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SKATERSEN EL FILO

Mikel Valverde

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográfi cos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

© Mikel Valverde, 2012© ilustraciones: Mikel ValverdeDiseño: Els Altres

© Edición: EDEBÉ, 2012Paseo de San Juan Bosco 6208017 Barcelona www.edebe.com

ISBN 978-84-683-0481-6Depósito Legal: 8726-2012Impreso en EspañaPrinted in Spain

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Para Ernesto, Iñigo y Ander.

«Mi abuela tenía dos gatos: uno se pasaba el día

en casa sentado junto al fuego de la chimenea o

mirando por la ventana, tranquilo. El otro, en cuanto

se despertaba, se escapaba y desaparecía.

Al anochecer regresaba sucio y lleno

de magulladuras y, con actitud dócil,

se colocaba junto a su compañero

para cenar y descansar».

Nika Bitchashvili

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CAPÍTULO 1CENA EN FAMILIA

Se oyó un sonido metálico al otro lado de la puerta y

al instante percibieron cómo unas llaves peleaban por

abrirse camino en la cerradura.

Los dos lo habían oído.

—Mamá —advirtió Adrián sin poder ocultar un bri-

llo de inquietud en su mirada—, alguien está intentando

abrir la puerta.

—Será tu hermano —respondió ella.

Eva dejó la aceitera con la que estaba aliñando la en-

salada y se dirigió a la puerta de entrada del piso mien-

tras su hijo menor llenaba la jarra de agua.

Echó un vistazo por la mirilla antes de girar las llaves

y abrir la puerta.

—Por Dios, Imanol, ya sabes que cuando estamos

en casa cerramos por dentro. Si haces eso, lo único que

puedes conseguir es estropear la cerradura.

—Sí, bueno… —respondió él a modo de saludo, de-

jando que el fl equillo ocultara su mirada.

—Llegas tarde —le dijo su madre insinuando un

tono de reproche y dejando claro que lo de intentar

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abrir la puerta no le había funcionado para disimular

la tardanza.

El chico no contestó y encajó las palabras con un ges-

to de encogimiento de hombros, lo que hizo que el skate

que sostenía con la mano derecha casi tocara el suelo.

Permanecieron frente a frente un instante, que a él se

le hizo muy largo. No se habían visto desde la hora del

desayuno y ella se habría conformado con una sonrisa

de agradecimiento por haberle dejado pasar lo del retra-

so, pero sabía que esa batalla la tenía perdida. Al menos,

de momento.

—Anda, lávate las manos y siéntate a la mesa, la cena

está lista —le dijo.

El chico hizo un ademán de moverse en dirección al

aseo, que se encontraba al inicio del pasillo, y ella, al ver-

le, pareció reaccionar:

—Antes deja el monopatín en la terraza. Me vas a

destrozar el parqué y los marcos de las puertas.

—No es un monopatín —respondió él.

—Bueno, pues el sancheski, o como se llame.

—Es un skate.

No se entendían.

El chico dejó el skate, una tabla Element que le habían

regalado entre su madre y su tío en su último cumplea-

ños a la que añadió unos ejes Venture en los que gastó

casi todos sus ahorros. Luego, se quitó la sudadera con la

que le gustaba patinar en los días aún fríos de primavera,

como aquél, y tras lavarse la manos, se sentó.

La ensalada, en el centro de la mesa, parecía un fl o-

rero de colores vistosos. Los chavales no hablaban: uno

mantenía la mirada fi ja en su plato y el otro miraba el

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reloj como si en aquellas agujas estuviera la clave que le

permitiera resolver un enigma.

Unas voces que se imponían al murmullo eléctrico

del frigorífi co y que salían de una radio llenaban el si-

lencio.

—… Usted es una persona que ha llevado por toda

Europa el nombre de nuestra ciudad —decía la voz de

una periodista con título universitario.

—Así es, y con gran orgullo —respondía el invitado

del programa—. En el campeonato de policías y bombe-

ros nos reunimos agentes de muchos países.

—¿Y habló al resto de los competidores de las ma-

ravillas de nuestra ciudad o tal vez optó por llevarles

alguno de los ricos productos de nuestra tierra, je, je?

