Eleanor Grimaldi y Basilio Belliard - Antologia de Cuentos Clasicos Infanto-juveniles

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1 DE LA LITERATURA UNIVERSAL

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Entre los autores seleccionados se encuentran los Hnos. Grimm, Jacobo y Cuillermo, Charles Perrault, Hans Cristian Andersen, Horacio Quiroga, Oscar Wilde, Mark Twain, Cuyde Maupassant y José Martí.Estos autores marcaron hitos en la literatura infantil y juvenil mundiales y han servido como base para la producción de numerosas adaptaciones y recreaciones.

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1 DE LA L I T E R A T U R A U N I V E R S A L

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ANTOLOG~A DE Cuen for C h ~ # i r n ~

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SECRETAR~A DE ESTADO DE CULTURA ¡Hacia el progreso con la Cultura!

DIRECCIÓN GENERAL DEL LIBRO Y LA LECTURA "ANO DEL LIBRO Y LA LECTURA" HACIA UN P A ~ S DE LECTORES

ISBN: 9945-404-12-1

ILUSTRACIONES:

Rafael Hutchinson

DIAGRAMACI~N:

Chabeli Núñez

IMPRESI~N Editora Búho, C x A Calle Elvira de Mendoza #156, Zona Universitaria, Sto Dgo, RD

Santo Domingo, RD 2007

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SECRETARIA DE ESTADO DE CULTURA jHacia elprogreso con la Cultura!

DIRECCIÓN GENERAL DEL LIBRO Y LA LECTURA "ANO DEL LIBRO Y LA LECTURA"

HACIA UN P A ~ S DE LECTORES

Recopilación del material

BASILIO BELLIARD, ARMANDO ALMÁNZAR BOTELLO Y ELEANOR GR~MALD~ SILIÉ

Adaptaciones de los Cuentos de Jacobo-Cuillermo Crimm y Charles Perrault

ELEANOR GRIMALDI SILIÉ

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Contenido

Presentación 8

HERMANOS CRIMM. JACOBO Y CUILLERMO

Blancanieves

10

Los Siete Cabritos y el Lobo

26

Rosa Silvestre, La Bella Durmiente

HANS CHRlSTlAN ANDERSEN

El Patito Feo

38

CHARLES PERRAULT

El Ca to con Botas

54

La Cenicienta

62

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Caperucita Roja

72

JOSE MART~ Meñique

76

MARK TWAlN Rogers

98

OSCAR WlLDE El Príncipe Feliz

108

HORACIO QUIROCA El Potro Salvaje

124

CUY DE MAUPASSANT Adiós

132

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a Secretaría de Estado de Cultura, a través de la Dirección General del Libro y la Lectura, dentro

de las actividades que describe el Plan Nacional de Lectura, ha decidido iniciar sus publicaciones para niños y jóvenes, con una antología d e cuentos y lecturas clásicas considera- das entre las más leídas a través del t iempo por todas las generaciones.

Siendo la lectura una actividad tan importante para ayu- dar al desarrollo del lenguaje, la creatividad y la fantasía, hemos considerado importante que el Plan Nacional de Lec- tura incluya estas obras para que sean parte del disfrute y los sueños de los niños y jóvenes dominicanos.

Entre los autores seleccionados se encuentran los Hnos. Grimm, Jacobo y Cuillermo, Charles Perrault, Hans Cristian Andersen, Horacio Quiroga, Oscar Wilde, M a r k Twain, Cuy de Maupassant y José Martí.

Estos autores marcaron hitos en la literatura infantil y juvenil mundiales y han servido como base para la produc- ción de numerosas adaptaciones y recreaciones.

La presencia de estos autores en nuestro país y en otros países de Latinoamérica ha hecho florecer una verdadera literatura infantil y juvenil.

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Retomando las palabras de la humanista Camila Henrí- quez Ureña para referirse a la literatura para niños y jóve- nes: "La enseñanza literaria debe consistir en poner al alumno en contacto con las mejores creaciones. La afición al arte litera- rio sólo puede desarrollarse haciendo funcionar el deseo de leer. Hay que hacer accesibles las obras de los grandes autores en progresión gradual adecuada a su edad; porque ser culto es, en cada orden de cosas, remontar a la fuente y beber en el hueco de la mano y no en copa prestada:'

Sabemos que para lograr un verdadero desarrollo del lenguaje debemos poner a los niños y jóvenes en contacto con obras recreativas, lo cual contribuye a enriquecerlos intelectualmente y a desarrollar destrezas y habilidades lectoras. Todo ello se traduce en un incremento d e la sen- sibilidad artística, logrando generaciones más creativas y participativas.

Esperamos que esta obra cumpla con el propósito de enriquecer el acervo cultural de las actuales generaciones de dominicanos.

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165 *v

H e r m a n o s Grirnrn S,#8

Jacobo nació en 1785 y falleció en 1863 y Guillermo nació

en 1786 y falleció en 1859. Trabajaban en una biblioteca

y recorrieron los pueblos de Alemania buscando tradiciones.

La mayoría de los cuentos que recogieron y transcribieron

fue de labios de una informadora campesina que se llamaba

Viehmannin (mujer del Ganado, es decir pastora).

Algunos de sus cuentos repiten los mismos temas de los de Perrault.

En 1812 publicaron su primer volumen de "Los cuentos

de los niños y del hogar", que se conocen en español

como "Los cuentos infantiles y caseros".

Entre los más conocidos están Pulgarcito, Blancanieves,

El Gato con Botas, El Lobo y los Siete Cabritos y otros.

Los hermanos Crimm fueron destacados germanitas

y fundadores, junto a su compatriota Franz Bopp,

de la Filología Comparada, Gramática alemana, e Historia

de la Lengua alemana.

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ANTOLOG~A DE CUENTOS CLÁSICOS INFANTO-JUVENILES DE LA LITERATURA UNIVERSAL

ra un día de invierno y los copos de nieve caían del cielo como

plumas blancas. Una reina estaba sentada a su ventana y cosía, E mirando caer la nieve. De pronto, distraída, se pinchó un dedo, y cayeron

tres gotas de sangre en la nieve. Hacía tan bonito lo rojo sobre lo blanco,

que la reina exclamó:

-¡Me gustaría tener una niña tan blanca como la nieve, tan roja como

la sangre, tan negra como el ébano del marco de la ventana!

Pasó algún tiempo, y la Reina tuvo una niña, su cabello era tan Negro

como el ébano, mientras sus mejillas eran rojas como la sangre, y su tez

blanca como la nieve. Por esto, se l lamó Blancanieves.

Mas la Reina murió al nacer la niña. Un año después, el Rey se volvió

a casar. Su nueva esposa era una mujer muy bella, pero orgullosa y llena

de vanidad, no podía resistir la idea de que hubiese en el mundo otra más

linda que ella.

Tenía un espejo mágico, y todos los días, al mirarse en él, le preguntaba:

-Espejito mágico, espejito de oro:

¿quién es la más bella -de todo el contorno?

y el espejito le contestaba:

-Bella entre las bellas, -¿por qué lo decís?

Sois la más hermosa d e todo e l país.

Y la Reina se sentía satisfecha, pues sabía que el espejito no podía de-

cir más que la verdad.

Blancanieves creció, y se hizo más y más hermosa, y cuando llegó a

cumplir siete años era tan linda que su belleza sobrepasaba a la de la mis-

ma Reina. Y una vez, cuando la soberana preguntó al espejo:

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-Espejito mágico, -espejito de oro:

¿quién es la más bella -de todo e l contorno?

el espejito respondió:

-De vuestra belleza -estáis orgullosa,

pero Blancanieves -es aún más hermosa.

Al oír esto, la Reina se enfureció y se puso verde y amarilla de rabia y de

envidia. Y desde aquel momento odió a Blancanieves con todo su corazón. El orgullo y la envidia. la atormentaban hasta el punto d e no de-

jarla descansar ni d e día ni d e noche. Por fin, l lamó a un Cazador d e palacio y le dijo:

-Llévate al bosque a Blancanieves, pues es preciso que no la vea

más; mátala y tráeme su corazón y su hígado en prueba de que has cum- plido mis órdenes.

El Cazador obedeció y se l levó a Blancanieves al bosque, pero al pre-

pararse a hundirle su cuchillo de monte en el inocente corazón, la niña empezó a llorar:

-¡Ay, buen Cazador perdóname la vida, y m e esconderé en el bos-

que; nunca más volveré a palacio. C o m o era tan bonita, el Cazador tuvo lástima de ella, y dijo:

-Bien; corre y entra en el bosque, linda niña.

Pensaba el hombre que las fieras la devorarían, pero sentía que se le

quitaba un peso del corazón no teniendo que matarla él. En aquel m o - mento pasaba por allí una cervatilla, brincando, y el Cazador la mató, le quitó el hígado y el corazón, llevándolos a la Reina. Esta los dio al

cocinero d e palacio para que los guisara, y después la pérfida Reina se los comió, muy satisfecha, creyendo que eran los de Blancanieves.

Blancanieves / Hermanos Crimm - Jacobo y Guillermo

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ANTOLOG~A DE CUENTOS CLÁSICOS INFANTO-JUVENILES DE LA LITERATURA UNIVERSAL

Cuando la pobre niña se encontró sola en la espesura del bosque, sin

nadie que pudiera ayudarla, sintió tanto terror que no supo qué hacer. Echó

a correr y corrió, corrió, sobre las piedras y entre las zarzas, mientras los

animales feroces pasaban por su lado sin hacerle daño. Corrió hasta donde

sus piecesitos pudieron llevarla, y era ya casi de noche cuando vio a los lejos

una casita, en la que entró para descansar. Dentro de la casita todo era muy

chiquito, pero tan limpio y tan pulcro que daba gusto verlo. Una mesita

cubierta con blanco mantel estaba muy bien puesta, con siete platitos, y de-

lante de cada plato había cuchara, tenedor, cuchillo y vasito. También había

siete camitas alineadas, cubiertas con siete colchas blancas como la nieve.

Blancanieves tenía hambre y sed, comió pan y una cucharadita de sopa

de cada plato; también bebió un sorbito de vino de cada vaso, pues no se

atrevió a comer ni a beber una porción entera. Después, como estaba tan

casanda se acostó en una de las camas. Primero las probó todas: una era

demasiado chica, otra demasiado grande, y al fin la séptima era justa a su

medida. En ella se quedó Blancanieves, rezó sus oraciones y se durmió.

Llegada la noche, volvieron los dueños de la casa. Eran siete enanillos

de largas barbas, que pasaban el día en el monte, buscando tesoros en las

entrañas de la tierra. Encendieron sus lámparas, y no tardaron en darse

cuenta de que alguien había estado allí, ya que las cosas no se hallaban

como ellos las dejaran.

Dijo el primero: ¿Quién se ha sentado en mi sillita?

Dijo el segundo: ¿Quién ha comido en mi platito?

Dijo el tercero: ¿Quién ha pellizcado mi panecito?

Dijo el cuarto: ¿Quién ha tomado de mi sopita?

Dijo el quinto: ¿Quién ha usado mi cucharita?

Dijo el sexto: ¿Quién ha cortado con mi cuchillito?

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Blancanieves / Hermanos Grimm - Jacobo y Guillermo

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ANTOLOC~A DE CUENTOS CLÁSICOS INFANTO-JUVENILES DE LA LITERATURA UNIVERSAL

Dijo el séptimo: ¿Quién ha bebido en mi vasito?

Entonces el primero notó algo extraño en su cama, y exclamó de

pronto:

-¿Quién se ha acostado en mi camita?

-iY en la mía! iY en la mía! -gritaron los demás, que habían acudido

corriendo.

El séptimo enanillo, al mirar en su cama, vio a Blancanieves, que es-

taba dormida. Llamó a los demás, que iluminaron con sus lámparas, y, al

ver a Blancanieves, exclamaron, admirados:

-¡Dios mío! ¡Qué niña tan linda!

No se cansaban de contemplarla, pero no la despertaron y la dejaron

dormir en la camita. Y el séptimo enanillo durmió en las camas de sus

compañeros, una hora en cada una.

Por la mañanita, Blancanieves se despertó y, al ver a los enanitos, sin-

tió miedo. Pero ellos le preguntaron muy cariñosos cómo se llamaba.

-Me l lamo Blancanieves -contestó la niña.

-¿Cómo has llegado hasta nuestra casa? -preguntaron los enanos.

Entonces la niña les contó que su madrastra había querido deshacerse

de ella, pero que el Cazador le salvó la vida. Les contó también cómo

había corr ido todo el día por el bosque hasta llegar a la casita.

Y los enanos le dijeron.

-¿Quieres cuidar nuestra casita, cocinar, hacer las camas, lavar, coser,

barrer y tener todo limpio y pulido? Entonces podrás quedarte con noso-

tros y no tendrás nada que temer.

-Sí -contestó Blancanieves-; lo haré.

Y se quedó con ellos y cuidó de la casita, tal como habían pedido.

A la mañana siguiente, los enanillos se fueron a la montaña a buscar

cobre y oro en las entrañas de la tierra. Y cuando por la noche volvieron

se encontraron las camitas y la cena a punto y todo arreglado y listo.

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Como la niña estaba sola durante todo el día, los buenos enanos temían por ella y le dijeron:

-Ten cuidado con tu madrastra, para que no sepa que estás aquí. No dejes que nadie entre en la casa.

Más he aquí que la Reina, estando segura de que ahora era la más bella entre todas las bellas, se acercó al espejito mágico y de nuevo le preguntó:

-Espejito mágico, -espejito de oro:

¿quién es la más bella -de todo el contorno?

Y el espejo le contestó:

-Sois bella, joh Reina!, pero no tanto cual Blancanieves,

que en las colinas de los enanos es dulce encanto.

La Reina se llevó un disgusto que por poco se muere, pero como sabía que el espejo no podia mentir, comprendió en seguida que el Cazador la había engañado y que Blancanieves vivía aun. Por lo tanto, volvió a planear cómo se las arreglaría para matar a la niña, pues su vanidad no la dejaba descansar sabiendo que había quien era más hermosa que ella. Por fin se trazó un maligno plan. Se pintó la cara y se disfrazó como una vieja buhonera, de modo que nadie pudiese reconocerla. Cruzó las siete colinas, hasta llegar a la casita donde vivían los siete enanitos.

-¡Vendo baratijas, baratijas vendo! -gritó debajo de las ventanas. Blancanieves no pudo resistir a la tentación de asomarse a la ventana

y como hacía tiempo que no hablaba con nadie, preguntó a la vieja: -Buenos días. ¿Queréis decirme, Buena mujer, qué es lo que vendéis? -Lindas baratijas -contestó la mujer-. Cintas de todos los colores y

bonitas puntillas. Y esto diciendo, mostraba a la niña un manojo de brillantes cintas de

seda, que relucían al sol como la plata.

Blancanieves / Hermanos Grimm - Jacobo y Guillermo

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"Parece una buena mujer", pensó Blancanieves; y abriendo la puerta, salió para ver de cerca los lindos encajes.

-Siendo tan linda -dijo la vieja-, debes permitir que te ponga el más bonito de mis lazos.

Blancanieves no se opuso y, colocándose delante de la buhonera, la dejó que le atase un lazo nuevo en el pelo.

Pero la vieja se apresuró a echarle la cinta al cuello y tiró de ella con tal fuerza, que la pobrecita Blancanieves perdió el aliento y cayó al suelo como muerta.

-Ahora yo soy la más hermosa -dijo la Reina. Y, echando a correr, se apresuró a volver al palacio. Poco tiempo después, los siete enanos volvieron a la casita, donde

asustados, encontraron a la querida Blancanieves tendida en el suelo, sin respirar y como muerta. El más pequeño de todos, que era el más listo, no tardó en ver que llevaba una cinta nueva y brillante al cuello; la cortó con su cuchillo y Blancanieves abrió los ojos y respiró de nuevo. Cuando los enanos supieron lo que había sufrido, no dudaron un momento de que la vieja buhonera no era otra que la pérfida Reina.

-Ten mucho cuidado en no hablar con nadie ni dejar que nadie entre aquí -dijeron a la niña.

Nuevamente la maligna Reina, apenas llegó a su palacio, corrió ante el espejo y le preguntó:

-Espejito mágico, -espejito de oro:

¿quién es la más bella -de todo el contorno?

Y el espejito volvió a contestarle:

-Sois bella, joh Reina!, pero no tanto cual Blancanieves,

que en las colinas de los enanos es dulce encanto.

Blancanieves / Hermanos Grimm - Jacobo y Guillermo

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ANTOLOG~A DE CUENTOS CLÁSICOS INFANTO-JUVENILES DE LA LITERATURA UNIVERSAL

A oír esto, toda la sangre de la Reina se agolpó en su corazón y la

rabia la dominaba, pues no podía resistir a la idea de que Blancanieves

viviese todavía. Entonces se dijo: "Es preciso planear algo que acabe con

m i enemiga para siempre". Valiéndose de artes de brujería, en las cuales

era maestra, hizo un peine envenenado. Ahora se disfrazó de modo com-

pletamente distinto a la primera. Cruzó las montañas y de nuevo empezó

a vender su mercancía delante de la casa de los siete enanos. Pero como

nadie se asomara a la ventana, l lamó a la puerta, diciendo:

-¿Quién quiere comprar lindas chucherías?

Blancanieves se asomó entonces a la ventana y dijo:

-Vaya usted con Dios, buena mujer, no necesito nada por hoy.

-Por lo menos puedes mirar mi mercancía, que eso no cuesta dinero

-respondió la viejecilla. Y, tomando en la mano el peine envenenado, lo

hizo brillar al sol.

La niña quedó tan fascinada, y estaba tan cansada de pasar el día sola y

sin hablar con nadie, que no pudo resistir a la tentación y abrió la puerta.

Entonces la vieja le dijo:

-Una niña tan linda como tú, debe tener un peine tan lindo como éste.

La pobre Blancanieves, no sospechando nada, dejó que la vieja le pasara

el peine por los negros cabellos, pero apenas el peine envenenado tocó su

cabeza, cuando el veneno hizo su efecto, la niña cayó sin sentido al suelo.

-Ahora no hay nadie que pueda compararse con mi hermosura -dijo

la malvada Reina. Y corrió hacia palacio.

Afortunadamente, los enanitos no tardaron mucho en volver a la

casita. Cuando vieron a Blancanieves tendida en el suelo, c o m o muerta,

sospecharon inmediatamente de la madrastra y buscaron, buscaron, has-

ta encontrar el peine envenenado. Lo quitaron de la cabeza de la niña,

cuando Blancanieves volvió en s í y les con tó cuanto había sucedido.

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De nuevo ellos la amonestaron, diciéndole que debía tener más cuidado y no abrir la puerta a nadie, fuera quien fuera.

De regreso a palacio, la Reina se apresuró a mirar al espejo y preguntarle:

-Espejito mágico, -espejito de oro:

¿quién es la más bella -de todo el contorno?

Y otra vez el espejito le volvió a decir:

-De vuestra belleza -estáis orgullosa,

pero Blancanieves -es aún más hermosa.

Al oír estas palabras pronunciadas por el espejo, la Reina tembló y estremeció de rabia.

-Blancanieves debe morir -se dijo ahora-, aunque me cueste la vida. Entonces se metió en el cuarto secreto, donde no podía entrar nadie

más que ella, y, después de pensar y pensar cómo podría matar a Blanca- nieves, cogió una manzana y le infiltró un veneno.

La manzana era preciosa por fuera, tan colorada, redonda y bonita que estaba diciendo "Comedme", pero el que escuchara esta solicitud y se la comiera, moriría en seguida. Cuando tuvo lista la manzana, la Reina se cambió el rostro y se disfrazó de vieja campesina; cruzando las siete colinas, se dirigió a la casa de los enanos y llamó a la puerta.

Blancanieves asomó apenas la cabeza por la ventana, y dijo: -No puedo abrir a nadie, que mis amos, los siete enanillos. me lo

tienen prohibido. -Yo no quiero entrar -dijo la viejecita-. Sólo quiero enseñarte mis

manzanas. Toma; si quiere, te doy una. -No; no puedo tomar nada de nadie. -¿Temes, acaso, que esté envenenada? -dijo la mujer-. Mira como yo

misma me como la mitad, y dejo para ti la parte más bonita.

Blancanieves / Hermanos Grimm - Jacobo y Guillermo

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ANTOLOG~A DE CUENTOS CLÁSICOS INFANTO-JUVENILES DE LA LITERATURA UNIVERSAL

La Reina había envenenado la manzana de modo que solamente la

mitad roja tuviese veneno, mientras que la pálida, que ella se comió, era

inofensiva. Blancanieves tendió la mano y al ver que la viejecita se comía la

mitad de la manzana con tanto gusto, no pudo resistir a la tentación e hincó

el diente en la mitad reluciente y colorada que la mujer le había dado.

Apenas probó un bocadito, cayó muerta al suelo.

La pérfida Reina la contempló satisfecha y, echándose a reír, murmu-

ró bajito:

-Blanca como la nieve, roja como la sangre y negra como el ébano;

esta vez los enanitos no podrán volverte la vida.

Y al llegar a su casa, preguntó al espejo:

-Espejito mágico, -espejito de oro:

¿quién es la más bella d e todo e l contorno?

Y el espejito le contestó:

-Bella, entre las bellas, -¿por qué lo decís?

Sois la más hermosa d e todo el país.

Entonces su vanidoso corazón descansó, satisfecho.

Y cuando los enanos volvieron por la noche, encontraron a Blanca-

nieves tendida en el suelo, pálida y sin el más leve aliento. La levantaron y

buscaron en vano lo que podía haberla dañado; desataron s'u vestido, pei-

naron su cabello, lavaron su rostro con agua y vino, pero todo fue inútil;

su querida Blancanieves estaba muerta y bien muerta. La tendieron en un

ataúd, y los siete la velaron y lloraron a su alrededor durante tres largos

días. Entonces, v iendo que no volvía a la vida, se prepararon a enterrarla.

Pero estaba tan bonita y sonrosada, con sus mejillas blancas y encarnadas,

que se dijeron unos a otros:

-No podemos enterrarla en la negra tierra.

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Y construyeron un ataúd de cristal transparente, para poder verla to- dos los días, y la metieron dentro; encima escribieron en letras de oro

su nombre y pusieron también que era hija del Rey. Después llevaron el

ataúd a la montaña y cada día se quedaba uno de ellos velando y guar- dando a la muerta. Y los pájaros venían y cantaban para Blancanieves.

Así, Blancanieves permaneció mucho, mucho tiempo en su ataúd, y los enanitos no desesperaban de que despertase un día, pues tenía la misma apariencia que si estuviese viva. Y sucedió que un Príncipe que fue a cazar

al bosque, llegó a la casita de los siete enanos y pasó en ella la noche. Por

la mañana vio el ataúd de la montaña y a la encantadora Blancanieves dentro, y leyó las letras de oro escritas por los enanos.

Entonces dijo esto:

-Quiero que me deis ese ataúd; os pagaré por él lo que me pidáis.

Pero los enanitos contestaron:

-No lo daríamos por todo el oro del mundo. Entonces dijo el Príncipe:

-Dádmelo, pues, como un regalo; ya no podría vivir sin contemplar a Blancanieves, y os juro por mi honor que lo reverenciaré como al más preciado tesoro.

Al oír estas palabras, los enanitos tuvieron lástima de él y le dieron el

ataúd de cristal.

El Príncipe llamó a sus criados para que transportaran el ataúd en

hombros, y he aquí que los criados tropezaron con unas matas y la niña se

estremeció dentro del ataúd, con lo que el trocito de manzana que tenía en la boca saltó de entre sus dientes. En seguida Blancanieves abrió los ojos, se sentó en el ataúd y volvió a la vida.

-¡Dios mío! ¿Dónde estoy? -Preguntó.

El Príncipe, loco de alegría, contestó:

Blancanieves / Hermanos Crimm - Jacobo y Cuillermo

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ANTOLOC~A DE CUENTOS CLÁSICOS INFANTO-JUVENILES DE LA LITERATURA UNIVERSAL

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-Estás conmigo, linda niña -y le contó lo que había sucedido, aña- diendo estas palabras: -Te amo más que a nada en el mundo, y voy a llevarte al palacio de mi padre, para que seas mi esposa.

Blancanieves agradeció estas palabras y siguió al Príncipe, celebrándo- se su boda con gran magnificencia. La pérfida madrastra de Blancanieves fue invitada a la fiesta; por cierto que cuando se estaba poniendo sus más preciosos vestidos, se le ocurrió acercarse al espejo mágico y preguntar:

-Espejito mágico, -espejito de oro:

¿quién es la más bella -de todo el contorno?

Y el espejito le contestó:

-Sois bella, joh Reina!, pero no tanto cual la Princesa que,

hoy desposada, del joven Príncipe es dulce encanto.

Entonces la malvada Reina sintió un espanto, que no supo qué hacer, no pudo resistir a la curiosidad y acabó de vestirse para ir a ver a la joven Princesa. Cuando llegó al palacio y reconoció en la reinecita a Blancanie- ves, se quedó muda y aterrorizada. Nunca se volvió a saber de ella.

Blancanieves / Hermanos Grimm - Jacobo y Guillermo

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abía una vez

amaba tanto

una vieja cabra que tenía siete cabritos, a los que

como toda madre suele amar a sus hijos un día

tuvo que ir al bosque a buscar alimento para ellos, y antes de marcharse

los Ilamó y les dijo:

-Queridos hijos, tengo que irme al bosque, pero imucho cuidado con

el Lobo! Si entra en nuestra casa, os comería con huesos, y carne, y piel,

y todo. El lobo se disfraza muy bien, pero le conoceréis por su voz ronca

y sus patas negras.

Los Cabritos respondieron:

-Tendremos cuidado, querida madre. Puedes irte tranquila por noso-

tros. Caminando tiernamente, la vieja Cabra se fue a su trabajo. Antes de

que pasara mucho tiempo, alguien Ilamó a la puerta de la casita, diciendo:

-Ábranme la puerta, queridos hijos. Soy vuestra madre que vuelve y

les trae la comida.

Pero los Cabritos conocieron en seguida que aquella voz era la del Lobo.

-No queremos abrirte la puerta -gritaron-. No eres nuestra madre.

Ella tiene una voz suave y bonita, y la tuya es ronca. Tú eres el Lobo, que

quiere hacernos daño.

Se fue el Lobo a la tienda y compró huevos, de los que se tomó las

claras, y su voz se volvió suave y cariñosa. Volviendo a casa de la Cabra,

Ilamó a la puerta de nuevo, diciendo:

-Abran la puerta, mis queridos hijos. Soy su madre que vuelve y les

trae la comida.

El lobo había apoyado una de sus patas en la ranura de la puerta y los

Cabritos le vieron y gritaron:

LOS Siete Cabri tos y el Lobo / Hermanos Crimm - Jacobo y Guiiiermo

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ANTOLOC~A DE CUENTOS CLÁSICOS INFANTO-JUVENILES DE LA LITERATURA UNIVERSAL

-No podemos abrirte la puerta. Las patitas de nuestra madre son blan-

cas y lindas. Las tuyas son negras, porque eres el Lobo.

Entonces el Lobo se fue a casa del panadero y le dijo:

-Me he ensuciado las patas; ponme en ellas un poco de masa.

Y cuando el panadero le puso masa en las patas, se fue al molinero

y le dijo:

-Ponme un poco de harina en las patas.

El molinero pensó: "Este viejo Lobo quiere engañar a alguien", y se

negó a lo que le pedía.

Pero el Lobo amenazó:

-Si no lo haces, te comeré.

El molinero, asustado, le puso harina en las patas.

Entonces el Lobo fue por tercera vez a llamar a casa de la Cabra, y dijo:

-Abran la puerta, hijos míos. Soy su madre que vuelve del bosque y

les trae la comida-.

Los Cabritos gritaron:

-Muéstranos tus patas, para que estemos seguros de que no nos engañas-.

Les mostró el Lobo las patas por la rendija, y cuando las vieron tan

blancas y finas les creyeron y le abrieron la puerta.

Era el Lobo, que entraba en la casa. Los pobres Cabritos, llenos de

miedo, trataron de esconderse. Uno se metió debajo de la mesa, el segun-

d o se subió a la cama, el tercero se metió en el horno, el cuarto corrió a la

cocina, el quinto se encerró en la despensa, el sexto se metió en el lavade-

ro y el séptimo se escondió en la caja del reloj. Pero el Lobo los encontró

a todos, menos a uno, y se los comió. Unos tras otro fue tragándoselos,

excepto al más pequeño de todos, que estaba metido en la caja del reloj,

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y al que no pudo encontrar. Cuando hubo satisfecho su apetito, se fue y,

echándose al lado del río, se quedó dormido.

La cabra no tardó en volver del bosque. iOh, qué terrible visión con-

templaron sus ojos! La puerta de la casa estaba abierta de par en par. La

mesa, las sillas, los bancos, todo estaba patas arriba; colchas y mantas

caían de la cama, la vajilla estaba hecha pedazos. Por toda la casa buscó a

sus hijitos, pero no los pudo encontrar. Los llamaba por sus nombres, pero

ninguno contestó. Por último, cuando hubo llamado al pequeño, oyó una

débil voz que gritaba:

-Aquí estoy, querida madre, en la caja del reloj.

La madre lo sacó de su escondite y él le contó cómo el Lobo había

venido y se comió sus hermanos.

La pobre Cabra lloró mucho a sus hijitos.

Siempre apenada, se decidió a salir y el Cabrito más pequeño salió

también corriendo, a su lado. Cuando llegaron junto al río, vieron al Lobo

dormido bajo un árbol, haciendo temblar las ramas con sus ronquidos.

Los revisaron por todos lados y observaron ciertos movimientos dentro

de su vientre hinchado.

-¡Dios mío, Dios mío! -pensó la Cabra-. ¿Será posible que mis pobres

hijos, vivan todavía?

Envió al Cabrito a casa en busca de tijeras, dedal, agujas e hilo. Enton-

ces cortó un gran ojal en el vientre de la bestia, y, apenas había empezado

su tarea, cuando un precioso Cabrito asomó la cabeza por el agujero, y

apenas éste fue suficientemente grande, los seis hijitos de la Cabra salie-

ron saltando y bailando, todos vivos y sin haber sufrido lo más mínimo,

pues, en su glotonería, el Lobo se los había tragado enteros y sin masticar.

LOS S ie te C a b r i t o s y e l L o b o / Hermanos Crimm - Jacobo y Cuiiiermo

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ANTOLOG~A DE CUENTOS CLÁSICOS INFANTO-JUVENILES DE LA LITERATURA UNIVERSAL

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Imaginemos la alegría de la Cabra. Los acariciaba y brincaba tan contenta

como un sastrecillo en día de boda.

Por último dijo:

-Vayan a buscar algunas piedras grandes, hijos míos, y llenaremos con

ellas el cuerpo del Lobo, mientras sigue durmiendo.

Cuando los siete Cabritos trajeron un gran número de piedras, Ile-

naron con ellas la barriga del Lobo hasta que no cupieron más. La vieja

Cabra cosió luego, de prisa, el agujero, sin que el animal se diera cuenta

de nada ni moviera una pata.

Al fin, cuando el Lobo se despertó, las piedras le habían dado mucha

sed, y se fue al río para beber. Pero las piedras pesaban, y tiraban de él

hacia la corriente. Entonces exclamó:

-Me duele todo: la carne y el hueso,

en la barriga siento un gran peso.

Los seis cabritos enteros comr',

y ahora como piedras, tiran de mí.

Y al tocar con el hocico el agua, las piedras le arrastraron y cayó en

la corriente.

Cuando los siete Cabritos supieron lo sucedido, se apresuraron a co-

rrer a su casa, gritando con toda su alma:

-¡El Lobo ha muerto, el Lobo ha muerto! -Y ellos y su madre cantaron

y bailaron alegremente toda la noche.

LOS Siete Cabritos y el Lobo / Hermanos Grimm - Jacobo y Guillermo

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ya mucho tiempo vivían un rey y una reina que desea- una hija: "iqué felicidad si tuviéramos una hija!"; pero

pasaron varios años desde su casamiento sin que tuvieran hija ni hijo. Un día, mientras la Reina se estaba bañando, una rana verde saltó del

agua a la tierra y le dijo: -Tus deseos van a ser cumplidos; antes de un año traerás una hijita

al mundo. Las palabras de la rana se cumplieron. La Reina tuvo una niña hermo-

sa. El Rey no podía contener su alegría y celebró el bautizo con una gran fiesta. Invitó no sólo a los reyes de otros países, a los amigos, nobles y conocidos, sino también a las hadas a fin de disponerlas favorablemente para el porvenir de la niña. Las hadas de aquel reino eran trece, pero como el Rey sólo poseía doce platos de oro y quería ponerles a todas cubiertos iguales no invitó más que a doce al banquete.

El bautizo fue verdaderamente espléndido. Las hadas presentaron sus regalos a la recién nacida. Una le dio la virtud, otra la belleza, una tercera la riqueza, y, así sucesivamente, le regalaron todo aquello que en el mun- d o pueda desearse.

Cuando once de las hadas habían ya concedido su don, apareció ines- peradamente en palacio la decimotercera. Quería vengarse por no haber sido invitada a la fiesta y, sin saludar a nadie ni siquiera mirar a sus com- pañeras, dijo con ronca voz:

La Princesa se pinchará con una rueca al cumplir los quince años y quedará muerta.

Y sin decir una palabra más, dio media vuelta y dejó el salón. Todos los presentes sintieron gran terror, más h e aquí que la duodécima hada, que todavía no había hablado, se adelantó: No podía cambiar el destino fijado por su predecesora, pero sí modificarlo, y así, dijo con dulce voz:

Rosa Si lvestre, La Bel la D u r m i e n t e / Hermanos Grimm - Jacobo y Cuil lermo

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ANTOLOC~A DE CUENTOS CLÁSICOS INFANTO-JUVENILES DE LA LITERATURA UNIVERSAL

-La Princesita no caerá muerta, sino profundamente dormida en un

sueño que durará cien años.

El Rey trató de tomar todas las precauciones para salvar de la desgra-

cia a su querida hija, y lo primero que hizo fue ordenar que se quemaran todas las ruecas del país.

Pasado ya el t iempo fijado, las predicciones de las hadas se cumplie-

ron. La Princesita creció hermosa, modesta, amable e inteligente, que na- die podía verla sin amarla. Cierto día, hallándose fuera del palacio el Rey

y la Reina, y cuando la Princesita había cumplido los quince años, se quedó sola y quiso conocer todos los rincones del castillo. Subió por una estrecha

escalera escondida y llegó a una puertecita que nunca había visto. Una llave mohosa estaba puesta en la cerradura; la Princesita la hizo girar y la puerta se abrió. En una habitación diminuta, una viejecita, con un huso en

la mano, hilaba apresuradamente un copo blanco como la nieve.

-Buenos días, buena mujer -le dijo la Princesa-. ¿Qué es lo que estáis haciendo?

-Estoy hilando -dijo la vieja moviendo la cabeza a compás.

-¿Qué es ese objeto tan bonito, cuyas ruedas giran tan alegremente? -Pregunta la Princesa-. Y tomando la rueca quiso a su vez hilar. Pero apenas había tocado la rueca, cuando el dedo de la Princesa fue

pinchado por el huso. Apenas esto sucedió, cuando cayó sobre la cama

que estaba allí y quedó dormida con un profundo sueño que pronto se esparció por todo el castillo.

El Rey y la Reina, que acababan de llegar y estaban en el vestíbulo de Palacio, se quedaron allí mismo dormidos y, con ellos, todos los corte-

sanos. Los caballos se durmieron en el establo, los perros en el patio, las palomas en el palomar, las moscas en la pared. Y hasta la llama del fuego

de la chimenea se quedó dormida, y en la cocina el fuego también dejó a medio asar los manjares. El Cocinero, en la cocina, se quedó dormido

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con el brazo en alto. También el viento se detuvo y en los árboles que rodeaban el castillo no se movió una hoja.

El castillo estaba rodeado de rosales silvestres; cada año las rosas crecían y se enredaban, siempre más y más altas, hasta que al fin rodearon el castillo de tal modo que taparon el edificio desde el suelo hasta el tejado.

En el país fue formándose la leyenda de la Bella Durmiente, de Rosa Silvestre, que así se llamaba la hija del Rey. Y cuando hubo pasado largo tiempo muchos Príncipes trataron de atravesar el seto de rosas, hasta en- trar en el castillo. Pero todos tuvieron que retroceder, a causa de los espi- nos de las rosas, que eran tan espesos, que les herían las manos y el rostro y los sujetaban tan fuertemente, que no podían escapar y allí morían.

Pasados muchos años, un Príncipe extranjero llegó al país y oyó relatar a un viejecito la leyenda del castillo encerrado en el seto de rosas silvestres y en el cual la doncella más hermosa del mundo, llamada Rosa Silvestre, dormía desde hacía cien años, así como el Rey, la Reina y los cortesanos.

Supo también el joven, por el relato del anciano, que muchos Príncipes habían pretendido atravesar la muralla de rosas, pero que habían perecido de cruel muerte, presos entre las espinas. Entonces el joven Príncipe dijo:

Yo no temo a las espinas. Estoy decidido a ir y contemplar a la Prin- cesa Rosa Silvestre.

El anciano hizo todo lo que pudo para disuadirle, mas el Príncipe no quiso escuchar sus palabras.

Habían transcurrido los cien años justos fijados por el hada duodéci- ma y llegado el día en que Rosa Silvestre debía despertar. Cuando el Prín- cipe se aproximó a la muralla, ésta estaba enteramente florida, cubierta de grandes flores fragantes que al acercarse él le dejaban pasar, y volvían a cerrarse detrás de él.

En el patio y en las cuadras pudo ver a los caballos y a los perros to- davía dormidos; en el tejado dormían las palomas con la cabeza bajo el

Rosa Silvestre, La Bella Durmiente / Hermanos Crimrn - Jacobo y CuiIIermo

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ala, y cuando entró en el palacio, las moscas en las paredes dormían tam- bién, lo mismo que el Rey y la Reina, cerca del trono. En la cocina seguía el cocinero con la mano levantada como para sacudir el marmitón y la cocinera tenía un ave en su regazo y se disponía a desplumarla.

Siguió andando, en un ambiente, tan quieto, que el joven podía oír su propia respiración. Al fin llegó a la escalerilla de la torre, la subió y abrió la puerta de la habitación diminuta en que Rosa Silvestre se había dormido. Allí seguía la Princesa tendida sobre el lecho, y tan hermosa, que el Príncipe no podía apartar de ella sus ojos; casi inconscientemente se inclinó y la besó. Al tocar sus labios Rosa Silvestre abrió los ojos y le miró cariñosamente. Des- pués, dándose las manos, bajaron a los salones del palacio y el Rey se des- pertó, lo mismo que la Reina y todos los cortesanos se miraban unos a otros con atónita mirada. Los caballos en el establo se pusieron en pie y relincharon alegremente; los perros empezaron a saltar, meneando la cola; las palomas, en el tejado, levantaron las cabezas de bajo de las alas, miraron en torno y volaron hacia los campos; las moscas también se echaron a volar, y el fuego, tanto en la chimenea como en la cocina, levantó sus llamas. Las comidas co- menzaron a hervir y el cocinero dejó caer la mano sobre el marmitón, que dio un estridente chillido, mientras la cocinera acababa de desplumar el ave. Se celebró la boda del Príncipe con Rosa Silvestre, con una fiesta magnífica, y el Rey y la Reina, el Príncipe y la Princesa vivieron felices.

Rosa Si lvest re, La Bel la D u r m i e n t e / Hermanos Grirnrn - Jacobo y Guillermo

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Nació en Dinamarca en 1805; murió en Copenhague en 1875.

Poeta, novelista y cuentista. Este celebrado autor produjo una vasta

obra, y es famoso sobre todo por sus cuentos.

En este género publicó tres volúmenes: Eventyr, fortalte for Born

(1 835); Biliedbog uden Billeder (1 840) e Historien (1 852), que han sido

traducidos a todos los idiomas y se han hecho universalmente famosos.

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EI PatiZo Feo

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ra una delicia la vida del campo en verano. Los trigales eran

dorados, en contraste con la verde avena, y en los tiernos

prados se veían los montones d e pastos recién cortados, sobre los que

volaban cigüeñas de patas rojas, chapurreando el idioma egipcio que

les enseñó su madre. En los campos y las praderas se extendían espesos

bosques, entre los cuales se abrían profundos lagos. Y entre el paisaje

se alzaba una casa solariega rodeada de profundas acequias y cubier-

ta por entero de cadillos que hundía sus greñas en el agua, y d e tan

entrelazados tallos que un niño podría trepar por ellos. Era aquello

una selva enmarañada y no es de admirar que la hembra d e un pato

hubiera puesto allí su nido. el ave permanecía sobre los huevos para

vigilar la salida de los patitos; pero empezaba a cansarse por lo mucho

que tardaban y porque sus amigas apenas la visitaban, ya que preferían

divertirse nadando y subir a charlar un rato con ella, sentadas en un

tronco de bardana.

Por fin, uno tras otro, los cascarones se fueron rompiendo. "iPiep!

iPeip! iPiep!", se oía. Apenas los patitos tomaban vida, asomaban sus ca-

becitas, con ganas de curiosear.

-iCuac! icuac! -llamó la madre, y todos salieron tan aprisa como les

fue posible para mirarlo todo entre el follaje. Su madre les dejó mirar

cuanto quisieron, porque el color verde es muy bueno para la vista.

-¡Qué grande es el mundo! -dijo el más pequeño. Y era verdad, por-

que allí estaban más anchos que dentro del cascarón.

-¿Creéis que a esto se reduce el mundo? -dijo la madre-. No; el

mundo se extiende más allá del jardín, hasta el campo del párroco;

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andando, nunca he llegado yo. Bueno, creo que estáis todos -añadió

levantándose-. No, aún no habéis salido todos. Falta el más grande.

iA ver cuánto va a durar esto! Ya empiezo a estar cansada. -y se aga-

chó d e nuevo.

-¡Hola! ¿Cómo va eso? -le preguntó una pata vieja que fue a visitarla.

-Aquí me tienes perdiendo el tiempo con este huevo que no quiere

abrirse. ¡Pero mira los otros! ¡Nunca he visto patos más preciosos! ¡Cómo

se parecen a su padre!, ieh? Y el muy granuja nunca viene a verme.

-Veamos ese huevo que no quiere romper -dijo la vieja-. Ya sé en

qué consiste: es un huevo de pava. También a mí me engañaron una vez

y me costó penas y trabajos criarlos, porque tienen miedo al agua y no

podía hacerlos entrar. Por más que les rogaba y explicaba, todo era inútil.

Enséñame el huevo. Sí, mujer, es de pava. Déjalo y dedícate a enseñar a

nadar a los pequeños.

-Pensaba esperar un poco -dijo la madre-. Me he pasado aquí tanto

tiempo, que no me vendrá de unos días más.

-Como quieras -dijo la vieja, y se marchó.

Por fin el cascarón grande se rompió. "icroc! icroc!", dijo el pequeño

abriéndose paso. Era muy grande y muy seco. Su madre lo contempló.

-¡Qué horrible es! -exclamó-. No se parece a los otros. iSi será un

pavo! Bueno, pronto saldremos de dudas. Entrará en el agua, aunque

tenga que tirarlo yo misma a la fuerza.

Al día siguiente hacía un ambiente magnífico y el sol entraba de lleno

entre cadillos. La madre bajó a un canal con toda la familia y, izas!, ya la

tenéis en el agua. "iCuac! icuac!", llamó. Y uno tras otro, los polluelos se

El P a t i t o Feo / Hans Christian Andersen

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arrojaron al agua, desapareciendo bajo la superficie y volv iendo a subir

como perfectos nadadores, moviendo las patitas con toda regla. Entre

ellos estaba nadando el pati to grande y feo.

-No, ése no es pavo -se dijo la madre-. No hay más que verle mover

las patas y lo erguido que se mantiene. ¡Es h i jo mío! Bien mirado, no es

tan feo. icuac! iCuac! Ven conmigo que os llevaré al mundo y os presen-

taré en el corral a los amiguitos; pero no te apartes de mí, que te pisarán,

y ten cuidado con los gatos.

Llegaron al corral en un momento de gran revuelo. Los ánimos esta-

ban excitadísimos porque dos familias se disputaban una cabeza de angui-

la y el gato se la l levó antes que nadie.

-¡Ved cómo es el mundo! -dijo la madre afilándose el pico, codiciosa

también de la cabeza de anguila-. No muevan más que los pies, avancen

rectos e inclinad la cabeza saludando a ese pato viejo que está allá. Es el

principal de todos y de raza española; por eso está tan gordo. ¿Ves esa cin-

ta colorada que lleva en la pata? Es una muestra de la más alta distinción a

que puede llegar un pato; se la han puesto para que hombres y animales

lo reconozcan, porque no quieren que se pierda. ¡Moveos ... ! ¡No dobléis

los dedos! Un pato bien educado ha de andar con los dedos bien rectos,

como lo hacen sus madres: así. Ahora encorva el cuello y di: iCuac!.

Los pequeños obedecían, pero los otros patos se iban agregando a su

alrededor y murmuraban en voz alta:

-¡Qué les parece! ¡Cómo s i no fuéramos bastante, ahora vienen éstos

a aumentar el refugio iUf! ¡Vaya tipo feo que nos ha caído! ¡Eso no lo va-

mos a tolerar! -Y un pato se lanzó sobre el pati to feo y le dio un picotazo

en el cuello.

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-Tú, no lo toques -dijo la madre-, que ningún mal os hace.

-Sí, pero es demasiado grande y no se parece a nosotros -replicó el

adversario-. Bien merecido se tiene el castigo.

-Es una hermosa pollada que honra a la madre -intervino el viejo

pato de la cinta-. Todos son bonitos menos uno, pero éste está hecho una

calamidad. iMe gustaría que lo encubase de nuevo!

-Eso no es posible, Alteza -dijo la madre del patito-. No es muy her-

moso, pero es muy buen chico y nada tan bien como los otros. Creo que

con el tiempo se irá embelleciendo y se reducirá a las proporciones de sus

hermanos. Eso le viene de haber estado demasiado tiempo en el huevo.

-Y añadió, mientras le acariciaba el cuello, alisándole los plumones-: Ade-

más, en un varón la hermosura es lo de menos. Será muy fuerte y se abrirá

paso en el mundo.

-Los demás patitos son muy graciosos -dijo el viejo-. En fin, está

usted en su casa y puede hacer lo que le plazca; pero si encuentra una

cabeza de anguila, tráigamela.

Los polluelos se movieron a sus anchas, pero el pobre patito que fue

el último en salir del huevo y era tan feo, recibía picotazos, empujones y

malos tratos, así de los patos como de las gallinas.

-Es demasiado grande -decían todos. Y el pavo, que porque había

crecido con espuelas se consideraba ya un emperador, se hinchó como el

velamen de un barco impelido por el viento y lo acometió glugluteando

con ira. El pobre patito no sabía dónde meterse ni adónde escapar, y se

sentía desgraciado porque su feura le atraía los odios de todo el corral.

Sucedió esto el primer día, y la situación se agravó más en los si-

guientes. El infeliz patito era objeto de persecución unánime, sus mismos

El Patito Feo / H a n s Christ ian A n d e r s e n

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hermanos lo despreciaban diciendo: "¿Por qué no te atrapará el gato, pe-

lele?" Hasta su madre le decía "¿Cuándo te perderé de vista?" Y los patos

lo embestían, las gallinas le picaban, y la niña que daba de comer al averío

lo apartaba a puntapiés.

Entonces tomó impulso y voló por encima del huerto, y los pajaritos

que estaban en los arbustos huyeron espantados.

"¡Les he dado miedo porque soy feo!", pensó el patito. Cerró los ojos

y siguió volando hasta llegar al gran pantano donde viven los patos silves-

tres. Y allí descansó toda la noche, cansado de tanto volar.

Al amanecer, los patos silvestres levantaron el vuelo y descubrieron al

nuevo amigo.

-¿De qué casta eres tú? -le preguntaron. Y el patito se volvía en todas

direcciones, deshaciéndose en saludos-. ¡Cuidado que eres feo! -decían

los patos silvestres-. Pero a nosotros nos es igual, mientras no te cases con

alguna de la familia.

¡Pobrecito! ¿Cómo había de pensar en casarse, si sólo aspiraba a que

le permitieran dormir tranquilo entre las cañas y beber un poco de agua

cenagosa?

Así permaneció dos días hasta que, de pronto, se le aparecieron dos

gansos o, mejor dicho, dos gansos silvestres, pues los dos eran machos.

No hacía mucho tiempo que habían abandonado el nido, por lo cual eran

muy descarados.

-Oye, compañero -dijo uno de ellos-; eres tan feo que me gustas.

¿Quieres venir con nosotros y serás un ave de paso? En otro pantano, que

no está lejos, hay unos -dijo uno de ellos-; eres tan feo que me gustas.

¿Quieres venir con nosotros y serás un ave de paso? En otro pantano, que

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E l Patito Feo / Hans Chr is t ian Andersen

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no está lejos, hay unas gansas muy amables, simpáticas que están solteras

y todas en condiciones de decir; "iCuac!" Se te presenta ocasión de en-

contrar un buen partido, aunque seas tan feo.

"iPum!" "iPum!" Sonaron unos tiros que hicieron retemblar el aire, y

los ánsares cayeron muertos en la ciénaga, enrojeciendo el agua. "iPum!"

"iPum!" Se oyeron nuevos estampidos y una bandada de gansos silvestres

se levantó de los matorrales. Entonces sonó otro tiro. Era una gran cace-

ría. Los cazadores estaban al acecho cercando la laguna y algunos se ha-

bían encaramado a los árboles que crecían sobre las cañas. Un humo azul

salía, formando nubes, de los sauces y se esparcía a lo largo del pantano.

Se oyó el chapoteo de los perros de caza en el légamo: "iChas!, ichas!",

y los juncos y las cañas se movían por todas partes. ¡Que momentos de

angustia para el pobre patito! Volvió la cabeza para ocultarla bajo un ala,

pero en aquel momento un perrazo espantoso se paró ante él con la len-

gua fuera, los ojos centelleantes y enseñando sus feroces colmillos. Acercó

sus fauces al patito, lo husmeó y, "ichas!, ichas!", se alejó sin tocarlo.

-¡Bendito sea Dios! -suspiró el animalito-. ¡Tan feo soy que ni los pe-

rros quieren morderme!

Y permaneció quieto, mientras los disparos, sonaban y los perdigones

acribillaban al aire. Por fin, ya muy tarde, se estableció la paz, pero el po-

bre patito no podía moverse. Al cabo de unas horas volvió la cabeza para

examinar las cercanías antes de abandonar el pantano con la velocidad

que le permitió su vuelo. Atravesó campos y praderas, afrontando una

temperatura que dificultaba su marcha.

Al oscurecer llegó el patito a una pequeña choza campestre, tan arrui-

nada que sólo se mantenía en pie por no saber a qué lado caerse. Soplaba

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el viento con tal fuerza, que el patito se vio obligado a encogerse para

resistirlo. Entonces notó que a la puerta de la choza le faltaba una bisagra

y las tablas dejaban entre el quicio una abertura que le permitía el paso,

y, ni corto ni perezoso, entró.

En la choza vivía una mujer con un gato y una gallina. El gato, a quien

llamaba Hijito, sabía arquear el lomo y ronronear, y también echar chis-

pas, si bien era preciso para esto que se le frotase a contrapelo. La gallina

tenía muy cortas las piernas, y por eso se llamaba Señorita Patascortas;

ponía huevos magníficos y la mujer la quería como a una hija.

Tan pronto amaneció, se notó la presencia del intruso y el gato se

puso a ronronear, y la gallina, a cacarear.

-¿Qué significa esto? -preguntó la mujer, mirando a todos lados. Y

como no veía bien, creyó que el patito era un pavo grande que se había

extraviado-. -¡Qué suerte tengo! Ahora voy a tener huevos de pavo. No

creo que sea macho.

Vamos a ver.

El patito fue aceptado a prueba por tres semanas, pero los huevos no

venían. Y el gato era el amo de la casa, y la gallina, la dueña, y siempre

decía: "Nosotros y los demás", pues se figuraba que ellos eran la mitad

del mundo y lo mejor de la mitad. El patito pensó que podría sostener la

opinión contraria, pero la gallina no le dejó hablar.

-¿Sabes poner huevo? -le preguntó.

-N o.

-Pues más vale que te calles.

Entonces, el gato le preguntó:

-¿Sabes arquear el lomo y ronronear y echar chispas?

E l P a t i t o F e o / Hans Christian Andersen

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-No.

-Pues no debes exponer tu opinión cuando hablen las personas

sensatas.

El patito se apartó a un rincón, de mal humor; pero cuando la luz del

sol y un aire fresco entraron a torrentes en la choza, le invadió tal deseo

de nadar que no pudo menos de confesárselo a la gallina.

-¡Qué cosas se te ocurren! -gritó ésta-. ¡Claro, como no tienes nada

que hacer, te dan esos antojos! Pon huevos o arquea el lomo y verás

cómo se te pasarán.

-¡Pero es tan agradable tirarse al agua! -dijo el patito-; entrar en ella

la cabeza y zambullirse hasta el fondo!

-iAh, sí!; ivaya un placer! -replicó la gallina-. Debes de haber perdido

el juicio. Pregúntaselo al gato, que es el ser más razonable que conozco;

pregúntale si le gusta tirarse al agua e irse al fondo: no quiero hablar de mí

misma. Pregunta a nuestra ama, la vieja; nadie tiene más experiencia que

ella. ¿Crees que siente el menor deseo de nadar y dejarse ir al fondo?

-No me comprendes -dijo el patito.

-¿Qué no te comprendo? ¿Pues quién te comprenderá entonces? Dime.

Supongo que no te creerás más sabio que el gato y la vieja, para no hablar

de mí. No seas vanidoso, muchacho, y agradece el bien que se te hace.

¿No estás en una casa bien abrigada y entre personas de las que puedes

aprender algo? Créeme, hablo por tu bien. Si te dijo cosas desagradables,

piensa que en esto se conocen los buenos amigos. ¡Procura aprender a

poner huevos o a arquear el lomo y echar chispas!

-Creo que habría de ir a correr mundo -dijo el patito.

-Sí -aprobó la gallina-. No dejes de ir.

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Y el patito se fue. Nadó y se zambulló cuando le vino en gana, pero

todos los seres se le apartaban al verlo tan feo.

Vino el otoño. Las hojas d e los árboles perdieron su verdor y se

secaron; el viento las cogió y se las llevó en remolinos, y el t iempo

se hizo intensamente frío. Densos nubarrones pasaban muy bajos,

cargados d e nieve y granizo, y en las tapias se paraban los cuervos

graznando de frío. ¡Mal tiempo para el pobre patito! Una tarde,

mientras el sol iba a su ocaso con t o d o esplendor, se destacó d e las

frondosidades una bandada d e aves grandes y magníficas. Eran d e

una blancura deslumbrante y d e cuello largo y gracioso. Nunca vio

el patito nada tan bello. Eran cisnes. Lanzaban un grito especial y,

batiendo sus largas y vistosas alas, se alejaban d e aquella región fría

hacia tierras más cálidas, d e anchos lagos. Volaban tan alto que el

patito feo estuvo a punto d e perder la cabeza mirándolos. Daba

vueltas en el agua como una peonza, con el cuello estirado hacia

arriba, y dio un grito tan fuerte que él mismo se asustó. iOh! Nunca

olvidaría aquellas hermosas y felices aves. Y cuando las perdió d e

vista se sumergió hasta el fondo y, al volver a la superficie, estaba

fuera d e sí. No sabía qué aves eran ni adónde se dirigían; pero las

amaba como nunca había amado. No las envidiaba, porque tampo-

co deseaba para él tanta belleza. ¡Feo como era, el pobrecito se hu-

biera sentido bastante feliz con que los patos lo hubiesen tolerado

en su compañía!

El invierno era cada vez más frío, y el patito se mantenía siempre na-

dando para que el agua no se helara del todo. Cada noche se hacía más

pequeño el espacio en que nadaba. Y se heló tanto, que el animalito había

E l P a t i t o Feo / H a n s C h r i s t i a n A n d e r s e n

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de mover siempre una pata para que no lo aprisionara el círculo de hielo,

hasta que, rendido de fatiga, se quedó preso.

A la mañana siguiente lo vio un campesino que por allí pasaba.

Se acercó al hielo, lo rompió a patadas con sus zuecos y le llevó el

patito a su mujer. Allí volvió a la vida. Los niños querían jugar con él,

pensando que lo maltratarían, huyó asustado y cayó en un recipiente

d e leche.

Vociferó la mujer batiendo las palmas, y entonces el patito fue a caer

en un barril de manteca y, luego, en un costal de harina. ¡Era una escena

muy cómica! La mujer lo persiguió de un lado a otro, blandiendo las te-

nazas y desgañitándose mientras los chicos, en su deseo de cogerlo, trope-

zaban entre sí, riendo y gritando. Por fortuna, estaba la puerta de par en

par, y el pobrecito animal pudo escapar y deslizarse entre unos arbustos

cubiertos de nieve.

Sería muy triste contar todas las penas y trabajos que el patito pasó

durante tan cruel invierno. Lo hallamos de nuevo guareciéndose entre las

cañas de un páramo, cuando el sol empezaba a calentar, cantaba la alon-

dra y florecía la primavera.

De pronto, un día, el patito desplegó las alas y notó que el aire lo

llevaba con extraordinaria rapidez a enormes distancias. Sin saber cómo,

se encontró en un jardín magnífico, con manzanos en flor y lilas que

embalsamaban el aire y desmayaban sus largas ramas. ¡Qué bello paraje

aquél, con sus umbrías frescas y deleitosas! Y he aquí que salen de la verde

espesura tres hermosos cisnes, rizando su rozagante plumaje y surcando el

agua con suave ligereza. El patito los reconoce y se siente dominado por

honda melancolía.

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-¡Quiero volar con esas aves regias! M e matarán porque, siendo tan

feo, m e he atrevido a acercármeles; pero no importa. ¡Prefiero que m e

maten ellos a verme maltratado por los patos, picoteado por las gallinas,

rechazado a puntapiés por la muchacha que cuida el averío del corral y

pasando hambre en invierno!

Y, volando hasta el agua, nadó al encuentro de los hermosos cisnes.

Ellos, al verlo, se acercaron batiendo las alas.

-¡Ya m e podéis matar! -dijo el mísero, bajando la cabeza en espera

de la muerte.

Pero, ¿qué vio en el agua cristalina? V io su propia imagen; mas ya no

era un ave de color pardo, tosca, fea y sin maldita la gracia, sino que era

un cisne.

¡Poco importa hacer en un nido de patos cuando se sale de un huevo

d e cisne!

Todos los trabajos e infortunios sufridos contribuían a su completa felici-

dad, ahora que podía calcular su ventura por las bellezas que lo rodeaban.

Los cisnes grandes se pusieron a nadar a su lado y lo acariciaban con el pico.

Llegaron unos niños al estanque y echaron pan y maíz al agua. El más

pequeño exclamó:

-¡Hay uno nuevo!

Y el otro niño gritó, l leno de gozo:

- ¡Sí , sí; es un recién llegado!

Y los niños saltaron dando palmadas de alegría y corrieron a dar la

noticia a sus padres. Volvieron con pan y pastelillos para obsequiarlo. Y

todos decían:

-¡El nuevo es el más bonito!

El Patito Feo / H a n s Christ ian A n d e r s e n

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ANTOLOG~A DE CUENTOS CLÁSICOS INFANTO-JUVENILES DE LA LITERATURA UNIVERSAL

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Y los cisnes viejos movían la cabeza reconociendo su hermosura.

Se sintió avergonzado y confuso, y escondía la cabeza debajo de las

alas; era demasiado feliz, pero no se enorgulleció por ello, pues quien

tiene buen corazón, nunca es orgulloso. El, que se vio tan perseguido y

desgraciado, era querido ahora por todos como la más hermosa de las

aves. Hasta las lilas tendieron sus ramas dentro del agua para que él pasase

por encima, y el sol le envió su suave calor. Abrió su plumaje, irguió la

gallardía de su cuello, y pensó en su interior, desbordante de alegría:

"¡Cómo iba a soñar tanta felicidad cuando era el patito feo!"

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Nació en 1628. Su obra fue publicada en París en 1697,

precedida por sus cuentos en versos publicados en 1694,

con el título de Contes de M a mére L Oye y el subtítulo Histories

ou contes du temps passe, avec des moralités.

Sus cuentos originalmente no eran para niños. Los primeros lectores

de él fueron los adultos, caballeros y damitas de la corte.

Pero llegaron a los niños y éstos se adueñaron de ellos.

Las versiones de sus cuentos son más impactantes y crueles que las

de los Hnos. Crimm. Si leemos la Cenicienta de los Crimm

es más sentimental que la de Perrault.

La fuente original de sus cuentos tiene una raíz folklórica.

Las hadas de Perrault han sido conocidas por muchos pueblos

y épocas. Su obra ha colmado de fantasía y emociones la vida

de muchos niños y también de algunos adultos.

Falleció en 1703.

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n molinero dejó por toda herencia a sus tres hijos, su molino, su asno y su gato. Las particiones'se hicieron en seguida; no U

fue menester llamar ni notario ni procurador, pues pronto se hubieran comido el exiguo patrimonio. Al mayor le tocó el molino; al segundo, el asno, y al menor, el gato.

No podía consolarse este último por lo pobre de su lote: -Mis hermanos -decía- trabajarán juntos y podrán ganarse la vida

honestamente; en cambio yo, una vez que haya comido mi gato y que me haya hecho un manguito con su piel, me moriré de hambre sin remedio.

El gato, que escuchaba estas lamentaciones, aunque sin darlo a enten- der, le dijo con aire reposado y grave:

-No te aflijas más, amo mío; dame un saco y mándame hacer un par de botas con las cuales pueda internarme en las malezas; verás que no te ha tocado el peor lote en la distribución, como crees.

Aunque el dueño del gato no hiciese mucho caso de esto, le había visto desplegar tanta astucia en sus ardides para atrapar ratas y ratones, ya cuando acechaba suspendido por las patas, ya cuando se echaba entre la harina fingiendo estar muerto, que no perdió toda esperanza de ser socorrido en su miseria.

No bien tuvo el gato lo que había pedido, se calzó cumplidamente, y echándose al cuello el saco, tomó los cordeles de éste con las patas delante- ras y se encaminó a un conejar donde había gran cantidad de conejos. Puso afrecho dentro del saco, armó la trampa que servía para cerrarlo, y tendido cual si estuviese muerto se dispuso a esperar que algún conejillo poco versa- d o en las artimañas de este mundo fuese a hurgar allí, atraído por el cebo.

Apenas se hubo echado sucedió lo previsto: un conejito atolondrado entró en el saco. Tirando prestamente del cordel maese gato lo apresó, y en seguida le dio muerte sin misericordia.

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Ufano de su proeza, se dirigió al palacio del rey y solicitó hablarle. Guiado hasta los aposentos de Su Majestad, hizo ante él una gran reve- rencia, y dijo:

-He aquí, Sire, un conejo de conejar que el marqués de Carabás (fue el nombre que se le ocurrió dar a su amo) me ha ordenado ofreceros de su parte.

-Dile a tu amo -respondió el rey- que se lo agradezco y que me com- place sobremanera.

En otra ocasión fue a esconderse en un trigal. Armó su trampa, y cuando hubieron entrado en ella dos perdices, tiró del cordel y ambas quedaron apresadas. Encaminóse luego a palacio y las presentó al rey, como había hecho con el conejo del conejar. Recibió con placer el monar- ca las dos perdices que el gato le ofrecía, e hízole dar para beber.

Así, durante dos o tres meses continuó el gato llevando de cuando en cuando al rey alguna pieza de caza de parte de su amo.

Un día el gato se enteró de que el rey iba a salir de paseo por la orilla del río, en compañía de su hija, la princesa más bella del mundo; entonces dijo a su amo:

-Si sigues mi consejo tu fortuna está hecha: no tienes sino que ir a ba- ñarte al río, en el lugar donde yo te indique, y luego dejarme hacer.

El marqués de Carabás siguió al pie de la letra los consejos de su gato, sin saber a qué conduciría todo aquello. Estaba bañándose, cuando el rey acertó a pasar por allí. No bien el gato hubo visto que se acercaba, se puso a gritar a voz en cuello:

-¡Socorro! ¡Socorro! ¡El señor Marqués se ahoga! A tales gritos, el rey se asomó por la portezuela, y como reconociese al

gato que le había llevado tantas piezas de caza, dio orden a los guardias de su

escolta para que fuesen pronto en socorro del señor marqués de Carabás.

El Gato con Botas / Char les Perraui t

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Mientras sacaban al pobre marqués del río, el gato se acercó a la carroza real y dijo al rey que unos ladrones habíanse llevado las ropas de su amo en tanto éste se bañaba, sin que hubiesen valido de nada los gritos que él daba al ladrón (el pícaro gato las había escondido debajo de una gran piedra).

El rey ordenó en seguida a los oficiales de su guardarropa que fueran en busca de uno de sus trajes más hermosos para el señor marqués de Carabás. Hízole el rey mil cumplidos, y como los bellos vestidos que le trajeran hacían resaltar su apuesta figura (pues era hermoso y gallardo), la hija del rey lo encontró a su gusto, y no bien el marqués de Carabás le hubo dirigido dos o tres miradas tiernas, aunque muy respetuosas, la princesa se enamoró locamente de él.

El rey quiso que el marqués subiera a su carroza y participase de aquel paseo.

Lleno de entusiasmo al ver que sus planes comenzaban a cumplirse, el gato tomó la delantera, y como encontrara a unos campesinos que sega- ban un prado, les dijo:

-Buenas gentes que segáis, si no decís al rey que este prado pertenece al señor marqués de Carabás, seréis hechos picadillo como carne para pastel.

Pasó el rey y no dejó de preguntar a los labriegos a quién pertenecía el campo que segaban.

-Al señor marques de Carabás -contestaron todos a una; pues la ame- naza del gato les había causado pavor. -

-Tenéis ahí una excelente heredad -dijo el rey al marqués de Carabás. -Por cierto, Sire -respondió el marqués-; es un prado que produce

con abundancia todos los años. Marchando siempre delante, maese gato encontró a unos labradores

que recogían la cosecha, y les dijo: -Buenas gentes que consecháis, si no decís que todo este trigo per-

tenece al señor marqués de Carabás, seréis hechos picadillo como carne para pastel.

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Como el rey pasara por allí un momento después, quiso saber de quién eran los trigales que veía.

-Del señor marqués de Carabás -respondieron los campesinos. Y el rey se congratuló de ello con el marqués.

Avanzando delante de la carroza el gato decía siempre lo mismo a cuantos encontraba a su paso, y el rey se admiraba cada vez más de las grandes riquezas que poseía el marqués de Carabás.

Por último, maese gato llegó a un hermoso castillo, cuyo amo era un ogro, el más rico que jamás se haya conocido, porque todas las tierras por donde el rey había pasado le pertenecían. Tuvo el gato buen cuidado de informarse quién era este ogro y de lo que sabía hacer. Llegado al castillo, solicitó permiso para hablar con él, argumentando que no había querido pasar por allí sin tener el honor de rendir al dueño del castillo los home- najes que tan gran señor se merecía.

El ogro lo recibió tan cortésmente cuanto puede serlo un ogro, y lo hizo descansar.

-Me han asegurado -dijo el gato- que poseíais el don de cambiaros en toda clase de animales; que podíais, por ejemplo, transformaros en un león, en un elefante.

-Os han dicho la verdad -respondió bruscamete el ogro-; y para de- mostrároslo, me vais a ver transformado en un león.

Se aterrorizó tanto el gato al ver a un león ante sí, que huyó al tejado por una gotera, no sin dificultad y sin peligro, puesto que las botas no son muy apropiadas para andar sobre tejas.

Al poco rato, cuando el gato hubo visto que el ogro había recuperado su primera forma, bajó y confesó haberse dado buen susto.

-También me han asegurado -dijo el gato-, aunque me cuesta creerlo, que tenéis el poder de revestir la forma de los animales más pequeños, por ejemplo, de una rata, de un ratón. Confieso que eso me parece imposible.

-ilmposible! -replicó el ogro-: Ahora vais a verlo.

El Gato con Botas / Charles Perrauit

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Y acto seguido se tornó en un ratón, que se puso a correr por el suelo. Más tan pronto como lo vio el gato, se le echó encima y lo devoró.

Entre tanto el rey, que al pasar vio el hermoso castillo del ogro, quiso entrar en él. Como oyera el gato el ruido de la carroza, que pasaba el puente levadizo, corrió al encuentro del rey y le dijo:

-¡Bienvenido sea Vuestra Majestad al castillo del señor marqués de Carabás!

-¡Cómo, señor marqués -exclamó el rey-, también este castillo os pertenece! No he visto nada más hermoso que este patio y todos estos edificios que lo rodean; mostradme su interior si os place.

El marqués dio el brazo a la joven princesa, y tras el rey, que subía el primero, penetraron en una gran sala, donde hallaron una mesa mag- níficamente servida que el ogro había hecho preparar para sus amigos, quienes habían sido invitados para ese día, pero no se habían atrevido a entrar al saber que el rey estaba en el castillo.

Prendado de las buenas cualidades del marqués de Carabás, el rey, al igual de su hija, que enloquecía de amor, y viendo las grandes riquezas que poseía, le dijo, tras de beber cinco o seis copas:

-Señor marqués, sólo de vos depende que seáis mi yerno. El marqués aceptó, con grandes reverencias, el honor que el rey

le concedía, y ese mismo día se casó con la princesa. El gato se con- virtió en un gran señor, y desde entonces no persiguió a los ratones sino para divertirse.

E l Gato con Botas / C h a r l e s P e r r a u i t

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una vez un gentil hombre que se casó en segundas nupcias

la mujer más altiva y orgullosa. Tenía ella dos hijas de su

mismo carácter y que se le parecían en todo.

El marido tenía, por su parte, una hija joven de dulzura y bondad sin par;

las heredaba de su madre, que había sido la mejor persona del mundo.

En cuanto se concluyeron las bodas, la madrastra empezó a dar mues-

tras de su mal genio; no podía soportar las virtudes de aquella niña que,

por contraste, hacían resaltar y parecer todavía más odiosos los defectos

de sus hijas. La empleó en los menesteres más rudos de la casa: a ella le to-

caba fregar la vajilla y las escaleras, sacar brillo a los cuartos de la señora y

de las señoritas; dormía en lo alto de la casa, en un granero, mientras que

sus hermanastras vivían en habitaciones de madera con camas a la última

moda y espejos en los que se veían de cuerpo entero.

La pobre muchacha lo soportaba todo, con paciencia, y no se atrevía a

quejarse a su padre, que seguramente le habría reñido, porque su mujer lo tenía completamente dominado. Cuando acababa sus tareas, iba a sentarse

en un rincón de la chimenea, entre las cenizas, y por esta razón, empezaron

a llamarla en la casa con nombres despectivos. La pequeña, que no era tan

mala como la mayor, le puso de nombre La Cenicienta; pero a pesar de sus

pobres ropas, La Cenicienta no dejaba de ser cien veces más hermosa que

sus hermanastras, por muy magníficamente vestidas que ellas fueran.

Ocurrió que el hijo del rey decidió dar un baile e invitar a él a todas

las personas distinguidas de los contornos. Las dos señoritas también re-

cibieron invitación, porque figuraban mucho y se daban grandes aires.

¡Que contentas y ocupadas se las veía, escogiendo los vestidos y peinados

que mejor les pudieran sentar! Otro motivo más de tristeza para La Ceni-

La Cenicienta / Charles Perrault

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cienta, pues ¿quién sino ella se había de encargar de planchar la ropa de

sus hermanastras y de plisarles los puños? No hablaban más que de cómo

iban a ir vestidas.

-Yo -dijo la mayor -pienso ponerme el vestido de terciopelo rojo y

el tocado inglés.

-Yo -dijo la menor -me pondré la falda d e siempre, pero, en cambio,

pienso llevar el abrigo de flores de oro y el broche de diamantes, que no

es ninguna bagatela.

Llamaron a una afamada peinadora para que les hiciera dos filas de

bucles y compraron chinelas de buena artesanía. Llamaron a La Cenicienta

para pedirle su parecer, porque sabían que tenía buen gusto. La Cenicienta

les aconsejó maravillosamente y hasta se ofreció a peinarlas; lo cual ellas

aceptaron de grado. Mientras las estaba peinando, le decían:

-Cenicienta, ¿te gustaría ir al baile?

.-Por Dios, señoritas, no os burléis de mí, qué iba a hacer yo en un sitio

semejante.

-Tienes razón, se morirían de risa s i vieran entrar en el baile de Palacio

a un pedazo de ceniza como tú.

Otra que no fuera La Cenicienta las hubiera peinado de mala manera,

pero ella, como era buena, las peinó divinamente. Se pasaron casi dos días

que no querían ni comer, tan excitadas las tuvo la alegría. Más de doce

cordones se rompieron, de tanto apretarles la cintura para que pareciera

más fina, y estaban todo el santo día mirándose al espejo.

Por fin, l legó la ansiada fecha, y salieron para allá; La Cenicien-

ta las siguió c o n la mirada hasta perderlas d e vista; luego, se echó a

llorar. Su madrina, que la vio hecha un mar d e lágrimas, le preguntó

qué le pasaba.

-Nada... m e gustaría tanto ... tanto ...

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Era su l lanto tan intenso que los hipos le impedían seguir. La madrina,

que era un hada, le dijo:

-Te gustaría ir al baile, ¿a que sí?

-¡Ay, s í mucho! -respondió La Cenicienta, entre suspiros.

-Pues yo procuraré que vayas, s i te portas bien -contestó la madrina.

La condujo a su habitación y le dijo:

-Anda, ve al jardín y tráeme una calabaza.

La Cenicienta se apresuró a buscar en el jardín la calabaza más her-

mosa que pudo encontrar y se la t ra jo a su madrina, aunque no tenía

la menor idea de la relación que pudiera tener aquella calabaza con su

deseo de ir al baile. La madrina la vació y, cuando no quedaba más que

la cáscara, la tocó con su varita mágica y se convir t ió al instante en una

hermosa carroza dorada.

Después fue a mirar en la ratonera, donde encontró seis ratones vivos.

Le dijo a La Cenicienta que levantara un poco la trampa de la ratonera y,

a medida que salían los ratones, los iba tocando con su varita mágica y se

convertían al instante en hermosos caballos; así se completó un esplendo-

roso tiro de seis caballos de un lindo color gris. Cuando estaba pensando

con qué podrían hacer un cochero, La Cenicienta le dijo:

-Voy a ver s i hay ratas en la ratonera, con una de ellas podríamos

hacer el cochero, ¿no?

-Buena idea -dijo la madrina-, anda a ver.

La Cenicienta trajo la ratonera con tres enormes ratas dentro. El hada

escogió a una por su venerable bigote, y en cuanto la tocó con la varita,

quedó convertida en un fornido cochero que ostentaba uno de los bigo-

tes más poblados que se hayan podido ver nunca. Luego le dijo:

-Vete al jardín y allí encontrarás seis lagartos detrás de la regadera,

tráemelos-.

La Cenic ienta / Charles Perraul t

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La madrina los transformó en seis lacayos con uniforme engalanado,

que inmediatamente se subieron a la parte trasera de la carroza, sujetán-

dose a ella como s i no hubieran hecho otra cosa en toda su vida. El hada

le dijo entonces a La Cenicienta.

-Bueno, ya tienes con qué ir al baile, ¿te parece bien?

-Oh, sí, pero ¿cómo voy a ir con estas pobres ropas?

Su madrina la tocó con la varita y en un instante aquellos harapos se

convirtieron en un vestido de tela de oro y plata, recamado de piedras

preciosas; le proporcionó luego un par de chinelas de cristal, de lo más

bello del mundo.

Cuando estuvo arreglada así, se subió a la carroza; pero su madrina

le advir t ió que por nada del mundo volviera después de pasada la me-

dianoche, insistiendo en que s i se demoraba en el baile unos minutos

más, la carroza volvería a ser una calabaza, los caballos, ratones; los la-

cayos, lagartos y sus hermosas ropas, andrajos. Ella prometió abandonar

el baile sin falta antes de medianoche, se puso en camino y no cabía en

s í de gozo.

El hijo del rey, cuando le avisaron que acababa de llegar una gran

princesa a quien nadie conocía, salió a recibirla. Le ofreció la mano para

ayudarla a bajar de la carroza y la condujo al salón donde estaban todos

los invitados. Se hizo un gran silencio cuando entraron: se interrumpió el

baile y los violines dejaron de tocar, tan atentos estaban todos contem-

plando la radiante belleza de aquella desconocida. No se oía más que un

rumor confuso:

-iOh, qué hermosa es!

El mismo rey, a pesar de su avanzada edad, no dejaba de mirarla ni

de susurrar al oído de la reina que hacía mucho t iempo que no había

conocido persona tan bonita y tan adorable. Las damas examinaban con

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toda minucia su vestido y su peinado, pensando en copiárselos al día

siguiente, en caso de que pudieran encontrarse tan ricas telas y artesa-

nos tan hábiles en su confección. El hijo del rey la colocó en un lugar de

honor y en seguida vino a sacarla a bailar. Y era tan graciosa bailando,

que la admiración por su persona creció.

Se sirvió una abundante cena, pero el príncipe estaba tan embebido

mirando a La Cenicienta, que no probó bocado. Ella se sentó cerca de sus

hermanastras y les hizo mil cumplidos; repartió con ellas unas naranjas y

limones que el príncipe le había dado, y, como no la habían reconocido,

estaban asombradísimas. De repente, cuando estaban así charlando, La

Cenicienta oyó las campanadas de las doce menos cuarto; en seguida hizo

una gran reverencia a los circunstantes y desapareció a toda prisa.

En cuanto llegó a casa, fue en busca de su madrina y, después de darle

mil veces las gracias, le dijo que le encantaría volver al baile al día siguiente,

porque el hijo del rey se lo había pedido. Estaba entretenida contándole

todos los detalles de lo que había pasado en el baile, cuando llamaron a la

puerta las dos hermanas, que volvían; La Cenicienta fue a abrirles.

-¿Cuánto habéis tardado en volver! -les dijo bostezando, despere-

zándose y frotándose los ojos, para fingir que acababa de despertarse;

aunque no había tenido ni pizca de sueño desde que las dejó.

-Si hubieras venido al baile -le dijo una de las hermanas- te habrías

divert ido de lo lindo; ha asistido una princesa guapísima, la más guapa

que se ha visto nunca; y nos ha hecho muchos cumplidos, nos ha dado

naranjas y limones.

La Cenicienta no cabía en s í de gozo. Les preguntó el nombre de aque-

lla princesa; pero le contestaron que nadie la conocía y que el hijo del

rey estaba muy intrigado, que daría cualquier cosa por saber quién era. La

Cenicienta les preguntó, sonriendo:

La C e n i c i e n t a / C h a r l e s P e r r a u l t

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-¿Tan hermosa era? Dios mío, qué suerte tenéis, ¿no la podría yo ver?

¿Puede prestarme, señorita Javotte, su traje amarillo, ese de diario.

-¡En eso precisamente estaba pensando! -dijo Javotte-. En prestarle

mi vestido a un personaje como tú. Ni que estuviera loca.

La Cenicienta, que esperaba de sobra esta negativa, se quedó tan a gusto,

porque si su hermana le llega a prestar el vestido, menuda complicación.

A l día siguiente las dos hermanas volv ieron a asistir al baile, y La

Cenicienta también, pero todavía mejor arreglada que la noche anterior.

El hi jo del rey no se separó de ella ni un momento y no dejaba de decirle

ternezas; la damisela lo estaba pasando tan bien que se olvidó de la hora y

de la recomendación de su madrina; así que cuando sonó la primera cam-

panada de las doce, no creía que fueran ni las once siquiera. Se levantó y se

escapó tan aprisa como hubiera podido hacerlo un animal. El príncipe salió

corriendo detrás de ella, pero no consiguió darle alcance; en la huida había

perdido una de sus chinelas de cristal y él la recogió con todo cuidado.

La Cenicienta llegó a casa sin aliento, sin carroza, sin lacayos y en ha-

rapos; nada conservaba de su esplendor sino una de sus chinelas de cristal,

la compañera de la que había perdido.

Mandaron preguntar a los guardias que estaban a la puerta del palacio s i

habían visto salir a una princesa; dijeron que no habían visto a nadie más que

a una chica muy mal vestida que más tenía pinta de criada que de señorita.

Cuando las hermanas volvieron del baile, La Cenicienta les preguntó

que s i se habían divertido tanto como la noche anterior y s i había vuelto la

bella desconocida. Le contaron que sí pero que se había escapado al sonar

la medianoche, tan precipitadamente que había perdido una de sus chinelas

de cristal, que era preciosa; que el hijo del rey la había recogido y no había

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dejado de observarla durante el resto del baile, y que no cabía duda de que

estaba muy enamorado de la hermosa dueña de aquella chinela.

Y era verdad lo que decían, porque pocos días más tarde, el príncipe

hizo publicar a golpe de trompeta un bando declarando que se casaría

con la mujer que se probara aquella chinela y le estuviera bien.

Empezaron por probársela a las princesas, luego a las duquesas, y a

todo el resto de la corte, pero en vano. La trajeron también, por fin, a

casa de las dos hermanas, las cuales hicieron toda clase de esfuerzos para

que el pie les entrara en la chinela, sin ser capaces de conseguirlo. La

Cenicienta, que estaba presente mirándolas, y que había reconocido su

chinela, dijo sonriendo:

¿Y s i m e la probara yo, a ver s i m e sirve?

Las dos hermanas se echaron a reír y empezaron a burlarse de ella.

Pero el gentil hombre encargado de probar la chinela, después de mirar

atentamente a La Cenicienta y darse cuenta de lo bella que era, dijo que

tenía perfecto derecho, que a él le habían dado orden de probársela a

todas las muchachas del contorno. H izo sentar La Cenicienta, le acercó la

chinela a su pequeño pie y vio que le entraba sin el menor esfuerzo y le

sentaba como s i se la hubieran hecho a la medida.

El asombro de las dos hermanas fue grande, pero cuando ya no tuvo

límites fue cuando vieron que La Cenicienta se sacaba del bolsillo del de-

lantal la otra chinela y se la ponía. En ese momento apareció la madrina

y, tocando con su varita las ropas de La Cenicienta, las volvió aún más

resplandecientes que las otras veces.

Cuando sus hermanastras reconocieron en ella a la bella desconocida

del baile, se arrojaron a sus pies, pidiéndole perdón por los malos tratos

La Cenic ienta 1 C h a r l e s P e r r a u i t

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que le habían hecho sufrir. La Cenicienta las levantó del suelo, las besó y

les dijo que las perdonaba de todo corazón, que sólo les pedía que no

volvieran a quererla mal.

La llevaron a presencia del príncipe, tal como estaba arreglada. La

encontró más bella que nunca y, a los pocos días, se desposaron. La Cenicienta, que era tan buena como hermosa, trajo a palacio a

sus hermanastras y el mismo día se desposaron con dos grandes seño- res d e la corte.

La C e n i c i e n t a 1 Charles Perrauit

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abía una vez una chiquilla de pueblo, la más bonita que se pueda imaginar; su madre estaba loca con ella y su abuela,

más loca todavía. Esta buena mujer le mandó hacer una caperuza de co- lor rojo, y le quedaba tan bien que todos conocían a aquella niña por el nombre de Caperucita Roja.

Un día su madre, que acababa de sacar del horno unas tortas, le dijo: -Vete a ver cómo se encuentra la abuela, que me han dicho que está

algo mala; llévale una torta y este pedazo de manteca. Caperucita Roja se puso inmediatamente en camino para ir a visitar a

su abuela, que vivía en otro pueblo. Al pasar por un bosque, se encontró con el compadre lobo, al cual le dieron muchas ganas de comérsela; pero no se atrevió, porque había algunos leñadores cerca de allí. Le preguntó dónde iba y la infeliz niña, que no sabía lo peligroso que es pararse a ha- blar con un lobo, le dijo:

-Voy a ver a mi abuela para llevarle una torta y una orza de manteca, de parte de mi madre.

-¿Vive muy lejos tu abuela? -preguntó el lobo. -Oh, sí -dijo Caperucita Roja-, después del molino que ves allá, en la

primera casa del pueblo. -Pues bueno -dijo el lobo-, yo también la quiero ir a ver; yo tiro por

este camino y tú por aquél, a ver quién llega antes. El lobo se echó a correr con todas sus fuerzas por el camino más corto,

y la niña se internó por el más largo, entreteniéndose, además, en coger avellanas, en perseguir mariposas y en hacer ramilletes con las flores sil- vestres que iba encontrando.

El lobo tardó poco en llegar a casa de la abuela; llamó a la puerta: toc, toc.

-¿Quién es?

Caperucita Roja / Char les Perrauit

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ANTOLOC~A DE CUENTOS CLÁSICOS INFANTO-JUVENILES DE LA LITERATURA UNIVERSAL

-Soy tu nieta, Caperucita Roja -dijo el lobo fingiendo la voz-, que

vengo a traerte una torta y una orza de manteca de parte de mi madre. La pobre abuela, que estaba en cama porque no se encontraba bien,

le gritó: -abre la cerradura.

El lobo descorrió la cerradura y la puerta se abrió. Se abalanzó sobre la desventurada mujer y la devoró en un abrir y cerrar de ojos, porque

hacía tres días que no comía nada. Luego cerró la puerta y fue a acostarse

en la cama de la abuela, a esperar que llegara Caperucita Roja. Poco des- pués llegó, efectivamente, y l lamó a la puerta: toc, toc.

-¿Quién es?

Caperucita Roja, al oír la oscura voz del lobo, tuvo al principio un

poco de miedo, pero luego, acordándose de que su abuela estaba acata- rrada, respondió: -Soy yo, tu nieta, Caperucita Roja, que vengo a traerte

una torta y una orza de manteca de parte de mi madre.

-Abre el cerrojo.. . Caperucita Roja descorrió el cerrojo y la puerta se abrió. El lobo, al ver-

la entrar, le dijo, escondiendo el morro debajo del embozo de la sábana.

-Pon la torta y la orza de manteca encima de la mesa, y ven aquí a acostarte conmigo.

Caperucita Roja se desnudó y se met ió en la cama. