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AIRE FRÍO H. P. LOVECRAFT AIRE FRÍO H. P. LOVECRAFT Me piden que explique por qué temo las corrientes de aire frío, por qué tirito más que otros al entrar en una habitación fría y parece como si sintiera náuseas y repulsión cuando el fresco viento de anochecer empieza a deslizarse por entre la calurosa atmósfera de un apacible día otoñal. Según algunos, reacciono frente al frío como otros lo hacen frente a los malos olores, impresión ésta que no negaré. Lo que haré es referir el caso más espeluznante que me ha sucedido, para que ustedes juzguen en consecuencia si constituye o no una razonada explicación de esta peculiaridad mía. Es una equivocación creer que el horror se asocia inextricablemente con la oscuridad, el silencio y la soledad. Yo me di de bruces con él en plena tarde, en pleno ajetreo de la gran urbe y en medio del bullicio propio de una destartalada y modesta pensión, en compañía de una prosaica patrona y dos fornidos hombrs. En la primavera de 1923 había conseguido un trabajo bastante monótono y mal remunerado en una revista de la ciudad de Nueva York; y viéndome imposibilitado de pagar un sustancioso alquiler, empecé a mudarme de una pensión barata a otra en busca de una habitación que reuniera las cualidades de una cierta limpieza, un mobiliario que pudiera pasar y un precio lo más razonable posible. Pronto comprobé que no quedaba más remedio que elegir entre soluciones malas, pero tras algún tiempo recalé en una casa situada en la calle Catorce Oeste que me desagradó bastante menos que las otras en que me había alojado hasta entonces. El lugar en cuestión era una mansión de piedra rojiza de cuatro pisos, que debía datar de finales de la década de 1840, y provista de mármol y obra de marquetería cuyo herrumboso y descolorido esplendor era muestra de la exquisita opulencia que debió tener en otras épocas. En las habitaciones, amplias y de techo alto, empapeladas con el peor gusto y ridículamente adornadas con artesonado de escayola, había un persistente olor a humedad y a dudosa cocina. Pero los suelos estaban limpios, la ropa de cama UNIVERSIDAD MISKATÓNICA LOVECRAFTIANA 1

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    Me piden que explique por qué temo las corrientes de airefrío, por qué tirito más que otros al entrar en una habitaciónfría y parece como si sintiera náuseas y repulsión cuando elfresco viento de anochecer empieza a deslizarse por entre lacalurosa atmósfera de un apacible día otoñal. Según algunos,reacciono frente al frío como otros lo hacen frente a losmalos olores, impresión ésta que no negaré. Lo que haré esreferir el caso más espeluznante que me ha sucedido, paraque ustedes juzguen en consecuencia si constituye o no unarazonada explicación de esta peculiaridad mía.Es una equivocación creer que el horror se asociainextricablemente con la oscuridad, el silencio y la soledad.Yo me di de bruces con él en plena tarde, en pleno ajetreo dela gran urbe y en medio del bullicio propio de unadestartalada y modesta pensión, en compañía de una prosaicapatrona y dos fornidos hombrs. En la primavera de 1923había conseguido un trabajo bastante monótono y malremunerado en una revista de la ciudad de Nueva York; yviéndome imposibilitado de pagar un sustancioso alquiler,empecé a mudarme de una pensión barata a otra en busca deuna habitación que reuniera las cualidades de una ciertalimpieza, un mobiliario que pudiera pasar y un precio lo másrazonable posible. Pronto comprobé que no quedaba másremedio que elegir entre soluciones malas, pero tras algúntiempo recalé en una casa situada en la calle Catorce Oesteque me desagradó bastante menos que las otras en que mehabía alojado hasta entonces.El lugar en cuestión era una mansión de piedra rojiza decuatro pisos, que debía datar de finales de la década de 1840,y provista de mármol y obra de marquetería cuyoherrumboso y descolorido esplendor era muestra de laexquisita opulencia que debió tener en otras épocas. En lashabitaciones, amplias y de techo alto, empapeladas con elpeor gusto y ridículamente adornadas con artesonado deescayola, había un persistente olor a humedad y a dudosacocina. Pero los suelos estaban limpios, la ropa de cama

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    podía pasar y el agua caliente apenas se cortaba o enfriaba,de forma que llegué a considerarlo como un lugar cuandomenos soportable para hibernar hasta el día en que pudieravolver realmente a vivir. La patrona, una desaliñada y casibarbuda mujer española apellidada Herrero, no meimportunaba con habladurías ni se quejaba cuando dejabaencendida la luz hasta altas horas en el vestíbulo de mi tercerpiso; y mis compañeros de pensión eran tan pacíficos y pococomunicativos como desearía, tipos toscos, españoles en sumayoría, apenas con el menor grado de educación. Sólo elestrépito de los coches que circulaban por la calle constituíauna auténtica molestia. Llevaría allí unas tres semanas cuando se produjo el primerextraño incidente. Una noche, a eso de las ocho, oí como sicayeran gotas en el suelo y de repente advertí que llevaba unrato respirando el acre olor característico del amoníaco. Trasechar una mirada a mi alrededor, vi que el techo estabahúmedo y goteaba; la humedad procedía, al parecer, de unángulo de la fachada que daba a la calle. Deseoso de cortarlaen su origen, me dirigí apresuradamente a la planta baja paradecírselo a la patrona, quien me aseguró que el problema sesolucionaría de inmediato.- El doctor Muñoz - dijo en voz alta mientras corría escalerasarriba delante de mí -, ha debido derramar algún productoquímico. Está demasiado enfermo para cuidar de sí mismo -cada día que pasa está más enfermo -, pero no quiere quenadie le atienda. Tiene una enfermedad muy extraña. Todo eldía se lo pasa tomando baños de un olor la mar de raro y nopuede excitarse ni acalorarse. El mismo se hace la limpieza;su pequeña habitación está llena de botellas y de máquinas, yno ejerce de médico. Pero en otros tiempos fue famoso - mipadre oyó hablar de él en Barcelona -, y no hace mucho lecuró al fontanero un brazo que se había herido en unaccidente. Jamás sale. Todo lo más se le ve de vez en cuandoen la terraza, y mi hijo Esteban le lleva a la habitación lacomida, la ropa limpia, las medicinas y los preparadosquímicos. ¡Dios mío, hay que ver la sal de amoníaco quegasta ese hombre para estar siempre fresco! Mrs. Herrero desapareció por el hueco de la escalera endirección al cuarto piso, y yo volví a mi habitación. El

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    amoníaco dejó de gotear y, mientras recogía el que se habíavertido y abría la ventana para que entrase aire, oí arriba losmacilentos pasos de la patrona. Nunca había oído hablar aldoctor Muñoz, a excepción de ciertos sonidos que parecíanmás bien propios de un motor de gasolina. Su andar eracalmo y apenas perceptible. Por unos instantes me inquirí quéextraña dolencia podía tener aquel hombre, y si su obstinadanegativa a cualquier auxilio proveniente del exterior no seríasino el resultado de una extravagancia sin fundamentoaparente. Hay, se me ocurrió pensar, un tremendo pathos enel estado de aquellas personas que en algún momento de suvida han ocupado una posición alta y posteriormente la hanperdido.Tal vez no hubiera nunca conocido nunca al doctor Muñoz,de no haber sido por el ataque al corazón que de repente sufríuna mañana mientras escribía en mi habitación. Los médicosme habían advertido del peligro que corría si me sobreveníantales accesos, y sabía que no había tiempo que perder. Asípues, recordando lo que la patrona había dicho acerca de loscuidados prestados por aquel enfermo al obrero herido, mearrastré como pude hasta el piso superior y llamé débilmentea la puerta justo encima de la mía. Mis golpes fueroncontestados en buen inglés por una extraña voz, situada acierta distancia a la derecha de la puerta, que preguntó cuálera mi nombre y el objeto de mi visita; aclarados ambosputos, se abrió la puerta contigua a la que yo había llamado. Un soplo de aire frío salió a recibirme a manera de saludo, yaunque era uno de esos días calurosos de finales de junio, mepuse a tiritar al traspasar el umbral de una amplia estancia,cuya elegante y suntuosa decoración me sorprendió en tandestartalado y mugriento nido. Una cama plegabledesempeñaba ahora su diurno papel de sofá, y los muebles decaoba, lujosas cortinas, antiguos cuadros y añejas estanteríashacían pensar más en le estudio de un señor de buena crianzaque en la habitación de una casa de huéspedes. Pude ver queel vestíbulo que había encima del mío - la "pequeñahabitación" llena de botellas y máquinas a la que se habíareferido Mrs. Herrero - no era sino el laboratorio del doctor,y que la principal habitación era la espaciosa pieza contigua aéste cuyos confortables nichos y amplio cuarto de baño le

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    permitían ocultar todos los aparadores y engorrosos ingeniosutilitarios. El doctor Muñoz, no cabía duda, era todo uncaballero culto y refinado.La figura que tenía ante mí era de estatura baja peroextraordinariamente bien proporcionada, y llevaba un traje untanto formal de excelente corte. Una cara de noblesfacciones, de expresión firme aunque no arrogante, adornadapor una recortada barba de color gris metálico, y unosanticuados quevedos que protegían unos oscuros y grandesojos coronando una nariz aguileña, conferían un toquemoruno a una fisonomía por lo demás predominanteceltibérica. El abundante y bien cortado pelo, que era pruebade puntuales visitas al barbero, estaba partido con gracia poruna raya encima de su respetable frente. Su aspecto generalsugería una inteligencia fuera de lo corriente y una crianza yeducación excelente.No obstante, al ver al doctor Muñoz en medio de aquelchorro de aire frío, experimenté una repugnancia que nada ensu aspecto parecía justificar. Sólo la palidez de su tez y laextrema frialdad de su tacto podrían haber proporcionado unfundamento físico para semejante sensación, e incluso ambosdefectos eran excusables habida cuenta de la enfermedad quepadecía aquel hombre. Mi desagradable impresión pudotambién deberse a aquel extraño frío, pues no tenía nada denormal en tan caluroso día, y lo anormal suscita siempreaversión, desconfianza y miedo.Pero la repugnancia cedió pronto paso a la admiración, pueslas extraordinarias dotes de aquel singular médico sepusieron al punto de manifiesto a pesar de aquellas heladas ytemblorosas manos por las que parecía no circular sangre. Lebastó una mirada para saber lo que me pasaba, siendo susauxilios de una destreza magistral. Al tiempo, metranquilizaba con una voz finamente modulada, aunqueextrañamente hueca y carente de todo timbre, diciéndomeque él era el más implacable enemigo de la muerte, y quehabía gastado su fortuna personal y perdido a todos susamigos por dedicarse toda su vida a extraños experimentospara hallar la forma de detener y extirpar la muerte. Algo debenevolente fanatismo parecía advertirse en aquel hombre,mientras seguía hablando en un tono casi locuaz al tiempo

