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Las aventuras de Sherlock Holmes Arthur Conan Doyle Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Las aventuras deSherlock Holmes

Arthur Conan Doyle

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LAS AVENTURAS DE SHERLOCK HOL-MES

Para Sherlock Holmes, ella es siempre lamujer. Rara vez le oí mencionarla de otro modo. Asus ojos, ella eclipsa y domina a todo su sexo. Y noes que sintiera por Irene Adler nada parecido alamor. Todas las emociones, y en especial ésa, re-sultaban abominables para su inteligencia fría yprecisa pero admirablemente equilibrada. Siemprelo he tenido por la máquina de observar y razonarmás perfecta que ha conocido el mundo; pero comoamante no habría sabido qué hacer. Jamás hablabade las pasiones más tiernas, si no era con desprecioy sarcasmo. Eran cosas admirables para el obser-vador, excelentes para levantar el velo que cubrelos motivos y los actos de la gente. Pero para unrazonador experto, admitir tales intrusiones en sudelicado y bien ajustado temperamento equivalía aintroducir un factor de distracción capaz de sembrarde dudas todos los resultados de su mente. Para uncarácter como el suyo, una emoción fuerte resultabatan perturbadora como la presencia de arena en uninstrumento de precisión o la rotura de una de sus

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potentes lupas. Y sin embargo, existió para él unamujer, y esta mujer fue la difunta Irene Adler, dedudoso y cuestionable recuerdo.

Últimamente, yo había visto poco a Holmes.Mi matrimonio nos había apartado al uno del otro.Mi completa felicidad y los intereses hogareños quese despiertan en el hombre que por primera vezpone casa propia bastaban para absorber toda miatención; mientras tanto, Holmes, que odiaba cual-quier forma de vida social con toda la fuerza de sualma bohemia, permaneció en nuestros aposentosde Baker Street, sepultado entre sus viejos libros yalternando una semana de cocaína con otra deambición, entre la modorra de la droga y la fieraenergía de su intensa personalidad. Como siempre,le seguía atrayendo el estudio del crimen, y dedica-ba sus inmensas facultades y extraordinarios pode-res de observación a seguir pistas y aclarar miste-rios que la policía había abandonado por imposi-bles. De vez en cuando, me llegaba alguna vaganoticia de sus andanzas: su viaje a Odesa paraintervenir en el caso del asesinato de Trepoff, elesclarecimiento de la extraña tragedia de los her-manos Atkinson en Trincomalee y, por último, lamisión que tan discreta y eficazmente había llevadoa cabo para la familia real de Holanda. Sin embar-

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go, aparte de estas señales de actividad, que yo melimitaba a compartir con todos los lectores de laprensa diaria, apenas sabía nada de mi antiguoamigo y compañero.

Una noche - la del 20 de marzo de 1888-volvía yo de visitar a un paciente (pues de nuevoestaba ejerciendo la medicina), cuando el caminome llevó por Baker Street. Al pasar frente a la puer-ta que tan bien recordaba, y que siempre estaráasociada en mi mente con mi noviazgo y con lossiniestros incidentes del Estudio en escarlata, seapoderó de mí un fuerte deseo de volver a ver aHolmes y saber en qué empleaba sus extraordina-rios poderes. Sus habitaciones estaban completa-mente iluminadas, y al mirar hacia arriba vi pasardos veces su figura alta y delgada, una oscura silue-ta en los visillos. Daba rápidas zancadas por lahabitación, con aire ansioso, la cabeza hundidasobre el pecho y las manos juntas en la espalda. Amí, que conocía perfectamente sus hábitos y sushumores, su actitud y comportamiento me contarontoda una historia. Estaba trabajando otra vez. Habíasalido de los sueños inducidos por la droga y seguíade cerca el rastro de algún nuevo problema. Tiré dela campanilla y me condujeron a la habitación que,en parte, había sido mía.

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No estuvo muy efusivo; rara vez lo estaba,pero creo que se alegró de verme. Sin apenas pro-nunciar palabra, pero con una mirada cariñosa, meindicó una butaca, me arrojó su caja de cigarros, yseñaló una botella de licor y un sifón que había enla esquina. Luego se plantó delante del fuego y memiró de aquella manera suya tan ensimismada.

- El matrimonio le sienta bien - comentó- .Yo diría, Watson, que ha engordado usted sietelibras y media desde la última vez que le vi.

- Siete - respondí.

- La verdad, yo diría que algo más. Sólo unpoquito más, me parece a mí, Watson. Y veo queestá ejerciendo de nuevo. No me dijo que se pro-ponía volver a su profesión. - Entonces, ¿cómo losabe?

- Lo veo, lo deduzco. ¿Cómo sé que hacepoco sufrió usted un remojón y que tiene una sir-vienta de lo más torpe y descuidada?

- Mi querido Holmes - dije- , esto es dema-siado. No me cabe duda de que si hubiera vividousted hace unos siglos le habrían quemado en lahoguera. Es cierto que el jueves di un paseo por elcampo y volví a casa hecho una sopa; pero, dado

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que me he cambiado de ropa, no logro imaginarmecómo ha podido adivinarlo. Y respecto a Mary Jane,es incorregible y mi mujer la ha despedido; perotampoco me explico cómo lo ha averiguado.

Se rió para sus adentros y se frotó las lar-gas y nerviosas manos.

- Es lo más sencillo del mundo - dijo- . Misojos me dicen que en la parte interior de su zapatoizquierdo, donde da la luz de la chimenea, la suelaestá rayada con seis marcas casi paralelas. Eviden-temente, las ha producido alguien que ha raspadosin ningún cuidado los bordes de la suela para des-prender el barro adherido. Así que ya ve: de ahí midoble deducción de que ha salido usted con maltiempo y de que posee un ejemplar particularmentemaligno y rompebotas de fregona londinense. Encuanto a su actividad profesional, si un caballeropenetra en mi habitación apestando a yodoformo,con una mancha negra de nitrato de plata en eldedo índice derecho, y con un bulto en el costadode su sombrero de copa, que indica dónde llevaescondido el estetoscopio, tendría que ser comple-tamente idiota para no identificarlo como un miem-bro activo de la profesión médica.

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No pude evitar reírme de la facilidad con laque había explicado su proceso de deducción.

- Cuando le escucho explicar sus razona-mientos - comenté- , todo me parece tan ridícula-mente simple que yo mismo podría haberlo hechocon facilidad. Y sin embargo, siempre que le veorazonar me quedo perplejo hasta que me explicausted el proceso. A pesar de que considero que misojos ven tanto como los suyos.

- Desde luego - respondió, encendiendo uncigarrillo y dejándose caer en una butaca- . Ustedve, pero no observa. La diferencia es evidente. Porejemplo, usted habrá visto muchas veces los esca-lones que llevan desde la entrada hasta esta habi-tación.

- Muchas veces.

- ¿Cuántas veces?

- Bueno, cientos de veces.

- ¿Y cuántos escalones hay?

- ¿Cuántos? No lo sé.

- ¿Lo ve? No se ha fijado. Y eso que lo havisto. A eso me refería. Ahora bien, yo sé que hay

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diecisiete escalones, porque no sólo he visto, sinoque he observado. A propósito, puesto que estáusted interesado en estos pequeños problemas, ydado que ha tenido la amabilidad de poner por es-crito una o dos de mis insignificantes experiencias,quizá le interese esto - me alargó una carta escritaen papel grueso de color rosa, que había estadoabierta sobre la mesa- . Esto llegó en el último re-parto del correo - dijo- . Léala en voz alta.

La carta no llevaba fecha, firma, ni direc-ción.

«Esta noche pasará a visitarle, a las ochomenos cuarto, un caballero que desea consultarlesobre un asunto de la máxima importancia. Susrecientes servicios a una de las familias reales deEuropa han demostrado que es usted persona aquien se pueden confiar asuntos cuya trascenden-cia no es posible exagerar. Estas referencias detodas partes nos han llegado. Esté en su cuarto,pues, a la hora dicha y no se tome a ofensa que elvisitante lleve una máscara.»

- Esto sí que es un misterio - comenté- .¿Qué cree usted que significa?

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- Aún no dispongo de datos. Es un error ca-pital teorizar antes de tener datos. Sin darse cuenta,uno empieza a deformar los hechos para que seajusten a las teorías, en lugar de ajustar las teoríasa los hechos. Pero en cuanto a la carta en sí, ¿quédeduce usted de ella?

Examiné atentamente la escritura y el papelen el que estaba escrita.

- El hombre que la ha escrito es, probable-mente, una persona acomodada - comenté, es-forzándome por imitar los procedimientos de micompañero- . Esta clase de papel no se compra pormenos de media corona el paquete. Es especial-mente fuerte y rígido.

- Especial, ésa es la palabra - dijo Holmes- .No es en absoluto un papel inglés. Mírelo contra laluz.

Así lo hice, y vi una E grande con una g pe-queña, y una P y una G grandes con una t pequeña,marcadas en la fibra misma del papel.

- ¿Qué le dice esto? - preguntó Holmes.

- El nombre del fabricante, sin duda; o másbien, su monograma.

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- Ni mucho menos. La G grande con la t pe-queña significan Gesellschaft, que en alemán quieredecir «compañía»; una contracción habitual, comocuando nosotros ponemos «Co.». La P, por supues-to, significa papier. Vamos ahora con lo de Eg.Echemos un vistazo a nuestra Geografía del Conti-nente - sacó de una estantería un pesado volumende color pardo- . Eglow, Eglonitz..., aquí está: Egria.Está en un país de habla alemana... en Bohemia, nomuy lejos de Carlsbad. «Lugar conocido por habersido escenario de la muerte de Wallenstein, y porsus numerosas fábricas de cristal y papel.» ¡Ajá,muchacho! ¿Qué saca usted de esto?

Le brillaban los ojos y dejó escapar de sucigarrillo una nube triunfante de humo azul.

- El papel fue fabricado en Bohemia - dijeyo.

- Exactamente. Y el hombre que escribió lanota es alemán. ¿Se ha fijado usted en la curiosaconstrucción de la frase «Estas referencias de todaspartes nos han llegado»? Un francés o un ruso nohabría escrito tal cosa. Sólo los alemanes son tandesconsiderados con los verbos. Por tanto, sólofalta descubrir qué es lo que quiere este alemán queescribe en papel de Bohemia y prefiere ponerse una

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máscara a que se le vea la cara. Y aquí llega, si nome equivoco, para resolver todas nuestras dudas.

Mientras hablaba, se oyó claramente el so-nido de cascos de caballos y de ruedas que roza-ban contra el bordillo de la acera, seguido de unbrusco campanillazo. Holmes soltó un silbido.

- Un gran señor, por lo que oigo - dijo- . Sí -continuó, asomándose a la ventana- , un preciosocarruaje y un par de purasangres. Ciento cincuentaguineas cada uno. Si no hay otra cosa, al menoshay dinero en este caso, Watson.

- Creo que lo mejor será que me vaya, Hol-mes.

- Nada de eso, doctor. Quédese donde está.Estoy perdido sin mi Boswell. Y esto promete serinteresante. Sería una pena perdérselo.

- Pero su cliente...

- No se preocupe por él. Puedo necesitar suayuda, y también puede necesitarla él. Aquí llega.Siéntese en esa butaca, doctor, y no se pierda deta-lle.

Unos pasos lentos y pesados, que se hab-ían oído en la escalera y en el pasillo, se detuvieron

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justo al otro lado de la puerta. A continuación, sonóun golpe fuerte y autoritario.

- ¡Adelante! - dijo Holmes.

Entró un hombre que no mediría menos dedos metros de altura, con el torso y los brazos de unHércules. Su vestimenta era lujosa, con un lujo queen Inglaterra se habría considerado rayano en elmal gusto. Gruesas tiras de astracán adornaban lasmangas y el delantero de su casaca cruzada, y lacapa de color azul oscuro que llevaba sobre loshombros tenía un forro de seda roja como el fuego yse sujetaba al cuello con un broche que consistía enun único y resplandeciente berilo. Un par de botasque le llegaban hasta media pantorrilla, y con elborde superior orlado de lujosa piel de color pardo,completaba la impresión de bárbara opulencia queinspiraba toda su figura. Llevaba en la mano unsombrero de ala ancha, y la parte superior de surostro, hasta más abajo de los pómulos, estabacubierta por un antifaz negro, que al parecer acaba-ba de ponerse, ya que aún se lo sujetaba con lamano en el momento de entrar. A juzgar por la parteinferior del rostro, parecía un hombre de carácterfuerte, con labios gruesos, un poco caídos, y un

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mentón largo y recto, que indicaba un carácter re-suelto, llevado hasta los límites de la obstinación.

- ¿Recibió usted mi nota? - preguntó convoz grave y ronca y un fuerte acento alemán- . Ledije que vendría a verle - nos miraba a uno y a otro,como si no estuviera seguro de a quién dirigirse.

- Por favor, tome asiento - dijo Holmes- .Éste es mi amigo y colaborador, el doctor Watson,que de vez en cuando tiene la amabilidad de ayu-darme en mis casos. ¿A quién tengo el honor dedirigirme?

- Puede usted dirigirse a mí como condevon Kramm, noble de Bohemia. He de suponer queeste caballero, su amigo, es hombre de honor ydiscreción, en quien puedo confiar para un asuntode la máxima importancia. De no ser así, preferiríamuy mucho comunicarme con usted solo.

Me levanté para marcharme, pero Holmesme cogió por la muñeca y me obligó a sentarme denuevo.

- O los dos o ninguno - dijo- . Todo lo quedesee decirme a mí puede decirlo delante de estecaballero.

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El conde encogió sus anchos hombros.

- Entonces debo comenzar - dijo- por pedir-les a los dos que se comprometan a guardar el másabsoluto secreto durante dos años, al cabo de loscuales el asunto ya no tendrá importancia. Por elmomento, no exagero al decirles que se trata de unasunto de tal peso que podría afectar a la historiade Europa.

- Se lo prometo - dijo Holmes.

- Y yo.

- Tendrán que perdonar esta máscara - con-tinuó nuestro extraño visitante- . La augusta perso-na a quien represento no desea que se conozca asu agente, y debo confesar desde este momentoque el título que acabo de atribuirme no es exacta-mente el mío.

- Ya me había dado cuenta de ello - dijoHolmes secamente.

- Las circunstancias son muy delicadas, yes preciso tomar toda clase de precauciones parasofocar lo que podría llegar a convertirse en unescándalo inmenso, que comprometiera gravemen-te a una de las familias reinantes de Europa.

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Hablando claramente, el asunto concierne a la GranCasa de Ormstein, reyes hereditarios de Bohemia.

- También me había dado cuenta de eso -dijo Holmes, acomodándose en su butaca y cerran-do los ojos.

Nuestro visitante se quedó mirando con vi-sible sorpresa la lánguida figura recostada del hom-bre que, sin duda, le había sido descrito como elrazonador más incisivo y el agente más energéticode Europa. Holmes abrió lentamente los ojos y mirócon impaciencia a su gigantesco cliente.

- Si su majestad condescendiese a exponersu caso - dijo- , estaría en mejores condiciones deayudarle.

El hombre se puso en pie de un salto y em-pezó a recorrer la habitación de un lado a otro, pre-sa de incontenible agitación. Luego, con un gestode desesperación, se arrancó la máscara de la caray la tiró al suelo.

- Tiene usted razón - exclamó- . Soy el rey.¿Por qué habría de ocultarlo?

- ¿Por qué, en efecto? - murmuró Holmes- .Antes de que vuestra majestad pronunciara una

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palabra, yo ya sabía que me dirigía a GuillermoGottsreich Segismundo von Ormstein, gran duquede CasselFalstein y rey hereditario de Bohemia.

- Pero usted comprenderá - dijo nuestro ex-traño visitante, sentándose de nuevo y pasándosela mano por la frente blanca y despejada- , ustedcomprenderá que no estoy acostumbrado a realizarpersonalmente esta clase de gestiones. Sin embar-go, el asunto era tan delicado que no podía confiár-selo a un agente sin ponerme en su poder. He veni-do de incógnito desde Praga con el fin de consultar-le.

- Entonces, consúlteme, por favor - dijoHolmes cerrando una vez más los ojos.

- Los hechos, en pocas palabras, son estos:hace unos cinco años, durante una prolongada es-tancia en Varsovia, trabé relación con la famosaaventurera Irene Adler. Sin duda, el nombre le resul-tará familiar.

- Haga el favor de buscarla en mi índice,doctor - murmuró Holmes, sin abrir los ojos.

Durante muchos años había seguido el sis-tema de coleccionar extractos de noticias sobretoda clase de personas y cosas, de manera que era

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difícil nombrar un tema o una persona sobre los queno pudiera aportar información al instante. En estecaso, encontré la biografía de la mujer entre la deun rabino hebreo y la de un comandante de estadomayor que había escrito una monografía sobre lospeces de las grandes profundidades.

- Veamos - dijo Holmes- . ¡Hum! Nacida enNueva Jersey en 1858. Contralto... ¡Hum! LaScala... ¡Hum! Prima donna de la ópera Imperial deVarsovia... ¡Ya! Retirada de los escenarios de ópe-ra... ¡Ajá! Vive en Londres... ¡Vaya! Según creoentender, vuestra majestad tuvo un enredo con estajoven, le escribió algunas cartas comprometedorasy ahora desea recuperar dichas cartas.

- Exactamente. Pero ¿cómo...?

- ¿Hubo un matrimonio secreto?

- No.

- ¿Algún certificado o documento legal?

- Ninguno.

- Entonces no comprendo a vuestra majes-tad. Si esta joven sacara a relucir las cartas, conpropósitos de chantaje o de cualquier otro tipo,¿cómo iba a demostrar su autenticidad?

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- Está mi letra.

- ¡Bah! Falsificada.

- Mi papel de cartas personal.

- Robado.

- Mi propio sello.

- Imitado.

- Mi fotografía.

- Comprada.

- Estábamos los dos en la fotografía.

- ¡Válgame Dios! Eso está muy mal. Verda-deramente, vuestra majestad ha cometido una in-discreción.

- Estaba loco... trastornado.

- Os habéis comprometido gravemente.

- Entonces era sólo príncipe heredero. Erajoven. Ahora mismo sólo tengo treinta años.

- Hay que recuperarla.

- Lo hemos intentado en vano.

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- Vuestra majestad tendrá que pagar. Hayque comprarla.

- No quiere venderla.

- Entonces, robarla.

- Se ha intentado cinco veces. En dos oca-siones, ladrones pagados por mí registraron su ca-sa. Una vez extraviamos su equipaje durante unviaje. Dos veces ha sido asaltada. Nunca hemosobtenido resultados.

- ¿No se ha encontrado ni rastro de la foto?

- Absolutamente ninguno.

Holmes se echó a reír.

- Sí que es un bonito problema - dijo.

- Pero para mí es muy serio - replicó el reyen tono de reproche.

- Mucho, es verdad. ¿Y qué se propone ellahacer con la fotografía?

- Arruinar mi vida.

- Pero ¿cómo?

- Estoy a punto de casarme.

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- Eso he oído.

- Con Clotilde Lothman von SaxeMeningen,segunda hija del rey de Escandinavia. Quizá conoz-ca usted los estrictos principios de su familia. Ellamisma es el colmo de la delicadeza. Cualquiersombra de duda sobre mi conducta pondría fin alcompromiso.

- ¿Y qué dice Irene Adler?

- Amenaza con enviarles la fotografía. Y lohará. Sé que lo hará. Usted no la conoce, pero tieneun carácter de acero. Posee el rostro de la másbella de las mujeres y la mentalidad del más decidi-do de los hombres. No hay nada que no esté dis-puesta a hacer con tal de evitar que yo me case conotra mujer... nada.

- ¿Estáis seguro de que no la ha enviadoaún?

- Estoy seguro.

- ¿Por qué?

- Porque ha dicho que la enviará el día enque se haga público el compromiso. Lo cual será ellunes próximo.

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- Oh, entonces aún nos quedan tres días -dijo Holmes, bostezando- . Es una gran suerte, yaque de momento tengo que ocuparme de uno o dosasuntos de importancia. Por supuesto, vuestra ma-jestad se quedará en Londres por ahora...

- Desde luego. Me encontrará usted en elLangham, bajo el nombre de conde von Kramm.

- Entonces os mandaré unas líneas paraponeros al corriente de nuestros progresos.

- Hágalo, por favor. Aguardaré con impa-ciencia.

- ¿Y en cuanto al dinero?

- Tiene usted carta blanca.

- ¿Absolutamente?

- Le digo que daría una de las provincias demi reino por recuperar esa fotografía.

- ¿Y para los gastos del momento?

El rey sacó de debajo de su capa una pesa-da bolsa de piel de gamuza y la depositó sobre lamesa.

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- Aquí hay trescientas libras en oro y sete-cientas en billetes de banco - dijo.

Holmes escribió un recibo en una hoja de sucuaderno de notas y se lo entregó.

- ¿Y la dirección de mademoiselle? - pre-guntó.

- Residencia Briony, Serpentine Avenue, St.John's Wood. Holmes tomó nota.

- Una pregunta más - añadió- . ¿La fotograf-ía era de formato corriente?

- Sí lo era.

- Entonces, buenas noches, majestad, es-pero que pronto podamos darle buenas noticias. Ybuenas noches, Watson - añadió cuando se oyeronlas ruedas del carricoche real rodando calle abajo- .Si tiene usted la amabilidad de pasarse por aquímañana a las tres de la tarde, me encantará charlarcon usted de este asuntillo.

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A las tres en punto yo estaba en BakerStreet, pero Holmes aún no había regresado. Lacasera me dijo que había salido de casa poco des-

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pués de las ocho de la mañana. A pesar de ello, mesenté junto al fuego, con la intención de esperarle,tardara lo que tardara. Sentía ya un profundo interéspor el caso, pues aunque no presentara ninguno delos aspectos extraños y macabros que caracteriza-ban a los dos crímenes que ya he relatado en otrolugar, la naturaleza del caso y la elevada posicióndel cliente le daban un carácter propio. La verdad esque, independientemente de la clase de investiga-ción que mi amigo tuviera entre manos, había algoen su manera magistral de captar las situaciones yen sus agudos e incisivos razonamientos, que hacíaque para mí fuera un placer estudiar su sistema detrabajo y seguir los métodos rápidos y sutiles conlos que desentrañaba los misterios más enrevesa-dos. Tan acostumbrado estaba yo a sus invariableséxitos que ni se me pasaba por la cabeza la posibi-lidad de que fracasara.

Eran ya cerca de las cuatro cuando se abrióla puerta y entró en la habitación un mozo con pintade borracho, desastrado y con patillas, con la caraenrojecida e impresentablemente vestido. A pesarde lo acostumbrado que estaba a las asombrosasfacultades de mi amigo en el uso de disfraces, tuveque mirarlo tres veces para convencerme de que,efectivamente, se trataba de él. Con un gesto de

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saludo desapareció en el dormitorio, de donde salióa los cinco minutos vestido con un traje de tweed ytan respetable como siempre. Se metió las manosen los bolsillos, estiró las piernas frente a la chime-nea y se echó a reír a carcajadas durante un buenrato.

- ¡Caramba, caramba! - exclamó, atra-gantándose y volviendo a reír hasta quedar fláccidoy derrengado, tumbado sobre la silla.

- ¿Qué pasa?

- Es demasiado gracioso. Estoy seguro deque jamás adivinaría usted en qué he empleado lamañana y lo que he acabado haciendo.

- Ni me lo imagino. Supongo que habrá es-tado observando los hábitos, y quizá la casa, de laseñorita Irene Adler.

- Desde luego, pero lo raro fue lo que ocu-rrió a continuación. Pero voy a contárselo. Salí decasa poco después de las ocho de la mañana, dis-frazado de mozo de cuadra sin trabajo. Entre lagente que trabaja en las caballerizas hay muchacamaradería, una verdadera hermandad; si eresuno de ellos, pronto te enterarás de todo lo quedesees saber. No tardé en encontrar la residencia

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Briony. Es una villa de lujo, con un jardín en la partede atrás pero que por delante llega justo hasta lacarretera; de dos pisos. Cerradura Chubbs en lapuerta. Una gran sala de estar a la derecha, bienamueblada, con ventanales casi hasta el suelo yesos ridículos pestillos ingleses en las ventanas,que hasta un niño podría abrir. Más allá no habíanada de interés, excepto que desde el tejado de lacochera se puede llegar a la ventana del pasillo. Dila vuelta a la casa y la examiné atentamente desdetodos los puntos de vista, pero no vi nada interesan-te.

»Me dediqué entonces a rondar por la calley, tal como había esperado, encontré unas caballe-rizas en un callejón pegado a una de las tapias deljardín. Eché una mano a los mozos que limpiabanlos caballos y recibí a cambio dos peniques, unvaso de cerveza, dos cargas de tabaco para la pipay toda la información que quise sobre la señoritaAdler, por no mencionar a otra media docena depersonas del vecindario que no me interesaban lomás mínimo, pero cuyas biografías no tuve másremedio que escuchar.

- ¿Y qué hay de Irene Adler? - pregunté.

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- Bueno, trae de cabeza a todos los hom-bres de la zona. Es la cosa más bonita que se havisto bajo un sombrero en este planeta. Eso asegu-ran los caballerizos del Serpentine, hasta el últimohombre. Lleva una vida tranquila, canta en concier-tos, sale todos los días a las cinco y regresa a cenara las siete en punto. Es raro que salga a otrashoras, excepto cuando canta. Sólo tiene un visitantemasculino, pero lo ve mucho. Es moreno, bien pa-recido y elegante. Un tal Godfrey Norton, del InnerTemple. Ya ve las ventajas de tener por confidentea un cochero. Le han llevado una docena de vecesdesde el Serpentine y lo saben todo acerca de él.Después de escuchar todo lo que tenían que con-tarme, me puse otra vez a recorrer los alrededoresde la residencia Briony, tramando mi plan de ata-que.

»Evidentemente, este Godfrey Norton eraun factor importante en el asunto. Es abogado; estome sonó mal. ¿Qué relación había entre ellos y cuálera el motivo de sus repetidas visitas? ¿Era ella sucliente, su amiga o su amante? De ser lo primero,probablemente habría puesto la fotografía bajo sucustodia. De ser lo último, no era tan probable quelo hubiera hecho. De esta cuestión dependía el queyo continuara mi trabajo en Briony o dirigiera mi

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atención a los aposentos del caballero en el Tem-ple. Se trataba de un aspecto delicado, que amplia-ba el campo de mis investigaciones. Temo aburrirlecon estos detalles, pero tengo que hacerle partícipede mis pequeñas dificultades para que pueda ustedcomprender la situación.

- Le sigo atentamente - respondí.

- Estaba todavía dándole vueltas al asuntocuando llegó a Briony un coche muy elegante, delque se apeó un caballero. Se trataba de un hombremuy bien parecido, moreno, de nariz aguileña y conbigote. Evidentemente, el mismo hombre del quehabía oído hablar. Parecía tener mucha prisa, legritó al cochero que esperara y pasó como una ex-halación junto a la doncella, que le abrió la puerta,con el aire de quien se encuentra en su propia casa.

»Permaneció en la casa una media hora, ypude verle un par de veces a través de las ventanasde la sala de estar, andando de un lado a otro,hablando con agitación y moviendo mucho los bra-zos. A ella no la vi. Por fin, el hombre salió, másexcitado aún que cuando entró. Al subir al coche,sacó del bolsillo un reloj de oro y lo miró con pre-ocupación. "¡Corra como un diablo! - ordenó- . Pri-mero a Gross & Hankey, en Regent Street, y luego

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a la iglesia de Santa Mónica, en Edgware Road.¡Media guinea si lo hace en veinte minutos!"

»Allá se fueron, y yo me preguntaba si noconvendría seguirlos, cuando por el callejón apare-ció un pequeño y bonito landó, cuyo cochero llevabala levita a medio abrochar, la corbata debajo de laoreja y todas las correas del aparejo salidas de lashebillas. Todavía no se había parado cuando ellasalió disparada por la puerta y se metió en el coche.Sólo pude echarle un vistazo, pero se trata de unamujer deliciosa, con una cara por la que un hombrese dejaría matar.

»- A la iglesia de Santa Mónica, John - or-denó- . Y medio soberano si llegas en veinte minu-tos.

»Aquello era demasiado bueno paraperdérselo, Watson. Estaba dudando si hacer elcamino corriendo o agarrarme a la trasera del landó,cuando apareció un coche por la calle. El cocherono parecía muy interesado en un pasajero tan an-drajoso, pero yo me metí dentro antes de que pudie-ra poner objeciones. "A la iglesia de Santa Mónica -dije- , y medio soberano si llega en veinte minutos."Eran las doce menos veinticinco y, desde luego,estaba clarísimo lo que se estaba cociendo.

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»Mi cochero se dio bastante prisa. No creohaber ido tan rápido en la vida, pero los otros hab-ían llegado antes. El coche y el landó, con los caba-llos sudorosos, se encontraban ya delante de lapuerta cuando nosotros llegamos. Pagué al cocheroy me metí corriendo en la iglesia. No había ni unalma, con excepción de las dos personas que yohabía seguido y de un clérigo con sobrepelliz queparecía estar amonestándolos. Los tres se encon-traban de pie, formando un grupito delante del altar.Avancé despacio por el pasillo lateral, como cual-quier desocupado que entra en una iglesia. Depronto, para mi sorpresa, los tres del altar se volvie-ron a mirarme y Godfrey Norton vino corriendohacia mí, tan rápido como pudo.

»- ¡Gracias a Dios! - exclamó- . ¡Usted ser-virá! ¡Venga, venga!

»- ¿Qué pasa? - pregunté yo.

»- ¡Venga, hombre, venga, tres minutosmás y no será legal!

»Prácticamente me arrastraron al altar, yantes de darme cuenta de dónde estaba me en-contré murmurando respuestas que alguien mesusurraba al oído, dando fe de cosas de las que no

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sabía nada y, en general, ayudando al enlace ma-trimonial de Irene Adler, soltera, con Godfrey Nor-ton, soltero. Todo se hizo en un instante, y allí esta-ban el caballero dándome las gracias por un lado yla dama por el otro, mientras el clérigo me mirabaresplandeciente por delante. Es la situación másridícula en que me he encontrado en la vida, y pen-sar en ello es lo que me hacía reír hace un momen-to. Parece que había alguna irregularidad en sulicencia, que el cura se negaba rotundamente acasarlos sin que hubiera algún testigo, y que mi felizaparición libró al novio de tener que salir a la calleen busca de un padrino. La novia me dio un sobe-rano, y pienso llevarlo en la cadena del reloj comorecuerdo de esta ocasión.

- Es un giro bastante inesperado de losacontecimientos - dije- . ¿Y qué pasó luego?

- Bueno, me di cuenta de que mis planesestaban a punto de venirse abajo. Daba la impre-sión de que la parejita podía largarse inmediata-mente, lo cual exigiría medidas instantáneas yenérgicas por mi parte. Sin embargo, en la puertade la iglesia se separaron: él volvió al Temple y ellaa su casa. «Saldré a pasear por el parque a lascinco, como de costumbre», dijo ella al despedirse.

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No pude oír más. Se marcharon en diferentes direc-ciones, y yo fui a ocuparme de unos asuntillos pro-pios.

- ¿Que eran...?

- Un poco de carne fría y un vaso de cerve-za - respondió, haciendo sonar la campanilla- . Heestado demasiado ocupado para pensar en comer,y probablemente estaré aún más ocupado estanoche. Por cierto, doctor, voy a necesitar su coope-ración.

- Estaré encantado.

- ¿No le importa infringir la ley?

- Ni lo más mínimo.

- ¿Y exponerse a ser detenido?

- No, si es por una buena causa.

- ¡Oh, la causa es excelente!

- Entonces, soy su hombre.

- Estaba seguro de que podía contar conusted.

- Pero ¿qué es lo que se propone?

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- Cuando la señora Turner haya traído labandeja se lo explicaré claramente. Veamos - dijo,mientras se lanzaba vorazmente sobre el sencilloalmuerzo que nuestra casera había traído- . Tengoque explicárselo mientras como, porque no tenemosmucho tiempo. Ahora son casi las cinco. Dentro dedos horas tenemos que estar en el escenario de laacción. La señorita Irene, o mejor dicho, la señora,vuelve de su paseo a las siete. Tenemos que estaren villa Briony cuando llegue.

- Y entonces, ¿qué?

- Déjeme eso a mí. Ya he arreglado lo quetiene que ocurrir. Hay una sola cosa en la que deboinsistir. Usted no debe interferir, pase lo que pase.¿Entendido?

- ¿He de permanecer al margen?

- No debe hacer nada en absoluto. Proba-blemente se producirá algún pequeño alboroto. Nointervenga. El resultado será que me harán entraren la casa. Cuatro o cinco minutos después seabrirá la ventana de la sala de estar. Usted se si-tuará cerca de esa ventana abierta.

- Sí.

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- Tiene usted que fijarse en mí, que estaréal alcance de su vista.

- Sí.

- Y cuando yo levante la mano, así, arrojaráusted al interior de la habitación una cosa que le voya dar, y al mismo tiempo lanzará el grito de «¡Fue-go!». ¿Me sigue?

- Perfectamente.

- No es nada especialmente terrible - dijo,sacando del bolsillo un cilindro en forma de cigarro-. Es un cohete de humo corriente de los que usanlos fontaneros, con una tapa en cada extremo paraque se encienda solo. Su tarea se reduce a eso.Cuando empiece a gritar ¡fuego!, mucha gente lorepetirá. Entonces, usted se dirigirá al extremo de lacalle, donde yo me reuniré con usted al cabo dediez minutos. Espero haberme explicado bien.

- Tengo que mantenerme al margen, acer-carme a la ventana, fijarme en usted, aguardar laseñal y arrojar este objeto, gritar «¡Fuego!», y espe-rarle en la esquina de la calle.

- Exactamente.

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- Entonces, puede usted confiar plenamenteen mí.

- Excelente. Creo que ya va siendo hora deque me prepare para el nuevo papel que he de re-presentar.

Desapareció en su dormitorio, para regresara los cinco minutos con la apariencia de un afable ysencillo sacerdote disidente. Su sombrero negro deala ancha, sus pantalones con rodilleras, su chalinablanca, su sonrisa simpática y su aire general decuriosidad inquisitiva y benévola, no podrían habersido igualados más que por el mismísimo JohnHare. Holmes no se limitaba a cambiarse de ropa;su expresión, su forma de actuar, su misma alma,parecían cambiar con cada nuevo papel que asum-ía. El teatro perdió un magnífico actor y la ciencia unagudo pensador cuando Holmes decidió especiali-zarse en el delito.

Eran las seis y cuarto cuando salimos deBaker Street, y todavía faltaban diez minutos paralas siete cuando llegamos a Serpentine Avenue. Yaoscurecía, y las farolas se iban encendiendo mien-tras nosotros andábamos calle arriba y calle abajofrente a la villa Briony, aguardando la llegada de suinquilina. La casa era tal como yo la había imagina-

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do por la sucinta descripción de Sherlock Holmes,pero el vecindario parecía menos solitario de lo quehabía esperado. Por el contrario, para tratarse deuna calle pequeña en un barrio tranquilo, se encon-traba de lo más animada. Había un grupo de hom-bres mal vestidos fumando y riendo en una esquina,un afilador con su rueda, dos guardias reales galan-teando a una niñera, y varios jóvenes bien vestidosque paseaban de un lado a otro con cigarros en laboca.

- ¿Sabe? - comentó Holmes mientras de-ambulábamos frente a la casa- . Este matrimoniosimplifica bastante las cosas. Ahora la fotografía seha convertido en un arma de doble filo. Lo más pro-bable es que ella tenga tan pocas ganas de que lavea el señor Godfrey Norton, como nuestro clientede que llegue a ojos de su princesa. Ahora la cues-tión es: ¿dónde vamos a encontrar la fotografía?

- Eso. ¿Dónde?

- Es muy improbable que ella la lleve enci-ma. El formato es demasiado grande como paraque se pueda ocultar bien en un vestido de mujer.Sabe que el rey es capaz de hacer que la asalten yregistren. Ya se ha intentado algo parecido dos

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veces. Debemos suponer, pues, que no la llevaencima.

- Entonces, ¿dónde?

- Su banquero o su abogado. Existe esadoble posibilidad. Pero me inclino a pensar queninguno de los dos la tiene. Las mujeres son pornaturaleza muy dadas a los secretos, y les gustaencargarse de sus propias intrigas. ¿Por qué habríade ponerla en manos de otra persona? Puede fiarsede sí misma, pero no sabe qué presiones indirectaso políticas pueden ejercerse sobre un hombre denegocios. Además, recuerde que tiene pensadoutilizarla dentro de unos días. Tiene que tenerla alalcance de la mano. Tiene que estar en la casa.

- Pero la han registrado dos veces.

- ¡Bah! No sabían buscar.

- ¿Y cómo buscará usted?

- Yo no buscaré.

- ¿Entonces...?

- Haré que ella me lo indique.

- Pero se negará.

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- No podrá hacerlo. Pero oigo un ruido deruedas. Es su coche. Ahora, cumpla mis órdenes alpie de la letra.

Mientras hablaba, el fulgor de las luces late-rales de un coche asomó por la curva de la avenida.Era un pequeño y elegante landó que avanzó tra-queteando hasta la puerta de la villa Briony. Encuanto se detuvo, uno de los desocupados de laesquina se lanzó como un rayo a abrir la puerta, conla esperanza de ganarse un penique, pero fue des-plazado de un codazo por otro desocupado que sehabía precipitado con la misma intención. Se en-tabló una feroz disputa, a la que se unieron los dosguardias reales, que se pusieron de parte de uno delos desocupados, y el afilador, que defendía conigual vehemencia al bando contrario. Alguien recibióun golpe y, en un instante, la dama, que se habíaapeado del carruaje, se encontró en el centro de unpequeño grupo de acalorados combatientes, que segolpeaban ferozmente con puños y bastones. Hol-mes se abalanzó entre ellos para proteger a la da-ma pero, justo cuando llegaba a su lado, soltó ungrito y cayó al suelo, con la sangre corriéndoleabundantemente por el rostro. Al verlo caer, losguardias salieron corriendo en una dirección y losdesocupados en otra, mientras unas cuantas perso-

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nas bien vestidas, que habían presenciado la reyer-ta sin tomar parte en ella, se agolpaban para ayudara la señora y atender al herido. Irene Adler, comopienso seguir llamándola, había subido a toda prisalos escalones; pero en lo alto se detuvo, con suespléndida figura recortada contra las luces de lasala, volviéndose a mirar hacia la calle.

- ¿Está malherido ese pobre caballero? -preguntó.

- Está muerto - exclamaron varias voces.

- No, no, todavía le queda algo de vida -gritó otra- . Pero habrá muerto antes de poder lle-varlo al hospital.

- Es un valiente - dijo una mujer- . De no serpor él le habrían quitado el bolso y el reloj a estaseñora. Son una banda, y de las peores. ¡Ah, ahorarespira!

- No puede quedarse tirado en la calle.¿Podemos meterlo en la casa, señora?

- Claro. Tráiganlo a la sala de estar. Hay unsofá muy cómodo. Por aquí, por favor.

Lenta y solemnemente fue introducido en laresidencia Briony y acostado en el salón principal,

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mientras yo seguía observando el curso de losacontecimientos desde mi puesto junto a la ventana.Habían encendido las lámparas, pero sin correr lascortinas, de manera que podía ver a Holmes tendidoen el sofá. Ignoro si en aquel momento él sentíaalgún tipo de remordimiento por el papel que estabarepresentando, pero sí sé que yo nunca me sentítan avergonzado de mí mismo como entonces, alver a la hermosa criatura contra la que estabaconspirando, y la gracia y amabilidad con queatendía al herido. Y sin embargo, abandonar enaquel punto la tarea que Holmes me había confiadohabría sido una traición de lo más abyecto. Asípues, hice de tripas corazón y saqué el cohete dehumo de debajo de mi impermeable. Al fin y al cabo,pensé, no vamos a hacerle ningún daño. Sólo va-mos a impedirle que haga daño a otro.

Holmes se había sentado en el diván, y le vimoverse como si le faltara aire. Una doncella seapresuró a abrir la ventana. En aquel preciso instan-te le vi levantar la mano y, obedeciendo su señal,arrojé el cohete dentro de la habitación mientrasgritaba: «¡Fuego!». Apenas había salido la palabrade mis labios cuando toda la multitud de espectado-res, bien y mal vestidos - caballeros, mozos de cua-dra y criadas- , se unió en un clamor general de

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«¡Fuego!». Espesas nubes de humo se extendieronpor la habitación y salieron por la ventana abierta.Pude entrever figuras que corrían, y un momentodespués oí la voz de Holmes dentro de la casa,asegurando que se trataba de una falsa alarma.Deslizándome entre la vociferante multitud, lleguéhasta la esquina de la calle y a los diez minutos tuvela alegría de sentir el brazo de mi amigo sobre elmío y de alejarme de la escena del tumulto. Holmescaminó de prisa y en silencio durante unos pocosminutos, hasta que nos metimos por una de lascalles tranquilas que llevan hacia Edgware Road.

- Lo hizo usted muy bien, doctor - dijo- . Lascosas no podrían haber salido mejor. Todo va bien.

- ¿Tiene usted la fotografía?

- Sé dónde está.

- ¿Y cómo lo averiguó?

- Ella me lo indicó, como yo le dije que har-ía.

- Sigo a oscuras.

- No quiero hacer un misterio de ello - dijo,echándose a reír- . Todo fue muy sencillo. Natural-mente, usted se daría cuenta de que todos los que

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había en la calle eran cómplices. Estaban contrata-dos para esta tarde.

- Me lo había figurado.

- Cuando empezó la pelea, yo tenía un pocode pintura roja, fresca, en la palma de la mano.Eché a correr, caí, me llevé las manos a la cara yme convertí en un espectáculo patético. Un viejotruco.

- Eso también pude figurármelo.

- Entonces me llevaron adentro. Ella teníaque dejarme entrar. ¿Cómo habría podido negarse?Y a la sala de estar, que era la habitación de la queyo sospechaba. Tenía que ser ésa o el dormitorio, yyo estaba decidido a averiguar cuál. Me tendieronen el sofá, hice como que me faltaba el aire, sevieron obligados a abrir la ventana y usted tuvo suoportunidad.

- ¿Y de qué le sirvió eso?

- Era importantísimo. Cuando una mujercree que se incendia su casa, su instinto le hacecorrer inmediatamente hacia lo que tiene en másestima. Se trata de un impulso completamente insu-perable, y más de una vez le he sacado partido. En

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el caso del escándalo de la suplantación de Darling-ton me resultó muy útil, y también en el asunto delcastillo de Arnsworth. Una madre corre en busca desu bebé, una mujer soltera echa mano a su joyero.Ahora bien, yo tenía muy claro que para la damaque nos ocupa no existía en la casa nada tan valio-so como lo que nosotros andamos buscando, y quecorrería a ponerlo a salvo. La alarma de fuego salióde maravilla. El humo y los gritos eran como paratrastornar unos nervios de acero. Ella respondió a laperfección. La fotografía está en un hueco detrás deun panel corredizo, encima mismo del cordón de lacampanilla de la derecha. Se plantó allí en un se-gundo, y vi de reojo que empezaba a sacarla. Algritar yo que se trataba de una falsa alarma, la vol-vió a meter, miró el cohete, salió corriendo de lahabitación y no la volví a ver. Me levanté, presentémis excusas y salí de la casa. Pensé en intentarapoderarme de la fotografía en aquel mismo mo-mento; pero el cochero había entrado y me obser-vaba de cerca, así que me pareció más seguro es-perar. Un exceso de precipitación podría echarlotodo a perder.

- ¿Y ahora? - pregunté.

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- Nuestra búsqueda prácticamente ha con-cluido. Mañana iré a visitarla con el rey, y con usted,si es que quiere acompañarnos. Nos harán pasar ala sala de estar a esperar a la señora, pero es pro-bable que cuando llegue no nos encuentre ni a no-sotros ni la fotografía. Será una satisfacción para sumajestad recuperarla con sus propias manos.

- ¿Y cuándo piensa ir?

- A las ocho de la mañana. Aún no se habrálevantado, de manera que tendremos el campolibre. Además, tenemos que darnos prisa, porqueeste matrimonio puede significar un cambio comple-to en su vida y costumbres. Tengo que telegrafiar alrey sin perder tiempo.

Habíamos llegado a Baker Street y nos de-tuvimos en la puerta. Holmes estaba buscando lallave en sus bolsillos cuando alguien que pasabadijo:

- Buenas noches, señor Holmes.

Había en aquel momento varias personasen la acera, pero el saludo parecía proceder de unjoven delgado con impermeable que había pasadode prisa a nuestro lado.

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- Esa voz la he oído antes - dijo Holmes, mi-rando fijamente la calle mal iluminada- . Me pregun-to quién demonios podrá ser.

3

Aquella noche dormí en Baker Street, yestábamos dando cuenta de nuestro café con tosta-das cuando el rey de Bohemia se precipitó en lahabitación.

- ¿Es verdad que la tiene? - exclamó, aga-rrando a Sherlock Holmes por los hombros y mirán-dolo ansiosamente a los ojos.

- Aún no.

- Pero ¿tiene esperanzas?

- Tengo esperanzas.

- Entonces, vamos. No puedo contener miimpaciencia.

- Tenemos que conseguir un coche.

- No, mi carruaje está esperando.

- Bien, eso simplifica las cosas.

Bajamos y nos pusimos otra vez en marchahacia la villa Briony.

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- Irene Adler se ha casado - comentó Hol-mes.

- ¿Se ha casado? ¿Cuándo?

- Ayer.

- Pero ¿con quién?

- Con un abogado inglés apellidado Norton.

- ¡Pero no es posible que le ame!

- Espero que sí le ame.

- ¿Por qué espera tal cosa?

- Porque eso libraría a vuestra majestad detodo temor a futuras molestias. Si ama a su marido,no ama a vuestra majestad. Si no ama a vuestramajestad, no hay razón para que interfiera en losplanes de vuestra majestad.

- Es verdad. Y sin embargo... ¡En fin!...¡Ojalá ella hubiera sido de mi condición! ¡Qué reinahabría sido!

Y con esto se hundió en un silencio tacitur-no que no se rompió hasta que nos detuvimos enSerpentine Avenue. La puerta de la villa Briony es-taba abierta, y había una mujer mayor de pie en los

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escalones de la entrada. Nos miró con ojos sardóni-cos mientras bajábamos del carricoche. - El señorSherlock Holmes, supongo - dijo.

- Yo soy el señor Holmes - respondió micompañero, dirigiéndole una mirada interrogante yalgo sorprendida.

- En efecto. Mi señora me dijo que era muyprobable que viniera usted. Se marchó esta mañanacon su marido, en el tren de las cinco y cuarto deCharing Cross, rumbo al continente.

- ¿Cómo? - Sherlock Holmes retrocediótambaleándose, poniéndose blanco de sorpresa yconsternación- . ¿Quiere decir que se ha marchadode Inglaterra?

- Para no volver.

- ¿Y los papeles? - preguntó el rey con vozronca- . ¡Todo se ha perdido!

- Veremos.

Holmes pasó junto a la sirvienta y se preci-pitó en la sala, seguido por el rey y por mí. El mobi-liario estaba esparcido en todas direcciones, conestanterías desmontadas y cajones abiertos, comosi la señora los hubiera vaciado a toda prisa antes

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de escapar. Holmes corrió hacia el cordón de lacampanilla, arrancó una tablilla corrediza y, metien-do la mano, sacó una fotografía y una carta. Lafotografía era de la propia Irene Adler en traje denoche; la carta estaba dirigida a «Sherlock Holmes,Esq. Para dejar hasta que la recojan». Mi amigo laabrió y los tres la leímos juntos. Estaba fechada lamedianoche anterior, y decía lo siguiente:

«Mi querido señor Sherlock Holmes: La ver-dad es que lo hizo usted muy bien. Me tomó com-pletamente por sorpresa. Hasta después de la alar-ma de fuego, no sentí la menor sospecha. Perodespués, cuando comprendí que me había traicio-nado a mí misma, me puse a pensar. Hace mesesque me habían advertido contra usted. Me dijeronque si el rey contrataba a un agente, ése sería sinduda usted. Hasta me habían dado su dirección. Y apesar de todo, usted me hizo revelarle lo que queríasaber. Aun después de entrar en sospechas, se mehacía difícil pensar mal de un viejo clérigo tansimpático y amable. Pero, como sabe, también yotengo experiencia como actriz. Las ropas de hombreno son nada nuevo para mí. Con frecuencia meaprovecho de la libertad que ofrecen. Ordené aJohn, el cochero, que le vigilara, corrí al piso de

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arriba, me puse mi ropa de paseo, como yo la llamo,y bajé justo cuando usted salía.

»Bien; le seguí hasta su puerta y así measeguré de que, en efecto, yo era objeto de interéspara el célebre Sherlock Holmes. Entonces, un tan-to imprudentemente, le deseé buenas noches y medirigí al Temple para ver a mi marido.

»Los dos estuvimos de acuerdo en que,cuando te persigue un antagonista tan formidable, elmejor recurso es la huida. Así pues, cuando llegueusted mañana se encontrará el nido vacío. En cuan-to a la fotografía, su cliente puede quedar tranquilo.Amo y soy amada por un hombre mejor que él. Elrey puede hacer lo que quiera, sin encontrar obstá-culos por parte de alguien a quien él ha tratadoinjusta y cruelmente. La conservo sólo para prote-germe y para disponer de un arma que me man-tendrá a salvo de cualquier medida que él puedaadoptar en el futuro. Dejo una fotografía que tal vezle interese poseer. Y quedo, querido señor SherlockHolmes, suya afectísima.

Irene NORTON, née ADLER.»

- ¡Qué mujer! ¡Pero qué mujer! - exclamó elrey de Bohemia cuando los tres hubimos leído la

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epístola- . ¿No le dije lo despierta y decidida queera? ¿Acaso no habría sido una reina admirable?¿No es una pena que no sea de mi clase?

- Por lo que he visto de la dama, parece,verdaderamente, pertenecer a una clase muy dife-rente a la de vuestra majestad - dijo Holmes fría-mente- . Lamento no haber sido capaz de llevar elasunto de vuestra majestad a una conclusión másfeliz.

- ¡Al contrario, querido señor! - exclamó elrey- . No podría haber terminado mejor. Me constaque su palabra es inviolable. La fotografía es ahoratan inofensiva como si la hubiesen quemado.

- Me alegra que vuestra majestad diga eso.

- He contraído con usted una deuda inmen-sa. Dígame, por favor, de qué manera puedo re-compensarle. Este anillo... - se sacó del dedo unanillo de esmeraldas en forma de serpiente y se loextendió en la palma de la mano.

- Vuestra majestad posee algo que para mítiene mucho más valor - dijo Holmes.

- No tiene más que decirlo. - Esta fotografía.

El rey se le quedó mirando, asombrado.

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- ¡La fotografía de Irene! - exclamó- . Desdeluego, si es lo que desea.

- Gracias, majestad. Entonces, no hay másque hacer en este asunto. Tengo el honor de desea-ros un buen día.

Hizo una inclinación, se dio la vuelta sinprestar atención a la mano que el rey le tendía, y semarchó conmigo a sus aposentos.

Y así fue como se evitó un gran escándaloque pudo haber afectado al reino de Bohemia, ycómo los planes más perfectos de Sherlock Holmesse vieron derrotados por el ingenio de una mujer. Élsolía hacer bromas acerca de la inteligencia de lasmujeres, pero últimamente no le he oído hacerlo. Ycuando habla de Irene Adler o menciona su foto-grafía, es siempre con el honroso título de la mujer.

2. La Liga de los Pelirrojos

Un día de otoño del año pasado, me acer-qué a visitar a mi amigo, el señor Sherlock Holmes,y lo encontré enfrascado en una conversación conun caballero de edad madura, muy corpulento, derostro encarnado y cabellos rojos como el fuego.Pidiendo disculpas por mi intromisión, me disponía

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a retirarme cuando Holmes me hizo entrar brusca-mente de un tirón y cerró la puerta a mis espaldas.

- No podría haber llegado en mejor momen-to, querido Watson - dijo cordialmente.

- Temí que estuviera usted ocupado. - Loestoy, y mucho.

- Entonces, puedo esperar en la habitaciónde al lado.

- Nada de eso. Señor Wilson, este caballeroha sido mi compañero y colaborador en muchos demis casos más afortunados, y no me cabe duda deque también me será de la mayor ayuda en el suyo.

El corpulento caballero se medio levantó desu asiento y emitió un gruñido de salutación, acom-pañado de una rápida mirada interrogadora de susojillos rodeados de grasa.

- Siéntese en el canapé - dijo Holmes,dejándose caer de nuevo en su butaca y juntandolas puntas de los dedos, como solía hacer siempreque se sentía reflexivo- . Me consta, querido Wat-son, que comparte usted mi afición a todo lo quesea raro y se salga de los convencionalismos y lamonótona rutina de la vida cotidiana. Ha dado usted

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muestras de sus gustos con el entusiasmo que le haimpelido a narrar y, si me permite decirlo, embelle-cer en cierto modo tantas de mis pequeñas aventu-ras.

- La verdad es que sus casos me han pare-cido de lo más interesante - respondí.

- Recordará usted que el otro día, justo an-tes de que nos metiéramos en el sencillísimo pro-blema planteado por la señorita Mary Sutherland, lecomenté que si queremos efectos extraños y com-binaciones extraordinarias, debemos buscarlos enla vida misma, que siempre llega mucho más lejosque cualquier esfuerzo de la imaginación.

- Un argumento que yo me tomé la libertadde poner en duda.

- Así fue, doctor, pero aun así tendrá ustedque aceptar mi punto de vista, pues de lo contrarioempezaré a amontonar sobre usted datos y másdatos, hasta que sus argumentos se hundan bajo elpeso y se vea obligado a darme la razón. Pues bien,el señor Jabez Wilson, aquí presente, ha tenido laamabilidad de venir a visitarme esta mañana, y haempezado a contarme una historia que promete seruna de las más curiosas que he escuchado en mu-

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cho tiempo. Ya me ha oído usted comentar que lascosas más extrañas e insólitas no suelen presentar-se relacionadas con los crímenes importantes, sinocon delitos pequeños e incluso con casos en losque podría dudarse de que se haya cometido delitoalguno. Por lo que he oído hasta ahora, me resultaimposible saber si en este caso hay delito o no, perodesde luego el desarrollo de los hechos es uno delos más extraños que he oído en la vida. Quizá,señor Wilson, tenga usted la bondad de empezar denuevo su relato. No se lo pido sólo porque mi amigoel doctor Watson no ha oído el principio, sino tam-bién porque el carácter insólito de la historia metiene ansioso por escuchar de sus labios hasta elúltimo detalle. Como regla general, en cuanto perci-bo la más ligera indicación del curso de los aconte-cimientos, suelo ser capaz de guiarme por los milesde casos semejantes que acuden a mi memoria. Enel caso presente, me veo en la obligación de reco-nocer que los hechos son, hasta donde alcanza miconocimiento, algo nunca visto.

El corpulento cliente hinchó el pecho conalgo parecido a un ligero orgullo, y sacó del bolsillointerior de su gabán un periódico sucio y arrugado.Mientras recorría con la vista la columna de anun-cios, con la cabeza inclinada hacia adelante, yo le

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eché un buen vistazo, esforzándome por interpretar,como hacía mi compañero, cualquier indicio queofrecieran sus ropas o su aspecto.

Sin embargo, mi inspección no me dijo grancosa. Nuestro visitante tenía todas las trazas deltípico comerciante británico: obeso, pomposo y algotorpe. Llevaba pantalones grises a cuadros conenormes rodilleras, una levita negra y no demasiadolimpia, desabrochada por delante, y un chalecogrisamarillento con una gruesa cadena de latón yuna pieza de metal con un agujero cuadrado quecolgaba a modo de adorno. Junto a él, en una silla,había un raído sombrero de copa y un abrigomarrón descolorido con cuello de terciopelo bastan-te arrugado. En conjunto, y por mucho que lo mira-se, no había nada notable en aquel hombre, conexcepción de su cabellera pelirroja y de la expresiónde inmenso pesar y disgusto que se leía en susfacciones.

Mis esfuerzos no pasaron desapercibidospara los atentos ojos de Sherlock Holmes, que mo-vió la cabeza, sonriendo, al adivinar mis inquisitivasmiradas.

- Aparte de los hechos evidentes de que enalguna época ha realizado trabajos manuales, que

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toma rapé, que es masón, que ha estado en China yque últimamente ha escrito muchísimo, soy incapazde deducir nada más - dijo.

El señor Jabez Wilson dio un salto en su si-lla, manteniendo el dedo índice sobre el periódico,pero con los ojos clavados en mi compañero.

- ¡En nombre de todo lo santo! ¿Cómo sabeusted todo eso, señor Holmes? - preguntó- . ¿Cómoha sabido, por ejemplo, que he trabajado con lasmanos? Es tan cierto como el Evangelio que em-pecé siendo carpintero de barcos.

- Sus manos, señor mío. Su mano derechaes bastante más grande que la izquierda. Ha traba-jado usted con ella y los músculos se han desarro-llado más.

- Está bien, pero ¿y lo del rapé y la maso-nería?

- No pienso ofender su inteligencia ex-plicándole cómo he sabido eso, especialmente te-niendo en cuenta que, contraviniendo las estrictasnormas de su orden, lleva usted un alfiler de corbatacon un arco y un compás.

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- ¡Ah, claro! Lo había olvidado. ¿Y lo de es-cribir?

- ¿Qué otra cosa podría significar el que elpuño de su manga derecha se vea tan lustroso enuna anchura de cinco pulgadas, mientras que el dela izquierda está rozado cerca del codo, por dondese apoya en la mesa?

- Bien. ¿Y lo de China?

- El pez que lleva usted tatuado justo enci-ma de la muñeca derecha sólo se ha podido haceren China. Tengo realizado un pequeño estudio so-bre los tatuajes e incluso he contribuido a la literatu-ra sobre el tema. Ese truco de teñir las escamascon una delicada tonalidad rosa es completamenteexclusivo de los chinos. Y si, además, veo una mo-neda china colgando de la cadena de su reloj, lacuestión resulta todavía más sencilla.

El señor Jabez Wilson se echó a reír sono-ramente. - ¡Quién lo iba a decir! - exclamó- . Al prin-cipio me pareció que había hecho usted algo muyinteligente, pero ahora me doy cuenta de que, des-pués de todo, no tiene ningún mérito. - Empiezo apensar, Watson - dijo Holmes- , que cometo un erroral dar explicaciones. Omne ignotum pro magnifico,

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como usted sabe, y mi pobre reputación, en lo pocoque vale, se vendrá abajo si sigo siendo tan inge-nuo. ¿Encuentra usted el anuncio, señor Wilson?

- Sí, ya lo tengo - respondió Wilson, con sudedo grueso y colorado plantado a mitad de la co-lumna- . Aquí está. Todo empezó por aquí. Léalousted mismo, señor.

Tomé el periódico de sus manos y leí lo si-guiente:

«A LA LIGA DE LOS PELIRROJOS.- Concargo al legado del difunto Ezekiah Hopkins, deLebanon, Pennsylvania, EE.UU., se ha producidootra vacante que da derecho a un miembro de laLiga a percibir un salario de cuatro libras a la sema-na por servicios puramente nominales. Pueden op-tar al puesto todos los varones pelirrojos, sanos decuerpo y de mente, y mayores de veintiún años.Presentarse en persona el lunes a las once a Dun-can Ross, en las oficinas de la Liga, 7 Pope's Court,Fleet Street.»

- ¿Qué diablos significa esto? - exclamédespués de haber leído dos veces el extravaganteanuncio.

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Holmes se rió por lo bajo y se removió en suasiento, como solía hacer cuando estaba de buenhumor.

- Se sale un poco del camino trillado, ¿no esverdad? - dijo- . Y ahora, señor Wilson, empiece porel principio y cuéntenoslo todo acerca de usted, sufamilia y el efecto que este anuncio tuvo sobre suvida. Pero primero, doctor, tome nota del periódico yla fecha.

- Es el Morning Chronicle del 27 de abril de1890. De hace exactamente dos meses.

- Muy bien. Vamos, señor Wilson.

- Bueno, como ya le he dicho, señor Holmes- dijo Jabez Wilson secándose la frente- , poseo unapequeña casa de préstamos en Coburg Square,cerca de la City. No es un negocio importante, y enlos últimos años me daba lo justo para vivir. Antespodía permitirme tener dos empleados, pero ahorasólo tengo uno; y tendría dificultades para pagarle sino fuera porque está dispuesto a trabajar por mediapaga, mientras aprende el oficio.

- ¿Cómo se llama ese joven de tan buenconformar? - preguntó Sherlock Holmes.

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- Se llama Vincent Spaulding, y no es tanjoven. Resulta difícil calcular su edad. No podríahaber encontrado un ayudante más eficaz, señorHolmes, y estoy convencido de que podría mejorarde posición y ganar el doble de lo que yo puedopagarle. Pero, al fin y al cabo, si él está satisfecho,¿por qué habría yo de meterle ideas en la cabeza?

- Desde luego, ¿por qué iba a hacerlo?Creo que ha tenido usted mucha suerte al encontrarun empleado más barato que los precios del merca-do. No todos los patrones pueden decir lo mismo enestos tiempos. No sé qué es más extraordinario, sisu ayudante o su anuncio.

- Bueno, también tiene sus defectos - dijo elseñor Wilson- . Jamás he visto a nadie tan aficiona-do a la fotografía. Siempre está sacando instantá-neas cuando debería estar cultivando la mente, yluego zambulléndose en el sótano como un conejoen su madriguera para revelar las fotos. Ese es suprincipal defecto; pero en conjunto es un buen tra-bajador. Y no tiene vicios.

- Todavía sigue con usted, supongo.

- Sí, señor. Él y una chica de catorce años,que cocina un poco y se encarga de la limpieza.

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Eso es todo lo que tengo en casa, ya que soy viudoy no tengo más familia. Los tres llevamos una vidamuy tranquila, sí señor, y nos dábamos por satisfe-chos con tener un techo bajo el que cobijarnos ypagar nuestras deudas. Fue el anuncio lo que nossacó de nuestras casillas. Hace justo ocho sema-nas, Spaulding bajó a la oficina con este mismoperiódico en la mano diciendo:

»- ¡Ay, señor Wilson, ojalá fuera yo pelirrojo!

»- ¿Y eso porqué? - pregunté yo.

»- Mire - dijo- : hay otra plaza vacante en laLiga de los Pelirrojos. Eso significa una pequeñafortuna para el que pueda conseguirla, y tengo en-tendido que hay más plazas vacantes que personaspara ocuparlas, de manera que los albaceas andancomo locos sin saber qué hacer con el dinero. Si mipelo cambiara de color, este puestecillo me vendríaa la medida.

»- Pero ¿de qué se trata? - pregunté- . Veráusted, señor Spaulding, yo soy un hombre muy ca-sero y como mi negocio viene a mí, en lugar detener que ir yo a él, muchas veces pasan semanassin que ponga los pies más allá del felpudo de lapuerta. Por eso no estoy muy enterado de lo que

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ocurre por ahí fuera y siempre me agrada recibirnoticias.

»- ¿Es que nunca ha oído hablar de la Ligade los Pelirrojos? - preguntó Spaulding, abriendomucho los ojos.

»- Nunca.

»- ¡Caramba, me sorprende mucho, ya queusted podría optar perfectamente a una de las pla-zas!

»- ¿Y qué sacaría con ello?

»- Bueno, nada más que un par de cientosal año, pero el trabajo es mínimo y apenas interfierecon las demás ocupaciones que uno tenga.

»Como podrá imaginar, aquello me hizo es-tirar las orejas, pues el negocio no marchaba dema-siado bien en los últimos años, y doscientas librasde más me habrían venido muy bien.

»- Cuénteme todo lo que sepa - le dije.

»- Bueno - dijo, enseñándome el anuncio- ,como puede ver, existe una vacante en la Liga yaquí está la dirección en la que deben presentarselos aspirantes. Por lo que yo sé, la Liga fue fundada

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por un millonario americano, Ezekiah Hopkins, untipo bastante excéntrico. Era pelirrojo y sentía unagran simpatía por todos los pelirrojos, de maneraque cuando murió se supo que había dejado todasu enorme fortuna en manos de unos albaceas, coninstrucciones de que invirtieran los intereses enproporcionar empleos cómodos a personas condicho color de pelo. Según he oído, la paga esespléndida y apenas hay que hacer nada.

»- Pero tiene que haber millones de pelirro-jos que soliciten un puesto de esos - dije yo.

»- Menos de los que usted cree - respondió-. Verá, la oferta está limitada a los londinenses ma-yores de edad. Este americano procedía de Lon-dres, de donde salió siendo joven, y quiso haceralgo por su vieja ciudad. Además, he oído que esinútil presentarse si uno tiene el pelo rojo claro orojo oscuro, o de cualquier otro tono que no sea rojointenso y brillante como el fuego. Pero si usted sepresentara, señor Wilson, le aceptarían de inmedia-to. Aunque quizá no valga la pena que se tome esamolestia sólo por unos pocos cientos de libras.

»Ahora bien, es un hecho, como pueden verpor sí mismos, que mi cabello es de un tono rojomuy intenso, de manera que me pareció que, por

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mucha competencia que hubiera, yo tenía tantasposibilidades como el que más. Vincent Spauldingparecía estar tan informado del asunto que penséque podría serme útil, de modo que le dije queechara el cierre por lo que quedaba de jornada y meacompañara. Se alegró mucho de poder hacer fies-ta, así que cerramos el negocio y partimos hacia ladirección que indicaba el anuncio.

»No creo que vuelva a ver en mi vida unespectáculo semejante, señor Holmes. Del norte,del sur, del este y del oeste, todos los hombres cuyocabello presentara alguna tonalidad rojiza se habíanplantado en la City en respuesta al anuncio. FleetStreet se encontraba abarrotada de pelirrojos, yPope's Court parecía el carro de un vendedor denaranjas. Jamás pensé que hubiera en el país tan-tos pelirrojos como los que habían acudido atraídospor aquel solo anuncio. Los había de todos los ma-tices: rojo pajizo, limón, naranja, ladrillo, de perrosetter, rojo hígado, rojo arcilla... pero, como habíadicho Spaulding, no había muchos que presentaranla auténtica tonalidad rojofuego. Cuando vi que erantantos, me desanimé y estuve a punto de echarmeatrás; pero Spaulding no lo consintió. No me explicocómo se las arregló, pero a base de empujar, tirar yembestir, consiguió hacerme atravesar la multitud y

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llegar hasta la escalera que llevaba a la oficina. Enla escalera había una doble hilera de personas:unas que subían esperanzadas y otras que bajabanrechazadas; pero también allí nos abrimos pasocomo pudimos y pronto nos encontramos en la ofi-cina.

- Una experiencia de lo más divertido - co-mentó Holmes, mientras su cliente hacía una pausay se refrescaba la memoria con una buena dosis derapé- . Le ruego que continúe con la interesantísimaexposición.

- En la oficina no había nada más que unpar de sillas de madera y una mesita, detrás de lacual se sentaba un hombre menudo, con una cabe-llera aún más roja que la mía. Cambiaba un par depalabras con cada candidato que se presentaba yluego siempre les encontraba algún defecto que losdescalificaba. Por lo visto, conseguir la plaza no eratan sencillo como parecía. Sin embargo, cuando nosllegó el turno, el hombrecillo se mostró más inclina-do por mí que por ningún otro, y cerró la puerta encuanto entramos, para poder hablar con nosotros enprivado.

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»- Éste es el señor Jabez Wilson - dijo miempleado- , y aspira a ocupar la plaza vacante en laLiga.

»- Y parece admirablemente dotado paraello - respondió el otro- . Cumple todos los requisi-tos. No recuerdo haber visto nada tan perfecto.

»Retrocedió un paso, torció la cabeza haciaun lado y me miró el pelo hasta hacerme ruborizar.De pronto, se abalanzó hacia mí, me estrechó lamano y me felicitó calurosamente por mi éxito.

»- Sería una injusticia dudar de usted - dijo-, pero estoy seguro de que me perdonará usted portomar una precaución obvia - y diciendo esto, meagarró del pelo con las dos manos y tiró hastahacerme chillar de dolor- . Veo lágrimas en sus ojos- dijo al soltarme- , lo cual indica que todo está co-mo es debido. Tenemos que ser muy cuidadosos,porque ya nos han engañado dos veces con pelu-cas y una con tinte. Podría contarle historias sobretintes para zapatos que le harían sentirse asqueadode la condición humana - se acercó a la ventana ygritó por ella, con toda la fuerza de sus pulmones,que la plaza estaba cubierta. Desde abajo nos llegóun gemido de desilusión, y la multitud se desbandóen distintas direcciones hasta que no quedó una

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cabeza pelirroja a la vista, exceptuando la mía y ladel gerente.

»- Me llamo Duncan Ross - dijo éste- , y soyuno de los pensionistas del fondo legado por nues-tro noble benefactor. ¿Está usted casado, señorWilson? ¿Tiene usted familia?

»Le respondí que no. Al instante se le de-mudó el rostro.

»- ¡Válgame Dios! - exclamó muy serio- .Esto es muy grave, de verdad. Lamento oírle decireso. El legado, naturalmente, tiene como objetivo lapropagación y expansión de los pelirrojos, y no sólosu mantenimiento. Es un terrible inconveniente quesea usted soltero.

»Al oír aquello, puse una cara muy larga,señor Holmes, pensando que después de todo noiba a conseguir la plaza; pero después de pensárse-lo unos minutos, el gerente dijo que no importaba.

»- De tratarse de otro - dijo- , la objeciónhabría podido ser fatal, pero creo que debemos serun poco flexibles a favor de un hombre con un pelocomo el suyo. ¿Cuándo podrá hacerse cargo de susnuevas obligaciones?

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»- Bueno, hay un pequeño problema, yaque tengo un negocio propio - dije.

»- ¡Oh, no se preocupe de eso, señor Wil-son! - dijo Vincent Spaulding- . Yo puedo ocuparmede ello por usted. »- ¿Cuál sería el horario? - pre-gunté.

»- De diez a dos.

»Ahora bien, el negocio del prestamista sehace principalmente por las noches, señor Holmes,sobre todo las noches del jueves y el viernes, justoantes del día de paga; de manera que me vendríamuy bien ganar algún dinerillo por las mañanas.Además, me constaba que mi empleado era unbuen hombre y que se encargaría de lo que pudierapresentarse.

»- Me viene muy bien - dije- . ¿Y la paga?

»- Cuatro libras a la semana.

»- ¿Y el trabajo?

»- Es puramente nominal.

»- ¿Qué entiende usted por puramente no-minal?

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»- Bueno, tiene usted que estar en la ofici-na, o al menos en el edificio, todo el tiempo. Si seausenta, pierde para siempre el puesto. El testa-mento es muy claro en este aspecto. Si se ausentade la oficina durante esas horas, falta usted al com-promiso.

»- No son más que cuatro horas al día, y nopienso ausentarme - dije.

»- No se acepta ninguna excusa - insistió elseñor Duncan Ross- . Ni enfermedad, ni negocios,ni nada de nada. Tiene usted que estar aquí o pier-de el empleo.

»- ¿Y el trabajo?

»- Consiste en copiar la Enciclopedia Britá-nica. En ese estante tiene el primer volumen.Tendrá usted que poner la tinta, las plumas y elpapel secante; nosotros le proporcionamos estamesa y esta silla. ¿Podrá empezar mañana?

»- Desde luego.

»- Entonces, adiós, señor Jabez Wilson, ypermítame felicitarle una vez más por el importantepuesto que ha tenido la suerte de conseguir.

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»Se despidió de mí con una reverencia y yome volví a casa con mi empleado, sin apenas saberqué decir ni qué hacer, tan satisfecho me sentía demi buena suerte.

»Me pasé todo el día pensando en el asuntoy por la noche volvía a sentirme deprimido, pueshabía logrado convencerme de que todo aquellotenía que ser una gigantesca estafa o un fraude,aunque no podía imaginar qué se proponían conello. Parecía absolutamente increíble que alguiendejara un testamento semejante, y que se pagarasemejante suma por hacer algo tan sencillo comocopiar la Enciclopedia Británica. Vincent Spauldinghizo todo lo que pudo por animarme, pero a la horade acostarme yo ya había decidido desentendermedel asunto. Sin embargo, a la mañana siguientepensé que valla la pena probar, así que compré untintero de un penique, me hice con una pluma ysiete pliegos de papel, y me encaminé a Pope'sCourt.

»Para mi sorpresa y satisfacción, todo salióa pedir de boca. Encontré la mesa ya preparadapara mí, y al señor Duncan Ross esperando a ver sime presentaba puntualmente al trabajo. Me dijo queempezara por la letra A y me dejó solo; pero se

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dejaba caer de vez en cuando para comprobar quetodo iba bien. A las dos me deseó buenas tardes,me felicitó por lo mucho que había escrito y cerró lapuerta de la oficina cuando yo salí.

»Todo siguió igual un día tras otro, señorHolmes, y el sábado se presentó el gerente y meabonó cuatro soberanos por el trabajo de la sema-na. Lo mismo ocurrió a la semana siguiente, y a laotra. Yo llegaba cada mañana a las diez y me mar-chaba a las dos de la tarde. Poco a poco, el señorDuncan Ross se limitó a aparecer una vez cadamañana y, con el tiempo, dejó de presentarse. Aunasí, como es natural, yo no me atrevía a ausentar-me de la habitación ni un instante, pues no estabaseguro de cuándo podría aparecer, y el empleo eratan bueno y me venía tan bien que no quería arries-garme a perderlo.

»De este modo transcurrieron ocho sema-nas, durante las cuales escribí sobre Abades, Ar-maduras, Arquerías, Arquitectura y Ática, y espera-ba llegar muy pronto a la B si me aplicaba. Tuveque gastar algo en papel, y ya tenía un estante casilleno de hojas escritas. Y de pronto, todo se acabó.

- ¿Que se acabó?

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- Sí, señor. Esta misma mañana. Como decostumbre, acudí al trabajo a las diez en punto, peroencontré la puerta cerrada con llave y una pequeñacartulina clavada en la madera con una chincheta.Aquí la tiene, puede leerla usted mismo.

Extendió un trozo de cartulina blanca, deltamaño aproximado de una cuartilla. En ella estabaescrito lo siguiente:

«HA QUEDADO DISUELTA LA LIGA DELOS PELIRROJOS.

9 de octubre de 1890»

Sherlock Holmes y yo examinamos aquelconciso anuncio y la cara afligida que había detrás,hasta que el aspecto cómico del asunto dominó tancompletamente las demás consideraciones queambos nos echamos a reír a carcajadas.

- No sé qué les hace tanta gracia - exclamónuestro cliente, sonrojándose hasta las raíces de sullameante cabello- . Si lo mejor que saben hacer esreírse de mí, más vale que recurra a otros.

- No, no - exclamó Holmes, empujándolo denuevo hacia la silla de la que casi se había levanta-do- . Le aseguro que no dejaría escapar su caso por

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nada del mundo. Resulta reconfortantemente insóli-to. Pero, si me perdona que se lo diga, el asuntopresenta algunos aspectos bastante graciosos.Dígame, por favor: ¿qué pasos dio usted despuésde encontrar esta tarjeta en la puerta?

- Me quedé de una pieza, señor. No sabíaqué hacer. Entonces entré en las oficinas de al lado,pero en ninguna de ellas parecían saber nada delasunto. Por último, me dirigí al administrador, uncontable que vive en la planta baja, y le pregunté sisabía qué había pasado con la Liga de los Pelirro-jos. Me respondió que jamás había oído hablar desemejante sociedad. Entonces le pregunté por elseñor Duncan Ross. Me dijo que era la primera vezque oía ese nombre.

»- Bueno - dije yo- , me refiero al caballerodel número 4.

»- Cómo, ¿el pelirrojo?

»- Sí.

»- ¡Oh! - dijo- . Se llama William Morris. Esabogado y estaba utilizando el local como despachoprovisional mientras acondicionaba sus nuevasoficinas. Se marchó ayer.

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»- ¿Dónde puedo encontrarlo?

»- Pues en sus nuevas oficinas. Me dio ladirección. Sí, eso es, King Edward Street, número17, cerca de San Pablo. »Salí disparado, señorHolmes, pero cuando llegué a esa dirección meencontré con que se trataba de una fábrica de rodi-lleras artificiales y que allí nadie había oído hablardel señor William Morris ni del señor Duncan Ross.

