocasión al pasar nosotros. No estaba muyseguro de una de mis cuerdas, ya muy usada, y me sentía

858

muy preocupado por un determinado saliente rocoso, en elque tendríamos que amarrar las escalas, y que siempre mehabía parecido de una solidez algo dudosa.

Estaba asustado ante el importante descenso en aquellasima tan peligrosa, glacial, completamente mojada, con uncompañero a quien conocía desde hacía muy poco y del queignoraba las verdaderas capacidades.

Entre todas estas preocupaciones permanecía despierto,sin poderme dormir, dando mentalmente vueltas y más vuel-tas a todos los detalles.

Pero a mi lado Gattet suspiraba, bostezaba, y se revolvíaconstantemente en las sábanas. Tampoco él dormía. Tambiénél tenía sus preocupaciones...

Hacia la medianoche le oí cada vez más agitado, y depronto murmuró por lo bajo:

—¿Duerme usted?—No, no. No duermo. ¿Qué quería?—Nada, simplemente quería decirle que mañana no pienso

descender a la sima...—¡Vaya! ¡Lo que faltaba! ¿Y eso por qué? ¿Está usted

enfermo?—No, no. No tengo nada, me encuentro bien. Pero no hay

nada que hacer. No descenderé. Tenía necesidad de decirleesto. Y ahora que ya se lo he dicho, ¡a ver si por fin voy apoder dormir!

La conversación no terminó aquí, claro. Estuve persua-diendo a mi amigo, y convenciéndome a mí mismo a la vez.Además, nuestro insomnio no se debía únicamente a las apren-siones, sino también y sobre todo, a,la gran excitación, a laalegría latente en la idea de descender a un abismo tan ma-jestuoso y espléndido como aquel.

Finalmente acabamos por dormirnos, y al día siguiente,como es natural, llegamos hasta el fondo de la sima Martel,riéndonos de nuestra comedia nocturna.

Pero hay que señalar además que, como contrapartidaa los nerviosos con demasiada imaginación, existen los rea-listas y los plácidos que se toman las simas como si no ofre-cieran peligro o sólo ocasionaran preocupaciones imaginarias.

A la cabeza de estos impávidos, cargados de la pasividadmás confiada y de la calma más absoluta, podría citar aquí ami alter ego, mi inseparable Joseph Delteil. Bajo tierra seencuentra en su ambiente, siempre atareado en lo que está

960

Page 182: Mi Vida Subterranea

intentado hacer, encajando los momentos duros, aceptandolas peores eventualidades con calma y seguridad, sin perdernunca su sangre fría.

¡Y cuántas veces le he visto en un alto sobre un balcónvertiginoso, en las diaclasas más inconfortables, encogersesobre sí mismo y acurrucarse en un rincón para descabezarun sueñecito reparador, esperando reemprender la marcha!

Y para terminar con estas anécdotas y con este capítulo,escrito un poco sin ton ni son, recordemos a un espeleólogoocasional que me admiró por su calma olímpica en circuns-tancias realmente trágicas.

Habíamos encontrado a Jean Carenini, un robusto leñadory cazador, montañero nato, en sus primeros descensos a lasima de la Henne Morte. Se había apasionado por nuestrastentativas y venía en cada ocasión a ayudarnos en la super-ficie, tirando de las cuerdas con una fuerza enorme, arran-cando de las profundidades de la sima sacos enormes y ahombres chorreantes y agotados.

Impresionados por su ayuda benévola y su fidelidad, leinvitamos en cierta ocasión a descender con nosotros, y acep-tó con gratitud, pero sin ninguna demostración, como- erasu temperamento. Por desgracia, se trataba de los momentosmás trágicos que íbamos a vivir en el siniestro abismo. Tuvi-mos un doble accidente a unos doscientos cuarenta metrosde profundidad: Marcel Loubens gravemente herido, y Clau-de Maurel, tras una caída de varios metros, con un brazoroto.

Experimentamos las mayores dificultades para subir alas víctimas a través de los pozos superpuestos. Nada faltóa nuestras desgracias, hasta la ruptura de la cuerda con laque izábamos a los heridos.

En los momentos de mayor tensión, cuando algunos jóve-nes del equipo empezaban ya a dar muestras de nerviosismorayante en el pánico, cuando todo el mundo hablaba, gri-taba y se movía en una confusión extrema, Carenini, fuman-do su pipa y temblando de frío arrimado a una pared quechorreaba agua —un hombre que en su vida había descen-dido a una sima— me tocó en el hombro.

—Señor Casteret —me dijo, retirando su pipa de la bocay sin perder su calma habitual—, jme parece que estamosempezando & hacer tonterías aquí!

37ESCRITOR Y CONFERENCIANTE

¿Cómo y cuándo se me ocurrió escribir un libro? He aquíuna pregunta que acaso tenga que quedar sin respuesta pre-cisa. En realidad, es cierto que no puedo acordarme de ello.

Fue recopilando los artículos que había ido escribiendopara diferentes revistas como obtuve mi primer manuscrito,al que puse el título de: Diez años bajo tierra, aunque ha-bían sido indudablemente más de diez los años que habíadedicado ya a la investigación subterránea.

Diez años bajo tierra, Campañas de un explorador soli-tario, apareció el 14 de julio de 1933, y si no es misión míael criticar mi libro, puedo decir, sin embargo, que fue mejoracogido por la crítica de lo que lo había sido por los diversoseditores a los que propuse mi oso... de las cavernas.

La obra fue incluso alabada por la Academia Francesa,y no tardó en ser traducida a varias lenguas; pero lo real-mente divertido fue que el primer país que manifestó eldeseo de negociar una traducción, fuese Holanda: ¡un paísdonde no existe ni una sola caverna!

Tras este éxito, decidí publicar un segundo libro: En elfondo de los abismos, que recibió el Gran Premio de prosade la Academia de los Juegos Florales.

Luego vinieron una serie de libros sobre la materia deque me proveían mis exploraciones, todos escritos según lamisma fórmula: una primera parte dinámica, de relatos dedescubrimientos, y otra segunda parte estática que compren-día los capítulos de divulgación.

Pero no me contenté con un solo género. Tengo ademásuna novela de aventuras: Tierra ardiente, y una novela de-portiva: La larga marcha; he evocado incluso la vida, en

861

Page 183: Mi Vida Subterranea

forma de novela, pero basada sobre los hechos reales y losdatos científicos... de un murciélago.

¿Me estaría permitido decir que la Vida de un murciélagotuvo incluso un cierto éxito? Puedo añadir que gustó*hastaa algunas señoras, que siguieron apasionadas las aventurasde este pobre quiróptero. ¡Hacer que las mujeres lleguena interesarse por un murciélago! ¡ No me hubiera creído conun poder de persuasión tan grande!

Explorador y escritor, no podía dejar de convertirme tam-bién en conferenciante.

Nadie me había incitado a comenzar exploraciones subte-rráneas, ni nadie tampoco me pidió escribir la relación demis descubrimientos y publicar libros. Sin embargo, desdemuy pronto fui solicitado para narrar al público todo lo queveía y hacía bajo tierra.

Por aquello de que nadie es profeta en su tierra, fue enLondres donde celebré mi primera charla en público. Ocurrióen el mes de abril de 1924, con ocasión de un viaje a Ingla-terra, donde había ido a devolver una visita a miss G..., jovenprehistoriadora a quien había guiado el año precedente pordiversas grutas de los Pirineos.

A base de un buen diccionario y con ayuda de dicha joven,redacté en inglés una pequeña memoria sobre mi recientedescubrimiento de la caverna de Montespan. Y aquella mis-ma noche, en un hotel de Picadilly, en la sede de la Prehis-toria Society of East Anglia, me encontré en una salita, anteun auditorio de lo más selecto y de lo más intimidante almismo tiempo.

Sentado a la derecha del presidente, ante un pupitredonde me apresuré a instalar mis papeles, estuve escuchandosin comprender una sola palabra un preámbulo larguísimo,mientras yo pasaba momentos amargos, preguntándome có-mo podía haber cometido la locura de aceptar dar una con-ferencia en inglés, ¡ cuando no la había dado nunca en fran-cés, en mi propio país!

El presidente seguía hablando. Me pareció que hacía pre-guntas a su auditorio, del que recogí algunos murmullos deasentimiento.

Entonces se dirigió a mí en francés. Me expuso que, siendoFrancia donde mejor se podía estudiar la prehistoria, la ma-yor parte de los asistentes conocían las célebres grutas deDordoña y los Pirineos, y que todos comprendían más o

862

menos el francés. Si me era más agradable y más fácil hablaren francés, podía hacerlo siempre y cuando lo hiciera des-pacio y distintamente.

He aquí que la situación cambiaba de pronto, y que todoiba a resultar mucho más fácil de lo que había esperado.

Tal fue la primera de las mil y pico de conferencias queiba a pronunciar posteriormente, no sólo en Francia, sinotambién en Inglaterra, adonde volví de nuevo más tarde. Yen Escocia, Irlanda, Alemania, Holanda, Dinamarca, Bélgica,Luxemburgo, Suiza, Italia, Yugoeslavia, España, Túnez, Arge-lia, Marruecos y Estados Unidos.

Para el conferenciante no puede decirse aquello de quesólo es la primera la que cuesta. El aprendizaje es largoy difícil, y siempre son de esperar nuevos obstáculos insos-pechados. También el presentador, un personaje tan temidopor el público como por el conferenciante, pone a veces ensituaciones comprometidas.

Fn Nancy, por ejemplo, en la Sala Poirel, tuve como intro-ductora una persona muy prolija y ampulosa, que hizo uncomentario completo de mis campañas subterráneas y de to-das y cada una de mis «hazañas».

Yo había quedado hasta entonces entre bastidores. Trasesta peroración grandilocuente, el orador extendió su brazoen mi dirección. Avancé, pues, lo más modestamente posible,y en aquel momento mi atormentador me asestó su últimoepíteto, uno que había estado guardando para el final.

Me puso la mano sobre los hombros, como un empresa-rio lo haría sobre su boxeador, y gritó antes de eclipsarse:

—¡Y he aquí al gigante de las cavernas!Ya solo, avancé hasta el borde de la escena y allí, cons-

ciente y confuso de presentarme al público con mis donesfísicos, tan poco en consonancia con los proclamados pormi introductor, me contenté con confesar con voz lastimera,los brazos abiertos en señal de impotencia:

—¡Un metro sesenta y seis!...Un estallido de risas enorme, entremezclado de aplausos,

vino a salvar la situación. Mi confesión había roto el hielo,y había sido una protesta lacónica contra toda aquella jac-tancia.

A propósito de las presentaciones, quiero citar aún unaconferencia que di en cierta ocasión en la Sala Pleyel. Habíaido a París para hablar de las grutas heladas descubiertas

668

Page 184: Mi Vida Subterranea

y exploradas con mi esposa primero y más tarde con mishijas. El señor Kiesgen, el simpático director y animadorde Connaissance du Monde, lamentó que no hubiera traídoa mis hijas Maud y Gilberte conmigo, ya que habían parti-cipado en dicha exploración.

Les escribí que vinieran a París, pero ellas, no queriendodejar a sus dos hermanas pequeñas, se vinieron las cuatro.

El público, pues, recibió la sorpresa de ver aparecer antesus ojos en el escenario una fila de cinco personas cogidasde la mano.

—No, señoras y señores —dije—, no intentamos levantarninguna pirámide humana, ni sabemos efectuar saltos mor-tales. Pero antes de comenzar a hablarles de grutas y caver-nas quiero presentarles a mi equipo, a mis colaboradoras.Aquí Maud, y aquí Gilberte, con las que he descubierto yexplorado las grutas heladas más elevadas del globo. Y heaquí a Raymonde y María, que marchan tras sus huellas ytras las de su madre, que fue una prestigiosa espeleóloga.

Luego despedí a mis hijas, que desaparecieron rápida-mente entre bastidores.

La entrada había sido un tanto «teatral», pero el públicoreaccionó con entusiasmo y mucha simpatía.

La formalidad de la presentación no es por otra partela única prueba por que tiene que pasar el conferenciante.En realidad, la verdadera prueba comienza con la toma decontacto con el público, con el auditorio, sobre todo cuandose tiene o se cree tener un defecto; en mi caso, mi acentomeridional.

Apenas había pronunciado el tradicional «señoras y caba-lleros», en Lille, Tours, Epinal o Brest, cuando ya veía apa-recer las tenues sonrisas en la primera fila de la asistencia yoía elevarse un suavísimo rumor.

Es casi de rigor, en todas partes, burlarse un poco delacento del Mediodía, sobre todo si es sonoro y áspero. Perosé por experiencia que, a menudo, la aparición de sonrisasque veía al comenzar mis primeras palabras se debía menosa una manifestación de burla, o de ironía, que al placer deescuchar una voz cálida y bien timbrada, evocadora del cieloazul y el sol meridionales.

Una noche, en Belfort, una señora, queriendo dar pruebasde su perspicacia al notar mi acento, me dijo:

—Usted debe ser vasco, sin duda, ¿no es cierto?

864

—No, señora.—¿Beranés, acaso?—No, señora.—Entonces usted debe ser catalán.—Tampoco, señora. Yo soy gascón.—¡Cómo gascón! Pero, ¿por qué no lo decía usted antes?—Oh, señora, ¿por qué vanagloriarse de ello?Con mi acento meridional he tenido también mi revancha

cuando he hablado en francés en el extranjero, y me he oídodecir, tanto en Belgrado como en Amsterdam o en San Fran-cisco, que lo hago mucho más clara y distintamente que losconferenciantes parisienses y por lo tanto de manera muchomás fácil de comprender.

Y hablando del extranjero, quisiera citar aquí una con-versación, realmente extraordinaria en su brevedad, que tuveen cierta ocasión con una dama americana en el entreactode una conferencia que estaba pronunciando en Chicago.Dicha señora, queriendo simplemente dirigirme la palabra,se acercó a mí y me dijo:

—Yo tengo un primo en Francia que es montañés.—¿Ah, sí? ¿Y vive en los Pirineos?—Sí, en un pequeño pueblo de los Pirineos.—¿No será por casualidad Mas-de-Azil?—Sí, es exactamente ése. Mas-de-Azil.—¿No se tratará acaso del doctor Bordreuil?—¡Sí! El doctor Bordreuil. ¿Cómo ha podido?... ¿Es que

le conoce usted? *—Señora, fue él quien me cuidó en su ambulancia durante

la guerra de 1914. El me salvó la vida.Realmente, el mundo es un pañuelo.

* * *

El conferenciante, en su itinerario, eterno viajero que vaa todas partes, que pasa por todo sitio, que es llamado ahablar en las grandes capitales y en las pequeñas ciudadesde provincia, tiene que revestirse de una coraza defensivacontra tres enemigos: las adversidades, las sorpresas y todaslas eventualidades posibles.

En Poitiers, excelente ciudad para los conferenciantes,donde había hablado ya en diversas ocasiones con gran éxito,llegué cierto día, confiado, lleno de optimismo, y me encontré

865

Page 185: Mi Vida Subterranea

ante un auditorio de los más reducidos. Se me dio la razónde ello: se efectuaba aquella noche el «Bal des Dragons»,el acontecimiento anual más esperado y conocido en Poitiers.

En otra ocasión, al llegar a Lezignan, en Aude, me encon-tré ante el organizador local, completamente deprimido ypesimista. Y con razón, porque aquel mismo día llegaba el«Circo Pinder» a la pequeña ciudad.

De común acuerdo decidimos anular simplemente la con-ferencia, pues yo en verdad no me sentía con fuerzas paraluchar contra leones, trapecistas y todas las diferentes atrac-ciones circenses.

Pero he aquí que por la mañana se levantó un violentoviento, de esos que tan a menudo soplan por aquellas regio-nes. Fue adquiriendo importancia hasta convertirse en unaverdadera tempestad, de tal manera que el director del circono juzgó prudente levantar su gran entoldado. Y la repre-sentación fue suspendida.

Como compensación, toda la población de la ciudad y delos pueblos circundantes, que se había desplazado para asistira la función del circo, se dirigió a mi conferencia. Aquel díahablé en una sala abarrotada de gente, con más de la mitadde la asistencia escuchándome de pie a falta de más butacasdisponibles.

«Malo es el viento que no aprovecha a alguien», dice unproverbio inglés. Y aquel día tuvo plena justificación en micaso.

En Dundee (Escocia) hablaba cierto día en el aula deQuímica de la Universidad de San Martín, cuando me ocurrióun curioso incidente.

Mientras hablaba, en pie detrás de la gran mesa de mani-pulaciones en cerámica blanca, toqué maquinalmente la es-pita de un Bunsen. Y también maquinalmente lo abrí, delo que se encargó de avisarme el pequeño silbido caracte-rístico.

Sin dejar de hablar me esforcé en cerrar la llave. Perotodo en vano: ésta se había atascado, y el gas continuabasaliendo por el orificio.

Entonces me interrumpí de pronto, y como un colegialcogido en falta me volví hacia miss Bell, que había organi-zado mi conferencia y me había presentado al público, y ledije:

966

—Señorita —mi voz sonó plañidera—, he abierto sin que-rer la llave del gas, y no puedo volver a cerrarla.

El comentario inesperado y mi actitud apurada divirtie-ron enormemente al público, mientras yo, ahora ya abierta-mente, luchaba por cerrar de alguna manera aquella malditallave.

El olor de gas se hacía insoportable. Un escocés de pro-porciones impresionantes se levantó entonces, descendió lasgradas del anfiteatro y vino en mi ayuda; pero la llave seresistió incluso a su fuerza.

Fue necesario ir a buscar unas tenazas al laboratorio ve-cino para acabar con aquella llave recalcitrante y permitirmea mí continuar la narración, interrumpida en el momento enque relataba el descenso al fondo de la sima de la HenneMorte.