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    que me auscultaba el pecho y mezclaba las drogas que habíacogido de la pequeña habitación destinada a laboratorio hastaconseguir la dosis debida. Evidentemente, la compañía de unhombre educado debió parecerle una rara novedad en aquelmiserable antro, de ahí que se lanzara a hablar más de loacostumbrado a medida que rememoraba tiempos mejores.Su voz, aunque algo rara, tenía al menos un efecto sedante; yni siquiera pude percibir su respiración mientras las fluidasfrases salían con exquisito esmero de su boca. Trató dedistraerme de mis preocupaciones hablándome de sus teoríasy experimentos, y recuerdo con qué tacto me consoló acercade mi frágil corazón insistiendo en que la voluntad y laconciencia son más fuertes que la vida orgánica misma.Decía que si lograba mantenerse saludable y en buen estadoel cuerpo, se podía, mediante el esforzamiento científico dela voluntad y la conciencia, conservar una especie de vidanerviosa, cualesquiera que fuesen los graves defectos,disminuciones o incluso ausencias de órganos específicosque se sufrieran. Algún día, me dijo medio en broma, meenseñaría cómo vivir -, o, al menos, llevar una ciertaexistencia consciente - ¡sin corazón! Por su parte, sufría deuna serie dolencias que le obligaban a seguir un régimen muyestricto, que incluía la necesidad de estar expuestoconstantemente al frío. Cualquier aumento apreciable de latemperatura podía, caso de prolongarse, afectarle fatalmente;y había logrado mantener el frío que reinaba en su estancia -de unos 11 a 12 grados - gracias a un sistema absorbente deenfriamiento por amoníaco, cuyas bombas eran accionadaspor el motor de gasolina que con tanta frecuencia oía desdemi habitación situada justo debajo.Recuperado del ataque en un tiempo extraordinariamentebreve, salí de aquel lugar helado convertido en fervientediscípulo y devoto del genial recluso. A partir de ese día, lehice frecuentes visitas siempre con el abrigo puesto. Leescuchaba atentamente mientras hablaba de secretasinvestigaciones y resultados casi escalofriantes, y unestremecimiento se apoderó de mí al examinar los singularesy sorprendentes volúmenes antiguos que se alineaban en lasestanterías de su biblioteca. Debo añadir que me encontrabaya casi completamente curado de mi dolencia, gracias a sus

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    acertados remedios. Al parecer, el doctor Muñoz nodesdeñaba los conjuros de los medievalistas, pues creía queaquellas fórmulas crípticas contenían raros estímulospsicológicos que bien podrían tener efectos indecibles sobrela sustancia de un sistema nervioso en el que ya no se dieranpulsaciones orgánicas. Me impresionó grandemente lo queme contó del anciano doctor Torres, de Valencia, con quienrealizó sus primeros experimentos y que le atendió a él en elcurso de la grave enfermedad que padeció 18 años atrás, y dela que procedían sus actuales trastornos, al poco tiempo desalvar a su colega, el anciano médico sucumbió víctima de lagran tensión nerviosa a que se vió sometido, pues el doctorMuñoz me susurró claramente al oído - aunque no con detalle- que los métodos de curación empleados habían sido de todopunto excepcionales, con terapéuticas que no seríanseguramente del agrado de los galenos de cuño tradicional yconservador. A medida que transcurrían las semanas, observé con dolorque el aspecto físico de mi amigo iba desmejorándose, lentapero irreversiblemente, tal como me había dicho Mrs.Herrero. Se intensificó el lívido aspecto de su semblante, suvoz se hizo más hueca e indistinta, sus movimientosmusculares perdían coordinación de día en día y su cerebro yvoluntad desplegaban menos flexibilidad e iniciativa. Eldoctor Muñoz parecía darse perfecta cuenta de tanlamentable empeoramiento, y poco a poco su expresión yconversación fueron adquiriendo un matiz de horrible ironíaque me hizo recobrar algo de la indefinida repugnancia queexperimenté al conocerle. El doctor Muñoz adquirió con eltiempo extraños caprichos, aficionándose a las especiasexóticas y al incienso egipcio, hasta el punto de que suhabitación se impregnó de un olor semejante al de la tumbade un faraón enterrado en el Valle de los Reyes. Al mismotiempo, su necesidad de aire frío fue en aumento, y, con miayuda, amplió los conductos de amoníaco de su habitación ytransformó las bombas y sistemas de alimentación de lamáquina de refrigeración hasta lograr que la temperaturadescendiera a un punto entre uno y cuatro grados, y,finalmente, incluso a dos bajo cero; el cuarto de baño y ellaboratorio conservaban una temperatura algo más alta, a fin

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    de que el agua no se helara y pudieran darse los procesosquímicos. El huésped que habitaba en la habitación contiguase quejó del aire glacial que se filtraba a través de la puertade comunicación, así que tuve que ayudar al doctor a ponerunos tupidos cortinajes para solucionar el problema. Unaespecie de creciente horror, desmedido y morboso, parecióapoderarse de él. No cesaba de hablar de la muerte, peroestallaba en sordas risas cuando, en le curso de laconversación, se aludía con suma delicadeza a cosas comolos preparativos para el entierro o los funerales.Con el tiempo, el doctor acabó convirtiéndose en unadesconcertante y hasta desagradable compañía. Pero, en migratitud por haberme curado, no podía abandonarle en manosde los extraños que le rodeaban, así que tuve buen cuidado delimpiar su habitación y atenderle en sus necesidadescotidianas, embutido en un grueso gabán que me compréespecialmente para tal fin. Asimismo, le hacía el grueso desus compras, aunque no salía de mi estupor ante algunos delos artículos que me encargaba comprar en las farmacias yalmacenes de productos químicos.Una creciente e indefinible atmósfera de pánico parecíadesprenderse de su estancia. La casa entera, como ya hedicho, despedía un olor a humedad; pero el olor de lashabitaciones del doctor Muñoz era aún peor, y, no obstantelas especias, el incienso y el acre, perfume de los productosquímicos de los ahora incesantes baños - que insistía entomar sin ayuda alguna -, comprendí que aquel olor debíaguardar relación con su enfermedad, y me estremecí al pensarcual podría ser. Mrs. Herrero se santiguaba cada vez que secruzaba con él, y finalmente lo abandonó por entero en mismanos, no dejando siquiera que su hijo Esteban siguiesehaciéndole los recados. Cuando yo le sugería la convenienciade avisar a otro médico, el paciente montaba en el máximoestado de cólera que parecía atreverse a alcanzar. Temía sinduda el efecto físico de una violenta emoción, pero suvoluntad y coraje crecían en lugar de menguar, negándose ameterse en la cama. La lasitud de los primeros días de suenfermedad dio paso a un retorno de su vehemente ánimo,hasta el punto de que parecía desafiar a gritos al demonio dela muerte aun cuando corriese el riesgo de que el tradicional

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    enemigo se apoderase de él. Dejó prácticamente de comer,algo que curiosamente siempre dio la impresión de ser unaformalidad en él, y sólo la energía mental que le restabaparecía librarle del colapso definitivo.Adquirió la costumbre de escribir largos documentos, quesellaba con cuidado y llenaba de instrucciones para que a sumuerte los remitiera yo a sus destinatarios. Estos eran en sumayoría de las Indias Occidentales, pero entre ellos seencontraba un médico francés famoso en otro tiempo y al queahora se daba por muerto, y del que se decían las cosas másincreíbles. Pero lo que hice en realidad, fue quemar todos losdocumentos antes de enviarlos o abrirlos. El aspecto y la vozdel doctor Muñoz se volvieron absolutamente espantosos ysu presencia casi insoportable. Un día de septiembre, unainesperada mirada suscitó una crisis epiléptica en un hombreque había venido a reparar la lámpara eléctrica de su mesa detrabajo, ataque éste del que se recuperó gracias a lasindicaciones del doctor mientras se mantenía lejos de suvista. Aquel hombre, harto sorprendentemente, había vividolos horrores de la gran guerra sin sufrir tamaña sensación deterror.Un día, a mediados de octubre, sobrevino el horror de loshorrores de forma pasmosamente repentina. Una noche, a esode las once, se rompió la bomba de la máquina derefrigeración, por lo que pasadas tres horas resultó imposiblemantener el proceso de enfriamiento del amoníaco. El doctorMuñoz me avisó dando golpes en el suelo, y yo hice loimposible por repara la avería, mientras mi vecino no cesabade lanzar imprecaciones en una voz tan exánime yespeluznantemente hueca que excede toda posibledescripción. Mis esfuerzos de aficionado, empero, resultaroninútiles; y cuando al cabo de un rato me presenté con unmecánico de un garaje nocturno cercano, comprobamos quenada podía hacerse hasta la mañana siguiente, pues hacíafalta un nuevo pistón. La rabia y el pánico del moribundoermitaño adquirieron proporciones grotescas, dando laimpresión de que fuera a quebrarse lo que quedaba de sudebilitado físico, hasta que en un momento dado un espasmole obligó a llevarse las manos a los ojos y precipitarse hacia

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    el cuarto de baño. Salió de allí a tientas con el rostrofuertemente vendado y ya no volví a ver sus ojos.El frío reinante en la estancia empezó a disminuir de formaharto apreciable y a eso de las cinco de la mañana el doctorse retiró al cuarto de baño, al tiempo que me encargaba leprocurase todo el hielo que pudiera conseguir en las tiendas ycafeterías abiertas durante la noche. Cada vez que regresabada alguna de mis desalentadoras correrías y dejaba el botíndelante de la puerta cerrada del baño, podía oír un incansablechapoteo dentro y una voz ronca que gritaba "¡Más! ¡Más!".Finalmente, amaneció un caluroso día, y las tiendas fueronabriendo una tras otra. Le pedí a Esteban que me ayudara enla búsqueda del hielo mientras yo me encargaba de conseguirel pistón. Pero, siguiendo las órdenes de su madre, elmuchacho se negó en redondo. En última instancia, contraté los servicios de un haragán deaspecto zarrapastroso a quien encontré en la esquina de laOctava Avenida, a fin de que le subiera al paciente hielo deuna pequeña tienda en que le presenté, mientras yo meentregaba con la mayor diligencia a la tarea de encontrar unpistón para la bomba y conseguir los servicios de unosobreros competentes que lo instalaran. La tarea parecíainterminable, y casi llegué a montar tan en cólera como miermitaño vecino al ver cómo transcurrían las horas yendo deacá para allá sin aliento y sin ingerir alimento alguno, trasmucho telefonear en vano e ir de un lado a otro en metro yautomóvil. Serían las doce cuando muy lejos del centroencontré un almacén de repuestos donde tenían lo quebuscaba, y aproximadamente hora y media después llegaba ala pensión con el instrumental necesario y dos fornidos yavezados mecánicos. Había hecho todo lo que estaba en mimano, y sólo me quedaba esperar que llegase a tiempo.Sin embargo, un indecible terror me había precedido. La casaestaba totalmente alborotada, y por encima del incesanteparloteo de las atemorizadas voces pude oír a un hombre querezaba con profunda voz de bajo. Algo diabólico flotaba en elambiente, y los huéspedes pasaban las cuentas de sus rosariosal llegar hasta ellos el olor que salía por debajo de laatrancada puerta del doctor. Al parecer, el tipo que habíacontratado salió precipitadamente dando histéricos alaridos al

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    poco de regresar de su segundo viaje en busca de hielo: quizáse debiera todo a un exceso de curiosidad. En la precipitadahuida no pudo, desde luego, cerrar la puerta tras de sí; pero locierto es que estaba cerrada y, a lo que parecía, desde elinterior. Dentro no se oía el menor ruido, salvo un indefiniblegoteo lento y espeso.Tras consultar brevemente con Mrs. Herrero y los obreros, noobstante el miedo que me tenía atenazado, opiné que lo mejorsería forzar la puerta; pero la patrona halló el modo de hacergirar la llave desde el exterior sirviéndose de un artilugio dealambre. Con anterioridad, habíamos abierto las puertas delresto de las habitaciones de aquel ala del edificio, y otro tantohicimos con todas las ventanas. A continuación, y protegidaslas narices con pañuelos, penetramos temblando de miedo enla hedionda habitación del doctor que, orientada al mediodía,abrasaba con el caluroso sol de primeras horas de la tarde.Una especie de rastro oscuro y viscoso llevaba desde lapuerta abierta del cuarto de baño a la puerta de vestíbulo, ydesde aquí al escritorio, donde se había formado un horriblecharco. Encima de la mesa había un trozo de papel,garrapateado a lápiz por una repulsiva y ciega mano,terriblemente manchado, también, al parecer, por las mismasgarras que trazaron apresuradamente las últimas palabras. Elrastro llevaba hasta el sofá en donde finalizabainexplicablemente.Lo que había, o hubo, en el sofá es algo que no puedo ni meatrevo a decir aquí. Pero esto es lo que, en medio de unestremecimiento general, descifré del pringoso yembardunado papel, antes de sacar una cerilla y prenderlafuego hasta quedar sólo una pavesa, lo que conseguí descifraraterrorizado mientras la patrona y los dos mecánicos salíandisparados de aquel infernal lugar hacia la comisaría máspróxima para balbucear sus incoherentes historias. Lasnauseabundas palabras resultaban poco menos que increíblesen aquella amarillenta luz solar, con el estruendo de loscoches y camiones que subían tumultuosamente de laabigarrada Calle Catorce..., pero debo confesar que en aquelmomento creí lo que decían. Si las creo ahora es algo quesinceramente ignoro. Hay cosas acerca de las cuales es mejorno especular, y todo lo que puedo decir es que no soporto lo

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    más mínimo el olor a amoníaco y que me siento desfallecerante una corriente de aire excesivamente frío.- Ha llegado el final - rezaban aquellos hediondos garrapatos-. No queda hielo... El hombre ha lanzado una mirada y hasalido corriendo. El calor aumenta por momentos, y lostejidos no pueden resistir. Me imagino que lo sabe... lo quedije sobre la voluntad, los nervios y la conservación delcuerpo una vez que han dejado de funcionar los órganos.Como teoría era buena, pero no podía mantenerseindefinidamente. No conté con el deterioro gradual. El doctorTorres lo sabía, pero murió de la impresión. No fue capaz desoportar lo que hubo de hacer: tuvo que introducirme en unlugar extraño y oscuro, cuando hizo caso a lo que le pedía enmi carta, y logró curarme. Los órganos no volvieron afuncionar. Tenía que hacerse a mi manera - conservaciónartificial - pues, ¿comprende?, yo fallecí en aquel entonces,hace ya dieciocho años.

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  • ALGUNAS NOTAS SOBRE ALGO QUE NO EXISTE por H. P. Lovecraft (1890-1937). Escrito publicado de forma póstuma. Título original en inglés: «Some Notes On A Nonentity»

    Para mí, la principal dificultad al escribir una autobiografía es encontrar algoimportante que contar. Mi existencia ha sido reservada, poco agitada y nadasobresaliente; y en el mejor de los casos sonaría tristemente monótona y aburridasobre el papel.

    Nací en Providence, R.I. -donde he vivido siempre, excepto por dos pequeñasinterrupciones- el 20 de agosto de 1890; de vieja estirpe de Rhode Island por partede mi madre, y de una línea paterna de Devonshire domiciliada en el estado deNueva York desde 1827.

    Los intereses que me llevaron a la literatura fantástica aparecieron muy temprano,pues hasta donde puedo recordar claramente me encantaban las ideas e historiasextrañas, y los escenarios y objetos antiguos. Nada ha parecido fascinarme tantocomo el pensamiento de alguna curiosa interrupción de las prosaicas leyes de laNaturaleza, o alguna intrusión monstruosa en nuestro mundo familiar por parte decosas desconocidas de los ilimitados abismos exteriores.

    Cuando tenía tres años o menos escuchaba ávidamente los típicos cuentos dehadas, y los cuentos de los hermanos Grimm están entre las primeras cosas queleí, a la edad de cuatro años. A los cinco me reclamaron Las mil y una noches, ypasé horas jugando a los árabes, llamándome «Abdul Alhazred», lo que algúnamable anciano me había sugerido como típico nombre sarraceno. Fue muchosaños más tarde, sin embargo, cuando pensé en darle a Abdul un puesto en elsigloVIII y atribuirle el temido e inmencionable Necronomicon!

    Pero para mí los libros y las leyendas no detentaron el monopolio de la fantasía.En las pintorescas calles y colinas de mi ciudad nativa, donde los tragaluces de laspuertas coloniales, los pequeños ventanales y los graciosos campanariosgeorgianos todavía mantienen vivo el encanto del siglo XVIII, sentía una magiaentonces y ahora difícil de explicar. Los atardeceres sobre los tejados extendidospor la ciudad, tal como se ven desde ciertos miradores de la gran colina, meconmovían con un patetismo especial. Antes de darme cuenta, el siglo XVIII mehabía capturado más completamente que al héroe de Berkeley Square; de maneraque pasaba horas en el ático abismado en los grandes libros desterrados de labiblioteca de abajo y absorbiendo inconscientemente el estilo de Pope y del Dr.Johnson como un modo de expresión natural. Esta absorción era doblementefuerte debido a mi frágil salud, que provocó que mi asistencia a la escuela fuerapoco frecuente e irregular. Uno de sus efectos fue hacerme sentir sutilmente fuerade lugar en el período moderno, y pensar por lo tanto en el tiempo como algomístico y portentoso donde todo tipo de maravillas inesperadas podrían serdescubiertas.

  • También la naturaleza tocó intensamente mi sentido de lo fantástico. Mi hogar noestaba lejos de lo que por entonces era el límite del distrito residencial, de maneraque estaba tan acostumbrado a los prados ondulantes, a las paredes de piedra, alos olmos gigantes, a las granjas abandonadas y a los espesos bosques de la NuevaInglaterra rural como al antiguo escenario urbano. Este paisaje melancólico yprimitivo me parecía que encerraba algún significado vasto pero desconocido, yciertas hondonadas selváticas y oscuras cerca del río Seekonk adquirieron unaaureola de irrealidad no sin mezcla de un vago horror. Aparecían en mis sueños,especialmente en aquellas pesadillas que contenían las entidades negras, aladas ygomosas que denominé «night-gaunts» [espectros nocturnos o alimañasdescarnadas].

    Cuando tenía seis años conocí la mitología griega y romana a través de variaspublicaciones populares juveniles, y fui profundamente influido por ella. Dejé deser un árabe y me transformé en romano, adquiriendo de paso una rara sensaciónde familiaridad y de identificación con la antigua Roma sólo menos poderosa quela sensación correspondiente hacia el siglo XVIII. En un sentido, las dossensaciones trabajaron juntas; pues cuando busqué los clásicos originales de loscuales se tomaron los cuentos infantiles, los encontré en su mayoría entraducciones de finales del siglo XVII y del XVIII. El estímulo imaginativo fueinmenso, y durante una temporada creí realmente haber vislumbrado faunos ydríadas en ciertas arboledas venerables. Solía construir altares y ofrecer sacrificiosa Pan, Diana, Apolo y Minerva.

    En este período, las extrañas ilustraciones de Gustave Doré‚ -que conocí enediciones de Dante, Milton y La balada del Antiguo Marinero- me afectaronpoderosamente. Por primera vez empecé‚ a intentar escribir: la primera pieza quepuedo recordar fue un cuento sobre una cueva horrible perpetrado a la edad desiete años y titulado «The Noble Eavesdropper» [El noble fisgón]. Este no hasobrevivido, aunque todavía poseo dos hilarantes esfuerzos infantiles que datandel año siguiente: «The Mysterious Ship» [La nave misteriosa] y «The Secret ofthe Grave» [El secreto de la tumba], cuyos títulos exhiben suficientemente laorientación de mi gusto.

    A la edad de casi ocho años adquirí un fuerte interés por las ciencias, que surgiósin duda de las ilustraciones de aspecto misterioso de «Instrumentos filosóficos ycientíficos» al final del Webster's Unabrigded Dictionary. Primero vino laquímica, y pronto tuve un pequeño laboratorio muy atractivo en el sótano de micasa. A continuación vino la geografía, con una extraña fascinación centrada en elcontinente antártico y otros reinos inexplorados de remotas maravillas.Finalmente amaneció en mí la astronomía; y el señuelo de otros mundos einconcebibles abismos cósmicos eclipsó todos mis otros intereses durante un largoperíodo hasta después de mi duodécimo cumpleaños. Publicaba un pequeñoperiódico hectografiado titulado The Rhode Island Journalof Astronomy, yfinalmente -a los dieciséis- irrumpí en la publicación real en la prensa local contemas de astronomía, colaborando con artículos mensuales sobre fenómenos deactualidad para un periódico local, y alimentando la prensa rural semanal conmisceláneas más expansivas.

  • Fue durante la secundaria -a la que pude asistir con cierta regularidad- cuandoproduje por primera vez historias fantásticas con algún grado de coherencia yseriedad. Eran en gran parte basura, y destruí la mayoría a los dieciocho, pero unao dos probablemente alcanzaron el nivel medio del «pulp». De todas ellas heconservado solamente «The Beast in the Cave» [La bestia de la cueva] (1905) y«The Alchemist» [El alquimista] (1908). En esta etapa la mayor parte de misescritos, incesantes y voluminosos, eran científicos y clásicos, ocupando elmaterial fantástico un lugar relativamente menor. La ciencia había eliminado micreencia en lo sobrenatural, y la verdad por el momento me cautivaba más que lossueños. Soy todavía materialista mecanicista en filosofía. En cuanto a la lectura:mezclaba ciencia, historia, literatura general, literatura fantástica, y basura juvenilcon la más completa falta de convencionalismo.

    Paralelamente a todos estos intereses en la lectura y la escritura, tuve una niñezmuy agradable; los primeros años muy animados con juguetes y con diversionesal aire libre, y el estirón después de mi décimo cumpleaños dominado porpersistentes pero forzosamente cortos paseos en bicicleta que me familiarizaroncon todas las etapas pintorescas y excitadoras de la imaginación del paisaje rural ylos pueblos de Nueva Inglaterra. No era de ningún modo un ermitaño: más de unabanda de la muchachada local me contaba en sus filas.

    Mi salud me impidió asistir a la universidad; pero los estudios informales en mihogar, y la influencia de un tío médico notablemente erudito, me ayudaron aevitar algunos de los peores efectos de esta carencia. En los años en que deberíahaber sido universitario viré de la ciencia a la literatura, especializándome en losproductos de aquel siglo XVIII del cual tan extrañamente me sentía parte. Laescritura fantástica estaba entonces en suspenso, aunque leía todo lo espectral quepodía encontrar -incluyendo los frecuentes sueltos extraños en revistas baratastales como All-Story y TheBlack Cat-. Mis propios productos fueronmayoritariamente versos y ensayos: uniformemente despreciables y relegadosahora al olvido eterno.

    En 1914 descubrí la United Amateur Press Association y me uní a ella, una de lasorganizaciones epistolares de alcance nacional de literatos noveles que publicantrabajos por su cuenta y forman, colectivamente, un mundo en miniatura de críticay aliento mutuos y provechosos. El beneficio recibido de esta afiliación apenaspuede sobrestimarse, pues el contacto con los variados miembros y críticos meayudó infinitamente a rebajar los peores arcaísmos y las pesadeces de mi estilo.Este mundo del «periodismo aficionado» está ahora mejor representado por laNational Amateur Press Association, una sociedad que puedo recomendar fuerte yconscientemente a cualquier principiante en la creación. Fue en las filas delamateurismo organizado donde me aconsejaron por primera vez retomar laescritura fantástica; paso que dí en julio de 1917 con la producción de «La tumba»y «Dagon» (ambos publicados después en Weird Tales) en rápida sucesión.También por medio del amateurismo se establecieron los contactos que llevaron ala primera publicación profesional de mi ficción: en 1922, cuando Home Brewpublicó un horroroso serial titulado «Herbert West - Reanimator». El mismocírculo, además, me llevó a tratar con Clark Ashton Smith, Frank Belknap Long,

  • Wilfred B. Talman y otros después celebrados en el campo de las historiasextraordinarias.

    Hacia 1919 el descubrimiento de Lord Dunsany -de quien tomé la idea delpanteón artificial y el fondo mítico representado por «Cthulhu», «Yog-Sothoth»,«Yuggoth», etc.- dio un enorme impulso a mi escritura fantástica; y saquématerial en mayor cantidad que nunca antes o después. En aquella época no meformaba ninguna idea o esperanza de publicar profesionalmente; pero el hallazgode Weird Tales en 1923 abrió una válvula de escape de considerable regularidad.Mis historias del período de 1920 reflejan mucho de mis dos modelos principales,Poe y Dunsany, y están en general demasiado fuertemente inclinadas a laextravagancia y un colorismo excesivo como para ser de un valor literario muyserio.

    Mientras tanto mi salud había mejorado radicalmente desde 1920, de manera queuna existencia bastante estática comenzó a diversificarse con modestosviajes,dando a mis intereses de anticuario un ejercicio más libre. Mi principalplacer fuera de la literatura pasó a ser la búsqueda evocadora del pasado deantiguas impresiones arquitectónicas y paisajísticas en las viejas ciudadescoloniales y caminos apartados de las regiones más largamente habitadas deAmérica, y gradualmente me las he arreglado para cubrir un territorioconsiderable desde la glamorosa Quebec en el norte hasta el tropical Key Westenel sur y el colorido Natchez y New Orleans por el oeste. Entre mis ciudadesfavoritas, aparte de Providence, están Quebec; Portsmouth, New Hampshire;Salem y Marblehead en Massachusetts; Newport en mi propio estado;Philadelphia; Annapolis; Richmond con su abundancia de recuerdos de Poe; laCharleston del siglo XVIII, St. Augustine del XVI y la soñolienta Natchez en supeñasco vertiginoso y con su interior subtropical magnífico. Las «Arkham» y«Kingsport» que salen en algunos de mis cuentos son versiones más o menosadaptadas de Salem y Marblehead. Mi Nueva Inglaterra nativa y su tradiciónantigua y persistente se han hundido profundamente en mi imaginación yaparecen frecuentemente en lo que escribo. Vivo actualmente en una casa de 130años de antigüedad en la cresta de la antigua colina de Providence, con una vistaarrobadora de ramas y tejados venerables desde la ventana encima de miescritorio.

    Ahora está claro para mí que cualquier mérito literario real que poseaestá confinado a los cuentos oníricos, de sombras extrañas, y «exterioridad»cósmica a pesar de un profundo interés en muchos otros aspectos de la vida y dela práctica profesional de la revisión general de prosa y verso. Por qué es así, notengo la menor idea. No me hago ilusiones con respecto al precario estatus de miscuentos, y no espero llegar a ser un competidor serio de mis autores fantásticosfavoritos: Poe, Arthur Machen, Dunsany, Algernon Blackwood, Walter de laMare, y Montague Rhodes James. La única cosa que puedo decir en favor de mitrabajo es su sinceridad. Rechazo seguir las convenciones mecánicas de laliteratura popular o llenar mis cuentos con personajes y situaciones comunes, peroinsisto en la reproducción de impresiones y sentimientos verdaderos de la mejormanera que pueda lograrlo. El resultado puede ser pobre, pero prefiero seguir

  • aspirando a una expresión literaria seria antes que aceptar los estándaresartificiales del romance barato.

    He intentado mejorar y hacer más sutiles mis cuentos con el paso de los años,pero no logré el progreso deseado. Algunos de mis esfuerzos han sidomencionados en los anuarios de O'Brien y O. Henry, y unos pocos tuvieron elhonor de ser reimpresos en antologías; pero todas las propuestas para publicar unacolección han quedado en nada. Es posible que uno o dos cuentos cortos puedansalir como separatas dentro de poco. Nunca escribo si no puedo ser espontáneo:expresando un sentimiento ya existente y que exige cristalización. Algunos de miscuentos involucran sueños reales que he experimentado. Mi ritmo y manera deescribir varían bastante en diferentes casos, pero siempre trabajo mejor de noche.De mis producciones, mis favoritos son «The Colour Out of Space» [El color quecayó del cielo] y «The Music of Erich Zann» [La música de Erich Zann], en elorden citado. Dudo si podría tener algún éito en el tipo ordinario de cienciaficción.

    Creo que la escritura fantástica ofrece un campo de trabajo serio nada indigno delos mejores artistas literarios; aunque uno muy limitado, ya que refleja solamenteuna pequeña sección de los infinitamente complejos sentimientos humanos. Laficción espectral debe ser realista y centrarse en la atmósfera; confinar su salidade la Naturaleza al único canal sobrenaturalelegido, y recordar que el escenario, eltono y los fenómenos son más importantes para comunicar lo que hay quecomunicar que los personajes y la trama. La «gracia» de un cuentoverdaderamente extraño es simplemente alguna violación o superación de una leycósmica fija, una escapada imaginativa de la tediosa realidad; por lo tanto son losfenómenos más que las personas los «héroes» lógicos. Los horrores, creo, debenser originales: el uso de mitos y leyendas comunes es una influencia debilitadora.La ficción publicada actualmente en las revistas, con su orientación incurablehacia los puntos de vista sentimentales convencionales, estilo enérgico y alegre, yartificiales tramas de «acción», no puntuan alto. El mejor cuento fantástico jamásescrito es probablemente «The Willows» [Los sauces] de Algernon Blackwood.

    23 de noviembre de 1933.

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    ARTHUR JERMYNH. P. LOVECRAFT

    I

    La vida es algo espantoso; y desde el trasfondo de lo queconocemos de ella asoman indicios demoníacos que lavuelven a veces infinitamente más espantosa. La ciencia, yaopresiva en sus tremendas revelaciones, será quizá la queaniquile definitivamente nuestra especie humana —si es quesomos una especie aparte—; porque su reserva deinsospechados horrores jamás podrá ser abarcada por loscerebros mortales, en caso de desatarse en el mundo. Sisupiéramos qué somos, haríamos lo que hizo sir ArthurJermyn, que empapó sus ropas de petróleo y se prendió fuegouna noche. Nadie guardó sus restos carbonizados en unaurna, ni le dedicó un monumento funerario, ya queaparecieron ciertos documentos, y cierto objeto dentro de unacaja, que han hecho que los hombres prefieran olvidar.Algunos de los que le conocían niegan incluso que hayaexistido jamás.Arthur Jermyn salió al páramo y se prendió fuego después dever el objeto de la caja, llegado de Africa. Fue este objeto, yno su raro aspecto personal, lo que le impulsó a quitarse lavida. Son muchos los que no habrían soportado la existencia,de haber tenido los extraños rasgos de Arthur Jermyn; pero élera poeta y hombre de ciencia, y nunca le importó su aspectofísico. Llevaba el saber en la sangre; su bisabuelo, Sir RobertJermyn, baronet, había sido un antropólogo de renombre; ysu tatarabuelo, sir Wade Jermyn, uno de los primerosexploradores de la región del Congo, y autor de diversosestudios eruditos sobre sus tribus animales, y supuestasruinas. Efectivamente, sir Wade estuvo dotado de un celointelectual casi rayano en la manía; su extravagante teoríasobre una civilización congoleña blanca le granjeósarcásticos ataques, cuando apareció su libro, Reflexionessobre las diversas partes de Africa. En 1765, este intrépido