- ¿Y qué hizo entonces? - preguntó Holmes.

- Volví a mi casa en SaxeCoburg Square ypedí consejo a mi empleado. Pero no pudo darmeninguna solución, aparte de decirme que, si espera-ba, acabaría por recibir noticias por carta. Peroaquello no me bastaba, señor Holmes. No estabadispuesto a perder un puesto tan bueno sin luchar, ycomo había oído que usted tenía la amabilidad deaconsejar a la pobre gente necesitada, me vinedirectamente a verle.

- E hizo usted muy bien - dijo Holmes- . Sucaso es de lo más notable y me encantará echarleun vistazo. Por lo que me ha contado, me parecemuy posible que estén en juego cosas más gravesque lo que parece a simple vista.

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- ¡Ya lo creo que son graves! - dijo el señorJabez Wilson- . ¡Como que me he quedado sin cua-tro libras a la semana!

- Por lo que a usted respecta - le hizo notarHolmes- , no veo que tenga motivos para quejarsede esta extraordinaria Liga. Por el contrario, tal co-mo yo lo veo, ha salido usted ganando unas treintalibras, y eso sin mencionar los detallados conoci-mientos que ha adquirido sobre todos los temas queempiezan por la letra A. Usted no ha perdido nada.

- No, señor. Pero quiero averiguar algo so-bre ellos, saber quiénes son y qué se proponían alhacerme esta jugarreta... si es que se trata de unajugarreta. La broma les ha salido bastante cara, yaque les ha costado treinta y dos libras.

- Procuraremos poner en claro esos puntospara usted. Pero antes, una o dos preguntas, señorWilson. Ese empleado suyo, que fue quien le hizofijarse en el anuncio..., ¿cuánto tiempo llevaba conusted?

- Entonces llevaba como un mes más o me-nos.

- ¿Cómo llegó hasta usted?

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- En respuesta a un anuncio.

- ¿Fue el único aspirante?

- No, recibí una docena.

- ¿Y por qué lo eligió a él?

- Porque parecía listo y se ofrecía barato.

- A mitad de salario, ¿no es así?

- Eso es.

- ¿Cómo es este Vincent Spaulding?

- Bajo, corpulento, de movimientos rápidos,barbilampiño, aunque no tendrá menos de treintaaños. Tiene una mancha blanca de ácido en la fren-te.

Holmes se incorporó en su asiento muy ex-citado.

- Me lo había figurado - dijo- . ¿Se ha fijadousted en si tiene las orejas perforadas, como parallevar pendientes?

- Sí, señor. Me dijo que se las había aguje-reado una gitana cuando era muchacho.

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- ¡Hum! - exclamó Holmes, sumiéndose enprofundas reflexiones- . ¿Sigue aún con usted?

- ¡Oh, sí, señor! Acabo de dejarle.

- ¿Y el negocio ha estado bien atendido du-rante su ausencia?

- No tengo ninguna queja, señor. Nunca haymucho trabajo por las mañanas.

- Con eso bastará, señor Wilson. Tendré elgusto de darle una opinión sobre el asunto dentrode uno o dos días. Hoy es sábado; espero que parael lunes hayamos llegado a una conclusión.

- Bien, Watson - dijo Holmes en cuantonuestro visitante se hubo marchado- . ¿Qué sacausted de todo esto?

- No saco nada - respondí con franqueza- .Es un asunto de lo más misterioso.

- Como regla general - dijo Holmes- , cuantomás extravagante es una cosa, menos misteriosasuele resultar. Son los delitos corrientes, sin ningúnrasgo notable, los que resultan verdaderamentedesconcertantes, del mismo modo que un rostrovulgar resulta más difícil de identificar. Tengo queponerme inmediatamente en acción.

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- ¿Y qué va usted a hacer? - pregunté.

- Fumar - respondió- . Es un problema detres pipas, así que le ruego que no me dirija la pala-bra durante cincuenta minutos.

Se acurrucó en su sillón con sus flacas rodi-llas alzadas hasta la nariz de halcón, y allí sequedó, con los ojos cerrados y la pipa de arcillanegra sobresaliendo como el pico de algún pájaroraro. Yo había llegado ya a la conclusión de que sehabía quedado dormido, y de hecho yo mismo em-pezaba a dar cabezadas, cuando de pronto saltó desu asiento con el gesto de quien acaba de tomaruna resolución, y dejó la pipa sobre la repisa de lachimenea.

- Esta noche toca Sarasate en el St. JamesHall - comentó- . ¿Qué le parece, Watson? ¿Podránsus pacientes prescindir de usted durante unaspocas horas?

- No tengo nada que hacer hoy. Mi trabajonunca es muy absorbente.

- Entonces, póngase el sombrero y venga.Antes tengo que pasar por la City, y podemos co-mer algo por el camino. He visto que hay en el pro-grama mucha música alemana, que resulta más de

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mi gusto que la italiana o la francesa. Es introspecti-va y yo quiero reflexionar. ¡En marcha!

Viajamos en el Metro hasta Aldersgate, yuna corta caminata nos llevó a Saxe- Coburg Squa-re, escenario de la singular historia que habíamosescuchado por la mañana. Era una placita insignifi-cante, pobre pero de aspecto digno, con cuatrohileras de desvencijadas casas de ladrillo, de dospisos, rodeando un jardincito vallado, donde unmontón de hierbas sin cuidar y unas pocas matasde laurel ajado mantenían una dura lucha contra laatmósfera hostil y cargada de humo. En la esquinade una casa, tres bolas doradas y un rótulo marróncon las palabras «JABEZ WILSON» en letras de oroanunciaban el local donde nuestro pelirrojo clientetenía su negocio. Sherlock Holmes se detuvo antela casa, con la cabeza ladeada, y la examinó aten-tamente, con los ojos brillándole bajo los párpadosfruncidos. A continuación, caminó despacio callearriba y calle abajo, sin dejar de examinar las casas.Por último, regresó frente a la tienda del prestamistay, después de dar dos o tres fuertes golpes en elsuelo con el bastón, se acercó a la puerta y llamó.Abrió al instante un joven con cara de listo y bienafeitado, que le invitó a entrar.

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- Gracias - dijo Holmes- . Sólo quería pre-guntar por dónde se va desde aquí al Strand.

- La tercera a la derecha y la cuarta a la iz-quierda - respondió sin vacilar el empleado, cerran-do a continuación la puerta.

- Un tipo listo - comentó Holmes mientrasnos alejábamos- . En mi opinión, es el cuarto hom-bre más inteligente de Londres; y en cuanto a auda-cia, creo que podría aspirar al tercer puesto. Ya hetenido noticias suyas anteriormente.

- Es evidente - dije yo- que el empleado delseñor Wilson desempeña un importante papel eneste misterio de la Liga de los Pelirrojos. Estoy se-guro de que usted le ha preguntado el camino sólopara poder echarle un vistazo.

- No a él.

- Entonces, ¿a qué?

- A las rodilleras de sus pantalones.

- ¿Y qué es lo que vio?

- Lo que esperaba ver.

- ¿Para qué golpeó el pavimento?

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- Mi querido doctor, lo que hay que hacerahora es observar, no hablar. Somos espías enterritorio enemigo. Ya sabemos algo de SaxeCoburgSquare. Exploremos ahora las calles que haydetrás.

La calle en la que nos metimos al dar lavuelta a la esquina de la recóndita Saxe- CoburgSquare presentaba con ésta tanto contraste como elderecho de un cuadro con el revés. Se trataba deuna de las principales arterias por donde discurre eltráfico de la City hacia el norte y hacia el oeste. Lacalzada estaba bloqueada por el inmenso río detráfico comercial que fluía en ambas direcciones, ylas aceras no daban abasto al presuroso enjambrede peatones. Al contemplar la hilera de tiendas ele-gantes y oficinas lujosas, nadie habría pensado quesu parte trasera estuviera pegada a la de la solitariay descolorida plaza que acabábamos de abandonar.

- Veamos - dijo Holmes, parándose en laesquina y mirando la hilera de edificios- . Me gustar-ía recordar el orden de las casas. Una de mis afi-ciones es conocer Londres al detalle. Aquí estáMortimer's, la tienda de tabacos, la tiendecita deperiódicos, la sucursal de Coburg del City and Sub-urban Bank, el restaurante vegetariano y las coche-

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ras McFarlane. Con esto llegamos a la siguientemanzana. Y ahora, doctor, nuestro trabajo estáhecho y ya es hora de que tengamos algo de diver-sión. Un bocadillo, una taza de café y derechos a latierra del violín, donde todo es dulzura, delicadeza yarmonía, y donde no hay clientes pelirrojos que nosfastidien con sus rompecabezas.

Mi amigo era un entusiasta de la música, nosólo un intérprete muy dotado, sino también uncompositor de méritos fuera de lo común. Se pasótoda la velada sentado en su butaca, sumido en lamás absoluta felicidad, marcando suavemente elritmo de la música con sus largos y afilados dedos,con una sonrisa apacible y unos ojos lánguidos ysoñadores que se parecían muy poco a los de Hol-mes el sabueso, Holmes el implacable, Holmes elastuto e infalible azote de criminales. La curiosadualidad de la naturaleza de su carácter se manifes-taba alternativamente, y muchas veces he pensadoque su exagerada exactitud y su gran astucia repre-sentaban una reacción contra el humor poético ycontemplativo que de vez en cuando predominabaen él. Estas oscilaciones de su carácter lo llevabande la languidez extrema a la energía devoradora y,como yo bien sabía, jamás se mostraba tan formi-dable como después de pasar días enteros repanti-

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gado en su sillón, sumido en sus improvisaciones yen sus libros antiguos. Entonces le venía de golpeel instinto cazador, y sus brillantes dotes de razona-dor se elevaban hasta el nivel de la intuición, hastaque aquellos que no estaban familiarizados con susmétodos se le quedaban mirando asombrados, co-mo se mira a un hombre que posee un conocimien-to superior al de los demás mortales. Cuando le viaquella tarde, tan absorto en la música del St. Ja-mes Hall, sentí que nada bueno les esperaba a losque se había propuesto cazar.

- Sin duda querrá usted ir a su casa, doctor- dijo en cuanto salimos.

- Sí, ya va siendo hora.

- Y yo tengo que hacer algo que me llevaráunas horas. Este asunto de Coburg Square es gra-ve.

- ¿Por qué es grave?

- Se está preparando un delito importante.Tengo toda clase de razones para creer que llega-remos a tiempo de impedirlo. Pero el hecho de quehoy sea sábado complica las cosas. Necesitaré suayuda esta noche.

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- ¿A qué hora?

- A las diez estará bien.

- Estaré en Baker Street a las diez.

- Muy bien. ¡Y oiga, doctor! Puede que hayaalgo de peligro, así que haga el favor de echarse albolsillo su revólver del ejército.

Se despidió con un gesto de la mano, diomedia vuelta y en un instante desapareció entre lamultitud.

No creo ser más torpe que cualquier hijo devecino, y sin embargo, siempre que trataba conSherlock Holmes me sentía como agobiado por mipropia estupidez. En este caso había oído lo mismoque él, había visto lo mismo que él, y sin embargo,a juzgar por sus palabras, era evidente que él veíacon claridad no sólo lo que había sucedido, sinoincluso lo que iba a suceder, mientras que para mítodo el asunto seguía igual de confuso y grotesco.Mientras me dirigía a mi casa en Kensington estuvepensando en todo ello, desde la extraordinaria histo-ria del pelirrojo copiador de enciclopedias hasta lavisita a Saxe- Coburg Square y las ominosas pala-bras con que Holmes se había despedido de mí.¿Qué era aquella expedición nocturna, y por qué

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tenía que ir armado? ¿Dónde íbamos a ir y quéíbamos a hacer? Holmes había dado a entenderque aquel imberbe empleado del prestamista era untipo de cuidado, un hombre empeñado en un juegoimportante. Traté de descifrar el embrollo, peroacabé por darme por vencido, y decidí dejar depensar en ello hasta que la noche aportase algunaexplicación.

A las nueve y cuarto salí de casa, atraveséel parque y recorrí Oxford Street hasta llegar a Ba-ker Street. Había dos coches aguardando en lapuerta, y al entrar en el vestíbulo oí voces arriba. Alpenetrar en la habitación encontré a Holmes enanimada conversación con dos hombres, a uno delos cuales identifiqué como Peter Jones, agente depolicía; el otro era un hombre larguirucho, de caratriste, con un sombrero muy lustroso y una levitaabrumadoramente respetable.

- ¡Ajá! Nuestro equipo está completo - dijoHolmes, abotonándose su chaquetón marinero ycogiendo del perchero su pesado látigo de caza- .Watson, creo que ya conoce al señor Jones, deScotland Yard. Permítame que le presente al señorMerryweather, que nos acompañará en nuestraaventura nocturna.

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- Como ve, doctor, otra vez vamos de cazapor parejas - dijo Jones con su retintín habitual- .Aquí nuestro amigo es único organizando cacerías.Sólo necesita un perro viejo que le ayude a correr lapieza.

- Espero que al final no resulte que hemoscazado fantasmas - comentó el señor Merryweatheren tono sombrío.

- Puede usted depositar una considerableconfianza en el señor Holmes, caballero - dijo elpolicía con aire petulante- . Tiene sus métodos par-ticulares, que son, si me permite decirlo, un pocodemasiado teóricos y fantasiosos, pero tiene made-ra de detective. No exagero al decir que en una odos ocasiones, como en aquel caso del crimen delos Sholto y el tesoro de Agra, ha llegado a acercar-se más a la verdad que el cuerpo de policía.

- Bien, si usted lo dice, señor Jones, por míde acuerdo - dijo el desconocido con deferencia- .Aun así, confieso que echo de menos mi partida decartas. Es la primera noche de sábado en veintisieteaños que no juego mi partida.

- Creo que pronto comprobará - dijo Sher-lock Holmesque esta noche se juega usted mucho

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más de lo que se ha jugado en su vida, y que lapartida será mucho más apasionante. Para usted,señor Merryweather, la apuesta es de unas treintamil libras; y para usted, Jones, el hombre al quetanto desea echar el guante.

- John Clay, asesino, ladrón, estafador y fal-sificador. Es un hombre joven, señor Merryweather,pero se encuentra ya en la cumbre de su profesión,y tengo más ganas de ponerle las esposas a él quea ningún otro criminal de Londres. Un individuo no-table, este joven John Clay. Es nieto de un duquede sangre real, y ha estudiado en Eton y en Oxford.Su cerebro es tan ágil como sus manos, y aunqueencontramos rastros suyos a cada paso, nuncasabemos dónde encontrarlo a él. Esta semana pue-de reventar una casa en Escocia, y a la siguientepuede estar recaudando fondos para construir unorfanato en Cornualles. Llevo años siguiéndole lapista y jamás he logrado ponerle los ojos encima.

- Espero tener el placer de presentárseloesta noche. Yo también he tenido un par de peque-ños roces con el señor John Clay, y estoy de acuer-do con usted en que se encuentra en la cumbre desu profesión. No obstante, son ya más de las diez, yva siendo hora de que nos pongamos en marcha. Si

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cogen ustedes el primer coche, Watson y yo losseguiremos en el segundo.

Sherlock Holmes no se mostró muy comu-nicativo durante el largo trayecto, y permanecióarrellanado, tarareando las melodías que habíaescuchado por la tarde. Avanzamos traqueteando através de un interminable laberinto de calles ilumi-nadas por farolas de gas, hasta que salimos a Fa-rringdon Street.

- Ya nos vamos acercando - comentó miamigo- . Este Merryweather es director de banco, yel asunto le interesa de manera personal. Y mepareció conveniente que también nos acompañaseJones. No es mal tipo, aunque profesionalmentesea un completo imbécil. Pero posee una virtudpositiva: es valiente como un bulldog y tan tenazcomo una langosta cuando cierra sus garras sobrealguien. Ya hemos llegado, y nos están esperando.

Nos encontrábamos en la misma calle con-currida en la que habíamos estado por la mañana.Despedimos a nuestros coches y, guiados por elseñor Merryweather, nos metimos por un estrechopasadizo y penetramos por una puerta lateral queMerryweather nos abrió. Recorrimos un pequeñopasillo que terminaba en una puerta de hierro muy

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pesada. También ésta se abrió, dejándonos pasar auna escalera de piedra que terminaba en otra puer-ta formidable. El señor Merryweather se detuvo paraencender una linterna y luego nos siguió por unoscuro corredor que olía a tierra, hasta llevarnos,tras abrir una tercera puerta, a una enorme bóvedao sótano, en el que se amontonaban por todas par-tes grandes cajas y cajones.

- No es usted muy vulnerable por arriba -comentó Holmes, levantando la linterna y mirando asu alrededor.

- Ni por abajo - respondió el señor Merry-weather, golpeando con su bastón las losas quepavimentaban el suelo- . Pero... ¡válgame Dios!¡Esto suena a hueco! - exclamó, alzando sorprendi-do la mirada.

- Debo rogarle que no haga tanto ruido - dijoHolmes con tono severo- . Acaba de poner en peli-gro el éxito de nuestra expedición. ¿Puedo pedirleque tenga la bondad de sentarse en uno de esoscajones y no interferir?

El solemne señor Merryweather se instalósobre un cajón, con cara de sentirse muy ofendido,mientras Holmes se arrodillaba en el suelo y, con

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ayuda de la linterna y de una lupa, empezaba aexaminar atentamente las rendijas que había entrelas losas. A los pocos segundos se dio por satisfe-cho, se puso de nuevo en pie y se guardó la lupa enel bolsillo.

- Disponemos por lo menos de una hora -dijo- , porque no pueden hacer nada hasta que elbueno del prestamista se haya ido a la cama. En-tonces no perderán ni un minuto, pues cuanto anteshagan su trabajo, más tiempo tendrán para escapar.Como sin duda habrá adivinado, doctor, nos encon-tramos en el sótano de la sucursal en la City de unode los principales bancos de Londres. El señor Me-rryweather es el presidente del consejo de direccióny le explicará qué razones existen para que los de-lincuentes más atrevidos de Londres se interesentanto en su sótano estos días.

- Es nuestro oro francés - susurró el direc-tor- . Ya hemos tenido varios avisos de que puedenintentar robarlo.

- ¿Su oro francés?

- Sí. Hace unos meses creímos convenientereforzar nuestras reservas y, por este motivo, solici-tamos al Banco de Francia un préstamo de treinta

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mil napoleones de oro. Se ha filtrado la noticia deque no hemos tenido tiempo de desembalar el dine-ro y que éste se encuentra aún en nuestro sótano.El cajón sobre el que estoy sentado contiene dosmil napoleones empaquetados en hojas de plomo.En estos momentos, nuestras reservas de oro sonmucho mayores que lo que se suele guardar en unasola sucursal, y los directores se sienten intranqui-los al respecto.

- Y no les falta razón para ello - comentóHolmes- . Y ahora, es el momento de poner en or-den nuestros planes. Calculo que el movimientoempezará dentro de una hora. Mientras tanto, señorMerryweather, conviene que tapemos la luz de esalinterna.

- ¿Y quedarnos a oscuras?

- Me temo que sí. Traía en el bolsillo unabaraja y había pensado que, puesto que somoscuatro, podría usted jugar su partidita después detodo. Pero, por lo que he visto, los preparativos delenemigo están tan avanzados que no podemosarriesgarnos a tener una luz encendida. Antes quenada, tenemos que tomar posiciones. Esta gente esmuy osada y, aunque los cojamos por sorpresa,podrían hacernos daño si no andamos con cuidado.

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Yo me pondré detrás de este cajón, y ustedesescóndanse detrás de aquéllos. Cuando yo los ilu-mine con la linterna, rodéenlos inmediatamente. Y sidisparan, Watson, no tenga reparos en tumbarlos atiros.

Coloqué el revólver, amartillado, encima dela caja de madera detrás de la que me había aga-zapado. Holmes corrió la pantalla de la linterna sor-da y nos dejó en la más negra oscuridad, la oscuri-dad más absoluta que yo jamás había experimenta-do. Sólo el olor del metal caliente nos recordabaque la luz seguía ahí, preparada para brillar en elinstante preciso. Para mí, que tenía los nervios depunta a causa de la expectación, había algo dedeprimente y ominoso en aquellas súbitas tinieblasy en el aire frío y húmedo de la bóveda.

- Sólo tienen una vía de retirada - susurróHolmes- , que consiste en volver a la casa y salir aSaxe- Coburg Square. Espero que habrá hecho loque le pedí, Jones.

- Tengo un inspector y dos agentes espe-rando delante de la puerta.

- Entonces, hemos tapado todos los aguje-ros. Y ahora, a callar y esperar.

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¡Qué larga me pareció la espera! Compa-rando notas más tarde, resultó que sólo había dura-do una hora y cuarto, pero a mí me parecía que yatenía que haber transcurrido casi toda la noche yque por encima de nosotros debía estar amane-ciendo ya. Tenía los miembros doloridos y agarrota-dos, porque no me atrevía a cambiar de postura,pero mis nervios habían alcanzado el límite máximode tensión, y mi oído se había vuelto tan agudo queno sólo podía oír la suave respiración de mis com-pañeros, sino que distinguía el tono grave y pesadode las inspiraciones del corpulento Jones, de lasnotas suspirantes del director de banco. Desde miposición podía mirar por encima del cajón el piso dela bóveda. De pronto, mis ojos captaron un destellode luz.

Al principio no fue más que una chispita bri-llando sobre el pavimento de piedra. Luego se fuealargando hasta convertirse en una línea amarilla; yentonces, sin previo aviso ni sonido, pareció abrirseuna grieta y apareció una mano, una mano blanca,casi de mujer, que tanteó a su alrededor en el cen-tro de la pequeña zona de luz. Durante un minuto, oquizá más, la mano de dedos inquietos siguió so-bresaliendo del suelo. Luego se retiró tan de golpecomo había aparecido, y todo volvió a oscuras, ex-

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cepto por el débil resplandor que indicaba una ren-dija entre las piedras.

Sin embargo, la desaparición fue momentá-nea. Con un fuerte chasquido, una de las grandeslosas blancas giró sobre uno de sus lados y dejó unhueco cuadrado del que salía proyectada la luz deuna linterna. Por la abertura asomó un rostro juvenily atractivo, que miró atentamente a su alrededor yluego, con una mano a cada lado del hueco, se fueizando, primero hasta los hombros y luego hasta lacintura, hasta apoyar una rodilla en el borde. Uninstante después estaba de pie junto al agujero,ayudando a subir a un compañero, pequeño y ágilcomo él, con cara pálida y una mata de pelo decolor rojo intenso.

- No hay moros en la costa - susurró- .¿Tienes el formón y los sacos? ¡Rayos y truenos!¡Salta, Archie, salta, que me cuelguen sólo a mí!

Sherlock Holmes había saltado sobre el in-truso, agarrándolo por el cuello de la chaqueta. Elotro se zambulló de cabeza en el agujero y pude oírel sonido de la tela rasgada al agarrarlo Jones porlos faldones. Brilló a la luz el cañón de un revólver,pero el látigo de Holmes se abatió sobre la muñeca

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del hombre, y el revólver rebotó con ruido metálicosobre el suelo de piedra.

- Es inútil, John Clay - dijo Holmes suave-mente- . No tiene usted ninguna posibilidad.

- Ya veo - respondió el otro con absolutasangre fría- . Confío en que mi colega esté a salvo,aunque veo que se han quedado ustedes con losfaldones de su chaqueta.

- Hay tres hombres esperándolo en la puer-ta - dijo Holmes.

- ¡Ah, vaya! Parece que no se le escapaningún detalle. Tengo que felicitarle.

- Y yo a usted - respondió Holmes- . Esaidea de los pelirrojos ha sido de lo más original yastuto.

- Pronto volverá usted a ver a su amigo - di-jo Jones- . Es más rápido que yo saltando por agu-jeros. Extienda las manos para que le ponga lasesposas.

- Le ruego que no me toque con sus suciasmanos - dijo el prisionero mientras las esposas secerraban en torno a sus muñecas- . Quizá ignoreusted que por mis venas corre sangre real. Y cuan-

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do se dirija a mí tenga la bondad de decir siempre«señor» y «por favor».

- Perfectamente - dijo Jones, mirándolo fi-jamente y con una risita contenida- . ¿Tendría elseñor la bondad de subir por la escalera para quepodamos tomar un coche en el que llevar a vuestraalteza a la comisaría?

- Así está mejor - dijo John Clay serena-mente. Nos saludó a los tres con una inclinación decabeza y salió tranquilamente, custodiado por elpolicía.

- La verdad, señor Holmes - dijo el señorMerryweather mientras salíamos del sótano trasellos- , no sé cómo podrá el banco agradecerle yrecompensarle por esto. No cabe duda de que hadescubierto y frustrado de la manera más completauno de los intentos de robo a un banco más auda-ces que ha conocido mi experiencia.

- Tenía un par de cuentas pendientes con elseñor John Clay - dijo Holmes- . El asunto me haocasionado algunos pequeños gastos, que esperoque el banco me reembolse, pero aparte de eso meconsidero pagado de sobra con haber tenido unaexperiencia tan extraordinaria en tantos aspectos, y

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con haber oído la increíble historia de la Liga de losPelirrojos.

- Como ve, Watson - explicó Holmes a pri-meras horas de la mañana, mientras tomábamos unvaso de whisky con soda en Baker Street- , desdeun principio estaba perfectamente claro que el únicoobjeto posible de esta fantástica maquinación delanuncio de la Liga y el copiar la Enciclopedia eraquitar de en medio durante unas cuantas horas aldía a nuestro no demasiado brillante prestamista.Para conseguirlo, recurrieron a un procedimientobastante extravagante, pero la verdad es que seríadifícil encontrar otro mejor. Sin duda, fue el color delpelo de su cómplice lo que inspiró la idea al inge-nioso cerebro de Clay. Las cuatro libras a la sema-na eran un cebo que no podía dejar de atraerlo, ¿yqué significaba esa cantidad para ellos, que anda-ban metidos en una jugada de varios miles? Ponenel anuncio; uno de los granujas alquila temporal-mente la oficina, el otro incita al prestamista a quese presente, y juntos se las arreglan para que estéausente todas las mañanas. Desde el momento enque oí que ese empleado trabajaba por medio sala-rio, comprendí que tenía algún motivo muy podero-so para ocupar aquel puesto. - Pero ¿cómo pudoadivinar cuál era ese motivo?

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- De haber habido mujeres en la casa, habr-ía sospechado una intriga más vulgar. Sin embargo,eso quedaba descartado. El negocio del prestamistaera modesto, y en su casa no había nada que pu-diera justificar unos preparativos tan complicados yunos gastos como los que estaban haciendo. Portanto, tenía que tratarse de algo que estaba fuerade la casa. ¿Qué podía ser? Pensé en la afición delempleado a la fotografía, y en su manía de desapa-recer en el sótano. ¡El sótano! Allí estaba el extremode este enmarañado ovillo. Entonces hice algunasaveriguaciones acerca de este misterioso emplea-do, y descubrí que tenía que habérmelas con unode los delincuentes más calculadores y audaces deLondres. Algo estaba haciendo en el sótano... algoque le ocupaba varias horas al día durante meses ymeses. ¿Qué podía ser?, repito. Lo único que seme ocurrió es que estaba excavando un túnel haciaalgún otro edificio.

»Hasta aquí había llegado cuando fuimos avisitar el escenario de los hechos. A usted le sor-prendió el que yo golpeara el pavimento con elbastón. Estaba comprobando si el sótano se ex-tendía hacia delante o hacia detrás de la casa. Noestaba por delante. Entonces llamé a la puerta y, talcomo había esperado, abrió el empleado. Habíamos

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tenido alguna que otra escaramuza, pero nunca noshabíamos visto el uno al otro. Yo apenas le miré lacara; lo que me interesaba eran sus rodillas. Hastausted se habrá fijado en lo sucias, arrugadas y gas-tadas que estaban. Eso demostraba las muchashoras que había pasado excavando. Sólo quedabapor averiguar para qué excavaban. Al doblar la es-quina y ver el edificio del City and Suburban Bankpegado espalda con espalda al local de nuestroamigo, consideré resuelto el problema. Mientrasusted volvía a su casa después del concierto, yohice una visita a Scodand Yard y otra al director delbanco, con el resultado que ha podido usted ver.

- ¿Y cómo pudo saber que intentarían dar elgolpe esta noche? - pregunté.

- Bueno, el que clausuraran la Liga era se-ñal de que ya no les preocupaba la presencia delseñor Jabez Wilson; en otras palabras, tenían yaterminado el túnel. Pero era esencial que lo utiliza-ran en seguida, antes de que lo descubrieran o deque trasladaran el oro a otra parte. El sábado era eldía más adecuado, puesto que les dejaría dos díaspara escapar. Por todas estas razones, esperabaque vinieran esta noche.

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- Lo ha razonado todo maravillosamente -exclamé sin disimular mi admiración- . Una cadenatan larga y, sin embargo, cada uno de sus eslabo-nes suena a verdad.

- Me salvó del aburrimiento - respondió,bostezando- . ¡Ay, ya lo siento abatirse de nuevosobre mí! Mi vida se consume en un prolongadoesfuerzo por escapar de las vulgaridades de la exis-tencia. Estos pequeños problemas me ayudan aconseguirlo.

- Y además, en beneficio de la raza humana- añadí yo. Holmes se encogió de hombros.

- Bueno, es posible que, a fin de cuentas,tenga alguna pequeña utilidad - comentó- .L'homme c'est ríen, l'oeuvre c'est tout, como le es-cribió Gustave Flaubert a George Sand.

3. Un caso de identidad

- Querido amigo - dijo Sherlock Holmesmientras nos sentamos a uno y otro lado de la chi-menea en sus aposentos de Baker Street- . La vidaes infinitamente más extraña que cualquier cosaque pueda inventar la mente humana. No nos atre-veríamos a imaginar ciertas cosas que en realidadson de lo más corriente. Si pudiéramos salir volando

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por esa ventana, cogidos de la mano, sobrevolaresta gran ciudad, levantar con cuidado los tejados yespiar todas las cosas raras que pasan, las extra-ñas coincidencias, las intrigas, los engaños, losprodigiosos encadenamientos de circunstancias quese extienden de generación en generación y acabanconduciendo a los resultados más extravagantes,nos parecería que las historias de ficción, con susconvencionalismos y sus conclusiones sabidas deantemano, son algo trasnochado e insípido.

- Pues yo no estoy convencido de eso - re-pliqué- . Los casos que salen a la luz en los periódi-cos son, como regla general, bastante prosaicos yvulgares. En los informes de la policía podemos verel realismo llevado a sus últimos límites y, sin em-bargo, debemos confesar que el resultado no tienenada de fascinante ni de artístico.

- Para lograr un efecto realista es precisoejercer una cierta selección y discreción - contestóHolmes- . Esto se echa de menos en los informespoliciales, donde se tiende a poner más énfasis enlas perogrulladas del magistrado que en los deta-lles, que para una persona observadora encierrantoda la esencia vital del caso. Puede creerme, no

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existe nada tan antinatural como lo absolutamentevulgar.

Sonreí y negué con la cabeza.

- Entiendo perfectamente que piense ustedasí - dije- . Por supuesto, dada su posición de ase-sor extraoficial, que presta ayuda a todo el que seencuentre absolutamente desconcertado, en toda laextensión de tres continentes, entra usted en con-tacto con todo lo extraño y fantástico. Pero veamos- recogí del suelo el periódico de la mañana- , va-mos a hacer un experimento práctico. El primertitular con el que me encuentro es: «Crueldad de unmarido con su mujer». Hay media columna de texto,pero sin necesidad de leerlo ya sé que todo me va aresultar familiar. Tenemos, naturalmente, a la otramujer, la bebida, el insulto, la bofetada, las lesiones,la hermana o casera comprensiva. Ni el másramplón de los escritores podría haber inventadoalgo tan ramplón.

- Pues resulta que ha escogido un ejemploque no favorece nada a su argumentación - dijoHolmes, tomando el periódico y echándole un vista-zo- . Se trata del proceso de separación de losDundas, y da la casualidad de que yo intervine en elesclarecimiento de algunos pequeños detalles rela-

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cionados con el caso. El marido era abstemio, noexistía otra mujer, y el comportamiento del que sequejaba la esposa consistía en que el marido habíaadquirido la costumbre de rematar todas las comi-das quitándose la dentadura postiza y arrojándoselaa su esposa, lo cual, estará usted de acuerdo, no esla clase de acto que se le suele ocurrir a un novelis-ta corriente. Tome una pizca de rapé, doctor, y re-conozca que me he apuntado un tanto con esteejemplo suyo.

Me alargó una cajita de rapé de oro viejo,con una gran amatista en el centro de la tapa. Suesplendor contrastaba de tal modo con las costum-bres hogareñas y la vida sencilla de Holmes que nopude evitar un comentario.

- ¡Ah! - dijo- . Olvidaba que llevamos variassemanas sin vernos. Es un pequeño recuerdo delrey de Bohemia, como pago por mi ayuda en elcaso de los documentos de Irene Adler.

- ¿Y el anillo? - pregunté, mirando un pre-cioso brillante que refulgía sobre su dedo.

- Es de la familia real de Holanda, pero elasunto en el que presté mis servicios era tan delica-do que no puedo confiárselo ni siquiera a usted,

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benévolo cronista de uno o dos de mis pequeñosmisterios.

- ¿Y ahora tiene entre manos algún caso? -pregunté interesado.

- Diez o doce, pero ninguno presenta aspec-tos de interés. Ya me entiende, son importantes,pero sin ser interesantes. Precisamente he descu-bierto que, por lo general, en los asuntos menosimportantes hay mucho más campo para la obser-vación y para el rápido análisis de causas y efectos,que es lo que da su encanto a las investigaciones.Los delitos más importantes suelen tender a sersencillos, porque cuanto más grande es el crimen,más evidentes son, como regla general, los motivos.En estos casos, y exceptuando un asunto bastanteenrevesado que me han mandado de Marsella, nohay nada que presente interés alguno. Sin embargo,es posible que me llegue algo mejor antes de quepasen muchos minutos porque, o mucho me equi-voco, o ésa es una cliente.

Se había levantado de su asiento y estabade pie entre las cortinas separadas, observando lagris y monótona calle londinense. Mirando por en-cima de su hombro, vi en la acera de enfrente a unamujer grandota, con una gruesa boa de piel alrede-

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dor del cuello, y una gran pluma roja ondulada enun sombrero de ala ancha que llevaba inclinadosobre la oreja, a la manera coquetona de la duque-sa de Devonshire. Bajo esta especie de palio, lamujer miraba hacia nuestra ventana, con aire denerviosismo y de duda, mientras su cuerpo oscilabade delante a atrás y sus dedos jugueteaban con losbotones de sus guantes. De pronto, con un arran-que parecido al del nadador que se tira al agua,cruzó presurosa la calle y oímos el fuerte repicar dela campanilla.

- Conozco bien esos síntomas - dijo Hol-mes, tirando su cigarrillo a la chimenea- . La oscila-ción en la acera significa siempre un affaire du co-eur. Necesita consejo, pero no está segura de queel asunto no sea demasiado delicado como paraconfiárselo a otro. No obstante, hasta en esto po-demos hacer distinciones. Cuando una mujer hasido gravemente perjudicada por un hombre, ya nooscila, y el síntoma habitual es un cordón de cam-panilla roto. En este caso, podemos dar por supues-to que se trata de un asunto de amor, pero la don-cella no está verdaderamente indignada, sino másbien perpleja o dolida. Pero aquí llega en personapara sacarnos de dudas.

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No había acabado de hablar cuando sonóun golpe en la puerta y entró un botones anuncian-do a la señorita Mary Sutherland, mientras la damamencionada se cernía sobre su pequeña figuranegra como un barco mercante, con todas sus velasdesplegadas, detrás de una barquichuela. SherlockHolmes la acogió con la espontánea cortesía que lecaracterizaba y, después de cerrar la puerta e indi-carle con un gesto que se sentara en una butaca, laexaminó de aquella manera minuciosa y a la vezabstraída, tan peculiar en él.

- ¿No le parece - dijo- que siendo corta devista es un poco molesto escribir tanto a máquina?

- Al principio, sí - respondió ella- , pero aho-ra ya sé dónde están las letras sin necesidad demirar.

Entonces, dándose cuenta de pronto de to-do el alcance de las palabras de Holmes, se estre-meció violentamente y levantó la mirada, con elmiedo y el asombro pintados en su rostro amplio yamigable.

- ¡Usted ha oído hablar de mí, señor Hol-mes! - exclamó- . ¿Cómo, si no, podría usted sabereso?

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- No le dé importancia - dijo Holmes, echán-dose a reír. Saber cosas es mi oficio. Es muy posi-ble que me haya entrenado para ver cosas que losdemás pasan por alto. De no ser así, ¿por qué ibausted a venir a consultarme?

- He acudido a usted, señor, porque mehabló de usted la señora Etherege, a cuyo maridolocalizó usted con tanta facilidad cuando la policía ytodo el mundo le habían dado ya por muerto. ¡Oh,señor Holmes, ojalá pueda usted hacer lo mismopor mí! No soy rica, pero dispongo de una renta decien libras al año, más lo poco que saco con lamáquina, y lo daría todo por saber qué ha sido delseñor Hosmer Angel.

- ¿Por qué ha venido a consultarme contantas prisas? - preguntó Sherlock Holmes, juntandolas puntas de los dedos y con los ojos fijos en eltecho.

De nuevo, una expresión de sobresalto cu-brió el rostro algo inexpresivo de la señorita MarySutherland.

- Sí, salí de casa disparada - dijo- porqueme puso furiosa ver con qué tranquilidad se lo to-maba todo el señor Windibank, es decir, mi padre.

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No quiso acudir a la policía, no quiso acudir a usted,y por fin, en vista de que no quería hacer nada yseguía diciendo que no había pasado nada, meenfurecí y me vine derecha a verle con lo que teníapuesto en aquel momento.

- ¿Su padre? - dijo Holmes- . Sin duda,querrá usted decir su padrastro, puesto que el ape-llido es diferente.

- Sí, mi padrastro. Le llamo padre, aunquela verdad es que suena raro, porque sólo tiene cincoaños y dos meses más que yo.

- ¿Vive su madre?

- Oh, sí, mamá está perfectamente. Verá,señor Holmes, no me hizo demasiada gracia que sevolviera a casar tan pronto, después de morir papá,y con un hombre casi quince años más joven queella. Papá era fontanero en Tottenham

Court Road, y al morir dejó un negocio muypróspero, que mi madre siguió manejando con ayu-da del señor Hardy, el capataz; pero cuando apare-ció el señor Windibank, la convenció de que vendie-ra el negocio, pues el suyo era mucho mejor: tratan-te de vinos.

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»Sacaron cuatro mil setecientas libras por eltraspaso y los intereses, mucho menos de lo quehabría conseguido sacar papá de haber estado vivo.

Yo había esperado que Sherlock Holmesdiera muestras de impaciencia ante aquel relatointrascendente e incoherente, pero vi que, por elcontrario, escuchaba con absoluta concentración.

- Esos pequeños ingresos suyos - preguntó-, ¿proceden del negocio en cuestión?

- Oh, no señor, es algo aparte, un legado demi tío Ned, el de Auckland. Son valores neozelan-deses que rinden un cuatro y medio por ciento. Elcapital es de dos mil quinientas libras, pero yo sólopuedo cobrar los intereses.

- Eso es sumamente interesante - dijo Hol-mes- . Disponiendo de una suma tan elevada comoson cien libras al año, más el pico que usted gana,no me cabe duda de que viajará usted mucho y seconcederá toda clase de caprichos. En mi opinión,una mujer soltera puede darse la gran vida conunos ingresos de sesenta libras.

- Yo podría vivir con muchísimo menos, se-ñor Holmes, pero comprenderá usted que mientrassiga en casa no quiero ser una carga para ellos, así

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que mientras vivamos juntos son ellos los que ad-ministran el dinero. Por supuesto, eso es sólo por elmomento. El señor Windibank cobra mis interesescada trimestre, le da el dinero a mi madre, y yo melas apaño bastante bien con lo que gano escribien-do a máquina. Saco dos peniques por folio, y haymuchos días en que escribo quince o veinte folios.

- Ha expuesto usted su situación con todaclaridad - dijo Holmes- . Le presento a mi amigo eldoctor Watson, ante el cual puede usted hablar contanta libertad como ante mí mismo. Ahora, le ruegoque nos explique todo lo referente a su relación conel señor Hosmer Angel.

El rubor se apoderó del rostro de la señoritaSutherland, que empezó a pellizcar nerviosamenteel borde de su chaqueta.

- Le conocí en el baile de los instaladoresdel gas - dijo- . Cuando vivía papá, siempre le en-viaban invitaciones, y después se siguieron acor-dando de nosotros y se las mandaron a mamá. Elseñor Windibank no quería que fuéramos. Nunca haquerido que vayamos a ninguna parte. Se poníacomo loco con que yo quisiera ir a una fiesta de laescuela dominical. Pero esta vez yo estaba decididaa ir, y nada me lo iba a impedir. ¿Qué derecho tenía

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él a impedírmelo? Dijo que aquella gente no eraadecuada para nosotras, cuando iban a estar pre-sentes todos los amigos de mi padre. Y dijo que yono tenía un vestido adecuado, cuando tenía unovioleta precioso, que prácticamente no había saca-do del armario. Al final, viendo que todo era en va-no, se marchó a Francia por asuntos de su negocio,pero mamá y yo fuimos al baile con el señor Hardy,nuestro antiguo capataz, y allí fue donde conocí alseñor Hosmer Angel.

- Supongo - dijo Holmes- que cuando el se-ñor Windibank regresó de Francia, se tomaría muya mal que ustedes dos hubieran ido al baile.

- Bueno, pues se lo tomó bastante bien. Re-cuerdo que se echó a reír, se encogió de hombros ydijo que era inútil negarle algo a una mujer, porqueésta siempre se sale con la suya.

- Ya veo. Y en el baile de los instaladoresdel gas conoció usted a un caballero llamado Hos-mer Angel, según tengo entendido.

- Así es. Le conocí aquella noche y al díasiguiente nos visitó para preguntar si habíamosregresado a casa sin contratiempos, y después levimos... es decir, señor Holmes, le vi yo dos veces,

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que salimos de paseo, pero luego volvió mi padre yel señor Hosmer Angel ya no vino más por casa.

- ¿No?

- Bueno, ya sabe, a mi padre no le gustannada esas cosas. Si de él dependiera, no recibiríaninguna visita, y siempre dice que una mujer debesentirse feliz en su propio círculo familiar. Pero porotra parte, como le decía yo a mi madre, para esose necesita tener un círculo propio, y yo todavía notenía el mío.

- ¿Y qué fue del señor Hosmer Angel? ¿Nohizo ningún intento de verla?

- Bueno, mi padre tenía que volver a Fran-cia una semana después y Hosmer escribió dicien-do que sería mejor y más seguro que no nos viéra-mos hasta que se hubiera marchado. Mientras tan-to, podíamos escribirnos, y de hecho me escribíatodos los días. Yo recogía las cartas por la mañana,y así mi padre no se enteraba.

- ¿Para entonces ya se había comprometidousted con ese caballero?

- Oh, sí, señor Holmes. Nos prometimosdespués del primer paseo que dimos juntos. Hos-

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mer.. el señor Angel... era cajero en una oficina deLeadenhall Street... y...

- ¿Qué oficina?

- Eso es lo peor, señor Holmes, que no losé.

- ¿Y dónde vivía?

- Dormía en el mismo local de las oficinas.

- ¿Y no conoce la dirección?

- No... sólo que estaban en LeadenhallStreet.

- Entonces, ¿adónde le dirigía las cartas?

- A la oficina de correos de Leadenhall Stre-et, donde él las recogía. Decía que si las mandabaa la oficina, todos los demás empleados le gastaríanbromas por cartearse con una dama, así que meofrecí a escribirlas a máquina, como hacía él con lassuyas, pero se negó, diciendo que si yo las escribíase notaba que venían de mí, pero si estaban escri-tas a máquina siempre sentía que la máquina seinterponía entre nosotros. Esto le demostrará lomucho que me quería, señor Holmes, y cómo sefijaba en los pequeños detalles.

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- Resulta de lo más sugerente - dijo Hol-mes- . Siempre he sostenido el axioma de que lospequeños detalles son, con mucho, lo más impor-tante. ¿Podría recordar algún otro pequeño detalleacerca del señor Hosmer Angel?

- Era un hombre muy tímido, señor Holmes.Prefería salir a pasear conmigo de noche y no a laluz del día, porque decía que no le gustaba llamar laatención. Era muy retraído y caballeroso. Hasta suvoz era suave. De joven, según me dijo, había sufri-do anginas e inflamación de las amígdalas, y eso lehabía dejado la garganta débil y una forma dehablar vacilante y como susurrante. Siempre ibabien vestido, muy pulcro y discreto, pero padecía dela vista, lo mismo que yo, y usaba gafas oscuraspara protegerse de la luz fuerte.

- Bien, ¿y qué sucedió cuando su padrastro,el señor Windibank, volvió a marcharse a Francia?

- El señor Hosmer Angel vino otra vez a ca-sa y propuso que nos casáramos antes de que re-gresara mi padre. Se mostró muy ansioso y me hizojurar, con las manos sobre los Evangelios, que,ocurriera lo que ocurriera, siempre le sería fiel. Mimadre dijo que tenía derecho a pedirme aquel jura-mento, y que aquello era una muestra de su pasión.

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Desde un principio, mi madre estuvo de su parte eincluso parecía apreciarle más que yo misma.Cuando se pusieron a hablar de casarnos aquellamisma semana, yo pregunté qué opinaría mi padre,pero ellos me dijeron que no me preocupara por mipadre, que ya se lo diríamos luego, y mamá dijo queella lo arreglaría todo. Aquello no me gustó mucho,señor Holmes. Resultaba algo raro tener que pedirsu autorización, no siendo más que unos pocosaños mayor que yo, pero no quería hacer nada aescondidas, así que escribí a mi padre a Burdeos,donde su empresa tenía sus oficinas en Francia,pero la carta me fue devuelta la mañana misma dela boda.

- ¿Así que él no la recibió?

- Así es, porque había partido para Inglate-rra justo antes de que llegara la carta.

- ¡Ajá! ¡Una verdadera lástima! De maneraque su boda quedó fijada para el viernes. ¿Iba a seren la iglesia?

- Sí, señor, pero en privado. Nos casaría-mos en San Salvador, cerca de King's Cross, y lue-go desayunaríamos en el hotel St. Pancras. Hosmervino a buscarnos en un coche, pero como sólo hab-

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ía sitio para dos, nos metió a nosotras y él cogióotro cerrado, que parecía ser el único coche dealquiler en toda la calle. Llegamos las primeras a laiglesia, y cuando se detuvo su coche esperamosverle bajar, pero no bajó. Y cuando el cochero sebajó del pescante y miró al interior, allí no habíanadie. El cochero dijo que no tenía la menor idea delo que había sido de él, habiéndolo visto con suspropios ojos subir al coche. Esto sucedió el viernespasado, señor Holmes, y desde entonces no hevisto ni oído nada que arroje alguna luz sobre suparadero.

- Me parece que la han tratado a usted deun modo vergonzoso - dijo Holmes.

- ¡Oh, no señor! Era demasiado bueno yconsiderado como para abandonarme así. Durantetoda la mañana no paró de insistir en que, pasara loque pasara, yo tenía que serle fiel, y que si algúnimprevisto nos separaba, yo tenía que recordarsiempre que estaba comprometida con él, y quetarde o temprano él vendría a reclamar sus dere-chos. Parece raro hablar de estas cosas en la ma-ñana de tu boda, pero lo que después ocurrió haceque cobre sentido.

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- Desde luego que sí. Según eso, usted opi-na que le ha ocurrido alguna catástrofe imprevista.

- Sí, señor. Creo que él temía algún peligro,pues de lo contrario no habría hablado así. Y creoque lo que él temía sucedió.

- Pero no tiene idea de lo que puede habersido.

- Ni la menor idea.

- Una pregunta más: ¿Cómo se lo tomó sumadre?

- Se puso furiosa y dijo que yo no debía vol-ver a hablar jamás del asunto.

- ¿Y su padre? ¿Se lo contó usted?

- Sí, y parecía pensar, lo mismo que yo, quealgo había ocurrido y que volvería a tener noticiasde Hosmer. Según él, ¿para qué iba nadie a llevar-me hasta la puerta de la iglesia y luego abandonar-me? Si me hubiera pedido dinero prestado o si sehubiera casado conmigo y hubiera puesto mi dineroa su nombre, podría existir un motivo; pero Hosmerera muy independiente en cuestiones de dinero yjamás tocaría un solo chelín mío. Pero entonces,¿qué había ocurrido? ¿Y por qué no escribía? ¡Oh,

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me vuelve loca pensar en ello! No pego ojo por lasnoches.

Sacó de su manguito un pañuelo y empezóa sollozar ruidosamente en él.

- Examinaré el caso por usted - dijo Holmes,levantándose- , y estoy seguro de que llegaremos aalgún resultado concreto. Deje en mis manos elasunto y no se siga devanando la mente con él. Ypor encima de todo, procure que el señor HosmerAngel se desvanezca de su memoria, como se hadesvanecido de su vida.

- Entonces, ¿cree usted que no lo volveré aver?

- Me temo que no.

- Pero ¿qué le ha ocurrido, entonces?

- Deje el asunto en mis manos. Me gustaríadisponer de una buena descripción de él, así comode cuantas cartas suyas pueda usted proporcionar-me.

- Puse un anuncio pidiendo noticias suyasen el Chronicle del sábado pasado - dijo ella- . Aquíestá el recorte, y aquí tiene cuatro cartas suyas.

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- Gracias. ¿Y la dirección de usted?

- Lyon Place 31, Camberwell.

- Por lo que he oído, la dirección del señorAngel no la supo nunca. ¿Dónde está la empresade su padre?

- Es viajante de Westhouse & Marbank, losgrandes importadores de clarete de FenchurchStreet.

- Gracias. Ha expuesto usted el caso conmucha claridad. Deje aquí los papeles, y acuérdesedel consejo que le he dado. Considere todo el inci-dente como un libro cerrado y no deje que afecte asu vida.

- Es usted muy amable, señor Holmes, perono puedo hacer eso. Seré fiel a Hosmer. Me encon-trará esperándole cuando vuelva.

A pesar de su ridículo sombrero y de su ros-tro inexpresivo, había un algo de nobleza que im-ponía respeto en la sencilla fe de nuestra visitante.Dejó sobre la mesa su montoncito de papeles y semarchó prometiendo acudir en cuanto la llamára-mos.

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Sherlock Holmes permaneció sentado y ensilencio durante unos cuantos minutos, con las pun-tas de los dedos juntas, las piernas estiradas haciaadelante y la mirada fija en el techo. Luego tomó delestante la vieja y grasienta pipa que le servía deconsejera y, después de encenderla, se recostó ensu butaca, emitiendo densas espirales de humoazulado, con una expresión de infinita languidez enel rostro.

- Interesante personaje, esa muchacha -comentó- . Me ha parecido más interesante ella quesu pequeño problema que, dicho sea de paso, es delo más vulgar. Si consulta usted mi índice, encon-trará casos similares en Andover, año 77, y otrobastante parecido en La Haya el año pasado.

- Parece que ha visto en ella muchas cosasque para mí eran invisibles - le hice notar.

- Invisibles no, Watson, inadvertidas. Nosabía usted dónde mirar y se le pasó por alto todo loimportante. No consigo convencerle de la importan-cia de las mangas, de lo sugerentes que son lasuñas de los pulgares, de los graves asuntos quependen de un cordón de zapato. Veamos, ¿quédedujo usted del aspecto de esa mujer? Descríbala.

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- Pues bien, llevaba un sombrero de paja deala ancha y de color pizarra, con una pluma rojoladrillo. Chaqueta negra, con abalorios negros y unaorla de cuentas de azabache. Vestido marrón, bas-tante más oscuro que el café, con terciopelo moradoen el cuello y los puños. Guantes tirando a grises,con el dedo índice de la mano derecha muy desgas-tado. En los zapatos no me fijé. Llevaba pendientesde oro, pequeños y redondos, y en general teníaaspecto de persona bastante bien acomodada, conun estilo de vida vulgar, cómodo y sin preocupacio-nes.

Sherlock Holmes aplaudió suavemente yemitió una risita.

- ¡Por mi vida, Watson, está usted haciendomaravillosos progresos! Lo ha hecho muy bien, deverdad. Claro que se le ha escapado todo lo impor-tante, pero ha dado usted con el método y tienebuena vista para los colores. No se fíe nunca de lasimpresiones generales, muchacho, concéntrese enlos detalles. Lo primero que miro en una mujer sonsiempre las mangas. En un hombre, probablemente,es mejor fijarse antes en las rodilleras de los panta-lones. Como bien ha dicho usted, esta mujer teníaterciopelo en las mangas, un material sumamente

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útil para descubrir rastros. La doble línea justo porencima de las muñecas, donde la mecanógrafa seapoya en la mesa, estaba perfectamente definida.Una máquina de coser del tipo manual deja unamarca semejante, pero sólo en la manga izquierda yen el lado más alejado del pulgar, en vez de cruzarla manga de parte a parte, como en este caso. Lue-go le miré la cara y, advirtiendo las marcas de unasgafas a ambos lados de su nariz, aventuré aquelcomentario acerca de escribir a máquina siendocorta de vista, que tanto pareció sorprenderla.

- También me sorprendió a mí.

- Pues resultaba bien evidente. A continua-ción, miré hacia abajo y quedé muy sorprendido einteresado al observar que, aunque sus zapatos separecían mucho, en realidad estaban desparejados:uno tenía un pequeño adorno en la punta y el otroera de punta lisa. Y de los cinco botones de cadazapato, uno tenía abrochados sólo los dos de abajo,y el otro el primero, el tercero y el quinto. Ahorabien, cuando ve usted que una joven, por lo demásimpecablemente vestida, ha salido de su casa conlos zapatos desparejados y a medio abotonar, notiene nada de extraordinario deducir que salió atoda prisa.

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- ¿Y qué más? - pregunté vivamente intere-sado, como siempre, por los incisivos razonamien-tos de mi amigo.

- Advertí, de pasada, que antes de salir decasa, pero después de haberse vestido del todo,había escrito una nota. Usted ha observado que elguante derecho tenía roto el dedo índice, pero no sefijó en que tanto el guante como el dedo estabanmanchados de tinta violeta. Había escrito con prisasy metió demasiado la pluma en el tintero. Ha tenidoque ser esta mañana, pues de no ser así la manchano estaría tan clara en el dedo. Todo esto resultaentretenido, aunque bastante elemental, pero hayque ponerse a la faena, Watson. ¿Le importaríaleerme la descripción del señor Hosmer Angel quese da en el anuncio?

Levanté a la luz el pequeño recorte impreso.«Desaparecido, en la mañana del día 14, un caba-llero llamado Hosmer Angel. Estatura, unos cincopies y siete pulgadas; complexión fuerte, piel ateza-da, cabello negro con una pequeña calva en el cen-tro, patillas largas y bigote negro; gafas oscuras,ligero defecto en el habla. La última vez que se levio vestía levita negra con solapas de seda, chaleconegro con una cadena de oro y pantalones grises

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de paño, con polainas marrones sobre botines deelástico. Se sabe que ha trabajado en una oficina deLeadenhall Street. Quien pueda aportar noticias,etc., etc.»

- Con eso basta - dijo Holmes- . En cuanto alas cartas... - continuó, echándolas un vistazo- sonde lo más vulgar. No hay en ellas ninguna pista delseñor Angel, salvo que cita una vez a Balzac. Sinembargo, presentan un aspecto muy notable, quesin duda le llamará la atención.

- Que están escritas a máquina - dije yo.

- No sólo eso, hasta la firma está a máqui-na. Fíjese en el pequeño y pulcro «Hosmer Angel»escrito al pie. Y, como verá, hay fecha pero no di-rección completa, sólo «Leadenhall Street», que esalgo muy inconcreto. Lo de la firma resulta muysugerente... casi podría decirse que concluyente.

- ¿De qué?

- Querido amigo, ¿es posible que no vea laimportancia que esto tiene en el caso?

- Mentiría si dijera que la veo, a no ser quelo hiciera para poder negar que la firma era suya, en

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caso de que se le demandara por ruptura de com-promiso.

- No, no se trata de eso. Sin embargo, voy aescribir dos cartas que dejarán zanjado el asunto.Una, para una firma de la City; y la otra, al padrastrode la joven, el señor Windibank, pidiéndole quevenga a visitarnos mañana a las seis de la tarde. Yaes hora de que tratemos con los varones de la fami-lia. Y ahora, doctor, no hay nada que hacer hastaque lleguen las respuestas a las cartas, así quepodemos desentendernos del problemilla por elmomento.

Tenía tantas razones para confiar en laspenetrantes dotes deductivas y en la extraordinariaenergía de mi amigo, que supuse que debía existiruna base sólida para la tranquila y segura desenvol-tura con que trataba el singular misterio que se lehabía llamado a sondear. Sólo una vez le habíavisto fracasar, en el caso del rey de Bohemia y lafotografía de Irene Adler, pero si me ponía a pensaren el misterioso enredo de El signo de los Cuatro oen las extraordinarias circunstancias que concurríanen el Estudio en escarlata, me sentía convencido deque no había misterio tan complicado que él nopudiera resolver.

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Lo dejé, pues, todavía chupando su pipa dearcilla negra, con el convencimiento de que, cuandovolviera por allí al día siguiente, encontraría ya ensus manos todas las pistas que conducirían a laidentificación del desaparecido novio de la señoritaMary Sutherland.

Un caso profesional de extrema gravedadocupaba por entonces mi atención, y pasé todo eldía siguiente a la cabecera del enfermo. Eran yacasi las seis cuando quedé libre y pude saltar a uncoche que me llevara a Baker Street, con ciertomiedo de llegar demasiado tarde para asistir al des-enlace del pequeño misterio. Sin embargo, encontréa Sherlock Holmes solo, medio dormido, con sularga y delgada figura enroscada en los recovecosde su sillón. Un formidable despliegue de frascos ytubos de ensayo, más el olor picante e inconfundibledel ácido clorhídrico, me indicaban que había pasa-do el día entregado a los experimentos químicosque tanto le gustaban.

- Qué, ¿lo resolvió usted? - pregunté al en-trar.

- Sí, era el bisulfato de bario.

- ¡No, no! ¡El misterio! - exclamé.

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- ¡Ah, eso! Creía que se refería a la sal conla que he estado trabajando. No hay misterio algunoen este asunto, como ya le dije ayer, aunque tienealgunos detalles interesantes. El único inconvenien-te es que me temo que no existe ninguna ley quepueda castigar a este granuja.

- Pues, ¿de quién se trata? ¿Y qué se pro-ponía al abandonar a la señorita Sutherland?

Apenas había salido la pregunta de mi bocay Holmes aún no había abierto los labios para res-ponder, cuando oímos fuertes pisadas en el pasilloy unos golpes en la puerta.

- Aquí está el padrastro de la chica, el señorJames Windibank - dijo Holmes- . Me escribió di-ciéndome que vendría a las seis. ¡Adelante!

El hombre que entró era corpulento, de es-tatura media, de unos treinta años de edad, bienafeitado y de piel cetrina, con modales melosos einsinuantes y un par de ojos grises extraordinaria-mente agudos y penetrantes. Dirigió una miradainquisitiva a cada uno de nosotros, depositó su relu-ciente chistera sobre un aparador y, con una ligerainclinación, se sentó en la silla más próxima.

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- Buenas tardes, señor James Windibank -dijo Holmes- . Creo que es usted quien me ha en-viado esta carta mecanografiada, citándose conmi-go a las seis.

- Sí, señor. Me temo que llego un poco tar-de, pero no soy dueño de mi tiempo, como ustedcomprenderá. Lamento mucho que la señorita Sut-herland le haya molestado con este asunto, porquecreo que es mucho mejor no lavar en público lostrapos sucios. Vino en contra de mis deseos, peroes que se trata de una muchacha muy excitable eimpulsiva, como ya habrá notado, y no es fácil con-trolarla cuando se le ha metido algo en la cabeza.Naturalmente, no me importa tanto tratándose deusted, que no tiene nada que ver con la policía ofi-cial, pero no es agradable que se comente fuera decasa una desgracia familiar como ésta. Además, setrata de un gasto inútil, porque, ¿cómo iba usted apoder encontrar a ese Hosmer Angel?

- Por el contrario - dijo Holmes tranquila-mente- , tengo toda clase de razones para creer quelograré encontrar al señor Hosmer Angel.

El señor Windibank tuvo un violento sobre-salto y se le cayeron los guantes.

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- Me alegra mucho oír eso - dijo.

- Es muy curioso - comentó Holmes- queuna máquina de escribir tenga tanta individualidadcomo lo que se escribe a mano. A menos que seancompletamente nuevas, no hay dos máquinas queescriban igual. Algunas letras se gastan más queotras, y algunas se gastan sólo por un lado. Porejemplo, señor Windibank, como puede ver en estanota suya, la «e» siempre queda borrosa y hay unpequeño defecto en el rabillo de la «r». Existenotras catorce características, pero éstas son lasmás evidentes.

- Con esta máquina escribimos toda la co-rrespondencia

en la oficina, y es lógico que esté un pocogastada - dijo nuestro visitante, mirando fijamente aHolmes con sus ojillos brillantes.

- Y ahora le voy a enseñar algo que consti-tuye un estudio verdaderamente interesante, señorWindibank - continuó Holmes- . Uno de estos díaspienso escribir otra pequeña monografía acerca dela máquina de escribir y su relación con el crimen.Es un tema al que he dedicado cierta atención. Aquítengo cuatro cartas presuntamente remitidas por el

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desaparecido. Todas están escritas a máquina. Entodos los casos, no sólo las «es» están borrosas ylas «erres» no tienen rabillo, sino que podrá ustedobservar, si mira con mi lupa, que también aparecenlas otras catorce características de las que le habla-ba antes.

El señor Windibank saltó de su silla y reco-gió su sombrero.

- No puedo perder el tiempo hablando defantasías, señor Holmes - dijo- . Si puede coger alhombre, cójalo, y hágamelo saber cuando lo tenga.

- Desde luego - dijo Holmes, poniéndose enpie y cerrando la puerta con llave- . En tal caso, lehago saber que ya lo he cogido.

- ¿Cómo? ¿Dónde? - exclamó el señorWindibank, palideciendo hasta los labios y mirandoa su alrededor como una rata cogida en una trampa.

- Vamos, eso no le servirá de nada, de ver-dad que no - dijo Holmes con suavidad- . No podrálibrarse de ésta, señor Windibank. Es todo dema-siado transparente y no me hizo usted ningún cum-plido al decir que me resultaría imposible resolverun asunto tan sencillo. Eso es, siéntese y hablemos.

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Nuestro visitante se desplomó en una silla,con el rostro lívido y un brillo de sudor en la frente.

- No ... no constituye delito - balbuceó.

- Mucho me temo que no. Pero, entre noso-tros, Windibank, ha sido una jugarreta cruel, egoístay despiadada, llevada a cabo del modo más ruinque jamás he visto. Ahora, permítame exponer elcurso de los acontecimientos y contradígame si meequivoco.

El hombre se encogió en su asiento, con lacabeza hundida sobre el pecho, como quien sesiente completamente aplastado. Holmes levantólos pies, apoyándolos en una esquina de la repisade la chimenea, se echó hacia atrás con las manosen los bolsillos y comenzó a hablar, con aire dehacerlo más para sí mismo que para nosotros.

- Un hombre se casó con una mujer muchomayor que él, por su dinero - dijo- , y también sebeneficiaba del dinero de la hija mientras ésta vivie-ra con ellos. Se trataba de una suma considerablepara gente de su posición y perderla habría repre-sentado una fuerte diferencia. Valía la pena hacerun esfuerzo por conservarla. La hija tenía un carác-ter alegre y comunicativo, y además era cariñosa y

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sensible, de manera que resultaba evidente que,con sus buenas dotes personales y su pequeñarenta, no duraría mucho tiempo soltera. Ahora bien,su matrimonio significaba, sin lugar a dudas, perdercien libras al año. ¿Qué hace entonces el padrastropara impedirlo? Adopta la postura más obvia: rete-nerla en casa y prohibirle que frecuente la compañíade gente de su edad. Pero pronto se da cuenta deque eso no le servirá durante mucho tiempo. Ella serebela, reclama sus derechos y por fin anuncia sufirme intención de asistir a cierto baile. ¿Qué haceentonces el astuto padrastro? Se le ocurre una ideaque honra más a su cerebro que a su corazón. Conla complicidad y ayuda de su esposa, se disfraza,ocultando con gafas oscuras esos ojos penetrantes,enmascarando su rostro con un bigote y un par depobladas patillas, disimulando el timbre claro de suvoz con un susurro insinuante... Y, doblemente se-guro a causa de la miopía de la chica, se presentacomo el señor Hosmer Angel y ahuyenta a los posi-bles enamorados cortejándola él mismo.

- Al principio era sólo una broma - gimiónuestro visitante- . Nunca creímos que se lo tomaratan en serio.

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- Probablemente, no. Fuese como fuese, locierto es que la muchacha se lo tomó muy en serio;y, puesto que estaba convencida de que su padras-tro se encontraba en Francia, ni por un instante sele pasó por la cabeza la sospecha de una traición.Se sentía halagada por las atenciones del caballero,y la impresión se veía aumentada por la admiraciónque la madre manifestaba a viva voz. Entonces elseñor Angel empezó a visitarla, pues era evidenteque, si se querían obtener resultados, había quellevar el asunto tan lejos como fuera posible. Huboencuentros y un compromiso que evitaría definiti-vamente que la muchacha dirigiera su afecto hacianingún otro. Pero el engaño no se podía mantenerindefinidamente. Los supuestos viajes a Franciaresultaban bastante embarazosos. Evidentemente,lo que había que hacer era llevar el asunto a unaconclusión tan dramática que dejara una impresiónpermanente en la mente de la joven, impidiéndolemirar a ningún otro pretendiente durante bastantetiempo. De ahí esos juramentos de fidelidad pro-nunciados sobre el Evangelio, y de ahí las alusionesa la posibilidad de que ocurriera algo la misma ma-ñana de la boda. James Windibank quería que laseñorita Sutherland quedara tan atada a HosmerAngel y tan insegura de lo sucedido, que durante

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diez años, por lo menos, no prestara atención aningún otro hombre. La llevó hasta las puertas mis-mas de la iglesia y luego, como ya no podía seguirmás adelante, desapareció oportunamente, median-te el viejo truco de entrar en un coche por una puer-ta y salir por la otra. Creo que éste fue el encade-namiento de los hechos, señor Windibank.

Mientras Holmes hablaba, nuestro visitantehabía recuperado parte de su aplomo, y al llegar aeste punto se levantó de la silla con una fría expre-sión de burla en su pálido rostro.

- Puede que sí y puede que no, señor Hol-mes - dijo- . Pero si es usted tan listo, debería saberque ahora mismo es usted y no yo quien está infrin-giendo la ley. Desde el principio, yo no he hechonada punible, pero mientras mantenga usted esapuerta cerrada se expone a una demanda por agre-sión y retención ilegal.

- Como bien ha dicho, la ley no puede tocar-le - dijo Holmes, girando la llave y abriendo la puertade par en par- . Sin embargo, nadie ha merecidojamás un castigo tanto como lo merece usted. Si lajoven tuviera un hermano o un amigo, le cruzaría laespalda a latigazos. ¡Por Júpiter! - exclamó aca-lorándose al ver el gesto de burla en la cara del

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otro- . Esto no forma parte de mis obligaciones paracon mi cliente, pero tengo a mano un látigo de cazay creo que me voy a dar el gustazo de...

Dio dos rápidas zancadas hacia el látigo,pero antes de que pudiera cogerlo se oyó un estré-pito de pasos en la escalera, la puerta de la entradase cerró de golpe y pudimos ver por la ventana alseñor Windibank corriendo calle abajo a toda lavelocidad de que era capaz.

- ¡Ahí va un canalla con verdadera sangrefría! - dijo Holmes, echándose a reír mientras sedejaba caer de nuevo en su sillón- . Ese tipo irásubiendo de delito en delito hasta que haga algomuy grave y termine en el patíbulo. En ciertos as-pectos, el caso no carecía por completo de interés.

- Todavía no veo muy claros todos los pa-sos de su razonamiento - dije yo.

- Pues, desde luego, en un principio eraevidente que este señor Hosmer Angel tenía quetener alguna buena razón para su curioso compor-tamiento, y estaba igualmente claro que el únicohombre que salía beneficiado del incidente, hastadonde nosotros sabíamos, era el padrastro. Luegoestaba el hecho, muy sugerente, de que nunca se

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hubiera visto juntos a los dos hombres, sino que eluno aparecía siempre cuando el otro estaba fuera.Igualmente sospechosas eran las gafas oscuras y lavoz susurrante, factores ambos que sugerían undisfraz, lo mismo que las pobladas patillas. Mis sos-pechas se vieron confirmadas por ese detalle tancurioso de firmar a máquina, que por supuesto indi-caba que la letra era tan familiar para la joven queésta reconocería cualquier minúscula muestra de lamisma. Como ve, todos estos hechos aislados, jun-to con otros muchos de menor importancia, señala-ban en la misma dirección.

- ¿Y cómo se las arregló para comprobarlo?

- Habiendo identificado a mi hombre, resul-taba fácil conseguir la corroboración. Sabía en quéempresa trabajaba este hombre. Cogí la descripciónpublicada, eliminé todo lo que se pudiera achacar aun disfraz - las patillas, las gafas, la voz y se la en-vié a la empresa en cuestión, solicitando que meinformaran de si alguno de sus viajantes respondíaa la descripción. Me había fijado ya en las peculiari-dades de la máquina, y escribí al propio sospechosoa su oficina, rogándole que acudiera aquí. Tal comohabía esperado, su respuesta me llegó escrita amáquina, y mostraba los mismos defectos triviales

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pero característicos. En el mismo correo me llegóuna carta de Westhouse & Marbank, de FenchurchStreet, comunicándome que la descripción coincidíaen todos sus aspectos con la de su empleado Ja-mes Windibank. Voílà tout!

- ¿Y la señorita Shutherland?

- Si se lo cuento, no me creerá. Recuerde elantiguo proverbio persa: «Tan peligroso es quitarlesu cachorro a un tigre como arrebatarle a una mujeruna ilusión.» Hay tanta sabiduría y tanto conoci-miento del mundo en Hafiz como en Horacio.

4. El misterio de Boscombe Valley

Estábamos una mañana sentados mi espo-sa y yo cuando la doncella trajo un telegrama. Erade Sherlock Holmes y decía lo siguiente:

«¿Tiene un par de días libres? Me han tele-grafiado desde el oeste de Inglaterra a propósito dela tragedia de Boscombe Valley. Me alegraría queusted me acompañase. Atmósfera y paisaje maravi-llosos. Salgo de Paddington en el tren de las11.15».

- ¿Qué dices a esto, querido? - preguntó miesposa, mirándome directamente- . ¿Vas a ir?

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- No sé qué decir. En estos momentos ten-go una lista de pacientes bastante larga.

- ¡Bah! Anstruther se encargará de ellos.Últimamente se te ve un poco pálido. El cambio tesentará bien, y siempre te han interesado mucho loscasos del señor Sherlock Holmes.

- Sería un desagradecido si no me interesa-ran, en vista de lo que he ganado con uno solo deellos - respondí- . Pero si voy a ir, tendré que hacerel equipaje ahora mismo, porque sólo me quedamedia hora.

Mi experiencia en la campaña de Afganistánme había convertido, por lo menos, en un viajerorápido y dispuesto. Mis necesidades eran pocas ysencillas, de modo que, en menos de la mitad deltiempo mencionado, ya estaba en un coche de al-quiler con mi maleta, rodando en dirección a la es-tación de Paddington. Sherlock Holmes paseabaandén arriba y andén abajo, y su alta y sombríafigura parecía aún más alta y sombría a causa de sulargo capote gris de viaje y su ajustada gorra depaño.

- Ha sido usted verdaderamente amable alvenir, Watson - dijo- . Para mí es considerablemente

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mejor tener al lado a alguien de quien fiarme porcompleto. La ayuda que se encuentra en el lugar delos hechos, o no vale para nada o está influida. Cojausted los dos asientos del rincón y yo sacaré losbilletes.

Teníamos todo el compartimento para noso-tros, si no contamos un inmenso montón de papelesque Holmes había traído consigo. Estuvo hojeándo-los y leyéndolos, con intervalos dedicados a tomarnotas y a meditar, hasta que dejamos atrás Rea-ding. Entonces hizo de pronto con todos ellos unabola gigantesca y la tiró a la rejilla de los equipajes.

- ¿Ha leído algo acerca del caso? - pre-guntó.

- Ni una palabra. No he leído un periódicoen varios días. - La prensa de Londres no ha publi-cado relatos muy completos. Acabo de repasar to-dos los periódicos recientes a fin de hacerme conlos detalles. Por lo que he visto, parece tratarse deuno de esos casos sencillos que resultan extraordi-nariamente difíciles.

- Eso suena un poco a paradoja.

- Pero es una gran verdad. Lo que se salede lo corriente constituye, casi invariablemente, una

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pista. Cuanto más anodino y vulgar es un crimen,más difícil resulta resolverlo. Sin embargo, en estecaso parece haber pruebas de peso contra el hijodel asesinado.

- Entonces, ¿se trata de un asesinato?

- Bueno, eso se supone. Yo no aceptarénada como seguro hasta que haya tenido ocasiónde echar un vistazo en persona. Voy a explicarle enpocas palabras la situación, tal y como yo la heentendido.

»Boscombe Valley es un distrito rural deHerefordshire, situado no muy lejos de Ross. Elmayor terrateniente de la zona es un tal John Tur-ner, que hizo fortuna en Australia y regresó a supaís natal hace algunos años. Una de las granjas desu propiedad, la de Hatherley, la tenía arrendada alseñor Charles McCarthy, otro ex australiano. Losdos se habían conocido en las colonias, por lo queno tiene nada de raro que cuando vinieron a esta-blecerse aquí procuraran estar lo más cerca posibleuno del otro. Según parece, Turner era el más ricode los dos, así que McCarthy se convirtió en arren-datario suyo, pero al parecer seguían tratándose entérminos de absoluta igualdad y se los veía muchojuntos. McCarthy tenía un hijo, un muchacho de

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dieciocho años, y Turner tenía una hija única de lamisma edad, pero a ninguno de los dos les vivía laesposa. Parece que evitaban el trato con las fami-lias inglesas de los alrededores y que llevaban unavida retirada, aunque los dos McCarthy eran aficio-nados al deporte y se los veía con frecuencia en lascarreras de la zona. McCarthy tenía dos sirvientes:un hombre y una muchacha. Turner disponía de unaservidumbre considerable, por lo menos media do-cena. Esto es todo lo que he podido averiguar sobrelas familias. Pasemos ahora a los hechos.

»E13 de junio - es decir, el lunes pasado- ,McCarthy salió de su casa de Hatherley a eso de latres de la tarde, y fue caminando hasta el estanquede Boscombe, una especie de laguito formado porun ensanchamiento del arroyo que corre por el vallede Boscombe. Por la mañana había estado con sucriado en Ross y le había dicho que tenía que darseprisa porque a las tres tenía una cita importante.Una cita de la que no regresó vivo.

»Desde la casa de Hatherley hasta el es-tanque de Boscombe hay como un cuarto de milla, ydos personas le vieron pasar por ese terreno. Unafue una anciana, cuyo nombre no se menciona, y laotra fue William Crowder, un guarda de caza que

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está al servicio del señor Turner. Los dos testigosaseguran que el señor McCarthy iba caminandosolo. El guarda añade que a los pocos minutos dehaber visto pasar al señor McCarthyvio pasar a suhijo en la misma dirección, con una escopeta bajo elbrazo. En su opinión, el padre todavía estaba alalcance de la vista y el hijo iba siguiéndolo. No vol-vió a pensar en el asunto hasta que por la tarde seenteró de la tragedia que había ocurrido.