—preguntó la conductora del programa en un tono que

quería ser informal pero que resultaba del todo artifi cial.

—No, je, je, aunque ganas no me faltaron —respon-

dió el entrevistado con su voz opaca—. Pero en los ratos

que tenía libres aproveché para contar a los compañeros

de otros lugares que somos una ciudad de referencia en

el mundo por… nuestro… impecable entorno natural…

sostenible… —el protagonista parecía atascarse. Estaba

claro que estaba leyendo algo que le habían apuntado—.

Eso, que conté a todos que somos una gran ciudad —dijo

por fi n el policía que había ganado una medalla de bronce

en el campeonato deportivo de policías y bomberos.

—¿Y los policías de otros lugares conocían nuestra

ciudad?

—Alguno sí…

—¿Y qué es lo que más les gustaba? ¿Y lo que encon-

traban en común con otros lugares?

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—Bueno, les gustaba, sobre todo…, nuestra cali-

dad de vida y la variedad… —de nuevo se notaba que

el policía leía en un papel. Hizo una pausa y añadió—:

Luego, cuando hablamos de los problemas que tene-

mos en nuestras ciudades, casi todos coincidimos en

lo mismo.

—¿Sí…? ¿A qué problema se refi ere?

—Pues ese problema que es un panal en la conviven-

cia cotidiana.

—¿Un panal?

—Sí, un panal que oscurece y fastidia el ambiente

cordial de nuestra ciudad.

—¿Quiere decir un lunar, una mancha?

—Sí, eso, un lunar.

—¿A qué se refi ere?

—A los skaters, esos chicos y chicas que se pasan el

día patinando con sus skates por todos lados, moles-

tando a todo el mundo. Son una plaga. No respetan las

normas, se niegan a patinar en los lugares que tienen

indicados para ello y, a menudo, desafían a la policía.

Son jóvenes sin educación, que se dedican a perturbar la

vida de los ciudadanos.

Sin abandonar su tono pretendidamente cercano, la

periodista preguntó al policía con el aire inocente del

que va a tirar una piedra y tiene ya medio escondida la

mano:

—Y eso ¿podría ser una consecuencia de la falta de

valores que demuestran los jóvenes de hoy como apun-

tan, no yo, sino varios sociólogos expertos?

—Sí, claro, ¡¡eso mismo, eso mismo!!

—¿Nos lo puede asegurar desde su experiencia de

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agente de policía modelo, que representa a nuestra ciu-

dad y que está al cabo de la calle?

—Por supuesto. Precisamente la pasada semana, un

ser muy querido fue atropellado por varios skaters…

Eva apagó la radio y comenzó a servir las salchichas

con una mueca exagerada, como si éstas fueran dos tizo-

nes incandescentes y ella estuviera a punto de quemarse,

pero ninguno de sus hijos le siguió la gracia.

—¿Qué tal os ha ido el día? —preguntó ella en tono

cantarín.

Los chicos habían comenzado a servirse la ensalada

sin hablar y sin apenas cruzarse las miradas.

—¿Qué habéis hecho hoy? —insistió su madre—.

¿Habéis aprendido mucho en el colegio?

—Oh, sí…, hoy he aprendido mucho…, mami —res-

pondió con deje irónico Imanol, el mayor—. Eva, que no

soy un crío.

Hacía un año que había dejado de llamarla mamá

y había comenzado a llamarla por su nombre. El chico

vestía una camiseta verde de skate Santa Cruz, pantalo-

nes azules con bolsillos y zapatillas Vans grises. Era del-

gado y espigado, sin ser alto, y tenía la nariz recta y el

pelo liso y caído sobre sus ojos marrones y claros.

—De acuerdo, ya no eres un niño, pero tu hermano y

yo somos tu familia y ya es hora de convivir y comportar-

nos como tal —replicó ella. Había adoptado un tono serio

que, sin embargo, intentaba que fuera cordial—. No os ha-

béis dicho nada, ni siquiera os habéis mirado a la cara des-

de que os habéis visto. Sois hermanos y yo, vuestra madre,

y todos debemos convivir en esta casa como personas, no

como animales que beben y comen en un establo.

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Sus hijos seguían a lo suyo, la ensalada y las salchi-

chas. Eva continuó:

—Está bien, comenzaré yo y luego os tocará el turno

a cada uno de vosotros.

No podía disimular que le había pasado algo bueno y

se moría por compartirlo con sus hijos.

—Hoy he tenido una mañana horrible, han llegado

un montón de pedidos nuevos a la fábrica y en la ofi cina

se nos ha colgado uno de los ordenadores. Ha sido de

locos.

Sus hijos estaban a punto de terminar los platos y ella,

con agilidad, había colocado una bandejita con queso en

la mesa.

—¿Por dónde iba? ¡Ah, sí! Estaba a punto de irme a

comer cuando me ha llamado una amiga de la univer-

sidad que trabaja en una editorial. ¿Sabéis qué me ha

planteado?

Ninguno de sus hijos contestó a aquella pregunta que

fl otó unos segundos en el aire de la cocina.

—¡Me ha propuesto colaborar en un libro de texto!

—exclamó—. Por fi n voy a poder hacer un trabajo re-

lacionado con mis estudios —añadió con un suspiro—.

¿Os imagináis que el próximo curso estudiarais una lec-

ción que ha escrito vuestra madre? —preguntó buscan-

do algo parecido a una respuesta.

—No —murmuró Adrián.

—Fff f —farfulló Imanol.

Lanzó una mirada que ella creía cómplice a cada uno

de ellos y luego continuó:

—Después del trabajo he ido al ensayo del coro. He-

mos cantado por primera vez unas canciones tradiciona-

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les. Después, con algunos de los componentes del coro,

he ido a tomar algo y he venido a casa para preparar la

cena —concluyó.

Los chicos picaban unos trozos de queso.

—A ver, Adrián, cuéntanos ahora qué has hecho tú

—propuso su madre.

—¿Yo?

—Sí, claro.

—Bueno… —comenzó a hablar un poco cohibido,

como si estuviera ante un tribunal—, he ido al colegio;

luego, a la academia y, luego, he venido a casa. He hecho

los deberes y he estado leyendo y mirando alguna cosa

en Internet.

—¿Y lo has pasado bien?

—Como siempre.

—¿Y qué tal en el colegio?

—Bien.

—¿Has comido bien?

—Sí.

—¿Y en la academia?

—Bien.

—¿Has aprendido alguna palabra nueva en inglés?

—No, hemos repasado lo del martes.

—¿Es buena la profesora?

—Sí.

—¿Entonces todo ha ido bien hoy?

—Sí.

El menor de los hermanos apenas la había mirado

mientras respondía a sus preguntas.

«Su hijo menor es un alumno normal, pero le cuesta

relacionarse con los demás compañeros y exteriorizar

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sus sentimientos», le había dicho el psicólogo del colegio

en un encuentro que ella solicitó para conocer la marcha

de sus hijos.

El chaval miraba por la ventana. Parecía buscar, esta

vez en la noche que había tomado la ciudad por sorpre-

sa, un camino hacia alguna parte.

—Está bien, Adrián —captó ella su atención—. A ver,

atiende, que ahora tu hermano nos va a contar qué tal le

ha ido la jornada.

—¿Quién, yo? —preguntó a la defensiva el mayor.

—Claro.

Tomó aire y, en tono resignado, como si hablar ante

ellos fuera un castigo, Imanol comenzó:

—He ido a clase y todo eso.

—Bien, no está mal —respondió su madre—. ¿Nos

puedes decir qué es «todo eso»?

—Pues eso, el recreo, el comedor…, todo eso.

—Gracias por la aclaración. ¿Y luego?

—He estado en la academia, he hecho los deberes y

he ido al parque.

—¿Y qué tal en el parque?

—Pues bien.

—¿Y qué has hecho?

—Patinar.

—¿Y lo has pasado bien?

—Sí.

—¿Y cómo has patinado?

—Con mis amigos.

—Te he preguntado cómo. ¿Sabes hacer saltos de ésos

como los que salen en los vídeos?

—Pues claro —respondió con un gesto de sufi ciencia.

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—Vale, chico, no te pongas así —comentó su madre

intentando bajarle los humos—. Nunca nos has contado

a tu hermano y a mí qué cosas sabes hacer con el patín.

—Es un skate.

—Bien, con el skate.

—Vosotros no os enteráis.

Adrián permanecía callado, con la cabeza girada ha-

cia la ventana, pero sin perderse nada de la conversa-

ción.

Su madre pareció no verse afectada por aquellas pa-

labras.

—Vaya, así que no nos enteramos…

—No.

—Pues si no nos enteramos y no sabemos nada, ¿por

qué no nos lo explicas?

—Eva…, déjame, esto es un rollo.

Ella habló entonces en tono serio:

—Imanol, somos tu familia, cuéntanos qué has hecho

en el parque.

—Vale —dijo el chico enfurruñado—. Hemos esta-

do grindando y hemos hecho algunos popshovits. Mai ha

conseguido hacer unos varial fl ips.

—¿Qué es eso? —preguntó ella.

—¿Ves como no os enteráis? —soltó él por respuesta.

—Son trucos de skate —intervino Adrián.

—Tú cállate —le cortó Imanol.

—No le hables así a tu hermano y cuéntanos cómo

son esos trucos.

—Pero Eva…, si no sabéis nada de skate…, y estoy

cansado…, y ya he terminado.

Así era: los dos hermanos habían tomado el habi-

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tual Colacao y el mayor de ellos se dejaba deslizar por

la mesa con actitud de levantarse. Además tenía razón:

ella no sabía nada de skate y tampoco creía que a Adrián

le interesara mucho, y era tarde, momento de descansar.

—De acuerdo —se conformó—. Recoged la mesa.

—Me toca a mí —dijo Imanol.

—Tu hermano te puede ayudar —insinuó su madre

mirando a Adrián.

—No, lo hago yo solo.

Adrián asintió con la cabeza.

—Antes jugabais juntos y lo pasabais bien, pero de

un tiempo a esta parte no hacéis nada entre los dos. No

os habláis, y ni siquiera os miráis —estalló ella y pregun-

tó alzando la voz—: ¿Puede saberse qué os pasa?

Las palabras encontraron un repentino eco en las pa-

redes de la cocina antes de ahogarse con un pequeño

zumbido en los oídos de los chicos.

—¡Sois hermanos, somos una familia, tenemos que

apoyarnos y cuidarnos unos a otros y tenemos que vivir

juntos como personas, no como animales!

—Eso ya lo has dicho antes —murmuró Imanol.

—¡Ya lo sé, y me da igual repetirlo mil veces si de

ese modo consigo que os comportéis como es debido y

aprendéis a compartir vuestras cosas con vuestro her-

mano y vuestra madre!

Ninguno de los chicos dijo nada. Esperaron con la

cabeza gacha a que el pitido desapareciera de sus oídos.

—Voy a cepillarme los dientes y me voy a mi cuarto.

Buenas noches —dijo el menor rompiendo el silencio.

—¿Tan pronto? ¿No quieres ver un poco la tele con-

migo? —le propuso ella más calmada.

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—Quiero leer.

—Pero si has estado toda la tarde leyendo… Anda,

quédate en el salón.

—No me gusta la tele, prefi ero leer.

—¿Puedo quedarme yo un rato? —reaccionó Imanol

mientras llevaba los platos al fregadero.

—No, tú tienes que leer. Llevas toda la semana sin

tocar un libro y ya has visto la tele todos los días de la

semana.

—Pero mamá… —insistió el chaval.

«Ahora me llama mamá», pensó ella. Sin embargo,

no cedió.

Al cabo de unos minutos los chicos estaban en sus

dormitorios, leyendo. Por una vez, habían coincidido en

algo.

Ella apagó el ordenador portátil de uso común que

tenían en el salón. Se acercó a la nevera y, de vuelta en

el salón, encendió la tele y se sentó un rato en el sofá.

Estaba agotada.

Abrió la tapa del yogur y se lo comió poco a poco.

Sola. Sin sospechar que muy pronto las cosas iban a

cambiar en aquella casa.

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