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    explorador fue internado en un manicomio de Huntingdon.Todos los Jermyn poseían un rasgo de locura, y la gente sealegraba de que no fueran muchos. La estirpe carecía deramas, y Arthur fue el último vástago. De no haber sido así,no se sabe qué habría podido ocurrir cuando llegó el objetoaquel. Los Jcrmyn jamás tuvieron un aspecto completamentenormal; había algo raro en ellos, aunque el caso de Arthur fueel peor, y los viejos retratos de familia de la Casa Jermynanteriores a sir Wade mostraban rostros bastante bellos.Desde luego, la locura empezó con sir Wade, cuyasextravagantes historias sobre Africa hacían a la vez lasdelicias y el terror de sus nuevos amigos. Quedó reflejada ensu colección de trofeos y ejemplares, muy distintos de losque un hombre normal coleccionaría y conservaría, y semanifestó de manera sorprendente en la reclusión oriental enque tuvo a su esposa. Era, decía él, hija de un comercianteportugués al que había conocido en Africa, y no compartíalas costumbres inglesas. Sc la había traído, junto con un hijopequeño nacido en Africa, al volver del segundo y más largode sus viajes; luego, ella le acompañó en el tercero y último,del que no regresó. Nadie la había visto de cerca, ni siquieralos criados, debido a su carácter extraño y violento. Durantela breve estancia de esta mujer en la mansión de los Jermyn,ocupó un ala remota, y fue atendida tan sólo por su marido.Sir Wade fue, efectivamente, muy singular en sus atencionespara con la familia; pues cuando regresó de Africa, noconsintió que nadie atendiese a su hijo, salvo una repugnantenegra de Guinea. A su regreso, después de la muerte de ladyJermyn, asumió él enteramente los cuidados del niño.Pero fueron las palabras de sir Wade, sobre todo cuando seencontraba bebido, las que hicieron suponer a sus amigos queestaba loco. En una época de la razon como e! siglo XVIII,era una temeridad que un hombre de ciencia hablara devisiones insensatas y paisajes extraños bajo la luna delCongo; de gigantescas murallas y pilares de una ciudadolvidada, en ruinas e invadida por la vegetación, y dehúmedas y secretas escalinatas que descendíaninterminablemente a la oscuridad de criptas abismales ycatacumbas inconcebibles. especialmente, era una temeridadhablar de forma delirante dc los seres que poblaban tales

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    lugares: criaturas mitad de la jungla, mitad de esa ciudadantigua e impía... seres que el propio Plinio habría descritocon escepticismo, y que pudieron surgir después de que losgrandes monos invadiesen la moribunda ciudad de lasmurallas y los pilares, de las criptas y las misteriosas escul-turas. Sin embargo, después de su último viaje, sir Wadehablaba de esas cosas con estremecido y misteriosoentusiasmo, casi siempre después de su tercer vaso en elKnight’s Head, alardeando de lo que había descubierto en laselva y de que había vivido entre ciertas ruinas terribles queél sólo conocía. Y al final hablaba en tales términos de losseres que allí vivían, que le internaron en el manicomio. Nomanifestó gran pesar, cuando le encerraron en la celdaenrejada de Huntingdon, ya que su mente funcionaba deforma extraña. A partir de! momento en que su hijo empezó asalir de la infancia, le fue gustando cada vez menos el hogar,hasta que últimamente parecía amedrentarle. El Knight’sHead llegó a convertirse en su domicilio habitual; y cuandole encerraron, manifestó una vaga gratitud, como si para élrepresentase una protección. Tres años después, murió.

    Philip, el hijo de Wade Jermyn, fue una personaextraordinariamente rara. A pesar del gran parecido físicoque tenía con su padre, su aspecto y comportamiento eran enmuchos detalles tan toscos que todos acabaron por rehuirle.Aunque no heredó la locura como algunos temían, erabastante torpe y propenso a periódicos accesos de violencia.De estatura pequeña, poseía, sin embargo, una fuerza y unaagilidad increíbles. A los doce años de recibir su título secasó cori la hija de su guardabosque, persona que, según sedecía, era de origen gitano; pero antes de nacer su hijo, sealistó en la marina de guerra como simple marinero, lo quecolmó la repugnancia general que sus costumbres y su uniónhabían despertado. Al terminar la guerra de América, secorrió el rumor de que iba de marinero en un barco mercanteque se dedicaba al comercio en Africa, habiendo ganadobuena reputación con sus proezas de fuerza y soltura paratrepar, pero finalmente desapareció una noche, cuando subarco se encontraba fondeado frente a la costa del Congo.Con el hijo de sir Philip Jermyn, la ya reconocidapeculiaridad familiar adoptó un sesgo extraño y fatal. Alto y

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    bastante agraciado, con una especie de misteriosa graciaoriental pese a sus proporciones físicas un tanto singulares,Robert Jermyn inició una vida de erudito e investigador. Fueel primero en estudiar científicamente la inmensa colecciónde reliquias que su abuelo demente había traído de Africa,haciendo célebre el apellido en el campo de la etnología y laexploración. En 1815, sir Robert se casó con la hija delséptimo vizconde de Brightholme, con cuyo matrimoniorecibió la bendición de tres hijos, el mayor y el menor de loscuales jamás fueron vistos públicamente a causa de susdeformidades físicas y psíquicas. Abrumado por estasdesventuras, el científico se refugió en su trabajo, e hizo doslargas expediciones al interior de Africa. En 1849, susegundo hijo, Nevil, persona especialmente repugnante queparecía combinar el mal genio de Philip Jermyn y la hauteurde los Brightholme, se fugó con una vulgar bailarina, aunquefue perdonado a su regreso, un año después. Volvió a lamansión Jermyn, viudo, con un niño, Alfred, que sería con eltiempo padre de Arthur Jermyn.

    Decían sus amigos que fue esta serie de desgracias lo quetrastornó el juicio de Sir Robert Jermyn; aunqueprobablemente la culpa estaba tan sólo en ciertas tradicionesafricanas. El maduro científico había estado recopilandoleyendas de las tribus onga, próximas al territorio exploradopor su abuelo y por él mismo, con la esperanza de explicar dealguna forma las extravagantes historias de sir Wade sobreuna ciudad perdida, habitada por extrañas criaturas. Ciertacoherencia en los singulares escritos de su antepasado sugeríaque la imaginación del loco pudo haber sido estimulada porlos mitos nativos. El 19 de octubre de 1852, el exploradorSamuel Seaton visitó la mansión de los Jermyn llevandoconsigo un manuscrito y notas recogidas entre los onga,convencido de que podían ser de utilidad al etnólogo ciertasleyendas acerca de una ciudad gris de monos blancosgobernada por un dios blanco. Durante su conversación,debió de proporcionarle sin duda muchos detallesadicionales, cuya naturaleza jamás llegará a conocerse, dadala espantosa serie de tragedias que sobrevinieron de repente.Cuando sir Robert Jermyn salió de su biblioteca, dejó tras desí el cuerpo estrangulado del explorador; y antes de que

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    consiguieran detenerle, había puesto fin a la vida de sus treshijos: los dos que no habían sido vistos jamás, y el que schabía fugado. Nevil Jerrnyn murió defendiendo a su hijo dedos años, cosa que consiguió, y cuyo asesinato entrabatambién, al parecer, en las locas maquinaciones del anciano.El propio sir Robert, tras repetidos intentos de suicidarse, yuna obstinada negativa a pronunciar un solo sonidoarticulado, murió de un ataque de apoplejía al segundo año desu reclusión.Sir Alfred Jermyn fue baronet antes de cumplir los Cuatroaños, pero sus gustos jamás estuvieron a la altura de su título.A los veinte, se había unido a una banda de músicos, y a lostreinta y seis había abandonado a su mujer y a su hijo paraenrolarse en un circo ambulante americano. Su final fuerepugnante de veras. Entre los animales del espectáculo conel que viajaba, había un enorme gorila macho de color algomás claro de lo normal; era un animal sorprendentementetratable y de gran popularidad entre los artistas de la com-pañía. Alfred Jermyn se sentía fascinado por este gorila, y enmuchas ocasiones los dos se quedaban mirándose a los ojoslargamente, a través de los barrotes. Finalmente, Jermynconsiguió que le permitiesen adiestrar al animal asombrandoa los espectadores y a sus compañeros con sus éxitos. Unamañana, en Chicago, cuando el gorila y Alfred Jermynensayaban un combate de boxeo muy ingenioso, el primeropropinó al segundo un golpe más fuerte de lo habitual,lastimándole el cuerpo y la dignidad del domador aficionado.Los componentes de «El Mayor Espectáculo del Mundo»prefieren no hablar de lo que siguió. No se esperaban el gritoescalofriante e inhumano que profirió sir Alfred, ni verleagarrar a su torpe antagonista con ambas manos, arrojarle confuerza contra el suelo de la jaula, y morderlo furiosamente ensu peluda garganta. Había cogido al gorila desprevenido;pero éste no tardó en reaccionar; y antes de que el domadoroficial pudiese hacer nada, el cuerpo que había pertenecido aun baronet había quedado irreconocible.

    II

    Arthur Jermyn era hijo de Sir Alfred Jerrnyn y de una

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    cantante de music-halI de origen desconocido. Cuando elmarido y padrc abandonó a su familia, la madre llevó al niñoa la Casa de los Jermyn, donde no quedaba nadie que seopusiera a su presencia. No carecía ella de idea sobre lo quedebe ser la dignidad de un noble, y cuidó que su hijorecibiese la mejor educación que su limitada fortuna le podíaproporcionar. Los recursos familiares eran ahoradolorosamente exiguos, y la Casa de !os Jermyn había caídoen penosa ruina; pero el joven Arthur amaba el viejo edificiocon todo lo que contenía. A diferencia de los Jermynanteriores, era poeta y soñador. Algunas de las familias de lavecindad que habían oído contar historias sobre la invisibleesposa portuguesa de sir Wade Jermyn afirmaban que estasaficiones suyas revelaban su sangre latina; pero la mayoría delas personas se burlaban de su sensibilidad ante la belleza,atribuyéndola a su madre cantante, a la que no habíanaceptado socialmente. La delicadeza poética de ArthurJermyn era mucho más notable si se tenía en cuenta su toscoaspecto personal. La mayoría de los Jermyn había tenido unapinta sutilmente extraña y repelente; pero el caso de Arthurera asombroso. Es difícil decir con precisión a qué se parecía;no obstante, su expresión, su ángulo facial, y la longitud desus brazos producían una viva repugnancia en quienes leveían por primera vez.

    L inteligencia y el carácter de Arthur Jermyn, sinembargo, compensaban su aspecto. Culto, y dotado detalento, alcanzó los más altos honores en Oxford y parecíadestinado a restituir la fama de intelectual a la familia.Aunque de temperamento más poético que científico,proyectaba continuar la obra de sus antepasados enarqueología y etnología africanas, utilizando la prodigiosaaunque extraña colección de sir Wade. Llevado de sumentalidad imaginativa, pensaba a menudo en la civilizaciónprehistórica en la que el explorador loco había creídoabsolutamente, y tejía relato tras relato en torno a lasilenciosa ciudad de la selva mencionada en las últimas ymás extravagantes anotaciones. Pues las brumosas paIabrasobre una atroz y desconocida raza de híbridos de la selva leproducían un extraño sentimiento, mezcla de terror yatracción, al especular sobre el posible fundamento de

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    semejante fantasía, y tratar de extraer alguna luz de los Jatosrecogidos por su bisabuelo y Samuel Seaton entre los onga.Fn 1911, después de la muerte de su madre, sir ArthurJermyn decidió proseguir sus investigaciones hasta el final.Vendió parte de sus propiedades a fin de obtener el dineronecesario, preparó una expedición y zarpó con destino alCongo. Contrató a un grupo de guías con ayuda de lasautoridades belgas, y pasó un año en las regiones de Onga yKaliri, donde descubrió muchos más datos de lo que él seesperaba. Entre los kaliri había un anciano jefe llamadoMwanu que poseía no solo una gran memoria, sino un gradode inteligencia excepcional, y un gran interés por lastradiciones antiguas. Este anciano confirmó la historia queJermyn había oído, añadiendo su propio relato sobre laciudad de piedra y los monos blancos, tal como él la habíaoído contar.