»Hubo alguien más que vio a los dosMcCarthy después de que William Crowder, elguarda, los perdiera de vista. El estanque de Bos-combe está rodeado de espesos bosques, con sóloun pequeño reborde de hierba y juncos alrededor.Una muchacha de catorce años, Patience Moran,hija del guardés del pabellón de Boscombe Valley,se encontraba en uno de los bosques cogiendoflores. Ha declarado que, mientras estaba allí, vioen el borde del bosque y cerca del estanque al se-ñor McCarthy y su hijo, que parecían estar discu-tiendo acaloradamente. Oyó al mayor de losMcCarthy dirigirle a su hijo palabras muy fuertes, yvio a éste levantar la mano como para pegar a supadre. La violencia de la escena la asustó tanto queechó a correr, y cuando llegó a su casa le contó asu madre que había visto a los dos McCarthy discu-

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tiendo junto al estanque de Boscombe y que teníamiedo de que fueran a pelearse. Apenas había ter-minado de hablar cuando el joven McCarthy llegócorriendo al pabellón, diciendo que había encontra-do a su padre muerto en el bosque y pidiendo ayu-da al guardés. Venía muy excitado, sin escopeta nisombrero, y vieron que traía la mano y la mangaderechas manchadas de sangre fresca. Fueron conél y encontraron el cadáver del padre, tendido sobrela hierba junto al estanque. Le habían aplastado lacabeza a golpes con algún arma pesada y roma.Eran heridas que podrían perfectamente haberseinfligido con la culata de la escopeta del hijo, que seencontró tirada en la hierba a pocos pasos del cuer-po. Dadas las circunstancias, el joven fue detenidoinmediatamente, el martes la investigación dio comoresultado un veredicto de «homicidio intencionado»,y el miércoles compareció ante los magistrados deRoss, que han remitido el caso a la próxima sesióndel tribunal. Éstos son los hechos principales delcaso, según se desprende de la investigación judi-cial y el informe policial.

- El caso no podría presentarse peor para eljoven - comenté- . Pocas veces se han dado tantaspruebas circunstanciales que acusasen con tantainsistencia al criminal.

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- Las pruebas circunstanciales son muy en-gañosas - respondió Holmes, pensativo- . Puedeparecer que indican claramente una cosa, pero sicambias un poquito tu punto de vista, puedes en-contrarte con que indican, con igual claridad, algocompletamente diferente. Sin embargo, hay queconfesar que el caso se presenta muy mal para eljoven, y es muy posible que verdaderamente seaculpable. Sin embargo, existen varias personas enla zona, y entre ellas la señorita Turner, la hija delterrateniente, que creen en su inocencia y que hancontratado a Lestrade, al que usted recordará decuando intervino en el Estudio en escarlata, paraque investigue el caso en beneficio suyo. Lestradese encuentra perdido y me ha pasado el caso a mí,y ésta es la razón de que dos caballeros de edadmediana vuelen en este momento hacia el oeste, acincuenta millas por hora, en lugar de digerir tran-quilamente su desayuno en casa.

- Me temo - dije- que los hechos son tanevidentes que este caso le reportará muy pocomérito.

- No hay nada tan engañoso como un hechoevidente - respondió riendo- . Además, bien pode-mos tropezar con algún otro hecho evidente que no

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le resultara tan evidente al señor Lestrade. Me co-noce usted lo suficientemente bien como para saberque no fanfarroneo al decir que soy capaz de con-firmar o echar por tierra su teoría valiéndome demedios que él es totalmente incapaz de emplear eincluso de comprender. Por usar el ejemplo más amano, puedo advertir con toda claridad que la ven-tana de su cuarto está situada a la derecha, y dudomucho que el señor Lestrade se hubiera fijado enun detalle tan evidente como ése.

- ¿Cómo demonios...?

- Mi querido amigo, le conozco bien. Conoz-co la pulcritud militar que le caracteriza. Se afeitausted todas las mañanas, y en esta época del añose afeita a la luz del sol, pero como su afeitado vasiendo cada vez menos perfecto a medida queavanzamos hacia la izquierda, hasta hacerse positi-vamente chapucero a la altura del ángulo de lamandíbula, no puede caber duda de que ese ladoestá peor iluminado que el otro. No puedo concebirque un hombre como usted se diera por satisfechocon ese resultado si pudiera verse ambos lados conla misma luz. Esto lo digo sólo a manera de ejemplotrivial de observación y deducción. En eso consistemi oficio, y es bastante posible que pueda resultar

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de alguna utilidad en el caso que nos ocupa. Hayuno o dos detalles menores que salieron a relucir enla investigación y que vale la pena considerar. -¿Como qué?

- Parece que la detención no se produjo enel acto, sino después de que el joven regresara a lagranja Hatherley. Cuando el inspector de policía lecomunicó que estaba detenido, repuso que no lesorprendía y que no se merecía otra cosa. Estecomentario contribuyó a disipar todo rastro de dudaque pudiera quedar en las mentes del jurado encar-gado de la instrucción.

- Como que es una confesión - exclamé.

- Nada de eso, porque a continuación sedeclaró inocente.

- Viniendo después de una serie de hechostan condenatoria fue, por lo menos, un comentariode lo más sospechoso.

- Por el contrario - dijo Holmes- . Por elmomento ésa es la rendija más luminosa que puedover entre los nubarrones. Por muy inocente que sea,no puede ser tan rematadamente imbécil que no sedé cuenta de que las circunstancias son fatales paraél. Si se hubiera mostrado sorprendido de su deten-

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ción o hubiera fingido indignarse, me habría pareci-do sumamente sospechoso, porque tal sorpresa oindignación no habrían sido naturales, dadas lascircunstancias, aunque a un hombre calculadorpodrían parecerle la mejor táctica a seguir. Su fran-ca aceptación de la situación le señala o bien comoa un inocente, o bien como a un hombre con muchafirmeza y dominio de sí mismo. En cuanto a su co-mentario de que se lo merecía, no resulta tan extra-ño si se piensa que estaba junto al cadáver de supadre y que no cabe duda de que aquel mismo díahabía olvidado su respeto filial hasta el punto dereñir con él e incluso, según la muchacha cuyo tes-timonio es tan importante, de levantarle la manocomo para pegarle. El remordimiento y el arrepen-timiento que se reflejan en sus palabras me parecenseñales de una mentalidad sana y no de una menteculpable.

- A muchos los han ahorcado con pruebasbastante menos sólidas - comenté, meneando lacabeza.

- Así es. Y a muchos los han ahorcado in-justamente.

- ¿Cuál es la versión de los hechos según elpropio joven?

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- Me temo que no muy alentadora para suspartidarios, aunque tiene un par de detalles intere-santes. Aquí la tiene, puede leerla usted mismo.

Sacó de entre el montón de papeles unejemplar del periódico de Herefordshire, encontró lapágina y me señaló el párrafo en el que el desdi-chado joven daba su propia versión de lo ocurrido.Me instalé en un rincón del compartimento y lo leícon mucha atención. Decía así:

«Compareció a continuación el señor JamesMcCarthy, hijo único del fallecido, que declaró losiguiente: “Había estado fuera de casa tres días,que pasé en Bristol, y acababa de regresar la ma-ñana del pasado lunes, día 3. Cuando llegué, mipadre no estaba en casa y la doncella me dijo quehabía ido a Ross con John Cobb, el caballerizo.Poco después de llegar, oí en el patio las ruedas desu coche; miré por la ventana y le vi bajarse y salir atoda prisa del patio, aunque no me fijé en qué direc-ción se fue. Cogí entonces mi escopeta y eché aandar en dirección al estanque de Boscombe, con laintención de visitar las conejeras que hay al otrolado. Por el camino vi a William Crowder, el guarda,tal como él ha declarado; pero se equivocó al pen-sar que yo iba siguiendo a mi padre. No tenía ni

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idea de que él iba delante de mí. A unas cien yardasdel estanque oí el grito de ¡cui!, que mi padre y youtilizábamos normalmente como señal. Al oírlo,eché a correr y lo encontré de pie junto al estanque.Pareció muy sorprendido de verme y me preguntócon bastante mal humor qué estaba haciendo allí.Nos enzarzamos en una discusión que degeneró envoces, y casi en golpes, pues mi padre era un hom-bre de temperamento muy violento. En vista de quesu irritación se hacía incontrolable, lo dejé, y em-prendí el camino de regreso a Hatherley. Pero nome había alejado ni ciento cincuenta yardas cuandooí a mis espaldas un grito espantoso, que me hizovolver corriendo. Encontré a mi padre agonizandoen el suelo, con terribles heridas en la cabeza. Dejécaer mi escopeta y lo tomé en mis brazos, peroexpiró casi en el acto. Permanecí unos minutosarrodillado a su lado y luego fui a pedir ayuda a lacasa del guardés del señor Turner, que era la máscercana. Cuando volví junto a mi padre no vi a na-die cerca, y no tengo ni idea de cómo se causaronsus heridas. No era una persona muy apreciada, acausa de su carácter frío y reservado; pero, por loque yo sé, tampoco tenía enemigos declarados. Nosé nada más del asunto:”

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»El juez instructor: ¿Le dijo su padre algoantes de morir? »El testigo: Murmuró algunas pala-bras, pero lo único que entendí fue algo sobre unarata.

»El juez: ¿Cómo interpretó usted aquello?

»El testigo: No significaba nada para mí.Creí que estaba delirando.

»El juez: ¿Cuál fue el motivo de que usted ysu padre sostuvieran aquella última discusión?

»El testigo: Preferiría no responder.

»El juez: Me temo que debo insistir.

»El testigo: De verdad que me resulta impo-sible decírselo. Puedo asegurarle que no tenía nadaque ver con la terrible tragedia que ocurrió a conti-nuación.

»El juez: El tribunal es quien debe decidireso. No es necesario advertirle que su negativa aresponder puede perjudicar considerablemente susituación en cualquier futuro proceso a que puedahaber lugar.

»El testigo: Aun así, tengo que negarme.

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»El juez: Según tengo entendido, el grito decui era una señal habitual entre usted y su padre.

»El testigo: Así es.

»El juez: En tal caso, ¿cómo es que dio elgrito antes de verle a usted, cuando ni siquiera sab-ía que había regresado usted de Bristol?

»El testigo (bastante desconcertado): No losé.

»Un jurado: ¿Novio usted nada que desper-tara sus sospechas cuando regresó al oír gritar a supadre y lo encontró herido de muerte?

»El testigo: Nada concreto.

»El juez: ¿Qué quiere decir con eso?

»El testigo: Al salir corriendo al claro iba tantrastornado y excitado que no podía pensar másque en mi padre. Sin embargo, tengo la vaga impre-sión de que al correr vi algo tirado en el suelo a miizquierda. Me pareció que era algo de color gris,una especie de capote o tal vez una manta escoce-sa. Cuando me levanté al dejar a mi padre miré a mialrededor para fijarme, pero ya no estaba.

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»- ¿Quiere decir que desapareció antes deque usted fuera a buscar ayuda?

»- Eso es, desapareció.

»- ¿No puede precisar lo que era?

»- No, sólo me dio la sensación de que hab-ía algo allí.

»- ¿A qué distancia del cuerpo?

»- A unas doce yardas.

»- ¿Y a qué distancia del lindero del bos-que?

»- Más o menos a la misma.

»- Entonces, si alguien se lo llevó, fue mien-tras usted se encontraba a unas doce yardas dedistancia.

»- Sí, pero vuelto de espaldas.

»Con esto concluyó el interrogatorio del tes-tigo.»

- Por lo que veo - dije echando un vistazo alresto de la columna- , el juez instructor se ha mos-trado bastante duro con el joven McCarthy en susconclusiones. Llama la atención, y con toda la

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razón, sobre la discrepancia de que el padre lanzarala llamada antes de verlo, hacia su negativa a dardetalles de la conversación con el padre y sobre suextraño relato de las últimas palabras del moribun-do. Tal como él dice, todo eso apunta contra el hijo.

Holmes se rió suavemente para sus aden-tros y se estiró sobre el mullido asiento.

- Tanto usted como el juez instructor se hanesforzado a fondo - dijo- en destacar precisamentelos aspectos más favorables para el muchacho. ¿Nose da usted cuenta de que tan pronto le atribuyendemasiada imaginación como demasiado poca?Demasiado poca, si no es capaz de inventarse unmotivo para la disputa que le haga ganarse las sim-patías del jurado; demasiada, si es capaz de sacar-se de la mollera una cosa tan outré como la alusióndel moribundo a una rata y el incidente de la prendadesaparecida. No señor, yo enfocaré este casopartiendo de que el joven ha dicho la verdad, y ve-remos adónde nos lleva esta hipótesis. Y ahora,aquí tengo mi Petrarca de bolsillo, y no pienso decirni una palabra más sobre el caso hasta que llegue-mos al lugar de los hechos.

Comeremos en Swindon, y creo que llega-remos dentro de veinte minutos.

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Eran casi las cuatro cuando nos encontra-mos por fin en el bonito pueblecito campesino deRoss, tras haber atravesado el hermoso valle delStroud y cruzado el ancho y reluciente Severn. Unhombre delgado, con cara de hurón y mirada furtivay astuta, nos esperaba en el andén. A pesar delguardapolvo marrón claro y de las polainas de cueroque llevaba como concesión al ambiente campesi-no, no tuve dificultad en reconocer a Lestrade, deScodand Yard. Fuimos con él en coche hasta «ElEscudo de Hereford», donde ya se nos había reser-vado una habitación.

- He pedido un coche - dijo Lestrade, mien-tras nos sentábamos a tomar una taza de té-.,Conozco su carácter enérgico y sé que no estará agusto hasta que haya visitado la escena del crimen.

- Es usted muy amable y halagador - res-pondió Holmes- . Pero todo depende de la presiónbarométrica.

Lestrade pareció sorprendido.

- No comprendo muy bien- dijo.

- ¿Qué marca el barómetro? Veintinueve,por lo que veo. No hay viento, ni se ve una nube enel cielo. Tengo aquí una caja de cigarrillos que pi-

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den ser fumados, y el sofá es muy superior a lashabituales abominaciones que suelen encontrarseen los hoteles rurales. No creo probable que utiliceel coche esta noche.

Lestrade dejó escapar una risa indulgente.

- Sin duda, ya ha sacado usted conclusio-nes de los periódicos - dijo- . El caso es tan vulgarcomo un palo de escoba, y cuanto más profundizauno en él, más vulgar se vuelve. Pero, por supues-to, no se le puede decir que no a una dama, sobretodo a una tan voluntariosa. Había oído hablar deusted e insistió en conocer su opinión, a pesar deque yo le repetí un montón de veces que usted nopodría hacer nada que yo no hubiera hecho ya.Pero, ¡caramba! ¡Ahí está su coche en la puerta!

Apenas había terminado de hablar cuandoirrumpió en la habitación una de las jóvenes másencantadoras que he visto en mi vida. Brillantesojos color violeta, labios entreabiertos, un toque derubor en sus mejillas, habiendo perdido toda nociónde su recato natural ante el ímpetu arrollador de suagitación y preocupación.

- ¡Oh, señor Sherlock Holmes! - exclamó,pasando la mirada de uno a otro, hasta que, con

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rápida intuición femenina, la fijó en mi compañero- .Estoy muy contenta de que haya venido. He venidoa decírselo. Sé que James no lo hizo. Lo sé, y quie-ro que usted empiece a trabajar sabiéndolo tam-bién. No deje que le asalten dudas al respecto. Nosconocemos el uno al otro desde que éramos niños,y conozco sus defectos mejor que nadie; pero tieneel corazón demasiado blando como para hacer da-ño ni a una mosca. La acusación es absurda paracualquiera que lo conozca de verdad.

- Espero que podamos demostrar su ino-cencia, señorita Turner - dijo Sherlock Holmes- .Puede usted confiar en que haré todo lo que pueda.

- Pero usted ha leído las declaraciones. ¿Hasacado alguna conclusión? ¿No ve alguna salida,algún punto débil? ¿No cree usted que es inocente?

- Creo que es muy probable.

- ¡Ya lo ve usted! - exclamó ella, echandoatrás la cabeza y mirando desafiante a Lestrade- .¡Ya lo oye! ¡Él me da esperanzas!

Lestrade se encogió de hombros.

- Me temo que mi colega se ha precipitadoun poco al sacar conclusiones - dijo.

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- ¡Pero tiene razón! ¡Sé que tiene razón!James no lo hizo. Y en cuanto a esa disputa con supadre, estoy segura de que la razón de que no qui-siera hablar de ella al juez fue que discutieron acer-ca de mí.

- ¿Y por qué motivo?

- No es momento de ocultar nada. James ysu padre tenían muchas desavenencias por mi cau-sa. El señor McCarthy estaba muy interesado enque nos casáramos. James y yo siempre noshemos querido como hermanos, pero, claro, él esmuy joven y aún ha visto muy poco de la vida, y...y... bueno, naturalmente, todavía no estaba prepa-rado para meterse en algo así. De ahí que tuvierandiscusiones, y ésta, estoy segura, fue una más.

- ¿Y el padre de usted? - preguntó Holmes-. ¿También era partidario de ese enlace?

- No, él también se oponía. El único que es-taba a favor era McCarthy.

Un súbito rubor cubrió sus lozanas y juveni-les facciones cuando Holmes le dirigió una de suspenetrantes miradas inquisitivas.

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- Gracias por esta información - dijo- .¿Podría ver a su padre si le visito mañana?

- Me temo que el médico no lo va a permitir.

- ¿El médico?

- Sí, ¿no lo sabía usted? El pobre papá noandaba bien de salud desde hace años, pero esto leha acabado de hundir. Tiene que guardar cama, y eldoctor Willows dice que está hecho polvo y quetiene el sistema nervioso destrozado. El señorMcCarthy era el único que había conocido a papáen los viejos tiempos de Victoria.

- ¡Ajá! ¡Así que en Victoria! Eso es impor-tante.

- Sí, en las minas.

- Exacto; en las minas de oro, donde, segúntengo entendido, hizo su fortuna el señor Turner.

- Eso es.

- Gracias, señorita Turner. Ha sido usteduna ayuda muy útil.

- Si mañana hay alguna novedad, no dejede comunicármela. Sin duda, irá usted a la cárcel a

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ver a James. Oh, señor Holmes, si lo hace dígaleque yo sé que es inocente.

- Así lo haré, señorita Turner.

- Ahora tengo que irme porque papá estámuy mal y me echa de menos si lo dejo solo. Adiós,y que el Señor le ayude en su empresa.

Salió de la habitación tan impulsivamentecomo había entrado y oímos las ruedas de su ca-rruaje traqueteando calle abajo.

- Estoy avergonzado de usted, Holmes - dijoLestrade con gran dignidad, tras unos momentos desilencio- . ¿Por qué despierta esperanzas que luegotendrá que defraudar? No soy precisamente unsentimental, pero a eso lo llamo crueldad.

- Creo que encontraré la manera de demos-trar la inocencia de James McCarthy - dijo Holmes- .¿Tiene usted autorización para visitarlo en lacárcel?

- Sí, pero sólo para usted y para mí.

- En tal caso, reconsideraré mi decisión deno salir. ¿Tendremos todavía tiempo para tomar untren a Hereford y verlo esta noche?

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- De sobra.

- Entonces, en marcha. Watson, me temoque se va a aburrir, pero sólo estaré ausente un parde horas.

Los acompañé andando hasta la estación, yluego vagabundeé por las calles.del pueblecito,acabando por regresar al hotel, donde me tumbé enel sofá y procuré interesarme en una novela policia-ca. Pero la trama de la historia era tan endeble encomparación con el profundo misterio en el queestábamos sumidos, que mi atención se desviabaconstantemente de la ficción a los hechos, y acabépor tirarla al otro extremo de la habitación y entre-garme por completo a recapacitar sobre los aconte-cimientos del día. Suponiendo que la historia deldesdichado joven fuera absolutamente cierta, ¿quécosa diabólica, qué calamidad absolutamente im-prevista y extraordinaria podía haber ocurrido entreel momento en que se separó de su padre y el ins-tante en que, atraído por sus gritos, volvió corriendoal claro? Había sido algo terrible y mortal, pero¿qué? ¿Podrían mis instintos médicos deducir algode la índole de las heridas? Tiré de la campanilla ypedí que me trajeran el periódico semanal del con-dado, que contenía una crónica textual de la inves-

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tigación. En la declaración del forense se afirmabaque el tercio posterior del parietal izquierdo y lamitad izquierda del occipital habían sido fracturadospor un fuerte golpe asestado con un objeto romo.Señalé el lugar en mi propia cabeza. Evidentemen-te, aquel golpe tenía que haberse asestado pordetrás. Hasta cierto punto, aquello favorecía al acu-sado, ya que cuando se le vio discutiendo con supadre ambos estaban frente a frente. Aun así, nosignificaba gran cosa, ya que el padre podía haber-se vuelto de espaldas antes de recibir el golpe. Detodas maneras, quizá valiera la pena llamar la aten-ción de Holmes sobre el detalle. Luego teníamos lacuriosa alusión del moribundo a una rata. ¿Quépodía significar aquello? No podía tratarse de undelirio. Un hombre que ha recibido un golpe mortalno suele delirar. No, lo más probable era que estu-viera intentando explicar lo que le había ocurrido.Pero ¿qué podía querer decir? Me devané los sesosen busca de una posible explicación. Y luego estabatambién el asunto de la prenda gris que había vistoel joven McCarthy. De ser cierto aquello, el asesinodebía haber perdido al huir alguna prenda de vestir,probablemente su gabán, y había tenido la sangrefría de volver a recuperarla en el mismo instante enque el hijo se arrodillaba, vuelto de espaldas, a me-

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nos de doce pasos. ¡Qué maraña de misterios eimprobabilidades era todo el asunto! No me extra-ñaba la opinión de Lestrade, a pesar de lo cual teníatanta fe en la perspicacia de Sherlock Holmes queno perdía las esperanzas, en vista de que todos losnuevos datos parecían reforzar su convencimientode la inocencia del joven McCarthy.

Era ya tarde cuando regresó Sherlock Hol-mes. Venía solo, ya que Lestrade se alojaba en elpueblo.

- El barómetro continúa muy alto - comentómientras se sentaba- . Es importante que no lluevahasta que hayamos podido examinar el lugar de loshechos. Por otra parte, para un trabajito como éseuno tiene que estar en plena forma y bien despierto,y no quiero hacerlo estando fatigado por un largoviaje. He visto al joven McCarthy.

- ¿Y qué ha sacado de él?

- Nada.

- ¿No pudo arrojar ninguna luz?

- Absolutamente ninguna. En algún momen-to me sentí inclinado a pensar que él sabía quién lohabía hecho y estaba encubriéndolo o encubriéndo-

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la, pero ahora estoy convencido de que está tan aoscuras como todos los demás. No es un muchachodemasiado perspicaz, aunque sí bien parecido y yodiría que de corazón noble.

- No puedo admirar sus gustos - comenté- ,si es verdad eso de que se negaba a casarse conuna joven tan encantadora como esta señorita Tur-ner.

- Ah, en eso hay una historia bastante triste.El tipo la quiere con locura, con desesperación, perohace unos años, cuando no era más que un mozal-bete, y antes de conocerla bien a ella, porque lachica había pasado cinco años en un internado, ¿nova el muy idiota y se deja atrapar por una camarerade Bristol, y se casa con ella en el juzgado? Nadiesabe una palabra del asunto, pero puede ustedimaginar lo enloquecedor que tenía que ser para élque le recriminaran por no hacer algo que daría losojos por poder hacer, pero que sabe que es absolu-tamente imposible. Fue uno de esos arrebatos delocura lo que le hizo levantar las manos cuando supadre, en su última conversación, le seguía insis-tiendo en que le propusiera matrimonio a la señoritaTurner. Por otra parte, carece de medios económi-cos propios y su padre, que era en todos los aspec-

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tos un hombre muy duro, le habría repudiado porcompleto si se hubiera enterado de la verdad. Conesta esposa camarera es con la que pasó los últi-mos tres días en Bristol, sin que su padre supieradónde estaba. Acuérdese de este detalle. Es impor-tante. Sin embargo, no hay mal que por bien novenga, ya que la camarera, al enterarse por losperiódicos de que el chico se ha metido en un graveaprieto y es posible que lo ahorquen, ha roto con ély le ha escrito comunicándole que ya tiene un mari-do en los astilleros Bermudas, de modo que no exis-te un verdadero vínculo entre ellos. Creo que estanoticia ha bastado para consolar al joven McCarthyde todo lo que ha sufrido.

- Pero si él es inocente, entonces, ¿quién lohizo?

- Eso: ¿Quién? Quiero llamar su atenciónmuy concretamente hacia dos detalles. El primero,que el hombre asesinado tenía una cita con alguienen el estanque, y que este alguien no podía ser suhijo, porque el hijo estaba fuera y él no sabía cuán-do iba a regresar. El segundo, que a la víctima se leoyó gritar cui, aunque aún no sabía que su hijo hab-ía regresado. Éstos son los puntos cruciales de losque depende el caso. Y ahora, si no le importa,

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hablemos de George Meredith, y dejemos los deta-lles secundarios para mañana.

Tal como Holmes había previsto, no llovió, yel día amaneció despejado y sin nubes. A las nueveen punto, Lestrade pasó a recogernos con el cochey nos dirigimos a la granja Hatherley y al estanquede Boscombe.

- Hay malas noticias esta mañana - co-mentó Lestrade- . Dicen que el señor Turner, elpropietario, está tan enfermo que no hay esperan-zas de que viva.

- Supongo que será ya bastante mayor - dijoHolmes.

- Unos sesenta años; pero la vida en las co-lonias le destrozó el organismo, y llevaba bastantetiempo muy flojo de salud. Este suceso le ha afec-tado de muy mala manera. Era viejo amigo deMcCarthy, y podríamos añadir que su gran benefac-tor, pues me he enterado de que no le cobraba ren-ta por la granja Hatherley.

- ¿De veras? Esto es interesante - dijo Hol-mes.

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- Pues, sí. Y le ha ayudado de otras cienmaneras. Por aquí todo el mundo habla de lo bienque se portaba con él.

- ¡Vaya! ¿Y no le parece a usted un pococurioso que este McCarthy, que parece no poseercasi nada y deber tantos favores a Turner, hable, apesar de todo, de casar a su hijo con la hija de Tur-ner, presumible heredera de su fortuna, y, además,lo diga con tanta seguridad como si bastara conproponerlo para que todo lo demás viniera por sísolo? Y aún resulta más extraño sabiendo, comosabemos, que el propio Turner se oponía a la idea.Nos lo dijo la hija. ¿No deduce usted nada de eso?

- Ya llegamos a las deducciones y las infe-rencias - dijo Lestrade, guiñándome un ojo- . Hol-mes, ya me resulta bastante difícil bregar con loshechos, sin tener que volar persiguiendo teorías yfantasías.

- Tiene usted razón - dijo Holmes con fingi-da humildad- . Le resulta a usted muy difícil bregarcon los hechos.

- Pues al menos he captado un hecho que austed parece costarle mucho aprehender - replicóLestrade, algo acalorado.

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- ¿Y cuál es?

- Que el señor McCarthy, padre, halló lamuerte a manos del señor McCarthy, hijo, y quetodas las teorías en contra no son más que puraspamplinas, cosa de lunáticos.

- Bueno, a la luz de la luna se ve más queen la niebla - dijo Holmes, echándose a reír- . Pero,o mucho me equivoco o eso de la izquierda es lagranja Hatherley.

- En efecto.

Era una construcción amplia, de aspectoconfortable, de dos plantas, con tejado de pizarra ygrandes manchas amarillas de liquen en sus murosgrises. Sin embargo, las persianas bajadas y laschimeneas sin humo le daban un aspecto desolado,como si aún se sintiera en el edificio el peso de latragedia. Llamamos a la puerta y la doncella, a peti-ción de Holmes, nos enseñó las botas que su señorllevaba en el momento de su muerte, y también unpar de botas del hijo, aunque no las que llevabapuestas entonces. Después de haberlas medidocuidadosamente por siete u ocho puntos diferentes,Holmes pidió que le condujeran al patio, desde don-

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de todos seguimos el tortuoso sendero que llevabaal estanque de Boscombe.

Cuando seguía un rastro como aquél, Sher-lock Holmes se transformaba. Los que sólo conoc-ían al tranquilo pensador y lógico de Baker Streethabrían tenido dificultades para reconocerlo. Surostro se acaloraba y se ensombrecía. Sus cejas seconvertían en dos líneas negras y marcadas, bajolas cuales relucían sus ojos con brillo de acero.Llevaba la cabeza inclinada hacia abajo, los hom-bros encorvados, los labios apretados y las venasde su cuello largo y fibroso sobresalían como cuer-das de látigo. Los orificios de la nariz parecían dila-tarse con un ansia de caza puramente animal, y sumente estaba tan concentrada en lo que tenía de-lante que toda pregunta o comentario caía en oídossordos o, como máximo, provocaba un rápido eimpaciente gruñido de respuesta. Fue avanzandorápida y silenciosamente a lo largo del camino queatravesaba los prados y luego conducía a través delbosque hasta el estanque de Boscombe. El terrenoera húmedo y pantanoso, lo mismo que en todo eldistrito, y se veían huellas de muchos pies, tanto enel sendero como sobre la hierba corta que lo bor-deaba por ambos lados. A veces, Holmes apretabael paso; otras veces, se paraba en seco; y en una

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ocasión dio un pequeño rodeo, metiéndose por elprado. Lestrade y yo caminábamos detrás de él: elpolicía, con aire indiferente y despectivo, mientrasque yo observaba a mi amigo con un interés quenacía de la convicción de que todas y cada una desus acciones tenían una finalidad concreta.

El estanque de Boscombe, que es una pe-queña extensión de agua de unas cincuenta yardasde diámetro, bordeada de juncos, está situado en ellímite entre los terrenos de la granja Hatherley y elparque privado del opulento señor Turner. Por en-cima del bosque que se extendía al otro lado pod-íamos ver los rojos y enhiestos pináculos que seña-laban el emplazamiento de la residencia del ricoterrateniente. En el lado del estanque correspon-diente a Hatherley el bosque era muy espeso, yhabía un estrecho cinturón de hierba saturada deagua, de unos veinte pasos de anchura, entre ellindero del bosque y los juncos de la orilla. Lestradenos indicó el sitio exacto donde se había encontradoel cadáver, y la verdad es que el suelo estaba tanhúmedo que se podían apreciar con claridad lashuellas dejadas por el cuerpo caído. A juzgar por surostro ansioso y sus ojos inquisitivos, Holmes leíaotras muchas cosas en la hierba pisoteada. Corrió

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de un lado a otro, como un perro de caza que sigueuna pista, y luego se dirigió a nuestro acompañante.

- ¿Para qué se metió usted en el estanque?- preguntó. - Estuve de pesca con un rastrillo. Penséque tal vez podía encontrar un arma o algún otroindicio. Pero ¿cómo demonios...?

- Tch, tch. No tengo tiempo. Ese pie izquier-do suyo, torcido hacia dentro, aparece por todaspartes. Hasta un topo podría seguir sus pasos, yaquí se meten entre los juncos. ¡Ay, qué sencillohabría sido todo si yo hubiera estado aquí antes deque llegaran todos, como una manada de búfalos,chapoteando por todas partes! Por aquí llegó elgrupito del guardés, borrando todas las huellas enmás de dos metros alrededor del cadáver. Peroaquí hay tres pistas distintas de los mismos pies -sacó una lupa y se tendió sobre el impermeablepara ver mejor, sin dejar de hablar, más para símismo que para nosotros- . Son los pies del jovenMcCarthy. Dos veces andando y una corriendo tanaprisa que las puntas están marcadas y los taconesapenas se ven. Esto concuerda con su relato. Echóa correr al ver a su padre en el suelo. Y aquí tene-mos las pisadas del padre cuando andaba de unlado a otro. ¿Y esto qué es? Ah, la culata de la es-

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copeta del hijo, que se apoyaba en ella mientrasescuchaba. ¡Ajá! ¿Qué tenemos aquí? ¡Pasos depuntillas, pasos de puntillas! ¡Y, además, de unasbotas bastante raras, de puntera cuadrada!

Vienen, van, vuelven a venir... por supuesto,a recoger el abrigo. Ahora bien, ¿de dónde venían?

Corrió de un lado a otro, perdiendo a vecesla pista y volviéndola a encontrar, hasta que nosadentramos bastante en el bosque y llegamos a lasombra de una enorme haya, el árbol más grandede los alrededores. Holmes siguió la pista hastadetrás del árbol y se volvió a tumbar boca abajo,con un gritito de satisfacción. Se quedó allí duranteun buen rato, levantando las hojas y las ramitassecas, recogiendo en un sobre algo que a mí mepareció polvo y examinando con la lupa no sólo elsuelo sino también la corteza del árbol hasta dondepudo alcanzar. Tirada entre el musgo había unapiedra de forma irregular, que también examinóatentamente, guardándosela luego. A continuaciónsiguió un sendero que atravesaba el bosque hastasalir a la carretera, donde se perdían todas las hue-llas.

- Ha sido un caso sumamente interesante -comentó, volviendo a su forma de ser habitual- .

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Imagino que esa casa gris de la derecha debe ser elpabellón del guarda. Creo que voy a entrar a cam-biar unas palabras con Moran, y tal vez escribir unanotita. Una vez hecho eso, podemos volver paracomer. Ustedes pueden ir andando hasta el coche,que yo me reuniré con ustedes en seguida.

Tardamos unos diez minutos en llegar hastael coche y emprender el regreso a Ross. Holmesseguía llevando la piedra que había recogido en elbosque.

- Puede que esto le interese, Lestrade - co-mentó, enseñándosela- . Con esto se cometió elasesinato.

- No veo ninguna señal.

- No las hay.

- Y entonces, ¿cómo lo sabe?

- Debajo de ella, la hierba estaba crecida.Sólo llevaba unos días tirada allí. No se veía quehubiera sido arrancada de ningún sitio próximo. Suforma corresponde a las heridas. No hay rastro deninguna otra arma.

- ¿Y el asesino?

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- Es un hombre alto, zurdo, que cojea unpoco de la pierna derecha, lleva botas de caza consuela gruesa y un capote gris, fuma cigarros indioscon boquilla y lleva una navaja mellada en el bolsi-llo. Hay otros varios indicios, pero éstos deberíanser suficientes para avanzar en nuestra investiga-ción.

Lestrade se echó a reír.

- Me temo que continúo siendo escéptico -dijo- . Las teorías están muy bien, pero nosotrostendremos que vérnoslas con un tozudo juradobritánico.

- Nous verrons - respondió Holmes muytranquilo- . Usted siga su método, que yo seguiré elmío. Estaré ocupado esta tarde y probablementeregresaré a Londres en el tren de la noche.

- ¿Dejando el caso sin terminar?

- No, terminado.

- ¿Pero el misterio...?

- Está resuelto.

- ¿Quién es, pues, el asesino?

- El caballero que le he descrito.

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- Pero ¿quién es?

- No creo que resulte tan difícil averiguarlo.Esta zona no es tan populosa.

Lestrade se encogió de hombros.

- Soy un hombre práctico - dijo- , y la verdades que no puedo ponerme a recorrer los campos enbusca de un caballero zurdo con una pata coja.Sería el hazmerreír de Scotland Yard.

- Muy bien - dijo Holmes, tranquilamente- .Ya le he dado su oportunidad. Aquí están sus apo-sentos. Adiós. Le dejaré una nota antes de mar-charme.

Tras dejar a Lestrade en sus habitaciones,regresamos a nuestro hotel, donde encontramos lacomida ya servida. Holmes estuvo callado y sumidoen reflexiones, con una expresión de pesar en elrostro, como quien se encuentra en una situacióndesconcertante.

- Vamos a ver, Watson - dijo cuando retira-ron los platos- . Siéntese aquí, en esta silla, y dejeque le predique un poco. No sé qué hacer y agrade-

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cería sus consejos. Encienda un cigarro y deje queme explique.

- Hágalo, por favor.

- Pues bien, al estudiar este caso hubo dosdetalles de la declaración del joven McCarthy quenos llamaron la atención al instante, aunque a míme predispusieron a favor y a usted en contra deljoven. Uno, el hecho de que el padre, según la de-claración, lanzara el grito de cui antes de ver a suhijo. El otro, la extraña mención de una rata porparte del moribundo. Dése cuenta de que murmuróvarias palabras, pero esto fue lo único que captaronlos oídos del hijo. Ahora bien, nuestra investigacióndebe partir de estos dos puntos, y comenzaremospor suponer que lo que declaró el muchacho es lapura verdad.

- ¿Y qué sacamos del cuii?

- Bueno, evidentemente, no era para llamaral hijo, porque él creía que su hijo estaba en Bristol.Fue pura casualidad que se encontrara por allí cer-ca. El cui pretendía llamar la atención de la personacon la que se había citado, quienquiera que fuera.Pero ese cuíi es un grito típico australiano, que seusa entre australianos. Hay buenas razones para

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suponer que la persona con la que McCarthy espe-raba encontrarse en el estanque de Boscombe hab-ía vivido en Australia.

- ¿Y qué hay de la rata?

Sherlock Holmes sacó del bolsillo un papeldoblado y lo desplegó sobre la mesa.

- Aquí tenemos un mapa de la colonia deVictoria - dijo- . Anoche telegrafié a Bristol pidiéndo-lo.

Puso la mano sobre una parte del mapa ypreguntó:

- ¿Qué lee usted aquí?

- ARAT - leí.

- ¿Y ahora? - levantó la mano.

- BALLARAT.

- Exacto. Eso es lo que dijo el moribundo,pero su hijo sólo entendió las dos últimas sílabas: arat, una rata. Estaba intentando decir el nombre desu asesino. Fulano de Tal, de Ballarat.

- ¡Asombroso! - exclamé.

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- Evidente. Con eso, como ve, quedabaconsiderablemente reducido el campo. La posesiónde una prenda gris era un tercer punto seguro,siempre suponiendo que la declaración del hijo fue-ra cierta. Ya hemos pasado de la pura incertidumbrea la idea concreta de un australiano de Ballarat conun capote gris.

- Desde luego.

- Y que, además, andaba por la zona comopor su casa, porque al estanque sólo se puede lle-gar a través de la granja o de la finca, por donde noes fácil que pase gente extraña.

- Muy cierto.

- Pasemos ahora a nuestra expedición dehoy. El examen del terreno me reveló los insignifi-cantes detalles que ofrecí a ese imbécil de Lestradeacerca de la persona del asesino.

- ¿Pero cómo averiguó todo aquello?

- Ya conoce usted mi método. Se basa en laobservación de minucias.

- Ya sé que es capaz de calcular la estaturaaproximada por la longitud de los pasos. Y lo de lasbotas también se podría deducir de las pisadas.

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- Sí, eran botas poco corrientes.

- Pero ¿lo de la cojera?

- La huella de su pie derecho estaba siem-pre menos marcada que la del izquierdo. Cargabamenos peso sobre él. ¿Por qué? Porque renquea-ba... era cojo.

- ¿Y cómo sabe que es zurdo?

- A usted mismo le llamó la atención la índo-le de la herida, tal como la describió el forense en lainvestigación. El golpe se asestó de cerca y pordetrás, y sin embargo estaba en el lado izquierdo.¿Cómo puede explicarse esto, a menos que loasestara un zurdo? Había permanecido detrás delárbol durante la conversación entre el padre y elhijo. Hasta se fumó un cigarro allí. Encontré la ceni-za de un cigarro, que mis amplios conocimientossobre cenizas de tabaco me permitieron identificarcomo un cigarro indio. Como usted sabe, he dedi-cado cierta atención al tema, y he escrito una pe-queña monografía sobre las cenizas de ciento cua-renta variedades diferentes de tabaco de pipa, ciga-rros y cigarrillos. En cuanto encontré la ceniza, echéun vistazo por los alrededores y descubrí la colilla

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entre el musgo, donde la habían tirado. Era un ciga-rro indio de los que se lían en Rotterdam.

- ¿Y la boquilla?

- Se notaba que el extremo no había estadoen la boca. Por lo tanto, había usado boquilla. Lapunta estaba cortada, no arrancada de un mordisco,pero el corte no era limpio, de lo que deduje la exis-tencia de una navaja mellada.

- Holmes - dije- , ha tendido usted una reden torno a ese hombre, de la que no podrá escapar,y ha salvado usted una vida inocente, tan segurocomo si hubiera cortado la cuerda que le ahorcaba.Ya veo en qué dirección apunta todo esto. El culpa-ble es...

- ¡El señor John Turner! - exclamó el cama-rero del hotel, abriendo la puerta de nuestra sala deestar y haciendo pasar a un visitante.

El hombre que entró presentaba una figuraextraña e impresionante. Su paso lento y renquean-te y sus hombros cargados le daban aspecto dedecrepitud, pero sus facciones duras, marcadas yarrugadas, así como sus enormes miembros, indi-caban que poseía una extraordinaria energía decuerpo y carácter. Su barba enmarañada, su cabe-

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llera gris y sus cejas prominentes y lacias contribu-ían a dar a su apariencia un aire de dignidad y po-derío, pero su rostro era blanco ceniciento, y suslabios y las esquinas de los orificios nasales presen-taban un tono azulado. Con sólo mirarlo, pude dar-me cuenta de que era presa de alguna enfermedadcrónica y mortal.

- Por favor, siéntese en el sofá - dijo Holmeseducadamente- . ¿Recibió usted mi nota?

- Sí, el guarda me la trajo. Decía usted quequería verme aquí para evitar el escándalo.

- Me pareció que si yo iba a su residenciapodría dar que hablar.

- ¿Y por qué quería usted verme? - miró fi-jamente a mi compañero, con la desesperaciónpintada en sus cansados ojos, como si su preguntaya estuviera contestada.

- Sí, eso es - dijo Holmes, respondiendomás a la mirada que a las palabras- . Sé todo loreferente a McCarthy.

El anciano se hundió la cara entre las ma-nos.

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- ¡Que Dios se apiade de mí! - exclamó- .Pero yo no habría permitido que le ocurriese ningúndaño al muchacho. Le doy mi palabra de que habríaconfesado si las cosas se le hubieran puesto feasen el juicio.

- Me alegra oírle decir eso - dijo Holmesmuy serio.

- Ya habría confesado de no ser por mi hija.Esto le rompería el corazón... y se lo romperá cuan-do se entere de que me han detenido.

- Puede que no se llegue a eso - dijo Hol-mes.

- ¿Cómo dice?

- Yo no soy un agente de la policía. Tengoentendido que fue su hija la que solicitó mi presen-cia aquí, y actúo en nombre suyo. No obstante, eljoven McCarthy debe quedar libre.

- Soy un moribundo - dijo el viejo Turner- .Hace años que padezco diabetes. Mi médico diceque podría no durar ni un mes. Pero preferiría morirbajo mi propio techo, y no en la cárcel.

Holmes se levantó y se sentó a la mesa conla pluma en la mano y un legajo de papeles delante.

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- Limítese a contarnos la verdad - dijo- . Yotomaré nota de los hechos. Usted lo firmará y Wat-son puede servir de testigo. Así podré, en últimoextremo, presentar su confesión para salvar al jovenMcCarthy. Le prometo que no la utilizaré a menosque sea absolutamente necesario.

- Perfectamente - dijo el anciano- . Es muydudoso que yo viva hasta el juicio, así que me im-porta bien poco, pero quisiera evitarle a Alice esegolpe. Y ahora, le voy a explicar todo el asunto. Laacción abarca mucho tiempo, pero tardaré muypoco en contarlo.

»Usted no conocía al muerto, a eseMcCarthy. Era el diablo en forma humana. Se loaseguro. Que Dios le libre de caer en las garras deun hombre así. Me ha tenido en sus manos duranteestos veinte años, y ha arruinado mi vida. Pero pri-mero le explicaré cómo caí en su poder.

»A principios de los sesenta, yo estaba enlas minas. Era entonces un muchacho impulsivo ytemerario, dispuesto a cualquier cosa; me enredécon malas compañías, me aficioné a la bebida, notuve suerte con mi mina, me eché al monte y, enuna palabra, me convertí en lo que aquí llaman unsalteador de caminos. Éramos seis, y llevábamos

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una vida de lo más salvaje, robando de vez encuando algún rancho, o asaltando las carretas quese dirigían a las excavaciones. Me hacía llamarBlack Jack de Ballarat, y aún se acuerdan en lacolonia de nuestra cuadrilla, la Banda de Ballarat.

»Un día partió un cargamento de oro de Ba-llarat a Melbourne, y nosotros lo emboscamos y loasaltamos. Había seis soldados de escolta contranosotros seis, de manera que la cosa estaba igua-lada, pero a la primera descarga vaciamos cuatromonturas. Aun así, tres de los nuestros murieronantes de que nos apoderáramos del botín. Apuntécon mi pistola a la cabeza del conductor del carro,que era el mismísimo McCarthy. Ojalá le hubiesematado entonces, pero le perdoné aunque vi susmalvados ojillos clavados en mi rostro, como si in-tentara retener todos mis rasgos. Nos largamos conel oro, nos convertimos en hombres ricos, y nosvinimos a Inglaterra sin despertar sospechas. Aquíme despedí de mis antiguos compañeros, decididoa establecerme y llevar una vida tranquila y respe-table. Compré esta finca, que casualmente estaba ala venta, y me propuse hacer algún bien con midinero, para compensar el modo en que lo habíaadquirido. Me casé, y aunque mi esposa murió jo-ven, me dejó a mi querida Alice. Aunque no era más

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que un bebé, su minúscula manita parecía guiarmepor el buen camino como no lo había hecho nadie.En una palabra, pasé una página de mi vida y meesforcé por reparar el pasado. Todo iba bien, hastaque McCarthy me echó las zarpas encima.

»Había ido a Londres para tratar de una in-versión, y me lo encontré en Regent Street, prácti-camente sin nada que ponerse encima.

»- Aquí estamos, Jack - me dijo, tocándomeel brazo- . Vamos a ser como una familia para ti.Somos dos, mi hijo y yo, y tendrás que ocuparte denosotros. Si no lo haces... bueno... Inglaterra es ungran país, respetuoso de la ley, y siempre hay unpolicía al alcance de la voz.

»Así que se vinieron al oeste, sin que hubie-ra forma de quitármelos de encima, y aquí han vivi-do desde entonces, en mis mejores tierras, sin pa-gar renta. Ya no hubo para mí reposo, paz ni posibi-lidad de olvidar; allá donde me volviera, veía a milado su cara astuta y sonriente. Y la cosa empeoróal crecer Alice, porque él en seguida se dio cuentade que yo tenía más miedo a que ella se enterarade mi pasado que de que lo supiera la policía. Mepedía todo lo que se le antojaba, y yo se lo dabatodo sin discutir: tierra, dinero, casas, hasta que por

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fin me pidió algo que yo no le podía dar: me pidió aAlice.

»Resulta que su hijo se había hecho mayor,igual que mi hija, y como era bien sabido que yo noandaba bien de salud, se le ocurrió la gran idea deque su hijo se quedara con todas mis propiedades.Pero aquí me planté. No estaba dispuesto a que sumaldita estirpe se mezclara con la mía. No es queme disgustara el muchacho, pero llevaba la sangrede su padre y con eso me bastaba. Me mantuvefirme. McCarthy me amenazó. Yo le desafié a quehiciera lo peor que se le ocurriera. Quedamos cita-dos en el estanque, a mitad de camino de nuestrasdos casas, para hablar del asunto.

»Cuando llegué allí, lo encontré hablandocon su hijo, de modo que encendí un cigarro y es-peré detrás de un árbol a que se quedara solo. Pe-ro, según le oía hablar, iba saliendo a flote todo elodio y el rencor que yo llevaba dentro. Estaba ins-tando a su hijo a que se casara con mi hija, con tanpoca consideración por lo que ella pudiera opinarcomo si se tratara de una buscona de la calle. Mevolvía loco al pensar que yo y todo lo que yo másquería estábamos en poder de un hombre semejan-te. ¿No había forma de romper las ataduras? Me

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quedaba poco de vida y estaba desesperado. Aun-que conservaba las facultades mentales y la fuerzade mis miembros, sabía que mi destino estaba se-llado. Pero ¿qué recuerdo dejaría y qué sería de mihija? Las dos cosas podían salvarse si conseguíahacer callar aquella maldita lengua. Lo hice, señorHolmes, y volvería a hacerlo. Aunque mis pecadoshan sido muy graves, he vivido un martirio parapurgarlos. Pero que mi hija cayera en las mismasredes que a mí me esclavizaron era más de lo quepodía soportar. No sentí más remordimientos algolpearlo que si se hubiera tratado de una alimañarepugnante y venenosa. Sus gritos hicieron volver alhijo, pero yo ya me había refugiado en el bosque,aunque tuve que regresar a por el capote que habíadejado caer al huir. Ésta es, caballeros, la verdad detodo lo que ocurrió.

- Bien, no me corresponde a mí juzgarle -dijo Holmes, mientras el anciano firmaba la declara-ción escrita que acababa de realizar- . Y ruego aDios que nunca nos veamos expuestos a semejantetentación.

- Espero que no, señor. ¿Y qué se proponeusted hacer ahora?

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- En vista de su estado de salud, nada. Us-ted mismo se da cuenta de que pronto tendrá queresponder de sus acciones ante un tribunal muchomás alto que el de lo penal. Conservaré su confe-sión y, si McCarthy resulta condenado, me veréobligado a utilizarla. De no ser así, jamás la veránojos humanos; y su secreto, tanto si vive usted co-mo si muere, estará a salvo con nosotros.

- Adiós, pues - dijo el anciano solemnemen-te- . Cuando les llegue la hora, su lecho de muertese les hará más llevadero al pensar en la paz quehan aportado al mío - y salió de la habitación tamba-leándose, con toda su gigantesca figura sacudidapor temblores.

- ¡Que Dios nos asista! - exclamó SherlockHolmes después de un largo silencio- . ¿Por qué elDestino les gasta tales jugarretas a los pobres gu-sanos indefensos? Siempre que me encuentro conun caso así, no puedo evitar acordarme de las pala-bras de Baxter y decir: «Allá va Sherlock Holmes,por la gracia de Dios».

James McCarthy resultó absuelto en el jui-cio, gracias a una serie de alegaciones que Holmespreparó y sugirió al abogado defensor. El viejo Tur-ner aún vivió siete meses después de nuestra en-

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trevista, pero ya falleció; y todo parece indicar queel hijo y la hija vivirán felices y juntos, ignorantes delnegro nubarrón que envuelve su pasado.

5. Las cinco semillas de naranja

Cuando repaso mis notas y apuntes de loscasos de Sherlock Holmes entre los años 1882 y1890, son tantos los que presentan aspectos extra-ños e interesantes que no resulta fácil decidir cuálesescoger y cuáles descartar. No obstante, algunosde ellos ya han recibido publicidad en la prensa yotros no ofrecían campo para las peculiares faculta-des que mi amigo poseía en tan alto grado, y queestos escritos tienen por objeto ilustrar. Hay tambiénalgunos que escaparon a su capacidad analítica yque, como narraciones, serían principios sin final; yotros sólo quedaron resueltos en parte, y su expli-cación se basa más en conjeturas y suposicionesque en la evidencia lógica absoluta a la que era tanaficionado. Sin embargo, hay uno de estos últimostan notable en sus detalles y tan sorprendente ensus resultados que me siento tentado de hacer unabreve exposición del mismo, a pesar de que algu-nos de sus detalles nunca han estado muy claros y,probablemente, nunca lo estarán.

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El año 87 nos proporcionó una larga seriede casos de mayor o menor interés, de los cualesconservo notas. Entre los archivados en estos docemeses, he encontrado una crónica de la aventurade la Sala Paradol, de la Sociedad de MendigosAficionados, que mantenía un club de lujo en labóveda subterránea de un almacén de muebles; loshechos relacionados con la desaparición del velerobritánico Sophy Anderson; la curiosa aventura de lafamilia Grice Patersons en la isla de Uffa; y, porúltimo, el caso del envenenamiento de Camberwell.Como se recordará, en este último caso SherlockHolmes consiguió, dando toda la cuerda al reloj delmuerto, demostrar que le habían dado cuerda doshoras antes y que, por lo tanto, el difunto se habíaido a la cama durante ese intervalo... una deducciónque resultó fundamental para resolver el caso. Esposible que en el futuro acabe de dar forma a todosestos, pero ninguno de ellos presenta característi-cas tan sorprendentes como el extraño encadena-miento de circunstancias que me propongo describira continuación.

Nos encontrábamos en los últimos días deseptiembre, y las tormentas equinocciales se noshabían echado encima con excepcional violencia.Durante todo el día, el viento había aullado y la

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lluvia había azotado las ventanas, de manera quehasta en el corazón del inmenso y artificial Londresnos veíamos obligados a elevar nuestros pensa-mientos, desviándolos por un instante de las rutinasde la vida, y aceptar la presencia de las grandesfuerzas elementales que rugen al género humanopor entre los barrotes de su civilización, como fierasenjauladas. Según avanzaba la tarde, la tormentase iba haciendo más ruidosa, y el viento aullaba ygemía en la chimenea como un niño. Sherlock Hol-mes estaba sentado melancólicamente a un lado dela chimenea, repasando sus archivos criminales,mientras yo me sentaba al otro lado, enfrascado enuno de los hermosos relatos marineros de ClarkRussell, hasta que el fragor de la tormenta de fuerapareció fundirse con el texto, y el salpicar de la llu-via se transformó en el batir de las olas. Mi esposahabía ido a visitar a una tía suya, y yo volvía a hos-pedarme durante unos días en mis antiguos apo-sentos de Baker Street.

- Caramba - dije, levantando la mirada haciami compañero- . ¿Eso ha sido el timbre de la puer-ta? ¿Quién podrá venir a estas horas? ¿Algún ami-go suyo?

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- Exceptuándole a usted, no tengo ninguno -respondió- . No soy aficionado a recibir visitas.

- ¿Un cliente, entonces?

- Si lo es, se trata de un caso grave. Nadiesaldría en un día como éste y a estas horas por algosin importancia. Pero me parece más probable quese trate de una amiga de la casera.

Sin embargo, Sherlock Holmes se equivo-caba en esta conjetura, porque se oyeron pasos enel pasillo y unos golpes en la puerta. Holmes estirósu largo brazo para apartar de su lado la lámpara yacercarla a la silla vacía en la que se sentaría elrecién llegado.

- Adelante - dijo.

El hombre que entró era joven, de unosveintidós años a juzgar por su fachada, bien arre-glado y elegantemente vestido, con cierto aire derefinamiento y delicadeza. El chorreante paraguasque sostenía en la mano y su largo y relucienteimpermeable hablaban bien a las claras de la furiatemporal que había tenido que afrontar. Miró ansio-samente a su alrededor a la luz de la lámpara, ypude observar su rostro pálido y sus ojos abatidos,

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como los de quien se siente abrumado por una graninquietud.

- Le debo una disculpa - dijo, alzándosehasta los ojos sus gafas- . Espero no interrumpir.Me temo que he traído algunos rastros de la tor-menta y la lluvia a su acogedora habitación.

- Déme su impermeable y su paraguas - dijoHolmes- . Pueden quedarse aquí en el percherohasta que se sequen. Veo que viene usted del su-roeste.

- Sí, de Horsham.

- Esa mezcla de arcilla y yeso que veo ensus punteras es de lo más característico.

- He venido en busca de consejo.

- Eso se consigue fácilmente.

- Y de ayuda.

- Eso no siempre es tan fácil.

- He oído hablar de usted, señor Holmes. Elmayor Prendergast me contó cómo le salvó usteden el escándalo del club Tankerville.

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- ¡Ah, sí! Se le acusó injustamente de hacertrampas con las cartas.

- Me dijo que usted es capaz de resolvercualquier problema.

- Eso es decir demasiado.

- Que jamás le han vencido.

- Me han vencido cuatro veces: tres hom-bres y una mujer.

- ¿Pero qué es eso en comparación con elnúmero de sus éxitos?

- Es cierto que por lo general he sido afortu-nado.

- Entonces, lo mismo puede suceder en micaso.

- Le ruego que acerque su silla al fuego yme adelante algunos detalles del mismo.

- No se trata de un caso corriente.

- Ninguno de los que me llegan lo es. Soycomo el último tribunal de apelación.

- Aun así, me permito dudar, señor, de queen todo el curso de su experiencia haya oído una

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cadena de sucesos más misteriosa e inexplicableque la que se ha forjado en mi familia.

- Me llena usted de interés - dijo Holmes- .Le ruego que nos comunique para empezarloshechos principales y luego ya le preguntaré acercade los detalles que me parezcan más importantes.

El joven arrimó la silla y estiró los empapa-dos pies hacia el fuego.

- Me llamo John Openshaw - dijo- , pero porlo que yo puedo entender, mis propios asuntos tie-nen poco que ver con este terrible enredo. Se tratade una cuestión hereditaria, así que, para que sehaga usted una idea de los hechos, tengo que re-montarme al principio de la historia.

»Debe usted saber que mi abuelo tuvo doshijos: mi tío Elías y mi padre Joseph. Mi padre teníauna pequeña industria en Coventry, que ampliócuando se inventó la bicicleta. Patentó la llantairrompible Openshaw, y su negocio tuvo tanto éxitoque pudo venderlo y retirarse con una posición fran-camente saneada.

»Mi tío Elías emigró a América siendo jo-ven, y se estableció como plantador en Florida,donde parece que le fue muy bien. Durante la gue-

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rra sirvió con las tropas de Jackson, y más tardecon las de Hood, donde alcanzó el grado de coro-nel. Cuando Lee depuso las armas, mi tío regresó asu plantación, donde permaneció tres o cuatro años.Hacia mil ochocientos sesenta y nueve o mil ocho-cientos setenta, regresó a Europa y adquirió unapequeña propiedad en Sussex, cerca de Horsham.Había amasado una considerable fortuna en losEstados Unidos, y si se marchó de allí fue por suaversión a los negros y su disgusto por la políticarepublicana de concederles la emancipación y elvoto. Era un hombre muy particular, violento e irrita-ble, muy malhablado cuando se enfurecía, y decarácter muy reservado. Durante todos los años quevivió en Horsham, no creo que jamás viniera a laciudad. Tenía un huerto y dos o tres campos alre-dedor de su casa, y allí solía hacer ejercicio, aunquemuchas veces no salía de su habitación en sema-nas enteras. Bebía mucho brandy y fumaba sinparar, pero no se trataba con nadie y no queríaamigos; ni siquiera quería ver a su hermano.

»No le importaba verme a mí, y de hechollegó a cogerme gusto, porque la primera vez queme vio era un chaval de doce años. Esto debió serhacia mil ochocientos setenta y ocho, cuando yallevaba ocho o nueve años en Inglaterra. Le pidió a

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mi padre que me permitiera ir a vivir con él, y seportó muy bien conmigo, a su manera. Cuando es-taba sobrio, le gustaba jugar al backgammon y a lasdamas, y me nombró representante suyo ante laservidumbre y los proveedores, de manera que paracuando cumplí dieciséis años yo ya era el amo de lacasa. Controlaba todas las llaves y podía ir dondequisiera y hacer lo que me diera la gana, siempreque no invadiera su intimidad. Había, sin embargo,una curiosa excepción, porque tenía un cuartito, unaespecie de trastero en el ático, que siempre estabacerrado y en el que no permitía que entrara yo niningún otro. Con la curiosidad propia de los chicos,yo había mirado más de una vez por la cerradura,pero nunca pude ver nada, aparte de la obligadacolección de baúles y bultos viejos que es de espe-rar en una habitación así.

»Un día... esto fue en marzo de mil ocho-cientos ochenta y tres... depositaron una carta consello extranjero sobre la mesa del coronel. Era muyraro que recibiera cartas, porque todas sus facturaslas pagaba al contado y no tenía amigos de ningunaclase. "¡De la India! - dijo al cogerla- . ¡Matasellosde Pondicherry! ¿Qué puede ser esto?" La abrióapresuradamente y del sobre cayeron cinco semi-llas de naranja secas, que tintinearon sobre la ban-

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deja. Casi me eché a reír, pero la risa se me borróde los labios al ver la cara de mi tío. Tenía la bocaabierta, los ojos saltones, la piel del color de la cera,y miraba fijamente el sobre que aún sostenía en sumano temblorosa. "K. K. K.", gimió, añadiendo lue-go: "¡Dios mío, Dios mío, mis pecados me han al-canzado al fin!"

»- ¿Qué es eso, tío? - exclamé.

»- ¡La muerte! - dijo él, y levantándose de lamesa se retiró a su habitación, dejándome estreme-cido de horror. Recogí el sobre y vi, garabateada entinta roja sobre la solapa interior, encima mismo delengomado, la letra K repetida tres veces. No habíanada más, a excepción de las cinco semillas secas.¿Cuál podía ser la razón de su incontenible espan-to? Dejé la mesa del desayuno y, al subir las esca-leras, me lo encontré bajando con una llave vieja yoxidada, que debía ser la del ático, en una mano, yuna cajita de latón, como de caudales, en la otra.

»- ¡Pueden hacer lo que quieran, que aúnlos ganaré por la mano! - dijo con un juramento- .Dile a Mary que encienda hoy la chimenea de mihabitación y haz llamar a Fordham, el abogado deHorsham.

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»Hice lo que me ordenaba, y cuando llegóel abogado me pidieron que subiera a la habitación.El fuego ardía vivamente, y en la rejilla había unamasa de cenizas negras y algodonosas, como depapel quemado; a un lado, abierta y vacía, estabatirada la caja de latón. Al mirar la caja, advertí consobresalto que en la tapa estaba grabada la triple Kque había leído en el sobre por la mañana.

»- Quiero, John, que seas testigo de mi tes-tamento - dijo mi tío- . Dejo mi propiedad, con todassus ventajas e inconvenientes, a mi hermano, tupadre, de quien, sin duda, la heredarás tú. Si pue-des disfrutarla en paz, mejor para ti. Si ves que nopuedes, sigue mi consejo, hijo mío, y déjasela a tupeor enemigo. Lamento dejaros un arma de dosfilos como ésta, pero no sé qué giro tomarán losacontecimientos. Haz el favor de firmar el documen-to donde el señor Fordham te indique.

»Firmé el papel como se me indicó, y elabogado se lo llevó. Como puede usted suponer,este curioso incidente me causó una profunda im-presión, y no hacía más que darle vueltas en lacabeza, sin conseguir sacar nada en limpio. Noconseguía librarme de una vaga sensación de mie-do que dejó a su paso, aunque la sensación se fue

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debilitando con el paso de las semanas, y no suce-dió nada que perturbara la rutina habitual de nues-tras vidas. Sin embargo, pude observar un cambioen mi tío. Bebía más que nunca y estaba más inso-ciable que de costumbre. Pasaba la mayor parte deltiempo en su habitación, con la puerta cerrada pordentro, pero a veces salía en una especie de frenesíalcohólico, y se lanzaba fuera de la casa para reco-rrer el jardín con un revólver en la mano, gritandoque él no tenía miedo a nadie y que no se dejaríaacorralar, como oveja en el redil, ni por hombres nipor diablos, Sin embargo, cuando se le pasaban losataques, corría precipitadamente a la puerta,cerrándola y atrancándola, como quien ya no puedehacer frente a un terror que surge de las raícesmismas de su alma. En tales ocasiones he visto surostro, incluso en días fríos, tan cubierto de sudorcomo si acabara de sacarlo del agua.

»Pues bien, para acabar con esto, señorHolmes, y no abusar de su paciencia, llegó unanoche en la que hizo una de aquellas salidas deborracho y no regresó. Cuando salimos a buscarlo,lo encontramos tendido boca abajo en un pequeñoestanque cubierto de espuma verde que hay al ex-tremo del jardín. No presentaba señales de violen-cia, y el agua sólo tenía dos palmos de profundidad,

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de manera que el jurado, teniendo en cuenta sufama de excéntrico, emitió un veredicto de suicidio.Pero yo, que sabía cómo se rebelaba ante el meropensamiento de la muerte, tuve muchas dificultadespara convencerme de que había salido deliberada-mente a buscarla. No obstante, el asunto quedódefinitivamente zanjado, y mi padre entró en pose-sión de la finca y de unas catorce mil libras que mitío tenía en el banco.

- Un momento - le interrumpió Holmes- . Yapuedo anticipar que su declaración va a ser una delas más notables que jamás he escuchado. Déjemeanotar la fecha en que su tío recibió la carta y lafecha de su supuesto suicidio.

- La carta llegó el diez de marzo de milochocientos ochenta y tres. La muerte ocurrió sietesemanas después, la noche del dos de mayo.

- Gracias. Continúe, por favor.

- Cuando mi padre se hizo cargo de la fincade Horsham, por indicación mía, llevó a cabo unaminuciosa inspección del ático que siempre habíapermanecido cerrado. Encontramos allí la caja delatón, aunque su contenido había sido destruido. Enel interior de la tapa había una etiqueta de papel,

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con las iniciales K. K. K., repetidas una vez más, ylas palabras «Cartas, informes, recibos y registro»escritas debajo. Suponemos que esto indicaba lanaturaleza de los papeles que había destruido elcoronel Openshaw. Por lo demás, no había en elático nada de mayor importancia, aparte de muchí-simos papeles revueltos y cuadernos con anotacio-nes de la vida de mi tío en América. Algunos erande la época de la guerra, y demostraban que habíacumplido bien con su deber, y que había ganadofama de soldado valeroso. Otros llevaban fecha delperíodo de reconstrucción de los estados del sur, ytrataban principalmente de política, resultando evi-dente que había participado de manera destacadaen la oposición a los políticos especuladores quehabían llegado del norte.

»Pues bien, a principios del ochenta y cua-tro mi padre se trasladó a vivir a Horsham, y todofue muy bien hasta enero del ochenta y cinco. Cua-tro días después de Año Nuevo, oí a mi padre lan-zar un fuerte grito de sorpresa cuando nos dispon-íamos a desayunar. Allí estaba sentado, con unsobre recién abierto en una mano y cinco semillasde naranja secas en la palma extendida de la otra.Siempre se había reído de lo que él llamaba midisparatada historia sobre el coronel, pero ahora

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que a él le sucedía lo mismo se le veía muy asusta-do y desconcertado.

»- Caramba, ¿qué demonios quiere deciresto, John? - tartamudeó.

»A mí se me había vuelto de plomo el co-razón.

»- ¡Es el K. K. K.! - dije.

»Mi padre miró el interior del sobre.

»- ¡Eso mismo! - exclamó- . Aquí están lasletras. Pero ¿qué es lo que hay escrito encima?

»- «Deja los papeles en el reloj de sol» - leí,mirando por encima de su hombro.

»- ¿Qué papeles? ¿Qué reloj de sol?

»—El reloj de sol del jardín. No hay otro - di-je yo- . Pero los papeles deben ser los que el tíodestruyó.

»- ¡Bah! - dijo él, echando mano a todo suvalor- . Aquí estamos en un país civilizado, y noaceptamos esta clase de estupideces. ¿De dóndeviene este sobre?

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»- De Dundee - respondí, mirando el mata-sellos.

»- Una broma de mal gusto - dijo él- . ¿Quétengo yo que ver con relojes de sol y papeles? Nopienso hacer caso de esta tontería.

»- Yo, desde luego, hablaría con la policía -dije.

»- Para que se rían de mí por habermeasustado. De eso, nada.

»- Pues deja que lo haga yo.

»- No, te lo prohilfo. No pienso armar un al-boroto por semejante idiotez.

»De nada me valió discutir con él, puessiempre fue muy obstinado. Sin embargo, a mí seme llenó el corazón de malos presagios.

»El tercer día después de la llegada de lacarta, mi padre se marchó de casa para visitar a unviejo amigo suyo, el mayor Freebody, que está almando de uno de los cuarteles de Portsdown Hill.Me alegré de que se fuera, porque me parecía quecuanto más se alejara de la casa, más se alejaríadel peligro. Pero en esto me equivoqué. Al segundodía de su ausencia, recibí un telegrama del mayor,

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rogándome que acudiera cuanto antes. Mi padrehabía caído en uno de los profundos pozos de calque abundan en la zona, y se encontraba en coma,con el cráneo roto. Acudí a toda prisa, pero expirósin recuperar el conocimiento. Según parece, regre-saba de Fareham al atardecer, y como no conocíala región y el pozo estaba sin vallar, el jurado novaciló en emitir un veredicto de «muerte por causasaccidentales». Por muy cuidadosamente que exa-miné todos los hechos relacionados con su muerte,fui incapaz de encontrar nada que sugiriera la ideade asesinato. No había señales de violencia, nihuellas de pisadas, ni robo, ni se habían visto des-conocidos por los caminos. Y sin embargo, no ne-cesito decirles que no me quedé tranquilo, ni muchomenos, y que estaba casi convencido de que habíasido víctima de algún siniestro complot.

»De esta manera tan macabra entré en po-sesión de mi herencia. Se preguntará usted por quéno me deshice de ella. La respuesta es que estabaconvencido de que nuestros apuros se derivaban dealgún episodio de la vida de mi tío, y que el peligrosería tan apremiante en una casa como en otra.

»Mi pobre padre halló su fin en enero delochenta y cinco, y desde entonces han transcurrido

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dos años y ocho meses. Durante este tiempo, hevivido feliz en Horsham y había comenzado a alber-gar esperanzas de que la maldición se hubiera ale-jado de la familia, habiéndose extinguido con laanterior generación. Sin embargo, había empezadoa sentirme tranquilo demasiado pronto. Ayer por lamañana cayó el golpe, exactamente de la mismaforma en que cayó sobre mi padre.

El joven sacó de su chaleco un sobre arru-gado y, volcándolo sobre la mesa, dejó caer cincopequeñas semillas de naranja secas.

- Éste es el sobre - prosiguió- . El matase-llos es de Londres, sector Este. Dentro están lasmismas palabras que aparecían en el mensaje querecibió mi padre: «K. K. K.», y luego «Deja los pape-les en el reloj de sol».

- ¿Y qué ha hecho usted? - preguntó Hol-mes.

- Nada.

- ¿Nada?

- A decir verdad - hundió la cabeza entresus blancas y delgadas manos- , me sentí indefen-so. Me sentí como uno de esos pobres conejos

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cuando la serpiente avanza reptando hacia él. Meparece estar en las garras de algún mal irresistible einexorable, del que ninguna precaución puede sal-varme.

- Tch, tch - exclamó Sherlock Holmes- . Tie-ne usted que actuar, hombre, o está perdido. Sólo laenergía le puede salvar. No es momento para en-tregarse a la desesperación.

- He acudido a la policía.

- ¿Ah, sí?

- Pero escucharon mi relato con una sonri-sa. Estoy convencido de que el inspector ha llegadoa la conclusión de que lo de las cartas es una bro-ma, y que las muertes de mis parientes fueron sim-ples accidentes, como dictaminó el jurado, y noguardan relación con los mensajes.

Holmes agitó en el aire los puños cerrados.

- ¡Qué increíble imbecilidad! - exclamó.

- Sin embargo, me han asignado un agente,que puede permanecer en la casa conmigo.

- ¿Ha venido con usted esta noche?

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- No, sus órdenes son permanecer en la ca-sa. Holmes volvió a gesticular en el aire.

- ¿Por qué ha acudido usted a mí? - pre-guntó- . Y sobre todo: ¿por qué no vino inmediata-mente?

- No sabía nada de usted. Hasta hoy, que lehablé al mayor Prendergast de mi problema, y él meaconsejó que acudiera a usted.

- Lo cierto es que han pasado dos días des-de que recibió usted la carta. Deberíamos habernospuesto en acción antes. Supongo que no tiene us-ted más datos que los que ha expuesto... ningúndetalle sugerente que pudiera sernos de utilidad.

- Hay una cosa - dijo John Openshaw. Re-buscó en el bolsillo de la chaqueta y sacó un trozode papel azulado y descolorido, que extendió sobrela mesa, diciendo- : Creo recordar vagamente queel día en que mi tío quemó los papeles, me parecióobservar que los bordes sin quemar que quedabanentre las cenizas eran de este mismo color. En-contré esta hoja en el suelo de su habitación, y meinclino a pensar que puede tratarse de uno de aque-llos papeles, que posiblemente se cayó de entre losotros y de este modo escapó de la destrucción.

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Aparte de que en él se mencionan las semillas, nocreo que nos ayude mucho. Yo opino que se tratade una página de un diario privado. La letra es, sinlugar a dudas, de mi tío.

Holmes cambió de sitio la lámpara y los dosnos inclinamos sobre la hoja de papel, cuyo borderasgado indicaba que, efectivamente, había sidoarrancada de un cuaderno. El encabezamiento de-cía «Marzo de 1869», y debajo se leían las siguien-tes y enigmáticas anotaciones:

«4. Vino Hudson. Lo mismo de siempre.

7. Enviadas semillas a McCauley, Paramorey Swain de St. Augustine.

9. McCauley se largó.

10. John Swain se largó.

11. Visita a Paramore. Todo va bien.»

- Gracias - dijo Holmes, doblando el papel ydevolviéndoselo a nuestro visitante- . Y ahora, nodebe usted perder un instante, por nada del mundo.No podemos perder tiempo ni para discutir lo queme acaba de contar. Tiene que volver a casa inme-diatamente y ponerse en acción.

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- ¿Y qué debo hacer?

- Sólo puede hacer una cosa. Y tiene quehacerla de inmediato. Tiene que meter esta hoja depapel que nos ha enseñado en la caja de latón queantes ha descrito. Debe incluir una nota explicandoque todos los demás papeles los quemó su tío, yque éste es el único que queda. Debe expresarlo deuna forma que resulte convincente. Una vez hechoesto, ponga la caja encima del reloj de sol, tal comole han indicado. ¿Ha comprendido?

- Perfectamente.

- Por el momento, no piense en venganzasni en nada por el estilo. Creo que eso podremoslograrlo por medio de la ley; pero antes tenemosque tejer nuestra red, mientras que la de ellos yaestá tejida. Lo primero en lo que hay que pensar esen alejar el peligro inminente que le amenaza. Losegundo, en resolver el misterio y castigar a losculpables.

- Muchas gracias - dijo el joven, levantándo-se y poniéndose el impermeable- . Me ha dado us-ted nueva vida y esperanza. Le aseguro que haré loque usted dice.

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- No pierda un instante. Y sobre todo, tengacuidado mientras tanto, porque no me cabe ningunaduda de que corre usted un peligro real e inminente.¿Cómo piensa volver?

- En tren, desde Waterloo.

- Aún no son las nueve. Las calles estaránllenas de gente, así que confío en que estará usteda salvo. Sin embargo, toda precaución es poca.

- Voy armado.

- Eso está muy bien. Mañana me pondré atrabajar en su caso.

- Entonces, ¿le veré en Horsham?

- No, su secreto se oculta en Londres. Esaquí donde lo buscaré.

- Entonces vendré yo a verle dentro de unoo dos días y le traeré noticias de la caja y los pape-les. Seguiré su consejo al pie de la letra.

Nos estrechó las manos y se marchó. Fue-ra, el viento seguía rugiendo y la lluvia golpeaba ysalpicaba en las ventanas. Aquella extraña y dispa-ratada historia parecía habernos llegado arrastradapor los elementos enfurecidos, como si la tempes-

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tad nos hubiera arrojado a la cara un manojo dealgas. Y ahora parecía que los elementos se la hab-ían tragado de nuevo.

Sherlock Holmes permaneció un buen ratosentado en silencio, con la cabeza inclinada haciaadelante y los ojos clavados en el rojo resplandordel fuego. Luego encendió su pipa y, echándosehacia atrás en su asiento, se quedó contemplandolos anillos de humo azulado que se perseguíanunos a otros hasta el techo.

- Creo, Watson, que entre todos nuestroscasos no ha habido ninguno más fantástico queéste - dijo por fin. - Exceptuando, tal vez, el del Sig-no de los Cuatro.

- Bueno, sí. Exceptuando, tal vez, ése. Aunasí, me parece que este John Openshaw se enfren-ta a mayores peligros que los Sholto.

- ¿Pero es que ya ha sacado una conclu-sión concreta acerca de la naturaleza de dichospeligros? - pregunté.

- No existe duda alguna sobre su naturaleza- respondió.

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- ¿Cuáles son, pues? ¿Quién es este K. K.K., y por qué persigue a esta desdichada familia?

Sherlock Holmes cerró los ojos y colocó loscodos sobre los brazos de su butaca, juntando laspuntas de los dedos.