En la sala Rameau, en Lyon, estaba hablando en ciertaocasión en el recogido silencio de mi auditorio, atento al hilode mi discurso, cuando de pronto oí un ronquido procedentede los bastidores.

Miré hacia allí y vi a un tramoyista dormido, muy próxi-mo a la escena. Este ruido, siempre tan desagradable encualquier circunstancia, resulta en verdad bastante imperti-nente para un conferenciante, y en aquellas circunstanciasme ofendía especialmente, haciéndome perder el hilo del dis-curso e impidiéndome concentrarme en el relato.

El ronquido, cada vez más sonoro, llegó a hacerse percep-tible en la sala, donde el público empezó a sonreír y agitarse.

No me quedaba otra alternativa que hacer frente a laadversidad y continuar hablando, pero a dúo con el tramo-yista, que se oía cada vez con más fuerza.

Finalmente me decidí a intervenir. Dejé por un momentola mesa y me acerqué al durmiente rogándole que fuera adormir a otro lugar, en todo caso un poco más lejano de laescena.

En la sala de fiestas del Instituto San José de Ródez, meencontraba en cierta ocasión hablando del hombre prehistó-rico e intentando evocar lo mejor posible lo que podía habersido el lenguaje de nuestros lejanos antepasados de la Edadde Piedra. Estaba'insinuando que sus gritos de llamada o decombate acaso'tuvieran un parentesco con el grito actual depastores y montañeses, que podría haber permanecido como

667

Page 186: Mi Vida Subterranea

una herencia, una reminiscencia de las edades remotas de laPrehistoria. . .

Comentaba el ohuc auvernés y el irrintzina vasco, y otrosgritos conservados también en ciertas regiones de montaña,cuando de pronto se oyó un gran estruendo al fondo de lasala.

Estaban golpeando fuertemente la puerta con los pies, ypor lo que parecía hasta con piedras. Al mismo tiempo, gritosdiscordantes y aullidos salvajes —que no dejaban de teneruna cierta analogía con aquellos a los que me estaba refi-riendo— llegaron violentamente desde la calle.

—Acaso se trate de esos hombres de las cavernas de queles estaba hablando —dije, continuando mis consideracionese hipótesis sobre los gritos guturales que debieron oírse enla noche de los siglos.

A la salida de la conferencia nos informaron de que elalboroto que había interrumpido mi charla lo habían pro-ducido unos quintos algo achispados, que fieles a una tra-dición —si no prehistórica, sí al menos muy antigua y exten-dida por toda Francia— habían recorrido las calles de Ródezcon gran alboroto.

En Petite Reselle, en plena cuenca minera del Mosela,estaba hablando un día ante cuatrocientos capataces-alumnosde quince a dieciocho años.

Les había relatado una campaña subterránea efectuadacon mi esposa en las simas del Atlas de Marruecos y habíaamenizado mi charla con proyecciones, en las que los jóvenespudieron admirar los paisajes subterráneos ornados de cris-tales y estalactitas de una blancura realmente inmaculada.

Al final de mi conferencia, al atravesar el patio de recreodonde los futuros mineros se expansionaban, se me acercarondos de ellos. Me declararon que habían quedado maravilladospor aquellas magníficas decoraciones subterráneas, en con-traposición con el aspecto siniestro de la sima, y entusias-mados por la espeleología, que comparaban al oficio suyode mineros.

Luego, a media voz, para evitar ser oídos por sus cama-radas, y sobre todo por el grupo de profesores vecino, medeclararon que estaban dispuestos a dejar la escuela y arenunciar a su oficio si quería llevármelos conmigo en misexpediciones.

Tuve que explicar a aquellos dos muchachos, ávidos de

aventura, que la espeleología no era realmente un oficio yque no podía llenar por sí misma las necesidades del hombreque la practicaba.

En el teatro de San Ornar, para terminar, donde me en-contraba charlando sobre una de mis exploraciones solita-rias, se produjo súbitamente un corte de fluido eléctrico enel sector, y la sala quedó a oscuras por completo.

Siguió una cierta agitación, como es lo normal en talescircunstancias.

Yo aseguré que se trataba de una avería providencial, deun incidente que daría más fuerza al ambiente.

—He aquí la oscuridad de las cavernas —dije—. No podíahaber deseado nada mejor para acabar esta charla sobre miodisea subterránea en la caverna de Montespan.

Y continué imperturbable mi relato.Pasado el primer movimiento de sorpresa, el auditorio

escuchó en la calma y en el silencio más completos la conti-nuación de mi conferencia. Pero ésta no iba a acabarse sinun incidente burlesco.

La avería del sector continuaba. Y justamente en el mo-mento en que hacía alusión a la salida de la caverna y mivuelta a la luz, hizo irrupción en la escena un tramoyista conuna luz muy poco brillante, que colocó sobre mi mesa, pro-vocando la risa de todo mi auditorio.

Se trataba de un antiguo farol que había encontrado enel armario de accesorios, y que debía servir para los melo-dramas de 1830...

869

Page 187: Mi Vida Subterranea

38LA ESPIRITUALIDAD DE LASCAVERNAS

La exigencia de dar unidad a estas memorias me ha lle-vado a explicar cómo, de aficionado a visitar las cavernas,me convertí en conferenciante y escritor.

No aludir aquí a estas facetas de mi vida hubiera sidoescamotear una fase importante de mi existencia, en la quecon la pluma y la palabra me he esforzado en dar a conocery hacer amar en lo posible los mundos misteriosos del sub-suelo.

Espero que mis libros y mi voz hayan podido traduciry contagiar mi pasión a los demás, en mayor o menor grado.Algunas de mis obras han tenido éxito, y no pocas de mischarlas me han dado la satisfactoria impresión de que habíasido comprendido y escuchado con interés.

Esto es ya una gran recompensa para quien lucha en de-fensa de una actividad juzgada, a priori, como demasiadooriginal, demasiado peligrosa e inútil.

Y no puedo olvidar que el libro y la conferencia han cons-tituido también para mí el sustento, la justificación y la re-muneración indispensables, sin las cuales la espeleología purasería un camino sin salida, del que mi padre me decía, y conrazón, «que no llevaba a ninguna parte»; desde el punto devista material, naturalmente.

Puesto que ni como ciencia ni como actividad deportivaha sido reconocida ni retribuida, la exploración subterránea—pariente pobre de todas las otras formas de estudio yexploración—, única forma de subsistencia para el espeleó-logo y sus cinco hijos, ha exigido el apoyo de libros y con-ferencias.

671

Page 188: Mi Vida Subterranea

Sin embargo, los éxitos editoriales, así como las satisfac-ciones legítimas del conferenciante, no son sino algo mar-ginal a la espeleología, y si una serie de circunstancias queno previ me han llevado a dirigirme al público por mediodel libro y de la palabra, ha sido únicamente para defen-derme; no por atracción personal, ya que cuando pienso enello, soy yo realmente el primer sorprendido.

Para un verdadero espeleólogo, ninguna edición de lujoni ningún escenario teatral pueden remplazar la gruta másmodesta, donde son posibles la meditación y el diálogo mudodel hombre con la Naturaleza, diálogo que permiten y susci-tan las sombras de las cavernas y el silencio que reina enellas.

Las decoraciones más lujosas y bellas quedan ensombre-cidas al lado de la esplendidez subterránea.

El hombre no está hecho para vivir solo, esto es sabido,ni tampoco lo está para dispersarse, derrochándose o dislo-cándose moralmente. Y es solamente en las soledades sub-terráneas donde puede uno encontrarse a sí mismo y, en cier-ta manera, recargar su potencial.

Se encuentra también en aquel ambiente lugar para ejer-cicios físicos olvidados o descuidados, que desarrollan losmúsculos y el organismo. Se requieren cualidades deportivaspara ascender a la cuerda lisa, descender, saltar por cente-nares de finas escalas que se balancean en el vacío; o parareptar o contorsionarse por fisuras y grietas exiguas; o parachapotear y nadar en aguas glaciales, y llevar cargas invero-símiles por lugares y en posiciones más inverosímiles todavía.

A estas demostraciones pura y esencialmente físicas seañade en armoniosa alianza —mens sana in corpore sano—,el complemento del elemento especulativo —científico y espi-ritual—, el botín precioso, inapreciable, de todo lo que seencuentra y puede estudiarse bajo tierra.

Aquí el espíritu lo vivifica, purifica y justifica todo. Elespeleólogo más lleno de barro y miserable, hundido en lasentrañas de la tierra, puede liberarse y elevarse a las alturasintelectuales y espirituales de mayor alcance.

Las investigaciones científicas, la atracción de lo desco-nocido, la llamada del silencio, los incomparables goces delespíritu, bien valen arrastrarse penosamente en el barro,soportar el vértigo o desgarrarse en agudas rocas.

Y no basta para avanzar bajo tierra equiparse material-

872

mente; hay que hacerlo también moralmente, pues si el fon-do de las cavernas es capaz de emocionar y asombrar al sermás impertérrito, puede asimismo proporcionar temas deensueño al poeta y materia suficiente para apasionar al sabio.Existen allí, por lo demás, fuerzas que hacen meditar y rezaral hombre...

Todo ello significa que la espeleología no es ni podráser nunca un deporte o una actividad de masas, una distrac-ción o un espectáculo, y ni siquiera una ciencia para todos.

Las especulaciones que ofrece al espíritu no pueden flore-cer más que en el silencio y el recogimiento. Nada útil oprovechoso puede esperarse bajo tierra del ruido y la intem-perancia.

Lo que estamos exponiendo aquí acaso no haya podidopercibirse a lo largo de estas páginas, en el desgranar deviejos y queridos recuerdos, en los que nos hemos inclinadoa recoger únicamente el lado anecdótico o lo que de pinto-resco pudiera existir en ellos.

Pero tales evocaciones, expuestas de esta manera, no se-rían realmente el reflejo de una carrera de medio siglo deexploraciones subterráneas. Y así, en el capítulo final de estasmemorias, queremos insistir en una nota más personal y másíntima: el aspecto espiritual, las reflexiones que la majestadde los mundos subterráneos consiguen inspirar siempre alhombre que vaga solitario por las entrañas de la tierra,donde se adivinan constantemente, y se tropieza a cada pasocon ellas, las huellas de la mano de Dios.

Esta presencia la habían presentido ya nuestros remotosantepasados auriñacienses y magdalenienses, aquellos caza-dores de mamuts y unos que hacían de ciertas cuevas sutemplo sagrado. Un templo sagrado y, a menudo, el lugarsecreto adonde iban a invocar la ayuda del Gran Espíritu.

En determinados subterráneos, por los que se adentrabana la luz de las antorchas y de las lámparas de grasa, aquellasgentes procedían a las ceremonias de iniciación, de hechi-cería y de sepultura.

Sobre las paredes rocosas de los vestíbulos tenebrosospintaron frescos de animales de una técnica y de un realis-mo admirables, cuya inspiración de origen mágico atestiguauna preocupación y una necesidad espiritual. Aquellos hom-bres que creían en un panteón eternamente misterioso, delque se llevaron el secreto consigo, estaban en comunión

873

Page 189: Mi Vida Subterranea

constante con las divinidades y las potencias ocultas, queimaginaban e invocaban en sus luchas y penalidades.

Sin duda alguna, la frecuentación y la meditación en lasoledad y el silencio de las profundas cavernas resultaronfecundas para la evolución espiritual e intelectual de nues-tros antepasados prehistóricos, hombres que ya en la nochede los siglos supieron conquistar y salvaguardar el título derey de la creación e hicieron posible el que nosotros seamoslo que somos.

Tras ellos, desde la aurora de los tiempos históricos, hanpasado innumerables pueblos, todos impresionados por elmisterio y la majestuosidad de los lugares subterráneos, yen éstos han excavado templos hipogeos, edificado avenidascubiertas y dólmenes enterrados.

Pero ninguna religión tiene tantas afinidades y relacionescon el mundo subterráneo como la cristiana. ¿Acaso no hanjugado las cavernas un papel importantísimo en todos losacontecimientos relatados en la Biblia?

¿Hay que recordar la legión de santos eremitas que hanvivido en las grutas entre penitencias y sacrificios apenasimaginables? ¿O la vida, las ceremonias y la sepultura delos primeros cristianos en las catacumbas? El mismo Jesu-cristo nació en una cueva de Belén; conoció las grutas deSidna Aissa o Engaddi, donde estuvo ayunando; la de Eleona,donde enseñó el Padrenuestro a sus discípulos; la gruta deGetsemaní, donde estuvo rogando la misma noche de su pren-dimiento; y finalmente, el Santo Sepulcro, donde fue depo-sitado su Cuerpo, la cámara mortuoria subterránea excavadaen la roca, reminiscencia de las grutas funerarias donde,desde los primeros tiempos de la existencia del mundo, loshombres han inhumado sus muertos.

En el curso de mis vagabundeos por las mil doscientasgrutas y simas que he explorado (estas memorias no men-cionan más que una cuarentena), he tenido muy a menudo laocasión de meditar y rogar en los lugares que me parecieronpredestinados, pues el Espíritu divino, que está en todaspartes, llega también hasta las profundidades de las cavernasde la Tierra: «Estremézcanse de alegría las profundidades dela Tierra» (Isaías, 44-23); «Simas y abismos, alabad al Señor»(Salmo 148).

Ha sido en estas soledades y en las tinieblas —a los queno llega nada de lo que existe en la superficie del suelo—

874

donde elegí un día mi divisa, un poco esotérica, de espeleó-logo: Nox illuminatio mea, extraída del espléndido Salmo 138,y que se relaciona con una maravillosa cita de León Bloy:«Va hacia las inmensidades negras, llevando ante sí su cora-zón como una antorcha».

Asimismo, en los descensos al mundo subterráneo he teni-do el privilegio de asistir a algunas ceremonias excepcionales.

En 1945 la primera vez en el mundo que se celebró unamisa en el fondo de una sima. No se trataba de una origi-nalidad, desplazada y censurable por completo, sino de col-mar una laguna que estimábamos deplorable.

El Santo Sacrificio se ha celebrado en todas partes, inclu-so en el mar, o en los más elevados picos; en los camposde batalla, en las trincheras y en los aires. Únicamente lassimas, estos templos naturales de la tierra, esperaban aún suconsagración.

Y gracias a Dios, esta santificación de las entrañas terres-tres tuvo lugar finalmente en las manos y el misterio de unjoven sacerdote bearnés, el padre Lafargue, rodeado de seisespeleólogos pirenaicos. La cavidad escogida fue la sima deEsparros, en los Altos Pirineos, y el lugar preciso una salamaravillosa situada a ciento veinte metros de profundidad,con una decoración de inmaculadas estalactitas, más esplén-dida que la más bella arquitectura humana.

El 15 de abril de 1945, a medianoche, la campanilla sonóanunciando que por primera vez la misa iba a empezar enel fondo de una sima.

A esta ceremonia siguió otra no menos excepcional: lainauguración y bendición de una estatua de la Virgen. Si lasestatuas de la Santa Madre de Dios existen en número pro-digioso esparcidas por todo el mundo, en los lugares másdiversos, ¿no esperaban las profundidades una Virgen quepudiera ser invocada por todos aquellos que ejercen la peli-grosa especialidad de descender a los abismos?

Ello se efectuó cuando mi amigo Germain Gattet colocósobre una columna de ónice una estatuilla que había sidovenerada en su familia desde hacía más de doscientos años.Esta Virgen, bajo la invocación de Nuestra Señora de lasSimas, se erige y vela las tinieblas de la caverna de Esparros,donde reina sobre aquella beata solitudo para que los espe-leólogos y todos los trabajadores del subsuelo puedan rogar

675

Page 190: Mi Vida Subterranea

a su patrona e implorar de ella protección en los momentosde peligro.

Dos años más tarde, en 1947, tuve ocasión de asistir a unasegunda misa subterránea en las profundidades de la simade la Henne Morte (Alto Carona).

En una sala caótica, y en medio del estruendo de unacascada que cae allí desde una altura de cien metros a unpozo subyacente, el padre Cathala tuvo el privilegio y elmérito de oficiar ante un grupo de espeleólogos empapadosy temblando de frío.

Dicha misa se celebró por el éxito de nuestra peligrosaexpedición, para salvaguardar de los hombres del equipo, ytambién a la memoria de los espeleólogos muertos bajotierra.

Aquella misma noche alcanzaba con Marcel Loubens, quehabía resultado gravemente herido en aquella misma simacuatro años antes, el fondo de la siniestra Henne Morte, quecon sus 446 metros se convirtió en aquel entonces en el abis-mo más profundo de Francia.

A la salida de esta misa, a doscientos cincuenta metrosde profundidad, nuestro amigo el cineasta y espeleólogo Mar-cel Ichac —que no perdía nunca su buen humor— dijo alpadre Cathala: «En definitiva, se ha tratado de una sencillamisa rezada»... (1).

La misa de Esparros estuvo revestida de una solemnidady una gravedad excepcionales, ya que marcaba una fecha,modesta, pero real, en los anales del cristianismo. La misade la Henne Morte tuvo resonancias algo diferentes, puesprecedió inmediatamente al descenso bajo la temible cascadade cien metros y a los pozos sucesivos de un equipo en puntade siete hombres, de los cuales dos —quo non descendam—debían establecer aquel día el record de Francia de profun-didad.

Una tercera misa subterránea, en la sima de la Peña deSan Martín, en 1954, no contó más que con el sacerdoteobrero belga Jacques Attout y dos ayudantes: Joseph Delteily yo. Esta misa, dicha al lado del ataúd que contenía losrestos de Marcel Loubens, se desarolló con la gravedad y la

(1) Juego de palabras intraducibie, ya que messe basse puede sig-nificar al mismo tiempo misa rezada, o misa en las profundidades dela sima. (N. del T.)