    Según Mwanu, la ciudad gris y las criaturas híbridashabían desaparecido, aniquiladas por los belicosos n’bangus,hacía muchos años. Esta tribu, después de destruir la mayorparte de los edificios y matar a todos los seres vivientes, sehabían llevado a la diosa disecada que había sido el objeto dela incursión: la diosa-mono blanca a la que adoraban losextraños seres, y cuyo cuerpo atribuían las tradiciones delCongo a la que había reinado como princesa entre ellos.Mwanu no tenía idea del aspecto que debieron de teneraquellas criaturas blancas y simiescas; pero estabaConvencido de que eran ellas quienes habían construido laciudad en ruinas. Jermyn no pudo formarse una opiniónclara; sin embargo, después de numerosas preguntas,consiguió una pintoresca leyenda sobre la diosa disecada.La princesa-mono, se decía, se convirtió en esposa de un grandios blanco llegado de Occidente. Durante mucho tiempo,reinaron juntos en la ciudad; pero al nacerles un hijo, semarcharon de la región. Más tarde, el dios y la princesahabían regresado; y a la muerte de ella, su divino esposohabía ordenado momificar su cuerpo, entronizándolo en unainmensa construcción de piedra, donde fue adorado. Luegovolvió a marcharse solo. La leyenda presentaba aquí tresvariantes. Según una de ellas, no ocurrió nada más, salvo quela diosa disecada se convirtió en símbolo de supremacía para

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    la tribu que la poseyera. Este era el motivo por el que losn’bangus se habían apoderado de ella. Una segunda versiónaludía al regreso del dios, y su muerte a los pies de laentronizada esposa. En cuanto a la tercera, hablaba delretorno del hijo, ya hombre —o mono, o dios, según elcaso—, aunque ignorante de su identidad. Sin duda losimaginativos negros habían sacado el máximo partido de loque subyacía debajo de tan extravagante leyenda, fuera loque fuese.

    Arthur Jermyn no dudó ya de la existencia de la ciudadque el viejo Sir Wade había descrito; y no se extrañó cuando,a principios de 1912, dio con lo que quedaba de ella.Comprobó que se habían exagerado sus dimensiones, perolas piedras esparcidas probaban que no se trataba de unsimple poblado negro. Por desgracia, no consiguió encontrarrepresentaciones escultóricas, y lo exiguo de la expediciónimpidió emprender el trabajo de despejar el único pasadizovisible que parecía conducir a cierto sistema de criptas quesir Wade mencionaba. Preguntó a todos los jefes nativos dela región acerca de los monos blancos y la diosa momificada,pero ffie un europeo quien pudo arnpliarle los datos que lehabía proporcionado el viejo Mwanu. Un agente belga de unafactoría del Congo, M. Verhaeren, creía que podía no sólolocalizar, sino conseguir también a la diosa momificada, de laque había oído hablar vagamente, dado que los en otrotiempo poderosos n’bangus eran ahora sumisos siervos delgobierno del rey Alberto, y sin mucho esfuerzo podríaconvencerles para que se desprendiesen de la horrendadeidad de la que se habían apoderado. Así que, cuando Jer-myn zarpó para Inglaterra, lo hizo con la gozosa esperanza deque, en espacio de unos meses, podría recibir la inestimablereliquia etnológica que confirmaría la más extravagante delas historias de su antecesor, que era la más disparatada decuantas él había oído. Pero quizá los campesinos que vivíanen la vecindad de !a Casa de los Jermyn habían oído historiasmás extravagantes aún a sir Wade, alrededor de las mesas delKnight’s Head.Arthur Jermyn aguardé pacientemente la esperada caja de M.Verhaeren, estudiando entretanto con creciente interés losmanuscritos dejados por su loco antepasado. Empezaba a

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    sentirse cada vez más identificado con sir Wade, y buscabavestigios de su vida personal en Inglaterra, así como de sushazañas africanas. Los relatos orales sobre la misteriosa yrecluida esposa eran numerosos, pero no quedaba ningunaprueba tangible de su estancia en la Mansión Jcrmyn. Jermynse preguntaba qué circunstancias pudieron propiciar opermitir semejante desaparición, y supuso que la principaldebió de ser la enajenación mental del marido. Recordabaque se decía que la madre de su tatarabuelo fue hija de uncomerciante portugués establecido en Africa.Indudablemente, el sentido práctico heredado de su padre, ysu conocimiento superficial del Continente Negro, le habíanmovido a burlarse de las historias que contaba sir Wade sobreel interior; y eso era algo que un hombre como él no debió deolvidar. Ella había muerto en Africa, adonde sin duda sumarido la llevó a la fuerza, decidido a probar lo que decía.Pero cada vez que Jermyn se sumía en estas reflexiones, nopodía por menos de sonreír ante su futilidad, siglo y mediodespués de la muerte de sus extraños antecesores.En junio de 1913 le llegó una carta de M. Verhaerer en la quele notificaba que había encontrado la diosa disecada. Setrataba, ecía el belga, de un objeto dc lo más extraordinario;un objeto imposible de clasificar para un profano. Sólo uncientífico podía determinar si se trataba de un simio o de unser humano; y aun as¡, su clasificación sería muy difícil dadosu estado de deterioro. El tiempo y el clima del Congo no sonfavorables para las momias; especialmente cuando consistenen preparaciones de aficionados, como parecía ocurrir en estecaso. Alrededor del cuello de la criatura se había encontradouna cadena de oro que sostenía un relicario vacío conadornos nobiliarios; sin duda, recuerdo de algún infortunadoviajero, a quien debieron de arrebatárselo los n’bangus paracolgárselo a la diosa en el cuello, a modo de talismán.Comentando las facciones de la diosa, M. Verhaeren hacíauna fantástica comparación; o más bien aludía con humor alo mucho que iba a sorprenderle a su corresponsal; peroestaba demasiado interesado científicamente para extenderseen trivialidades. La diosa momificada, anunciaba, llegaríadebidamente embalada, un mes después de la carta.

    El envío fue recibido en Casa de los Jermyn la tarde deI 3

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    de agosto de 1913, siendo trasladado inmediatamente a lagran sala que alojaba la colección de ejemplares africanos, talcomo fueran ordenados por sir Robert y sir Arthur. Lo quesucedió a continuación puede deducirse de lo que contaronlos criados, y de los objetos y documentos examinadosdespués. De las diversas versiones, la del mayordomo de lafamilia, el anciano Soames, es la más amplia y coherente.Según este fiel servidor, sir Arthur ordenó que se retirasetodo el mundo de la habitación, antes de abrir la caja; aunqueel inmediato ruido del martillo y el escoplo indicó que nohabía decidido aplazar la tarea. Durante un rato no seescuchó nada más; Soames no podía precisar cuánto tiempo;pero menos de un cuarto de hora después, desde luego, oyóun horrible alarido, cuya voz pertenecía inequívocamente aJcrmyn. Acto seguido, salió Jermyn de la estancia y echó acorrer como un loco en dirección a la entrada, comoperseguido por algún espantoso enemigo. La expresión de surostro —un rostro bastante horrible ya de por sí— eraindescriptible. Al llegar a la puerta, pareció ocurrírsele unaidea; dio media vuelta, echó a correr y desapareciófinalmente por la escalera del sótano. Los criados sequedaron en lo alto mirando estupefactos; pero el señor noregreso. Les llegó, eso sí, un olor a petróleo. Ya de nocheoyeron el ruido de la puerta que comunicaba el sótano con elpatio; y e! mozo de cuadra vio salir furtivamente a ArthurJermyn, todo reluciente de petróleo, y desaparecer hacia elnegro páramo que rodeaba la casa. Luego, en una exaltaciónde supremo horror, presenciaron todos el final. Surgió unachispa en el páramo, se elevó una llama, y una columna defuego humano alcanzó los cielos. La estirpe de los Jermynhabía dejado de existir.La razón por la que no se recogieron los restos car bonizadosde Arthur Jermyn para enterrarlos está en lo que encontrarondespués; sobre todo, en el objeto de la caja. La diosa disecadaConstituía una visión nauseabunda, arrugada y consumida;pero era claramente un mono blanco momificado, de especiedesconocida, menos peludo que ninguna de las variedadesregistradas e infinitamente más próximo al ser humano...asombrosamente próximo. Su descripción detallada resultaríasumamente desagradable; pero hay dos detalles que merecen

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  • ARTHUR JERMYNH. P. LOVECRAFT

    mencionarse, ya que encajan espantosamente con ciertasnotas de Sir Wade Jermyn sobre las expediciones africanas, ycon 1as leyendas congoleñas sobre el dios blanco y laprincesa-mono. Los dos detalles en cuestión son estos: lasarmas nobiliarias del relicario de oro que dicha criaturallevaba en el cuello eran las de los Jermyn, y la jocosaalusión de M. Verhaeren a cierto parecido que le recordaba elapergaminado rostro, se ajustaba con vívido, espantoso eintenso horror, nada menos que al del sensible ArthurJermyn, hijo del tataranieto de Sir Wade Jermyn y de sudesconocida esposa. Los miembros del Real InstitutodeAntropología quemaron aquel ser, arrojaron el relicario a unpozo, y algunos de eIIos niegan que Arthur Jermyn hayaexistido jamás.

    UNIVERSIDAD MISKATÓNICA LOVECRAFTIANA

    11

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  • H.P. Lovecraft

    Fue pobre y triste. Nació casi con el siglo, y lo sufrió; su época amada era el dieciocho inglés, pero supongo quehubiese detestado ese siglo de igual manera que detestó el veinte americano, porque los hombres que sientennostalgias de otros tiempos no suelen encontrarse bien en ningún tiempo, en ningún lugar. Su madre debió de ser unaarpía impregnada de prejuicios sociales y raciales, que insultaba a su hijo (era muy feo) mientras lo cubría debufandas; estaba convencida de que pertenecía a una aristocracia americana que en verdad nunca existió; y su padreera borracho y murió sifilítico. La infancia de HPL fue solitaria y triste, algo parecida a la de Jervas Dudley, el héroe deEl Sepulcro, paseaba solo, leía con voracidad y adoraba a los Dioses de la Grecia Clásica. Se casó con una mujerque le recordaba a su madre, y pronto se separó de ella por eso, porque le recordaba a su madre. Vivió siempre en lapobreza, dedicado a corregir el estilo de cuentos de terror; le gustaban los helados y tenía muchos amigos, casi todoscorresponsales. Murió joven, de cáncer de intestinos y de hastío. Lo demás está en sus obras.