- El razonador ideal - comentó- , cuando sele ha mostrado un solo hecho en todas sus implica-ciones, debería deducir de él no sólo toda la cadenade acontecimientos que condujeron al hecho, sinotambién todos los resultados que se derivan delmismo. Así como Cuvier podía describir correcta-mente un animal con sólo examinar un único hueso,el observador que ha comprendido a la perfecciónun eslabón de una serie de incidentes debería sercapaz de enumerar correctamente todos los demás,tanto anteriores como posteriores. Aún no tenemosconciencia de los resultados que se pueden obtenertan sólo mediante la razón. Se pueden resolver enel estudio problemas que han derrotado a todos losque han buscado la solución con la ayuda de lossentidos. Sin embargo, para llevar este arte a susniveles más altos, es necesario que el razonadorsepa utilizar todos los datos que han llegado a suconocimiento, y esto implica, como fácilmente com-prenderá usted, poseer un conocimiento total, cosa

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muy poco corriente, aun en estos tiempos de liber-tad educativa y enciclopedias. Sin embargo, no esimposible que un hombre posea todos los conoci-mientos que pueden resultarles útiles en su trabajo,y esto es lo que yo he procurado hacer en mi caso.Si no recuerdo mal, en los primeros tiempos denuestra amistad, usted definió en una ocasión mislímites de un modo muy preciso.

- Sí - respondí, echándome a reír- . Era undocumento muy curioso. Recuerdo que en filosofía,astronomía y política, le puse un cero. En botánica,irregular; en geología, conocimientos profundos enlo que respecta a manchas de barro de cualquierzona en cincuenta millas a la redonda de Londres.En química, excéntrico; en anatomía, poco sistemá-tico; en literatura, sensacionalista, y en historia delcrimen, único. Violinista, boxeador, esgrimista, abo-gado y autoenvenenador a base de cocaína y taba-co. Creo que ésos eran los aspectos principales demi análisis.

Holmes sonrió al escuchar el último aparta-do.

- Muy bien - dijo- . Digo ahora, como dije en-tonces, que uno debe amueblar el pequeño ático desu cerebro con todo lo que es probable que vaya a

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utilizar, y que el resto puede dejarlo guardado en eldesván de la biblioteca, de donde puede sacarlo silo necesita. Ahora bien, para un caso como el quenos han planteado esta noche es evidente que te-nemos que poner en juego todos nuestros recursos.Haga el favor de pasarme la letra K de la Enciclo-pedia americana que hay en ese estante junto austed. Gracias. Ahora, consideremos la situación yveamos lo que se puede deducir de ella. En primerlugar, podemos comenzar por la suposición de queel coronel Openshaw tenía muy buenas razonespara marcharse de América. Los hombres de suedad no cambian de golpe todas sus costumbres, niabandonan de buena gana el clima delicioso deFlorida por una vida solitaria en un pueblecitoinglés. Una vez en Inglaterra, su extremado apego ala soledad sugiere la idea de que tenía miedo dealguien o de algo, así que podemos adoptar comohipótesis de trabajo que fue el miedo a alguien o aalgo lo que le hizo salir de América. ¿Qué era lo quetemía? Eso sólo podemos deducirlo de las misterio-sas cartas que recibieron él y sus herederos. ¿Re-cuerda usted de dónde eran los matasellos de esascartas?

- El primero era de Pondicherry, el segundode Dundee, y el tercero de Londres.

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- Del este de Londres. ¿Qué deduce ustedde eso?

- Todos son puertos de mar. El que escribiólas cartas estaba a bordo de un barco.

- Excelente. Ya tenemos una pista. No cabeduda de que es probable, muy probable, que elremitente se encontrara a bordo de un barco. Yahora, consideremos otro aspecto. En el caso dePondicherry, transcurrieron siete semanas entre laamenaza y su ejecución; en el de Dundee, sólo treso cuatro días. ¿Qué le sugiere eso?

- La distancia a recorrer era mayor.

- Pero también la carta venía de más lejos.

- Entonces, no lo entiendo.

- Existe, por lo menos, una posibilidad deque el barco en el que va nuestro hombre, u hom-bres, sea un barco de vela. Parece como si siempreenviaran su curioso aviso o prenda por delante deellos, cuando salían a cumplir su misión. Ya ve elpoco tiempo transcurrido entre el crimen y la adver-tencia cuando ésta vino de Dundee. Si hubieranvenido de Pondicherry en un vapor, habrían llegadoal mismo tiempo que la carta. Y sin embargo, trans-

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currieron siete semanas. Creo que esas siete se-manas representan la diferencia entre el vapor quetrajo la carta y el velero que trajo al remitente.

- Es posible.

- Más que eso: es probable. Y ahora com-prenderá usted la urgencia mortal de este nuevocaso y por qué insistí en que el joven Openshawtomara precauciones. El golpe siempre se ha pro-ducido al cabo del tiempo necesario para que losremitentes recorran la distancia. Pero esta vez lacarta viene de Londres, y por lo tanto no podemoscontar con ningún retraso.

- ¡Dios mío! - exclamé- . ¿Qué puede signi-ficar esta implacable persecución?

- Es evidente que los papeles que Opens-haw conservaba tienen una importancia vital para lapersona o personas que viajan en el velero. Creoque está muy claro que deben ser más de uno. Unhombre solo no habría podido cometer dos asesina-tos de manera que engañasen a un jurado de ins-trucción. Deben ser varios, y tienen que ser gentedecidida y de muchos recursos. Están dispuestos ahacerse con esos papeles, sea quien sea el que lostenga en su poder. Así que, como ve, K. K. K. ya no

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son las iniciales de un individuo, sino las siglas deuna organización.

- ¿Pero de qué organización?

- ¿Nunca ha oído usted... - Sherlock Holmesse echó hacia adelante y bajó la voz- ...nunca haoído usted hablar del Ku Klux Klan?

- Nunca.

Holmes pasó las hojas del libro que teníasobre las rodillas.

- Aquí está - dijo por fin- . «Ku Klux Klan:Palabra que se deriva del sonido producido al amar-tillar un rifle. Esta terrible sociedad secreta fue fun-dada en los estados del sur por excombatientes delejército confederado después de la guerra civil, yrápidamente fueron surgiendo agrupaciones localesen diferentes partes del país, en especial en Ten-nessee, Louisiana, las Carolinas, Georgia y Florida.Empleaba la fuerza con fines políticos, sobre todopara aterrorizar a los votantes negros y para asesi-nar o expulsar del país a los que se oponían a susideas. Sus ataques solían ir precedidos de una ad-vertencia que se enviaba ala víctima, bajo algunaforma extravagante pero reconocible: en algunaspartes, un ramito de hojas de roble; en otras, semi-

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llas de melón o de naranja. Al recibir aviso, la vícti-ma podía elegir entre abjurar públicamente de supostura anterior o huir del país. Si se atrevía a hacerfrente a la amenaza, encontraba indefectiblementela muerte, por lo general de alguna manera extrañae imprevista. La organización de la sociedad era tanperfecta, y sus métodos tan sistemáticos, queprácticamente no se conoce ningún caso de quealguien se enfrentara a ella y quedara impune, ni deque se llegara a identificar a los autores de ningunade las agresiones. La organización funcionó activa-mente durante algunos años, a pesar de los esfuer-zos del gobierno de los Estados Unidos y de am-plios sectores de la comunidad sureña. Pero en elaño 1869 el movimiento se extinguió de golpe, aun-que desde entonces se han producido algunos re-surgimientos esporádicos de prácticas similares.»

- Se habrá dado cuenta - dijo Holmes, de-jando el libro- de que la repentina disolución de lasociedad coincidió con la desaparición de Opens-haw, que se marchó de América con sus papeles.Podría existir una relación de causa y efecto. No esde extrañar que él y su familia se vean acosadospor agentes implacables. Como comprenderá, esosregistros y diarios podrían implicar a algunos de lospersonajes más destacados del sur, y puede que

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muchos de ellos no duerman tranquilos hasta quesean recuperados.

- Entonces, la página que hemos visto...

- Es lo que parecía. Si no recuerdo mal, de-cía: «Enviadas semillas a A, B y C». Es decir, lasociedad les envió su aviso. Luego, en sucesivasanotaciones se dice que A y B se largaron, supongoque de la región, y por último que C recibió unavisita, me temo que con consecuencias funestaspara el tal C. Bien, doctor, creo que podemos arrojarun poco de luz sobre estas tinieblas, y creo que laúnica oportunidad que tiene el joven Openshawmientras tanto es hacer lo que le he dicho. Por estanoche, no podemos hacer ni decir más, así quepáseme mi violín y procuremos olvidar durante me-dia hora el mal tiempo y las acciones, aun peores,de nuestros semejantes.

La mañana amaneció despejada, y el solbrillaba con una luminosidad atenuada por la nebli-na que envuelve la gran ciudad. Sherlock Holmesya estaba desayunando cuando yo bajé.

- Perdone que no le haya esperado - dijo- .Presiento que hoy voy a estar muy atareado coneste asunto del joven Openshaw.

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- ¿Qué pasos piensa dar? - pregunté.

- Dependerá más que nada del resultado demis primeras averiguaciones. Puede que, despuésde todo, tenga que ir a Horsham.

- ¿Es que no piensa empezar por allí?

- No, empezaré por la City. Toque la cam-panilla y la doncella le traerá el café.

Mientras aguardaba, cogí de la mesa el pe-riódico, aún sin abrir, y le eché una ojeada. Mi mira-da se clavó en unos titulares que me helaron elcorazón.

- Holmes - exclamé- . Ya es demasiado tar-de.

- ¡Vaya! - dijo él, dejando su taza en la me-sa- . Me lo temía. ¿Cómo ha sido? - hablaba contranquilidad, pero pude darme cuenta de que estabaprofundamente afectado.

- Acabo de tropezarme con el nombre deOpenshaw y el titular «Tragedia junto al puente deWaterloo». Aquí está la crónica: «Entre las nueve ylas diez de la pasada noche, el agente de policíaCook, de la división H, de servicio en las proximida-des del puente de Waterloo, oyó un grito que pedía

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socorro y un chapoteo en el agua. Sin embargo, lanoche era sumamente oscura y tormentosa, por loque, a pesar de la ayuda de varios transeúntes,resultó imposible efectuar el rescate. No obstante,se dio la alarma y, con la ayuda de la policía fluvial,se consiguió por fin recuperar el cuerpo, que resultóser el de un joven caballero cuyo nombre, según sededuce de un sobre que llevaba en el bolsillo, eraJohn Openshaw, y que residía cerca de Horsham.Se supone que debía ir corriendo para tomar elúltimo tren de la estación de Waterloo, y que debidoa las prisas y la oscuridad reinante, se salió delcamino y cayó por el borde de uno de los pequeñosembarcaderos para los barcos fluviales. El cuerpono presenta señales de violencia, y parece fuera dedudas que el fallecido fue víctima de un desdichadoaccidente, que debería servir para llamar la atenciónde nuestras autoridades acerca del estado en quese encuentran los embarcaderos del río.»

Permanecimos sentados en silencio duranteunos minutos, y jamás había visto a Holmes tanalterado y deprimido como entonces.

- Esto hiere mi orgullo, Watson - dijo por fin-. Ya sé que es un sentimiento mezquino, pero hieremi orgullo. Esto se ha convertido en un asunto per-

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sonal y, si Dios me da salud, le echaré el guante aesa cuadrilla. ¡Pensar que acudió a mí en busca deayuda y que yo lo envié a la muerte! - se levantó deun salto y empezó a dar zancadas por la habitación,presa de una agitación incontrolable, con sus enju-tas mejillas cubiertas de rubor y sin dejar de abrir ycerrar nerviosamente sus largas y delgadas manos-. Tienen que ser astutos como demonios - exclamóal fin- ¿Cómo se las arreglaron para desviarle hastaallí? El embarcadero no está en el camino directo ala estación. No cabe duda de que el puente, a pesarde la noche que hacía, debía estar demasiado llenode gente para sus propósitos. Bueno, Watson, yaveremos quién vence a la larga. ¡Voy a salir!

- ¿A ver a la policía?

- No, yo seré mi propia policía. Cuando yohaya tendido mi red, podrán hacerse cargo de lasmoscas, pero no antes. Pasé todo el día dedicado amis tareas profesionales, y no regresé a BakerStreet hasta bien entrada la noche. Sherlock Hol-mes no había vuelto aún. Eran casi las diez cuandollegó, con aspecto pálido y agotado. Se acercó alaparador, arrancó un trozo de pan de la hogaza y lodevoró ávidamente, ayudándolo a pasar con ungran trago de agua.

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- Viene usted hambriento - comenté.

- Muerto de hambre. Se me olvidó comer.No había tomado nada desde el desayuno.

- ¿Nada?

- Ni un bocado. No he tenido tiempo depensar en ello.

- ¿Y qué tal le ha ido?

- Bien.

- ¿Tiene usted una pista?

- Los tengo en la palma de la mano. Lamuerte del joven Openshaw no quedará sin ven-ganza. Escuche, Watson, vamos a marcarlos con supropia marca diabólica. ¿Qué le parece la idea?

- ¿A qué se refiere?

Tomó del aparador una naranja, la hizo pe-dazos y exprimió las semillas sobre la mesa. Cogiócinco de ellas y las metió en un sobre. En la parteinterior de la solapa escribió «De S. H. a J. C.».Luego lo cerró y escribió la dirección: «Capitán Cal-houn, Barco Lone Star, Savannah, Georgia».

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- Le estará esperando cuando llegue a puer-to - dijo riendo por lo bajo- . Eso le quitará el sueñopor la noche. Será un anuncio de lo que le espera,tan seguro como lo fue para Openshaw.

- ¿Y quién es este capitán Calhoun?

- El jefe de la banda. Cogeré a los otros, pe-ro primero él.

- ¿Cómo lo ha localizado?

Sacó de su bolsillo un gran pliego de papel,completamente cubierto de fechas y nombres.

- He pasado todo el día - explicó- en los re-gistros de Lloyd's examinando periódicos atrasados,y siguiendo las andanzas de todos los barcos queatracaron en Pondicherry en enero y febrero delochenta y tres. Había treinta y seis barcos de buentonelaje que pasaron por allí durante esos meses.Uno de ellos, el Lone Star, me llamó inmediatamen-te la atención, porque, aunque figuraba como pro-cedente de Londres, el nombre, «Estrella Solitaria»,es el mismo que se aplica a uno de los estados dela Unión.

- Texas, creo.

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- No sé muy bien cuál; pero estaba segurode que el barco era de origen norteamericano.

- Y después, ¿qué?

- Busqué en los registros de Dundee, ycuando comprobé que el Lone Star había estado allíen enero del ochenta y cinco, mi sospecha se con-virtió en certeza. Pregunté entonces qué barcosestaban atracados ahora mismo en el puerto deLondres.

- ¿Y...?

- El Lone Star había llegado la semana pa-sada. Me fui hasta el muelle Albert y descubrí quehabía zarpado con la marea de esta mañana, rumboa su puerto de origen, Savannah. Telegrafié a Gra-vesend y me dijeron que había pasado por allí hacíaun buen rato. Como sopla viento del este, no mecabe duda de que ahora debe haber dejado atráslos Goodwins y no andará lejos de la isla de Wight.

- ¿Y qué va a hacer ahora?

- Oh, ya les tengo puesta la mano encima.Me he enterado de que él y los dos contramaestresson los únicos norteamericanos que hay a bordo.Los demás son finlandeses y alemanes.

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También he sabido que los tres pasaron lanoche fuera del barco. Me lo contó el estibador queestuvo subiendo su cargamento. Para cuando elvelero llegue a Savannah, el vapor correo habrállevado esta carta, y el telégrafo habrá informado ala policía de Savannah de que esos tres caballerosson reclamados aquí para responder de una acusa-ción de asesinato.

Sin embargo, siempre existe una grieta has-ta en el mejor trazado de los planes humanos, y losasesinos de John Openshaw no recibirían nunca lassemillas de naranja que les habrían anunciado queotra persona, tan astuta y decidida como ellos, lesiba siguiendo la pista. Las tormentas equinoccialesde aquel año fueron muy prolongadas y violentas.Durante semanas, esperamos noticias del Lone Starde Savannah, pero no nos llegó ninguna. Por fin nosenteramos de que en algún punto del Atlántico sehabía avistado el codaste destrozado de una lan-cha, zarandeado por las olas, que llevaba grabadaslas letras «L. S.», y eso es todo lo más que llegare-mos nunca a saber acerca del destino final del LoneStar.

6. El hombre del labio retorcido

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Isa Whitney, hermano del difunto ElíasWhitney, D. D., director del Colegio de Teología deSan Jorge, era adicto perdido al opio. Según tengoentendido, adquirió el hábito a causa de una típicaextravagancia de estudiante: habiendo leído en launiversidad la descripción que hacía De Quincey desus ensueños y sensaciones, había empapado sutabaco en láudano con la intención de experimentarlos mismos efectos. Descubrió, como han hechotantos otros, que resulta más fácil adquirir el hábitoque librarse de él, y durante muchos años vivió es-clavo de la droga, inspirando una mezcla de horror ycompasión a sus amigos y familiares. Todavía meparece que lo estoy viendo, con la cara amarillentay fofa, los párpados caídos y las pupilas reducidas aun puntito, encogido en una butaca y convertido enla ruina y los despojos de un buen hombre.

Una noche de junio de 1889 sonó el timbrede mi puerta, aproximadamente a la hora en queuno da el primer bostezo y echa una mirada al reloj.Me incorporé en mi asiento, y mi esposa dejó sulabor sobre el regazo y puso una ligera expresión dedesencanto.

- ¡Un paciente! - dijo- . Vas a tener que salir.

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Solté un gemido, porque acababa de regre-sar a casa después de un día muy fatigoso.

Oímos la puerta que se abría, unas pocasfrases presurosas, y después unos pasos rápidossobre el linóleo. Se abrió de par en par la puerta denuestro cuarto, y una dama vestida de oscuro y conun velo negro entró en la habitación.

- Perdonen ustedes que venga tan tarde -empezó a decir; y en ese mismo momento, perdien-do de repente el dominio de sí misma, se abalanzócorriendo sobre mi esposa, le echó los brazos alcuello y rompió a llorar sobre su hombro- . ¡Ay, ten-go un problema tan grande! - sollozó- . ¡Necesitotanto que alguien me ayude!

- ¡Pero si es Kate Whitney! - dijo mi esposa,alzándole el velo- . ¡Qué susto me has dado, Kate!Cuando entraste no tenía ni idea de quién eras.

- No sabía qué hacer, así que me vine dere-cho a verte. Siempre pasaba lo mismo. La genteque tenía dificultades acudía a mi mujer como lospájaros a la luz de un faro. - Has sido muy amableviniendo. Ahora, tómate un poco de vino con agua,siéntate cómodamente y cuéntanoslo todo. ¿0 pre-fieres que mande a james a la cama?

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- Oh, no, no. Necesito también el consejo yla ayuda del doctor. Se trata de Isa. No ha venido acasa en dos días. ¡Estoy tan preocupada por él!

No era la primera vez que nos hablaba delproblema de su marido, a mí como doctor, a miesposa como vieja amiga y compañera del colegio.La consolamos y reconfortamos lo mejor que pudi-mos. ¿Sabía dónde podía estar su marido? ¿Eraposible que pudiéramos hacerle volver con ella?

Por lo visto, sí que era posible. Sabía demuy buena fuente que últimamente, cuando le dabael ataque, solía acudir a un fumadero de opio situa-do en el extremo oriental de la City. Hasta entonces,sus orgías no habían pasado de un día, y siemprehabía vuelto a casa, quebrantado y tembloroso, alcaer la noche. Pero esta vez el maleficio llevabadurándole cuarenta y ocho horas, y sin duda allíseguía tumbado, entre la escoria de los muelles,aspirando el veneno o durmiendo bajo sus efectos.Su mujer estaba segura de que se le podía encon-trar en «El Lingote de Oro», en Upper SwandamLane. Pero ¿qué podía hacer ella? ¿Cómo iba ella,una mujer joven y tímida, a meterse en semejantesitio y sacar a su marido de entre los rufianes que lerodeaban?

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Así estaban las cosas y, desde luego, nohabía más que un modo de resolverlas. ¿No podíayo acompañarla hasta allí? Sin embargo, pensándo-lo bien, ¿para qué había de venir ella? Yo era elconsejero médico de Isa Whitney y, como tal, teníacierta influencia sobre él. Podía apañármelas mejorsi iba solo. Le di mi palabra de que antes de doshoras se lo enviaría a casa en un coche si de ver-dad se encontraba en la dirección que me habíadado.

Y así, al cabo de diez minutos, había aban-donado mi butaca y mi acogedor cuarto de estar, yviajaba a toda velocidad en un coche de alquilerrumbo al este, con lo que entonces me parecía unaextraña misión, aunque sólo el futuro me iba a de-mostrar lo extraña que era en realidad.

Sin embargo, no encontré grandes dificulta-des en la primera etapa de mi aventura. UpperSwandam Lane es una callejuela miserable, ocultadetrás de los altos muelles que se extienden en laorilla norte del río, al este del puente de Londres.Entre una tienda de ropa usada y un establecimien-to de ginebra encontré el antro que iba buscando, alque se llegaba por una empinada escalera que des-cendía hasta un agujero negro como la boca de una

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caverna. Ordené al cochero que aguardara y bajélos escalones, desgastados en el centro por el pasoincesante de pies de borrachos. A la luz vacilantede una lámpara de aceite colocada encima de lapuerta, encontré el picaporte y penetré en una habi-tación larga y de techo bajo, con la atmósfera espe-sa y cargada del humo pardo del opio, y equipadacon una serie de literas de madera, como el castillode proa de un barco de emigrantes.

A través de la penumbra se podían distin-guir a duras penas numerosos cuerpos, tumbadosen posturas extrañas y fantásticas, con los hombrosencorvados, las rodillas dobladas, las cabezasechadas hacia atrás y el mentón apuntando haciaarriba; de vez en cuando, un ojo oscuro y sin brillose fijaba en el recién llegado. Entre las sombrasnegras brillaban circulitos de luz, encendiéndose yapagándose, según que el veneno ardiera o seapagara en las cazoletas de las pipas metálicas. Lamayoría permanecía tendida en silencio, pero algu-nos murmuraban para sí mismos, y otros conversa-ban con voz extraña, apagada y monótona; su con-versación surgía en ráfagas y luego se desvanecíade pronto en el silencio, mientras cada uno seguíamascullando sus propios pensamientos, sin prestaratención a las palabras de su vecino. En el extremo

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más apartado había un pequeño brasero de carbón,y a su lado un taburete de madera de tres patas, enel que se sentaba un anciano alto y delgado, con labarbilla apoyada en los puños y los codos en lasrodillas, mirando fijamente el fuego.

Al verme entrar, un malayo de piel cetrinase me acercó rápidamente con una pipa y una por-ción de droga, indicándome una litera libre.

- Gracias, no he venido a quedarme - dije- .Hay aquí un amigo mío, el señor Isa Whitney, yquiero hablar con él. Hubo un movimiento y unaexclamación a mi derecha y, atisbando entre lastinieblas, distinguí a Whitney, pálido, ojeroso y des-aliñado, con la mirada fija en mí.

- ¡Dios mío! ¡Es Watson! - exclamó. Se en-contraba en un estado lamentable, con todos susnervios presa de temblores- . Oiga, Watson, ¿quéhora es?

- Casi las once.

- ¿De qué día?

- Del viernes, diecinueve de junio.

- ¡Cielo santo! ¡Creía que era miércoles! ¡Yes miércoles! ¿Qué se propone usted asustando a

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un amigo? - sepultó la cara entre los brazos y co-menzó a sollozar en tono muy agudo.

- Le digo que es viernes, hombre. Su espo-sa lleva dos días esperándole. ¡Debería estar aver-gonzado de sí mismo!

- Y lo estoy. Pero usted se equivoca, Wat-son, sólo llevo aquí unas horas... tres pipas, cuatropipas... ya no sé cuántas. Pero iré a casa con usted.¿Ha traído usted un coche?

- Sí, tengo uno esperando.

- Entonces iré en él. Pero seguramente de-bo algo. Averigüe cuánto debo, Watson. Me en-cuentro incapaz. No puedo hacer nada por mí mis-mo.

Recorrí el estrecho pasadizo entre la doblehilera de durmientes, conteniendo la respiraciónpara no inhalar el humo infecto y estupefaciente dela droga, y busqué al encargado. Al pasar al ladodel hombre alto que se sentaba junto al brasero,sentí un súbito tirón en los faldones de mi chaquetay una voz muy baja susurró: «Siga adelante y luegovuélvase a mirarme». Las palabras sonaron conabsoluta claridad en mis oídos. Miré hacia abajo.Sólo podía haberlas pronunciado el anciano que

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tenía a mi lado, y sin embargo continuaba sentadotan absorto como antes, muy flaco, muy arrugado,encorvado por la edad, con una pipa de opio caídaentre sus rodillas, como si sus dedos la hubierandejado caer de puro relajamiento. Avancé dos pa-sos y me volvía mirar. Necesité todo el dominio demí mismo para no soltar un grito de asombro. Elanciano se había vuelto de modo que nadie pudieraverlo más que yo. Su figura se había agrandado,sus arrugas habían desaparecido, los ojos apaga-dos habían recuperado su fuego, y allí, sentadojunto al brasero y sonriendo ante mi sorpresa, esta-ba ni más ni menos que Sherlock Holmes. Me indicócon un ligero gesto que me aproximara y, al instan-te, en cuanto volvió de nuevo su rostro hacia la con-currencia, se hundió una vez más en una senilidaddecrépita y babeante.

- ¡Holmes! - susurré- . ¿Qué demonios estáusted haciendo en este antro?

- Hable lo más bajo que pueda - respondió-. Tengo un oído excelente. Si tuviera usted la in-mensa amabilidad de librarse de ese degeneradoamigo suyo, me alegraría muchísimo tener una pe-queña conversación con usted.

- Tengo un coche fuera.

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- Entonces, por favor, mándelo a casa en él.Puede fiarse de él, porque parece demasiado hechopolvo como para meterse en ningún lío. Le reco-miendo también que, por medio del cochero, le env-íe una nota a su esposa diciéndole que ha unido susuerte a la mía. Si me espera fuera, estaré con us-ted en cinco minutos.

Resultaba difícil negarse a las peticiones deSherlock Holmes, porque siempre eran extraordina-riamente concretas y las exponía con un tono de lomás señorial. De todas maneras, me parecía queuna vez metido Whitney en el coche, mi misión hab-ía quedado prácticamente cumplida; y, por otra par-te, no podía desear nada mejor que acompañar a miamigo en una de aquellas insólitas aventuras queconstituían su modo normal de vida. Me bastaronunos minutos para escribir la nota, pagar la cuentade Whitney, llevarlo hasta el coche y verle partir através de la noche. Muy poco después, una decrépi-ta figura salía del fumadero de opio y yo caminabacalle abajo en compañía de Sherlock Holmes.Avanzó por un par de calles arrastrando los pies,con la espalda encorvada y el paso inseguro; y depronto, tras echar una rápida mirada a su alrededor,enderezó el cuerpo y estalló en una alegre carcaja-da.

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- Supongo, Watson - dijo- , que está ustedpensando que he añadido el fumar opio a las inyec-ciones de cocaína y demás pequeñas debilidadessobre las que usted ha tenido la bondad de emitir suopinión facultativa.

- Desde luego, me sorprendió encontrarloallí.

- No más de lo que me sorprendió a mí ver-le a usted.

- Yo vine en busca de un amigo.

- Y yo, en busca de un enemigo.

- ¿Un enemigo?

- Sí, uno de mis enemigos naturales o, si seme permite decirlo, de mis presas naturales. Enpocas palabras, Watson, estoy metido en una inte-resantísima investigación, y tenía la esperanza dedescubrir alguna pista entre las divagaciones inco-herentes de estos adictos, como me ha sucedidootras veces. Si me hubieran reconocido en aquelantro, mi vida no habría valido ni la tarifa de unahora, porque ya lo he utilizado antes para mis pro-pios fines, y el bandido del dueño, un antiguo mari-nero de las Indias Orientales, ha jurado vengarse de

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mí. Hay una trampilla en la parte trasera del edificio,cerca de la esquina del muelle de San Pablo, quepodría contar historias muy extrañas sobre lo quepasa a través de ella las noches sin luna.

- ¡Cómo! ¡No querrá usted decir cadáveres!

- Sí, Watson, cadáveres. Seríamos ricos sinos dieran mil libras por cada pobre diablo que haencontrado la muerte en ese antro. Es la trampamortal más perversa de toda la ribera del río, y metemo que Neville St. Clair ha entrado en ella para novolver a salir. Pero nuestro coche debería estar aquí- se metió los dos dedos índices en la boca y lanzóun penetrante silbido, una señal que fue respondidapor un silbido similar a lo lejos, seguido inmediata-mente por el traqueteo de unas ruedas y las pisadasde cascos de caballo.

- Y ahora, Watson - dijo Holmes, mientrasun coche alto, de un caballo, salía de la oscuridadarrojando dos chorros dorados de luz amarilla porsus faroles laterales- , ¿viene usted conmigo o no?

- Si puedo ser de alguna utilidad...

- Oh, un camarada de confianza siempreresulta útil. Y un cronista, más aún. Mi habitación deLos Cedros tiene dos camas.

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- ¿Los Cedros?

- Sí, así se llama la casa del señor St. Clair.Me estoy alojando allí mientras llevo a cabo la in-vestigación.

- ¿Y dónde está?

- En Kent, cerca de Lee. Tenemos por de-lante un trayecto de siete millas.

- Pero estoy completamente a oscuras.

- Naturalmente. Pero en seguida va a ente-rarse de todo. ¡Suba aquí! Muy bien, John, ya no lenecesitaremos. Aquí tiene media corona. Venga abuscarme mañana a eso de las once. Suelte lasriendas y hasta mañana.

Tocó al caballo con el látigo y salimos dis-parados a través de la interminable sucesión decalles sombrías y desiertas, que poco a poco sefueron ensanchando hasta que cruzamos a todavelocidad un amplio puente con balaustrada, mien-tras las turbias aguas del río se deslizaban perezo-samente por debajo. Al otro lado nos encontramosotra extensa desolación de ladrillo y cemento en-vuelta en un completo silencio, roto tan sólo por laspisadas fuertes y acompasadas de un policía o por

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los gritos y canciones de algún grupillo rezagado dejuerguistas. Una oscura cortina se deslizaba lenta-mente a través del cielo, y una o dos estrellas brilla-ban débilmente entre las rendijas de las nubes.Holmes conducía en silencio, con la cabeza caídasobre el pecho y toda la apariencia de encontrarsesumido en sus pensamientos, mientras yo, sentadoa su lado, me consumía de curiosidad por saber enqué consistía esta nueva investigación que parecíaestar poniendo a prueba sus poderes, a pesar de locual no me atrevía a entrometerme en el curso desus reflexiones. Llevábamos recorridas varias mi-llas, y empezábamos a entrar en el cinturón de resi-dencias suburbanas, cuando Holmes se desperezó,se encogió de hombros y encendió su pipa con elaire de un hombre satisfecho por estar haciéndolo lomejor posible.

- Watson, posee usted el don inapreciablede saber guardar silencio - dijo- . Eso le convierteen un compañero de valor incalculable. Le aseguroque me viene muy bien tener alguien con quienhablar, pues mis pensamientos no son demasiadoagradables. Me estaba preguntando qué le voy adecir a esta pobre mujer cuando salga esta noche arecibirme a la puerta.

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- Olvida usted que no sé nada del asunto.

- Tengo el tiempo justo de contarle loshechos antes de llegar a Lee. Parece un caso ridí-culamente sencillo y, sin embargo, no sé por qué,no consigo avanzar nada. Hay mucha madeja, ya locreo, pero no doy con el extremo del hilo. Bien,Watson, voy a exponerle el caso clara y concisa-mente, y tal vez usted pueda ver una chispa de luzdonde para mí todo son tinieblas.

- Adelante, pues.

- Hace unos años... concretamente, en ma-yo de mil ochocientos ochenta y cuatro, llegó a Leeun caballero llamado Neville St. Clair, que parecíatener dinero en abundancia. Adquirió una gran resi-dencia, arregló los terrenos con muy buen gusto y,en general, vivía a lo grande. Poco a poco, fuehaciendo amistades entre el vecindario, y en milochocientos ochenta y siete se casó con la hija deun cervecero de la zona, con la que tiene ya doshijos. No trabajaba en nada concreto, pero teníaintereses en varias empresas y venía todos los díasa Londres por la mañana, regresando por la tardeen el tren de las cinco catorce desde Cannon Street.El señor St. Clair tiene ahora treinta y siete años deedad, es hombre de costumbres moderadas, buen

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esposo, padre cariñoso, y apreciado por todos losque le conocen. Podríamos añadir que sus deudasactuales, hasta donde hemos podido averiguar,suman un total de ochenta y ocho libras y diez che-lines, y que su cuenta en el banco, el Capital &Counties Bank, arroja un saldo favorable de dos-cientas veinte libras. Por tanto, no hay razón parasuponer que sean problemas de dinero los que leatormentan.

»El lunes pasado, el señor Neville St. Clairvino a Londres bastante más temprano que de cos-tumbre, comentando antes de salir que tenía querealizar dos importantes gestiones, y que al volver letraería al niño pequeño un juego de construcciones.Ahora bien, por pura casualidad, su esposa recibióun telegrama ese mismo lunes, muy poco despuésde marcharse él, comunicándole que había llegadoun paquetito muy valioso que ella estaba esperan-do, y que podía recogerlo en las oficinas de laCompañía Naviera Aberdeen. Pues bien, si conoceusted Londres, sabrá que las oficinas de esta com-pañía están en Fresno Street, que hace esquina conUpper Swandam Lane, donde me ha encontradousted esta noche. La señora St. Clair almorzó, sefue a Londres, hizo algunas compras, pasó por laoficina de la compañía, recogió su paquete, y exac-

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tamente a las cuatro treinta y cinco iba caminandopor Swandam Lane camino de la estación. ¿Mesigue hasta ahora?

- Está muy claro.

- Quizá recuerde usted que el lunes hizomuchísimo calor, y la señora St. Clair iba andandodespacio, mirando por todas partes con la esperan-za de ver un coche de alquiler, porque no le gustabael barrio en el que se encontraba. Mientras bajabade esta manera por Swandam Lane, oyó de repenteun grito o una exclamación y se quedó helada deespanto al ver a su marido mirándola desde la ven-tana de un segundo piso y, según le pareció a ella,llamándola con gestos. La ventana estaba abierta ypudo verle perfectamente la cara, que según ellaparecía terriblemente agitada. Le hizo gestos frené-ticos con las manos y después desapareció de laventana tan repentinamente que a la mujer le pare-ció que alguna fuerza irresistible había tirado de élpor detrás. Un detalle curioso que llamó su femeni-na atención fue que, aunque llevaba puesta unaespecie de chaqueta oscura, como la que vestía alsalir de casa, no tenía cuello ni corbata.

»Convencida de que algo malo le sucedía,bajó corriendo los escalones - pues la casa no era

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otra que el fumadero de opio en el que usted me haencontrado- y tras atravesar a toda velocidad la saladelantera, intentó subir por las escaleras que llevanal primer piso. Pero al pie de las escaleras le salió alpaso ese granuja de marinero del que le he habla-do, que la obligó a retroceder y, con la ayuda de undanés que le sirve de asistente, la echó a la calle aempujones. Presa de los temores y dudas más en-loquecedores, corrió calle abajo y, por una rara yafortunada casualidad, se encontró en Fresno Stre-et con varios policías y un inspector que se dirigíana sus puestos de servicio. El inspector y dos hom-bres la acompañaron de vuelta al fumadero y, apesar de la pertinaz resistencia del propietario, seabrieron paso hasta la habitación en la que St. Clairfue visto por última vez. No había ni rastro de él. Dehecho, no encontraron a nadie en todo el piso, conexcepción de un inválido decrépito de aspecto re-pugnante. Tanto él como el propietario juraron insis-tentemente que en toda la tarde no había entradonadie en aquella habitación. Su negativa era tanfirme que el inspector empezó a tener dudas, y casihabía llegado a creer que la señora St. Clair habíavisto visiones cuando ésta se abalanzó con un gritosobre una cajita de madera que había en la mesa ylevantó la tapa violentamente, dejando caer una

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cascada de ladrillos de juguete. Era el regalo que élhabía prometido llevarle a su hijo.

»Este descubrimiento, y la evidente confu-sión que demostró el inválido, convencieron al ins-pector de que se trataba de un asunto grave. Seregistraron minuciosamente las habitaciones, y to-dos los resultados parecían indicar un crimen abo-minable. La habitación delantera estaba amuebladacon sencillez como sala de estar, y comunicaba conun pequeño dormitorio que da a la parte posteriorde uno de los muelles. Entre el muelle y el dormito-rio hay una estrecha franja que queda en seco du-rante la marea baja, pero que durante la marea altaqueda cubierta por metro y medio de agua, por lomenos. La ventana del dormitorio es bastante anchay se abre desde abajo. Al inspeccionarla, se encon-traron manchas de sangre en el alféizar, y tambiénen el suelo de madera se veían varias gotas disper-sas. Tiradas detrás de una cortina en la habitacióndelantera, se encontraron todas las ropas del señorNeville St. Clair, a excepción de su chaqueta: suszapatos, sus calcetines, su sombrero y su reloj...todo estaba allí. No se veían señales de violenciaen ninguna de las prendas, ni se encontró ningúnotro rastro del señor St. Clair. Al parecer, tenían quehaberlo sacado por la ventana, ya que no se pudo

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encontrar otra salida, y las ominosas manchas desangre en la ventana daban pocas esperanzas deque hubiera podido salvarse a nado, porque la ma-rea estaba en su punto más alto en el momento dela tragedia.

»Y ahora, hablemos de los maleantes queparecen directamente implicados en el asunto. Sa-bemos que el marinero es un tipo de pésimos ante-cedentes, pero, según el relato de la señora St.Clair, se encontraba al pie de la escalera a los po-cos segundos de la desaparición de su marido, porlo que difícilmente puede haber desempeñado másque un papel secundario en el crimen. Se defendióalegando absoluta ignorancia, insistiendo en que élno sabía nada de las actividades de Hugh Boone,su inquilino, y que no podía explicar de ningún mo-do la presencia de las ropas del caballero desapa-recido.

»Esto es lo que hay respecto al marinero.Pasemos ahora al siniestro inválido que vive en lasegunda planta del fumadero de opio y que, sinduda, fue el último ser humano que puso sus ojosen el señor St. Clair. Se llama Hugh Boone, y todoel que va mucho por la City conoce su repugnantecara. Es mendigo profesional, aunque para burlar

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los reglamentos policiales finge vender cerillas.Puede que se haya fijado usted en que, bajando unpoco por Threadneedle Street, en la acera izquier-da, hay un pequeño recodo en la pared. Allí es don-de se instala cada día ese engendro, con las pier-nas cruzadas y su pequeño surtido de cerillas en elregazo. Ofrece un espectáculo tan lamentable queprovoca una pequeña lluvia de caridad sobre lagrasienta gorra de cuero que coloca en la aceradelante de él. Más de una vez lo he estado obser-vando, sin tener ni idea de que llegaría a relacio-narme profesionalmente con él, y me ha sorprendi-do lo mucho que recoge en poco tiempo. Tenga encuenta que su aspecto es tan llamativo que nadiepuede pasar a su lado sin fijarse en él. Una mata decabello anaranjado, un rostro pálido y desfiguradopor una horrible cicatriz que, al contraerse, ha retor-cido el borde de su labio superior, una barbilla debulldog y un par de ojos oscuros y muy penetrantes,que contrastan extraordinariamente con el color desu pelo, todo ello le hace destacar de entre la masavulgar de pedigüeños: También destaca por su in-genio, pues siempre tiene a mano una respuestapara cualquier pulla que puedan dirigirle los tran-seúntes. Éste es el hombre que, según acabamosde saber, vive en lo alto del fumadero de opio y fue

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la última persona que vio al caballero que andamosbuscando.

- ¡Pero es un inválido! - dije- . ¿Qué podríahaber hecho él solo contra un hombre en la flor dela vida?

- Es inválido en el sentido de que cojea alandar; pero en otros aspectos, parece tratarse deun hombre fuerte y bien alimentado. Sin duda, Wat-son, su experiencia médica le habrá enseñado quela debilidad en un miembro se compensa a menudocon una fortaleza excepcional en los demás.

- Por favor, continúe con su relato.

- La señora St. Clair se había desmayado alver la sangre en la ventana, y la policía la llevó encoche a su casa, ya que su presencia no podíaayudarles en las investigaciones. El inspector Bar-ton, que estaba a cargo del caso, examinó muydetenidamente el local, sin encontrar nada que arro-jara alguna luz sobre el misterio. Se cometió unerror al no detener inmediatamente a Boone, ya queasí dispuso de unos minutos para comunicarse consu compinche el marinero, pero pronto se puso re-medio a esta equivocación y Boone fue detenido yregistrado, sin que se encontrara nada que pudiera

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incriminarle. Es cierto que había manchas de san-gre en la manga derecha de su camisa, pero en-señó su dedo índice, que tenía un corte cerca de lauña, y explicó que la sangre procedía de allí, aña-diendo que poco antes había estado asomado a laventana y que las manchas observadas allí proced-ían, sin duda, de la misma fuente. Negó hasta lasaciedad haber visto en su vida al señor Neville St.Clair, y juró que la presencia de las ropas en suhabitación resultaba tan misteriosa para él comopara la policía. En cuanto a la declaración de laseñora St. Clair, que afirmaba haber visto a su ma-rido en la ventana, alegó que estaría loca o lo habr-ía soñado. Se lo llevaron a comisaría entre ruidosasprotestas, mientras el inspector se quedaba en lacasa, con la esperanza de que la bajamar aportaraalguna nueva pista.

Y así fue, aunque lo que encontraron en elfango no era lo que temían encontrar. Lo que apa-reció al retirarse la marea fue la chaqueta de NevilleSt. Clair, y no el propio Neville St. Clair. ¿Y qué creeque encontraron en los bolsillos?

- No tengo ni idea.

- No creo que pueda adivinarlo. Todos losbolsillos estaban repletos de peniques y medios

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peniques: en total, cuatrocientos veintiún peniques ydoscientos setenta medios peniques. No es de ex-trañar que la marea no se la llevara. Pero un cuerpohumano es algo muy diferente. Hay un fuerte remo-lino entre el muelle y la casa. Parece bastante pro-bable que la chaqueta se quedara allí debido alpeso, mientras el cuerpo desnudo era arrastradohacia el río.

- Pero, según tengo entendido, todas susdemás ropas se encontraron en la habitación. ¿Esque el cadáver iba vestido sólo con la chaqueta?

- No, señor, los datos pueden ser muy en-gañosos. Suponga que este tipo, Boone, ha tirado aNeville St. Clair por la ventana, sin que le haya vistonadie. ¿Qué hace a continuación? Por supuesto,pensará inmediatamente en librarse de las ropasdelatoras. Coge la chaqueta, y está a punto de tirar-la cuando se le ocurre que flotará en vez de hundir-se. Tiene poco tiempo, porque ha oído el alboroto alpie de la escalera, cuando la esposa intenta subir, ypuede que su compinche el marinero le haya avisa-do ya de que la policía viene corriendo calle arriba.No hay un instante que perder. Corre hacia algúnescondrijo secreto, donde ha ido acumulando losfrutos de su mendicidad, y mete en los bolsillos de

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la chaqueta todas las monedas que puede, paraasegurarse de que se hunda. La tira, y habría hecholo mismo con las demás prendas de no haber oídopasos apresurados en la planta baja, de maneraque sólo le queda tiempo para cerrar la ventanaantes de que la policía aparezca.

- Desde luego, parece factible.

- Bien, lo tomaremos como hipótesis de tra-bajo, a falta de otra mejor. Como ya le he dicho,detuvieron a Boone y lo llevaron a comisaría, perono se le pudo encontrar ningún antecedente delicti-vo. Se sabía desde hacía muchos años que eramendigo profesional, pero parece que llevaba unavida bastante tranquila e inocente. Así están lascosas por el momento, y nos hallamos tan lejoscomo al principio de la solución de las cuestionespendientes: qué hacía Neville St. Clair en el fuma-dero de opio, qué le sucedió allí, dónde está ahora yqué tiene que ver Hugh Boone con su desaparición.Confieso que no recuerdo en toda mi experiencia uncaso que pareciera tan sencillo a primera vista yque, sin embargo, presentara tantas dificultades.

Mientras Sherlock Holmes iba exponiendolos detalles de esta singular serie de acontecimien-tos, rodábamos a toda velocidad por las afueras de

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la gran ciudad, hasta que dejamos atrás las últimascasas desperdigadas y seguimos avanzando con unseto rural a cada lado del camino. Pero cuandoterminó, pasábamos entre dos pueblecitos de casasdispersas, en cuyas ventanas aún brillaban unascuantas luces.

- Estamos a las afueras de Lee - dijo micompañero- . En esta breve carrera hemos pisadotres condados ingleses, partiendo de Middlesex,pasando de refilón por Surreyy terminando en Kent.¿Ve aquella luz entre los árboles? Es Los Cedros, ydetrás de la lámpara está sentada una mujer cuyosansiosos oídos han captado ya, sin duda alguna, elruido de los cascos de nuestro caballo.

- Pero ¿por qué no lleva usted el caso des-de Baker Street?

- Porque hay mucho que investigar aquí. Laseñora St. Clair ha tenido la amabilidad de ponerdos habitaciones a mi disposición, y puede ustedtener la seguridad de que dará la bienvenida a miamigo y compañero. Me espanta tener que verla,Watson, sin traer noticias de su marido. En fin, aquíestamos. ¡So, caballo, soo!

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Nos habíamos detenido frente a una granmansión con terreno propio. Un mozo de cuadrashabía corrido a hacerse cargo del caballo y, trasdescender del coche, seguí a Holmes por un estre-cho y ondulante sendero de grava que llevaba a lacasa. Cuando ya estábamos cerca, se abrió la puer-ta y una mujer menuda y rubia apareció en el mar-co, vestida con una especie de mousseline- de-soie, con apliques de gasa rosa y esponjosa en elcuello y los puños. Permaneció inmóvil, con su si-lueta recortada contra la luz, una mano apoyada enla puerta, la otra a medio alzar en un gesto de an-siedad, el cuerpo ligeramente inclinado, adelantan-do la cabeza y la cara, con ojos impacientes y labiosentreabiertos. Era la estampa viviente misma de laincertidumbre.

- ¿Y bien? - gimió- . ¿Qué hay?

Y entonces, viendo que éramos dos, soltóun grito de esperanza que se transformó en un ge-mido al ver que mi compañero meneaba la cabeza yse encogía de hombros.

- ¿No hay buenas noticias?

- No hay ninguna noticia.

- ¿Tampoco malas?

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- Tampoco.

- Demos gracias a Dios por eso. Pero en-tren. Estará usted cansado después de tan largajornada.

- Le presento a mi amigo el doctor Watson.Su ayuda ha resultado fundamental en varios demis casos y, por una afortunada casualidad, hepodido traérmelo e incorporarlo a esta investigación.

- Encantada de conocerlo - dijo ella, es-trechándome calurosamente la mano- . Estoy segu-ra que sabrá disculpar las deficiencias que encuen-tre, teniendo en cuenta la desgracia tan repentinaque nos ha ocurrido.

- Querida señora - dije- . Soy un viejo sol-dado y, aunque no lo fuera, me doy perfecta cuentade que huelgan las disculpas. Me sentiré muy satis-fecho si puedo resultar de alguna ayuda para ustedo para mi compañero aquí presente.

- Y ahora, señor Sherlock Holmes - dijo laseñora mientras entrábamos en un comedor bieniluminado, en cuya mesa estaba servida una comidafría- , me gustaría hacerle un par de preguntas fran-cas, y le ruego que las respuestas sean igualmentefrancas.

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- Desde luego, señora.

- No se preocupe por mis sentimientos. Nosoy histérica ni propensa a los desmayos. Simple-mente, quiero conocer su auténtica opinión.

- ¿Sobre qué punto?

- En el fondo de su corazón, ¿cree ustedque Neville está vivo?

Sherlock Holmes pareció incómodo ante lapregunta. - ¡Francamente! - repitió ella, de pie sobrela alfombra y mirándolo fijamente desde lo alto,mientras Holmes se retrepaba en un sillón de mim-bre.

- Pues, francamente, señora: no.

- ¿Cree usted que ha muerto?

- Sí.

- ¿Asesinado?

- No puedo asegurarlo. Es posible.

- ¿Y qué día murió?

- El lunes.

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- Entonces, señor Holmes, ¿tendría usted labondad de explicar cómo es posible que haya reci-bido hoy esta carta suya? Sherlock Holmes se le-vantó de un salto, como si hubiera recibido unadescarga eléctrica.

- ¿Qué? - rugió.

- Sí, hoy mismo - dijo ella, sonriendo y sos-teniendo en alto una hojita de papel.

- ¿Puedo verla?

- Desde luego.

Se la arrebató impulsivamente y, extendien-do la carta sobre la mesa, acercó una lámpara y laexaminó con detenimiento. Yo me había levantadode mi silla y miraba por encima de su hombro. Elsobre era muy ordinario, y traía matasellos de Gra-vesend y fecha de aquel mismo día, o más bien deldía anterior, pues ya era mucho más de mediano-che.

- ¡Qué mal escrito! - murmuró Holmes- . Nocreo que esta sea la letra de su marido, señora.

- No, pero la de la carta sí que lo es.

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- Observo, además, que la persona que es-cribió el sobre tuvo que ir a preguntar la dirección.

- ¿Cómo puede saber eso?

- El nombre, como ve, está en tinta perfec-tamente negra, que se ha secado sola. El resto esde un color grisáceo, que demuestra que se hautilizado papel secante. Si lo hubieran escrito todoseguido y lo hubieran secado con secante, no habr-ía ninguna letra tan negra. Esta persona ha escritoel nombre y luego ha hecho una pausa antes deescribir la dirección, lo cual sólo puede significarque no le resultaba familiar. Por supuesto, se tratatan sólo de un detalle trivial, pero no hay nada tanimportante como los detalles triviales. Veamos aho-ra la carta. ¡Ajá! ¡Aquí dentro había algo más!

- Sí, había un anillo. El anillo con su sello.

- ¿Y está usted segura de que ésta es la le-tra de su marido?

- Una de sus letras.

- ¿Una?

- Su letra de cuando escribe con prisas. Esmuy diferente de su letra habitual, a pesar de lo cualla conozco bien. - «Querida, no te asustes. Todo

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saldrá bien. Se ha cometido un terrible error, quequizá tarde algún tiempo en rectificar. Ten pacien-cia, Neville.» Escrito a lápiz en la guarda de un libro,formato octavo, sin marca de agua. Echado al co-rreo hoy en Gravesend, por un hombre con el pulgarsucio. ¡Ajá! Y la solapa la ha pegado, si no me equi-voco, una persona que ha estado mascando tabaco.¿Y usted no tiene ninguna duda de que se trata dela letra de su esposo, señora? - Ninguna. Esto loescribió Neville.

- Y lo han echado al correo hoy en Grave-send. Bien, señora St. Clair, las nubes se despejan,aunque no me atrevería a decir que ha pasado elpeligro.

- Pero tiene que estar vivo, señor Holmes.

- A menos que se trate de una hábil falsifi-cación para ponernos sobre una pista falsa. Al fin yal cabo, el anillo no demuestra nada. Se lo puedenhaber quitado.

- ¡No, no, es su letra, lo es, lo es, lo es!

- Muy bien. Sin embargo, puede haberseescrito el lunes y no haberse echado al correo hastahoy.

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- Eso es posible.

- De ser así, han podido ocurrir muchas co-sas entre tanto. - Ay, no me desanime usted, señorHolmes. Estoy segura de que se encuentra bien.Existe entre nosotros una comunicación tan intensaque si le hubiera pasado algo malo, yo lo sabría. Elmismo día en que le vi por última vez, se cortó en eldormitorio, y yo, que estaba en el comedor, subícorriendo al instante, con la plena seguridad de quealgo había ocurrido. ¿Cree usted que puedo res-ponder a semejante trivialidad y, sin embargo, nodarme cuenta de que ha muerto?

- He visto demasiado como para no saberque la intuición de una mujer puede resultar más útilque las conclusiones de un razonador analítico. Y,desde luego, en esta carta tiene usted una pruebabien palpable que corrobora su punto de vista. Perosi su marido está vivo y puede escribirle cartas,¿por qué no se pone en contacto con usted?

- No tengo ni idea. Es incomprensible.

- ¿No comentó nada el lunes antes de mar-charse?

- No.

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- Y a usted le sorprendió verlo en SwandanLane.

- Mucho.

- ¿Estaba abierta la ventana?

- Sí.

- Entonces, él podía haberla llamado.

- Podía, sí.

- Pero, según tengo entendido, sólo lanzóun grito inarticulado.

- En efecto.

- Que a usted le pareció una llamada deauxilio.

- Sí, porque agitaba las manos.

- Pero podría haberse tratado de un grito desorpresa. El asombro, al verla de pronto a usted,podría haberle hecho levantar las manos.

- Es posible.

- Y a usted le pareció que tiraban de él des-de atrás.

- Como desapareció tan bruscamente...

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- Pudo haber saltado hacia atrás. Usted novio a nadie más en la habitación.

- No, pero aquel hombre confesó que habíaestado allí, y el marinero se encontraba al pie de laescalera.

- En efecto. Su esposo, por lo que ustedpudo ver, ¿llevaba puestas sus ropas habituales?

- Pero sin cuello. Vi perfectamente su cuellodesnudo.

- ¿Había mencionado alguna vez SwandamLane?

- Nunca.

- ¿Alguna vez dio señales de haber tomadoopio?

- Nunca.

- Gracias, señora St. Clair. Estos son losprincipales detalles que quería tener absolutamenteclaros. Ahora comeremos un poco y después nosretiraremos, pues mañana es posible que tengamosuna jornada muy atareada.

Teníamos a nuestra disposición una habita-ción amplia y confortable, con dos camas, y no

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tardé en meterme entre las sábanas, pues me en-contraba fatigado por la noche de aventuras. Sinembargo, Sherlock Holmes era un hombre quecuando tenía en la cabeza un problema sin resolver,podía pasar días, y hasta una semana, sin dormir,dándole vueltas, reordenando los datos, consi-derándolos desde todos los puntos de vista, hastaque lograba resolverlo o se convencía de que losdatos eran insuficientes. Pronto me resultó evidenteque se estaba preparando para pasar la noche envela. Se quitó la chaqueta y el chaleco, se puso unaamplia bata azul y empezó a vagar por la habita-ción, recogiendo almohadas de la cama y cojinesdel sofá y las butacas. Con ellos construyó una es-pecie de diván oriental, en el que se instaló con laspiernas cruzadas, colocando delante de él una onzade tabaco fuerte y una caja de cerillas. Pude verloallí sentado a la luz mortecina de la lámpara, conuna vieja pipa de brezo entre los labios, los ojosausentes, fijos en un ángulo del techo, despren-diendo volutas de humo azulado, callado, inmóvil,con la luz cayendo sobre sus marcadas y aguileñasfacciones. Así se encontraba cuando me fui a dor-mir, y así continuaba cuando una súbita exclama-ción suya me despertó, y vi que la luz del sol yaentraba en el cuarto. La pipa seguía entre sus la-

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bios, el humo seguía elevándose en volutas, y unaespesa niebla de tabaco llenaba la habitación, perono quedaba nada del paquete de tabaco que yohabía visto la noche anterior.

- ¿Está despierto, Watson? - preguntó.

- Sí.

- ¿Listo para una excursión matutina?

- Desde luego.

- Entonces, vístase. Aún no se ha levantadonadie, pero sé dónde duerme el mozo de cuadras, ypronto tendremos preparado el coche.

Al hablar, se reía para sus adentros, le cen-telleaban los ojos y parecía un hombre diferente delsombrío pensador de la noche anterior.

Mientras me vestía, eché un vistazo al reloj.No era de extrañar que nadie se hubiera levantadoaún. Eran las cuatro y veinticinco. Apenas habíaterminado cuando Holmes regresó para anunciarque el mozo estaba enganchando el caballo.

- Quiero poner a prueba una pequeña hipó-tesis mía - dijo, mientras se ponía las botas- . Creo,Watson, que tiene usted delante a uno de los más

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completos idiotas de toda Europa. Merezco que melleven a patadas desde aquí a Charing Cross. Perome parece que ya tengo la clave del asunto.

- ¿Y dónde está? - pregunté, sonriendo.

- En el cuarto de baño - respondió- . No, noestoy bromeando - continuó, al ver mi gesto de in-credulidad- . Acabo de estar allí, la he cogido y latengo dentro de esta maleta Gladstone. Venga,compañero, y veremos si encaja o no en la cerradu-ra.

Bajamos lo más rápidamente posible y sa-limos al sol de la mañana. El coche y el caballo yaestaban en la carretera, con el mozo de cuadras amedio vestir aguardando delante. Subimos al vehí-culo y salimos disparados por la carretera de Lon-dres. Rodaban por ella algunos carros que llevabanverduras a la capital, pero las hileras de casas delos lados estaban tan silenciosas e inertes comouna ciudad de ensueño.

- En ciertos aspectos, ha sido un caso muycurioso - dijo Holmes, azuzando al caballo paraponerlo al galope- . Confieso que he estado másciego que un topo, pero más vale aprender tardeque no aprender nunca.

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En la ciudad, los más madrugadores ape-nas empezaban a asomarse medio dormidos a laventana cuando nosotros penetramos por las callesdel lado de Surrey. Bajamos por Waterloo BridgeRoad, cruzamos el río y subimos a toda velocidadpor Wellington Street, para allí torcer bruscamente ala derecha y llegar a Bow Street. Sherlock Holmesera bien conocido por el cuerpo de policía, y los dosagentes de la puerta le saludaron. Uno de ellossujetó las riendas del caballo, mientras el otro noshacía entrar.

- ¿Quién está de guardia? - preguntó Hol-mes.

- El inspector Bradstreet, señor.

- Ah, Bradstreet, ¿cómo está usted? - unhombre alto y corpulento había surgido por el corre-dor embaldosado, con una gorra de visera y cha-queta con alamares- . Me gustaría hablar unas pa-labras con usted, Bradstreet.

- Desde luego, señor Holmes. Pase a midespacho.

Era un despachito pequeño, con un libroenorme encima de la mesa y un teléfono de pared.El inspector se sentó ante el escritorio.

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- ¿Qué puedo hacer por usted, señor Hol-mes?

- Se trata de ese mendigo, el que está acu-sado de participar en la desaparición del señor Ne-ville St. Clair, de Lee.

- Sí. Está detenido mientras prosiguen lasinvestigaciones.

- Eso he oído. ¿Lo tienen aquí?

- En los calabozos.

- ¿Está tranquilo?

- No causa problemas. Pero cuidado que esguarro.

- ¿Guarro?

- Sí, lo más que hemos conseguido es quese lave las manos, pero la cara la tiene tan negracomo un fogonero. En fin, en cuanto se decida sucaso tendrá que bañarse periódicamente en lacárcel, y si usted lo viera, creo que estaría deacuerdo conmigo en que lo necesita.

- Me gustaría muchísimo verlo.

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- ¿De veras? Pues eso es fácil. Venga poraquí. Puede dejar la maleta.

- No, prefiero llevarla.

- Como quiera. Vengan por aquí, por favor -nos guió por un pasillo, abrió una puerta con barro-tes, bajó una escalera de caracol, y nos introdujo enuna galería encalada con una hilera de puertas acada lado.

- La tercera de la derecha es la suya - dijo elinspector- . ¡Aquí está! - abrió sin hacer ruido unventanuco en la parte superior de la puerta y miró alinterior- . Está dormido - dijo- . Podrán verle perfec-tamente.

Los dos aplicamos nuestros ojos a la rejilla.El detenido estaba tumbado con el rostro vueltohacia nosotros, sumido en un profundo sueño, res-pirando lenta y ruidosamente. Era un hombre deestatura mediana, vestido toscamente, como co-rrespondía a su oficio, con una camisa de coloresque asomaba por los rotos de su andrajosa chaque-ta. Tal como el inspector había dicho, estaba sucí-simo, pero la porquería que cubría su rostro no lo-graba ocultar su repulsiva fealdad. El ancho cos-turón de una vieja cicatriz le recorría la cara desde

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el ojo a la barbilla, y al contraerse había tirado dellabio superior dejando al descubierto tres dientes enuna perpetua mueca. Unas greñas de cabello rojomuy vivo le caían sobre los ojos y la frente.

- Una preciosidad, ¿no les parece? - dijo elinspector.

- Desde luego, necesita un lavado - con-testó Holmes- . Se me ocurrió que podría necesitar-lo y me tomé la libertad de traer el instrumental ne-cesario - mientras hablaba, abrió la maleta Gladsto-ne y, ante mi asombro, sacó de ella una enormeesponja de baño.

- ¡Ja, ja! Es usted un tipo divertido - rió elinspector.

- Ahora, si tiene usted la inmensa bondadde abrir con mucho cuidado esta puerta, no tarda-remos en hacerle adoptar un aspecto mucho másrespetable.

- Caramba, ¿por qué no? - dijo el inspector-. Es un descrédito para los calabozos de Bow Stre-et, ¿no les parece?

Introdujo la llave en la cerradura y todos en-tramos sin hacer ruido en la celda. El durmiente se

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dio media vuelta y volvió a hundirse en un profundosueño. Holmes se inclinó hacia el jarro de agua,mojó su esponja y la frotó con fuerza dos vecessobre el rostro del preso.

- Permítame que les presente - exclamó- alseñor Neville St. Clair, de Lee, condado de Kent.

Jamás en mi vida he presenciado un es-pectáculo semejante. El rostro del hombre se des-prendió bajo la esponja como la corteza de un árbol.Desapareció su repugnante color pardusco. Des-apareció también la horrible cicatriz que lo cruzaba,y lo mismo el labio retorcido que formaba aquellamueca repulsiva. Los desgreñados pelos rojos sedesprendieron de un tirón, y ante nosotros quedó,sentado en el camastro, un hombre pálido, de ex-presión triste y aspecto refinado, pelo negro y pielsuave, frotándose los ojos y mirando a su alrededorcon asombro soñoliento. De pronto, dándose cuentade que le habían descubierto, lanzó un alarido y sedejó caer, hundiendo el rostro en la almohada.

- ¡Por todos los santos! - exclamó el inspec-tor- . ¡Pero si es el desaparecido! ¡Lo reconozco porlas fotografías!

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El preso se volvió con el aire indiferente dequien se abandona en manos del destino.

- De acuerdo - dijo- . Y ahora, por favor, ¿dequé se me acusa?

- De la desaparición del señor Neville St....¡Oh, vamos, no se le puede acusar de eso, a menosque lo presente como un intento de suicidio! - dijo elinspector, sonriendo- . Caramba, llevo veintisieteaños en el cuerpo, pero esto se lleva la palma.

- Si yo soy Neville St. Clair, resulta evidenteque no se ha cometido ningún delito y, por lo tanto,mi detención aquí es ilegal.

- No se ha cometido delito alguno, pero síun tremendo error - dijo Holmes- . Más le habríavalido confiar en su mujer.

- No era por ella, era por los niños - gimió eldetenido- . ¡Dios mío, no quería que se avergonza-ran de su padre! ¡Dios santo, qué vergüenza! ¿Quévoy a hacer ahora?

Sherlock Holmes se sentó junto a él en la li-tera y le dio unas palmaditas en el hombro.

- Si deja usted que los tribunales esclarez-can el caso - dijo- , es evidente que no podrá evitar

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la publicidad. Por otra parte, si puede convencer alas autoridades policiales de que no hay motivospara proceder contra usted, no veo razón para quelos detalles de lo ocurrido lleguen a los periódicos.Estoy seguro de que el inspector Bradstreet tomaránota de todo lo que quiera usted declarar para po-nerlo en conocimiento de las autoridades competen-tes. En tal caso, el asunto no tiene por qué llegar alos tribunales.

- ¡Que Dios le bendiga! - exclamó el presocon fervor- . Habría soportado la cárcel, e incluso laejecución, antes que permitir que mi miserable se-creto cayera como un baldón sobre mis hijos.

»Son ustedes los primeros que escuchan mihistoria. Mi padre era maestro de escuela en Ches-terfield, donde recibí una excelente educación. Dejoven viajé por el mundo, trabajé en el teatro y porúltimo me hice reportero en un periódico vespertinode Londres. Un día, el director quería que se hicierauna serie de artículos sobre la mendicidad en lacapital, y yo me ofrecí voluntario para hacerlo. Éstefue el punto de partida de mis aventuras. La únicamanera de obtener datos para mis artículos erapracticando como mendigo aficionado. Naturalmen-te, cuando trabajé como actor había aprendido to-

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dos los trucos del maquillaje, y tenía fama en loscamerinos por mi habilidad en la materia. Así quedecidí sacar partido de mis conocimientos. Me pintéla cara y, para ofrecer un aspecto lo más penosoposible, me hice una buena cicatriz y me retorcí unlado del labio con ayuda de una tira de esparadrapocolor carne. Y después, con una peluca roja y vesti-do adecuadamente, ocupé mi puesto en la zonamás concurrida de la City, aparentando vender ceri-llas, pero en realidad pidiendo. Desempeñé mi pa-pel durante siete horas y cuando volví a casa por lanoche descubrí, con gran sorpresa, que había reco-gido nada menos que veintiséis chelines y cuatropeniques.

»Escribí mis artículos y no volví a pensar enel asunto hasta que, algún tiempo después, avaléuna letra de un amigo y de pronto me encontré conuna orden de pago por valor de veinticinco libras.Me volví loco intentando reunir el dinero y de repen-te se me ocurrió una idea. Solicité al acreedor unaprórroga de quince días, pedí vacaciones a misjefes y me dediqué a pedir limosna en la City, dis-frazado. En diez días había reunido el dinero y pa-gado la deuda.

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»Pues bien, se imaginarán lo difícil que meresultó someterme de nuevo a un trabajo fatigosopor dos libras a la semana, sabiendo que podíaganar esa cantidad en un día con sólo pintarme lacara, dejar la gorra en el suelo y esperar sentado.Hubo una larga lucha entre mi orgullo y el dinero,pero al final ganó el dinero, dejé el periodismo y mefui a sentar, un día tras otro, en el mismo rincón delprincipio, inspirando lástima con mi espantosa caray llenándome los bolsillos de monedas. Sólo unhombre conocía mi secreto: el propietario de untugurio de Swandam Lane donde tenía alquiladauna habitación. De allí salía cada mañana como unmendigo mugriento, y por la tarde me transformabaen un caballero elegante, vestido a la última. Esteindividuo, un antiguo marinero, recibía una magnífi-ca paga por sus habitaciones, y yo sabía que misecreto estaba seguro en sus manos.

»Muy pronto me encontré con que estabaahorrando sumas considerables de dinero. No pre-tendo decir que cualquier mendigo que ande por lascalles de Londres pueda ganar setecientas libras alaño - que es menos de lo que yo ganaba por térmi-no medio- , pero yo contaba con importantes venta-jas en mi habilidad para la caracterización y tambiénen mi facilidad para las réplicas ingeniosas, que fui

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perfeccionando con la práctica hasta convertirme enun personaje bastante conocido en la City. Todoslos días caía sobre mí una lluvia de peniques, conalguna que otra moneda de plata intercalada, y muymal se me tenía que dar para no sacar por lo menosdos libras.

»A medida que me iba haciendo rico, me fuivolviendo más ambicioso: adquirí una casa en elcampo y me casé, sin que nadie llegara a sospe-char a qué me dedicaba en realidad. Mi queridaesposa sabía que tenía algún negocio en la City.Poco se imaginaba en qué consistía.

»El lunes pasado, había terminado mi jor-nada y me estaba vistiendo en mi habitación, enci-ma del fumadero de opio, cuando me asomé a laventana y vi, con gran sorpresa y consternación, ami esposa parada en mitad de la calle, con los ojosclavados en mí. Solté un grito de sorpresa, levantélos brazos para taparme la cara y corrí en busca demi confidente, el marinero, instándole a que nopermitiese a nadie subir a donde yo estaba. Oí lavoz de mi mujer en la planta baja, pero sabía que nola dejarían subir. Rápidamente me quité mis ropas,me puse las de mendigo y me apliqué el maquillajey la peluca. Ni siquiera los ojos de una esposa podr-

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ían penetrar un disfraz tan perfecto. Pero entoncesse me ocurrió que podrían registrar la habitación ylas ropas me delatarían. Abrí la ventana con talviolencia que se me volvió a abrir un corte que mehabía hecho por la mañana en mi casa. Cogí lachaqueta con todas las monedas que acababa detransferir de la bolsa de cuero en la que guardabamis ganancias. La tiré por la ventana y desaparecióen las aguas del Támesis. Habría hecho lo mismocon las demás prendas, pero en aquel momentollegaron los policías corriendo por la escalera y a lospocos minutos descubrí, debo confesar que congran alivio por mi parte, que en lugar de identificar-me como el señor Neville St. Clair, se me deteníapor su asesinato.

»Creo que no queda nada por explicar. Es-taba decidido a mantener mi disfraz todo el tiempoque me fuera posible, y de ahí mi insistencia en nolavarme la cara. Sabiendo que mi esposa estaríaterriblemente preocupada, me quité el anillo y se lopasé al marinero en un momento en que ningúnpolicía me miraba, junto con una notita apresurada,diciéndole que no debía temer nada.

- La nota no llegó a sus manos hasta ayer -dijo Holmes.

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- ¡Santo Dios! ¡Qué semana debe de haberpasado!

- La policía ha estado vigilando a ese mari-nero - dijo el inspector Bradstreet- , y no me extrañaque le haya resultado difícil echar la carta sin que levieran. Probablemente, se la entregaría a algúnmarinero cliente de su casa, que no se acordó delencargo en varios días.

- Así debió de ser, no me cabe duda - dijoHolmes, asintiendo- . Pero ¿nunca le han detenidopor pedir limosna?

- Muchas veces; pero ¿qué significaba paramí una multa?

- Sin embargo, esto tiene que terminar aquí- dijo Bradstreet- . Si quiere que la policía eche tie-rra al asunto, Hugh Boone debe dejar de existir.

- Lo he jurado con el más solemne de los ju-ramentos que puede hacer un hombre.

- En tal caso, creo que es probable que elasunto no siga adelante. Pero si volvemos a topar-nos con usted, todo saldrá a relucir. Verdaderamen-te, señor Holmes, estamos en deuda con usted por

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haber esclarecido el caso. Me gustaría saber cómoobtiene esos resultados.

- Éste lo obtuve - dijo mi amigo- sentándo-me sobre cinco almohadas y consumiendo una on-za de tabaco. Creo, Watson, que, si nos ponemosen marcha hacia Baker Street, llegaremos a tiempopara el desayuno.

7. El carbunclo azul

Dos días después de la Navidad, pasé a vi-sitar a mi amigo Sherlock Holmes con la intenciónde transmitirle las felicitaciones propias de la época.Lo encontré tumbado en el sofá, con una bata mo-rada, el colgador de las pipas a su derecha y unmontón de periódicos arrugados, que evidentemen-te acababa de estudiar, al alcance de la mano. Allado del sofá había una silla de madera, y de unaesquina de su respaldo colgaba un sombrero defieltro ajado y mugriento, gastadísimo por el uso yroto por varias partes. Una lupa y unas pinzas deja-das sobre el asiento indicaban que el sombrerohabía sido colgado allí con el fin de examinarlo.

- Veo que está usted ocupado - dije- . ¿Leinterrumpo?

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- Nada de eso. Me alegro de tener un amigocon el que poder comentar mis conclusiones. Setrata de un caso absolutamente trivial - señaló conel pulgar el viejo sombrero- , pero algunos detallesrelacionados con él no carecen por completo deinterés, e incluso resultan instructivos.

Me senté en su butaca y me calenté lasmanos en la chimenea, pues estaba cayendo unabuena helada y los cristales estaban cubiertos deplacas de hielo.

- Supongo - comenté- que, a pesar de suaspecto inocente, ese objeto tendrá una historiaterrible... o tal vez es la pista que le guiará a la solu-ción de algún misterio y al castigo de algún delito.

- No, qué va. Nada de crímenes - dijo Sher-lock Holmes, echándose a reír- . Tan sólo uno deesos incidentes caprichosos que suelen sucedercuando tenemos cuatro millones de seres humanosapretujados en unas pocas millas cuadradas. Entrelas acciones y reacciones de un enjambre humanotan numeroso, cualquier combinación de aconteci-mientos es posible, y pueden surgir muchos peque-ños problemas que resultan extraños y sorprenden-tes, sin tener nada de delictivo. Ya hemos tenidoexperiencias de ese tipo.

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- Ya lo creo - comenté- . Hasta el punto deque, de los seis últimos casos que he añadido a misarchivos, hay tres completamente libres de delito,en el aspecto legal.

- Exacto. Se refiere usted a mi intento derecuperar los papeles de Irene Adler, al curiosocaso de la señorita Mary Sutherland, y a la aventuradel hombre del labio retorcido. Pues bien, no mecabe duda de que este asuntillo pertenece a lamisma categoría inocente. ¿Conoce usted a Peter-son, el recadero?

- Sí.

- Este trofeo le pertenece.

- ¿Es su sombrero?

- No, no, lo encontró. El propietario es des-conocido. Le ruego que no lo mire como un sombre-rucho desastrado, sino como un problema intelec-tual. Veamos, primero, cómo llegó aquí. Llegó lamañana de Navidad, en compañía de un gansocebado que, no me cabe duda, ahora mismo seestá asando en la cocina de Peterson. Los hechosson los siguientes. A eso de las cuatro de la maña-na del día de Navidad, Peterson, que, como ustedsabe, es un tipo muy honrado, regresaba de alguna

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pequeña celebración y se dirigía a su casa bajandopor Tottenham Court Road. A la luz de las farolasvio a un hombre alto que caminaba delante de él,tambaleándose un poco y con un ganso blanco alhombro. Al llegar a la esquina de Goodge Street, seprodujo una trifulca entre este desconocido y ungrupillo de maleantes. Uno de éstos le quitó el som-brero de un golpe; el desconocido levantó su bastónpara defenderse y, al enarbolarlo sobre su cabeza,rompió el escaparate de la tienda que tenía detrás.Peterson había echado a correr para defender aldesconocido contra sus agresores, pero el hombre,asustado por haber roto el escaparate y viendo unapersona de uniforme que corría hacia él, dejó caerel ganso, puso pies en polvorosa y se desvanecióen el laberinto de callejuelas que hay detrás deTottenham Court Road. También los matones huye-ron al ver aparecer a Peterson, que quedó dueñodel campo de batalla y también del botín de guerra,formado por este destartalado sombrero y un impe-cable ejemplar de ganso de Navidad.

- ¿Cómo es que no se los devolvió a sudueño?

- Mi querido amigo, en eso consiste el pro-blema. Es cierto que en una tarjetita atada a la pata

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izquierda del ave decía «Para la señora de HenryBaker», y también es cierto que en el forro de estesombrero pueden leerse las iniciales «H. B.»; perocomo en esta ciudad nuestra existen varios miles deBakers y varios cientos de Henry Bakers, no resultanada fácil devolverle a uno de ellos sus propiedadesperdidas.

- ¿Y qué hizo entonces Peterson?

- La misma mañana de Navidad me trajo elsombrero y el ganso, sabiendo que a mí me intere-san hasta los problemas más insignificantes. Hemosguardado el ganso hasta esta mañana, cuandoempezó a dar señales de que, a pesar de la helada,más valía comérselo sin retrasos innecesarios. Asípues, el hombre que lo encontró se lo ha llevadopara que cumpla el destino final de todo ganso, y yosigo en poder del sombrero del desconocido caba-llero que se quedó sin su cena de Navidad.

- ¿No puso ningún anuncio?

- No.

- ¿Y qué pistas tiene usted de su identidad?

- Sólo lo que podemos deducir.

- ¿De su sombrero?

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- Exactamente.

- Está usted de broma. ¿Qué se podría sa-car de esa ruina de fieltro?

- Aquí tiene mi lupa. Ya conoce usted mismétodos. ¿Qué puede deducir usted referente a lapersonalidad del hombre que llevaba esta prenda?

Tomé el pingajo en mis manos y le di un parde vueltas de mala gana. Era un vulgar sombreronegro de copa redonda, duro y muy gastado. Elforro había sido de seda roja, pero ahora estabacasi completamente descolorido. No llevaba elnombre del fabricante, pero, tal como Holmes habíadicho, tenía garabateadas en un costado las inicia-les «H. B.». El ala tenía presillas para sujetar unagoma elástica, pero faltaba ésta. Por lo demás, es-taba agrietado, lleno de polvo y cubierto de man-chas, aunque parecía que habían intentado disimu-lar las partes descoloridas pintándolas con tinta.

- No veo nada - dije, devolviéndoselo a miamigo.