876 *

amargura que son de suponer. Se ofreció por el eterno des-canso del alma de nuestro llorado amigo y colaborador, ytambién por el éxito de las maniobras que íbamos a empren-der, que resultaron las más peligrosas que he conocido entoda mi vida: la ascensión del féretro que yacía a cuatro-cientos metros de profundidad en vertical.

El año siguiente, 1955, se celebró otra ceremonia fúnebre,otra misa oficiada por el reverendo P. Gonin en la gruta dela Cigalére (en Ariége), por el descanso del alma de nuestrojoven amigo Michel de Donnéa, de Bruselas, víctima de suabnegación, ahogado en una crecida del torrente subterráneomientras se dirigía a nado en ayuda de sus compañeros, queestaban en circunstancias difíciles.

También en 1955 se celebró una misa en el río subterrá-neo de Labouiche, cerca de Foix, oficiada por monseñor Gui-ller, obispo de Pamiers, ante un equipo de hombres-ranafranceses e ingleses. Dichos espeleólogos se disponían a su-mergirse en el sifón terminal que había descubierto yo en1938, a tres kilómetros de la entrada, hacia el cual les con-duje en compañía de Joseph Delteil.

En el momento del Evangelio, monseñor Guiller se dirigióa los asistentes en términos apropiados a la circunstanciay al cuadro donde se estaba desarrollando la ceremonia. Lohizo con toda sencillez, pero también con gran elevación depensamiento:

—Vuestro nombre va a quedar unido, acaso a la sima, enuna sala, en un pasaje, en una cascada, y la voz del guía lotransmitirá a los turistas, que quizá escuchen indiferentes.¿Pero qué significa todo esto para vosotros? Lo que cuentaes el placer de descubrir, la alegría más cercana a la alegríade Dios, al goce de la creación de Dios, que en el amanecerdel mundo, como nos dice la Biblia, vio que su obra erabella y buena. La espeleología es un deporte y, hay que aña-dir, uno de los raros deportes desinteresados. Vosotros notrabajáis para ganar un premio, por alcanzar una copa; noos sostienen ni os excitan los aplausos entusiastas, o las tre-pidaciones frenéticas de la masa apiñada en las gradas de unestadio.

»Pero sabemos la minuciosa preparación, el severo entre-namiento, el rudo y a veces heroico esfuerzo que os imponecada una de vuestras expediciones. Y a este esfuerzo, a estatensión inteligente, se añade el riesgo, el peligro que toda

BT7

Page 191: Mi Vida Subterranea

exploración entraña: ruptura de cables, crecida repentinade las aguas, desprendimientos.

«Vosotros no sois de aquellos que rehuyen el peligro olas dificultades, sino que los buscáis. Sois de aquellos queaman vivir en el peligro. Vuestra honradez desinteresada,vuestra valentía paciente y oscura, vuestro espíritu de equi-po, llevado tan a menudo hasta el heroísmo, cuando se trata,como en el año pasado, de izar el cuerpo herido de uno devuestro camaradas; todas estas virtudes naturales del espe-leólogo, ¡qué lección significan, queridos amigos, para unageneración que busca ante todo el resultado rápido y bri-llante, una generación que se deja ablandar por el conforty la vida fácil, y que tiene como motor principal el egoís-mo y el espíritu de provecho!

»La espeleología no es solamente una ciencia y un depor-te, es una escuela de la más alta virtud moral. ¡Gracias porla lección que nos dais! Atravesando la ligera capa de nues-tra historia humana, sumergiéndoos a través de los estratosmilenarios de eras prehistóricas, penetráis hasta el corazónmismo de la evolución y de la creación del mundo, y por élos acercáis a su autor, a Dios.

»El silencio eterno de estos espacios infinitos me espanta,escribía Pascal de las inmensidades interestelares. El silenciode las grutas donde vuestra voz suena por vez primera, osimpresiona profundamente, y os lleva por sí mismo a undiálogo entre el hombre y su Creador, como llevó a los pri-meros habitantes de las cavernas, de los que la Prehistorianos ha revelado que se trataba de seres esencialmente reli-giosos.

«Habéis querido señalar esta nueva exploración de La-bouiche con una ceremonia que es al mismo tiempo un ho-menaje al autor de toda la belleza del mundo y una llamadade protección sobre vuestra misión. Vosotros, que sois cató-licos, sabéis que Cristo, encarnado hace dos mil años, estáinvisible pero realmente presente en esta iglesia, en estagruta que los siglos han ido edificando para gloria suya.Y El no se sintió extraño en ellas —si me es permitido em-plear esta expresión—. ¿Acaso no vino al mundo el Hijo deDios en una cueva?»

A la salida de esta misa episcopal (era la primera vez queun obispo oficiaba bajo tierra), monseñor Guiller avanzó unkilómetro en barca hasta el pie de la primera cascada, donde

678

dio su bendición a los hombres-rana que desfilaron ante élantes de sumergirse en el terrible sifón que me había dete-nido a mí doce años antes, al revelárseme infranqueable pordemasiado profundo y estrecho.

Hemos relatado ya en un capítulo precedente que en 1957,el capellán de los «scouts» espeleólogos de Aix-en-Provence,reverendo P. Frémy, celebró una misa en la sima Raymondedel Alto Carona, en ocasión de mi sesenta cumpleaños y mijubilación subterránea.

El rústico altar, adornado con flores de montaña, se habíalevantado sobre un estrado natural de rocas amontonadasen el centro de una bella sala ojival.

En el curso de la ceremonia, la asistencia que se com-ponía de veintiséis espeleólogos provenzales y piraicos, cantó,y sus voces repercutieron ampliamente bajo aquellas bóvedasmilenarias.

A la misa siguió una manifestación de las más calurosas,en la que mis jóvenes amigos me ofrecieron una «lámparade honor», así como un enorme pastel en el que tuve quesoplar las velas religiosamente, más un lote de botellas dechampaña que se bebieron por el éxito de la empresa y ala salud del «jubilado».

El «espeleólogo sexagenario», respondiendo a tantos ho-nores y tanta cordialidad, hizo allí un tenebroso discurso delque fueron salvadas del olvido algunas briznas por un este-nógrafo improvisado.

—Me he visto particularmente impresionado por el hechode que esta sima haya sido santificada por una misa subte-rránea celebrada por nuestro capellán el reverendo P. Frémy.Un cumpleaños espiritualizado por el Santo Sacrificio y fes-tejado por vuestras demostraciones tan afectuosas, todo ellome ha llegado al corazón, al alma debería decir. Ha consti-tuido para mí la mejor y la más sosegada de las conmemo-raciones del momento, siempre teñido de melancolía, de em-pezar a pensar en el retiro, que no alcanzó a ver más quede una manera progresiva por ahora; ni demasiado brutal,ni definitiva...

»Pero qué importa. He tenido ya mi parte generosa yprolongada y doy gracias a Dios por habérmela concedidotan bella. De tal manera que os deseo a todos los aquí pre-sentes que podáis conocer las mismas aventuras y las mismasalegrías deportivas y científicas que yo he conocido bajo

879

Page 192: Mi Vida Subterranea

tierra, y que podáis gozar de ellas durante tanto tiempocomo lo he hecho yo»... ¡n;

Tres años han pasado desde aquella fecha, y a Dios graciascontinúo descendiendo aún bajo tierra por la vieja costumbreque es en realidad una pasión irresistible.

En el momento de escribir estas líneas acabo de regresardel Pozo del Viento, que con sus seiscientos cincuenta y sietemetros se clasifica en cuarto lugar entre las simas más pro-fundas del mundo.

Ciertamente no he descendido hasta el fondo, porque mipuesto no está ya en el equipo en punta. Pero he alcanzadola cota de —200 metros y he vagado por allí, solitario en unade las salas más vastas que se conocen, que es también unade las más caóticas. Paseé largo tiempo entre aquella deco-ración extraña y realmente sublime, evocando toda mi carre-ra, mucho más densa y variada de lo que se presenta en laspáginas de este libro, que, como toda autobiografía, ha sidobastante difícil de escribir. Pero no podría seguir extendién-dome, cuando en mí queda el sentimiento de haberlo hechoen demasía y de haber fatigado acaso al lector.

En este mes de agosto de 1960, en que he estado deambu-lando con mi linterna en la mano por el caos de la Sala delViento, he pasado revista a las emociones y alegrías de miexistencia semisubterránea, y me he convencido una vez más,y me he repetido que de este mundo subterráneo, donde unose siente cada vez más feliz, no es posible cansarse nunca.

Al llegar al extremo de la desmesurada nave de trescien-tos cincuenta metros de largo, me he sentado sobre una roca,he apagado mi lámpara, y en las tinieblas espesas y eternasque me rodean he evocado e invocado a aquella que antañofue mi compañera y me secundó bajo tierra con tanto ardory valentía. Y como siempre, he percibido su presencia: eldulce y suave fantasma de Isabel cerca de mí, conmigo, du-rante unos instantes...

Luego he recordado una promesa hecha a mi amigo ycolega espeleólogo, Ralph Parrot, el delicado poeta subte-rráneo; la promesa de recitar un día en voz alta, en el fondode una sima, su Oración del Espeleólogo.

Mi memoria rebelde no ha podido nunca retener másque dos estrofas de las tres que componen la poesía, perolas he recitado con fervor, porque contienen la espeleologíaentera y son realmente gratas a mi corazón de espeleólogo.

380

Señor, Vos que me habéis puesto en este mundoDonde puedo contemplar el cielo azul, el universo,Y yo he elegido la sima y la profunda grutaQue los antiguos creían bocas del Infierno.Porque el abismo está lleno de magnificencias ignotasQue en la oscuridad alaban vuestro nombre.Y quien se exalta elevándose hasta las nubesEncuentra bajo tierra su lugar de pobre criatura.

Señor, Vos que habéis creado las bellezas subterráneas,La sanción al riesgo, el premio al esfuerzo...Guardad mi fragilidad en los poderosos dominiosDonde tras de la Paz se esconde a veces la Muerte.Protegedme de la ola de brusca cólera,De pozos y barrancos,De las emboscadas de la sombra, y de la roca incierta.

Y cuando finalmente llegue para mí la horaDe partir hacia mi patria celeste,Conceded, Señor, gracia a mi alma ingenuaY aceptad en Vos a este pobre espeleólogo.

Castel-MourlonSaint-Caudens (Alto Carona)

enero-mayo, 1960

F I N

Page 193: Mi Vida Subterranea

Í N D I C E

INTRODUCCIÓN

I. Nacimiento de una vocación: La cueva deBacuran . 7

II, Las cuevas de Escalére y el Qarona . . . 9in. Reptando 23IV. Emile Cartailhac y el museo de Toulouse . 31V. La célebre y decepcionante gruta de Aurignac 35

VI. Mi primera gruta: Montsaunés . . . . 39VH. Mi primera sima: El Poudac Gran . . . 51

VIII. Deporte a ultranza 61IX. Guerra y postguerra 65X. "Intelligence Service" bajo tienda . . . . 71

XI. Un congreso en Ariége 77XII. Calagurris 87

XIII, Las estatuas más antiguas del mundo . . 91XTV. El cruce de caminos 105XV. La gruta helada Casteret 111

XVI. Martel, creador y apóstol de la espeleología . 127XVII. Girosp y Alquerdi: Protohistoria y Prehistoria 135

XVIII. Espeleólogos en la cima del Aneto . . . 145XIX. La gruta del León Rugiente 157XX. La verdadera fuente del Garona . . . . 171

XXI. Una perla subterránea. La Cigalére y elabismo más profundo de Francia: La simaMartel 179

XXII. En las simas del Atlas 185XXIII. Veinticinco años entre murciélagos . . . 193XXIV. El rayo y las grutas 207

XXV. El río subterráneo de Labouiche . . . . 219XXVI. La sima de Esparros 225