    Eduardo Haro Ibars

    Bibliografía (Cronología de las obras de HPL, establecida por él mismo)

    · Dagon (1917)· The Tomb (El Sepulcro) (1919)· Polaris (1919)· Beyond the Wall of Sleep (Más Allá de la Barrera del Sueño) (1919)· The Doom That Came to Sarnath (La Maldición que Cayó Sobre Sarnath) (1919)· The Statement of Randolph Carter (La Declaración de Randolph Carter) (1919)· The White Ship (El Navío Blanco) (1919)· Arthur Jermyn 'The White Ape' (Arthur Jermin El Mono Blanco) (1920)· The Cats of Ulthr (Los Gatos de Ulthar) (1920)· Celephais (1920)· From Beyond (Desde el Más Allá) (1920)· The Picture in the House (El Cuadro en la Casa) (1920)· The Temple (El Templo) (1920)· The Terrible Old Man (El Viejo Terrible) (1920)· The Tree (El Árbol) (1920)· The Moon Bog (El Pantano de la Luna) (1921)· The Music of Erich Zann (La Música de Erich Zann) (1921)· The Nameless City (La Ciudad sin Nombre) (1921)· The Other Gods (Los Dioses Otros) (1921)· The Outsider (El de Otro Lugar) (1921)· The Quest of Iranon (La Búsqueda de Iranón) (1921)· Herbert West, Reanimator (Herbert West, Reanimador / El Reanimador de Cadáveres) (1921-1922)· The Hound (El Moloso) (1922)· Hypnos (1922)· The Lurking Fear (El Miedo que Acecha) (1922)· The Festival (La Celebración) (1923)· The Rats in the Walls (Las Ratas en las Paredes) (1923)· The Unnamable (Lo Innombrable) (1923)· Imprisoned With the Pharaohs (Encerrado con los Faraones) (1924)· The Shunned House (La Casa Condenada) (1924)· He (Él) (1925)· The Horror at Red Hook (El Horror de Red Hook) (1925)· In the Vault (En la Cripta) (1925)· The Call of Cthulhu (La Llamada de Cthulhu) (1926)· Cool Air (Aire Frío) (1926)· Pickman´s Model (El Modelo de Pickman) (1926)· The Silver Key (La Llave de Plata) (1926)

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  • · The Strange High House in the Mist (La Extraña Casa Alta en la Niebla) (1926)· The Colour Out of Space (El Color que Cayó del Cielo) (1927)· The Case of Charles Dexter Ward (El Caso de Charles Dexter Ward) (1927-1928)· The Dunwich Horror (El Horror de Dunwich) (1928)· The Whisperer in the Darkness (El Que Susurraba en la Oscuridad) (1930)· The Shadow Over Innsmouth (La Sombra Sobre Innsmouth) (1931)· At the Mountains of Madness (En las Montañas de la Locura) (1931)· The Dreams in the Witch-House (Los Sueños en la Casa de la Bruja) (1932)· Through the Gates of the Silver Key (A Través de las Puertas de la Llave de Plata) (1932)· The Thing on the Doorstep (La Cosa en el Umbral) (1933)· The Shadow Out of Time (La Sombra Surgida del Tiempo) (1934)· In the Walls of Eryx (En los Muros de Eryx) (1935)· The Haunter in the Dark (El Morador de las Sombras) (1935)· The Evil Clergyman (El Malvado Clérigo) (1937)

    El Sepulcro y Otros Relatos (The Thomb and Other Tales)

    El Sepulcro...............................................................................23La Festividad............................................................................41Encerrado con los Faraones (*)............................................57Él................................................................................................101El Horror de Red Hook...........................................................119La Extraña Casa Alta en la Niebla........................................155En los Muros de Eryx.............................................................171El Malvado Clérigo..................................................................217-223Cuentos Primerizos (**)La Bestia en la Cueva.............................................................227El Alquimista............................................................................237La Poesía y los Dioses...........................................................251La Calle.....................................................................................262La Transición de Juan Romero (***).....................................271-281Cuatro Fragmentos (****)Asathoth (*****).........................................................................285El Descendiente (******)..........................................................287El Libro (*******)........................................................................293La Cosa en el Claro de Luna (********)..................................298-301

    (*) Escrito en colaboración con Harry Houdini.Esta narración fue escrita por H.P. Lovecraft para Harry Houdini (1874-1926), cuyo verdadero nombre era Erich

    Weiss, nacido en Aplleton, Wisconsin, y que tomó su nombre artístico del gran mago francés Jean Eugene Robert-Houdin (1805-1871). Durante varios años se destacó como fuguista artístico, actividad en la que no tenía igual, y sededicó a descubrir los fraudes de los espiritistas. Esta narración escrita por H.P.L. apareció por primera vez en "WeirdTales" de Mayo de 1924, y fue reimpresa en la misma revista en Julio de 1939.

    (Nota de August Derleth)

    (**) Aparte de algunos escritos juveniles inconsecuentes que el autor empezó a escribir cuando contaba sólo con seisaños, H.P.L. conservó sólo unos cuantos de los que él consideraba sus cuentos primerizos; esto es, narracionesescritas desde los trece hasta los treinta años; la mayor parte de ellos los había destruido. Estos cuentos sonmanifiestamente narraciones de principiante, inciertas e imperfectas, escritas luego de un período durante el cualescribió poca ficción.

    La más antigua de estas narraciones data del quinceavo año de Lovecraft, y se pude conjeturar que todas, salvo"La Transición de Juan Romero" fueron escritas cuando nuestro autor contaba de quince a veinte años. Lovecraftescribió "La Transición..." cuando su interés por la ficción, dormido durante algunos años, renació de nuevo; y tansólo pocos años antes de que empezase a escribir la parte principal de su obra narrativa.

    Puesto que estas historias --en particular "La Bestia de la Cueva" y "El Alquimista"-- son grandes promesas, sepodría especular sobre cómo se habría cumplido esta gran promesa si los cuentos de Lovecraft hubiesen recibidoentonces los estímulos que se merecían. Perdió así una década de su vida creativa, por lo menos, cuando,desanimado un poco antes de llegar a los veinte años, abandonó el cultivo de la literatura de ficción hasta la apariciónde los "Weird Tales".

    (Nota del editor americano)

    (***) 16 de Septiembre de 1919

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  • (****) Estos fragmentos, encontrados entre los papeles de Lovecraft, son posiblemente sus intentos de anotar en formarudimentaria, como preparación para su desarrollo en historias más largas, algunos de sus sueños. Ninguno de éstosfue nunca desarrollado. En las cartas de Lovecraft se pueden encontrar las claves de las fuentes de los ensueños queinspiraron estos fragmentos.

    (Nota del editor americano)

    (*****) Hacia 1922 (******) Hacia 1926 (*******) Hacia 1934 (********) 1934

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  • Dagon(H. P. Lovecraft)

    Escribo esto bajo una fuerte tensión rnental, ya que cuando llegue la noche habré dejado de existir. Sindinero, y agotada mi provisión de droga, que es lo único que me hace tolerable la vida, no puedo seguirsoportando más esta tortura; me arrojaré desde esta ventana de la buhardilla a la sórdida calle de abajo.Pese a mi esclavitud a la morfina, no me considero un débil ni un degenerado. Cuando hayáis leído estaspáginas atropelladamente garabateadas, quizá os hagáis idea -aunque no del todo- de por qué tengo quebuscar el olvido o la muerte.

    Fue en una de las zonas más abiertas y menos frecuentadas del anchuroso Pacífico donde el paqueboteen el que iba yo de sobrecargo cayó apresado por un corsario alemán. La gran guerra estaba entonces ensus comienzos, y las fuerzas oceánicas de los hunos aún no se habían hundido en su degradaciónposterior; así que nuestro buque fue capturado legalmente, y nuestra tripulación tratada con toda ladeferencia y consideración debidas a unos prisioneros navales. En efecto, tan liberal era la disciplina denuestros opresores, que cinco días más tarde conseguí escaparme en un pequeño bote, con agua yprovisiones para bastante tiempo.

    Cuando al fin me encontré libre y a la deriva, tenía muy poca idea de cuál era mi situación. Navegantepoco experto, sólo sabía calcular de manera muy vaga, por el sol y las estrellas, que estaba algo al sur de¡ecuador. No sabía en absoluto en qué longitud, y no se divisaba isla ni costa algunas. El tiempo semantenía bueno, y durante incontables días navegué sin rumbo bajo un sol abrasador, con la esperanzade que pasara algún barco, o que me arrojaran las olas a alguna región habitable. Pero no aparecían nibarcos ni tierra, y empecé a desesperar en mi soledad, en medio de aquella ondulante e ininterrumpidainmensidad azul.

    El cambio ocurrió mientras dormía. Nunca llegaré a conocer los pormenores; porque mi sueño, aunquepoblado de pesadillas, fue ininterrumpido. Cuando desperté finalmente, descubrí que me encontrabamedio succionado en una especie de lodazal viscoso y negruzco que se extendía a mi alrededor, conmonótonas ondulaciones hasta donde alcanzaba la vista, en el cual se había adentrado mi bote ciertotrecho.

    Aunque cabe suponer que mi primera reacción fuera de perplejidad ante una transformación del paisajetan prodigiosa e inesperada, en realidad sentí más horror que asombro; pues había en la atmósfera y en lasuperficie putrefacto una calidad siniestra que me heló el corazón. La zona estaba corrompida de pecesdescompuestos y otros animales menos identificabas que se veían emerger en el cieno de la interminablellanura. Quizá no deba esperar transmitir con meras palabras la indecible repugnancia que puede reinaren el absoluto silencio y la estéril Inmensa ‘dad. Nada alcanzaba a oírse; nada había a la vista, salvo unavasta extensión de légamo negruzco; si bien la absoluta quietud y la uniformidad del paisaje meproducían un terror nauseabundo.

    El sol ardía en un cielo que me parecía casi negro por la cruel ausencia de nubes; era como si reflejase laciénaga tenebrosa que tenía bajo mis pies. Al meterme en el bote encallado, me di cuenta de que sólouna posibilidad podía explicar mi situación. Merced a una conmoción volcánica el fondo oceánico habíaemergido a la superficie, saando a la luz regiones que durante millones de años habían estado ocultasbajo insondables profundidades de agua. Tan grande era la extensión de esta nueva tierra emergidadebajo de mí, que no lograba percibir el más leve rumor de oleaje, por mucho que aguzaba el oído.Tampoco había aves marinas que se alimentaran de aquellos peces muertos.

    Durante varias horas estuve pensando y meditando sentado en el bote, que se apoyaba sobre un costado yproporcionaba un poco de sombra al desplazarse el sol en el cielo. A medida que el día avanzaba, elsuelo iba perdiendo pegajosidad, por lo que en poco tiempo estaría bastante seco para poderlo recorrerfácilmente. Dormí poco esa noche, y al día siguiente me preparé una provisión de agua y comida, a finde emprender la marcha en busca del desaparecido mar, y de un posible rescate.

    A la mañana del tercer día comprobé que el suelo estaba bastante seco para andar por él con comodidad.El hedor a pescado era insoportable; pero me tenían preocupado cosas más graves para que me molestaseeste desagradable inconveniente, y me puse en marcha hacia una meta desconocida. Durante todo el día,caminé constantemente en dirección oeste, guiado por una lejana colina que descollaba por encima de lasdemás elevaciones del ondulado desierto. Acampé esa noche, y al día siguiente proseguí la marcha haciala colina, aunque parecía escasamente más cerca que la primera vez que la descubrí. Al atardecer delcuarto día llegué al pie de dicha elevación, que resultó ser mucho más alta de lo que me había parecidode lejos; tenía un valle delante que hacía más pronunciado el relieve respecto del resto de la superficie.Demasiado cansado para emprender el ascenso, dormí a la sombra de la colina.

  • No sé por qué, mis sueños fueron extravagantes esa noche; pero antes de que la luna menguante,fantásticamente gibosa, hubiese subido muy alto por el este de la llanura, me desperté cubierto de unsudor frío, decidido a no dormir más. Las visiones que había tenido eran excesivas para soportarlas otravez. Y a la luz de la luna, comprendí lo imprudente que había sido al viajar de día. Sin el sol abrasador,la marcha me habría resultado menos acometer el ascenso que por la tarde no había sido capaz deemprender. Recogí mis cosas e inicié la subida a la cresta de la elevación.

    Ya he dicho que la ininterrumpida monotonía de la ondulada llanura era fuente de un vago horror paramí; pero creo que mi horror aumentó cuando llegué a lo alto del monte y vi, al otro lado, una inmensasima o cañón, cuya oscura concavidad aún no iluminaba la luna. Me pareció que me encontraba en elborde del mundo, escrutando desde el mismo canto hacia un caos insondable de noche eterna. En miterror se mezclaban extraños recuerdos del Paraíso perdido, y la espantosa ascensión de Satanás a travésde remotas regiones de tinieblas.

    Al elevarse más la luna en el cielo, empecé a observar que las laderas del valle no eran tancompletamente perpendiculares como había imaginado. La roca formaba cornisas y salientes queproporcionaban apoyos relativamente cómodos para el descenso; y a partir de unos centenares de pies, eldeclive se hacía más gradual. Movido por un impulso que no me es posible analizar con precisión, bajétrabajosamente por las rocas, hasta el declive más suave, sin dejar de mirar hacia las profundidadesestigias donde aún no había penetrado la luz.

    De repente, me llamó la atención un objeto singular que había en la ladera opuesta, el cual se erguíaenhiesto corno a un centenar de yardas de donde estaba yo; objeto que brilló con un resplandorblanquecino al recibir de pronto los primeros rayos de la luna ascendente. No tardé en comprobar queera tan sólo una piedra gigantesca; pero tuve la clara impresión de que su posición y su contorno no eranenteramente obra de la Naturaleza. Un examen más detenido me llenó de sensaciones imposibles deexpresar; pues pese a su enorme magnitud, y su situación en un abismo abierto en el fondo del marcuando el mundo era joven, me di cuenta, sin posibilidad de duda, de que el extraño objeto era unmonolito perfectamente tallado, cuya imponente masa había conocido el arte y quizá el culto de criaturasvivas y pensantes.

    Confuso y asustado, aunque no sin cierta emoción de científico o de arqueólogo, examiné misalrededores con atención. La luna, ahora casi en su cenit, asomaba espectral y vívida por encima de losgigantescos peldaños que rodeaban el abismo, y reveló un ancho curso de agua que discurría por el fondoformando meandros, perdiéndose en ambas direcciones, y casi lamiéndome los pies donde me habíadetenido. Al otro lado del abismo, las pequeñas olas bañaban la base del ciclópeo monolito, en cuyasuperficie podía distinguir ahora inscripciones y toscos relieves. La escritura pertenecía a un sistema dejeroglíficos desconocido para mí, distinto de cuantos yo había visto en los libros, y consistente en sumayor parte en símbolos acuáticos esquematizados tales como peces, anguilas, pulpos, crustáceos,moluscos, ballenas y demás. Algunos de los caracteres representaban evidentemente seres marinosdesconocidos para el mundo moderno, pero cuyos cuerpos en descomposición había visto yo en lallanura surgida del océano.

    Sin embargo, fueron los relieves los que más me fascinaron. Claramente visibles al otro lado del cursode agua, a causa de sus enormes proporciones, había una serie de bajorrelieves cuyos temas habríandespertado la envidia de un Doré. Creo que estos seres pretendían representar hombres ... al menos,cierta clase de hombres; aunque aparecían retozando como peces en las aguas de alguna gruta marina, orindiendo homenaje a algún monumento monolítico, bajo el agua también. No me atrevo a descubrir condetalle sus rostros y sus cuerpos, ya que el mero recuerdo me produce vahídos. Más grotescos de lo quepodría concebir la imaginación de un Poe o de un Bulwer, eran detestablemente humanos en general, apesar de sus manos y pies palmeados, sus labios espantosamente anchos y fláccidos, sus ojos abultados yvidriosos, y demás rasgos de recuerdo menos agradable. Curiosamente, parecían cincelados sin ladebida proporción con los escenarios que servían de fondo, ya que uno de los seres estaba en actitud dematar una ballena de tamaño ligeramente mayor que él. Observé como digo, sus formas grotescas y susextrañas dimensiones; pero un momento después decidí que se trataba de dioses imaginarios de al,-unatribu pescadora o marinera; de una tribu cuyos últimos descendientes debieron de perecer antes de quenaciese el primer antepasado del hombre de Piltdown o de Neanderthal. Aterrado ante esta visióninesperada y fugaz de un pasado que rebasaba la concepción del más atrevido antropólogo, me quedépensativo, mientras la luna bañaba con misterioso resplandor el silencioso canal que tenía ante mí.

    Entonces, de repente, lo vi. Tras una leve agitación que delataba su ascensión a la superficie, el sersurgió a la vista sobre las aguas oscuras. Inmenso, repugnante, aquella especie de Polifemo saltó hacia elmonolito como un monstruo formidable y pesadillesco, y lo rodeó con sus brazos enormes y escamosos,al tiempo que inclinaba la cabeza y profería ciertos gritos acompasados. Creo que enloquecí entonces.

  • No recuerdo muy bien los detalles de mi frenética subida por la ladera y el acantilado, ni de mi deliranteregreso al bote varado... Creo que canté mucho, y que reí insensatamente cuando no podía cantar. Tengoel vago recuerdo de una tormenta, poco después de llegar al bote; en todo caso, sé que oí el estampido delos truenos y demás ruidos que la Naturaleza profiere en sus momentos de mayor irritación.

    Cuando salí de las sombras, estaba en un hospital de San Francisco; me había llevado allí el capitán delbarco americano que había recogido mi bote en medio del océano. Hablé de muchas cosas en misdelirios, pero averigüé que nadie había hecho caso de las palabras. Los que me habían rescatado nosabían nada sobre la aparición de una zona de fondo oceánico en medio del Pacífico, y no juzguénecesario insistir en algo que sabía que no iban a creer. Un día fui a ver a un famoso etnólogo, y ledivertí haciéndole extrañas preguntas sobre la antigua leyenda filistea en torno a Dagón, el Dios-Pez;pero en seguida me di cuenta de que era un hombre irremediablemente convencional, y dejé depreguntar.

    Es de noche especialmente cuando la luna se vuelve gibosa y menguante cuando veo a ese ser. Heintentado olvidarlo con la morfina; pero la droga sólo me proporciona una cesación transitoria, y me haatrapado en sus garras, convirtiéndome irremisiblemente en su esclavo. Así que voy a poner fin a todoesto, ahora que he contado lo ocurrido para información o diversión desdeñosa de mis semejantes.Muchas veces me pregunto si no será una fantasmagoría, un producto de la fiebre que sufrí en el bote acausa de la insolación, cuando escapé del barco de guerra alemán. Me lo pregunto muchas veces; perosiempre se me aparece, en respuesta, una vision monstruosamente vívida. No puedo pensar en lasprofundidades del mar sin estremecerme ante las espantosas entidades que quizá en este instante searrastran y se agitan en su lecho fangoso, adorando a sus antiguos ídolos de piedra y esculpiendo suspropias imágenes detestables en obeliscos submarinos de mojado granito. Pienso en el día que emerjande las olas, y se lleven entre sus garras de vapor humeantes a los endebles restos de una humanidadexhausta por la guerra... en el día en que se hunda la tierra, y emerja el fondo del océano en medio deluniversal pandemónium.Se acerca el fin. Oigo ruido en la puerta, como si forcejeara en ella un cuerpo inmensoy resbaladizo. No me encontrará. ¡Dios mío, esa mano! ¡La ventana! ¡La ventana!

  • DEL MÁS ALLÁH. P. LOVECRAFT

    DEL MÁS ALLÁH. P. LOVECRAFT

    Inconcebiblemente espantoso era el cambio que se habíaoperado en Crawford Tillinghast, mi mejor amigo. No lehabía visto desde el día — dos meses y medio antes— en queme Contó hacia dónde se orientaban sus investigacionesfísicas y matemáticas. Cuando respondió a mis temerosas ycasi asustadas reconvenciones echándome de su laboratorio yde su casa en una explosión de fanática ira, supe que enadelante permanecería la mayor parte de su tiempo encerradoen el laboratorio del ático, con aquella maldita máquinaeléctrica, comiendo poco y prohibiendo la entrada incluso alos criados; pero no creí que un breve período de diezsemanas pudiera alterar de ese modo a una criatura humana.No es agradable ver a un hombre fornido quedarse flaco derepente, y menos aún cuando se le vuelven amarillentas ogrises las bolsas de la piel, se le hunden los ojos, se le ponenojerosos y extrañamente relucientes, se le arruga la frente yse le cubre de venas, y le tiemblan y se le crispan las manos.Y si a eso se añade una repugnante falta de aseo, un completodesaliño en la ropa, una negra pelambrera que comienza aencanecer por la raíz, y una barba blanca crecida en un rostroen otro tiempo afeitado, el efecto general resulta horroroso.Pero ese era el aspecto de Crawford Tillinghast la noche enque su casi incoherente mensaje me llevó a su puerta,después de mis semanas de exilio; ese fue el espectro que meabrió temblando, vela en mano, y miró furtivamente por en-cima del hombro como temeroso de los seres invisibles de lacasa vieja y solitaria, retirada de la línea de edificios queformaban Benevolent Street.Fue un error que Craw