- Al contrario, Watson, lo tiene todo a la vis-ta. Pero no es capaz de razonar a partir de lo queve. Es usted demasiado tímido a la hora de hacerdeducciones.

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- Entonces, por favor, dígame qué deduceusted de este sombrero.

Lo cogió de mis manos y lo examinó conaquel aire introspectivo tan característico.

- Quizás podría haber resultado más suge-rente - dijo- , pero aun así hay unas cuantas deduc-ciones muy claras, y otras que presentan, por lomenos, un fuerte saldo de probabilidad. Por supues-to, salta a la vista que el propietario es un hombrede elevada inteligencia, y también que hace menosde tres años era bastante rico, aunque en la actuali-dad atraviesa malos momentos. Era un hombreprevisor, pero ahora no lo es tanto, lo cual pareceindicar una regresión moral que, unida a su decliveeconómico, podría significar que sobre él actúaalguna influencia maligna, probablemente la bebida.Esto podría explicar también el hecho evidente deque su mujer ha dejado de amarle.

- ¡Pero... Holmes, por favor!

- Sin embargo, aún conserva un cierto gra-do de amor propio - continuó, sin hacer caso de misprotestas- . Es un hombre que lleva una vida seden-taria, sale poco, se encuentra en muy mala formafísica, de edad madura, y con el pelo gris, que se ha

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cortado hace pocos días y en el que se aplica fija-dor. Éstos son los datos más aparentes que se de-ducen de este sombrero. Además, dicho sea depaso, es sumamente improbable que tenga instala-ción de gas en su casa.

- Se burla usted de mí, Holmes.

- Ni muchos menos. ¿Es posible que aúnahora, cuando le acabo de dar los resultados, seausted incapaz de ver cómo los he obtenido?

- No cabe duda de que soy un estúpido, pe-ro tengo que confesar que soy incapaz de seguirle.Por ejemplo: ¿de dónde saca que el hombre esinteligente?

A modo de respuesta, Holmes se encas-quetó el sombrero en la cabeza. Le cubría por com-pleto la frente y quedó apoyado en el puente de lanariz.

- Cuestión de capacidad cúbica - dijo- . Unhombre con un cerebro tan grande tiene que teneralgo dentro.

- ¿Y su declive económico?

- Este sombrero tiene tres años. Fue por en-tonces cuando salieron estas alas planas y curva-

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das por los bordes. Es un sombrero de la mejorcalidad. Fíjese en la cinta de seda con remates y enla excelente calidad del forro. Si este hombre podíapermitirse comprar un sombrero tan caro hace tresaños, y desde entonces no ha comprado otro, esindudable que ha venido a menos.

- Bueno, sí, desde luego eso está claro. ¿Yeso de que era previsor, y lo de la regresión moral?

Sherlock Holmes se echó a reír.

- Aquí está la precisión - dijo, señalando conel dedo la presilla para enganchar la goma sujeta-sombreros- . Ningún sombrero se vende con esto.El que nuestro hombre lo hiciera poner es señal deun cierto nivel de previsión, ya que se tomó la mo-lestia de adoptar esta precaución contra el viento.Pero como vemos que desde entonces se le ha rotola goma y no se ha molestado en cambiarla, resultaevidente que ya no es tan previsor como antes, loque demuestra claramente que su carácter se debi-lita. Por otra parte, ha procurado disimular algunasde las manchas pintándolas con tinta, señal de queno ha perdido por completo su amor propio.

- Desde luego, es un razonamiento plausi-ble.

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- Los otros detalles, lo de la edad madura, elcabello gris, el reciente corte de pelo y el fijador, seadvierten examinando con atención la parte inferiordel forro. La lupa revela una gran cantidad de pun-tas de cabello, limpiamente cortadas por la tijera delpeluquero. Todos están pegajosos, y se nota uninconfundible olor a fijador. Este polvo, fíjese usted,no es el polvo gris y terroso de la calle, sino la pelu-silla parda de las casas, lo cual demuestra que hapermanecido colgado dentro de casa la mayor partedel tiempo; y las manchas de sudor del interior sonuna prueba palpable de que el propietario transpiraabundantemente y, por lo tanto, difícilmente puedeencontrarse en buena forma física.

- Pero lo de su mujer... dice usted que hadejado de amarle.

- Este sombrero no se ha cepillado en se-manas. Cuando le vea a usted, querido Watson, conpolvo de una semana acumulado en el sombrero, ysu esposa le deje salir en semejante estado, tam-bién sospecharé que ha tenido la desgracia de per-der el cariño de su mujer.

- Pero podría tratarse de un soltero.

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- No, llevaba a casa el ganso como ofrendade paz a su mujer. Recuerde la tarjeta atada a lapata del ave.

- Tiene usted respuesta para todo. Pero¿cómo demonios ha deducido que no hay instala-ción de gas en su casa?

- Una mancha de sebo, e incluso dos, pue-den caer por casualidad; pero cuando veo nadamenos que cinco, creo que existen pocas dudas deque este individuo entra en frecuente contacto consebo ardiendo; probablemente, sube las escalerascada noche con el sombrero en una mano y uncandil goteante en la otra. En cualquier caso, unaplique de gas no produce manchas de sebo. ¿Estáusted satisfecho?

- Bueno, es muy ingenioso - dije, echándo-me a reír- . Pero, puesto que no se ha cometidoningún delito, como antes decíamos, y no se haproducido ningún daño, a excepción del extravío deun ganso, todo esto me parece un despilfarro deenergía.

Sherlock Holmes había abierto la boca pararesponder cuando la puerta se abrió de par en par yPeterson el recadero entró en la habitación con el

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rostro enrojecido y una expresión de asombro sinlímites.

- ¡El ganso, señor Holmes! ¡El ganso, señor!- decía jadeante.

- ¿Eh? ¿Qué pasa con él? ¿Ha vuelto a lavida y ha salido volando por la ventana de la coci-na? - Holmes rodó sobre el sofá para ver mejor lacara excitada del hombre.

- ¡Mire, señor! ¡Vea lo que ha encontrado mimujer en el buche! - extendió la mano y mostró en elcentro de la palma una piedra azul de brillo deslum-brador, bastante más pequeña que una alubia, perotan pura y radiante que centelleaba como una luzeléctrica en el hueco oscuro de la mano.

Sherlock Holmes se incorporó lanzando unsilbido.

- ¡Por Júpiter, Peterson! - exclamó- . ¡A esole llamo yo encontrar un tesoro! Supongo que sabelo que tiene en la mano.

- ¡Un diamante, señor! ¡Una piedra precio-sa! ¡Corta el cristal como si fuera masilla!

- Es más que una piedra preciosa. Es lapiedra preciosa.

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- ¿No se referirá al carbunclo azul de lacondesa de Morcar? - exclamé yo.

- Precisamente. No podría dejar de recono-cer su tamaño y forma, después de haber estadoleyendo el anuncio en el Times tantos días segui-dos. Es una piedra absolutamente única, y sobre suvalor sólo se pueden hacer conjeturas, pero la re-compensa que se ofrece, mil libras esterlinas, nollega ni a la vigésima parte de su precio en el mer-cado.

- ¡Mil libras! ¡Santo Dios misericordioso! - elrecadero se desplomó sobre una silla, mirándonosalternativamente a uno y a otro.

- Ésa es la recompensa, y tengo razonespara creer que existen consideraciones sentimenta-les en la historia de esa piedra que harían que lacondesa se desprendiera de la mitad de su fortunacon tal de recuperarla.

- Si no recuerdo mal, desapareció en elhotel Cosmopolitan - comenté.

- Exactamente, el 22 de diciembre, hacecinco días. John Horner, fontanero, fue acusado dehaberla sustraído del joyero de la señora. Las prue-bas en su contra eran tan sólidas que el caso ha

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pasado ya a los tribunales. Creo que tengo por aquíun informe - rebuscó entre los periódicos, consul-tando las fechas, hasta que seleccionó uno, lo doblóy leyó el siguiente párrafo:

«Robo de joyas en el hotel Cosmopolitan.John Horner, de 26 años, fontanero, ha sido deteni-do bajo la acusación de haber sustraído, el 22 delcorriente, del joyero de la condesa de Morcar, lavaliosa piedra conocida como "el carbunclo azul".James Ryder, jefe de servicio del hotel, declaró queel día del robo había conducido a Horner al gabinetede la condesa de Morcar, para que soldara el se-gundo barrote de la rejilla de la chimenea, que esta-ba suelto. Permaneció un rato junto a Horner, peroal cabo de algún tiempo tuvo que ausentarse. Alregresar comprobó que Horner había desaparecido,que el escritorio había sido forzado y que el cofreci-llo de tafilete en el que, según se supo luego, lacondesa acostumbraba a guardar la joya, estabatirado, vacío, sobre el tocador. Ryder dio la alarmaal instante, y Horner fue detenido esa misma noche,pero no se pudo encontrar la piedra en su poder nien su domicilio. Catherine Cusack, doncella de lacondesa, declaró haber oído el grito de angustiaque profirió Ryder al descubrir el robo, y haber co-rrido a la habitación, donde se encontró con la si-

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tuación ya descrita por el anterior testigo. El inspec-tor Bradstreet, de la División B, confirmó la deten-ción de Horner, que se resistió violentamente y de-claró su inocencia en los términos más enérgicos. Alexistir constancia de que el detenido había sufridouna condena anterior por robo, el magistrado senegó a tratar sumariamente el caso, remitiéndolo aun tribunal superior. Horner, que dio muestras deintensa emoción durante las diligencias, se des-mayó al oír la decisión y tuvo que ser sacado de lasala.»

- ¡Hum! Hasta aquí, el informe de la policía -dijo Holmes, pensativo- . Ahora, la cuestión es dilu-cidar la cadena de acontecimientos que van desdeun joyero desvalijado, en un extremo, al buche deun ganso en Tottenham Court Road, en el otro.Como ve, Watson, nuestras pequeñas deduccioneshan adquirido de pronto un aspecto mucho másimportante y menos inocente. Aquí está la piedra; lapiedra vino del ganso y el ganso vino del señor Hen-ry Baker, el caballero del sombrero raído y todas lasdemás características con las que le he estado abu-rriendo. Así que tendremos que ponernos muy enserio a la tarea de localizar a este caballero y de-terminar el papel que ha desempeñado en estepequeño misterio. Y para eso, empezaremos por el

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método más sencillo, que sin duda consiste en po-ner un anuncio en todos los periódicos de la tarde.Si esto falla, recurriremos a otros métodos.

- ¿Qué va usted a decir?

- Déme un lápiz y esa hoja de papel. Vamosa ver: «Encontrados un ganso y un sombrero negrode fieltro en la esquina de Goodge Street. El señorHenry Baker puede recuperarlos presentándoseesta tarde a las 6,30 en el 221 B de Baker Street».Claro y conciso.

- Mucho. Pero ¿lo verá él?

- Bueno, desde luego mirará los periódicos,porque para un hombre pobre se trata de una pérdi-da importante. No cabe duda de que se asustó tantoal romper el escaparate y ver acercarse a Petersonque no pensó más que en huir; pero luego debe dehaberse arrepentido del impulso que le hizo soltar elave. Pero además, al incluir su nombre nos asegu-ramos de que lo vea, porque todos los que le co-nozcan se lo harán notar. Aquí tiene, Peterson,corra a la agencia y que inserten este anuncio enlos periódicos de la tarde.

- ¿En cuáles, señor?

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- Oh, pues en el Globe, el Star, el Pall Mall,la St. James Gazette, el Evening News, el Standard,el Echo y cualquier otro que se le ocurra.

- Muy bien, señor. ¿Y la piedra?

- Ah, sí, yo guardaré la piedra. Gracias. Yoiga, Peterson, en el camino de vuelta compre unganso y tráigalo aquí, porque tenemos que darleuno a este caballero a cambio del que se está co-miendo su familia.

Cuando el recadero se hubo marchado,Holmes levantó la piedra y la miró al trasluz.

- ¡Qué maravilla! - dijo- . Fíjese cómo brilla ycentellea. Por supuesto, esto es como un imán parael crimen, lo mismo que todas las buenas piedraspreciosas. Son el cebo favorito del diablo. En laspiedras más grandes y más antiguas, se puededecir que cada faceta equivale a un crimen san-griento. Esta piedra aún no tiene ni veinte años deedad. La encontraron a orillas del río Amoy, en elsur de China, y presenta la particularidad de poseertodas las características del carbunclo, salvo que esde color azul en lugar de rojo rubí. A pesar de sujuventud, ya cuenta con un siniestro historial. Hahabido dos asesinatos, un atentado con vitriolo, un

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suicidio y varios robos, todo por culpa de estos docekilates de carbón cristalizado. ¿Quién pensaría quetan hermoso juguete es un proveedor de carne parael patíbulo y la cárcel? Lo guardaré en mi caja fuertey le escribiré unas líneas a la condesa, avisándolede que lo tenemos.

- ¿Cree usted que ese Horner es inocente?

- No lo puedo saber.

- Entonces, ¿cree usted que este otro, Hen-ry Baker, tiene algo que ver con el asunto?

- Me parece mucho más probable que Hen-ry Baker sea un hombre completamente inocente,que no tenía ni idea de que el ave que llevaba vallamucho más que si estuviera hecha de oro macizo.No obstante, eso lo comprobaremos mediante unasencilla prueba si recibimos respuesta a nuestroanuncio.

- ¿Y hasta entonces no puede hacer nada?

- Nada.

- En tal caso, continuaré mi ronda profesio-nal, pero volveré esta tarde a la hora indicada, por-que me gustaría presenciar la solución a un asuntotan embrollado.

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- Encantado de verle. Cenaré a las siete.Creo que hay becada. Por cierto que, en vista de losrecientes acontecimientos, quizás deba decirle a laseñora Hudson que examine cuidadosamente elbuche.

Me entretuve con un paciente, y era ya mástarde de las seis y media cuando pude volver a Ba-ker Street. Al acercarme a la casa vi a un hombrealto con boina escocesa y chaqueta abotonadahasta la barbilla, que aguardaba en el brillante se-micírculo de luz de la entrada. Justo cuando yo lle-gaba, la puerta se abrió y nos hicieron entrar juntosa los aposentos de Holmes.

- El señor Henry Baker, supongo - dijo Hol-mes, levantándose de su butaca y saludando alvisitante con aquel aire de jovialidad espontáneaque tan fácil le resultaba adoptar- . Por favor, sién-tese aquí junto al fuego, señor Baker. Hace frío estanoche, y veo que su circulación se adapta mejor alverano que al invierno. Ah, Watson, llega usted muya punto. ¿Es éste su sombrero, señor Baker?

- Sí, señor, es mi sombrero, sin duda algu-na.

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Era un hombre corpulento, de hombros car-gados, cabeza voluminosa y un rostro amplio e inte-ligente, rematado por una barba puntiaguda, decolor castaño canoso. Un toque de color en la narizy las mejillas, junto con un ligero temblor en su ma-no extendida, me recordaron la suposición de Hol-mes acerca de sus hábitos. Su levita, negra y raída,estaba abotonada hasta arriba, con el cuello alzado,y sus flacas muñecas salían de las mangas sin quese advirtieran indicios de puños ni de camisa.Hablaba en voz baja y entrecortada, eligiendo cui-dadosamente sus palabras, y en general daba laimpresión de un hombre culto e instruido, maltrata-do por la fortuna.

- Hemos guardado estas cosas durante va-rios días - dijo Holmes- porque esperábamos ver unanuncio suyo, dando su dirección. No entiendocómo no puso usted el anuncio. Nuestro visitanteemitió una risa avergonzada.

- No ando tan abundante de chelines comoen otros tiempos - dijo- . Estaba convencido de quela pandilla de maleantes que me asaltó se habíallevado mi sombrero y el ganso. No tenía intenciónde gastar más dinero en un vano intento de recupe-rarlos.

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- Es muy natural. A propósito del ave... nosvimos obligados a comérnosla.

- ¡Se la comieron! - nuestro visitante estabatan excitado que casi se levantó de la silla.

- Sí; de no hacerlo no le habría aprovecha-do a nadie. Pero supongo que este otro ganso quehay sobre el aparador, que pesa aproximadamentelo mismo y está perfectamente fresco, servirá igualde bien para sus propósitos.

- ¡Oh, desde luego, desde luego! - respon-dió el señor Baker con un suspiro de alivio.

- Por supuesto, aún tenemos las plumas, laspatas, el buche y demás restos de su ganso, asíque si usted quiere...

El hombre se echó a reír de buena gana.

- Podrían servirme como recuerdo de laaventura - dijo- , pero aparte de eso, no veo de quéutilidad me iban a resultar los disjecta membra demi difunto amigo. No, señor, creo que, con su per-miso, limitaré mis atenciones a la excelente ave queveo sobre el aparador.

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Sherlock Holmes me lanzó una intensa mi-rada de reojo, acompañada de un encogimiento dehombros.

- Pues aquí tiene usted su sombrero, y aquísu ave - dijo- . Por cierto, ¿le importaría decirmedónde adquirió el otro ganso? Soy bastante aficio-nado a las aves de corral y pocas veces he vistouna mejor criada.

- Desde luego, señor - dijo Baker, que sehabía levantado, con su recién adquirida propiedadbajo el brazo- . Algunos de nosotros frecuentamosel mesón Alpha, cerca del museo... Durante el día,sabe usted, nos encontramos en el museo mismo.Este año, el patrón, que se llama Windigate, esta-bleció un Club del Ganso, en el que, pagando unospocos peniques cada semana, recibiríamos un gan-so por Navidad. Pagué religiosamente mis peni-ques, y el resto ya lo conoce usted. Le estoy muyagradecido, señor, pues una boina escocesa noresulta adecuada ni para mis años ni para mi carác-ter discreto.

Con cómica pomposidad, nos dedicó unasolemne reverencia y se marchó por su camino.

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- Con esto queda liquidado el señor HenryBaker - dijo Holmes, después de cerrar la puertatras él- . Es indudable que no sabe nada del asunto.¿Tiene usted hambre, Watson?

- No demasiada.

- Entonces, le propongo que aplacemos lacena y sigamos esta pista mientras aún esté fresca.

- Con mucho gusto.

Hacía una noche muy cruda, de maneraque nos pusimos nuestros gabanes y nos envolvi-mos el cuello con bufandas. En el exterior, las estre-llas brillaban con luz fría en un cielo sin nubes, y elaliento de los transeúntes despedía tanto humocomo un pistoletazo. Nuestras pisadas resonabanfuertes y secas mientras cruzábamos el barrio delos médicos, Wimpole Street, Harley Street y Wig-more Street, hasta desembocar en Oxford Street. Alcabo de un cuarto de hora nos encontrábamos enBloomsbury, frente al mesón Alpha, que es un pe-queño establecimiento público situado en la esquinade una de las calles que se dirigen a Holborn. Hol-mes abrió la puerta del bar y pidió dos vasos decerveza al dueño, un hombre de cara colorada ydelantal blanco.

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- Su cerveza debe de ser excelente, si estan buena como sus gansos - dijo.

- ¡Mis gansos! - el hombre parecía sorpren-dido.

- Sí. Hace tan sólo media hora, he estadohablando con el señor Henry Baker, que es miem-bro de su Club del Ganso.

- ¡Ah, ya comprendo! Pero, verá usted, se-ñor, los gansos no son míos.

- ¿Ah, no? ¿De quién son, entonces?

- Bueno, le compré las dos docenas a unvendedor de Covent Garden.

- ¿De verdad? Conozco a algunos de ellos.¿Cuál fue?

- Se llama Breckinridge.

- ¡Ah! No le conozco. Bueno, a su salud,patrón, y por la prosperidad de su casa. Buenasnoches.

- Y ahora, vamos a por el señor Breckinrid-ge - continuó, abotonándose el gabán mientrassalíamos al aire helado de la calle- . Recuerde,Watson, que aunque tengamos a un extremo de la

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cadena una cosa tan vulgar como un ganso, en elotro tenemos un hombre que se va a pasar sieteaños de trabajos forzados, a menos que podamosdemostrar su inocencia. Es posible que nuestrainvestigación confirme su culpabilidad; pero, encualquier caso, tenemos una línea de investigaciónque la policía no ha encontrado y que una increíblecasualidad ha puesto en nuestras manos. Sigámos-la hasta su último extremo. ¡Rumbo al sur, pues, y apaso ligero!

Atravesamos Holborn, bajando por EndellStreet, y zigzagueamos por una serie de callejuelashasta llegar al mercado de Covent Garden. Uno delos puestos más grandes tenía encima el rótulo deBreckinridge, y el dueño, un hombre con aspecto decaballo, de cara astuta y patillas recortadas, estabaayudando a un muchacho a echar el cierre.

- Buenas noches, y fresquitas - dijo Holmes.

El vendedor asintió y dirigió una mirada in-quisitiva a mi compañero.

- Por lo que veo, se le han terminado losgansos - continuó Holmes, señalando los estantesde mármol vacíos.

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- Mañana por la mañana podré venderlequinientos.

- Eso no me sirve.

- Bueno, quedan algunos que han cogidoolor a gas.

- Oiga, que vengo recomendado.

- ¿Por quién?

- Por el dueño del Alpha.

- Ah, sí. Le envié un par de docenas.

- Y de muy buena calidad. ¿De dónde lossacó usted? Ante mi sorpresa, la pregunta provocóun estallido de cólera en el vendedor.

- Oiga usted, señor - dijo con la cabeza er-guida y los brazos en jarras- . ¿Adónde quiere lle-gar? Me gustan la cosas claritas.

- He sido bastante claro. Me gustaría saberquién le vendió los gansos que suministró al Alpha.

- Y yo no quiero decírselo. ¿Qué pasa?

- Oh, la cosa no tiene importancia. Pero nosé por qué se pone usted así por una nimiedad.

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- ¡Me pongo como quiero! ¡Y usted tambiénse pondría así si le fastidiasen tanto como a mí!Cuando pago buen dinero por un buen artículo, ahídebe terminar la cosa. ¿A qué viene tanto «¿Dóndeestán los gansos?» y «¿A quién le ha vendido losgansos?» y «¿Cuánto quiere usted por los gan-sos?» Cualquiera diría que no hay otros gansos enel mundo, a juzgar por el alboroto que se arma conellos.

- Le aseguro que no tengo relación algunacon los que le han estado interrogando - dijo Hol-mes con tono indiferente- . Si no nos lo quiere decir,la apuesta se queda en nada. Pero me considero unentendido en aves de corral y he apostado cincolibras a que el ave que me comí es de campo.

- Pues ha perdido usted sus cinco libras,porque fue criada en Londres - atajó el vendedor.

- De eso, nada.

- Le digo yo que sí.

- No le creo.

- ¿Se cree que sabe de aves más que yo,que vengo manejándolas desde que era un moco-

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so? Le digo que todos los gansos que le vendí alAlpha eran de Londres.

- No conseguirá convencerme.

- ¿Quiere apostar algo?

- Es como robarle el dinero, porque meconsta que tengo razón. Pero le apuesto un sobera-no, sólo para que aprenda a no ser tan terco.

El vendedor se rió por lo bajo y dijo:

- Tráeme los libros, Bill.

El muchacho trajo un librito muy fino y otromuy grande con tapas grasientas, y los colocó jun-tos bajo la lámpara.

- Y ahora, señor Sabelotodo - dijo el vende-dor- , creía que no me quedaban gansos, pero yaverá cómo aún me queda uno en la tienda. ¿Veusted este librito?

- Sí, ¿y qué?

- Es la lista de mis proveedores. ¿Ve usted?Pues bien, en esta página están los del campo, ydetrás de cada nombre hay un número que indica lapágina de su cuenta en el libro mayor. ¡Veamosahora! ¿Ve esta otra página en tinta roja? Pues es

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la lista de mis proveedores de la ciudad. Ahora,fíjese en el tercer nombre. Léamelo.

- Señora Oakshott,117 Brixton Road... 249 -leyó Holmes.

- Exacto. Ahora, busque esa página en el li-bro mayor. Holmes buscó la página indicada.

- Aquí está: señora Oakshott, 117 BrixtonRoad, proveedores de huevos y pollería.

- Muy bien. ¿Cuáles la última entrada?

- Veintidós de diciembre. Veinticuatro gan-sos a siete chelines y seis peniques.

- Exacto. Ahí lo tiene. ¿Qué pone debajo?

- Vendidos al señor Windigate, del Alpha, adoce chelines.

- ¿Qué me dice usted ahora?

Sherlock Holmes parecía profundamentedisgustado. Sacó un soberano del bolsillo y lo arrojósobre el mostrador, retirándose con el aire de quienestá tan fastidiado que incluso le faltan las palabras.A los pocos metros se detuvo bajo un farol y seechó a reír de aquel modo alegre y silencioso tancaracterístico en él.

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- Cuando vea usted un hombre con patillasrecortadas de ese modo y el «Pink `Un» asomándo-le del bolsillo, puede estar seguro de que siemprese le podrá sonsacar mediante una apuesta - dijo- .Me atrevería a decir que si le hubiera puesto delan-te cien libras, el tipo no me habría dado una infor-mación tan completa como la que le saqué hacién-dole creer que me ganaba una apuesta. Bien, Wat-son, me parece que nos vamos acercando al foralde nuestra investigación, y lo único que queda pordeterminar es si debemos visitar a esta señoraOakshott esta misma noche o si lo dejamos paramañana. Por lo que dijo ese tipo tan malhumorado,está claro que hay otras personas interesadas en elasunto, aparte de nosotros, y yo creo...

Sus comentarios se vieron interrumpidos depronto por un fuerte vocerío procedente del puestoque acabábamos de abandonar. Al darnos la vuelta,vimos a un sujeto pequeño y con cara de rata, depie en el centro del círculo de luz proyectado por lalámpara colgante, mientras Breckinridge, el tendero,enmarcado en la puerta de su establecimiento, agi-taba ferozmente sus puños en dirección a la figuraencogida del otro.

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- ¡Ya estoy harto de ustedes y sus gansos! -gritaba- . ¡Váyanse todos al diablo! Si vuelven afastidiarme con sus tonterías, les soltaré el perro.Que venga aquí la señora Oakshott y le contestaré,pero ¿a usted qué le importa? ¿Acaso le compré austed los gansos?

- No, pero uno de ellos era mío - gimió elhombrecillo. - Pues pídaselo a la señora Oakshott.

- Ella me dijo que se lo pidiera a usted.

- Pues, por mí, se lo puede ir a pedir al reyde Prusia. Yo ya no aguanto más. ¡Largo de aquí!

Dio unos pasos hacia delante con gesto fe-roz y el preguntón se esfumó entre las tinieblas.

- Ajá, esto puede ahorrarnos una visita aBrixton Road - susurró Holmes- . Venga conmigo yveremos qué podemos sacarle a ese tipo.

Avanzando a largas zancadas entre los re-ducidos grupillos de gente que aún rondaban entorno a los puestos iluminados, mi compañero notardó en alcanzar al hombrecillo y le tocó con lamano en el hombro. El individuo se volvió brusca-mente y pude ver a la luz de gas que de su carahabía desaparecido todo rastro de color.

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- ¿Quién es usted? ¿Qué quiere? - preguntócon voz temblorosa.

- Perdone usted - dijo Holmes en tono sua-ve- , pero no he podido evitar oír lo que le pregunta-ba hace un momento al tendero, y creo que yo podr-ía ayudarle.

- ¿Usted? ¿Quién es usted? ¿Cómo puedesaber nada de este asunto?

- Me llamo Sherlock Holmes, y mi trabajoconsiste en saber lo que otros no saben.

- Pero usted no puede saber nada de esto.

- Perdone, pero lo sé todo. Anda usted bus-cando unos gansos que la señora Oakshott, deBrixton Road, vendió a un tendero llamado Breckin-ridge, y que éste a su vez vendió al señor Windiga-te, del Alpha, y éste a su club, uno de cuyos miem-bros es el señor Henry Baker.

- Ah, señor, es usted el hombre que yo ne-cesito - exclamó el hombrecillo, con las manos ex-tendidas y los dedos temblorosos- . Me sería difícilexplicarle el interés que tengo en este asunto.

Sherlock Holmes hizo señas a un coche quepasaba.

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- En tal caso, lo mejor sería hablar de elloen una habitación confortable, y no en este mercadoazotado por el viento - dijo- . Pero antes de seguiradelante, dígame por favor a quién tengo el placerde ayudar.

El hombre vaciló un instante.

- Me llamo John Robinson - respondió, conuna mirada de soslayo.

- No, no, el nombre verdadero - dijo Holmesen tono amable- . Siempre resulta incómodo tratarde negocios con un alias.

Un súbito rubor cubrió las blancas mejillasdel desconocido.

- Está bien, mi verdadero nombre es JamesRyder.

- Eso es. Jefe de servicio del hotel Cosmo-politan. Por favor, suba al coche y pronto podréinformarle de todo lo que desea saber.

El hombrecillo se nos quedó mirando conojos medio asustados y medio esperanzados, comoquien no está seguro de si le aguarda un golpe desuerte o una catástrofe. Subió por fin al coche, y alcabo de media hora nos encontrábamos de vuelta

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en la sala de estar de Baker Street. No se habíapronunciado una sola palabra durante todo el tra-yecto, pero la respiración agitada de nuestro nuevoacompañante y su continuo abrir y cerrar de manoshablaban bien a las claras de la tensión nerviosaque le dominaba.

- ¡Henos aquí! - dijo Holmes alegrementecuando penetramos en la habitación- . Un buenfuego es lo más adecuado para este tiempo. Pareceque tiene usted frío, señor Ryder. Por favor, siénte-se en el sillón de mimbre. Permita que me ponga laszapatillas antes de zanjar este asuntillo suyo. ¡Yaestá! ¿Así que quiere usted saber lo que fue deaquellos gansos?

- Sí, señor.

- O más bien, deberíamos decir de aquelganso. Me parece que lo que le interesaba era unave concreta... blanca, con una franja negra en lacola.

Ryder se estremeció de emoción.

- ¡Oh, señor! - exclamó- . ¿Puede usted de-cirme dónde fue a parar?

- Aquí.

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- ¿Aquí?

- Sí, y resultó ser un ave de lo más notable.No me extraña que le interese tanto. Como quepuso un huevo después de muerta... el huevo azulmás pequeño, precioso y brillante que jamás se havisto. Lo tengo aquí en mi museo.

Nuestro visitante se puso en pie, tamba-leándose, y se agarró con la mano derecha a larepisa de la chimenea. Holmes abrió su caja fuerte ymostró el carbunclo azul, que brillaba como unaestrella, con un resplandor frío que irradiaba entodas direcciones. Ryder se lo quedó mirando conlas facciones contraídas, sin decidirse entre recla-marlo o negar todo conocimiento del mismo.

- Se acabó el juego, Ryder - dijo Holmesmuy tranquilo- . Sosténgase, hombre, que se va acaer al fuego. Ayúdele a sentarse, Watson. Le faltasangre fría para meterse en robos impunemente.Déle un trago de brandy. Así. Ahora parece un pocomás humano. ¡Menudo mequetrefe, ya lo creo!

Durante un momento había estado a puntode desplomarse, pero el brandy hizo subir un toquede color a sus mejillas, y permaneció sentado, mi-rando con ojos asustados a su acusador.

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- Tengo ya en mis manos casi todos los es-labones y las pruebas que podría necesitar, así quees poco lo que puede usted decirme. No obstante,hay que aclarar ese poco para que el caso quedecompleto. ¿Había usted oído hablar de esta piedrade la condesa de Morcar, Ryder?

- Fue Catherine Cusack quien me habló deella - dijo el hombre con voz cascada.

- Ya veo. La doncella de la señora. Bien, latentación de hacerse rico de golpe y con facilidadfue demasiado fuerte para usted, como lo ha sidoantes para hombres mejores que usted; pero no seha mostrado muy escrupuloso en los métodos em-pleados. Me parece, Ryder, que tiene usted maderade bellaco miserable. Sabía que ese pobre fontane-ro, Horner, había estado complicado hace tiempo enun asunto semejante, y que eso le convertiría en elblanco de todas las sospechas. ¿Y qué hizo enton-ces? Usted y su cómplice Cusack hicieron un pe-queño estropicio en el cuarto de la señora y se lasarreglaron para que hiciesen llamar a Horner. Yluego, después de que Horner se marchara, desvali-jaron el joyero, dieron la alarma e hicieron detener aese pobre hombre. A continuación...

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De pronto, Ryder se dejó caer sobre la al-fombra y se agarró a las rodillas de mi compañero.

- ¡Por amor de Dios, tenga compasión! - chi-llaba- . ¡Piense en mi padre! ¡En mi madre! Esto lesrompería el corazón. Jamás hice nada malo antes, yno lo volveré a hacer. ¡Lo juro! ¡Lo juro sobre laBiblia! ¡No me lleve a los tribunales! ¡Por amor deCristo, no lo haga!

- ¡Vuelva a sentarse en la silla! - dijo Hol-mes rudamente- . Es muy bonito eso de llorar yarrastrarse ahora, pero bien poco pensó usted enese pobre Horner, preso por un delito del que nosabe nada.

- Huiré, señor Holmes. Saldré del país. Asítendrán que retirar los cargos contra él.

- ¡Hum! Ya hablaremos de eso. Y ahora, oi-gamos la auténtica versión del siguiente acto.¿Cómo llegó la piedra al buche del ganso, y cómollegó el ganso al mercado público? Díganos la ver-dad, porque en ello reside su única esperanza desalvación.

Ryder se pasó la lengua por los labios rese-cos.

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- Le diré lo que sucedió, señor - dijo- . Unavez detenido Horner, me pareció que lo mejor seríaesconder la piedra cuanto antes, porque no sabíaen qué momento se le podía ocurrir a la policía re-gistrarme a mí y mi habitación. En el hotel no habíaningún escondite seguro. Salí como si fuera a hacerun recado y me fui a casa de mi hermana, que estácasada con un tipo llamado Oakshott y vive en Brix-ton Road, donde se dedica a engordar gansos parael mercado. Durante todo el camino, cada hombreque veía se me antojaba un policía o un detective, yaunque hacía una noche bastante fría, antes dellegar a Brixton Road me chorreaba el sudor portoda la cara. Mi hermana me preguntó qué meocurría para estar tan pálido, pero le dije que estabanervioso por el robo de joyas en el hotel. Luego mefui al patio trasero, me fumé una pipa y traté dedecidir qué era lo que más me convenía hacer.

»En otros tiempos tuve un amigo llamadoMaudsley que se fue por el mal camino y acaba decumplir condena en Pentonville. Un día nos encon-tramos y se puso a hablarme sobre las diversasclases de ladrones y cómo se deshacían de lo ro-bado. Sabía que no me delataría, porque yo conoc-ía un par de asuntillos suyos, así que decidí ir aKilburn, que es donde vive, y confiarle mi situación.

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Él me indicará cómo convertir la piedra en dinero.Pero ¿cómo llegar hasta él sin contratiempos?Pensé en la angustia que había pasado viniendo delhotel, pensando que en cualquier momento mepodían detener y registrar, y que encontrarían lapiedra en el bolsillo de mi chaleco. En aquel mo-mento estaba apoyado en la pared, mirando a losgansos que correteaban alrededor de mis pies, y depronto se me ocurrió una idea para burlar al mejordetective que haya existido en el mundo.

»Unas semanas antes, mi hermana me hab-ía dicho que podía elegir uno de sus gansos comoregalo de Navidad, y yo sabía que siempre cumplíasu palabra. Cogería ahora mismo mi ganso y en suinterior llevaría la piedra hasta Kilburn. Había en elpatio un pequeño cobertizo, y me metí detrás de élcon uno de los gansos, un magnífico ejemplar,blanco y con una franja en la cola. Lo sujeté, le abríel pico y le metí la piedra por el gaznate, tan abajocomo pude llegar con los dedos. El pájaro tragó, ysentí la piedra pasar por la garganta y llegar al bu-che. Pero el animal forcejeaba y aleteaba, y mihermana salió a ver qué ocurría. Cuando me volvípara hablarle, el bicho se me escapó y regresó dan-do un pequeño vuelo entre sus compañeros.

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»- ¿Qué estás haciendo con ese ganso,Jem? - preguntó mi hermana.

»- Bueno - dije- , como dijiste que me ibas aregalar uno por Navidad, estaba mirando cuál es elmás gordo.

»- Oh, ya hemos apartado uno para ti - dijoella- . Lo llamamos el ganso de Jem. Es aquel gran-de y blanco. En total hay veintiséis; o sea, uno parati, otro para nosotros y dos docenas para vender.

»- Gracias, Maggie - dije yo- . Pero, si te dalo mismo, prefiero ese otro que estaba examinando.

»- El otro pesa por lo menos tres libras más- dijo ella- , y lo hemos engordado expresamentepara ti.

»- No importa. Prefiero el otro, y me lo voy allevar ahora - dije.

»—Bueno, como quieras - dijo ella, un pocomosqueada- . ¿Cuál es el que dices que quieres?

»- Aquel blanco con una raya en la cola,que está justo en medio.

»- De acuerdo. Mátalo y te lo llevas.

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»Así lo hice, señor Holmes, y me llevé elave hasta Kilburn. Le conté a mi amigo lo que habíahecho, porque es de la clase de gente a la que se lepuede contar una cosa así. Se rió hasta partirse elpecho, y luego cogimos un cuchillo y abrimos elganso. Se me encogió el corazón, porque allí nohabía ni rastro de la piedra, y comprendí que habíacometido una terrible equivocación. Dejé el ganso,corrí a casa de mi hermana y fui derecho al patio.No había ni un ganso a la vista.

»- ¿Dónde están todos, Maggie? - exclamé.

»- Se los llevaron a la tienda.

»- ¿A qué tienda?

»- A la de Breckinridge, en Covent Garden.

»- ¿Había otro con una raya en la cola, igualque el que yo me llevé? - pregunté.

»- Sí, Jem, había dos con raya en la cola.Jamás pude distinguirlos.

»Entonces, naturalmente, lo comprendí to-do, y corrí a toda la velocidad de mis piernas enbusca de ese Breckinridge; pero ya había vendidotodo el lote y se negó a decirme a quién. Ya le hanoído ustedes esta noche. Pues todas las veces ha

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sido igual. Mi hermana cree que me estoy volviendoloco. A veces, yo también lo creo. Y ahora... ahorasoy un ladrón, estoy marcado, y sin haber llegado atocar la riqueza por la que vendí mi buena fama.¡Que Dios se apiade de mí! ¡Que Dios se apiade demí!

Estalló en sollozos convulsivos, con la caraoculta entre las manos.

Se produjo un largo silencio, roto tan sólopor su agitada respiración y por el rítmico tamborileode los dedos de Sherlock Holmes sobre el borde dela mesa. Por fin, mi amigo se levantó y abrió lapuerta de par en par.

- ¡Váyase! - dijo.

- ¿Cómo, señor? ¡Oh! ¡Dios le bendiga!

- Ni una palabra más. ¡Fuera de aquí!

Y no hicieron falta más palabras. Hubo unacarrera precipitada, un pataleo en la escalera, unportazo y el seco repicar de pies que corrían en lacalle.

- Al fin y al cabo, Watson - dijo Holmes, esti-rando la mano en busca de su pipa de arcilla- , lapolicía no me paga para que cubra sus deficiencias.

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Si Horner corriera peligro, sería diferente, pero esteindividuo no declarará contra él, y el proceso noseguirá adelante. Supongo que estoy indultando aun delincuente, pero también es posible que estésalvando un alma. Este tipo no volverá a descarriar-se. Está demasiado asustado. Métalo en la cárcel ylo convertirá en carne de presidio para el resto desu vida. Además, estamos en época de perdonar.La casualidad ha puesto en nuestro camino un pro-blema de lo más curioso y extravagante, y su solu-ción es recompensa suficiente. Si tiene usted laamabilidad de tirar de la campanilla, doctor, inicia-remos otra investigación, cuyo tema principal serátambién un ave de corral.

8. La banda de lunares

Al repasar mis notas sobre los setenta ytantos casos en los que, durante los ocho últimosaños, he estudiado los métodos de mi amigo Sher-lock Holmes, he encontrado muchos trágicos, algu-nos cómicos, un buen número de ellos que eransimplemente extraños, pero ninguno vulgar; porque,trabajando como él trabajaba, más por amor a suarte que por afán de riquezas, se negaba a interve-nir en ninguna investigación que no tendiera a loinsólito e incluso a lo fantástico. Sin embargo, entre

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todos estos casos tan variados, no recuerdo ningu-no que presentara características más extraordina-rias que el que afectó a una conocida familia deSurrey, los Roylott de Stoke Moran. Los aconteci-mientos en cuestión tuvieron lugar en los primerostiempos de mi asociación con Holmes, cuando am-bos compartíamos un apartamento de solteros enBaker Street. Podría haberlo dado a conocer antes,pero en su momento se hizo una promesa de silen-cio, de la que no me he visto libre hasta el mes pa-sado, debido a la prematura muerte de la dama aquien se hizo la promesa. Quizás convenga sacarlos hechos a la luz ahora, pues tengo motivos paracreer que corren rumores sobre la muerte del doctorGrimesby Roylott que tienden a hacer que el asuntoparezca aún más terrible que lo que fue en realidad.

Una mañana de principios de abril de 1883,me desperté y vi a Sherlock Holmes completamentevestido, de pie junto a mi cama. Por lo general, selevantaba tarde, y en vista de que el reloj de la repi-sa sólo marcaba las siete y cuarto, le miré parpade-ando con una cierta sorpresa, y tal vez algo de re-sentimiento, porque yo era persona de hábitos muyregulares.

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- Lamento despertarle, Watson - dijo- , peroesta mañana nos ha tocado a todos. A la señoraHudson la han despertado, ella se desquitó conmi-go, y yo con usted.

- ¿Qué es lo que pasa? ¿Un incendio?

- No, un cliente. Parece que ha llegado unaseñorita en estado de gran excitación, que insisteen verme. Está aguardando en la sala de estar.Ahora bien, cuando las jovencitas vagan por lametrópoli a estas horas de la mañana, despertandoa la gente dormida y sacándola de la cama, hay quesuponer que tienen que comunicar algo muy apre-miante. Si resultara ser un caso interesante, estoyseguro de que le gustaría seguirlo desde el princi-pio. En cualquier caso, me pareció que debía lla-marle y darle la oportunidad.

- Querido amigo, no me lo perdería por na-da del mundo. No existía para mí mayor placer queseguir a Holmes en todas sus investigaciones yadmirar las rápidas deducciones, tan veloces comosi fueran intuiciones, pero siempre fundadas en unabase lógica, con las que desentrañaba los proble-mas que se le planteaban.

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Me vestí a toda prisa, y a los pocos minutosestaba listo para acompañar a mi amigo a la sala deestar. Una dama vestida de negro y con el rostrocubierto por un espeso velo estaba sentada junto ala ventana y se levantó al entrar nosotros.

- Buenos días, señora - dijo Holmes anima-damente- . Me llamo Sherlock Holmes. Éste es miíntimo amigo y colaborador, el doctor Watson, anteel cual puede hablar con tanta libertad como ante mímismo. Ajá, me alegro de comprobar que la señoraHudson ha tenido el buen sentido de encender elfuego. Por favor, acérquese a él y pediré que letraigan una taza de chocolate, pues veo que estáusted temblando.

- No es el frío lo que me hace temblar - dijola mujer en voz baja, cambiando de asiento comose le sugería.

- ¿Qué es, entonces?

- El miedo, señor Holmes. El terror - alhablar, alzó su velo y pudimos ver que efectivamen-te se encontraba en un lamentable estado de agita-ción, con la cara gris y desencajada, los ojos inquie-tos y asustados, como los de un animal acosado.Sus rasgos y su figura correspondían a una mujer

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de treinta años, pero su cabello presentaba prema-turas mechas grises, y su expresión denotaba fatigay agobio. Sherlock Holmes la examinó de arriba aabajo con una de sus miradas rápidas que lo veíantodo.

- No debe usted tener miedo - dijo en tonoconsolador, inclinándose hacia delante y palmeán-dole el antebrazo- . Pronto lo arreglaremos todo, nole quepa duda. Veo que ha venido usted en trenesta mañana.

- ¿Es que me conoce usted?

- No, pero estoy viendo la mitad de un bille-te de vuelta en la palma de su guante izquierdo. Hasalido usted muy temprano, y todavía ha tenido quehacer un largo trayecto en coche descubierto, porcaminos accidentados, antes de llegar a la estación.

La dama se estremeció violentamente y sequedó mirando con asombro a mi compañero.

- No hay misterio alguno, querida señora -explicó Holmes sonriendo- . La manga izquierda desu chaqueta tiene salpicaduras de barro nada me-nos que en siete sitios. Las manchas aún estánfrescas. Sólo en un coche descubierto podría

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haberse salpicado así, y eso sólo si venía sentada ala izquierda del cochero.

- Sean cuales sean sus razones, ha acerta-do usted en todo - dijo ella- . Salí de casa antes delas seis, llegué a Leatherhead a las seis y veinte ycogí el primer tren a Waterloo. Señor, ya no puedoaguantar más esta tensión, me volveré loca de se-guir así. No tengo a nadie a quien recurrir... sólo hayuna persona que me aprecia, y el pobre no seríauna gran ayuda. He oído hablar de usted, señorHolmes; me habló de usted la señora Farintosh, a laque usted ayudó cuando se encontraba en un graveapuro. Ella me dio su dirección. ¡Oh, señor! ¿Nocree que podría ayudarme a mí también, y al menosarrojar un poco de luz sobre las densas tinieblasque me rodean? Por el momento, me resulta impo-sible retribuirle por sus servicios, pero dentro de unoo dos meses me voy a casar, podré disponer de mirenta y entonces verá usted que no soy desagrade-cida.

Holmes se dirigió a su escritorio, lo abrió ysacó un pequeño fichero que consultó a continua-ción.

- Farintosh - dijo- . Ah, sí, ya me acuerdo delcaso; giraba en torno a una tiara de ópalo. Creo que

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fue antes de conocernos, Watson. Lo único quepuedo decir, señora, es que tendré un gran placeren dedicar a su caso la misma atención que dedi-qué al de su amiga. En cuanto a la retribución, miprofesión lleva en sí misma la recompensa; pero esusted libre de sufragar los gastos en los que yopueda incurrir, cuando le resulte más conveniente.Y ahora, le ruego que nos exponga todo lo quepueda servirnos de ayuda para formarnos una opi-nión sobre el asunto.

- ¡Ay! - replicó nuestra visitante- . El mayorhorror de mi situación consiste en que mis temoresson tan inconcretos, y mis sospechas se basan porcompleto en detalles tan pequeños y que a otrapersona le parecerían triviales, que hasta el hombrea quien, entre todos los demás, tengo derecho apedir ayuda y consejo, considera todo lo que le digocomo fantasías de una mujer nerviosa. No lo diceasí, pero puedo darme cuenta por sus respuestasconsoladoras y sus ojos esquivos. Pero he oídodecir, señor Holmes, que usted es capaz de pene-trar en las múltiples maldades del corazón humano.Usted podrá indicarme cómo caminar entre los peli-gros que me amenazan.

- Soy todo oídos, señora.

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- Me llamo Helen Stoner, y vivo con mi pa-drastro, último superviviente de una de las familiassajonas más antiguas de Inglaterra, los Roylott deStoke Moran, en el límite occidental de Surrey.

Holmes asintió con la cabeza.

- El nombre me resulta familiar - dijo.

- En otro tiempo, la familia era una de lasmás ricas de Inglaterra, y sus propiedades se ex-tendían más allá de los límites del condado, entran-do por el norte en Berkshire y por el oeste enHampshire. Sin embargo, en el siglo pasado hubocuatro herederos seguidos de carácter disoluto yderrochador, y un jugador completó, en tiempos dela Regencia, la ruina de la familia. No se salvó nada,con excepción de unas pocas hectáreas de tierra yla casa, de doscientos años de edad, sobre la quepesa una fuerte hipoteca. Allí arrastró su existenciael último señor, viviendo la vida miserable de unmendigo aristócrata; pero su único hijo, mi padras-tro, comprendiendo que debía adaptarse a las nue-vas condiciones, consiguió un préstamo de un pa-riente, que le permitió estudiar medicina, y emigró aCalcuta, donde, gracias a su talento profesional y asu fuerza de carácter, consiguió una numerosaclientela. Sin embargo, en un arrebato de cólera,

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provocado por una serie de robos cometidos en sucasa, azotó hasta matarlo a un mayordomo indíge-na, y se libró por muy poco de la pena de muerte.Tuvo que cumplir una larga condena, al cabo de lacual regresó a Inglaterra, convertido en un hombrehuraño y desengañado.

»Durante su estancia en la India, el doctorRoylott se casó con mi madre, la señora Stoner,joven viuda del general de división Stoner, de laartillería de Bengala. Mi hermana Julia y yo éramosgemelas, y sólo teníamos dos años cuando nuestramadre se volvió a casar. Mi madre disponía de uncapital considerable, con una renta que no bajabade las mil libras al año, y se lo confió por entero aldoctor Roylott mientras viviésemos con él, estipu-lando que cada una de nosotras debía recibir ciertasuma anual en caso de contraer matrimonio. Mimadre falleció poco después de nuestra llegada aInglaterra... hace ocho años, en un accidente ferro-viario cerca de Crewe. A su muerte, el doctor Roy-lott abandonó sus intentos de establecerse comomédico en Londres, y nos llevó a vivir con él en lamansión ancestral de Stoke Moran. El dinero quedejó mi madre bastaba para cubrir todas nuestrasnecesidades, y no parecía existir obstáculo a nues-tra felicidad.

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»Pero, aproximadamente por aquella época,nuestro padrastro experimentó un cambio terrible.En lugar de hacer amistades e intercambiar visitascon nuestros vecinos, que al principio se alegraronmuchísimo de ver a un Roylott de Stoke Moran ins-talado de nuevo en la vieja mansión familiar, seencerró en la casa sin salir casi nunca, a no serpara enzarzarse en furiosas disputas con cualquieraque se cruzase en su camino. El temperamentoviolento, rayano con la manía, parece ser heredita-rio en los varones de la familia, y en el caso de mipadrastro creo que se intensificó a consecuencia desu larga estancia en el trópico. Provocó varios inci-dentes bochornosos, dos de los cuales terminaronen el juzgado, y acabó por convertirse en el terrordel pueblo, de quien todos huían al verlo acercarse,pues tiene una fuerza extraordinaria y es absoluta-mente incontrolable cuando se enfurece.

»La semana pasada tiró al herrero del pue-blo al río, por encima del pretil, y sólo a base depagar todo el dinero que pude reunir conseguí evitaruna nueva vergüenza pública. No tiene ningún ami-go, a excepción de los gitanos errantes, y a estosvagabundos les da permiso para acampar en laspocas hectáreas de tierra cubierta de zarzas quecomponen la finca familiar, aceptando a cambio la

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hospitalidad de sus tiendas y marchándose a vecescon ellos durante semanas enteras. También leapasionan los animales indios, que le envía un con-tacto en las colonias, y en la actualidad tiene unguepardo y un babuino que se pasean en libertadpor sus tierras, y que los aldeanos temen casi tantocomo a su dueño.

»Con esto que le digo podrá usted imaginarque mi pobre hermana Julia y yo no llevábamos unavida de placeres. Ningún criado quería servir ennuestra casa, y durante mucho tiempo hicimos no-sotras todas las labores domésticas. Cuando murióno tenía más que treinta años y, sin embargo, sucabello ya empezaba a blanquear, igual que el mío.

- Entonces, su hermana ha muerto.

- Murió hace dos años, y es de su muertede lo que vengo a hablarle. Comprenderá ustedque, llevando la vida que he descrito, teníamospocas posibilidades de conocer a gente de nuestramisma edad y posición. Sin embargo, teníamos unatía soltera, hermana de mi madre, la señorita Hono-ria Westphail, que vive cerca de Harrow, y de vezen cuando se nos permitía hacerle breves visitas.Julia fue a su casa por Navidad, hace dos años, yallí conoció a un comandante de Infantería de Mari-

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na retirado, al que se prometió en matrimonio. Mipadrastro se enteró del compromiso cuando regresómi hermana, y no puso objeciones a la boda. Peromenos de quince días antes de la fecha fijada parala ceremonia, ocurrió el terrible suceso que me privóde mi única compañera.

Sherlock Holmes había permanecido recos-tado en su butaca con los ojos cerrados y la cabezaapoyada en un cojín, pero al oír esto entreabrió lospárpados y miró de frente a su interlocutora.

- Le ruego que sea precisa en los detalles -dijo.

- Me resultará muy fácil, porque tengo gra-bados a fuego en la memoria todos los aconteci-mientos de aquel espantoso período. Como ya le hedicho, la mansión familiar es muy vieja, y en la ac-tualidad sólo un ala está habitada. Los dormitoriosde esta ala se encuentran en la planta baja, y lassalas en el bloque central del edificio. El primero delos dormitorios es el del doctor Roylott, el segundoel de mi hermana, y el tercero el mío. No están co-municados, pero todos dan al mismo pasillo. ¿Meexplico con claridad?

- Perfectamente.

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- Las ventanas de los tres cuartos dan aljardín. La noche fatídica, el doctor Roylott se habíaretirado pronto, aunque sabíamos que no se habíaacostado porque a mi hermana le molestaba el fuer-te olor de los cigarros indios que solía fumar. Poreso dejó su habitación y vino a la mía, donde sequedó bastante rato, hablando sobre su inminenteboda. A las once se levantó para marcharse, peroen la puerta se detuvo y se volvió a mirarme.

»- Dime, Helen - dijo- . ¿Has oído a alguiensilbar en medio de la noche?

»- Nunca - respondí.

»- ¿No podrías ser tú, que silbas mientrasduermes?

»- Desde luego que no. ¿Por qué?

»- Porque las últimas noches he oído cla-ramente un silbido bajo, a eso de las tres de la ma-drugada. Tengo el sueño muy ligero, y siempre medespierta. No podría decir de dónde procede, quizásdel cuarto de al lado, tal vez del jardín. Se me ocu-rrió preguntarte por si tú también lo habías oído.

»- No, no lo he oído. Deben ser esos horri-bles gitanos que hay en la huerta.

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»- Probablemente. Sin embargo, si suenaen el jardín, me extraña que tú no lo hayas oídotambién.

»—Es que yo tengo el sueño más pesadoque tú.

»- Bueno, en cualquier caso, no tiene granimportancia - me dirigió una sonrisa, cerró la puertay pocos segundos después oí su llave girar en lacerradura.

- Caramba - dijo Holmes- . ¿Tenían la cos-tumbre de cerrar siempre su puerta con llave por lanoche?

- Siempre.

- ¿Y por qué?

- Creo haber mencionado que el doctor ten-ía sueltos un guepardo y un babuino. No nos sent-íamos seguras sin la puerta cerrada.

- Es natural. Por favor, prosiga con su rela-to.

- Aquella noche no pude dormir. Sentía lavaga sensación de que nos amenazaba una des-gracia. Como recordará, mi hermana y yo éramos

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gemelas, y ya sabe lo sutiles que son los lazos queatan a dos almas tan estrechamente unidas. Fueuna noche terrible. El viento aullaba en el exterior, yla lluvia caía con fuerza sobre las ventanas. Depronto, entre el estruendo de la tormenta, se oyó elgrito desgarrado de una mujer aterrorizada. Supeque era la voz de mi hermana. Salté de la cama, meenvolví en un chal y salí corriendo al pasillo. Al abrirla puerta, me pareció oír un silbido, como el quehabía descrito mi hermana, y pocos segundos des-pués un golpe metálico, como si se hubiese caídoun objeto de metal. Mientras yo corría por el pasillose abrió la cerradura del cuarto de mi hermana y lapuerta giró lentamente sobre sus goznes. Me quedémirando horrorizada, sin saber lo que iría a salir porella. A la luz de la lámpara del pasillo, vi que mihermana aparecía en el hueco, con la cara lívida deespanto y las manos extendidas en petición de so-corro, toda su figura oscilando de un lado a otro,como la de un borracho. Corrí hacia ella y la rodeécon mis brazos, pero en aquel momento parecieronceder sus rodillas y cayó al suelo. Se estremecíacomo si sufriera horribles dolores, agitando convul-sivamente los miembros. Al principio creí que no mehabía reconocido, pero cuando me incliné sobre ellagritó de pronto, con una voz que no olvidaré jamás:

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«¡Dios mío, Helen! ¡Ha sido la banda! ¡La banda delunares!» Quiso decir algo más, y señaló con eldedo en dirección al cuarto del doctor, pero unanueva convulsión se apoderó de ella y ahogó suspalabras. Corrí llamando a gritos a nuestro padras-tro, y me tropecé con él, que salía en bata de suhabitación. Cuando llegamos junto a mi hermana,ésta ya había perdido el conocimiento, y aunque élle vertió brandy por la garganta y mandó llamar almédico del pueblo, todos los esfuerzos fueron envano, porque poco a poco se fue apagando y muriósin recuperar la conciencia. Éste fue el espantosofinal de mi querida hermana.

- Un momento - dijo Holmes- . ¿Está ustedsegura de lo del silbido y el sonido metálico? ¿Podr-ía jurarlo?

- Eso mismo me preguntó el juez de instruc-ción del condado durante la investigación. Estoyconvencida de que lo oí, a pesar de lo cual, entre elfragor de la tormenta y los crujidos de una casavieja, podría haberme equivocado.

- ¿Estaba vestida su hermana?

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- No, estaba en camisón. En la mano dere-cha se encontró el extremo chamuscado de unacerilla, y en la izquierda una caja de fósforos.

- Lo cual demuestra que encendió una ceri-lla y miró a su alrededor cuando se produjo la alar-ma. Eso es importante. ¿Y a qué conclusiones llegóel juez de instrucción?

- Investigó el caso minuciosamente, porquela conducta del doctor Roylott llevaba mucho tiempodando que hablar en el condado, pero no pudo des-cubrir la causa de la muerte. Mi testimonio indicabaque su puerta estaba cerrada por dentro, y las ven-tanas tenían postigos antiguos, con barras de hierroque se cerraban cada noche. Se examinaron cuida-dosamente las paredes, comprobando que eranbien macizas por todas partes, y lo mismo se hizocon el suelo, con idéntico resultado. La chimenea esbastante amplia, pero está enrejada con cuatrogruesos barrotes. Así pues, no cabe duda de que mihermana se encontraba sola cuando le llegó lamuerte. Además, no presentaba señales de violen-cia.

- ¿Qué me dice del veneno?

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- Los médicos investigaron esa posibilidad,sin resultados.

- ¿De qué cree usted, entonces, que murióla desdichada señorita?

- Estoy convencida de que murió de puro ysimple miedo o de trauma nervioso, aunque no lo-gro explicarme qué fue lo que la asustó.

- ¿Había gitanos en la finca en aquel mo-mento?

- Sí, casi siempre hay algunos.

- Ya. ¿Y qué le sugirió a usted su alusión auna banda... una banda de lunares?

- A veces he pensado que se trataba de undelirio sin sentido; otras veces, que debía referirse auna banda de gente, tal vez a los mismos gitanosde la finca. No sé si los pañuelos de lunares quemuchos de ellos llevan en la cabeza le podríanhaber inspirado aquel extraño término.

Holmes meneó la cabeza como quien no seda por satisfecho.

- Nos movemos en aguas muy profundas -dijo- . Por favor, continúe con su narración.

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- Desde entonces han transcurrido dosaños, y mi vida ha sido más solitaria que nunca,hasta hace muy poco. Hace un mes, un amigo muyquerido, al que conozco desde hace muchos años,me hizo el honor de pedir mi mano. Se llama Armi-tage, Percy Armitage, segundo hijo del señor Armi-tage, de Crane Water, cerca de Reading. Mi padras-tro no ha puesto inconvenientes al matrimonio, ypensamos casarnos en primavera. Hace dos díasse iniciaron unas reparaciones en el ala oeste deledificio, y hubo que agujerear la pared de mi cuarto,por lo que me tuve que instalar en la habitacióndonde murió mi hermana y dormir en la misma ca-ma en la que ella dormía. Imagínese mi escalofríode terror cuando anoche, estando yo acostada perodespierta, pensando en su terrible final, oí de prontoen el silencio de la noche el suave silbido que habíaanunciado su propia muerte. Salté de la cama yencendí la lámpara, pero no vi nada anormal en lahabitación. Estaba demasiado nerviosa como paravolver a acostarme, así que me vestí y, en cuandosalió el sol, me eché a la calle, cogí un coche en laposada Crown, que está enfrente de casa, y meplanté en Leatherhead, de donde he llegado estamañana, con el único objeto de venir a verle y pedir-le consejo.

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- Ha hecho usted muy bien - dijo mi amigo- .Pero ¿me lo ha contado todo?

- Sí, todo.

- Señorita Stoner, no me lo ha dicho todo.Está usted encubriendo a su padrastro.

- ¿Cómo? ¿Qué quiere decir?

Por toda respuesta, Holmes levantó el puñode encaje negro que adornaba la mano que nuestravisitante apoyaba en la rodilla. Impresos en la blan-ca muñeca se veían cinco pequeños moratones, lasmarcas de cuatro dedos y un pulgar. - La han trata-do con brutalidad - dijo Holmes.

La dama se ruborizó intensamente y se cu-brió la lastimada muñeca.

- Es un hombre duro - dijo- , y seguramenteno se da cuenta de su propia fuerza.

Se produjo un largo silencio, durante el cualHolmes apoyó el mentón en las manos y permane-ció con la mirada fija en el fuego crepitante.

- Es un asunto muy complicado - dijo porfin- . Hay mil detalles que me gustaría conocer an-tes de decidir nuestro plan de acción, pero no po-

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demos perder un solo instante. Si nos desplazára-mos hoy mismo a Stoke Moran, ¿nos sería posiblever esas habitaciones sin que se enterase su pa-drastro?

- Precisamente dijo que hoy tenía que venira Londres para algún asunto importante. Es proba-ble que esté ausente todo el día y que pueda ustedactuar sin estorbos. Tenemos una sirvienta, pero esvieja y estúpida, y no me será difícil quitarla de enmedio.

- Excelente. ¿Tiene algo en contra de esteviaje, Watson?

- Nada en absoluto.

- Entonces, iremos los dos. Y usted, ¿quéva a hacer?

- Ya que estoy en Londres, hay un par decosillas que me gustaría hacer. Pero pienso volveren el tren de las doce, para estar allí cuando uste-des lleguen.

- Puede esperarnos a primera hora de latarde. Yo también tengo un par de asuntillos queatender. ¿No quiere quedarse a desayunar?

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- No, tengo que irme. Me siento ya más ali-viada desde que le he confiado mi problema. Espe-ro volverle a ver esta tarde - dejó caer el tupido velonegro sobre su rostro y se deslizó fuera de la habi-tación.

- ¿Qué le parece todo esto, Watson? - pre-guntó Sherlock Holmes recostándose en su butaca.

- Me parece un asunto de lo más turbio y si-niestro.

- Turbio y siniestro a no poder más.

- Sin embargo, si la señorita tiene razón alafirmar que las paredes y el suelo son sólidos, y quela puerta, ventanas y chimenea son infranqueables,no cabe duda de que la hermana tenía que encon-trarse sola cuando encontró la muerte de maneratan misteriosa.

- ¿Y qué me dice entonces de los silbidosnocturnos y de las intrigantes palabras de la mujermoribunda?

- No se me ocurre nada.

- Si combinamos los silbidos en la noche, lapresencia de una banda de gitanos que cuentan conla amistad del viejo doctor, el hecho de que tene-

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mos razones de sobra para creer que el doctor estámuy interesado en impedir la boda de su hijastra, laalusión a una banda por parte de la moribunda, elhecho de que la señorita Helen Stoner oyera ungolpe metálico, que pudo haber sido producido poruna de esas barras de metal que cierran los posti-gos al caer de nuevo en su sitio, me parece que hayuna buena base para pensar que podemos aclararel misterio siguiendo esas líneas.

- Pero ¿qué es lo que han hecho los gita-nos?

- No tengo ni idea.

- Encuentro muchas objeciones a esa teor-ía.

- También yo. Precisamente por esa razónvamos a ir hoy a Stoke Moran. Quiero comprobar silas objeciones son definitivas o se les puede encon-trar una explicación. Pero... ¿qué demonio?...

Lo que había provocado semejante excla-mación de mi compañero fue el hecho de que nues-tra puerta se abriera de golpe y un hombre gigan-tesco apareciera en el marco. Sus ropas eran unacuriosa mezcla de lo profesional y lo agrícola: lleva-ba un sombrero negro de copa, una levita con fal-

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dones largos y un par de polainas altas, y hacíaoscilar en la mano un látigo de caza. Era tan altoque su sombrero rozaba el montante de la puerta, ytan ancho que la llenaba de lado a lado. Su rostroamplio, surcado por mil arrugas, tostado por el solhasta adquirir un matiz amarillento y marcado portodas las malas pasiones, se volvía alternativamen-te de uno a otro de nosotros, mientras sus ojos,hundidos y biliosos, y su nariz alta y huesuda, ledaban cierto parecido grotesco con un ave de pre-sa, vieja y feroz.

- ¿Quién de ustedes es Holmes? - preguntóla aparición. - Ése es mi nombre, señor, pero melleva usted ventaja - respondió mi compañero muytranquilo.

- Soy el doctor Grimesby Roylott, de StokeMoran.

- Ah, ya - dijo Holmes suavemente- . Por fa-vor, tome asiento, doctor.

- No me da la gana. Mi hijastra ha estadoaquí. La he seguido. ¿Qué le ha estado contando?

- Hace algo de frío para esta época del año- dijo Holmes.

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- ¿Qué le ha contado? - gritó el viejo, enfu-recido.

- Sin embargo, he oído que la cosecha deazafrán se presenta muy prometedora - continuó micompañero, imperturbable.

- ¡Ja! Conque se desentiende de mí, ¿eh? -dijo nuestra nueva visita, dando un paso adelante yesgrimiendo su látigo de caza- . Ya le conozco,granuja. He oído hablar de usted. Usted es Holmes,el entrometido.

Mi amigo sonrió.

- ¡Holmes el metomentodo!

La sonrisa se ensanchó.

- ¡Holmes, el correveidile de Scofand Yard!Holmes soltó una risita cordial.

- Su conversación es de lo más amena - di-jo- . Cuando se vaya, cierre la puerta, porque hayuna cierta corriente. - Me iré cuando haya dicho loque tengo que decir. No se atreva a meterse en misasuntos. Me consta que la señorita Stoner ha esta-do aquí. La he seguido. Soy un hombre peligrosopara quien me fastidia. ¡Fíjese!

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Dio un rápido paso adelante, cogió el atiza-fuego y lo curvó con sus enormes manazas more-nas.

- ¡Procure mantenerse fuera de mi alcance!- rugió. Y arrojando el hierro doblado a la chimenea,salió de la habitación a grandes zancadas.

- Parece una persona muy simpática - dijoHolmes, echándose a reír- . Yo no tengo su corpu-lencia, pero si se hubiera quedado le habría podidodemostrar que mis manos no son mucho más débi-les que las suyas - y diciendo esto, recogió el atiza-dor de hierro y con un súbito esfuerzo volvió a ende-rezarlo- . ¡Pensar que ha tenido la insolencia deconfundirme con el cuerpo oficial de policía! Noobstante, este incidente añade interés personal a lainvestigación, y sólo espero que nuestra amiga nosufra las consecuencias de su imprudencia al dejarque esa bestia le siguiera los pasos. Y ahora, Wat-son, pediremos el desayuno y después daré unpaseo hasta Doctors' Commons, donde espero ob-tener algunos datos que nos ayuden en nuestratarea.

Era casi la una cuando Sherlock Holmes re-gresó de su excursión. Traía en la mano una hojade papel azul, repleta de cifras y anotaciones.

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- He visto el testamento de la esposa falle-cida - dijo- . Para determinar el valor exacto, me hevisto obligado a averiguar los precios actuales delas inversiones que en él figuran. La renta total, queen la época en que murió la esposa era casi de1.100 libras, en la actualidad, debido al descenso delos precios agrícolas, no pasa de las 750. En casode contraer matrimonio, cada hija puede reclamaruna renta de 250. Es evidente, por lo tanto, que silas dos chicas se hubieran casado, este payaso sequedaría a dos velas; y con que sólo se casara una,ya notaría un bajón importante. El trabajo de estamañana no ha sido en vano, ya que ha quedadodemostrado que el tipo tiene motivos de los másfuertes para tratar de impedir que tal cosa ocurra. Yahora, Watson, la cosa es demasiado grave comopara andar perdiendo el tiempo, especialmente sitenemos en cuenta que el viejo ya sabe que nosinteresamos por sus asuntos, así que, si está usteddispuesto, llamaremos a un coche para que noslleve a Waterloo. Le agradecería mucho que semetiera el revólver en el bolsillo. Un Eley n.° 2 es unexcelente argumento para tratar con caballeros quepueden hacer nudos con un atizador de hierro. Esoy un cepillo de dientes, creo yo, es todo lo que ne-cesitamos.

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En Waterloo tuvimos la suerte de coger untren a Leatherhead, y una vez allí alquilamos uncoche en la posada de la estación y recorrimos cua-tro o cinco millas por los encantadores caminos deSurrey. Era un día verdaderamente espléndido, conun sol resplandeciente y unas cuantas nubes algo-donosas en el cielo. Los árboles y los setos de loslados empezaban a echar los primeros brotes, y elaire olía agradablemente a tierra mojada. Para mí,al menos, existía un extraño contraste entre la dulcepromesa de la primavera y la siniestra intriga en laque nos habíamos implicado. Mi compañero ibasentado en la parte delantera, con los brazos cruza-dos, el sombrero caído sobre los ojos y la barbillahundida en el pecho, sumido aparentemente en losmás profundos pensamientos. Pero de pronto seincorporó, me dio un golpecito en el hombro y se-ñaló hacia los prados.

- ¡Mire allá! - dijo.

Un parque con abundantes árboles se ex-tendía en suave pendiente, hasta convertirse enbosque cerrado en su punto más alto. Entre lasramas sobresalían los frontones grises y el alto te-jado de una mansión muy antigua.

- ¿Stoke Moran? - preguntó.

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- Sí, señor; ésa es la casa del doctor Gri-mesby Roylott - confirmó el cochero.

- Veo que están haciendo obras - dijo Hol-mes- . Es allí donde vamos.

- El pueblo está allí - dijo el cochero, seña-lando un grupo de tejados que se veía a cierta dis-tancia a la izquierda- . Pero si quieren ustedes ir a lacasa, les resultará más corto por esa escalerilla dela cerca y luego por el sendero que atraviesa elcampo. Allí, por donde está paseando la señora.

- Y me imagino que dicha señora es la se-ñorita Stoner - comentó Holmes, haciendo viseracon la mano sobre los ojos- . Sí, creo que lo mejores que hagamos lo que usted dice.

Nos apeamos, pagamos el trayecto y el co-che regresó traqueteando a Leatherhead.

- Me pareció conveniente - dijo Holmesmientras subíamos la escalerilla- que el cocherocreyera que venimos aquí como arquitectos, o paraalgún otro asunto concreto. Puede que eso evitechismorreos. Buenas tardes, señorita Stoner. Ya veque hemos cumplido nuestra palabra.

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Nuestra cliente de por la mañana había co-rrido a nuestro encuentro con la alegría pintada enel rostro.

- Les he estado esperando ansiosamente -exclamó, estrechándonos afectuosamente las ma-nos- . Todo ha salido de maravilla. El doctor Roylottse ha marchado a Londres, y no es probable quevuelva antes del anochecer.

- Hemos tenido el placer de conocer al doc-tor - dijo Holmes, y en pocas palabras le resumió loocurrido. La señorita Stoner palideció hasta los la-bios al oírlo.

- ¡Cielo santo! - exclamó- . ¡Me ha seguido!

- Eso parece.

- Es tan astuto que nunca sé cuándo estoya salvo de él. ¿Qué dirá cuando vuelva?

- Más vale que se cuide, porque puede en-contrarse con que alguien más astuto que él le si-gue la pista. Usted tiene que protegerse encerrán-dose con llave esta noche. Si se pone violento, lallevaremos a casa de su tía de Harrow. Y ahora, hayque aprovechar lo mejor posible el tiempo, así que,

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por favor, llévenos cuanto antes a las habitacionesque tenemos que examinar.

El edificio era de piedra gris manchada deliquen, con un bloque central más alto y dos alascurvadas, como las pinzas de un cangrejo, una acada lado. En una de dichas alas, las ventanasestaban rotas y tapadas con tablas de madera, yparte del tejado se había hundido, dándole un as-pecto ruinoso. El bloque central estaba algo mejorconservado, pero el ala derecha era relativamentemoderna, y las cortinas de las ventanas, junto conlas volutas de humo azulado que salan de las chi-meneas, demostraban que en ella residía la familia.En un extremo se habían levantado andamios yabierto algunos agujeros en el muro, pero en aquelmomento no se veía ni rastro de los obreros. Hol-mes caminó lentamente de un lado a otro delcésped mal cortado, examinando con gran atenciónla parte exterior de las ventanas.

- Supongo que ésta corresponde a la habi-tación en la que usted dormía, la del centro a la desu difunta hermana, y la que se halla pegada aledificio principal a la habitación del doctor Roylott.

- Exactamente. Pero ahora duermo en la delcentro.

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- Mientras duren las reformas, según tengoentendido. Por cierto, no parece que haya una ne-cesidad urgente de reparaciones en ese extremodel muro.

- No había ninguna necesidad. Yo creo quefue una excusa para sacarme de mi habitación.

- ¡Ah, esto es muy sugerente! Ahora, vea-mos: por la parte de atrás de este ala está el pasilloal que dan estas tres habitaciones. Supongo quetendrá ventanas.

- Sí, pero muy pequeñas. Demasiado estre-chas para que pueda pasar nadie por ellas.

- Puesto que ustedes dos cerraban suspuertas con llave por la noche, el acceso a sus habi-taciones por ese lado es imposible. Ahora, ¿tendráusted la bondad de entrar en su habitación y cerrarlos postigos de la ventana?

La señorita Stoner hizo lo que le pedían, yHolmes, tras haber examinado atentamente la ven-tana abierta, intentó por todos los medios abrir lospostigos cerrados, pero sin éxito. No existía ningunarendija por la que pasar una navaja para levantar labarra de hierro. A continuación, examinó con la lupa

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las bisagras, pero éstas eran de hierro macizo, fir-memente empotrado en la recia pared.

- ¡Hum! - dijo, rascándose la barbilla y algoperplejo- . Desde luego, mi teoría presenta ciertasdificultades. Nadie podría pasar con estos postigoscerrados. Bueno, veamos si el interior arroja algunaluz sobre el asunto.

Entramos por una puertecita lateral al pasi-llo encalado al que se abrían los tres dormitorios.Holmes se negó a examinar la tercera habitación ypasamos directamente a la segunda, en la quedormía la señorita Stoner y en la que su hermanahabía encontrado la muerte. Era un cuartito muyacogedor, de techo bajo y con una amplia chimeneade estilo rural. En una esquina había una cómodade color castaño, en otra una cama estrecha concolcha blanca, y a la izquierda de la ventana unamesa de tocador. Estos artículos, más dos sillitas demimbre, constituían todo el mobiliario de la habita-ción, aparte de una alfombra cuadrada de Wiltonque había en el centro. El suelo y las paredes erande madera de roble, oscura y carcomida, tan vieja ydescolorida que debía remontarse a la construcciónoriginal de la casa. Holmes arrimó una de las sillasa un rincón y se sentó en silencio, mientras sus ojos

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se desplazaban de un lado a otro, arriba y abajo,asimilando cada detalle de la habitación.

- ¿Con qué comunica esta campanilla? -preguntó por fin, señalando un grueso cordón decampanilla que colgaba junto a la cama, y cuyaborla llegaba a apoyarse en la almohada.

- Con la habitación de la sirvienta.

- Parece más nueva que el resto de las co-sas.

- Sí, la instalaron hace sólo dos años.

- Supongo que a petición de su hermana.

- No; que yo sepa, nunca la utilizó. Si nece-sitábamos algo, íbamos a buscarlo nosotras mis-mas.

- La verdad, me parece innecesario instalaraquí un llamador tan bonito. Excúseme unos minu-tos, mientras examino el suelo.

Se tumbó boca abajo en el suelo, con la lu-pa en la mano, y se arrastró velozmente de un ladoa otro, inspeccionando atentamente las rendijas delentarimado. A continuación hizo lo mismo con lastablas de madera que cubrían las paredes. Por ulti-

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mo, se acercó a la cama y permaneció algún tiempomirándola fijamente y examinando la pared de arri-ba a abajo. Para terminar, agarró el cordón de lacampanilla y dio un fuerte tirón.

- ¡Caramba, es simulado! - exclamó.

- ¿Cómo? ¿No suena?

- No, ni siquiera está conectado a un cable.Esto es muy interesante. Fíjese en que está conec-tado a un gancho justo por encima del orificio deventilación.

- ¡Qué absurdo! ¡Jamás me había fijado!

- Es muy extraño - murmuró Holmes, tirandodel cordón- . Esta habitación tiene uno o dos deta-lles muy curiosos. Por ejemplo, el constructor teníaque ser un estúpido para abrir un orificio de ventila-ción que da a otra habitación, cuando, con el mismoesfuerzo, podría haberlo hecho comunicar con elaire libre.

- Eso también es bastante moderno - dijo laseñorita.

- Más o menos, de la misma época que elllamador - aventuró Holmes.

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- Sí, por entonces se hicieron varias peque-ñas reformas. - Y todas parecen de lo más intere-sante... cordones de campanilla sin campanilla yorificios de ventilación que no ventilan. Con su per-miso, señorita Stoner, proseguiremos nuestras in-vestigaciones en la habitación de más adentro. Laalcoba del doctor Grimesby Roylott era más grandeque la de su hijastra, pero su mobiliario era igual deescueto. Una cama turca, una pequeña estanteríade madera llena de libros, en su mayoría de carác-ter técnico, una butaca junto a la cama, una vulgarsilla de madera arrimada a la pared, una mesa ca-milla y una gran caja fuerte de hierro, eran los prin-cipales objetos que saltaban a la vista. Holmes re-corrió despacio la habitación, examinándolos todoscon el más vivo interés.

- ¿Qué hay aquí? - preguntó, golpeando conlos nudillos la caja fuerte.

- Papeles de negocios de mi padrastro.

- Entonces es que ha mirado usted dentro.

- Sólo una vez, hace años. Recuerdo queestaba llena de papeles.

- ¿Y no podría haber, por ejemplo, un gato?

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- No. ¡Qué idea tan extraña!

- Pues fíjese en esto - y mostró un platillo deleche que había encima de la caja.

- No, gato no tenemos, pero sí que hay unguepardo y un babuino.

- ¡Ah, sí, claro! Al fin y al cabo, un guepardono es más que un gato grandote, pero me atreveríaa decir que con un platito de leche no bastaría, nimucho menos, para satisfacer sus necesidades.Hay una cosa que quiero comprobar.

Se agachó ante la silla de madera y exa-minó el asiento con la mayor atención.

- Gracias. Esto queda claro - dijo levantán-dose y metiéndose la lupa en el bolsillo- . ¡Vaya!¡Aquí hay algo muy interesante!

El objeto que le había llamado la atenciónera un pequeño látigo para perros que colgaba deuna esquina de la cama. Su extremo estaba atadoformando un lazo corredizo.

- ¿Qué le sugiere a usted esto, Watson?

- Es un látigo común y corriente. Aunque nosé por qué tiene este nudo.

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- Eso no es tan corriente, ¿eh? ¡Ay, Watson!Vivimos en un mundo malvado, y cuando un hom-bre inteligente dedica su talento al crimen, se vuelveaún peor. Creo que ya he visto suficiente, señoritaStoner, y, con su permiso, daremos un paseo por eljardín.

Jamás había visto a mi amigo con un rostrotan sombrío y un ceño tan fruncido como cuandonos retiramos del escenario de la investigación.Habíamos recorrido el jardín varias veces de arribaabajo, sin que ni la señorita Stoner ni yo nos atrevié-ramos a interrumpir el curso de sus pensamientos,cuando al fin Holmes salió de su ensimismamiento.

- Es absolutamente esencial, señorita Sto-ner - dijo- , que siga usted mis instrucciones al piede la letra en todos los aspectos.

- Le aseguro que así lo haré.

- La situación es demasiado grave como pa-ra andarse con vacilaciones. Su vida depende deque haga lo que le digo.

- Vuelvo a decirle que estoy en sus manos.

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- Para empezar, mi amigo y yo tendremosque pasar la noche en su habitación.

Tanto la señorita Stoner como yo le mira-mos asombrados.

- Sí, es preciso. Deje que le explique. Aque-llo de allá creo que es la posada del pueblo, ¿no?

- Sí, el «Crown».

- Muy bien. ¿Se verán desde allí sus venta-nas?

- Desde luego.

- En cuanto regrese su padrastro, usted seretirará a su habitación, pretextando un dolor decabeza. Y cuando oiga que él también se retira a lasuya, tiene usted que abrir la ventana, alzar el cie-rre, colocar un candil que nos sirva de señal y, acontinuación, trasladarse con todo lo que vaya anecesitar a la habitación que ocupaba antes. Estoyseguro de que, a pesar de las reparaciones, podráarreglárselas para pasar allí una noche.

- Oh, sí, sin problemas.

- El resto, déjelo en nuestras manos.

- Pero ¿qué van ustedes a hacer?

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- Vamos a pasar la noche en su habitacióne investigar la causa de ese sonido que la ha estadomolestando.

- Me parece, señor Holmes, que ya ha lle-gado usted a una conclusión - dijo la señorita Sto-ner, posando su mano sobre el brazo de mi compa-ñero.

- Es posible.

- Entonces, por compasión, dígame quéocasionó la muerte de mi hermana.

- Prefiero tener pruebas más terminantesantes de hablar.

- Al menos, podrá decirme si mi opinión esacertada, y murió de un susto.

- No, no lo creo. Creo que es probable queexistiera una causa más tangible. Y ahora, señoritaStoner, tenemos que dejarla, porque si regresara eldoctor Roylott y nos viera, nuestro viaje habría sidoen vano. Adiós, y sea valiente, porque si hace loque le he dicho puede estar segura de que no tarda-remos en librarla de los peligros que la amenazan.

Sherlock Holmes y yo no tuvimos dificulta-des para alquilar una alcoba con sala de estar en el

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«Crown». Las habitaciones se encontraban en laplanta superior, y desde nuestra ventana gozába-mos de una espléndida vista de la entrada a la ave-nida y del ala deshabitada de la mansión de StokeMoran. Al atardecer vimos pasar en un coche aldoctor Grimesby Roylott, con su gigantesca figurasobresaliendo junto a la menuda figurilla del mucha-cho que guiaba el coche. El cochero tuvo algunadificultad para abrir las pesadas puertas de hierro, ypudimos oír el áspero rugido del doctor y ver la furiacon que agitaba los puños cerrados, amenazándolo.El vehículo siguió adelante y, pocos minutos mástarde, vimos una luz que brillaba de pronto entre losárboles, indicando que se había encendido unalámpara en uno de los salones.

- ¿Sabe usted, Watson? - dijo Holmes mien-tras permanecíamos sentados en la oscuridad- .Siento ciertos escrúpulos de llevarle conmigo estanoche. Hay un elemento de peligro indudable.

- ¿Puedo servir de alguna ayuda?

- Su presencia puede resultar decisiva.

- Entonces iré, sin duda alguna.

- Es usted muy amable.

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- Dice usted que hay peligro. Evidentemen-te, ha visto usted en esas habitaciones más de loque pude ver yo.

- Eso no, pero supongo que yo habré dedu-cido unas pocas cosas más que usted. Imagino, sinembargo, que vería usted lo mismo que yo.

- Yo no vi nada destacable, a excepción delcordón de la campanilla, cuya finalidad confieso quese me escapa por completo.

- ¿Vio usted el orificio de ventilación?

- Sí, pero no me parece que sea tan insólitoque exista una pequeña abertura entre dos habita-ciones. Era tan pequeña que no podría pasar porella ni una rata.

- Yo sabía que encontraríamos un orificioasí antes de venir a Stoke Moran.

- ¡Pero Holmes, por favor!

- Le digo que lo sabía. Recuerde usted quela chica dijo que su hermana podía oler el cigarrodel doctor Roylott. Eso quería decir, sin lugar a du-das, que tenía que existir una comunicación entrelas dos habitaciones. Y tenía que ser pequeña, oalguien se habría fijado en ella durante la investiga-

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ción judicial. Deduje, pues, que se trataba de unorificio de ventilación.

- Pero, ¿qué tiene eso de malo?

- Bueno, por lo menos existe una curiosacoincidencia de fecha. Se abre un orificio, se instalaun cordón y muere una señorita que dormía en lacama. ¿No le resulta llamativo? - Hasta ahora noveo ninguna relación.

- ¿No observó un detalle muy curioso en lacama?

- No.

- Estaba clavada al suelo. ¿Ha visto ustedantes alguna cama sujeta de ese modo?

- No puedo decir que sí.

- La señorita no podía mover su cama. Ten-ía que estar siempre en la misma posición con res-pecto a la abertura y al cordón... podemos llamarloasí, porque, evidentemente, jamás se pensó endotarlo de campanilla.

- Holmes, creo que empiezo a entreveradónde quiere usted ir a parar - exclamé- . Tene-

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mos el tiempo justo para impedir algún crimen arte-ro y horrible.

- De lo más artero y horrible. Cuando unmédico se tuerce, es peor que ningún criminal. Tie-ne sangre fría y tiene conocimientos. Palmer y Prit-chard estaban en la cumbre de su profesión. Estehombre aún va más lejos, pero creo, Watson, quepodremos llegar más lejos que él. Pero ya tendre-mos horrores de sobra antes de que termine la no-che; ahora, por amor de Dios, fumemos una pipa enpaz, y dediquemos el cerebro a ocupaciones másagradables durante unas horas.

A eso de las nueve, se apagó la luz que bri-llaba entre los árboles y todo quedó a oscuras endirección a la mansión. Transcurrieron lentamentedos horas y, de pronto, justo al sonar las once, seencendió exactamente frente a nosotros una luzaislada y brillante.

- Ésa es nuestra señal - dijo Holmes, po-niéndose en pie de un salto- . Viene de la ventanadel centro.

Al salir, Holmes intercambió algunas frasescon el posadero, explicándole que íbamos a haceruna visita de última hora a un conocido y que era

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posible que pasáramos la noche en su casa. Unmomento después avanzábamos por el oscuro ca-mino, con el viento helado soplándonos en la cara yuna lucecita amarilla parpadeando frente a nosotrosen medio de las tinieblas para guiarnos en nuestratétrica incursión.

No tuvimos dificultades para entrar en la fin-ca porque la vieja tapia del parque estaba derruidapor varios sitios. Nos abrimos camino entre losárboles, llegamos al jardín, lo cruzamos, y nos dis-poníamos a entrar por la ventana cuando de unmacizo de laureles salió disparado algo que parecíaun niño deforme y repugnante, que se tiró sobre lahierba retorciendo los miembros y luego corrió atoda velocidad por el jardín hasta perderse en laoscuridad.

- ¡Dios mío! - susurré- . ¿Ha visto eso?

Por un momento, Holmes se quedó tan sor-prendido como yo, y su mano se cerró como unapresa sobre mi muñeca. Luego, se echó a reír envoz baja y acercó los labios a mi oído.

- Es una familia encantadora - murmuró- .Eso era el babuino.

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Me había olvidado de los extravagantesanimalitos de compañía del doctor. Había tambiénun guepardo, que podía caer sobre nuestros hom-bros en cualquier momento. Confieso que me sentímás tranquilo cuando, tras seguir el ejemplo deHolmes y quitarme los zapatos, me encontré dentrode la habitación. Mi compañero cerró los postigossin hacer ruido, colocó la lámpara encima de la me-sa y recorrió con la mirada la habitación. Todo segu-ía igual que como lo habíamos visto durante el día.Luego se arrastró hacia mí y, haciendo bocina conla mano, volvió a susurrarme al oído, en voz tanbaja que a duras penas conseguí entender las pala-bras.

- El más ligero ruido sería fatal para nues-tros planes.

Asentí para dar a entender que lo había oí-do.

- Tenemos que apagar la luz, o se vería porla abertura.

Asentí de nuevo.

- No se duerma. Su vida puede depender deello. Tenga preparada la pistola por si acaso la ne-

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cesitamos. Yo me sentaré junto a la cama, y usteden esa silla.

Saqué mi revólver y lo puse en una esquinade la mesa.

Holmes había traído un bastón largo y del-gado que colocó en la cama a su lado. Junto a élpuso la caja de cerillas y un cabo de vela. Luegoapagó la lámpara y quedamos sumidos en las tinie-blas.

¿Cómo podría olvidar aquella angustiosavigilia? No se oía ni un sonido, ni siquiera el de unarespiración, pero yo sabía que a pocos pasos de míse encontraba mi compañero, sentado con los ojosabiertos y en el mismo estado de excitación que yo.Los postigos no dejaban pasar ni un rayito de luz, yesperábamos en la oscuridad más absoluta. De vezen cuando nos llegaba del exterior el grito de algúnave nocturna, y en una ocasión oímos, al lado mis-mo de nuestra ventana, un prolongado gemido ga-tuno, que indicaba que, efectivamente, el guepardoandaba suelto. Cada cuarto de hora oíamos a lolejos las graves campanadas del reloj de la iglesia.¡Qué largos parecían aquellos cuartos de hora! Die-ron las doce, la una, las dos, las tres, y nosotros

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seguíamos sentados en silencio, aguardando lo quepudiera suceder.

De pronto se produjo un momentáneo res-plandor en lo alto, en la dirección del orificio de ven-tilación, que se apagó inmediatamente; le siguió unfuerte olor a aceite quemado y metal recalentado.Alguien había encendido una linterna sorda en lahabitación contigua. Oí un suave rumor de movi-miento, y luego todo volvió a quedar en silencio,aunque el olor se hizo más fuerte. Permanecí mediahora más con los oídos en tensión. De repente seoyó otro sonido... un sonido muy suave y acaricia-dor, como el de un chorrito de vapor al salir de unatetera. En el instante mismo en que lo oímos, Hol-mes saltó de la cama, encendió una cerilla y golpeófuriosamente con su bastón el cordón de la campa-nilla.

- ¿Lo ve, Watson? - gritaba- . ¿Lo ve?

Pero yo no veía nada. En el mismo momen-to en que Holmes encendió la luz, oí un silbido sua-ve y muy claro, pero el repentino resplandor antemis ojos hizo que me resultara imposible distinguirqué era lo que mi amigo golpeaba con tanta feroci-dad. Pude percibir, no obstante, que su rostro esta-

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ba pálido como la muerte, con una expresión dehorror y repugnancia.

Había dejado de dar golpes y levantaba lamirada hacia el orificio de ventilación, cuando, depronto, el silencio de la noche se rompió con el ala-rido más espantoso que jamás he oído. Un gritocuya intensidad iba en aumento, un ronco aullido dedolor, miedo y furia, todo mezclado en un solo chilli-do aterrador. Dicen que abajo, en el pueblo, e inclu-so en la lejana casa parroquial, aquel grito levantó alos durmientes de sus camas. A nosotros nos helóel corazón; yo me quedé mirando a Holmes, y él amí, hasta que los últimos ecos se extinguieron en elsilencio del que habían surgido.

- ¿Qué puede significar eso? - jadeé.

- Significa que todo ha terminado - respon-dió Holmes- . Y quizás, a fin de cuentas, sea lo me-jor que habría podido ocurrir. Coja su pistola y va-mos a entrar en la habitación del doctor Roylott.

Encendió la lámpara con expresión muy se-ria y salió al pasillo. Llamó dos veces a la puerta dela habitación sin que respondieran desde dentro.Entonces hizo girar el picaporte y entró, conmigopegado a sus talones, con la pistola amartillada en

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la mano.

Una escena extraordinaria se ofrecía anuestros ojos. Sobre la mesa había una linternasorda con la pantalla a medio abrir, arrojando unbrillante rayo de luz sobre la caja fuerte, cuya puertaestaba entreabierta. Junto a esta mesa, en la sillade madera, estaba sentado el doctor Grimesby Roy-lott, vestido con una larga bata gris, bajo la cualasomaban sus tobillos desnudos, con los pies en-fundados en unas babuchas rojas. Sobre su regazodescansaba el corto mango del largo látigo quehabíamos visto el día anterior, el curioso látigo conel lazo en la punta. Tenía la barbilla apuntandohacia arriba y los ojos fijos, con una mirada terri-blemente rígida, en una esquina del techo. Alrede-dor de la frente llevaba una curiosa banda amarillacon lunares pardos que parecía atada con fuerza ala cabeza. Al entrar nosotros, no se movió ni hizosonido alguno.

- ¡La banda! ¡La banda de lunares! - susurróHolmes.

Di un paso adelante. Al instante, el extrañotocado empezó a moverse y se desenroscó, apare-ciendo entre los cabellos la cabeza achatada en

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forma de rombo y el cuello hinchado de una horren-da serpiente.

- ¡Una víbora de los pantanos! - exclamóHolmes- . La serpiente más mortífera de la India.Este hombre ha muerto a los diez segundos de sermordido. ¡Qué gran verdad es que la violencia sevuelve contra el violento y que el intrigante acabapor caer en la fosa que cava para otro! Volvamos aencerrar a este bicho en su cubil y luego podremosllevar a la señorita Stoner a algún sitio más seguro einformar a la policía del condado de lo que ha suce-dido.

Mientras hablaba cogió rápidamente el láti-go del regazo del muerto, pasó el lazo por el cuellodel reptil, lo desprendió de su macabra percha y,llevándolo con el brazo bien extendido, lo arrojó a lacaja fuerte, que cerró a continuación.

Éstos son los hechos verdaderos de lamuerte del doctor Grimesby Roylott, de Stoke Mo-ran. No es necesario que alargue un relato que yaes bastante extenso, explicando cómo comunica-mos la triste noticia a la aterrorizada joven, cómo lallevamos en el tren de la mañana a casa de su tíade Harrow, o cómo el lento proceso de la investiga-ción judicial llegó a la conclusión de que el doctor

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había encontrado la muerte mientras jugaba impru-dentemente con una de sus peligrosas mascotas.Lo poco que aún me quedaba por saber del casome lo contó Sherlock Holmes al día siguiente, du-rante el viaje de regreso.

- Yo había llegado a una conclusión absolu-tamente equivocada - dijo- , lo cual demuestra, que-rido Watson, que siempre es peligroso sacar deduc-ciones a partir de datos insuficientes. La presenciade los gitanos y el empleo de la palabra «banda»,que la pobre muchacha utilizó sin duda para descri-bir el aspecto de lo que había entrevisto fugazmentea la luz de la cerilla, bastaron para lanzarme trasuna pista completamente falsa. El único mérito quepuedo atribuirme es el de haber reconsiderado in-mediatamente mi postura cuando, pese a todo, sehizo evidente que el peligro que amenazaba al ocu-pante de la habitación, fuera el que fuera, no podíavenir por la ventana ni por la puerta. Como ya le hecomentado, en seguida me llamaron la atención elorificio de ventilación y el cordón que colgaba sobrela cama. Al descubrir que no tenía campanilla, y quela cama estaba clavada al suelo, empecé a sospe-char que el cordón pudiera servir de puente paraque algo entrara por el agujero y llegara a la cama.Al instante se me ocurrió la idea de una serpiente y,

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sabiendo que el doctor disponía de un buen surtidode animales de la India, sentí que probablementeme encontraba sobre una buena pista. La idea deutilizar una clase de veneno que los análisis quími-cos no pudieran descubrir parecía digna de unhombre inteligente y despiadado, con experienciaen Oriente. Muy sagaz tendría que ser el juez deguardia capaz de descubrir los dos pinchacitos queindicaban el lugar donde habían actuado los colmi-llos venenosos.

»A continuación pensé en el silbido. Por su-puesto, tenía que hacer volver a la serpiente antesde que la víctima pudiera verla a la luz del día. Pro-bablemente, la tenía adiestrada, por medio de laleche que vimos, para que acudiera cuando él lallamaba. La hacía pasar por el orificio cuando leparecía más conveniente, seguro de que bajaría porla cuerda y llegaría a la cama. Podía morder a ladurmiente o no; es posible que ésta se librase todaslas noches durante una semana, pero tarde o tem-prano tenía que caer.

»Había llegado ya a estas conclusiones an-tes de entrar en la habitación del doctor. Al exami-nar su silla comprobé que tenía la costumbre deponerse en pie sobre ella: evidentemente, tenía que

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hacerlo para llegar al respiradero. La visión de lacaja fuerte, el plato de leche y el látigo con lazo,bastó para disipar las pocas dudas que pudieranquedarme. El golpe metálico que oyó la señoritaStoner lo produjo sin duda el padrastro al cerrarapresuradamente la puerta de la caja fuerte, trasmeter dentro a su terrible ocupante. Una vez forma-da mi opinión, ya conoce usted las medidas queadopté para ponerla a prueba. Oí el silbido del ani-mal, como sin duda lo oyó usted también, y al mo-mento encendí la luz y lo ataqué.

- Con el resultado de que volvió a metersepor el respiradero.

- Y también con el resultado de que, unavez al otro lado, se revolvió contra su amo. Algunosgolpes de mi bastón habían dado en el blanco, y laserpiente debía estar de muy mal humor, así queatacó a la primera persona que vio. No cabe dudade que soy responsable indirecto de la muerte deldoctor Grimesby Roylott, pero confieso que es pocoprobable que mi conciencia se sienta abrumada porello.

9. El dedo pulgar del ingeniero

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Entre todos los problemas que se sometie-ron al criterio de mi amigo Sherlock Holmes durantelos años que duró nuestra asociación, sólo hubodos que llegaran a su conocimiento por mediaciónmía, el del pulgar del señor Hatherley y el de la lo-cura del coronel Warburton. Es posible que esteúltimo ofreciera más campo para un observadoragudo y original, pero el otro tuvo un principio tanextraño y unos detalles tan dramáticos que quizásmerezca más ser publicado, aunque ofreciera a miamigo menos oportunidades para aplicar los méto-dos de razonamiento deductivo con los que obteníatan espectaculares resultados. La historia, segúntengo entendido, se ha contado más de una vez enlos periódicos, pero, como sucede siempre con es-tas narraciones, su efecto es mucho menos intensocuando se exponen en bloque, en media columnade letra impresa, que cuando los hechos evolucio-nan poco a poco ante tus propios ojos y el misteriose va aclarando progresivamente, a medida quecada nuevo descubrimiento permite avanzar unpaso hacia la verdad completa. En su momento, lascircunstancias del caso me impresionaron profun-damente, y el efecto apenas ha disminuido a pesarde los dos años transcurridos.

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Los hechos que me dispongo a resumir ocu-rrieron en el verano del 89, poco después de mimatrimonio. Yo había vuelto a ejercer la medicina yhabía abandonado por fin a Sherlock Holmes en sushabitaciones de Baker Street, aunque le visitabacon frecuencia y a veces hasta lograba convencerlede que renunciase a sus costumbres bohemiashasta el punto de venir a visitarnos. Mi clientelaaumentaba constantemente y, dado que no vivíamuy lejos de la estación de Paddington, tenía algu-nos pacientes entre los ferroviarios. Uno de éstos, alque había curado de una larga y dolorosa enferme-dad, no se cansaba de alabar mis virtudes, y teníacomo norma enviarme a todo sufriente sobre el quetuviera la más mínima influencia.

Una mañana, poco antes de las siete, medespertó la doncella, que llamó a mi puerta paraanunciar que dos hombres habían venido a Pad-dington y aguardaban en la sala de consulta. Mevestí a toda prisa, porque sabía por experiencia quelos accidentes de ferrocarril casi nunca son leves, ybajé corriendo las escaleras.

Al llegar abajo, mi viejo aliado el guarda sa-lió de la consulta y cerró con cuidado la puerta trasél.

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- Lo tengo ahí. Está bien - susurró, señalan-do con el pulgar por encima del hombro.

- ¿De qué se trata? - pregunté, pues sucomportamiento parecía dar a entender que habíaencerrado en mi consulta a alguna extraña criatura.

- Es un nuevo paciente - siguió susurrando-. Me pareció conveniente traerlo yo mismo; así nose escaparía. Ahí lo tiene, sano y salvo. Ahora ten-go que irme, doctor. Tengo mis obligaciones, lomismo que usted - y el leal intermediario se largósin darme ni tiempo para agradecerle sus servicios.

Entré en mi consultorio y encontré un caba-llero sentado junto a la mesa. Iba discretamentevestido, con un traje de tweed y una gorra de pañoque había dejado encima de mis libros. Llevaba unamano envuelta en un pañuelo, todo manchado desangre. Era joven, yo diría que no pasaría de veinti-cinco, con un rostro muy varonil, pero estaba su-mamente pálido y me dio la impresión de que sufríauna terrible agitación, que sólo podía controlar apli-cando toda su fuerza de voluntad.

- Lamento molestarle tan temprano, doctor -dijo- , pero he sufrido un grave accidente durante lanoche. He llegado en tren esta mañana y, al pre-

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guntar en Paddington dónde podría encontrar unmédico, este tipo tan amable me acompañó hastaaquí. Le di una tarjeta a la doncella, pero veo que sela ha dejado aquí en esta mesa.

Cogí la tarjeta y leí: «Victor Hatherley, inge-niero hidráulico, 16A Victoria Street (3.er piso) ».Aquéllos eran el nombre, profesión y domicilio de mivisitante matutino.

- Siento haberle hecho esperar - dije,sentándome en mi sillón de despacho- . Supongoque acaba de terminar un servicio nocturno, que yade por sí es una ocupación monótona.

- Oh, esta noche no ha tenido nada demonótona - dijo, rompiendo a reír. Se reía con todael alma, en tono estridente, echándose hacia atrásen su asiento y agitando los costados. Todos misinstintos médicos se alzaron contra aquella risa.

- ¡Pare! - grité- . ¡Contrólese! - y le escanciéun poco de agua de una garrafa.

No sirvió de nada. Era víctima de uno deesos ataques histéricos que sufren las personas decarácter fuerte después de haber pasado una gravecrisis. Por fin consiguió serenarse, quedando ex-hausto y sonrojadísimo.

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- Estoy haciendo el ridículo - jadeó.

- Nada de eso. Beba esto - añadí al agua unpoco de brandyy el color empezó a regresar a susmejillas.

- Ya me siento mejor - dijo- . Y ahora, doc-tor, quizás pueda usted mirar mi dedo pulgar, o másbien el sitio donde antes estaba mi pulgar.

Desenrolló el pañuelo y extendió la mano.Incluso mis nervios endurecidos se estremecieron almirarla. Tenía cuatro dedos extendidos y una horri-ble superficie roja y esponjosa donde debería haberestado el pulgar. Se lo habían cortado o arrancadode cuajo.

- ¡Cielo santo! - exclamé- . Es una heridaespantosa. Tiene que haber sangrado mucho.

- Ya lo creo. En el primer momento medesmayé, y creo que debí permanecer mucho tiem-po sin sentido. Cuando recuperé el conocimiento,todavía estaba sangrando, así que me até un ex-tremo del pañuelo a la muñeca y lo apreté por me-dio de un palito.

- ¡Excelente! Usted debería haber sidomédico.

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- Verá usted, es una cuestión de hidráulica,así que entraba dentro de mi especialidad.

- Esto se ha hecho con un instrumento muypesado y cortante - dije, examinando la herida.

- Algo así como una cuchilla de carnicero -dijo él. - Supongo que fue un accidente.

- Nada de eso.

- ¡Cómo! ¿Un ataque criminal?

- Ya lo creo que fue criminal.

- Me horroriza usted.

Pasé una esponja por la herida, la limpié, lacuré y, por último, la envolví en algodón y vendajescarbonizados. Él se dejó hacer sin pestañear, aun-que se mordía el labio de vez en cuando.

- ¿Qué tal? - pregunté cuando hube termi-nado.

- ¡Fenomenal! ¡Entre el brandy y el vendaje,me siento un hombre nuevo! Estaba muy débil, peroes que lo he pasado muy mal.

- Quizás sea mejor que no hable del asunto.Es evidente que le altera los nervios.

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- Oh, no; ahora ya no. Tendré que contárse-lo todo a la policía; pero, entre nosotros, si no fuerapor la convincente evidencia de esta herida mía, mesorprendería que creyeran mi declaración, pues setrata de una historia extraordinaria y no dispongo degran cosa que sirva de prueba para respaldarla. E,incluso si me creyeran, las pistas que puedo darlesson tan imprecisas que difícilmente podrá hacersejusticia.

- ¡Vaya! - exclamé- . Si tiene usted algo pa-recido a un problema que desea ver resuelto, lerecomiendo encarecidamente que acuda a mi ami-go, el señor Sherlock Holmes, antes de recurrir a lapolicía.

- Ya he oído hablar de ese tipo - respondiómi visitante- , y me gustaría mucho que se ocupasedel asunto, aunque desde luego tendré que ir tam-bién a la policía. ¿Podría usted darme una nota depresentación?

- Haré algo mejor. Le acompañaré yo mis-mo a verle.

- Le estaré inmensamente agradecido.

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- Llamaré a un coche e iremos juntos. Lle-garemos a tiempo de tomar un pequeño desayunocon él. ¿Se siente usted en condiciones?

- Sí. No estaré tranquilo hasta que hayacontado mi historia.

- Entonces, mi doncella irá a buscar un co-che y yo estaré con usted en un momento - corríescaleras arriba, le expliqué el asunto en pocaspalabras a mi esposa, y en menos de cinco minutosestaba dentro de un coche con mi nuevo conocido,rumbo a Baker Street.

Tal como yo había esperado, Sherlock Hol-mes estaba haraganeando en su sala de estar,cubierto con un batín, leyendo la columna de suce-sos del Times y fumando su pipa de antes del des-ayuno, compuesta por todos los residuos que hab-ían quedado de las pipas del día anterior, cuidado-samente secados y reunidos en una esquina de larepisa de la chimenea. Nos recibió con su habitualamabilidad tranquila, pidió más tocino y más huevosy compartimos un sustancioso desayuno. Al termi-nar instaló a nuestro nuevo conocimiento en el sofá,y puso al alcance de su mano una copa de brandycon agua.

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- Se ve con facilidad que ha pasado por unaexperiencia poco corriente, señor Hatherley- dijo- .Por favor, recuéstese ahí y considérese por comple-to en su casa. Cuéntenos lo que pueda, pero páresecuando se fatigue, y recupere fuerzas con un pocode estimulante.

- Gracias - dijo mi paciente- , pero me sientootro hombre desde que el doctor me vendó, y creoque su desayuno ha completado la cura. Procuraréabusar lo menos posible de su valioso tiempo, asíque empezaré inmediatamente a narrar mi extraor-dinaria experiencia.

Holmes se sentó en su butacón, con la ex-presión fatigada y somnolienta que enmascaraba sutemperamento agudo y despierto, mientras yo mesentaba enfrente de él, y ambos escuchamos ensilencio el extraño relato que nuestro visitante nosfue contando.

- Deben ustedes saber - dijo- que soy huér-fano y soltero, y vivo solo en un apartamento deLondres. Mi profesión es la de ingeniero hidráulico,y adquirí una considerable experiencia de la mismadurante los siete años de aprendizaje que pasé enVenner & Matheson, la conocida empresa de Gre-enwich. Hace dos años, habiendo cumplido mi con-

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trato, y disponiendo además de una buena suma dedinero que heredé a la muerte de mi pobre padre,decidí establecerme por mi cuenta y alquilé un des-pacho en Victoria Street.

»Supongo que, al principio, emprender unnegocio independiente es una experiencia terriblepara todo el mundo. Para mí fue excepcionalmenteduro. Durante dos años no he tenido más que tresconsultas y un trabajo de poca monta, y eso es ab-solutamente todo lo que mi profesión me ha propor-cionado. Mis ingresos brutos ascienden a veintisietelibras y diez chelines. Todos los días, de nueve dela mañana a cuatro de la tarde, aguardaba en mipequeño cubil, hasta que por fin empecé a desani-marme y llegué a creer que nunca encontraría clien-tes.

»Sin embargo, ayer, justo cuando yo estabapensando en dejar la oficina, mi secretario entró adecir que había un caballero esperando para vermepor una cuestión de negocios. Traía además unatarjeta con el nombre "Coronel Lysander Stark" gra-bado. Pisándole los talones entró el coronel mismo,un hombre de estatura muy superior a la media,pero extraordinariamente flaco. No creo haber visto

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nunca un hombre tan delgado. Su cara estaba afila-da hasta quedar reducida a la nariz y la barbilla, y lapiel de sus mejillas estaba completamente tensasobre sus huesos salientes. Sin embargo, esta es-cualidez parecía natural en él, no debida a una en-fermedad, porque su mirada era brillante, su pasovivo y su porte firme. Iba vestido con sencillez perocon pulcritud, y su edad me pareció más cercana alos cuarenta que a los treinta.

»- ¿El señor Hatherley? - preguntó con unligero acento alemán- . Me ha sido usted recomen-dado, señor Hatherley, como persona que no sóloes competente en su profesión, sino también discre-ta y capaz de guardar un secreto.

»Hice una inclinación, sintiéndome tanhalagado como se sentiría cualquier joven antesemejante introducción. »- ¿Puedo preguntar quiénha dado esa imagen tan favorable de mí? - pre-gunté.

»- Bueno, quizás sea mejor que no se lo di-ga por el momento. He sabido, por la misma fuente,que es usted huérfano y soltero, y que vive solo enLondres.

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»- Eso es completamente cierto - dije- , peroperdone que le diga que no entiendo qué relaciónpuede tener eso con mi competencia profesional.Tengo entendido que quería usted verme por unasunto profesional.

»- En efecto. Pero ya verá usted que todo loque digo guarda relación con ello. Tengo un encar-go profesional para usted, pero el secreto absolutoes completamente esencial. Secreto absoluto,¿comprende usted? Y, por supuesto, es más fácilconseguirlo de un hombre que viva solo que de otroque viva en el seno de una familia.

»- Si yo prometo guardar un secreto - dije- ,puede estar absolutamente seguro de que así loharé.

»Mientras yo hablaba, él me miraba muy fi-jamente, y me pareció que jamás había visto unamirada tan inquisitiva y recelosa como la suya.

»- Entonces, ¿lo promete?

»- Sí, lo prometo.

»- ¿Silencio completo y absoluto, antes, du-rante y después? ¿Ningún comentario sobre elasunto, ni de palabra ni por escrito?

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»- Ya le he dado mi palabra.

»- Muy bien - de pronto se levantó, atravesóla habitación como un rayo y abrió la puerta de paren par. El pasillo estaba vacío.

»- Todo va bien - dijo, mientras volvía a sen-tarse- . Sé que a veces los empleados sienten cu-riosidad por los asuntos de sus jefes. Ahora pode-mos hablar con tranquilidad - arrimó su silla a la míay comenzó a escudriñarme con la misma miradainquisitiva y dudosa.

»Yo empezaba a experimentar una sensa-ción de repulsión y de algo parecido al miedo antelas extrañas manías de aquel hombre esquelético.Ni siquiera el temor a perder un cliente impedía quediera muestras de impaciencia.

»- Le ruego que exponga su asunto, señor -dije- . Mi tiempo es valioso.

»- Que Dios me perdone esta última frase,pero las palabras salieron solas de mis labios.

»- ¿Qué le parecerían cincuenta guineaspor una noche de trabajo? - preguntó.

»- De maravilla.

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»- He dicho una noche de trabajo, pero unahora sería más aproximado. Simplemente, quiero suopinión acerca de una prensa hidráulica que se haestropeado. Si nos dice en qué consiste la avería,nosotros mismos la arreglaremos. ¿Qué le parece elencargo?

»- El trabajo parece ligero, y la paga gene-rosa.

»- Exacto. Nos gustaría que viniera esta no-che, en el último tren.

»- ¿Adónde?

»- A Eyford, en Berkshire. Es un pueblecitocerca de los límites de Oxfordshire y a menos desiete millas de Reading. Hay un tren desde Pad-dington que le dejará allí a las once y cuartoaproximadamente.

»- Muy bien.

»- Yo iré a esperarle con un coche.

»- Entonces, ¿hay que ir más lejos?

»- Sí, nuestra pequeña empresa está fueradel pueblo, a más de siete millas de la estación deEyford.

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»- Entonces, no creo que podamos llegarantes de la medianoche. Supongo que no habráposibilidad de regresar en tren y que tendré quepasar allí la noche.

»- Sí, no tendremos problema alguno paraprepararle una cama.

»- Resulta bastante incómodo. ¿No podría ira otra hora más conveniente?

»- Nos ha parecido mejor que venga ustedde noche. Para compensarle por la incomodidad espor lo que le estamos pagando a usted, una perso-na joven y desconocida, unos honorarios con losque podríamos obtener el dictamen de las figurasmás prestigiosas de su profesión. No obstante, siusted prefiere desentenderse del asunto, aún tienetiempo de sobra para hacerlo.

»Pensé en las cincuenta guineas y en lobien que me vendrían.

»- Nada de eso - dije- . Tendré mucho gustoen acomodarme a sus deseos. Sin embargo, megustaría tener una idea más clara de lo que ustedesquieren que haga.

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»- Desde luego. Es muy natural que la pro-mesa de secreto que le hemos exigido despierte sucuriosidad. No tengo intención de comprometerle ennada sin antes habérselo explicado todo. Supongoque estamos completamente a salvo de oídos indis-cretos.

»- Por completo.

»- Entonces, el asunto es el siguiente: pro-bablemente está usted enterado de que la tierra debatán es un producto valioso, que sólo se encuentraen uno o dos lugares de Inglaterra.

»- Eso he oído.

»- Hace algún tiempo adquirí una pequeñapropiedad, muy pequeña, a diez millas de Reading,y tuve la suerte de descubrir que en uno de miscampos había un yacimiento de tierra de batán. Sinembargo, al examinarlo comprobé que se trataba deun yacimiento relativamente pequeño, pero queformaba como un puente entre otros dos, muchomayores, situados en terrenos de mis vecinos. Estabuena gente ignoraba por completo que su tierracontuviera algo prácticamente tan valioso como unamina de oro. Naturalmente, me interesaba comprarsus tierras antes de que descubrieran su auténtico

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valor; pero, por desgracia, carecía de capital parahacerlo. Confié el secreto a unos pocos amigos yéstos propusieron explotar, sin que nadie se entera-ra, nuestro pequeño yacimiento, y de ese modoreunir el dinero que nos permitiría comprar los cam-pos vecinos. Así lo hemos venido haciendo desdehace algún tiempo, y para ayudarnos en nuestrotrabajo instalamos una prensa hidráulica. Esta pren-sa, como ya le he explicado, se ha estropeado, ydeseamos que usted nos aconseje al respecto. Sinembargo, guardamos nuestro secreto celosamente,y si se llegara a saber que a nuestra casa vieneningenieros hidráulicos, alguien podría sentirse curio-so; y si salieran a relucir los hechos, adiós a la posi-bilidad de hacernos con los campos y llevar a cabonuestros planes. Por eso le he hecho prometer queno le dirá a nadie que esta noche va a ir a Eyford.Espero haberme explicado con claridad.

»- He comprendido perfectamente - dije- .Lo único que no acabo de entender es para qué lessirve una prensa hidráulica en la extracción de latierra, que, según tengo entendido, se extrae comograva de un pozo.

»- ¡Ah! - dijo como sin darle importancia- .Es que tenemos métodos propios. Comprimimos la

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tierra en forma de ladrillos para así poder sacarlossin que se sepa qué son. Pero ésos son detalles sinimportancia. Ahora ya se lo he revelado todo, señorHatherley, demostrándole que confío en usted - selevantó mientras hablaba- . Así pues, le espero enEyford a las once y cuarto.

» - Estaré allí sin falta.

»- Y no le diga una palabra a nadie - me di-rigió una última mirada, larga e inquisitiva, y des-pués, estrechándome la mano con un apretón frío yhúmedo, salió con prisas del despacho.

»Pues bien, cuando me puse a pensar entodo aquello con la cabeza fría, me sorprendió mu-cho, como podrán ustedes comprender, este repen-tino trabajo que se me había encomendado. Poruna parte, como es natural, estaba contento, porquelos honorarios eran, como mínimo, diez veces supe-riores a lo que yo habría pedido de haber tenido queponer precio a mis propios servicios, y era posibleque a consecuencia de este encargo me surgieranotros. Pero por otra parte, el aspecto y los modalesde mi cliente me habían causado una desagradableimpresión, y no acababa de convencerme de que suexplicación sobre el asunto de la tierra bastara parajustificar el hacerme ir a medianoche, y su macha-

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cona insistencia en que no le hablara a nadie deltrabajo. Sin embargo, acabé por disipar todos mistemores, me tomé una buena cena, cogí un cochepara Paddington y emprendí el viaje, habiendo obe-decido al pie de la letra la orden de contener la len-gua.

»En Reading tuve que cambiar no sólo detren, sino también de estación, pero llegué a tiempode coger el último tren a Eyford, a cuya estación,mal iluminada, llegamos pasadas las once. Fui elúnico pasajero que se apeó allí, y en el andén nohabía nadie, a excepción de un mozo medio dormi-do con un farol. Sin embargo, al salir por la puerta via mi conocido de por la mañana, que me esperabaentre las sombras al otro lado de la calle. Sin deciruna palabra, me cogió del brazo y me hizo entrar atoda prisa en un coche que aguardaba con la puertaabierta. Levantó la ventanilla del otro lado, dio unosgolpecitos en la madera y salimos a toda la veloci-dad de que era capaz el caballo.

- ¿Un solo caballo? - interrumpió Holmes.

- Sí, sólo uno.

- ¿Se fijó usted en el color?

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- Lo vi a la luz de los faroles cuando subía alcoche. Era castaño.

- ¿Parecía cansado o estaba fresco?

- Oh, fresco y reluciente.

- Gracias. Lamento haberle interrumpido.Por favor, continúe su interesantísima exposición.

- Como le decía, salimos disparados y ro-damos durante una hora por lo menos. El coronelLysander Stark había dicho que estaba a sólo sietemillas, pero a juzgar por la velocidad que parecía-mos llevar y por el tiempo que duró el trayecto, yodiría que más bien eran doce. Permaneció durantetodo el tiempo sentado a mi lado sin decir palabra; ymás de una vez, al mirar en su dirección, me dicuenta de que él me miraba con gran intensidad.Las carreteras rurales no parecían encontrarse enmuy buen estado en esa parte del mundo, porquedábamos terribles botes y bandazos. Intenté mirarpor las ventanillas para ver por dónde íbamos, peroeran de cristal esmerilado y no se veía nada, excep-to alguna luz borrosa y fugaz de vez en cuando. Enun par de ocasiones, aventuré algún comentariopara romper la monotonía del viaje, pero el coronelme respondió sólo con monosílabos, y pronto deca-

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ía la conversación. Por fin, el traqueteo del caminofue sustituido por la lisa uniformidad de un senderode grava, y el carruaje se detuvo. El coronel Lysan-der Stark saltó del coche y cuando yo me apeé trasél, me arrastró rápidamente hacia un porche que seabría ante nosotros. Podría decirse que pasamosdirectamente del coche al vestíbulo, de modo queno pude echar ni un vistazo a la fachada de la casa.En cuanto crucé el umbral, la puerta se cerró degolpe a nuestras espaldas, y oí el lejano traqueteode las ruedas del coche que se alejaba.

»El interior de la casa estaba oscuro comoboca de lobo, y el coronel buscó a tientas unas ceri-llas, murmurando en voz baja. De pronto se abrióuna puerta al otro extremo del pasillo y un largorayo de luz dorada se proyectó hacia nosotros. Sehizo más ancho y apareció una mujer con un farolen la mano, levantándolo por encima de la cabeza yadelantando la cara para mirarnos. Pude observarque era bonita y por el brillo que provocaba la luz ensu vestido negro, comprendí que la tela era de cali-dad. Dijo unas pocas palabras en un idioma extran-jero, que por el tono parecían una pregunta, y cuan-do mi acompañante respondió con un ronco mono-sílabo, se llevó tal sobresalto que casi se le cae elfarol de la mano. El coronel Stark corrió hacia ella,

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le susurró algo al oído y luego, tras empujarla a lahabitación de donde había salido, volvió hacia mícon el farol en la mano.

»- ¿Tendría usted la amabilidad de aguar-dar en esta habitación unos minutos? - dijo, abrien-do otra puerta. Era una habitación pequeña y reco-gida, amueblada con sencillez, con una mesa re-donda en el centro, sobre la cual había unos cuan-tos libros en alemán. El coronel Stark colocó el farolencima de un armonio situado junto a la puerta- . Nole haré esperar casi nada - dijo, desapareciendo enla oscuridad.

»Eché una ojeada a los libros que había so-bre la mesa y, a pesar de mi desconocimiento delalemán, pude darme cuenta de que dos de elloseran tratados científicos, y que los demás eran depoesía. Me acerqué a la ventana con la esperanzade ver algo del campo, pero estaba cerrada conpostigos de roble y barras de hierro. Reinaba en lacasa un silencio sepulcral. En algún lugar del pasillose oía el sonoro tic tac de un viejo reloj, pero por lodemás el silencio era de muerte. Empezó a apode-rarse de mí una vaga sensación de inquietud.¿Quiénes eran aquellos alemanes y qué estabanhaciendo, viviendo en aquel lugar extraño y aparta-

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do? ¿Y dónde estábamos? A unas millas de Eyford,eso era todo lo que sabía, pero ignoraba si al norte,al sur, al este o al oeste. Por otra parte, Reading yposiblemente otras poblaciones de cierto tamaño,se encontraban dentro de aquel radio, por lo quecabía la posibilidad de que la casa no estuviera tanaislada, después de todo. Sin embargo, el absolutosilencio no dejaba lugar a dudas de que nos en-contrábamos en el campo. Me paseé de un lado aotro de la habitación, tarareando una canción entredientes para elevar los ánimos, y sintiendo que meestaba ganando a fondo mis honorarios de cincuen-ta guineas.

»De pronto, sin ningún sonido preliminar enmedio del silencio absoluto, la puerta de mi habita-ción se abrió lentamente. La mujer apareció en elhueco, con la oscuridad del vestíbulo a sus espal-das y la luz amarilla de mi farol cayendo sobre suhermoso y angustiado rostro. Se notaba a primeravista que estaba enferma de miedo, y el advertirlome provocó escalofríos. Levantó un dedo tembloro-so para advertirme que guardara silencio y me su-surró algunas palabras en inglés defectuoso, mien-tras sus ojos miraban como los de un caballo asus-tado a la oscuridad que tenía detrás.

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»- Yo que usted me iría - dijo, me parecióque haciendo un gran esfuerzo por hablar con cal-ma- . Yo me iría. No me quedaría aquí. No es buenopara usted.

»- Pero, señora - dije- , aún no he hecho loque vine a hacer. No puedo marcharme en modoalguno hasta haber visto la máquina.

»- No vale la pena que espere - continuó- .Puede salir por la puerta; nadie se lo impedirá - yentonces, viendo que yo sonreía y negaba con lacabeza, abandonó de pronto toda reserva y avanzóun paso con las manos entrelazadas- . ¡Por amor deDios! - susurró- . ¡Salga de aquí antes de que seademasiado tarde!

»Pero yo soy algo testarudo por naturaleza,y basta que un asunto presente algún obstáculopara que sienta más ganas de meterme en él.Pensé en mis cincuenta guineas, en el fatigoso viajey en la desagradable noche que parecía esperarme.¿Y todo aquello por nada? ¿Por qué habría de es-caparme sin haber realizado mi trabajo y sin la pagaque me correspondía? Aquella mujer, por lo que yosabía, bien podía estar loca. Así que, con una ex-presión firme, aunque su comportamiento me habíaafectado más de lo que estaba dispuesto a confe-

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sar, volví a negar con la cabeza y declaré mi inten-ción de quedarme donde estaba. Ella estaba a pun-to de insistir en sus súplicas cuando sonó un porta-zo en el piso de arriba y se oyó ruido de pasos enlas escaleras. La mujer escuchó un instante, levantólas manos en un gesto de desesperación y se es-fumó tan súbita y silenciosamente como había veni-do.

»Los que venían eran el coronel LysanderStark y un hombre bajo y rechoncho, con una barbaque parecía una piel de chinchilla creciendo entrelos pliegues de su papada, que me fue presentadocomo el señor Ferguson.

»- Éste es mi secretario y administrador - di-jo el coronel- . Por cierto, tenía la impresión dehaber dejado esta puerta cerrada. Le habrá entradofrío.

»- Al contrario - dije yo- . La abrí yo, porqueme sentía un poco agobiado.

»Me dirigió una de sus miradas recelosas.

»- En tal caso - dijo- , quizás lo mejor seaponer manos a la obra. El señor Ferguson y yo leacompañaremos a ver la máquina.

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»- Tendré que ponerme el sombrero.

»- Oh, no hace falta, está en la casa.

»- ¿Cómo? ¿Extraen ustedes la tierra en lacasa?

»- No, no, aquí sólo la comprimimos. Perono se preocupe de eso. Lo único que queremos esque examine la máquina y nos diga lo que andamal.

»Subimos juntos al piso de arriba, primeroel coronel con la lámpara, después el obeso admi-nistrador, y yo cerrando la marcha. La casa era unverdadero laberinto, con pasillos, corredores, estre-chas escaleras de caracol y puertecillas bajas, conlos umbrales desgastados por las generaciones quehabían pasado por ellas. Por encima de la plantabaja no había alfombras ni rastro de muebles, elrevoco se desprendía de las paredes y la humedadproducía manchones verdes y malsanos. Procuréadoptar un aire tan despreocupado como me fueposible, pero no había olvidado las advertencias dela mujer, a pesar de no haber hecho caso de ellas, yno les quitaba el ojo de encima a mis dos acompa-ñantes. Ferguson parecía un hombre huraño y ca-

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llado, pero, por lo poco que había dicho, pude notarque por lo menos era un compatriota.

»Por fin, el coronel Lysander Stark se detu-vo ante una puerta baja y abrió el cierre. Daba a uncuartito cuadrado en el que apenas había sitio paralos tres. Ferguson se quedó fuera y el coronel mehizo entrar.

»- Ahora - dijo- estamos dentro de la prensahidráulica, y sería bastante desagradable que al-guien la pusiera en funcionamiento. El techo de estecuartito es, en realidad, el extremo del émbolo, quedesciende sobre este suelo metálico con una fuerzade muchas toneladas. Ahí fuera hay pequeñas co-lumnas hidráulicas laterales, que reciben la fuerza yla transmiten y multiplican de la manera que ustedsabe. La verdad es que la máquina funciona, perocon cierta rigidez, y ha perdido un poco de fuerza.¿Tendrá usted la amabilidad de echarle un vistazo yexplicarnos cómo podemos arreglarla?

»Cogí la lámpara de su mano y examiné aconciencia la máquina. Era verdaderamente gigan-tesca y capaz de ejercer una presión enorme. Sinembargo, cuando salí y accioné las palancas decontrol, supe al instante, por el siseo que producía,que existía una pequeña fuga de agua por uno de

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los cilindros laterales. Un nuevo examen reveló queuna de las bandas de caucho que rodeaban la ca-beza de un eje se había encogido y no llenaba deltodo el tubo por el que se deslizaba. Aquélla, evi-dentemente, era la causa de la pérdida de potenciay así se lo hice ver a mis acompañantes, que escu-charon con gran atención mis palabras e hicieronvarias preguntas de tipo práctico sobre el modo decorregir la avería. Después de explicárselo con todaclaridad, volví a entrar en la cámara de la máquina yle eché un buen vistazo para satisfacer mi propiacuriosidad. Se notaba a primera vista que la historiade la tierra de batán era pura fábula, porque seríaabsurdo utilizar una máquina tan potente para unosfines tan inadecuados. Las paredes eran de made-ra, pero el suelo era una gran plancha de hierro, ycuando me agaché a examinarlo pude advertir unacapa de sedimento metálico por toda su superficie.Estaba en cuclillas, rascándolo para ver qué eraexactamente, cuando oí mascullar una exclamaciónen alemán y vi el rostro cadavérico del coronel queme miraba desde arriba.

»- ¿Qué está usted haciendo? - preguntó.

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»Yo estaba irritado por haber sido engaña-do con una historia tan descabellada como la queme había contado, y contesté:

»- Estaba admirando su tierra de batán.Creo que podría aconsejarle mejor acerca de sumáquina si conociera el propósito exacto para elque la utiliza.

»En el mismo instante de pronunciar aque-llas palabras, lamenté haber hablado con tanto atre-vimiento. Su expresión se endureció y en sus ojosse encendió una luz siniestra.

»- Muy bien - dijo- . Va usted a saberlo todoacerca de la máquina.

»Dio un paso atrás, cerró de golpe la puer-tecilla e hizo girar la llave en la cerradura. Yo melancé sobre la puerta y tiré del picaporte, pero esta-ba bien trabado y la puerta resistió todas mis pata-das y empujones.

»- ¡Oiga! - grité- . ¡Eh, coronel! ¡Déjeme sa-lir!

»Y entonces, en el silencio de la noche, oíde pronto un sonido que me puso el corazón en laboca. Era el chasquido de las palancas y el siseo

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del cilindro defectuoso. Habían puesto en funciona-miento la máquina. La lámpara seguía en el suelo,donde yo la había dejado para examinar el piso. Asu luz pude ver que el techo negro descendía sobremí, despacio y con sacudidas, pero, como yo sabíamejor que nadie, con una fuerza que en menos deun minuto me reduciría a una pulpa informe. Mearrojé contra la puerta gritando y ataqué la cerradu-ra con las uñas. Imploré al coronel que me dejarasalir, pero el implacable chasquido de las palancasahogó mis gritos. El techo ya sólo estaba a uno odos palmos por encima de mi cabeza, y levantandola mano podía palpar su dura y rugosa superficie.Entonces se me ocurrió de pronto que mi muertesería más o menos dolorosa según la posición enque me encontrara. Si me tumbaba boca abajo, elpeso caería sobre mi columna vertebral, y me es-tremecí al pensar en el terrible crujido. Tal vez fueramejor ponerse al revés, pero ¿tendría la suficientesangre fría para quedarme tumbado, viendo des-cender sobre mí aquella mortífera sombra negra?Ya me resultaba imposible permanecer de pie,cuando mis ojos captaron algo que inyectó en micorazón un chorro de esperanza.

»Ya he dicho que, aunque el suelo y el te-cho eran de hierro, las paredes eran de madera. Al

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echar una última y urgente mirada a mi alrededor,descubrí una fina línea de luz amarillenta entre dosde las tablas, que se iba ensanchando cada vezmás al retirarse hacia atrás un pequeño panel. Du-rante un instante, casi no pude creer que allí seabría una puerta por la que podría escapar de lamuerte. Pero al instante siguiente me lancé a travésde ella y caí, casi desmayado, al otro lado. El panelse había vuelto a cerrar detrás de mí, pero el crujillode la lámpara y, unos instantes después, el choquede las dos planchas de metal, me hicieron com-prender por qué poco había escapado.

»Un frenético tirón de la muñeca me hizovolver en mí, y me encontré caído en el suelo depiedra de un estrecho pasillo. Una mujer se inclina-ba sobre mí y tiraba de mi brazo con la mano iz-quierda, mientras sostenía una vela en la derecha.Era la misma buena amiga cuyas advertencias hab-ía rechazado tan estúpidamente.

»- ¡Vamos! ¡Vamos! - me gritaba sin aliento-. ¡Estarán aquí dentro de un momento! ¡Verán queno está usted ahí! ¡No pierda un tiempo tan precio-so! ¡Venga!

Al menos esta vez no me burlé de sus con-sejos. Me puse en pie, un poco tambaleante, y corrí

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con ella por el pasillo, bajando luego por una esca-lera de caracol que conducía a otro corredor másancho. Justo cuando llegábamos a éste, oímos rui-do de pies que corrían y gritos de dos voces, una deellas respondiendo a la otra, en el piso en el queestábamos y en el de abajo. Mi guía se detuvo ymiró a su alrededor como sin saber qué hacer. En-tonces abrió una puerta que daba a un dormitorio, através de cuya ventana se veía brillar la luna.

»- ¡Es su única oportunidad! - dijo- . Estábastante alto, pero quizás pueda saltar.

»Mientras ella hablaba, apareció una luz enel extremo opuesto del corredor y vi la flaca figuradel coronel Lysander Stark corriendo hacia nosotroscon un farol en una mano y un arma parecida a unacuchilla de carnicero en la otra. Atravesé corriendola habitación, abrí la ventana y miré al exterior. ¡Quétranquilo, acogedor y saludable se veía el jardín a laluz de la luna! Y no podía estar a más de diez me-tros de distancia hacia abajo. Me encaramé al ante-pecho, pero no me decidí a saltar hasta haber oídolo que sucedía entre mi salvadora y el rufián que meperseguía. Si intentaba maltratarla, estaba decididoa volver en su ayuda, costara lo que costara. Ape-nas había tenido tiempo de pensar esto cuando él

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llegó a la puerta, apartando de un empujón a lamujer; pero ella le echó los brazos al cuello e intentódetenerlo.

»- ¡Fritz! ¡Fritz! - gritaba en inglés- . Recuer-da lo que me prometiste después de la última vez.Dijiste que no volvería a ocurrir. ¡No dirá nada! ¡Deverdad que no dirá nada!

»- ¡Estás loca, Elisa! - grito él, forcejeandopara desembarazarse de ella- . ¡Será nuestra ruina!Este hombre ha visto demasiado. ¡Déjame pasar, tedigo!

»La arrojó a un lado y, corriendo a la venta-na, me atacó con su pesada arma. Yo me habíadescolgado y estaba agarrado con los dedos a laranura de la ventana, con las manos sobre el alféi-zar, cuando cayó el golpe. Sentí un dolor apagado,mi mano se soltó y caí al jardín.

»La caída fue violenta, pero no sufrí ningúndaño. Me incorporé, pues, y corrí entre los arbustostan deprisa como pude, pues me daba cuenta deque aún no estaba fuera de peligro, ni mucho me-nos. Pero de pronto, mientras corría, se apoderó demí un terrible mareo y casi me desmayé. Me miré lamano, que palpitaba dolorosamente, y entonces vi

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por vez primera que me habían cortado el dedopulgar y que la sangre brotaba a chorros de la heri-da. Intenté vendármela con un pañuelo, pero enton-ces sentí un repentino zumbido en los oídos y alinstante siguiente caí desvanecido entre los rosales.

»No podría decir cuánto tiempo permanecíinconsciente. Tuvo que ser bastante tiempo, porquecuando recuperé el sentido la luna se había oculta-do y empezaba a despuntar la mañana. Tenía lasropas empapadas de rocío y la manga de la cha-queta toda manchada de sangre de la herida. Eldolor de la misma me hizo recordar en un instantetodos los detalles de mi aventura nocturna, y mepuse en pie de un salto, con la sensación de queaún no me encontraba a salvo de mis perseguido-res. Pero me llevé una gran sorpresa al mirar a mialrededor y comprobar que no había ni rastro de lacasa ni del jardín. Había estado tumbado en unrincón del seto, al lado de la carretera, y un pocomás abajo había un edificio largo, que al acercarmea él resultó ser la misma estación a la que habíallegado la noche antes. De no ser por la fea heridade mi mano, habría pensado que todo lo ocurridodurante aquellas terribles horas había sido una pe-sadilla.

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»Medio atontado, llegué a la estación y pre-gunté por el tren de la mañana. Salía uno paraReading en menos de una hora. Vi que estaba deservicio el mismo mozo que había visto al llegar. Lepregunté si había oído alguna vez hablar del coronelLysander Stark. El nombre no le decía nada. ¿Sehabía fijado, la noche anterior, en el coche que meesperaba? No, no se había fijado. ¿Había una co-misaría de policía cerca de la estación? Había una,a unas tres millas.

»Era demasiado lejos para mí, con lo débil ymaltrecho que estaba. Decidí esperar hasta llegar aLondres para contarle mi historia a la policía. Eranpoco más de las seis cuando llegué, fui antes quenada a que me curaran la herida, y luego el doctortuvo la amabilidad de traerme aquí. Pongo el casoen sus manos, y haré exactamente lo que usted meaconseje.

Ambos guardamos silencio durante unosmomentos después de escuchar este extraordinariorelato. Entonces Sherlock Holmes cogió de un es-tante uno de los voluminosos libros en los queguardaba sus recortes.

- Aquí hay un anuncio que puede interesarle- dijo- . Apareció en todos los periódicos hace

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aproximadamente un año. Escuche: «Desaparecidoel 9 del corriente, el señor Jeremiah Hayling, inge-niero hidráulico de 26 años. Salió de su domicilio alas diez de la noche y no se le ha vuelto a ver. Vest-ía, etc.». ¡Ajá! Imagino que ésta fue la última vezque el coronel tuvo necesidad de reparar su máqui-na.

- ¡Cielo santo! - exclamó mi paciente- . ¡Esoexplica lo que dijo la mujer!

- Sin duda alguna. Es evidente que el coro-nel es un hombre frío y temerario, absolutamentedecidido a que nada se interponga en su juego,como aquellos piratas desalmados que no dejabansupervivientes en los barcos que abordaban. Bue-no, no hay tiempo que perder, así que, si se sienteusted capaz, nos pasaremos ahora mismo por Sco-tland Yard, como paso previo a nuestra visita a Ey-ford.

Unas tres horas después, nos encontrába-mos todos en el tren que salía de Reading con des-tino al pueblecito de Berkshire. «Todos» éramosSherlock Holmes, el ingeniero hidráulico, el inspec-tor Bradstreet de Scodand Yard, un policía de pai-sano y yo. Bradstreet había desplegado sobre elasiento un mapa militar de la región y estaba muy

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ocupado con sus compases, trazando un círculocon Eyford como centro.

- Aquí lo tienen - dijo- . Este círculo tiene unradio de diez millas a partir del pueblo. El sitio quebuscamos tiene que estar en algún punto cercano aesta línea. Dijo usted diez millas, ¿no es así, señor?

- Fue un trayecto de una hora, a buena ve-locidad.

- ¿Y piensa usted que lo trajeron de vueltamientras se encontraba inconsciente?

- Tuvo que ser así. Conservo un vago re-cuerdo de haber sido levantado y llevado a algunaparte.

- Lo que no acabo de entender - dije yo- espor qué no lo mataron cuando lo encontraron sinsentido en el jardín. Puede que el asesino se ablan-dara ante las súplicas de la mujer.

- No me parece probable. Jamás en mi vidavi un rostro tan implacable.

- Bueno, pronto aclararemos eso - dijoBradstreet- . Y ahora, una vez trazado el círculo, megustaría saber en qué punto del mismo podremosencontrar a la gente que andamos buscando.

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- Creo que podría señalarlo con el dedo - di-jo Holmes tranquilamente.

- ¡Válgame Dios! - exclamó el inspector- .¡Ya se ha formado una opinión! Está bien, veamosquién está de acuerdo. Yo digo que está al sur,porque la región está menos poblada por esa parte.

- Y yo digo que al este - dijo mi paciente.

- Yo voto por el oeste - apuntó el policía depaisano- . Por esa parte hay varios pueblecitos muytranquilos.

- Y yo voto por el norte - dije yo- , porquepor ahí no hay colinas, y nuestro amigo ha dichoque no observó que el coche pasara por ninguna.

- Bueno - dijo el inspector echándose a reír-. No puede haber más diversidad de opiniones.Hemos recorrido toda la brújula. ¿A quién apoyausted con el voto decisivo?

- Todos se equivocan.

- Pero no es posible que nos equivoquemostodos.

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- Oh, sí que lo es. Yo voto por este punto -colocó el dedo en el centro del círculo- . Aquí esdonde los encontraremos.

- ¿Y el recorrido de doce millas? - alegóHatherley.

- Seis de ida y seis de vuelta. No puede sermás sencillo. Usted mismo dijo que el caballo seencontraba fresco y reluciente cuando usted subióal coche. ¿Cómo podía ser eso si había recorridodoce millas por caminos accidentados?

- Desde luego, es un truco bastante verosí-mil - comentó Bradstreet, pensativo- . Y, por su-puesto, no hay dudas sobre a qué se dedica esabanda.

- Absolutamente ninguna - corroboró Hol-mes- . Son falsificadores de moneda a gran escala,y utilizan la máquina para hacer la amalgama con laque sustituyen a la plata.

- Hace bastante tiempo que sabemos de laexistencia de una banda muy hábil - dijo el inspec-tor- . Están poniendo en circulación monedas demedia corona a millares. Les hemos seguido la pistahasta Reading, pero no pudimos pasar de ahí; hanborrado sus huellas de una manera que indica que

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se trata de verdaderos expertos. Pero ahora, gra-cias a este golpe de suerte, creo que les echaremosel guante.

Pero el inspector se equivocaba, porqueaquellos criminales no estaban destinados a caer enmanos de la justicia.

Cuando entrábamos en la estación de Ey-ford vimos una gigantesca columna de humo queascendía desde detrás de una pequeña arboledacercana, cerniéndose sobre el paisaje como unainmensa pluma de avestruz.

- ¿Un incendio en una casa? - preguntóBradstreet, mientras el tren arrancaba de nuevopara seguir su camino.

- Sí, señor - dijo el jefe de estación.

- ¿A qué hora se inició?

- He oído que durante la noche, señor, peroha ido empeorando y ahora toda la casa está enllamas.

- ¿De quién es la casa?

- Del doctor Becher.

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- Dígame - interrumpió el ingeniero- , ¿estedoctor Becher es alemán, muy flaco y con la narizlarga y afilada?

El jefe de estación se echó a reír de buenagana.

- No, señor; el doctor Becher es inglés, y nohay en toda la parroquia un hombre con el chalecomejor forrado. Pero en su casa vive un caballero,creo que un paciente, que sí que es extranjero y alque, por su aspecto, no le vendría mal un buen filetede Berkshire.

Aún no había terminado de hablar el jefe deestación, y ya todos corríamos en dirección al in-cendio. La carretera remontaba una pequeña colina,y desde lo alto pudimos ver frente a nosotros ungran edificio encalado que vomitaba llamas por to-das sus ventanas y aberturas, mientras en el jardíntres bombas de incendios se esforzaban en vanopor dominar el fuego.

- ¡Ésa es! - gritó Hatherley, tremendamenteexcitado- . ¡Ahí está el sendero de grava, y ésosson los rosales donde me caí. Aquella ventana delsegundo piso es desde donde salté.

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- Bueno, por lo menos ha conseguido ustedvengarse - dijo Holmes- . No cabe duda de que fuesu lámpara de aceite, al ser aplastada por la prensa,la que prendió fuego a las paredes de madera; peroellos estaban tan ocupados persiguiéndole que nose dieron cuenta a tiempo. Ahora abra bien los ojos,por si puede reconocer entre toda esa gente a susamigos de anoche, aunque mucho me temo que aestas horas se encuentran por lo menos a cien mi-llas de aquí.

Los temores de Holmes se vieron confirma-dos, porque hasta la fecha no se ha vuelto a saberni una palabra de la hermosa mujer, el siniestroalemán y el sombrío inglés. A primera hora de aque-lla mañana, un campesino se había cruzado con uncoche que rodaba apresuradamente en dirección aReading, cargado con varias personas y varias ca-jas muy voluminosas, pero allí se perdió la pista delos fugitivos, y ni siquiera el ingenio de Holmes fuecapaz de descubrir el menor indicio de su paradero.

Los bomberos se sorprendieron mucho antelos extraños dispositivos que encontraron en la ca-sa, y aún más al descubrir un pulgar humano reciéncortado en el alféizar de una ventana del segundopiso. Hacia el atardecer sus esfuerzos dieron por fin

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resultados y lograron dominar el fuego, pero no sinque antes se desplomara el tejado y la casa enteraquedara tan absolutamente reducida a ruinas que,exceptuando algunos cilindros retorcidos y algunastuberías de hierro, no quedaba ni rastro de la ma-quinaria que tan cara había costado a nuestro des-dichado ingeniero. En un cobertizo adyacente seencontraron grandes cantidades de níquel y estaño,pero ni una sola moneda, lo cual podría explicaraquellas cajas tan abultadas que ya hemos mencio-nado.

La manera en que nuestro ingeniero hidráu-lico fue trasladado desde el jardín hasta el puntodonde recuperó el conocimiento habría quedado enel misterio, de no ser por el mantillo del jardín, quenos reveló una sencilla historia. Era evidente quehabía sido transportado por dos personas, una deellas con los pies muy pequeños y la otra con piesextraordinariamente grandes. En conjunto, parecíabastante probable que el silencioso inglés, menosaudaz o menos asesino que su compañero, hubieraayudado a la mujer a trasladar al hombre incons-ciente fuera del peligro.

- ¡Bonito negocio he hecho! - dijo nuestroingeniero en tono de queja mientras ocupábamos

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nuestros asientos para regresar a Londres- . Heperdido un dedo, he perdido unos honorarios decincuenta guineas... ¿y qué es lo que he ganado?

- Experiencia - dijo Holmes, echándose areír- . En cierto modo, puede resultarle muy valiosa.No tiene más que ponerla en forma de palabraspara ganarse una reputación de persona interesantepara el resto de su vida.

10. El aristócrata solterón

Hace ya mucho tiempo que el matrimoniode lord St. Simon y la curiosa manera en que ter-minó dejaron de ser temas de interés en los selec-tos círculos en los que se mueve el infortunado no-vio. Nuevos escándalos lo han eclipsado, y susdetalles más picantes han acaparado las murmura-ciones, desviándolas de este drama que ya tienecuatro años de antigüedad. No obstante, como ten-go razones para creer que los hechos completos nose han revelado nunca al público en general, y dadoque mi amigo Sherlock Holmes desempeñó un im-portante papel en el esclarecimiento del asunto,considero que ninguna biografía suya estaría com-pleta sin un breve resumen de este notable episo-dio.

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Pocas semanas antes de mi propia boda,cuando aún compartía con Holmes el apartamentode Baker Street, mi amigo regresó a casa despuésde un paseo y encontró una carta aguardándoleencima de la mesa. Yo me había quedado en casatodo el día, porque el tiempo se había puesto derepente muy lluvioso, con fuertes vientos de otoño,y la bala que me había traído dentro del cuerpocomo recuerdo de mi campaña de Afganistán palpi-taba con monótona persistencia. Tumbado en unapoltrona con una pierna encima de otra, me habíarodeado de una nube de periódicos hasta que, satu-rado al fin de noticias, los tiré a un lado y me quedépostrado e inerte, contemplando el escudo y lasiniciales del sobre que había encima de la mesa, ypreguntándome perezosamente quién sería aquelnoble que escribía a mi amigo.

- Tiene una carta de lo más elegante - co-menté al entrar él- . Si no recuerdo mal, las cartasde esta mañana eran de un pescadero y de unaduanero del puerto.

- Sí, desde luego, mi correspondencia tieneel encanto de la variedad - respondió él, sonriendo-. Y, por lo general, las más humildes son las másinteresantes. Ésta parece una de esas molestas

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convocatorias sociales que le obligan a uno a abu-rrirse o a mentir.

Rompió el lacre y echó un vistazo al conte-nido.

- ¡Ah, caramba! ¡Después de todo, puedeque resulte interesante!

- ¿No es un acto social, entonces?

- No; estrictamente profesional.

- ¿Y de un cliente noble?

- Uno de los grandes de Inglaterra.

- Querido amigo, le felicito.

- Le aseguro, Watson, sin falsa modestia,que la categoría de mi cliente me importa muchomenos que el interés que ofrezca su caso. Sin em-bargo, es posible que esta nueva investigación nocarezca de interés. Ha leído usted con atención losúltimos periódicos, ¿no es cierto?

- Eso parece - dije melancólicamente, seña-lando un enorme montón que había en un rincón- .No tenía otra cosa que hacer.

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- Es una suerte, porque así quizás puedaponerme al corriente. Yo no leo más que los suce-sos y los anuncios personales. Estos últimos sonsiempre instructivos. Pero si usted ha seguido decerca los últimos acontecimientos, habrá leído acer-ca de lord St. Simon y su boda.

- Oh, sí, y con el mayor interés.

- Estupendo. La carta que tengo en la manoes de lord St. Simon. Se la voy a leer y, a cambio,usted repasará esos periódicos y me enseñará todolo que tenga que ver con el asunto. Esto es lo quedice:

«Querido señor Sherlock Holmes: LordBackwater me asegura que puedo confiar plena-mente en su juicio y discreción. Así pues, he decidi-do hacerle una visita para consultarle con respectoal dolorosísimo suceso acaecido en relación con miboda. El señor Lestrade, de Scotland Yard, se en-cuentra ya trabajando en el asunto, pero me haasegurado que no hay inconveniente alguno en queusted coopere, e incluso cree que podría resultar dealguna ayuda. Pasaré a verle a las cuatro de latarde, y le agradecería que aplazara cualquier otrocompromiso que pudiera tener a esa hora, ya que el

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asunto es de trascendental importancia. Suyoafectísimo, ROBERT ST. SIMON.»

- Está fechada en Grosvenor Mansions, es-crita con pluma de ave, y el noble señor ha tenido ladesgracia de mancharse de tinta la parte de fuerade su meñique derecho - comentó Holmes, volvien-do a doblar la carta.

- Dice que a las cuatro, y ahora son las tres.Falta una hora para que venga.

- Entonces, tengo el tiempo justo, contandocon su ayuda, para ponerme al corriente del tema.Repase esos periódicos y ordene los artículos pororden de fechas, mientras yo miro quién es nuestrocliente - sacó un volumen de tapas rojas de unahilera de libros de referencia que había junto a larepisa de la chimenea- . Aquí está - dijo, sentándo-se y abriéndolo sobre las rodillas- . «Robert Wal-singham de Vere St. Simon, segundo hijo del duquede Balmoral»... ¡Hum! Escudo: Campo de azur, contres abrojos en jefe sobre banda de sable. Nacidoen 1846. Tiene, pues, cuarenta y un años, que esuna edad madura para casarse. Fue subsecretariode las colonias en una administración anterior. Elduque, su padre, fue durante algún tiempo ministrode Asuntos Exteriores. Han heredado sangre de los

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Plantagenet por vía directa y de los Tudor por víamaterna. ¡Ajá! Bueno, en todo esto no hay nada queresulte muy instructivo. Creo que dependo de usted,Watson, para obtener datos más sólidos.

- Me resultará muy fácil encontrar lo quebusco - dije yo- , porque los hechos son bastanterecientes y el asunto me llamó bastante la atención.Sin embargo, no me atrevía a hablarle del tema,porque sabía que tenía una investigación entre ma-nos y que no le gusta que se entrometan otras co-sas.

- Ah, se refiere usted al insignificante pro-blema del furgón de muebles de Grosvenor Square.Eso ya está aclarado de sobra... aunque la verdades que era evidente desde un principio. Por favor,deme los resultados de su selección de prensa.

- Aquí está la primera noticia que he podidoencontrar. Está en la columna personal del Mor-ningPost y, como ve, lleva fecha de hace unas se-manas. «Se ha concertado una boda», dice, «que,si los rumores son ciertos, tendrá lugar dentro demuy poco, entre lord Robert St. Simon, segundo hijodel duque de Balmoral, y la señorita Hatty Doran,hija única de Aloysius Doran, de San Francisco,California, EE.UU.» Eso es todo.

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- Escueto y al grano - comentó Holmes, ex-tendiendo hacia el fuego sus largas y delgadaspiernas.

- En la sección de sociedad de la mismasemana apareció un párrafo ampliando lo anterior.¡Ah, aquí está!: «Pronto será necesario imponermedidas de protección sobre el mercado matrimo-nial, en vista de que el principio de libre comercioparece actuar decididamente en contra de nuestroproducto nacional. Una tras otra, las grandes casasnobiliarias de Gran Bretaña van cayendo en manosde nuestras bellas primas del otro lado del Atlántico.Durante la última semana se ha producido una im-portante incorporación a la lista de premios obteni-dos por estas encantadoras invasoras. Lord St.Simon, que durante más de veinte años se habíamostrado inmune a las flechas del travieso dios, haanunciado de manera oficial su próximo enlace conla señorita Hatty Doran, la fascinante hija de unmillonario californiano. La señorita Doran, cuyaatractiva figura y bello rostro atrajeron mucha aten-ción en las fiestas de Westbury House, es hija únicay se rumorea que su dote está muy por encima delas seis cifras, y que aún podría aumentar en elfuturo. Teniendo en cuenta que es un secreto avoces que el duque de Balmoral se ha visto obliga-

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do a vender su colección de pintura en los últimosaños, y que lord St. Simon carece de propiedades,si exceptuamos la pequeña finca de Birchmoor,parece evidente que la heredera californiana no esla única que sale ganando con una alianza que lepermitirá realizar la fácil y habitual transición dedama republicana a aristócrata británica».

- ¿Algo más? - preguntó Holmes, bostezan-do.

- Oh, sí, mucho. Hay otro párrafo en el Mor-ning Post diciendo que la boda sería un acto absolu-tamente privado, que se celebraría en San Jorge,en Hanover Square, que sólo se invitaría a mediadocena de amigos íntimos, y que luego todos sereunirían en una casa amueblada de LancasterGate, alquilada por el señor Aloysius Doran. Dosdías después... es decir, el miércoles pasado... hayuna breve noticia de que la boda se ha celebrado yque los novios pasarían la luna de miel en casa delord Backwater, cerca de Petersfield. Éstas sontodas las noticias que se publicaron antes de ladesaparición de la novia.

- ¿Antes de qué? - preguntó Holmes consobresalto.

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- De la desaparición de la dama.

- ¿Y cuándo desapareció?

- Durante el almuerzo de boda.

- Caramba. Esto es más interesante de loque yo pensaba; y de lo más dramático.

- Sí, a mí me pareció un poco fuera de locorriente.

- Muchas novias desaparecen antes de laceremonia, y alguna que otra durante la luna demiel; pero no recuerdo nada tan súbito como esto.Por favor, déme detalles.

- Le advierto que son muy incompletos.

- Quizás podamos hacer que lo sean me-nos.

- Lo poco que se sabe viene todo seguidoen un solo artículo publicado ayer por la mañana,que voy a leerle. Se titula «Extraño incidente en unaboda de alta sociedad».

«La familia de lord Robert St. Simon haquedado sumida en la mayor consternación por losextraños y dolorosos sucesos ocurridos en relacióncon su boda. La ceremonia, tal como se anunciaba

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brevemente en la prensa de ayer, se celebró ante-ayer por la mañana, pero hasta hoy no había sidoposible confirmar los extraños rumores que circula-ban de manera insistente. A pesar de los esfuerzosde los amigos por silenciar el asunto, éste ha atraí-do de tal modo la atención del público que de nadaserviría fingir desconocimiento de un tema que estáen todas las conversaciones.

»La ceremonia, que se celebró en la iglesiade San Jorge, en Hanover Square, tuvo lugar enprivado, asistiendo tan sólo el padre de la novia,señor Aloysius Doran, la duquesa de Balmoral, lordBackwater, lord Eustace y lady Clara St. Simon(hermano menor y hermana del novio), y lady AliciaWhittington. A continuación, el cortejo se dirigió a lacasa del señor Aloysius Doran, en Lancaster Gate,donde se había preparado un almuerzo. Parece queallí se produjo un pequeño incidente, provocado poruna mujer cuyo nombre no se ha podido confirmar,que intentó penetrar por la fuerza en la casa tras elcortejo nupcial, alegando ciertas reclamaciones quetenía que hacerle a lord St. Simon. Tras una larga ybochornosa escena, el mayordomo y un lacayoconsiguieron expulsarla. La novia, que afortunada-mente había entrado en la casa antes de esta des-agradable interrupción, se había sentado a almorzar

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con los demás cuando se quejó de una repentinaindisposición y se retiró a su habitación.

Como su prolongada ausencia empezaba aprovocar comentarios, su padre fue a buscarla; perola doncella le dijo que sólo había entrado un mo-mento en su habitación para coger un abrigo y unsombrero, y que luego había salido a toda prisa porel pasillo. Uno de los lacayos declaró haber vistosalir de la casa a una señora cuya vestimenta res-pondía a la descripción, pero se negaba a creer quefuera la novia, por estar convencido de que ésta seencontraba con los invitados. Al comprobar que suhija había desaparecido, el señor Aloysius Doran,acompañado por el novio, se puso en contacto conla policía sin pérdida de tiempo, y en la actualidadse están llevando a cabo intensas investigaciones,que probablemente no tardarán en esclarecer estemisterioso asunto. Sin embargo, a últimas horas deesta noche todavía no se sabía nada del paraderode la dama desaparecida. Los rumores se han des-atado, y se dice que la policía ha detenido a la mu-jer que provocó el incidente, en la creencia de que,por celos o algún otro motivo, pueda estar relacio-nada con la misteriosa desaparición de la novia.»

- ¿Y eso es todo?

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- Sólo hay una notita en otro de los periódi-cos, pero bastante sugerente.

- ¿Qué dice?

- Que la señorita Flora Millar, la dama queprovocó el incidente, había sido detenida. Pareceque es una antigua bailarina del Allegro, y que co-nocía al novio desde hace varios años. No hay másdetalles, y el caso queda ahora en sus manos... Almenos, tal como lo ha expuesto la prensa.

- Y parece tratarse de un caso sumamenteinteresante. No me lo perdería por nada del mundo.Pero creo que llaman a la puerta, Watson, y dadoque el reloj marca poco más de las cuatro, no mecabe duda de que aquí llega nuestro aristocráticocliente. No se le ocurra marcharse, Watson, porqueme interesa mucho tener un testigo, aunque sólosea para confirmar mi propia memoria.

- El señor Robert St. Simon - anunció nues-tro botones, abriendo la puerta de par en par, paradejar entrar a un caballero de rostro agradable yexpresión inteligente, altivo y pálido, quizás con algode petulancia en el gesto de la boca, y con la mira-da firme y abierta de quien ha tenido la suerte denacer para mandar y ser obedecido. Aunque sus

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movimientos eran vivos, su aspecto general dabauna errónea impresión de edad, porque iba ligera-mente encorvado y se le doblaban un poco las rodi-llas al andar. Además, al quitarse el sombrero deala ondulada, vimos que sus cabellos tenían laspuntas grises y empezaban a clarear en la coronilla.En cuanto a su atuendo, era perfecto hasta rayarcon la afectación: cuello alto, levita negra, chalecoblanco, guantes amarillos, zapatos de charol y po-lainas de color claro. Entró despacio en la habita-ción, girando la cabeza de izquierda a derecha ybalanceando en la mano derecha el cordón del quecolgaban sus gafas con montura de oro.

- Buenos días, lord St. Simon - dijo Holmes,levantándose y haciendo una reverencia- . Por fa-vor, siéntese en la butaca de mimbre. Éste es miamigo y colaborador, el doctor Watson. Acérqueseun poco al fuego y hablaremos del asunto.

- Un asunto sumamente doloroso para mí,como podrá usted imaginar, señor Holmes. Me haherido en lo más hondo. Tengo entendido, señor,que usted ya ha intervenido en varios casos delica-dos, parecidos a éste, aunque supongo que noafectarían a personas de la misma clase social.

- En efecto, voy descendiendo.

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- ¿Cómo dice?

- Mi último cliente de este tipo fue un rey.

- ¡Caramba! No tenían¡ idea. ¿Y qué rey?

- El rey de Escandinavia.

- ¿Cómo? ¿También desapareció su espo-sa?

- Como usted comprenderá - dijo Holmessuavemente- , aplico a los asuntos de mis otrosclientes la misma reserva que le prometo aplicar alos suyos.

- ¡Naturalmente! ¡Tiene razón, mucha razón!Le pido mil perdones. En cuanto a mi caso, estoydispuesto a proporcionarle cualquier informaciónque pueda ayudarle a formarse una opinión.

- Gracias. Sé todo lo que ha aparecido en laprensa, pero nada más. Supongo que puedo consi-derarlo correcto... Por ejemplo, este artículo sobre ladesaparición de la novia.

El señor St. Simon le echó un vistazo.

- Sí, es más o menos correcto en lo que di-ce.

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- Pero hace falta mucha información com-plementaria para que alguien pueda adelantar unaopinión. Creo que el modo más directo de conocerlos hechos sería preguntarle a usted.

- Adelante.

- ¿Cuándo conoció usted a la señorita HattyDoran?

- Hace un año, en San Francisco.

- ¿Estaba usted de viaje por los EstadosUnidos?

- Sí.

- ¿Fue entonces cuando se prometieron?

- No.

- ¿Pero su relación era amistosa?

- A mí me divertía estar con ella, y ella sedaba cuenta de que yo me divertía.

- ¿Es muy rico su padre?

- Dicen que es el hombre más rico de laCosta Oeste.

- ¿Y cómo adquirió su fortuna?

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- Con las minas. Hace unos pocos años notenía nada. Entonces, encontró oro, invirtió y subiócomo un cohete.

- Veamos: ¿qué impresión tiene usted sobreel carácter de la señorita... es decir, de su esposa?

El noble aceleró el balanceo de sus gafas yse quedó mirando al fuego.

- Verá usted, señor Holmes - dijo- . Mi es-posa tenía ya veinte años cuando su padre se hizorico. Se había pasado la vida correteando por uncampamento minero y vagando por bosques y mon-tañas, de manera que su educación debe más a lanaturaleza que a los maestros de escuela. Es lo queen Inglaterra llamaríamos una buena pieza, con uncarácter fuerte, impetuoso y libre, no sujeto a tradi-ciones de ningún tipo. Es impetuosa... hasta diríaque volcánica. Toma decisiones con rapidez y novacila en llevarlas a la práctica. Por otra parte, yo nole habría dado el apellido que tengo el honor dellevar - soltó una tosecilla solemne- si no pensaraque tiene un fondo de nobleza. Creo que es capazde sacrificios heroicos y que cualquier acto deshon-roso la repugnaría.

- ¿Tiene una fotografía suya?

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- He traído esto.

Abrió un medallón y nos mostró el retrato deuna mujer muy hermosa. No se trataba de una foto-grafía, sino de una miniatura sobre marfil, y el artistahabía sacado el máximo partido al lustroso cabellonegro, los ojos grandes y oscuros y la exquisitaboca. Holmes lo miró con gran atención durante unbuen rato. Luego cerró el medallón y se lo devolvióa lord St. Simon.

- Así pues, la joven vino a Londres y aquíreanudaron sus relaciones.

- Sí, su padre la trajo a pasar la última tem-porada en Londres. Nos vimos varias veces, nosprometimos y por fin nos casamos.

- Tengo entendido que la novia aportó unadote considerable.

- Una buena dote. Pero no mayor de lohabitual en mi familia.

- Y, por supuesto, la dote es ahora suya,puesto que el matrimonio es un hecho consumado.

- La verdad, no he hecho averiguaciones alrespecto.

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- Es muy natural. ¿Vio usted a la señoritaDoran el día antes de la boda?

- Sí.

- ¿Estaba ella de buen humor?

- Mejor que nunca. No paraba de hablar dela vida que llevaríamos en el futuro.

- Vaya, vaya. Eso es muy interesante. ¿Y lamañana de la boda?

- Estaba animadísima... Por lo menos, hastadespués de la ceremonia.

- ¿Y después observó usted algún cambioen ella? - Bueno, a decir verdad, fue entoncescuando advertí las primeras señales de que su tem-peramento es un poquitín violento. Pero el incidentefue demasiado trivial como para mencionarlo, y nopuede tener ninguna relación con el caso.

- A pesar de todo, le ruego que nos lo cuen-te.

- Oh, es una niñería. Cuando íbamos haciala sacristía se le cayó el ramo. Pasaba en aquelmomento por la primera fila de reclinatorios, y se lecayó en uno de ellos. Hubo un instante de demora,

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pero el caballero del reclinatorio se lo devolvió y noparecía que se hubiera estropeado con la caída.Aun así, cuando le mencioné el asunto, me contestóbruscamente; y luego, en el coche, camino de casa,parecía absurdamente agitada por aquella insignifi-cancia.

- Vaya, vaya. Dice usted que había un caba-llero en el reclinatorio. Según eso, había algo depúblico en la boda, ¿no?

- Oh, sí. Es imposible evitarlo cuando laiglesia está abierta.

- El caballero en cuestión, ¿no sería amigode su esposa?

- No, no; le he llamado caballero por cortes-ía, pero era una persona bastante vulgar. Apenasme fijé en su aspecto. Pero creo que nos estamosdesviando del tema.

- Así pues, la señora St. Simon regresó dulaboda en un estado de ánimo menos jubiloso que elque tenía al ir. ¿Qué hizo al entrar de nuevo encasa de su padre?

- La vi mantener una conversación con sudoncella.

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- ¿Y quién es esta doncella?

- Se llama Alice. Es norteamericana y vinode California con ella.

- ¿Una doncella de confianza?

- Quizás demasiado. A mí me parecía quesu señora le permitía excesivas libertades. Aunque,por supuesto, en América estas cosas se ven de unmodo diferente.

- ¿Cuánto tiempo estuvo hablando con estaAlice?

- Oh, unos minutos. Yo tenía otras cosas enque pensar.

- ¿No oyó usted lo que decían?

- La señora St. Simon dijo algo acerca de«pisarle a otro la licencia». Solía utilizar esa jergade los mineros para hablar. No tengo ni idea de loque quiso decir con eso.

- A veces, la jerga norteamericana resultamuy expresiva. ¿Qué hizo su esposa cuando ter-minó de hablar con la doncella?

- Entró en el comedor.

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- ¿Del brazo de usted?

- No, sola. Era muy independiente en cues-tiones de poca monta como ésa. Y luego, cuandollevábamos unos diez minutos sentados, se levantócon prisas, murmuró unas palabras de disculpa ysalió de la habitación. Ya no la volvimos a ver.

- Pero, según tengo entendido, esta donce-lla, Alice, ha declarado que su esposa fue a su habi-tación, se puso un abrigo largo para tapar el vestidode novia, se caló un sombrero y salió de la casa.

- Exactamente. Y más tarde la vieron en-trando en Hyde Park en compañía de Flora Millar,una mujer que ahora está detenida y que ya habíaprovocado un incidente en casa del señor Doranaquella misma mañana.

- Ah, sí. Me gustaría conocer algunos deta-lles sobre esta dama y sus relaciones con usted.

Lord St. Simon se encogió de hombros y le-vantó las cejas.

- Durante algunos años hemos mantenidorelaciones amistosas... podría decirse que muyamistosas. Ella trabajaba en el Allegro. La he trata-do con generosidad, y no tiene ningún motivo razo-

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nable de queja contra mí, pero ya sabe usted cómoson las mujeres, señor Holmes. Flora era encanta-dora, pero demasiado atolondrada, y sentía devo-ción por mí. Cuando se enteró de que me iba a ca-sar, me escribió unas cartas terribles; y, a decirverdad, la razón de que la boda se celebrara en laintimidad fue que yo temía que diese un escándaloen la iglesia. Se presentó en la puerta de la casa delseñor Doran cuando nosotros acabábamos de vol-ver, e intentó abrirse paso a empujones, pronun-ciando frases muy injuriosas contra mi esposa, eincluso amenazándola, pero yo había previsto laposibilidad de que ocurriera algo semejante, y habíadado instrucciones al servicio, que no tardó en ex-pulsarla. Se tranquilizó en cuanto vio que no sacaríanada con armar alboroto.

- ¿Su esposa oyó todo esto?

- No, gracias a Dios, no lo oyó.

- ¿Pero más tarde la vieron paseando conesta misma mujer?

- Sí. Y al señor Lestrade, de Scotland Yard,eso le parece muy grave. Cree que Flora atrajo conengaños a mi esposa hacia alguna terrible trampa.

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- Bueno, es una suposición que entra dentrode lo posible.

- ¿También usted lo cree?

- No dije que fuera probable. ¿Le pareceprobable a usted?

- Yo no creo que Flora sea capaz de hacerdaño a una mosca.

- No obstante, los celos pueden provocarextraños cambios en el carácter. ¿Podría decirmecuál es su propia teoría acerca de lo sucedido?

- Bueno, en realidad he venido aquí en bus-ca de una teoría, no a exponer la mía. Le he dadotodos los datos. Sin embargo, ya que lo pregunta,puedo decirle que se me ha pasado por la cabeza laposibilidad de que la emoción de la boda y la con-ciencia de haber dado un salto social tan inmenso lehayan provocado a mi esposa algún pequeño tras-torno nervioso de naturaleza transitoria.

- En pocas palabras, que sufrió un arrebatode locura.

- Bueno, la verdad, si consideramos que havuelto la espalda... no digo a mí, sino a algo a lo

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que tantas otras han aspirado sin éxito... me resultadifícil hallar otra explicación.

- Bien, desde luego, también es una hipóte-sis concebible - dijo Holmes sonriendo- . Y ahora,lord St. Simon, creo que ya dispongo de casi todoslos datos. ¿Puedo preguntar si en la mesa estabanustedes sentados de modo que pudieran ver por laventana?

- Podíamos ver el otro lado de la calle, y elparque. - Perfecto. En tal caso, creo que no necesi-to entretenerlo más tiempo. Ya me pondré en co-municación con usted.

- Si es que tiene la suerte de resolver elproblema - dijo nuestro cliente, levantándose de suasiento.

- Ya lo he resuelto.

- ¿Eh? ¿Cómo dice?

- Digo que ya lo he resuelto.

- Entonces, ¿dónde está mi esposa?

- Ése es un detalle que no tardaré en pro-porcionarle. Lord St. Simon meneó la cabeza.

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- Me temo que esto exija cabezas más inte-ligentes que la suya o la mía - comentó, y tras unapomposa inclinación, al estilo antiguo, salió de lahabitación.

- El bueno de lord St. Simon me hace ungran honor al colocar mi cabeza al mismo nivel quela suya - dijo Sherlock Holmes, echándose a reír- .Después de tanto interrogatorio, no me vendrá malun poco de whisky con soda. Ya había sacado misconclusiones sobre el caso antes de que nuestrocliente entrara en la habitación.

- ¡Pero Holmes!

- Tengo en mi archivo varios casos simila-res, aunque, como le dije antes, ninguno tan precipi-tado. Todo el interrogatorio sirvió únicamente paraconvertir mis conjeturas en certeza. En ocasiones,la evidencia circunstancial resulta muy convincente,como cuando uno se encuentra una trucha en laleche, por citar el ejemplo de Thoreau.

- Pero yo he oído todo lo que ha oído usted.

- Pero sin disponer del conocimiento deotros casos anteriores, que a mí me ha sido muyútil. Hace años se dio un caso muy semejante enAberdeen, y en Munich, al año siguiente de la gue-

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rra franco- prusiana, ocurrió algo muy parecido. Esuno de esos casos... Pero ¡caramba, aquí vieneLestrade! Buenas tardes, Lestrade. Encontrará us-ted otro vaso encima del aparador, y aquí en la cajatiene cigarros.

El inspector de policía vestía chaqueta ycorbata marineras, que le daban un aspecto decidi-damente náutico, y llevaba en la mano una bolsa delona negra. Con un breve saludo, se sentó y encen-dió el cigarro que le ofrecían.

- ¿Qué le trae por aquí? - preguntó Holmescon un brillo malicioso en los ojos- . Parece usteddescontento.

- Y estoy descontento. Es este caso infernalde la boda de St. Simon. No le encuentro ni pies nicabeza al asunto.

- ¿De verdad? Me sorprende usted.

- ¿Cuándo se ha visto un asunto tan lioso?Todas las pistas se me escurren entre los dedos.He estado todo el día trabajando en ello.

- Y parece que ha salido mojadísimo delempeño - dijo Holmes, tocándole la manga de lachaqueta marinera.

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- Sí, es que he estado dragando el Serpen-tine.

- ¿Y para qué, en nombre de todos los san-tos?

- En busca del cuerpo de lady St. Simon.

Sherlock Holmes se echó hacia atrás en suasiento y rompió en carcajadas.

- ¿Y no se le ha ocurrido dragar la pila de lafuente de Trafalgar Square?

- ¿Por qué? ¿Qué quiere decir?

- Pues que tiene usted tantas posibilidadesde encontrar a la dama en un sitio como en otro.

Lestrade le dirigió a mi compañero una mi-rada de furia.

- Supongo que usted ya lo sabe todo - seburló.

- Bueno, acabo de enterarme de los hechos,pero ya he llegado a una conclusión.

- ¡Ah, claro! Y no cree usted que el Serpen-tine intervenga para nada en el asunto.

- Lo considero muy improbable.

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- Entonces, tal vez tenga usted la bondadde explicar cómo es que encontramos esto en él - ydiciendo esto, abrió la bolsa y volcó en el suelo sucontenido; un vestido de novia de seda tornasolada,un par de zapatos de raso blanco, una guirnalda yun velo de novia, todo ello descolorido y empapado.Encima del montón colocó un anillo de boda nuevo-. Aquí tiene, maestro Holmes. A ver cómo cascausted esta nuez.

- Vaya, vaya - dijo mi amigo, lanzando al ai-re anillos de humo azulado- . ¿Ha encontrado ustedtodo eso al dragar el Serpentine?

- No, lo encontró un guarda del parque, flo-tando cerca de la orilla. Han sido identificadas comolas prendas que vestía la novia, y me pareció que sila ropa estaba allí, el cuerpo no se encontraría muylejos.

- Según ese brillante razonamiento, todoslos cadáveres deben encontrarse cerca de un arma-rio ropero. Y dígame, por favor, ¿qué esperaba ob-tener con todo esto?

- Alguna prueba que complicara a Flora Mi-llar en la desaparición.

- Me temo que le va a resultar difícil.

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- ¿Conque eso se teme, eh? - exclamó Les-trade, algo picado- . Pues yo me temo, Holmes, quesus deducciones y sus inferencias no le sirven degran cosa. Ha metido dos veces la pata en otrostantos minutos. Este vestido acusa a la señoritaFlora Millar.

- ¿Y de qué manera?

- En el vestido hay un bolsillo. En el bolsillohay un tarjetero. En el tarjetero hay una nota. Y aquíestá la nota - la plantó de un manotazo en la mesa,delante de él- . Escuche esto: «Nos veremos cuan-do todo esté arreglado. Ven en seguida. F H. M.».Pues bien, desde un principio mi teoría ha sido quelady St. Simon fue atraída con engaños por FloraMillar, y que ésta, sin duda con ayuda de algunoscómplices, es responsable de su desaparición.Aquí, firmada con sus iniciales, está la nota que sinduda le pasó disimuladamente en la puerta, y quesirvió de cebo para atraerla hasta sus manos.

- Muy bien, Lestrade - dijo Holmes, riendo- .Es usted fantástico. Déjeme verlo - cogió el papelcon indiferencia, pero algo le llamó la atención alinstante, haciéndole emitir un grito de satisfacción.

- ¡Esto sí que es importante! - dijo.

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- ¡Vaya! ¿Le parece a usted?

- Ya lo creo. Le felicito calurosamente.

Lestrade se levantó con aire triunfal e in-clinó la cabeza para mirar.

- ¡Pero...! - exclamó- . ¡Si lo está usted mi-rando por el otro lado!

- Al contrario, éste es el lado bueno.

- ¿El lado bueno? ¡Está usted loco! ¡La notaescrita a lápiz está por aquí!

- Pero por aquí hay algo que parece unfragmento de una factura de hotel, que es lo que meinteresa, y mucho.

- Eso no significa nada. Ya me había fijado -dijo Lestrade- . «4 de octubre, habitación 8 chelines,desayuno 2 chelines y 6 peniques, cóctel l chelín,comida 2 chelines y 6 peniques, vaso de jerez 8peniques.» Yo no veo nada ahí.

- Probablemente, no. Pero aun así, es muyimportante. También la nota es importante, o almenos lo son las iniciales, así que le felicito de nue-vo.

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- Ya he perdido bastante tiempo - dijo Les-trade, poniéndose en pie- . Yo creo en el trabajoduro, y no en sentarme junto a la chimenea urdien-do bellas teorías. Buenos días, señor Holmes, y yaveremos quién llega antes al fondo del asunto -recogió las prendas, las metió otra vez en la bolsa yse dirigió a la puerta.

- Le voy a dar una pequeña pista, Lestrade -dijo Holmes lentamente- . Voy a decirle la verdaderasolución del asunto. Lady St. Simon es un mito. Noexiste ni existió nunca semejante persona.

Lestrade miró con tristeza a mi compañero.Luego se volvió a mí, se dio tres golpecitos en lafrente, meneó solemnemente la cabeza y se marchócon prisas.

Apenas se había cerrado la puerta tras él,cuando Sherlock Holmes se levantó y se puso suabrigo.

- Algo de razón tiene este buen hombre enlo que dice sobre el trabajo de campo - comentó- .Así pues, Watson, creo que tendré que dejarlealgún tiempo solo con sus periódicos.

Eran más de las cinco cuando SherlockHolmes se marchó, pero no tuve tiempo de aburrir-

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me, porque antes de que transcurriera una horallegó un recadero con una gran caja plana, queprocedió a desenvolver con ayuda de un muchachoque le acompañaba. Al poco rato, y con gran asom-bro por mi parte, sobre nuestra modesta mesa decaoba se desplegaba una cena fría totalmenteepicúrea. Había un par de cuartos de becada fría,un faisán, un pastel de foie- gras y varias botellasañejas, cubiertas de telarañas. Tras extender todasaquellas delicias, los dos visitantes se esfumaroncomo si fueran genios de las Mil y Una Noches, sindar explicaciones, aparte de que las viandas esta-ban pagadas y que les habían encargado llevarlas anuestra dirección.

Poco antes de las nueve, Sherlock Holmesentró a paso rápido en la sala. Traía una expresiónseria, pero había un brillo en sus ojos que me hizopensar que no le habían fallado sus suposiciones.

- Veo que han traído la cena - dijo, frotán-dose las manos.

- Parece que espera usted invitados. Hantraído bastante para cinco personas.

- Sí, me parece muy posible que se dejecaer por aquí alguna visita - dijo- . Me sorprende

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que lord St. Simon no haya llegado aún. ¡Ajá! Creoque oigo sus pasos en la escalera.

Era, en efecto, nuestro visitante de por lamañana, que entró como una tromba, balanceandosus lentes con más fuerza que nunca y con unaexpresión de absoluto desconcierto en sus aris-tocráticas facciones.

- Veo que mi mensajero dio con usted - dijoHolmes.

- Sí, y debo confesar que el contenido delmensaje me dejó absolutamente perplejo. ¿Tieneusted un buen fundamento para lo que dice?

- El mejor que se podría tener.

Lord St. Simon se dejó caer en un sillón yse pasó la mano por la frente.

- ¿Qué dirá el duque - murmuró- cuando seentere de que un miembro de su familia ha sidosometido a semejante humillación?

- Ha sido puro accidente. Yo no veo quehaya ninguna humillación.

- Ah, usted mira las cosas desde otro puntode vista.

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- Yo no creo que se pueda culpar a nadie. Ami entender, la dama no podía actuar de otro modo,aunque la brusquedad de su proceder sea, sin du-da, lamentable. Al carecer de madre, no tenía anadie que la aconsejara en esa crisis.

- Ha sido un desaire, señor, un desairepúblico - dijo lord St. Simon, tamborileando con losdedos sobre la mesa.

- Debe usted ser indulgente con esta pobremuchacha, colocada en una situación tan sin prece-dentes.

- Nada de indulgencias. Estoy verdadera-mente indignado, y he sido víctima de un abusovergonzoso.

- Creo que ha sonado el timbre - dijo Hol-mes- . Sí, se oyen pasos en el vestíbulo. Si yo nopuedo convencerle de que considere el asunto conmejores ojos, lord St. Simon, he traído un abogadoque quizás tenga más éxito.

Abrió la puerta e hizo entrar a una dama y aun caballero.

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- Lord St. Simon - dijo- : permítame que lepresente al señor Francis Hay Moulton y señora. Ala señora creo que ya la conocía.

Al ver a los recién llegados, nuestro clientese había puesto en pie de un salto y permanecíamuy tieso, con la mirada gacha y la mano metidabajo la pechera de su levita, convertido en la vivaimagen de la dignidad ofendida. La dama se habíaadelantado rápidamente para ofrecerle la mano,pero él siguió negándose a levantar la vista. Posi-blemente, ello le ayudó a mantener su resolución,pues la mirada suplicante de la mujer era difícil deresistir.

- Estás enfadado, Robert - dijo ella- . Bueno,supongo que te sobran motivos.

- Por favor, no te molestes en ofrecer dis-culpas - dijo lord St. Simon en tono amargado.

- Oh, sí, ya sé que te he tratado muy mal, yque debería haber hablado contigo antes de mar-charme; pero estaba como atontada, y desde que viaquí a Frank, no supe lo que hacía ni lo que decía.No me explico cómo no caí desmayada delantemismo del altar.

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- ¿Desea usted, señora Moulton, que miamigo y yo salgamos de la habitación mientras us-ted se explica?

- Si se me permite dar una opinión - intervi-no el caballero desconocido- , ya ha habido dema-siado secreto en este asunto. Por mi parte, me gus-taría que Europa y América enteras oyeran las ex-plicaciones.

Era un hombre de baja estatura, fibroso,tostado por el sol, de expresión avispada y movi-mientos ágiles. - Entonces, contaré nuestra historiasin más preámbulo - dijo la señora- . Frank y yo nosconocimos en el 81, en el campamento minero deMcQuire, cerca de las Rocosas, donde papá explo-taba una mina. Nos hicimos novios, Frank y yo, peroun día papá dio con una buena veta y se forró dedinero, mientras el pobre Frank tenía una mina quefue a menos y acabó en nada. Cuanto más rico sehacia papá, más pobre era Frank; llegó un momentoen que papá se negó a que nuestro compromisosiguiera adelante, y me llevó a San Francisco, peroFrank no se dio por vencido y me siguió hasta allí;nos vimos sin que papá supiera nada. De haberlosabido, se habría puesto furioso, así que lo organi-zamos todo nosotros solos. Frank dijo que también

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él se haría rico, y que no volvería a buscarme hastaque tuviera tanto dinero como papá. Yo prometíesperarle hasta el fin de los tiempos, y juré quemientras él viviera no me casaría con ningún otro.Entonces, él dijo: «¿Por qué no nos casamos ahoramismo, y así estaré seguro de ti? No revelaré quesoy tu marido hasta que vuelva a reclamarte». Enfin, discutimos el asunto y resultó que él ya lo teníatodo arreglado, con un cura esperando y todo, demanera que nos casamos allí mismo; y después,Frank se fue a buscar fortuna y yo me volví conpapá.

»Lo siguiente que supe de Frank fue queestaba en Montana; después oí que andaba bus-cando oro en Arizona, y más tarde tuve noticiassuyas desde Nuevo México. Y un día apareció enlos periódicos un largo reportaje sobre un campa-mento minero atacado por los indios apaches, y allíestaba el nombre de mi Frank entre las víctimas.Caí desmayada y estuve muy enferma durante me-ses. Papá pensó que estaba tísica y me llevó a lamitad de los médicos de San Francisco. Durantemás de un año no llegaron más noticias, y ya nodudé de que Frank estuviera muerto de verdad.Entonces apareció en San Francisco lord St. Simon,nosotros vinimos a Londres, se organizó la boda y

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papá estaba muy contento, pero yo seguía conven-cida de que ningún hombre en el mundo podríaocupar en mi corazón el puesto de mi pobre Frank.

»Aun así, de haberme casado con lord St.Simon, yo le habría sido leal. No tenemos controlsobre nuestro amor, pero sí sobre nuestras accio-nes. Fui con él al altar con la intención de ser paraél tan buena esposa como me fuera posible. Peropuede usted imaginarse lo que sentí cuando, alacercarme al altar, volví la mirada hacia atrás y vi aFrank mirándome desde el primer reclinatorio. Alprincipio, lo tomé por un fantasma; pero cuando lomiré de nuevo seguía allí, como preguntándomecon la mirada si me alegraba de verlo o lo lamenta-ba. No sé cómo no caí al suelo. Sé que todo medaba vueltas, y las palabras del sacerdote me so-naban en los oídos como el zumbido de una abeja.No sabía qué hacer. ¿Debía interrumpir la ceremo-nia y dar un escándalo en la iglesia? Me volví amirarlo, y me pareció que se daba cuenta de lo queyo pensaba, porque se llevó los dedos a los labiospara indicarme que permaneciera callada. Luego levi garabatear en un papel y supe que me estabaescribiendo una nota. Al pasar junto a su reclinato-rio, camino de la salida, dejé caer mi ramo junto a ély él me metió la nota en la mano al devolverme las

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flores. Eran sólo unas palabras diciéndome que mereuniera con él cuando él me diera la señal. Porsupuesto, ni por un momento dudé de que mi prin-cipal obligación era para con él, y estaba dispuestaa hacer cualquier cosa que él me indicara.

»Cuando llegamos a casa, se lo conté a midoncella, que le había conocido en California ysiempre le tuvo simpatía. Le ordené que no dijeranada y que preparase mi abrigo y unas cuantascosas para llevarme. Sé que tendría que habérselodicho a lord St. Simon, pero resultaba muy difícilhacerlo delante de su madre y de todos aquellosgrandes personajes. Decidí largarme primero y darexplicaciones después. No llevaba ni diez minutossentada a la mesa cuando vi a Frank por la ventana,al otro lado de la calle. Me hizo una seña y echó aandar hacia el parque. Yo me levanté, me puse elabrigo y salí tras él. En la calle se me acercó unamujer que me dijo no sé qué acerca de lord St.John... Por lo poco que entendí, me pareció quetambién ella tenía su pequeño secreto anterior a laboda... Pero conseguí librarme de ella y pronto al-cancé a Frank. Nos metimos en un coche y fuimos aun apartamento que tenía alquilado en GordonSquare, y allí se celebró mi verdadera boda, des-pués de tantos años de espera. Frank había caído

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prisionero de los apaches, había escapado, llegó aSan Francisco, averiguó que yo le había dado pormuerto y me había venido a Inglaterra, me siguióhasta aquí, y me encontró la mañana misma de misegunda boda.

- Lo leí en un periódico - explicó el nortea-mericano- . Venía el nombre y la iglesia, pero no ladirección de la novia.

- Entonces discutimos lo que debíamoshacer, y Frank era partidario de revelarlo todo, peroa mí me daba tanta vergüenza que prefería desapa-recer y no volver a ver a nadie; todo lo más, escribir-le unas líneas a papá para hacerle saber que esta-ba viva. Me resultaba espantoso pensar en todosaquellos personajes de la nobleza, sentados a lamesa y esperando mi regreso. Frank cogió mis ro-pas y demás cosas de novia, hizo un bulto con to-das ellas y las tiró en algún sitio donde nadie lasencontrara, para que no me siguieran la pista porellas. Lo más seguro es que nos hubiéramos mar-chado a París mañana, pero este caballero, el señorHolmes, vino a vernos esta tarde y nos hizo ver contoda claridad que yo estaba equivocada y Franktenía razón, y tanto secreto no hacía sino empeorarnuestra situación. Entonces nos ofreció la oportuni-

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dad de hablar a solas con lord St. Simon, y por esohemos venido sin perder tiempo a su casa. Ahora,Robert, ya sabes todo lo que ha sucedido; lamentomucho haberte hecho daño y espero que no pien-ses muy mal de mí.

Lord St. Simon no había suavizado en lomás mínimo su rígida actitud, y había escuchado ellargo relato con el ceño fruncido y los labios apreta-dos.

- Perdonen - dijo- , pero no tengo por cos-tumbre discutir de mis asuntos personales másíntimos de una manera tan pública.

- Entonces, ¿no me perdonas? ¿No medarás la mano antes de que me vaya?

- Oh, desde luego, si eso le causa algúnplacer - extendió la mano y estrechó fríamente laque le tendían.

- Tenía la esperanza - surgió Holmes- deque me acompañaran en una cena amistosa.

- Creo que eso ya es pedir demasiado -respondió su señoría- . Quizás no me quede másremedio que aceptar el curso de los acontecimien-tos, pero no esperarán que me ponga a celebrarlo.

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Con su permiso, creo que voy a despedirme. Muybuenas noches a todos - hizo una amplia reverenciaque nos abarcó a todos y salió a grandes zancadasde la habitación.

- Entonces, espero que al menos ustedesme honren con su compañía - dijo Sherlock Holmes-. Siempre es un placer conocer a un norteamerica-no, señor Moulton; soy de los que opinan que laestupidez de un monarca y las torpezas de un mi-nistro en tiempos lejanos no impedirán que nuestroshijos sean algún día ciudadanos de una única na-ción que abarcará todo el mundo, bajo una banderaque combinará los colores de la Union Jack con lasBarras y Estrellas.

- Ha sido un caso interesante - comentóHolmes cuando nuestros visitantes se hubieronmarchado- , porque demuestra con toda claridad losencilla que puede ser la explicación de un asuntoque a primera vista parece casi inexplicable. Nopodríamos encontrar otro más inexplicable. Y noencontraríamos una explicación más natural que laserie de acontecimientos narrada por esta señora,aunque los resultados no podrían ser más extrañossi se miran, por ejemplo, desde el punto de vista delseñor Lestrade, de Scotland Yard.

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- Así pues, no se equivocaba usted.

- Desde un principio había dos hechos queme resultaron evidentísimos. El primero, que la no-via había acudido por su propia voluntad a la boda;el otro, que se había arrepentido a los pocos minu-tos de regresar a casa. Evidentemente, algo habíaocurrido durante la mañana que le hizo cambiar deopinión. ¿Qué podía haber sido? No podía haberhablado con nadie, porque todo el tiempo estuvoacompañada del novio. ¿Acaso había visto a al-guien? De ser así, tenía que haber sido alguienprocedente de América, porque llevaba demasiadopoco tiempo en nuestro país como para que alguienhubiera podido adquirir tal influencia sobre ella quesu mera visión la indujera a cambiar tan radicalmen-te de planes. Como ve, ya hemos llegado, por unproceso de exclusión, a la idea de que la novia hab-ía visto a un americano. ¿Quién podía ser esteamericano, y por qué ejercía tanta influencia sobreella? Podía tratarse de un amante; o podía tratarsede un marido. Sabíamos que había pasado su ju-ventud en ambientes muy rudos y en condicionespoco normales. Hasta aquí había llegado antes deescuchar el relato de lord St. Simon. Cuando éstenos habló de un hombre en un reclinatorio, delcambio de humor de la novia, del truco tan transpa-

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rente de recoger una nota dejando caer un ramo deflores, de la conversación con la doncella y confi-dente, y de la significativa alusión a «pisarle la li-cencia a otro», que en la jerga de los mineros signi-fica apoderarse de lo que otro ha reclamado conanterioridad, la situación se me hizo absolutamenteclara. Ella se había fugado con un hombre, y estehombre tenía que ser un amante o un marido ante-rior; lo más probable parecía lo último.

- ¿Y cómo demonios consiguió usted locali-zarlos?

- Podría haber resultado difícil, pero el ami-go Lestrade tenía en sus manos una informacióncuyo valor desconocía. Las iniciales, desde luego,eran muy importantes, pero aún más importante erasaber que hacía menos de una semana que nuestrohombre había pagado su cuenta en uno de los hote-les más selectos de Londres.

- ¿De dónde sacó lo de selecto?

- Por lo selecto de los precios. Ocho cheli-nes por una cama y ocho peniques por una copa dejerez indicaban que se trataba de uno de los hotelesmás caros de Londres. No hay muchos que cobrenesos precios. En el segundo que visité, en Nort-

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humberland Avenue, pude ver en el libro de regis-tros que el señor Francis H. Moulton, caballero nor-teamericano, se había marchado el día anterior; y alexaminar su factura, me encontré con las mismascuentas que habíamos visto en la copia. Había de-jado dicho que se le enviara ?a correspondencia al226 de Gordon Square, así que allá me encaminé,tuve la suerte de encontrar en casa a la pareja deenamorados y me atrevía ofrecerles algunos conse-jos paternales, indicándoles que sería mucho mejor,en todos los aspectos, que aclararan un poco susituación, tanto al público en general como a lord St.Simon en particular. Los invité a que se encontraranaquí con él y, como ve, conseguí que también élacudiera a la cita.

- Pero con resultados no demasiado buenos- comenté yo- . Desde luego, la conducta del caba-llero no ha sido muy elegante.

- ¡Ah, Watson! - dijo Holmes sonriendo- .Puede que tampoco usted se comportara muy ele-gantemente si, después de todo el trabajo que re-presenta echarse novia y casarse, se encontraraprivado en un instante de esposa y de fortuna. Creoque debemos ser clementes al juzgar a lord St. Si-mon, y dar gracias a nuestra buena estrella, porque

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no es probable que lleguemos a encontrarnos en sumisma situación. Acerque su silla y páseme elviolín; el único problema que aún nos queda porresolver es cómo pasar estas aburridas veladas deotoño.

11. La corona de berilos

- Holmes - dije una mañana, mientras con-templaba la calle desde nuestro mirador- , por ahíviene un loco. ¡Qué vergüenza que su familia le dejesalir solo!

Mi amigo se levantó perezosamente de susillón y miró sobre mi hombro, con las manos meti-das en los bolsillos de su bata. Era una mañanafresca y luminosa de febrero, y la nieve del día ante-rior aún permanecía acumulada sobre el suelo, enuna espesa capa que brillaba bajo el sol invernal.En el centro de la calzada de Baker Street, el tráficola había surcado formando una franja terrosa y par-da, pero a ambos lados de la calzada y en los bor-des de las aceras aún seguía tan blanca comocuando cayó. El pavimento gris estaba limpio y ba-rrido, pero aún resultaba peligrosamente resbaladi-zo, por lo que se veían menos peatones que decostumbre. En realidad, por la parte que llevaba a laestación del Metro no venía nadie, a excepción del

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solitario caballero cuya excéntrica conducta mehabía llamado la atención.

Se trataba de un hombre de unos cincuentaaños, alto, corpulento y de aspecto imponente, conun rostro enorme, de rasgos muy marcados, y unafigura impresionante. Iba vestido con estilo serio,pero lujoso: levita negra, sombrero reluciente, polai-nas impecables de color pardo y pantalones grisperla de muy buen corte. Sin embargo, su manerade actuar ofrecía un absurdo contraste con la digni-dad de su atuendo y su porte, porque venía a todocorrer, dando saltitos de vez en cuando, como losque da un hombre cansado y poco acostumbrado asometer a un esfuerzo a sus piernas. Y mientrascorría, alzaba y bajaba las manos, movía de un ladoa otro la cabeza y deformaba su cara con las másextraordinarias contorsiones.

- ¿Qué demonios puede pasarle? - pre-gunté- . Está mirando los números de las casas.

- Me parece que viene aquí - dijo Holmes,frotándose las manos.

- ¿Aquí?

- Sí, y yo diría que viene a consultarme pro-fesionalmente. Creo reconocer los síntomas. ¡Ajá!

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¿No se lo dije? - mientras Holmes hablaba, el hom-bre, jadeando y resoplando, llegó corriendo a nues-tra puerta y tiró de la campanilla hasta que las lla-madas resonaron en toda la casa.

Unos instantes después estaba ya en nues-tra habitación, todavía resoplando y gesticulando,pero con una expresión tan intensa de dolor y de-sesperación en los ojos que nuestras sonrisas setrasformaron al instante en espanto y compasión.Durante un rato fue incapaz de articular una pala-bra, y siguió oscilando de un lado a otro y tirándosede los cabellos como una persona arrastrada másallá de los límites de la razón. De pronto, se puso enpie de un salto y se golpeó la cabeza contra la pa-red con tal fuerza que tuvimos que correr en suayuda y arrastrarlo al centro de la habitación. Sher-lock Holmes le empujó hacia una butaca y se sentóa su lado, dándole palmaditas en la mano y procu-rando tranquilizarlo con la charla suave y acaricia-dora que tan bien sabía emplear y que tan excelen-tes resultados le había dado en otras ocasiones.

- Ha venido usted a contarme su historia,¿no es así? - decía- . Ha venido con tanta prisa queestá fatigado. Por favor, aguarde hasta haberserecuperado y entonces tendré mucho gusto en con-

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siderar cualquier pequeño problema que tenga abien plantearme.

El hombre permaneció sentado algo más deun minuto con el pecho agitado, luchando contrasus emociones. Por fin, se pasó un pañuelo por lafrente, apretó los labios y volvió el rostro hacia no-sotros.

- ¿Verdad que me han tomado por un loco?- dijo.

- Se nota que tiene usted algún gran apuro -respondió Holmes.

- ¡No lo sabe usted bien! ¡Un apuro que metiene totalmente trastornada la razón, una desgraciainesperada y terrible! Podría haber soportado ladeshonra pública, aunque mi reputación ha sidosiempre intachable. Y una desgracia privada puedeocurrirle a cualquiera. Pero las dos cosas juntas, yde una manera tan espantosa, han conseguidodestrozarme hasta el alma. Y además no soy yosolo. Esto afectará a los más altos personajes delpaís, a menos que se le encuentre una salida a estehorrible asunto.

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- Serénese, por favor - dijo Holmes- , yexplíqueme con claridad quién es usted y qué le haocurrido.

- Es posible que mi nombre les resulte fami-liar - respondió nuestro visitante- . Soy AlexanderHolder, de la firma bancaria Holder & Stevenson, deThreadneedle Street.

Efectivamente, conocíamos bien aquelnombre, perteneciente al socio más antiguo delsegundo banco más importante de la City de Lon-dres. ¿Qué podía haber ocurrido para que uno delos ciudadanos más prominentes de Londres queda-ra reducido a aquella patética condición? Aguarda-mos llenos de curiosidad hasta que, con un nuevoesfuerzo, reunió fuerzas para contar su historia.

- Opino que el tiempo es oro - dijo- , y poreso vine corriendo en cuanto el inspector de policíasugirió que procurara obtener su cooperación. Hevenido en Metro hasta Baker Street, y he tenido quecorrer desde la estación porque los coches van muydespacio con esta nieve. Por eso me he quedadosin aliento, ya que no estoy acostumbrado a hacerejercicio. Ahora ya me siento mejor y le expondrélos hechos del modo más breve y más claro que mesea posible.

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»Naturalmente, ustedes ya saben que parala buena marcha de una empresa bancaria, tanimportante es saber invertir provechosamente nues-tros fondos como ampliar nuestra clientela y elnúmero de depositarios. Uno de los sistemas máslucrativos de invertir dinero es en forma de présta-mos, cuando la garantía no ofrece dudas. En losúltimos años hemos hecho muchas operaciones deesta clase, y son muchas las familias de la aristo-cracia a las que hemos adelantado grandes sumasde dinero, con la garantía de sus cuadros, bibliote-cas o vajillas de plata.

»Ayer por la mañana, me encontraba en midespacho del banco cuando uno de los empleadosme trajo una tarjeta. Di un respingo al leer el nom-bre, que era nada menos que... bueno, quizá seamejor que no diga más, ni siquiera a usted... Bastecon decir que se trata de un nombre conocido entodo el mundo... uno de los nombres más importan-tes, más nobles, más ilustres de Inglaterra. Me sentíabrumado por el honor e intenté decírselo cuandoentró, pero él fue directamente al grano del negocio,con el aire de quien quiere despachar cuanto antesuna tarea desagradable.

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»- Señor Holder - dijo- , se me ha informadode que presta usted dinero.

»- La firma lo hace cuando la garantía esbuena - respondí yo.

»- Me es absolutamente imprescindible - di-jo él- disponer al momento de cincuenta mil libras.Por supuesto, podría obtener una suma diez vecessuperior a esa insignificancia pidiendo prestado amis amigos, pero prefiero llevarlo como una opera-ción comercial y ocuparme del asunto personalmen-te. Como comprenderá usted, en mi posición noconviene contraer ciertas obligaciones.

»- ¿Puedo preguntar durante cuánto tiemponecesitará usted esa suma? - pregunté.

»- El lunes que viene cobraré una cantidadimportante, y entonces podré, con toda seguridad,devolverle lo que usted me adelante, más los inter-eses que considere adecuados. Pero me resultaimprescindible disponer del dinero en el acto.

»- Tendría mucho gusto en prestárselo yomismo, de mi propio bolsillo y sin más trámites, perola cantidad excede un poco a mis posibilidades. Porotra parte, si lo hago en nombre de la firma, enton-ces, en consideración a mi socio, tendría que insistir

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en que, aun tratándose de usted, se tomaran todaslas garantías pertinentes.

»- Lo prefiero así, y con mucho - dijo él, al-zando una caja de tafilete negro que había dejadojunto a su silla- . Supongo que habrá oído hablar dela corona de berilos.

»- Una de las más preciadas posesionespúblicas del Imperio - respondí yo.

»- En efecto - abrió la caja y allí, embutidaen blando terciopelo de color carne, apareció lamagnífica joya que acababa de nombrar- . Sontreinta y nueve berilos enormes - dijo- , y el preciode la montura de oro es incalculable. La tasaciónmás baja fijará el precio de la corona en más deldoble de la suma que le pido. Estoy dispuesto adejársela como garantía.

»Tomé en las manos el precioso estuche ymiré con cierta perplejidad a mi ilustre cliente.

»- ¿Duda usted de su valor? - preguntó. »-En absoluto. Sólo dudo...

»- ... de que yo obre correctamente al dejar-la aquí. Puede usted estar tranquilo. Ni en sueñosse me ocurriría hacerlo si no estuviese absoluta-

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mente seguro de poder recuperarla en cuatro días.Es una mera formalidad. ¿Le parece suficiente ga-rantía?

»- Más que suficiente.

»- Se dará usted cuenta, señor Holder, deque con esto le doy una enorme prueba de la con-fianza que tengo en usted, basada en las referen-cias que me han dado. Confío en que no sólo serádiscreto y se abstendrá de todo comentario sobre elasunto, sino que además, y por encima de todo,cuidará de esta corona con toda clase de precau-ciones, porque no hace falta que le diga que seorganizaría un escándalo tremendo si sufriera elmenor daño. Cualquier desperfecto sería casi tangrave como perderla por completo, ya que no exis-ten en el mundo berilos como éstos, y sería imposi-ble reemplazarlos. No obstante, se la dejo con ab-soluta confianza, y vendré a recuperarla personal-mente el lunes por la mañana.

»Viendo que mi cliente estaba deseoso demarcharse, no dije nada más; llamé al cajero y le diorden de que pagara cincuenta mil libras en billetes.Sin embargo, cuando me quedé solo con el precio-so estuche encima de la mesa, delante de mí, nopude evitar pensar con cierta inquietud en la inmen-

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sa responsabilidad que había contraído. No cabíaduda de que, por tratarse de una propiedad de lanación, el escándalo sería terrible si le ocurrieraalguna desgracia. Empecé a lamentar el haberaceptado quedarme con ella, pero ya era demasia-do tarde para cambiar las cosas, así que la guardéen mi caja de seguridad privada, y volví a mi traba-jo.

»Al llegar la noche, me pareció que seríauna imprudencia dejar un objeto tan valioso en eldespacho. No sería la primera vez que se fuerza lacaja de un banquero. ¿Por qué no habría de pasarlea la mía? Así pues, decidí que durante los días si-guientes llevaría siempre la corona conmigo, paraque nunca estuviera fuera de mi alcance. Con estaintención, llamé a un coche y me hice conducir a micasa de Streatham, llevándome la joya. No respirétranquilo hasta que la hube subido al piso de arribay guardado bajo llave en el escritorio de mi gabine-te.

»Y ahora, unas palabras acerca del perso-nal de mi casa, señor Holmes, porque quiero quecomprenda perfectamente la situación. Mi mayor-domo y mi lacayo duermen fuera de casa, y se lespuede descartar por completo. Tengo tres donce-

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llas, que llevan bastantes años conmigo, y cuyahonradez está por encima de toda sospecha. Unacuarta doncella, Lucy Parr, lleva sólo unos meses ami servicio. Sin embargo, traía excelentes referen-cias y siempre ha cumplido a la perfección. Es unamuchacha muy bonita, y de vez en cuando atrae aadmiradores que rondan por la casa. Es el únicoinconveniente que le hemos encontrado, pero por lodemás consideramos que es una chica excelente entodos los aspectos.

»Eso en cuanto al servicio. Mi familia es tanpequeña que no tardaré mucho en describirla. Soyviudo y tengo un solo hijo, Arthur, que ha sido unadecepción para mí, señor Holmes, una terrible de-cepción. Sin duda, toda la culpa es mía. Todos di-cen que le he mimado demasiado, y es muy proba-ble que así sea. Cuando falleció mi querida esposa,todo mi amor se centró en él. No podía soportar quela sonrisa se borrara de su rostro ni por un instante.Jamás le negué ningún capricho. Tal vez habríasido mejor para los dos que yo me hubiera mostra-do más severo, pero lo hice con la mejor intención.

»Naturalmente, yo tenía la intención de queél me sucediera en el negocio, pero no tenía made-ra de financiero. Era alocado, indisciplinado y, para

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ser sincero, no se le podían confiar sumas importan-tes de dinero. Cuando era joven se hizo miembro deun club aristocrático, y allí, gracias a su caráctersimpático, no tardó en hacer amistades con gentede bolsa bien repleta y costumbres caras. Se afi-cionó a jugar a las cartas y apostar en las carreras,y continuamente acudía a mí, suplicando que lediese un adelanto de su asignación para poder sal-dar sus deudas de honor. Más de una vez intentóromper con aquellas peligrosas compañías, pero lainfluencia de su amigo sir George Burnwell le hizovolver en todas las ocasiones.

»A decir verdad, a mí no me extrañaba queun hombre como sir George Burnwell tuviera tantainfluencia sobre él, porque lo trajo muchas veces acasa e incluso a mí me resultaba difícil resistirme ala fascinación de su trato. Es mayor que Arthur, unhombre de mundo de pies a cabeza, que ha estadoen todas partes y lo ha visto todo, conversador bri-llante y con un gran atractivo personal. Sin embar-go, cuando pienso en él fríamente, lejos del encantode su presencia, estoy convencido, por su maneracínica de hablar y por la mirada que he advertido ensus ojos, de que no se puede confiar en él. Eso eslo que pienso, y así piensa también mi pequeña

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Mary, que posee una gran intuición femenina parala cuestión del carácter.

»Y ya sólo queda ella por describir. Mary esmi sobrina; pero cuando falleció mi hermano hacecinco años, dejándola sola, yo la adopté y desdeentonces la he considerado como una hija. Es el solde la casa..., dulce, cariñosa, guapísima, excelenteadministradora y ama de casa, y al mismo tiempotan tierna, discreta y gentil como puede ser unamujer. Es mi mano derecha. No sé lo que haría sinella. Sólo en una cosa se ha opuesto a mis deseos.Mi hijo le ha pedido dos veces que se case con él,porque la ama apasionadamente, pero ella le harechazado las dos veces. Creo que si alguien puedevolverlo al buen camino es ella; y ese matrimoniopodría haber cambiado por completo la vida de mihijo. Pero, ¡ay!, ya es demasiado tarde. ¡Demasiadotarde, sin remedio!

»Y ahora que ya conoce usted a la genteque vive bajo mi techo, señor Holmes, proseguirécon mi doloroso relato. »Aquella noche, después decenar, mientras tomábamos café en la sala de estar,les conté a Arthur y Mary lo sucedido y les hablé delprecioso tesoro que teníamos en casa, omitiendoúnicamente el nombre de mi cliente. Estoy seguro

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de que Lucy Parr, que nos había servido el café,había salido ya de la habitación; pero no puedoasegurar que la puerta estuviera cerrada. Mary yArthur se mostraron muy interesados y quisieron verla famosa corona, pero a mí me pareció mejor dejar-la en paz.

»- ¿Dónde la has guardado? - preguntó Art-hur.

»- En mi escritorio.

»- Bueno, Dios quiera que no entren ladro-nes en casa esta noche - dijo.

»- Está cerrado con llave - indiqué.

- Bah, ese escritorio se abre con cualquierllave vieja. Cuando era pequeño, yo la abría con lallave del armario del trastero.

»Ésa era su manera normal de hablar, asíque no presté mucha atención a lo que decía. Sinembargo, aquella noche me siguió a mi habitacióncon una expresión muy seria.

»- Escucha, papá - dijo con una mirada ba-ja- . ¿Puedes dejarme doscientas libras?

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»- ¡No, no puedo! - respondí irritado- . ¡Yahe sido demasiado generoso contigo en cuestionesde dinero!

»- Has sido muy amable - dijo él- , pero ne-cesito ese dinero, o jamás podré volver a asomar lacara por el club.

»- ¡Pues me parece estupendo! - exclaméyo.

»- Sí, papá, pero no querrás que quededeshonrado - dijo- . No podría soportar la deshonra.Tengo que reunir ese dinero como sea, y si tú nome lo das, tendré que recurrir a otros medios.

»Yo me sentía indignado, porque era la ter-cera vez que me pedía dinero en un mes.

»- ¡No recibirás de mí ni medio penique! -grité, y él me hizo una reverencia y salió de mi cuar-to sin decir una palabra más.

»Después de que se fuera, abrí mi escrito-rio, comprobé que el tesoro seguía a salvo y lo volvía cerrar con llave. Luego hice una ronda por la casapara verificar que todo estaba seguro. Es una tareaque suelo delegar en Mary, pero aquella noche mepareció mejor realizarla yo mismo. Al bajar las esca-

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leras encontré a Mary junto a la ventana del vestíbu-lo, que cerró y aseguró al acercarme yo.

»- Dime, papá - dijo algo preocupada, o asíme lo pareció- . ¿Le has dado permiso a Lucy, ladoncella, para salir esta noche?

»- Desde luego que no.

»- Acaba de entrar por la puerta de atrás.Estoy segura de que sólo ha ido hasta la puertalateral para ver a alguien, pero no me parece nadaprudente y habría que prohibírselo.

»- Tendrás que hablar con ella por la maña-na. O, si lo prefieres, le hablaré yo. ¿Estás segurade que todo está cerrado?

»- Segurísima, papá.

»- Entonces, buenas noches - le di un besoy volví a mi habitación, donde no tardé en dormirme.

»Señor Holmes, estoy esforzándome porcontarle todo lo que pueda tener alguna relacióncon el caso, pero le ruego que no vacile en pregun-tar si hay algún detalle que no queda claro.

- Al contrario, su exposición está siendo ex-traordinariamente lúcida.

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- Llego ahora a una parte de mi historia quequiero que lo sea especialmente. Yo no tengo elsueño pesado y, sin duda, la ansiedad que sentíahizo que aquella noche fuera aún más ligero que decostumbre. A eso de las dos de la mañana, medespertó un ruido en la casa. Cuando me despertédel todo ya no se oía, pero me había dado la impre-sión de una ventana que se cerrara con cuidado.Escuché con toda mi alma. De pronto, con granespanto por mi parte, oí el sonido inconfundible deunos pasos sigilosos en la habitación de al lado. Medeslicé fuera de la cama, temblando de miedo, ymiré por la esquina de la puerta del gabinete.

»- ¡Arthur! - grité- . ¡Miserable ladrón!¿Cómo te atreves a tocar esa corona?

»La luz de gas estaba a media potencia,como yo la había dejado, y mi desdichado hijo, ves-tido sólo con camisa y pantalones, estaba de piejunto a la luz, con la corona en las manos. Parecíaestar torciéndola o aplastándola con todas sus fuer-zas. Al oír mi grito la dejó caer y se puso tan pálidocomo un muerto. La recogí y la examiné. Le faltabauno de los extremos de oro, con tres de los berilos.

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»- ¡Canalla! - grité, enloquecido de rabia- .¡La has roto! ¡Me has deshonrado para siempre!¿Dónde están las joyas que has robado?

»- ¡Robado! - exclamó.

»- ¡Sí, ladrón! - rugí yo, sacudiéndolo por loshombros.

»- No falta ninguna. No puede faltar ningu-na.

»- ¡Faltan tres! ¡Y tú sabes qué ha sido deellas! ¿Tengo que llamarte mentiroso, además deladrón? ¿Acaso no te acabo de ver intentandoarrancar otro trozo?

»- Ya he recibido suficientes insultos - dijoél- . No pienso aguantarlo más. Puesto que prefie-res insultarme, no diré una palabra más del asunto.Me iré de tu casa por la mañana y me abriré caminopor mis propios medios.

»- ¡Saldrás de casa en manos de la policía!- grité yo, medio loco de dolor y de ira- . ¡Haré queel asunto se investigue a fondo!

»- Pues por mi parte no averiguarás nada -dijo él, con una pasión de la que no le habría creído

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capaz- . Si decides llamar a la policía, que averi-güen ellos lo que puedan.

»Para entonces, toda la casa estaba alboro-tada, porque yo, llevado por la cólera, había alzadomucho la voz. Mary fue la primera en entrar corrien-do en la habitación y, al ver la corona y la cara deArthur, comprendió todo lo sucedido y, dando ungrito, cayó sin sentido al suelo. Hice que la doncellaavisara a la policía y puse inmediatamente la inves-tigación en sus manos. Cuando el inspector y unagente de uniforme entraron en la casa, Arthur, quehabía permanecido todo el tiempo taciturno y conlos brazos cruzados, me preguntó si tenía la inten-ción de acusarle de robo. Le respondí que habíadejado de ser un asunto privado para convertirse enpúblico, puesto que la corona destrozada era pro-piedad de la nación. Yo estaba decidido a que la leyse cumpliera hasta el final.

»- Al menos - dijo- , no me hagas detenerahora mismo. Te conviene tanto como a mí dejarmesalir de casa cinco minutos.

»- Sí, para que puedas escaparte, o tal vezpara poder esconder lo que has robado - respondíyo.

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»Y a continuación, dándome cuenta de laterrible situación en la que se encontraba, le imploréque recordara que no sólo estaba en juego mihonor, sino también el de alguien mucho más impor-tante que yo; y que su conducta podía provocar unescándalo capaz de conmocionar a la nación ente-ra. Podía evitar todo aquello con sólo decirme quéhabía hecho con las tres piedras que faltaban.

»- Más vale que afrontes la situación - le di-je- . Te han cogido con las manos en la masa, yconfesar no agravará tu culpa. Si procuras repararlaen la medida de lo posible, diciéndonos dónde estánlos berilos, todo quedará perdonado y olvidado.

»- Guárdate tu perdón para el que te lo pida- respondió, apartándose de mí con un gesto dedesprecio.

»Me di cuenta de que estaba demasiadomaleado como para que mis palabras le influyeran.Sólo podía hacer una cosa. Llamé al inspector y lopuse en sus manos. Se llevó a cabo un registroinmediato, no sólo de su persona, sino también desu habitación y de todo rincón de la casa dondepudiera haber escondido las gemas. Pero no seencontró ni rastro de ellas, y el miserable de mi hijose negó a abrir la boca, a pesar de todas nuestras

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súplicas y amenazas. Esta mañana lo han encerra-do en una celda, y yo, tras pasar por todas las for-malidades de la policía, he venido corriendo a verlea usted, para rogarle que aplique su talento a laresolución del misterio. La policía ha confesado sinreparos que por ahora no sabe qué hacer. Puedeusted incurrir en los gastos que le parezcan necesa-rios. Ya he recibido una recompensa de mil libras.¡Dios mío! ¿Qué voy a hacer? He perdido mi honor,mis joyas y mi hijo en una sola noche. ¡Oh, quépuedo hacer!

Se llevó las manos ala cabeza y empezó aoscilar de delante a atrás, parloteando consigomismo, como un niño que no encuentra palabraspara expresar su dolor.

Sherlock Holmes permaneció callado unosminutos, con el ceño fruncido y los ojos clavados enel fuego de la chimenea.

- ¿Recibe usted muchas visitas? - preguntópor fin.

- Ninguna, exceptuando a mi socio con sufamilia y, de vez en cuando, algún amigo de Arthur.Sir George Burnwell ha estado varias veces en casaúltimamente. Y me parece que nadie más.

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- ¿Sale usted mucho?

- Arthur sale. Mary y yo nos quedamos encasa. A ninguno de los dos nos gustan las reunio-nes sociales.

- Eso es poco corriente en una joven.

- Es una chica muy tranquila. Además, yano es tan joven. Tiene ya veinticuatro años.

- Por lo que usted ha dicho, este suceso laha afectado mucho.

- ¡De un modo terrible! ¡Está más afectadaaun que yo!

- ¿Ninguno de ustedes dos duda de la cul-pabilidad de su hijo?

- ¿Cómo podríamos dudar, si yo mismo le vicon mis propios ojos con la corona en la mano?

- Eso no puede considerarse una pruebaconcluyente. ¿Estaba estropeado también el restode la corona?

- Sí, estaba toda retorcida.

- ¿Y no cree usted que es posible que estu-viera intentando enderezarla?

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- ¡Dios le bendiga! Está usted haciendo todolo que puede por él y por mí. Pero es una tareadesmesurada. Al fin y al cabo, ¿qué estaba hacien-do allí? Y si sus intenciones eran honradas, ¿porqué no lo dijo?

- Exactamente. Y si era culpable, ¿por quéno inventó una mentira? Su silencio me parece unarma de dos filos. El caso presenta varios detallesmuy curiosos. ¿Qué opinó la policía del ruido que ledespertó a usted?

- Opinan que pudo haberlo provocado Art-hur al cerrar la puerta de su alcoba.

- ¡Bonita explicación! Como si un hombreque se propone cometer un robo fuera dando porta-zos para despertar a toda la casa. ¿Y qué han dichode la desaparición de las piedras?

- Todavía están sondeando las tablas delsuelo y agujereando muebles con la esperanza deencontrarlas.

- ¿No se les ha ocurrido buscar fuera de lacasa?

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- Oh, sí, se han mostrado extraordinaria-mente diligentes. Han examinado el jardín pulgadaa pulgada.

- Dígame, querido señor - dijo Holmes- ,¿no le empieza a parecer evidente que este asuntotiene mucha más miga que la que usted o la policíapensaron en un principio? A usted le parecía uncaso muy sencillo; a mí me parece enormementecomplicado. Considere usted todo lo que implica suteoría: usted supone que su hijo se levantó de lacama, se arriesgó a ir a su gabinete, forzó el escrito-rio, sacó la corona, rompió un trocito de la misma,se fue a algún otro sitio donde escondió tres de lastreinta y nueve gemas, tan hábilmente que nadie hasido capaz de encontrarlas, y luego regresó con lastreinta y seis restantes al gabinete, donde se expon-ía con toda seguridad a ser descubierto. Ahora yo lepregunto: ¿se sostiene en pie esa teoría?

- Pero ¿qué otra puede haber? - exclamó elbanquero con un gesto de desesperación- . Si susmotivos eran honrados, ¿por qué no los explica?

- En averiguarlo consiste nuestra tarea - re-plicó Holmes- . Así pues, señor Holder, si le parecebien iremos a Streatham juntos y dedicaremos unahora a examinar más de cerca los detalles.

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Mi amigo insistió en que yo los acompañaraen la expedición, a lo cual accedí de buena gana,pues la historia que acababa de escuchar habíadespertado mi curiosidad y mi simpatía. Confiesoque la culpabilidad del hijo del banquero me parecíatan evidente como se lo parecía a su infeliz padre,pero aun así, era tal la fe que tenía en el buen crite-rio de Holmes que me parecía que, mientras él nose mostrara satisfecho con la explicación oficial, aúnexistía base para concebir esperanzas. Durantetodo el trayecto al suburbio del sur, Holmes apenaspronunció palabra, y permaneció todo el tiempo conla barbilla sobre el pecho, sumido en profundasreflexiones. Nuestro cliente parecía haber cobradonuevos ánimos con el leve destello de esperanzaque se le había ofrecido, e incluso se enfrascó enuna inconexa charla conmigo acerca de sus asuntoscomerciales. Un rápido trayecto en ferrocarril y unacorta caminata nos llevaron a Fairbank, la modestaresidencia del gran financiero.

Fairbank era una mansión cuadrada debuen tamaño, construida en piedra blanca y un pocoretirada de la carretera. Atravesando un céspedcubierto de nieve, un camino de dos pistas paracarruajes conducía a las dos grandes puertas dehierro que cerraban la entrada. A la derecha había

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un bosquecillo del que salía un estrecho senderocon dos setos bien cuidados a los lados, que lleva-ba desde la carretera hasta la puerta de la cocina, yservía como entrada de servicio. A la izquierda salíaun sendero que conducía a los establos, y que noformaba parte de la finca, sino que se trataba de uncamino público, aunque poco transitado. Holmesnos abandonó ante la puerta y empezó a caminarmuy despacio: dio la vuelta a la casa, volvió a laparte delantera, recorrió el sendero de los provee-dores y dio la vuelta al jardín por detrás, hasta llegaral sendero que llevaba a los establos. Tardó tantotiempo que el señor Holder y yo entramos al come-dor y esperamos junto a la chimenea a que regresa-ra. Allí nos encontrábamos, sentados en silencio,cuando se abrió una puerta y entró una joven. Erade estatura bastante superiora la media, delgada,con el cabello y los ojos oscuros, que parecían aúnmás oscuros por el contraste con la absoluta palidezde su piel. No creo haber visto nunca una palideztan mortal en el rostro de una mujer. También suslabios parecían desprovistos de sangre, pero susojos estaban enrojecidos de tanto llorar. Al avanzaren silencio por la habitación, daba una sensación desufrimiento que me impresionó mucho más que ladescripción que había hecho el banquero por la

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mañana, y que resultaba especialmente sorpren-dente en ella, porque se veía claramente que erauna mujer de carácter fuerte, con inmensa capaci-dad para dominarse. Sin hacer caso de mi presen-cia, se dirigió directamente a su tío y le pasó la ma-no por la cabeza, en una dulce caricia femenina.

- Habrás dado orden de que dejen libre aArthur, ¿verdad, papá? - preguntó.

- No, hija mía, no. El asunto debe investi-garse a fondo.

- Pero estoy segura de que es inocente. Yasabes cómo es la intuición femenina. Sé que no hahecho nada malo.

- ¿Y por qué calla, si es inocente?

- ¿Quién sabe? Tal vez porque le indignóque sospecharas de él.

- ¿Cómo no iba a sospechar, si yo mismo levi con la corona en las manos?

- ¡Pero si sólo la había cogido para mirarla!¡Oh, papá, créeme, por favor, es inocente! Da porterminado el asunto y no digas más. ¡Es tan terriblepensar que nuestro querido Arthur está en la cárcel!

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- No daré por terminado el asunto hasta queaparezcan las piedras. ¡No lo haré, Mary! Tu cariñopor Arthur te ciega, y no te deja ver las terriblesconsecuencias que esto tendrá para mí. Lejos desilenciar el asunto, he traído de Londres a un caba-llero para que lo investigue más a fondo.

- ¿Este caballero? - preguntó ella, dándosela vuelta para mirarme.

- No, su amigo. Ha querido que le dejára-mos solo. Ahora anda por el sendero del establo.

- ¿El sendero del establo? - la muchachaenarcó las cejas- . ¿Qué espera encontrar ahí? Ah,supongo que es este señor. Confío, caballero, enque logre usted demostrar lo que tengo por seguroque es la verdad: que mi primo Arthur es inocentede este robo.

- Comparto plenamente su opinión, señorita,y, lo mismo que usted, yo también confío en quelograremos demostrarlo - respondió Holmes, retro-cediendo hasta el felpudo para quitarse la nieve delos zapatos- . Creo que tengo el honor de dirigirmea la señorita Mary Holder. ¿Puedo hacerle una odos preguntas?

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- Por favor, hágalas, si con ello ayudamos aaclarar este horrible embrollo.

- ¿No oyó usted nada anoche?

- Nada, hasta que mi tío empezó a hablar agritos. Al oír eso, acudí corriendo.

- Usted se encargó de cerrar las puertas yventanas. ¿Aseguró todas las ventanas?

- Sí.

- ¿Seguían bien cerradas esta mañana?

- Sí.

- ¿Una de sus doncellas tiene novio? Creoque usted le comentó a su tío que anoche habíasalido para verse con él. - Sí, y es la misma chicaque sirvió en la sala de estar, y pudo oír los comen-tarios de mi tío acerca de la corona.

- Ya veo. Usted supone que ella salió paracontárselo a su novio, y que entre los dos planearonel robo.

- ¿Pero de qué sirven todas esas vagas te-orías? - exclamó el banquero con impaciencia- .¿No le he dicho que vi a Arthur con la corona en lasmanos?

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- Aguarde un momento, señor Holder. Yallegaremos a eso. Volvamos a esa muchacha, seño-rita Holder. Me imagino que la vio usted volver porla puerta de la cocina.

- Sí; cuando fui a ver si la puerta estaba ce-rrada, me tropecé con ella que entraba. También vial hombre en la oscuridad.

- ¿Le conoce usted?

- Oh, sí; es el verdulero que nos trae lasverduras. Se llama Francis Prosper.

- ¿Estaba a la izquierda de la puerta... esdecir, en el sendero y un poco alejado de la puerta?

- En efecto.

- ¿Y tiene una pata de palo?

Algo parecido al miedo asomó en los negrosy expresivos ojos de la muchacha.

- Caramba, ni que fuera usted un mago - di-jo- . ¿Cómo sabe eso?

La muchacha sonreía, pero en el rostro en-juto y preocupado de Holmes no apareció sonrisaalguna.

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- Ahora me gustaría mucho subir al piso dearriba - dijo- . Probablemente tendré que volver aexaminar la casa por fuera. Quizá sea mejor que,antes de subir, eche un vistazo a las ventanas deabajo.

Caminó rápidamente de una ventana a otra,deteniéndose sólo en la más grande, que se abríaen el vestíbulo y daba al sendero de los establos. Laabrió y examinó atentamente el alféizar con su po-tente lupa.

- Ahora vamos arriba - dijo por fin.

El gabinete del banquero era un cuartitoamueblado con sencillez, con una alfombra gris, ungran escritorio y un espejo alargado. Holmes sedirigió en primer lugar al escritorio y examinó lacerradura.

- ¿Qué llave se utilizó para abrirlo? - pre-guntó.

- La misma que dijo mi hijo: la del armariodel trastero.

- ¿La tiene usted aquí?

- Es esa que hay encima de la mesita.

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Sherlock Holmes cogió la llave y abrió elescritorio.

- Es un cierre silencioso - dijo- . No me ex-traña que no le despertara. Supongo que éste es elestuche de la corona. Tendremos que echarle unvistazo.

Abrió la caja, sacó la diadema y la colocósobre la mesa. Era un magnífico ejemplar del artede la joyería, y sus treinta y seis piedras eran lasmás hermosas que yo había visto. Uno de sus ladostenía el borde torcido y roto, y le faltaba una esquinacon tres piedras.

- Ahora, señor Holder - dijo Holmes- , aquítiene la esquina simétrica a la que se ha perdido tanlamentablemente. Haga usted el favor de arrancar-la.

El banquero retrocedió horrorizado.

- Ni en sueños me atrevería a intentarlo - di-jo.

- Entonces, lo haré yo - con un gesto repen-tino, Holmes tiró de la esquina con todas sus fuer-zas, pero sin resultado- . Creo que la siento cederun poco - dijo- , pero, aunque tengo una fuerza ex-

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traordinaria en los dedos, tardaría muchísimo tiem-po en romperla. Un hombre de fuerza normal seríaincapaz de hacerlo. ¿Y qué cree usted que suceder-ía si la rompiera, señor Holder? Sonaría como unpistoletazo. ¿Quiere usted hacerme creer que todoesto sucedió a pocos metros de su cama, y queusted no oyó nada?

- No sé qué pensar. Me siento a oscuras.

- Puede que se vaya iluminando a medidaque avanzamos. ¿Qué piensa usted, señorita Hol-der?

- Confieso que sigo compartiendo la perple-jidad de mi tío.

- Cuando vio usted a su hijo, ¿llevaba éstepuestos zapatos o zapatillas?

- No llevaba más que los pantalones y lacamisa.

- Gracias. No cabe duda de que hemos te-nido una suerte extraordinaria en esta investigación,y si no logramos aclarar el asunto será exclusiva-mente por culpa nuestra. Con su permiso, señorHolder, ahora continuaré mis investigaciones en elexterior.

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Insistió en salir solo, explicando que todapisada innecesaria haría más difícil su tarea. Estuvoocupado durante más de una hora, y cuando por finregresó traía los pies cargados de nieve y la expre-sión tan inescrutable como siempre.

- Creo que ya he visto todo lo que había quever, señor Holder - dijo- . Le resultaré más útil siregreso a mis habitaciones.

- Pero las piedras, señor Holmes, ¿dóndeestán?

- No puedo decírselo.

El banquero se retorció las manos.

- ¡No las volveré a ver! - gimió- . ¿Y mi hijo?¿Me da usted esperanzas?

- Mi opinión no se ha alterado en nada.

- Entonces, por amor de Dios, ¿qué sinies-tro manejo ha tenido lugar en mi casa esta noche?

- Si se pasa usted por mi domicilio de BakerStreet mañana por la mañana, entre las nueve y lasdiez, tendré mucho gusto en hacer lo posible poraclararlo. Doy por supuesto que me concede ustedcarta blanca para actuar en su nombre, con tal de

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que recupere las gemas, sin poner limites a los gas-tos que yo le haga pagar.

- Daría toda mi fortuna por recuperarlas.

- Muy bien. Seguiré estudiando el asuntomientras tanto. Adiós. Es posible que tenga quevolver aquí antes de que anochezca.

Para mí, era evidente que mi compañero sehabía formado ya una opinión sobre el caso, aun-que ni remotamente conseguía imaginar a qué con-clusiones habría llegado. Durante nuestro viaje deregreso a casa, intenté varias veces sondearle alrespecto, pero él siempre desvió la conversaciónhacia otros temas, hasta que por fin me di por ven-cido. Todavía no eran las tres cuando llegamos devuelta a nuestras habitaciones. Holmes se metiócorriendo en la suya y salió a los pocos minutos,vestido como un vulgar holgazán. Con una chaque-ta astrosa y llena de brillos, el cuello levantado,corbata roja y botas muy gastadas, era un ejemplarperfecto de la especie.

- Creo que esto servirá - dijo mirándose enel espejo que había sobre la chimenea- . Me gustar-ía que viniera usted conmigo, Watson, pero metemo que no puede ser. Puede que esté sobre la

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buena pista, y puede que esté siguiendo un fuegofatuo, pero pronto saldremos de dudas. Espero vol-ver en pocas horas.

Cortó una rodaja de carne de una pieza quehabía sobre el aparador, la metió entre dos rebana-das de pan y, guardándose la improvisada comidaen el bolsillo, emprendió su expedición.

Yo estaba terminando de tomar el té cuandoregresó; se notaba que venía de un humor excelen-te, y traía en la mano una vieja bota de elástico. Latiró a un rincón y se sirvió una taza de té.

- Sólo vengo de pasada - dijo- . Tengo quemarcharme en seguida.

- ¿Adónde?

- Oh, al otro lado del West End. Puede quetarde algo en volver. No me espere si se hace muytarde.

- ¿Qué tal le ha ido hasta ahora?

- Así, así. No tengo motivos de queja. Hevuelto a estar en Streatham, pero no llamé a la ca-sa. Es un problema precioso, y no me lo habríaperdido por nada del mundo. Pero no puedo que-darme aquí chismorreando; tengo que quitarme

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estas deplorables ropas y recuperar mi respetablepersonalidad.

Por su manera de comportarse, se notabaque tenía más motivos de satisfacción que lo quedaban a entender sus meras palabras. Le brillabanlos ojos e incluso tenía un toque de color en suspálidas mejillas. Subió corriendo al piso de arriba, ya los pocos minutos oí un portazo en el vestíbuloque me indicó que había reemprendido su apasio-nante cacería.

Esperé hasta la medianoche, pero como nodaba señales de regresar me retiré a mi habitación.No era nada raro que, cuando seguía una pista,estuviera ausente durante días enteros, así que sutardanza no me extrañó. No sé a qué hora llegó,pero cuando bajé a desayunar, allí estaba Holmescon una taza de café en una mano y el periódico enla otra, tan flamante y acicalado como el que más.

- Perdone que haya empezado a desayunarsin usted, Watson - dijo- , pero ya recordará queestamos citados con nuestro cliente a primera hora.

- Pues son ya más de las nueve - respondí-. No me extrañaría que el que llega fuera él. Me haparecido oír la campanilla.

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Era, en efecto, nuestro amigo el financiero.Me impresionó el cambio que había experimentado,pues su rostro, normalmente amplio y macizo, seveía ahora deshinchado y fláccido, y sus cabellosparecían un poco más blancos. Entró con un airefatigado y letárgico, que resultaba aún más penosoque la violenta entrada del día anterior, y se dejócaer pesadamente en la butaca que acerqué paraél.

- No sé qué habré hecho para merecer estecastigo - dijo- . Hace tan sólo dos días, yo era unhombre feliz y próspero, sin una sola preocupaciónen el mundo. Ahora me espera una vejez solitaria ydeshonrosa. Las desgracias vienen una tras otra. Misobrina Mary me ha abandonado.

- ¿Que le ha abandonado?

- Sí. Esta mañana vimos que no había dor-mido en su cama; su habitación estaba vacía, y enla mesita del vestíbulo había una nota para mí.Anoche, movido por la pena y no en tono de enfado,le dije que si se hubiera casado con mi hijo, éste nose habría descarriado. Posiblemente fue una insen-satez decir tal cosa. En la nota que me dejó hacealusión a este comentario mío: «Queridísimo tío: Medoy cuenta de que yo he sido la causa de que su-

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fras este disgusto y de que, si hubiera obrado dediferente manera, esta terrible desgracia podría nohaber ocurrido. Con este pensamiento en la cabeza,ya no podré ser feliz viviendo bajo tu techo, y consi-dero que debo dejarte para siempre. No te preocu-pes por mi futuro, que eso ya está arreglado. Y,sobre todo, no me busques, pues sería tarea inútil yno me favorecería en nada. En la vida o en la muer-te, te quiere siempre MARY». ¿Qué quiere deciresta nota, señor Holmes? ¿Cree usted que se pro-pone suicidarse?

- No, no, nada de eso. Quizá sea ésta lamejor solución. Me parece, señor Holder, que susdificultades están a punto de terminar.

- ¿Cómo puede decir eso? ¡Señor Holmes!¡Usted ha averiguado algo, usted sabe algo!¿Dónde están las piedras?

- ¿Le parecería excesivo pagar mil libraspor cada una?

- Pagaría diez mil.

- No será necesario. Con tres mil bastará. Ysupongo que habrá que añadir una pequeña re-compensa. ¿Ha traído usted su talonario? Aquí

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tiene una pluma. Lo mejor será que extienda uncheque por cuatro mil libras.

Con expresión atónita, el banquero extendióel cheque solicitado. Holmes se acercó a su escrito-rio, sacó un trozo triangular de oro con tres piedraspreciosas, y lo arrojó sobre la mesa.

Nuestro cliente se apoderó de él con un ala-rido de júbilo.

- ¡Lo tiene! - jadeó- . ¡Estoy salvado! ¡Estoysalvado!

La reacción de alegría era tan apasionadacomo lo había sido su desconsuelo anterior, y apre-taba contra el pecho las gemas recuperadas.

- Todavía debe usted algo, señor Holder -dijo Sherlock Holmes en tono más bien severo.

- ¿Qué debo? - cogió la pluma- . Diga lacantidad y la pagaré.

- No, su deuda no es conmigo. Le debe us-ted las más humildes disculpas a ese noble mucha-cho, su hijo, que se ha comportado en todo esteasunto de un modo que a mí me enorgullecería enmi propio hijo, si es que alguna vez llego a teneruno.

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- Entonces, ¿no fue Arthur quien las robó?

- Se lo dije ayer y se lo repito hoy: no fue él.

- ¡Con qué seguridad lo dice! En tal caso,¡vayamos ahora mismo a decirle que ya se ha des-cubierto la verdad!

- Él ya lo sabe. Después de haberlo resueltotodo, tuve una entrevista con él y, al comprobar queno estaba dispuesto a explicarme lo sucedido, se loexpliqué yo a él, ante lo cual no tuvo más remedioque reconocer que yo tenía razón, y añadir los po-quísimos detalles que yo aún no veía muy claros.Sin embargo, cuando le vea a usted esta mañanaquizá rompa su silencio.

- ¡Por amor del cielo, explíqueme todo esteextraordinario misterio!

- Voy a hacerlo, explicándole además lospasos por los que llegué a la solución. Y permítameempezar por lo que a mí me resulta más duro decir-le y a usted le resultará más duro escuchar: sir Ge-orge Burnwell y su sobrina Mary se entendían, y sehan fugado juntos.

- ¿Mi Mary? ¡Imposible!

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- Por desgracia, es más que posible; es se-guro. Ni usted ni su hijo conocían la verdadera per-sonalidad de este hombre cuando lo admitieron ensu círculo familiar. Es uno de los hombres más peli-grosos de Inglaterra... un jugador arruinado, uncanalla sin ningún escrúpulo, un hombre sin co-razón ni conciencia. Su sobrina no sabía nada sobreesta clase de hombres. Cuando él le susurró al oídosus promesas de amor, como había hecho conotras cien antes que con ella, ella se sintió halaga-da, pensando que había sido la única en llegar a sucorazón. El diablo sabe lo que le diría, pero acabóconvirtiéndola en su instrumento, y se veían casitodas las noches.

- ¡No puedo creerlo, y me niego a creerlo! -exclamó el banquero con el rostro ceniciento.

- Entonces, le explicaré lo que sucedió ensu casa aquella noche. Cuando pensó que usted sehabía retirado a dormir, su sobrina bajó a hurtadillasy habló con su amante a través de la ventana queda al sendero de los establos. El hombre estuvo allítanto tiempo que dejó pisadas que atravesaban todala capa de nieve. Ella le habló de la corona. Su ma-ligno afán de oro se encendió al oír la noticia, ysometió a la muchacha a su voluntad. Estoy seguro

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de que ella le quería a usted, pero hay mujeres enlas que el amor de un amante apaga todos los de-más amores, y me parece que su sobrina es de estaclase. Apenas había acabado de oír las órdenes desir George, vio que usted bajaba por las escaleras,y cerró apresuradamente la ventana; a continua-ción, le habló de la escapada de una de las donce-llas con su novio el de la pata de palo, que era ab-solutamente cierta.

»En cuanto a su hijo Arthur, se fue a la ca-ma después de hablar con usted, pero no pudodormir a causa de la inquietud que le producía sudeuda en el club. A mitad de la noche, oyó unospasos furtivos junto a su puerta; se levantó a aso-marse y quedó muy sorprendido al ver a su primaavanzando con gran sigilo por el pasillo, hasta des-aparecer en el gabinete. Petrificado de asombro, elmuchacho se puso encima algunas ropas y aguardóen la oscuridad para ver dónde iba a parar aquelextraño asunto. Al poco rato, ella salió de la habita-ción y, a la luz de la lámpara del pasillo, su hijo vioque llevaba en las manos la preciosa corona. Lamuchacha bajó a la planta baja, y su hijo, temblandode horror, corrió a esconderse detrás de la cortinaque hay junto a la puerta de la habitación de usted,desde donde podía ver lo que ocurría en el vestíbu-

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lo. Así vio cómo ella abría sin hacer ruido la venta-na, le entregaba la corona a alguien que aguardabaen la oscuridad y, tras volver a cerrar la ventana,regresaba a toda prisa a su habitación, pasandomuy cerca de donde él estaba escondido detrás dela cortina.

»Mientras ella estuvo a la vista, él no seatrevió a hacer nada, pues ello comprometería deun modo terrible a la mujer que amaba. Pero en elinstante en que ella desapareció, comprendió latremenda desgracia que aquello representaba parausted y se propuso remediarlo a toda costa. Descal-zo como estaba, echó a correr escaleras abajo,abrió la ventana, saltó a la nieve y corrió por el sen-dero, donde distinguió una figura oscura que sealejaba a la luz de la luna. Sir George Burnwell in-tentó escapar, pero Arthur le alcanzó y se entablóun forcejeo entre ellos, su hijo tirando de un lado dela corona y su oponente del otro. En la pelea, su hijogolpeó a sir George y le hizo una herida encima delojo. Entonces, se oyó un fuerte chasquido y su hijo,viendo que tenía la corona en las manos, corrió devuelta a la casa, cerró la ventana, subió al gabinetey allí advirtió que la corona se había torcido duranteel forcejeo. Estaba intentando enderezarla cuandousted apareció en escena.

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- ¿Es posible? - dijo el banquero, sin aliento.

- Entonces, usted le irritó con sus insultos,precisamente cuando él opinaba que merecía sumás encendida gratitud. No podía explicar la verdadde lo ocurrido sin delatar a una persona que, desdeluego, no merecía tanta consideración por su parte.A pesar de todo, adoptó la postura más caballerosay guardó el secreto para protegerla.

- ¡Y por eso ella dio un grito y se desmayóal ver la corona! - exclamó el señor Holder-. ¡Oh,Dios mío! ¡Qué ciego y estúpido he sido! ¡Y él pi-diéndome que le dejara salir cinco minutos! ¡Lo quequería el pobre muchacho era ver si el trozo quefaltaba había quedado en el lugar de la lucha! ¡Dequé modo tan cruel le he malinterpretado!

- Cuando yo llegué a la casa - continuóHolmes- , lo primero que hice fue examinar atenta-mente los alrededores, por si había huellas en lanieve que pudieran ayudarme. Sabía que no habíanevado desde la noche anterior, y que la fuertehelada habría conservado las huellas. Miré el sen-dero de los proveedores, pero lo encontré todo piso-teado e indescifrable. Sin embargo, un poco másallá, al otro lado de la puerta de la cocina, habíaestado una mujer hablando con un hombre, una de

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cuyas pisadas indicaba que tenía una pata de palo.Se notaba incluso que los habían interrumpido,porque la mujer había vuelto corriendo a la puerta,como demostraban las pisadas con la punta del piemuy marcada y el talón muy poco, mientras Patapa-lo se quedaba esperando un poco, para despuésmarcharse. Pensé que podía tratarse de la doncellade la que usted me había hablado y su novio, y unpar de preguntas me lo confirmaron. Inspeccioné eljardín sin encontrar nada más que pisadas sin rum-bo fijo, que debían ser de la policía; pero cuandollegué al sendero de los establos, encontré escritaen la nieve una larga y complicada historia.

»Había una doble línea de pisadas de unhombre con botas, y una segunda línea, tambiéndoble, que, como comprobé con satisfacción, co-rrespondían a un hombre con los pies descalzos.Por lo que usted me había contado, quedé conven-cido de que pertenecían a su hijo. El primer hombrehabía andado a la ida y a la venida, pero el segundohabía corrido a gran velocidad, y sus huellas, su-perpuestas a las de las botas, demostraban quecorría detrás del otro. Las seguí en una dirección ycomprobé que llegaban hasta la ventana del vestí-bulo, donde el de las botas había permanecido tantotiempo que dejó la nieve completamente pisada.

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Luego las seguí en la otra dirección, hasta unoscien metros sendero adelante. Allí, el de las botasse había dado la vuelta, y las huellas en la nieveparecían indicar que se había producido una pelea.Incluso habían caído unas gotas de sangre, queconfirmaban mi teoría. Después, el de las botashabía seguido corriendo por el sendero; una peque-ña mancha de sangre indicaba que era él el quehabía resultado herido. Su pista se perdía al llegar ala carretera, donde habían limpiado la nieve delpavimento.

»Sin embargo, al entrar en la casa, recor-dará usted que examiné con la lupa el alféizar y elmarco de la ventana del vestíbulo, y pude advertir alinstante que alguien había pasado por ella. Se no-taba la huella dejada por un pie mojado al entrar. Yapodía empezar a formarme una opinión de lo ocurri-do. Un hombre había aguardado fuera de la casajunto a la ventana. Alguien le había entregado lajoya; su hijo había sido testigo de la fechoría, habíasalido en persecución del ladrón, había luchado conél, los dos habían tirado de la corona y la combina-ción de sus esfuerzos provocó daños que ningunode ellos habría podido causar por sí solo. Su hijohabía regresado con la corona, pero dejando unfragmento en manos de su adversario. Hasta ahí,

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estaba claro. Ahora la cuestión era: ¿quién era elhombre de las botas y quién le entregó la corona?

»Una vieja máxima mía dice que, cuandohas eliminado lo imposible, lo que queda, por muyimprobable que parezca, tiene que ser la verdad.Ahora bien, yo sabía que no fue usted quien entrególa corona, así que sólo quedaban su sobrina y lasdoncellas. Pero si hubieran sido las doncellas, ¿porqué iba su hijo a permitir que lo acusaran a él en sulugar? No tenía ninguna razón posible. Sin embar-go, sabíamos que amaba a su prima, y allí teníamosuna excelente explicación de por qué guardabasilencio, sobre todo teniendo en cuenta que se tra-taba de un secreto deshonroso. Cuando recordéque usted la había visto junto a aquella misma ven-tana, y que se había desmayado al ver la corona,mis conjeturas se convirtieron en certidumbre.

»¿Y quién podía ser su cómplice? Eviden-temente, un amante, porque ¿quién otro podríahacerle renegar del amor y gratitud que sentía porusted? Yo sabía que ustedes salían poco, y que sucírculo de amistades era reducido; pero entre ellasfiguraba sir George Burnwell. Yo ya había oídohablar de él, como hombre de mala reputación entrelas mujeres. Tenía que haber sido él el que llevaba

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aquellas botas y el que se había quedado con laspiedras perdidas. Aun sabiendo que Arthur le habíadescubierto, se consideraba a salvo porque el mu-chacho no podía decir una palabra sin comprometera su propia familia.

»En fin, ya se imaginará usted las medidasque adopté a continuación. Me dirigí, disfrazado devago, a la casa de sir George, me las arreglé paraentablar conversación con su lacayo, me enteré deque su señor se había hecho una herida en la cabe-za la noche anterior y, por último, al precio de seischelines, conseguí la prueba definitiva comprándoleun par de zapatos viejos de su amo. Me fui con ellosa Streatham y comprobé que coincidían exactamen-te con las huellas.

- Ayer por la tarde vi un vagabundo hara-piento por el sendero - dijo el señor Holder.

- Precisamente. Ése era yo. Ya tenía a mihombre, así que volví a casa y me cambié de ropa.Tenía que actuar con mucha delicadeza, porqueestaba claro que había que prescindir de denunciaspara evitar el escándalo, y sabía que un canalla tanastuto como él se daría cuenta de que teníamos lasmanos atadas por ese lado. Fui a verlo. Al principio,como era de esperar, lo negó todo. Pero luego,

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cuando le di todos los detalles de lo que había ocu-rrido, se puso gallito y cogió una cachiporra de lapared. Sin embargo, yo conocía a mi hombre y leapliqué una pistola a la sien antes de que pudieragolpear. Entonces se volvió un poco más razonable.Le dije que le pagaríamos un rescate por las piedrasque tenía en su poder: mil libras por cada una.Aquello provocó en él las primeras señales de pe-sar. «¡Maldita sea! - dijo- . ¡Y yo que he vendido lastres por seiscientas!» No tardé en arrancarle la di-rección del comprador, prometiéndole que no pre-sentaríamos ninguna denuncia. Me fui a buscarlo y,tras mucho regateo, le saqué las piedras a mil librascada una. Luego fui a visitar a su hijo, le dije quetodo había quedado aclarado, y por fin me acosté aeso de las dos, después de lo que bien puedo lla-mar una dura jornada.

- ¡Una jornada que ha salvado a Inglaterrade un gran escándalo público! - dijo el banquero,poniéndose en pie- . Señor, no encuentro palabraspara darle las gracias, pero ya comprobará ustedque no soy desagradecido. Su habilidad ha supera-do con creces todo lo que me habían contado deusted. Y ahora, debo volver al lado de mi queridohijo para pedirle perdón por lo mal que lo he tratado.En cuanto a mi pobre Mary, lo que usted me ha

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contado me ha llegado al alma. Supongo que nisiquiera usted, con todo su talento, puede infor-marme de dónde se encuentra ahora.

- Creo que podemos afirmar sin temor aequivocarnos - replicó Holmes - que está allí dondese encuentre sir George Burnwell. Y es igualmenteseguro que, por graves que sean sus pecados,pronto recibirán un castigo más que suficiente.

12. El misterio de Copper Beeches

- El hombre que ama el arte por el arte -comentó Sherlock Holmes, dejando a un lado lahoja de anuncios del Daily Telegraph- suele encon-trar los placeres más intensos en sus manifestacio-nes más humildes y menos importantes. Me com-place advertir, Watson, que hasta ahora ha captadousted esa gran verdad, y que en esas pequeñascrónicas de nuestros casos que ha tenido la bondadde redactar, debo decir que, embelleciéndolas enalgunos puntos, no ha dado preferencia a las nume-rosas causes célèbres y procesos sensacionales enlos que he intervenido, sino más bien a incidentesque pueden haber sido triviales, pero que dabanocasión al empleo de las facultades de deducción ysíntesis que he convertido en mi especialidad.

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- Y, sin embargo - dije yo, sonriendo- , nome considero definitivamente absuelto de la acusa-ción de sensacionalismo que se ha lanzado contramis crónicas.

- Tal vez haya cometido un error - apuntó él,tomando una brasa con las pinzas y encendiendocon ellas la larga pipa de cerezo que sustituía a lade arcilla cuando se sentía más dado a la polémicaque a la reflexión- . Quizá se haya equivocado alintentar añadir color y vida a sus descripciones, enlugar de limitarse a exponer los sesudos razona-mientos de causa a efecto, que son en realidad loúnico verdaderamente digno de mención del asunto.

- Me parece que en ese aspecto le hehecho a usted justicia - comenté, algo fríamente,porque me repugnaba la egolatría que, como habíaobservado más de una vez, constituía un importantefactor en el singular carácter de mi amigo.

- No, no es cuestión de vanidad o egoísmo -dijo él, respondiendo, como tenía por costumbre, amis pensamientos más que a mis palabras- . Sireclamo plena justicia para mi arte, es porque setrata de algo impersonal... algo que está más allá demí mismo. El delito es algo corriente. La lógica esuna rareza. Por tanto, hay que poner el acento en la

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lógica y no en el delito. Usted ha degradado lo quedebía haber sido un curso académico, reduciéndoloa una serie de cuentos.

Era una mañana fría de principios de prima-vera, y después del desayuno nos habíamos senta-do a ambos lados de un chispeante fuego en elviejo apartamento de Baker Street. Una espesaniebla se extendía entre las hileras de casas par-duzcas, y las ventanas de la acera de enfrente pa-recían borrones oscuros entre las densas volutasamarillentas. Teníamos encendida la luz de gas,que caía sobre el mantel arrancando reflejos de laporcelana y el metal, pues aún no habían recogidola mesa. Sherlock Holmes se había pasado calladotoda la mañana, zambulléndose continuamente enlas columnas de anuncios de una larga serie deperiódicos, hasta que por fin, renunciando aparen-temente a su búsqueda, había emergido, no de muybuen humor, para darme una charla sobre mis de-fectos literarios.

- Por otra parte - comentó tras una pausa,durante la cual estuvo dándole chupadas a su largapipa y contemplando el fuego- , difícilmente se lepuede acusar a usted de sensacionalismo, cuandoentre los casos por los que ha tenido la bondad de

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interesarse hay una elevada proporción que notratan de ningún delito, en el sentido legal de lapalabra. El asuntillo en el que intenté ayudar al reyde Bohemia, la curiosa experiencia de la señoritaMary Sutherland, el problema del hombre del labioretorcido y el incidente de la boda del noble, fuerontodos ellos casos que escapaban al alcance de laley. Pero, al evitar lo sensacional, me temo quepuede usted haber bordeado lo trivial.

- Puede que el desenlace lo fuera - res-pondí- , pero sostengo que los métodos fueron ori-ginales e interesantes.

- Psé. Querido amigo, ¿qué le importan alpúblico, al gran público despistado, que sería inca-paz de distinguir a un tejedor por sus dientes o a uncajista de imprenta por su pulgar izquierdo, los ma-tices más delicados del análisis y la deducción?Aunque, la verdad, si es usted trivial no es por culpasuya, porque ya pasaron los tiempos de los grandescasos. El hombre, o por lo menos el criminal, haperdido toda la iniciativa y la originalidad. Y mihumilde consultorio parece estar degenerando enuna agencia para recuperar lápices extraviados yofrecer consejo a señoritas de internado. Creo quepor fin hemos tocado fondo. Esta nota que he reci-

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bido esta mañana marca, a mi entender, mi puntocero. Léala - me tiró una carta arrugada.

Estaba fechada en Montague Place la no-che anterior y decía:

«Querido señor Holmes: Tengo mucho in-terés en consultarle acerca de si debería o no acep-tar un empleo de institutriz que se me ha ofrecido.Si no tiene inconveniente, pasaré a visitarle mañanaa las diez y media. Suya afectísima,

Violet HUNTER.»

- ¿Conoce usted a esta joven? - pregunté.

- De nada.

- Pues ya son las diez y media.

- Sí, y sin duda es ella la que acaba de lla-mar a la puerta.

- Quizá resulte ser más interesante de loque usted cree. Acuérdese del asunto del carbuncloazul, que al principio parecía una fruslería y seacabó convirtiendo en una investigación seria. Pue-de que ocurra lo mismo en este caso.

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- ¡Ojalá sea así! Pero pronto saldremos dedudas, porque, o mucho me equivoco, o aquí latenemos.

Mientras él hablaba se abrió la puerta y unaj oven entró en la habitación. Iba vestida de un mo-do sencillo, pero con buen gusto; tenía un rostroexpresivo e inteligente, pecoso como un huevo dechorlito, y actuaba con los modales desenvueltos deuna mujer que ha tenido que abrirse camino en lavida.

- Estoy segura de que me perdonará que lemoleste - dijo mientras mi compañero se levantabapara saludarla- . Pero me ha ocurrido una cosa muyextraña y, como no tengo padres ni familiares a losque pedir consejo, pensé que tal vez usted tuvierala amabilidad de indicarme qué debo hacer.

- Siéntese, por favor, señorita Hunter.Tendré mucho gusto en hacer lo que pueda paraservirla.

Me di cuenta de que a Holmes le habíanimpresionado favorablemente los modales y la ma-nera de hablar de su nuevo cliente. La contemplódel modo inquisitivo que era habitual en él y luego

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se sentó a escuchar su caso con los párpados caí-dos y las puntas de los dedos juntas.

- He trabajado cinco años como institutriz -dijo- en la familia del coronel Spence Munro, perohace dos meses el coronel fue destinado a Halifax,Nueva Escocia, y se llevó a sus hijos a América, demodo que me encontré sin empleo. Puse anuncios yrespondí a otros anuncios, pero sin éxito. Por finempezó a acabárseme el poco dinero que teníaahorrado y me devanaba los sesos sin saber quéhacer.

»Existe en el West End una agencia parainstitutrices muy conocida, llamada Westway's, porla que solía pasarme una vez a la semana para versi había surgido algo que pudiera convenirme.Westway era el apellido del fundador de la empresa,pero quien la dirige en realidad es la señorita Sto-per. Se sienta en un pequeño despacho, y las muje-res que buscan empleo aguardan en una antesala yvan pasando una a una. Ella consulta sus ficheros ymira a ver si tiene algo que pueda interesarlas.

»Pues bien, cuando me pasé por allí la se-mana pasada me hicieron entrar en el despachocomo de costumbre, pero vi que la señorita Stoperno estaba sola. Junto a ella se sentaba un hombre

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prodigiosamente gordo, de rostro muy sonriente ycon una enorme papada que le caía en plieguessobre el cuello; llevaba un par de gafas sobre lanariz y miraba con mucho interés a las mujeres queiban entrando. Al llegar yo, dio un salto en su asien-to y se volvió rápidamente hacia la señorita Stoper.

»- ¡Ésta servirá! - dijo- . No podría pedirsenada mejor. ¡Estupenda! ¡Estupenda!

»- Parecía entusiasmado y se frotaba lasmanos de la manera más alegre. Se trataba de unhombre de aspecto tan satisfecho que daba gustomirarlo.

»- ¿Busca usted trabajo, señorita? - pre-guntó.

»- Sí, señor.

»- ¿Como institutriz?

»- Sí, señor.

»- ¿Y qué salario pide usted?

»- En mi último empleo, en casa del coronelSpence Munro, cobraba cuatro libras al mes.

»- ¡Puf? ¡Denigrante! ¡Sencillamente deni-grante! - exclamó, elevando en el aire sus rollizas

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manos, como arrebatado por la indignación- .¿Cómo se le puede ofrecer una suma tan lamenta-ble a una dama con semejantes atractivos y cuali-dades?

»- Es posible, señor, que mis cualidadessean menos de lo que usted imagina - dije yo- . Unpoco de francés, un poco de alemán, música y dibu-jo...

»- ¡Puf, puf? - exclamó- . Eso está fuera detoda duda. Lo que interesa es si usted posee o no elporte y la distinción de una dama. En eso radicatodo. Si no los posee, entonces no está capacitadapara educar a un niño que algún día puede desem-peñar un importante papel en la historia de la na-ción. Pero si las tiene, ¿cómo podría un caballeropedirle que condescendiera a aceptar nada pordebajo de tres cifras? Si trabaja usted para mí, se-ñora, comenzará con un salario de cien libras alaño.

»Como podrá imaginar, señor Holmes, es-tando sin recursos como yo estaba, aquella ofertame pareció casi demasiado buena para ser verdad.Sin embargo, el caballero, advirtiendo tal vez miexpresión de incredulidad, abrió su cartera y sacóun billete.

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»- Es también mi costumbre - dijo, sonrien-do del modo más amable, hasta que sus ojos que-daron reducidos a dos ranuras que brillaban entrelos pliegues blancos de su cara - pagar medio sala-rio por adelantado a mis jóvenes empleadas, paraque puedan hacer frente a los pequeños gastos delviaje y el vestuario.

»Me pareció que nunca había conocido a unhombre tan fascinante y tan considerado. Como yatenía algunas deudas con los proveedores, aqueladelanto me venía muy bien; sin embargo, toda latransacción tenía un algo de innatural que me hizodesear saber algo más antes de comprometerme.

»- ¿Puedo preguntar dónde vive usted, se-ñor? - dije.

»- En Hampshire. Un lugar encantador en elcampo, llamado Copper Beeches, cinco millas másallá de Winchester. Es una región preciosa, queridaseñorita, y la vieja casa de campo es sencillamentemaravillosa.

»- ¿Y mis obligaciones, señor? Me gustaríasaber en qué consistirían.

»- Un niño. Un pillastre delicioso, de sóloseis años. ¡Tendría usted que verlo matando cuca-

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rachas con una zapatilla! ¡Plaf, plaf, plafl ¡Tresmuertas en un abrir y cerrar de ojos! - se echó haciaatrás en su asiento y volvió a reírse hasta que losojos se le hundieron en la cara de nuevo.

»Quedé un poco perpleja ante la naturalezade las diversiones del niño, pero la risa del padreme hizo pensar que tal vez estuviera bromeando.

»- Entonces, mi única tarea - dije- seríaocuparme de este niño.

»- No, no, no la única, querida señorita, nola única - respondió- . Su tarea consistirá, como sinduda ya habrá imaginado, en obedecer todas laspequeñas órdenes que mi esposa le pueda dar,siempre que se trate de órdenes que una damapueda obedecer con dignidad. No verá usted ningúninconveniente en ello, ¿verdad?

»- Estaré encantada de poder ser útil.

»- Perfectamente. Por ejemplo, en la cues-tión del vestuario. Somos algo maniáticos, ¿sabeusted? Maniáticos pero buena gente. Si le pidiéra-mos que se pusiera un vestido que nosotros le pro-porcionáramos, no se opondría usted a nuestrocapricho, ¿verdad?

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»- No - dije yo, bastante sorprendida por suspalabras. »- O que se sentara en un sitio, o en otro;eso no le resultaría ofensivo, ¿verdad?

»- Oh, no.

»- O que se cortara el cabello muy corto an-tes de presentarse en nuestra casa...

»Yo no daba crédito a mis oídos. Comopuede usted observar, señor Holmes, mi pelo esalgo exuberante y de un tono castaño bastante pe-culiar. Han llegado a describirlo como artístico. Nien sueños pensaría en sacrificarlo de buenas aprimeras.

»- Me temo que eso es del todo imposible -dije. Él me estaba observando atentamente con susojillos, y pude advertir que al oír mis palabras pasóuna sombra por su rostro.

»- Y yo me temo que es del todo esencial -dijo- . Se trata de un pequeño capricho de mi espo-sa, y los caprichos de las damas, señorita, los ca-prichos de las damas hay que satisfacerlos. ¿Noestá dispuesta a cortarse el pelo?

»- No, señor, la verdad es que no - respondícon firmeza.

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»- Ah, muy bien. Entonces, no hay más quehablar. Es una pena, porque en todos los demásaspectos habría servido de maravilla. Dadas lascircunstancias, señorita Stoper, tendré que exami-nar a algunas más de sus señoritas.

»La directora de la agencia había permane-cido durante toda la entrevista ocupada con suspapeles, sin dirigirnos la palabra a ninguno de losdos, pero en aquel momento me miró con tal expre-sión de disgusto que no pude evitar sospechar quemi negativa le había hecho perder una espléndidacomisión.

»- ¿Desea usted que sigamos manteniendosu nombre en nuestras listas? - preguntó.

»- Si no tiene inconveniente, señorita Sto-per.

»- Pues, la verdad, me parece bastante in-útil, viendo el modo en que rechaza usted las ofer-tas más ventajosas - dijo secamente- . No esperaráusted que nos esforcemos por encontrarle otra gan-ga como ésta. Buenos días, señorita Hunter - hizosonar un gong que tenía sobre la mesa, y el boto-nes me acompañó a la salida.

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»Pues bien, cuando regresé a mi alojamien-to y encontré la despensa medio vacía y dos o tresfacturas sobre la mesa, empecé a preguntarme sino habría cometido una estupidez. Al fin y al cabo,si aquella gente tenía manías extrañas y esperabaque se obedecieran sus caprichos más extravagan-tes, al menos estaban dispuestos a pagar por susexcentricidades. Hay muy pocas institutrices enInglaterra que ganen cien libras al año. Además,¿de qué me serviría el pelo? A muchas mujeres lesfavorece llevarlo corto, y yo podía ser una de ellas.Al día siguiente ya tenía la impresión de haber co-metido un error, y un día después estaba plenamen-te convencida. Estaba casi decidida a tragarme miorgullo hasta el punto de regresar a la agencia ypreguntar si la plaza estaba aún disponible, cuandorecibí esta carta del caballero en cuestión. La hetraído y se la voy a leer:

"The Copper Beeches, cerca de Winchester.

Querida señorita Hunter: La señorita Stoperha tenido la amabilidad de darme su dirección, y leescribo desde aquí para preguntarle si ha reconsi-derado su posición. Mi esposa tiene mucho interésen que venga, pues le agradó mucho la descripciónque yo le hice de usted. Estamos dispuestos a pa-

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garle treinta libras al trimestre, o ciento veinte alaño, para compensarle por las pequeñas molestiasque puedan ocasionarle nuestros caprichos. Al fin yal cabo, tampoco exigimos demasiado. A mi esposale encanta un cierto tono de azul eléctrico, y le gus-taría que usted llevase un vestido de ese color porlas mañanas. Sin embargo, no tiene que incurrir enel gasto de adquirirlo, ya que tenemos uno pertene-ciente a mi querida hija Alice (actualmente en Fila-delfia), que creo que le sentaría muy bien. En cuan-to a lo de sentarse en un sitio o en otro, o practicarlos entretenimientos que se le indiquen, no creo queello pueda ocasionarle molestias. Y con respecto asu cabello, no cabe duda de que es una lástima,especialmente si se tiene en cuenta que no pudeevitar fijarme en su belleza durante nuestra breveentrevista, pero me temo que debo mantenermefirme en este punto, y solamente confío en que elaumento de salario pueda compensarle de la pérdi-da. Sus obligaciones en lo referente al niño son muyllevaderas. Le ruego que haga lo posible por venir;yo la esperaría con un coche en Winchester. Hága-me saber en qué tren llega. Suyo afectísimo,

Jephro RUCASTLE.”

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»Ésta es la carta que acabo de recibir, se-ñor Holmes, y ya he tomado la decisión de aceptar.Sin embargo, me pareció que antes de dar el pasodefinitivo debía someter el asunto a su considera-ción.

- Bien, señorita Hunter, si su decisión estátomada, eso deja zanjado el asunto - dijo Holmessonriente.

- ¿Usted no me aconsejaría rehusar?

- Confieso que no me gustaría que unahermana mía aceptara ese empleo.

- ¿Qué significa todo esto, señor Holmes?

- ¡Ah! Carezco de datos. No puedo decirle.¿Se ha formado usted alguna opinión?

- Bueno, a mí me parece que sólo existeuna explicación posible. El señor Rucastle parecíaser un hombre muy amable y bondadoso. ¿No esposible que su esposa esté loca, que él desee man-tenerlo en secreto por miedo a que la internen en unasilo, y que le siga la corriente en todos sus capri-chos para evitar una crisis?

- Es una posible explicación. De hecho, talcomo están las cosas, es la más probable. Pero, en

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cualquier caso, no parece un sitio muy adecuadopara una joven.

- Pero ¿y el dinero, señor Holmes? ¿Y el di-nero?

- Sí, desde luego, la paga es buena... de-masiado buena. Eso es lo que me inquieta. ¿Porqué iban a darle ciento veinte al año cuando tendr-ían institutrices para elegir por cuarenta? Tiene queexistir una razón muy poderosa.

- Pensé que si le explicaba las circunstan-cias, usted lo entendería si más adelante solicitarasu ayuda. Me sentiría mucho más segura sabiendoque una persona como usted me cubre las espal-das.

- Oh, puede irse convencida de ello. Leaseguro que su pequeño problema promete ser elmás interesante que se me ha presentado en variosmeses. Algunos aspectos resultan verdaderamenteoriginales. Si tuviera usted dudas o se viera en peli-gro...

- ¿Peligro? ¿En qué peligro está pensando?Holmes meneó la cabeza muy serio.

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- Si pudiéramos definirlo, dejaría de ser unpeligro - dijo- . Pero a cualquier hora, de día o denoche, un telegrama suyo me hará acudir en suayuda.

- Con eso me basta - se levantó muy ani-mada de su asiento, habiéndose borrado la ansie-dad de su rostro- . Ahora puedo ir a Hampshire mu-cho más tranquila. Escribiré de inmediato al señorRucastle, sacrificaré mi pobre cabellera esta nochey partiré hacia Winchester mañana - con unas fra-ses de agradecimiento para Holmes, nos deseóbuenas noches y se marchó presurosa.

- Por lo menos - dije mientras oíamos suspasos rápidos y firmes escaleras abajo- , pareceuna jovencita perfectamente capaz de cuidar de símisma.

- Y le va a hacer falta - dijo Holmes muy se-rio- . O mucho me equivoco, o recibiremos noticiassuyas antes de que pasen muchos días.

No tardó en cumplirse la predicción de miamigo. Transcurrieron dos semanas, durante lascuales pensé más de una vez en ella, preguntán-dome en qué extraño callejón de la experienciahumana se había introducido aquella mujer solitaria.

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El insólito salario, las curiosas condiciones, lo livia-no del trabajo, todo apuntaba hacia algo anormal,aunque estaba fuera de mis posibilidades determi-nar si se trataba de una manía inofensiva o de unaconspiración, si el hombre era un filántropo o uncriminal. En cuanto a Holmes, observé que muchasveces se quedaba sentado durante media hora omás, con el ceño fruncido y aire abstraído, perocada vez que yo mencionaba el asunto, él lo des-cartaba con un gesto de la mano. «¡Datos, datos,datos!» - exclamaba con impaciencia- . «¡No puedohacer ladrillos sin arcilla!» Y, sin embargo, siempreacababa por murmurar que no le gustaría que unahermana suya hubiera aceptado semejante empleo.

El telegrama que al fin recibimos llegó unanoche, justo cuando yo me disponía a acostarme yHolmes se preparaba para uno de los experimentosnocturnos en los que frecuentemente se enfrasca-ba; en aquellas ocasiones, yo lo dejaba por la no-che, inclinado sobre una retorta o un tubo de ensa-yo, y lo encontraba en la misma posición cuandobajaba a desayunar por la mañana. Abrió el sobreamarillo y, tras echar un vistazo al mensaje, me lopasó.

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- Mire el horario de trenes en la guía - dijo,volviéndose a enfrascar en sus experimentos quími-cos.

La llamada era breve y urgente:

«Por favor, esté en el Hotel Black Swan deWinchester mañana a mediodía. ¡No deje de venir!No sé qué hacer.

HUNTER.»

- ¿Viene usted conmigo?

- Me gustaría.

- Pues mire el horario.

- Hay un tren a las nueve y media - dije,consultando la guía- . Llega a Winchester a las oncey media.

- Nos servirá perfectamente. Quizá sea me-jor que aplace mi análisis de las acetonas, porquemañana puede que necesitemos estar en plenaforma.

A las once de la mañana del día siguientenos acercábamos ya a la antigua capital inglesa.Holmes había permanecido todo el viaje sepultadoen los periódicos de la mañana, pero en cuanto

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pasamos los límites de Hampshire los dejó a unlado y se puso a admirar el paisaje. Era un hermosodía de primavera, con un cielo azul claro, salpicadode nubecillas algodonosas que se desplazaban deoeste a este. Lucía un sol muy brillante, a pesar delo cual el aire tenía un frescor estimulante, que agu-zaba la energía humana. Por toda la campiña, hastalas ondulantes colinas de la zona de Aldershot, lostejadillos rojos y grises de las granjas asomabanentre el verde claro del follaje primaveral.

- ¡Qué hermoso y lozano se ve todo! - ex-clamé con el entusiasmo de quien acaba de esca-par de las nieblas de Baker Street.

Pero Holmes meneó la cabeza con gran se-riedad.

- Ya sabe usted, Watson - dijo- , que una delas maldiciones de una mente como la mía es quetengo que mirarlo todo desde el punto de vista de miespecialidad. Usted mira esas casas dispersas y sesiente impresionado por su belleza. Yo las miro, y elúnico pensamiento que me viene a la cabeza es loaisladas que están, y la impunidad con que puedecometerse un crimen en ellas.

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- ¡Cielo santo! - exclamé- . ¿Quién sería ca-paz de asociar la idea de un crimen con estas pre-ciosas casitas?

- Siempre me han producido un ciertohorror. Tengo la convicción, Watson, basada en miexperiencia, de que las callejuelas más sórdidas ymiserables de Londres no cuentan con un historialdelictivo tan terrible como el de la sonriente y her-mosa campiña inglesa.

- ¡Me horroriza usted!

- Pero la razón salta a la vista. En la ciudad,la presión de la opinión pública puede lograr lo quela ley es incapaz de conseguir. No hay callejuela tanmiserable como para que los gritos de un niño mal-tratado o los golpes de un marido borracho no des-pierten la simpatía y la indignación del vecindario; yademás, toda la maquinaria de la justicia está siem-pre tan a mano que basta una palabra de quejapara ponerla en marcha, y no hay más que un pasoentre el delito y el banquillo. Pero fíjese en esascasas solitarias, cada una en sus propios campos,en su mayor parte llenas de gente pobre e ignoranteque sabe muy poco de la ley. Piense en los actosde crueldad infernal, en las maldades ocultas quepueden cometerse en estos lugares, año tras año,

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sin que nadie se entere. Si esta dama que ha solici-tado nuestra ayuda se hubiera ido a vivir a Winches-ter, no temería por ella. Son las cinco millas decampo las que crean el peligro. Aun así, resultaclaro que no se encuentra amenazada personal-mente.

- No. Si puede venir a Winchester a recibir-nos, también podría escapar.

- Exacto. Se mueve con libertad.

- Pero entonces, ¿qué es lo que sucede?¿No se le ocurre ninguna explicación?

- Se me han ocurrido siete explicaciones di-ferentes, cada una de las cuales tiene en cuenta lospocos datos que conocemos. Pero ¿cuál es la acer-tada? Eso sólo puede determinarlo la nueva infor-mación que sin duda nos aguarda. Bueno, ahí se vela torre de la catedral, y pronto nos enteraremos delo que la señorita Hunter tiene que contarnos.

El Black Swan era una posada de cierta fa-ma situada en High Street, a muy poca distancia dela estación, y allí estaba la joven aguardándonos.Había reservado una habitación y nuestro almuerzonos esperaba en la mesa.

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- ¡Cómo me alegro de que hayan venido! -dijo fervientemente- . Los dos han sido muy ama-bles. Les digo de verdad que no sé qué hacer. Susconsejos tienen un valor inmenso para mí.

- Por favor, explíquenos lo que le ha ocurri-do.

- Eso haré, y más vale que me dé prisa,porque he prometido al señor Rucastle estar devuelta antes de las tres. Me dio permiso para venirala ciudad esta mañana, aunque poco se imagina aqué he venido.

- Oigámoslo todo por riguroso orden - dijoHolmes, estirando hacia el fuego sus largas y del-gadas piernas y disponiéndose a escuchar.

- En primer lugar, puedo decir que, en con-junto, el señor y la señora Rucastle no me tratanmal. Es de justicia decirlo. Pero no los entiendo y nome siento tranquila con ellos.

- ¿Qué es lo que no entiende?

- Los motivos de su conducta. Pero se lovoy a contar tal como ocurrió. Cuando llegué, elseñor Rucastle me recibió aquí y me llevó en sucoche a Copper Beeches. Tal como él había dicho,

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está en un sitio precioso, pero la casa en sí no esbonita. Es un bloque cuadrado y grande, encaladopero todo manchado por la humedad y la intempe-rie. A su alrededor hay bosques por tres lados, y porel otro hay un campo en cuesta, que baja hasta lacarretera de Southampton, la cual hace una curva aunas cien yardas de la puerta principal. Este terrenode delante pertenece a la casa, pero los bosques dealrededor forman parte de las propiedades de lordSoutherton. Un conjunto de hayas cobrizas planta-das frente a la puerta delantera da nombre a la ca-sa.

»El propio señor Rucastle, tan amable comode costumbre, conducía el carricoche, y aquellatarde me presentó a su mujer y al niño. La conjeturaque nos pareció tan probable allá en su casa deBaker Street resultó falsa, señor Holmes. La señoraRucastle no está loca. Es una mujer callada y páli-da, mucho más joven que su marido; no llegará alos treinta años, cuando el marido no puede tenermenos de cuarenta y cinco. He deducido de susconversaciones que llevan casados unos sieteaños, que él era viudo cuando se casó con ella, yque la única descendencia que tuvo con su primeraesposa fue esa hija que ahora está en Filadelfia. Elseñor Rucastle me dijo confidencialmente que se

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marchó porque no soportaba a su madrastra. Dadoque la hija tendría por lo menos veinte años, meimagino perfectamente que se sintiera incómodacon la joven esposa de su padre.

»La señora Rucastle me pareció tan anodi-na de mente como de cara. No me cayó ni bien nimal. Es como si no existiera. Se nota a primera vistaque siente devoción por su marido y su hijito. Susojos grises pasaban continuamente del uno al otro,pendiente de sus más mínimos deseos y anticipán-dose a ellos si podía. Él la trataba con cariño, a sumanera vocinglera y exuberante, y en conjunto pa-recían una pareja feliz. Y, sin embargo, esta mujertiene una pena secreta. A menudo se queda sumidaen profundos pensamientos, con una expresióntristísima en el rostro. Más de una vez la he sor-prendido llorando. A veces he pensado que era elcarácter de su hijo lo que la preocupaba, puesjamás en mi vida he conocido criatura más malcria-da y con peores instintos. Es pequeño para suedad, con una cabeza desproporcionadamentegrande. Toda su vida parece transcurrir en una al-ternancia de rabietas salvajes e intervalos de negramelancolía. Su único concepto de la diversión pare-ce consistir en hacer sufrir a cualquier criatura másdébil que él, y despliega un considerable talento

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para el acecho y captura de ratones, pajarillos einsectos. Pero prefiero no hablar del niño, señorHolmes, que en realidad tiene muy poco que vercon mi historia.

- Me gusta oír todos los detalles - comentómi amigo- , tanto si le parecen relevantes como sino.

- Procuraré no omitir nada de importancia.Lo único desagradable de la casa, que me llamó laatención nada más llegar, es el aspecto y conductade los sirvientes. Hay sólo dos, marido y mujer.Toller, que así se llama, es un hombre tosco y gro-sero, con pelo y patillas grises, y que huele constan-temente a licor. Desde que estoy en la casa lo hevisto dos veces completamente borracho, pero elseñor Rucastle parece no darse cuenta. Su esposaes una mujer muy alta y fuerte, con cara avinagra-da, tan callada como la señora Rucastle, pero mu-cho menos tratable. Son una pareja muy desagra-dable, pero afortunadamente me paso la mayorparte del tiempo en el cuarto del niño y en el mío,que están uno junto a otro en una esquina del edifi-cio.

»Los dos primeros días después de mi lle-gada a Copper Beeches, mi vida transcurrió muy

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tranquila; al tercer día, la señora Rucastle bajó in-mediatamente después del desayuno y le susurróalgo al oído a su marido.

»- Oh, sí - dijo él, volviéndose hacia mí- . Leestamos muy agradecidos, señorita Hunter, poracceder a nuestros caprichos hasta el punto decortarse el pelo. Veamos ahora cómo le sienta elvestido azul eléctrico. Lo encontrará extendido so-bre la cama de su habitación, y si tiene la bondadde ponérselo se lo agradeceremos muchísimo.

»El vestido que encontré esperándome ten-ía una tonalidad azul bastante curiosa. El materialera excelente, una especie de lana cruda, pero pre-sentaba señales inequívocas de haber sido usado.No me habría sentado mejor ni aunque me lo hubie-ran hecho a la medida. Tanto el señor como la se-ñora Rucastle se mostraron tan encantados al ver-me con él, que me pareció que exageraban en suvehemencia. Estaban aguardándome en la sala deestar, que es una habitación muy grande, que ocu-pa la parte delantera de la casa, con tres ventanaleshasta el suelo. Cerca del ventanal del centro habíaninstalado una silla, con el respaldo hacia fuera. Mepidieron que me sentara en ella y, a continuación, elseñor Rucastle empezó a pasear de un extremo a

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otro de la habitación contándome algunos de loschistes más graciosos que he oído en mi vida. Nose puede imaginar lo cómico que estuvo; me reíhasta quedar agotada. Sin embargo, la señora Ru-castle, que evidentemente no tiene sentido delhumor, ni siquiera llegó a sonreír; se quedó sentadacon las manos en el regazo y una expresión detristeza y ansiedad en el rostro. Al cabo de unahora, poco más o menos, el señor Rucastle co-mentó de pronto que ya era hora de iniciar las tare-as cotidianas y que debía cambiarme de vestido yacudir al cuarto del pequeño Edward.

»Dos días después se repitió la misma re-presentación, en circunstancias exactamente igua-les. Una vez más me cambié de vestido, volví asentarme en la silla y volví a partirme de risa con losgraciosísimos chistes de mi patrón, que parece po-seer un repertorio inmenso y los cuenta de un modoinimitable. A continuación, me entregó una novelade tapas amarillas y, tras correr un poco mi sillahacia un lado, de manera que mi sombra no cayerasobre las páginas, me pidió que le leyera en vozalta. Leí durante unos diez minutos, comenzando enmedio de un capítulo, y de pronto, a mitad de unafrase, me ordenó que lo dejara y que me cambiarade vestido.

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»Puede usted imaginarse, señor Holmes, lacuriosidad que yo sentía acerca del significado deestas extravagantes representaciones. Me di cuentade que siempre ponían mucho cuidado en que yoestuviera de espaldas a la ventana, y empecé aconsumirme de ganas de ver lo que ocurría a misespaldas. Al principio me pareció imposible, peropronto se me ocurrió una manera de conseguirlo.Se me había roto el espejito de bolsillo y eso me diola idea de esconder un pedacito de espejo en elpañuelo. A la siguiente ocasión, en medio de unacarcajada, me llevé el pañuelo a los ojos, y con unpoco de maña me las arreglé para ver lo que habíadetrás de mí. Confieso que me sentí decepcionada.No había nada.

»Al menos, ésa fue mi primera impresión.Sin embargo, al mirar de nuevo me di cuenta de quehabía un hombre parado en la carretera de Sout-hampton; un hombre de baja estatura, barbudo ycon un traje gris, que parecía estar mirando haciamí. La carretera es una vía importante, y siempresuele haber gente por ella. Sin embargo, este hom-bre estaba apoyado en la verja que rodea nuestrocampo, y miraba con mucho interés. Bajé el pañueloy encontré los ojos de la señora Rucastle fijos enmí, con una mirada sumamente inquisitiva. No dijo

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nada, pero estoy convencida de que había adivina-do que yo tenía un espejo en la mano y había vistolo que había detrás de mí. Se levantó al instante.

»- Jephro - dijo- , hay un impertinente en lacarretera que está mirando a la señorita Hunter.

»- ¿No será algún amigo suyo, señoritaHunter? - preguntó él.

»- No; no conozco a nadie por aquí.

»- ¡Válgame Dios, qué impertinencia! Tengala bondad de darse la vuelta y hacerle un gesto paraque se vaya.

»- ¿No sería mejor no darnos por entera-dos?

»- No, no; entonces le tendríamos rondandopor aquí a todas horas. Haga el favor de darse lavuelta e indíquele que se marche, así.

»Hice lo que me pedían, y al instante la se-ñora Rucastle bajó la persiana. Esto sucedió haceuna semana, y desde entonces no me he vuelto asentar en la ventana ni me he puesto el vestidoazul, ni he visto al hombre de la carretera. - Contin-úe, por favor - dijo Holmes- . Su narración prometeser de lo más interesante.

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- Me temo que le va a parecer bastante in-conexa, y lo más probable es que exista poca rela-ción entre los diferentes incidentes que menciono.El primer día que pasé en Copper Beeches, el señorRucastle me llevó a un pequeño cobertizo situadocerca de la puerta de la cocina. Al acercarnos, oí unruido de cadenas y el sonido de un animal grandeque se movía.

»- Mire por aquí - dijo el señor Rucastle, in-dicándome una rendija entre dos tablas- . ¿No esuna preciosidad?

»Miré por la rendija y distinguí dos ojos quebrillaban y una figura confusa agazapada en la os-curidad.

»- No se asuste - dijo mi patrón, echándosea reír ante mi sobresalto- . Es solamente Carlo, mimastín. He dicho mío, pero en realidad el único quepuede controlarlo es el viejo Toller, mi mayordomo.Sólo le damos de comer una vez al día, y no mucho,de manera que siempre está tan agresivo como unasalsa picante. Toller lo deja suelto cada noche, yque Dios tenga piedad del intruso al que le hinque eldiente. Por lo que más quiera, bajo ningún pretextoponga los pies fuera de casa por la noche, porquese jugaría usted la vida.

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»No se trataba de una advertencia sin fun-damento, porque dos noches después se me ocu-rrió asomarme a la ventana de mi cuarto a eso delas dos de la madrugada. Era una hermosa nochede luna, y el césped de delante de la casa se veíaplateado y casi tan iluminado como de día. Me en-contraba absorta en la apacible belleza de la esce-na cuando sentí que algo se movía entre las som-bras de las hayas cobrizas. Por fin salió a la luz dela luna y vi lo que era: un perro gigantesco, tangrande como un ternero, de piel leonada, carrilloscolgantes, hocico negro y huesos grandes y salien-tes. Atravesó lentamente el césped y desaparecióen las sombras del otro lado. Aquel terrible y silen-cioso centinela me provocó un escalofrío como nocreo que pudiera causarme ningún ladrón.

»Y ahora voy a contarle una experienciamuy extraña. Como ya sabe, me corté el pelo enLondres, y lo había guardado, hecho un gran rollo,en el fondo de mi baúl. Una noche, después deacostar al niño, me puse a inspeccionar los mueblesde mi habitación y ordenar mis cosas. Había en elcuarto un viejo aparador, con los dos cajones supe-riores vacíos y el de abajo cerrado con llave. Yahabía llenado de ropa los dos primeros cajones yaún me quedaba mucha por guardar; como es natu-

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ral, me molestaba no poder utilizar el tercer cajón.Pensé que quizás estuviera cerrado por olvido, asíque saqué mi juego de llaves e intenté abrirlo. Laprimera llave encajó a la perfección y el cajón seabrió. Dentro no había más que una cosa, peroestoy segura de que jamás adivinaría usted qué era.Era mi mata de pelo.

»La cogí y la examiné. Tenía la misma tona-lidad y la misma textura. Pero entonces se me hizopatente la imposibilidad de aquello. ¿Cómo podíaestar mi pelo guardado en aquel cajón? Con lasmanos temblándome, abrí mi baúl, volqué su conte-nido y saqué del fondo mi propia cabellera. Coloquéuna junto a otra, y le aseguro que eran idénticas.¿No era extraordinario? Me sentí desconcertada eincapaz de comprender el significado de todo aque-llo. Volví a meter la misteriosa mata de pelo en elcajón y no les dije nada a los Rucastle, pues sentíque quizás había obrado mal al abrir un cajón queellos habían dejado cerrado.

»Como habrá podido notar, señor Holmes,yo soy observadora por naturaleza, y no tardé entrazarme en la cabeza un plano bastante exacto detoda la casa. Sin embargo, había un ala que parecíacompletamente deshabitada. Frente a las habitacio-

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nes de los Toller había una puerta que conducía aeste sector, pero estaba invariablemente cerradacon llave. Sin embargo, un día, al subir las escale-ras, me encontré con el señor Rucastle que salíapor aquella puerta con las llaves en la mano y unaexpresión en el rostro que lo convertía en una per-sona totalmente diferente del hombre orondo y jovialal que yo estaba acostumbrada. Traía las mejillasenrojecidas, la frente arrugada por la ira, y las venasde las sienes hinchadas de furia. Cerró la puerta ypasó junto a mí sin mirarme ni dirigirme la palabra.

»Esto despertó mi curiosidad, así que cuan-do salí a dar un paseo con el niño, me acerqué a unsitio desde el que podía ver las ventanas de estesector de la casa. Eran cuatro en hilera, tres deellas simplemente sucias y la cuarta cerrada conpostigos. Evidentemente, allí no vivía nadie. Mien-tras paseaba de un lado a otro, dirigiendo miradasocasionales a las ventanas, el señor Rucastle vinohacia mí, tan alegre y jovial como de costumbre.

»- ¡Ah! - dijo- . No me considere un maledu-cado por haber pasado junto a usted sin saludarla,querida señorita. Estaba preocupado por asuntos denegocios.

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»- Le aseguro que no me ha ofendido - res-pondí- . Por cierto, parece que tiene usted ahí unaserie completa de habitaciones, y una de ellas ce-rrada a cal y canto.

»- Uno de mis hobbies es la fotografía - dijo-, y allí tengo instalado mi cuarto oscuro. ¡Vaya, va-ya! ¡Qué jovencita tan observadora nos ha caído ensuerte! ¿Quién lo habría creído? ¿Quién lo habríacreído?

»Hablaba en tono de broma, pero sus ojosno bromeaban al mirarme. Leí en ellos sospecha ydisgusto, pero nada de bromas.

»Bien, señor Holmes, desde el momento enque comprendí que había algo en aquellas habita-ciones que yo no debía conocer, ardí en deseos deentrar en ellas. No se trataba de simple curiosidad,aunque no carezco de ella. Era más bien una espe-cie de sentido del deber... Tenía la sensación deque de mi entrada allí se derivaría algún bien. Dicenque existe la intuición femenina; posiblemente eraeso lo que yo sentía.

En cualquier caso, la sensación era real, yyo estaba atenta a la menor oportunidad de traspa-sar la puerta prohibida. »La oportunidad no llegó

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hasta ayer. Puedo decirle que, además del señorRucastle, tanto Toller como su mujer tienen algoque hacer en esas habitaciones deshabitadas, yuna vez vi a Toller entrando por la puerta con unagran bolsa de lona negra. Últimamente, Toller estábebiendo mucho, y ayer por la tarde estaba borra-cho perdido; y cuando subí las escaleras, encontréla llave en la puerta. Sin duda, debió olvidarla allí. Elseñor y la señora Rucastle se encontraban en laplanta baja, y el niño estaba con ellos, así que dis-ponía de una oportunidad magnífica. Hice girar concuidado la llave en la cerradura, abrí la puerta y medeslicé a través de ella.

»Frente a mí se extendía un pequeño pasi-llo, sin empapelado y sin alfombra, que doblaba enángulo recto al otro extremo. A la vuelta de estaesquina había tres puertas seguidas; la primera y latercera estaban abiertas, y las dos daban a sendashabitaciones vacías, polvorientas y desangeladas,una con dos ventanas y la otra sólo con una, tancubiertas de suciedad que la luz crepuscular apenasconseguía abrirse paso a través de ellas. La puertadel centro estaba cerrada, y atrancada por fuera conuno de los barrotes de una cama de hierro, uno decuyos extremos estaba sujeto con un candado auna argolla en la pared, y el otro atado con una

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cuerda. También la cerradura estaba cerrada, y lallave no estaba allí. Indudablemente, esta puertaatrancada correspondía a la ventana cerrada que yohabía visto desde fuera; y, sin embargo, por el res-plandor que se filtraba por debajo, se notaba que lahabitación no estaba a oscuras. Evidentemente,había una claraboya que dejaba entrar la luz porarriba. Mientras estaba en el pasillo mirando aquellapuerta siniestra y preguntándome qué secreto ocul-taba, oí de pronto ruido de pasos dentro de la habi-tación y vi una sombra que cruzaba de un lado aotro en la pequeña rendija de luz que brillaba bajo lapuerta. Al ver aquello, se apoderó de mí un terrorloco e irrazonable, señor Holmes. Mis nervios, queya estaban de punta, me fallaron de repente, dimedia vuelta y eché a correr. Corrí como si detrásde mí hubiera una mano espantosa tratando deagarrar la falda de mi vestido. Atravesé el pasillo,crucé la puerta y fui a parar directamente en losbrazos del señor Rucastle, que esperaba fuera.

»- ¡Vaya! - dijo sonriendo- . ¡Así que era us-ted! Me lo imaginé al ver la puerta abierta.

»- ¡Estoy asustadísima! - gemí.

»- ¡Querida señorita! ¡Querida señorita! - nose imagina usted con qué dulzura y amabilidad lo

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decía- . ¿Qué es lo que la ha asustado, queridaseñorita?

»Pero su voz era demasiado zalamera; seestaba excediendo. Al instante me puse en guardiacontra él.

»- Fui tan tonta que me metí en el ala vacía- respondí- . Pero está todo tan solitario y tan sinies-tro con esta luz mortecina que me asusté y eché acorrer. ¡Hay allí un silencio tan terrible!

»- ¿Sólo ha sido eso? - preguntó, mirándo-me con insistencia.

»- ¿Pues qué se había creído? - pregunté ami vez.

»- ¿Por qué cree usted que tengo cerradaesta puerta?

»- Le aseguro que no lo sé.

»- Pues para que no entren los que no tie-nen nada que hacer ahí. ¿Entiende? - seguía son-riendo de la manera más amistosa.

»- Le aseguro que de haberlo sabido...

»- Bien, pues ya lo sabe. Y si vuelve a po-ner el pie en este umbral... - en un instante, la sonri-

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sa se endureció hasta convertirse en una mueca derabia y me miró con cara de demonio- ... la echaréal mastín.

»Estaba tan aterrada que no sé ni lo quehice. Supongo que salí corriendo hasta mi habita-ción. Lo siguiente que recuerdo es que estaba tiradaen mi cama, temblando de pies a cabeza. Entoncesme acordé de usted, señor Holmes. No podía seguirviviendo allí sin que alguien me aconsejara. Medaba miedo la casa, el dueño, la mujer, los criados,hasta el niño... Todos me parecían horribles. Sipudiera usted venir aquí, todo iría bien. Naturalmen-te, podría haber huido de la casa, pero mi curiosi-dad era casi tan fuerte como mi miedo. No tardé entomar una decisión: enviarle a usted un telegrama.Me puse el sombrero y la capa, me acerqué a laoficina de telégrafos, que está como a media millade la casa, y al regresar ya me sentía mucho mejor.Al acercarme a la puerta, me asaltó la terrible sos-pecha de que el perro estuviera suelto, pero meacordé de que Toller se había emborrachado aqueldía hasta quedar sin sentido, y sabía que era laúnica persona de la casa que tenía alguna influen-cia sobre aquella fiera y podía atreverse a dejarlasuelta. Entré sin problemas y permanecí despiertadurante media noche de la alegría que me daba el

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pensar en verle a usted. No tuve ninguna dificultaden obtener permiso para venir a Winchester estamañana, pero tengo que estar de vuelta antes delas tres, porque el señor y la señora Rucastle van asalir de visita y estarán fuera toda la tarde, así quetengo que cuidar del niño. Y ya le he contado todasmis aventuras, señor Holmes. Ojalá pueda usteddecirme qué significa todo esto y, sobre todo, quédebo hacer.

Holmes y yo habíamos escuchado hechiza-dos el extraordinario relato. Al llegar a este punto,mi amigo se puso en pie y empezó a dar zancadaspor la habitación, con las manos en los bolsillos yuna expresión de profunda seriedad en su rostro.

- ¿Está Toller todavía borracho? - preguntó.

- Sí. Esta mañana oí a su mujer decirle a laseñora Rucastle que no podía hacer nada con él.

- Eso está bien. ¿Y los Rucastle van a saliresta tarde?

- Sí.

- ¿Hay algún sótano con una buena cerra-dura?

- Sí, la bodega.

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- Me parece, señorita Hunter, que hastaahora se ha comportado usted como una mujervaliente y sensata. ¿Se siente capaz de realizar unahazaña más? No se lo pediría si no la considerarauna mujer bastante excepcional.

- Lo intentaré. ¿De qué se trata?

- Mi amigo y yo llegaremos a Copper Bee-ches a las siete. A esa hora, los Rucastle estaránfuera y Toller, si tenemos suerte, seguirá incapaz.Sólo queda la señora Toller, que podría dar la alar-ma. Si usted pudiera enviarla a la bodega con cual-quier pretexto y luego cerrarla con llave, nos facili-taría inmensamente las cosas.

- Lo haré.

- ¡Excelente! En tal caso, consideremos de-tenidamente el asunto. Por supuesto, sólo existeuna explicación posible. La han llevado a usted allípara suplantar a alguien, y este alguien está prisio-nero en esa habitación. Hasta aquí, resulta eviden-te. En cuanto a la identidad de la prisionera, no mecabe duda de que se trata de la hija, la señoritaAlice Rucastle si no recuerdo mal, la que le dijeronque se había marchado a América. Está claro que laeligieron a usted porque se parece a ella en la esta-

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tura, la figura y el color del cabello. A ella se lo hab-ían cortado, posiblemente con motivo de algunaenfermedad, y, naturalmente, había que sacrificartambién el suyo. Por una curiosa casualidad, en-contró usted su cabellera. El hombre de la carreteraera, sin duda, algún amigo de ella, posiblemente sunovio; y al verla a usted, tan parecida a ella y conuno de sus vestidos, quedó convencido, primero porsus risas y luego por su gesto de desprecio, de quela señorita Rucastle era absolutamente feliz y ya nodeseaba sus atenciones. Al perro lo sueltan por lasnoches para impedir que él intente comunicarse conella. Todo esto está bastante claro. El aspecto másgrave del caso es el carácter del niño. - ¿Qué de-monios tiene que ver eso? - exclamé.

- Querido Watson: usted mismo, en supráctica médica, está continuamente sacando de-ducciones sobre las tendencias de los niños, me-diante el estudio de los padres. ¿No comprende queel procedimiento inverso es igualmente válido? Conmucha frecuencia he obtenido los primeros indiciosfiables sobre el carácter de los padres estudiando asus hijos. El carácter de este niño es anormalmentecruel, por puro amor a la crueldad, y tanto si lo haheredado de su sonriente padre, que es lo másprobable, como si lo heredó de su madre, no presa-

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gia nada bueno para la pobre muchacha que seencuentra en su poder.

- Estoy convencida de que tiene ustedrazón, señor Holmes - exclamó nuestra cliente- . Mehan venido a la cabeza mil detalles que me conven-cen de que ha dado en el clavo. ¡Oh, no perdamosun instante y vayamos a ayudar a esta pobre mujer!

- Debemos actuar con prudencia, porquenos enfrentamos con un hombre muy astuto. Nopodemos hacer nada hasta las siete. A esa horaestaremos con usted, y no tardaremos mucho enresolver el misterio.

Fieles a nuestra palabra, llegamos a CopperBeeches a las siete en punto, tras dejar nuestrocarricoche en un bar del camino. El grupo de hayas,cuyas hojas oscuras brillaban como metal bruñido ala luz del sol poniente, habría bastado para identifi-car la casa aunque la señorita Hunter no hubieraestado aguardando sonriente en el umbral de lapuerta.

- ¿Lo ha conseguido? - preguntó Holmes.

Se oyeron unos fuertes golpes desde algúnlugar de los sótanos.

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- Ésa es la señora Toller desde la bodega -dijo la señorita Hunter- . Su marido sigue roncando,tirado en la cocina. Aquí están las llaves, que sonduplicados de las del señor Ruscastle.

- ¡Lo ha hecho usted de maravilla! - exclamóHolmes con entusiasmo- . Indíquenos el camino ypronto veremos el final de este siniestro enredo.

Subimos la escalera, abrimos la puerta, re-corrimos un pasillo y nos encontramos ante la puer-ta atrancada que la señorita Hunter había descrito.Holmes cortó la cuerda y retiró el barrote. A conti-nuación, probó varias llaves en la cerradura, perono consiguió abrirla. Del interior no llegaba ningúnsonido, y la expresión de Holmes se ensombrecióante aquel silencio.

- Espero que no hayamos llegado demasia-do tarde - dijo- . Creo, señorita Hunter, que serámejor que no entre con nosotros. Ahora, Watson,arrime el hombro y veamos si podemos abrirnospaso.

Era una puerta vieja y destartalada que ce-dió a nuestro primer intento. Nos precipitamos jun-tos en la habitación y la encontramos desierta. Nohabía más muebles que un camastro, una mesita y

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un cesto de ropa blanca. La claraboya del techoestaba abierta, y la prisionera había desaparecido.

- Aquí se ha cometido alguna infamia - dijoHolmes- . Nuestro amigo adivinó las intenciones dela señorita Hunter y se ha llevado a su víctima a otraparte.

- Pero ¿cómo?

- Por la claraboya. Ahora veremos cómo selas arregló - se izó hasta el tejado- . ¡Ah, sí! - ex-clamó- . Aquí veo el extremo de una escalera demano apoyada en el alero. Así es como lo hizo.

- Pero eso es imposible - dijo la señoritaHunter- . La escalera no estaba ahí cuando se mar-charon los Rucastle.

- Él volvió y se la llevó. Ya le digo que es untipo astuto y peligroso. No me sorprendería muchoque esos pasos que se oyen por la escalera seansuyos. Creo, Watson, que más vale que tenga pre-parada su pistola.

Apenas había acabado de pronunciar estaspalabras cuando apareció un hombre en la puertade la habitación, un hombre muy gordo y corpulentocon un grueso bastón en la mano. Al verlo, la seño-

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rita Hunter soltó un grito y se encogió contra la pa-red, pero Sherlock Holmes dio un salto adelante y lehizo frente.

- ¿Dónde está su hija, canalla? - dijo.

El gordo miró en torno suyo y despuéshacia la claraboya abierta.

- ¡Soy yo quien hace las preguntas! - chilló-. ¡Ladrones! ¡Espías y ladrones! ¡Pero os he cogido!¡Os tengo en mi poder! ¡Ya os daré yo! - dio mediavuelta y corrió escaleras abajo, tan deprisa comopudo.

- ¡Ha ido a por el perro! - gritó la señoritaHunter.

- Tengo mi revólver - dije yo.

- Más vale que cerremos la puerta principal- gritó Holmes, y todos bajamos corriendo las esca-leras.

Apenas habíamos llegado al vestíbulocuando oímos el ladrido de un perro y a continua-ción un grito de agonía, junto con un gruñido horri-ble que causaba espanto escuchar. Un hombre deedad avanzada, con el rostro colorado y las piernas

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temblorosas, llegó tambaleándose por una puertalateral.

- ¡Dios mío! - exclamó- . ¡Alguien ha soltadoal perro, y lleva dos días sin comer! ¡Deprisa, depri-sa, o será demasiado tarde!

Holmes y yo nos abalanzamos fuera y do-blamos la esquina de la casa, con Toller siguiéndo-nos los pasos. Allí estaba la enorme y hambrientafiera, con el hocico hundido en la garganta de Ru-castle, que se retorcía en el suelo dando alaridos.Corrí hacia ella y le volé los sesos. Se desplomócon sus blancos y afilados dientes aún clavados enla papada del hombre. Nos costó mucho trabajosepararlos. Llevamos a Rucastle, vivo, pero horri-blemente mutilado, a la casa, y lo tendimos sobre elsofá del cuarto de estar. Tras enviar a Toller, que sehabía despejado de golpe, a que informara a suesposa de lo sucedido, hice lo que pude por aliviarsu dolor. Nos encontrábamos todos reunidos entorno al herido cuando se abrió la puerta y entró enla habitación una mujer alta y demacrada.

- ¡Señora Toller! - exclamó la señorita Hun-ter.

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- Sí, señorita. El señor Rucastle me sacó dela bodega cuando volvió, antes de subir a por uste-des. ¡Ah, señorita! Es una pena que no me informa-ra usted de sus planes, porque yo podía haberledicho que se molestaba en vano.

- ¿Ah, sí? - dijo Holmes, mirándola intensa-mente- . Está claro que la señora Toller sabe másdel asunto que ninguno de nosotros.

- Sí, señor. Sé bastante y estoy dispuesta acontar lo que sé.

- Entonces, haga el favor de sentarse yoigámoslo, porque hay varios detalles en los quedebo confesar que aún estoy a oscuras.

- Pronto se lo aclararé todo - dijo ella- . Y lohabría hecho antes si hubiera podido salir de labodega. Si esto pasa a manos de la policía y losjueces, recuerden ustedes que yo fui la única queles ayudó, y que también era amiga de la señoritaAlice.

»Nunca fue feliz en casa, la pobre señoritaAlice, desde que su padre se volvió a casar. Se lamenospreciaba y no se la tenía en cuenta para na-da. Pero cuando las cosas se le pusieron verdade-ramente mal fue después de conocer al señor Fow-

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ler en casa de unos amigos. Por lo que he podidosaber, la señorita Alice tenía ciertos derechos pro-pios en el testamento, pero como era tan callada ypaciente, nunca dijo una palabra del asunto y lodejaba todo en manos del señor Rucastle. Él sabíaque no tenía nada que temer de ella. Pero en cuan-to surgió la posibilidad de que se presentara unmarido a reclamar lo que le correspondía por ley, elpadre pensó que había llegado el momento de po-ner fin a la situación. Intentó que ella le firmara undocumento autorizándole a disponer de su dinero,tanto si ella se casaba como si no. Cuando ella senegó, él siguió acosándola hasta que la pobre chicaenfermó de fiebre cerebral y pasó seis semanasentre la vida y la muerte. Por fin se recuperó, aun-que quedó reducida a una sombra de lo que era ycon su precioso cabello cortado. Pero aquello nosupuso ningún cambio para su joven galán, que semantuvo tan fiel como pueda serlo un hombre.

- Ah - dijo Holmes- . Creo que lo que ha te-nido usted la amabilidad de contarnos aclara bas-tante el asunto, y que puedo deducir lo que falta.Supongo que entonces el señor Rucastle recurrió alencierro.

- Sí, señor.

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- Y se trajo de Londres a la señorita Hunterpara librarse de la desagradable insistencia del se-ñor Fowler.

- Así es, señor.

- Pero el señor Fowler, perseverante comotodo buen marino, puso sitio a la casa, habló conusted y, mediante ciertos argumentos, monetarios ode otro tipo, consiguió convencerla de que sus in-tereses coincidían con los de usted.

- El señor Fowler es un caballero muy ga-lante y generoso - dijo la señora Toller tranquila-mente.

- Y de este modo, se las arregló para que asu marido no le faltara bebida y para que hubierauna escalera preparada en el momento en que susseñores se ausentaran.

- Ha acertado; ocurrió tal y como usted lodice.

- Desde luego, le debemos disculpas, seño-ra Toller - dijo Holmes- . Nos ha aclarado sin lugar adudas todo lo que nos tenía desconcertados. Aquíllegan el médico y la señora Rucastle. Creo, Wat-son, que lo mejor será que acompañemos a la se-

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ñorita Hunter de regreso a Winchester, ya que meparece que nuestro locus stand¡ es bastante discu-tible en estos momentos.

Y así quedó resuelto el misterio de la sinies-tra casa con las hayas cobrizas frente a la puerta. Elseñor Rucastle sobrevivió, pero quedó destrozadopara siempre, y sólo se mantiene vivo gracias a loscuidados de su devota esposa. Siguen viviendo consus viejos criados, que probablemente saben tantosobre el pasado de Rucastle que a éste le resultadifícil despedirlos. El señor Fowler y la señorita Ru-castle se casaron en Southampton con una licenciaespecial al día siguiente de su fuga, y en la actuali-dad él ocupa un cargo oficial en la isla Mauricio. Encuanto a la señorita Violet Hunter, mi amigo Hol-mes, con gran desilusión por mi parte, no manifestómás interés por ella en cuanto la joven dejó deconstituir el centro de uno de sus problemas. En laactualidad dirige una escuela privada en Walsall,donde creo que ha obtenido un considerable éxito.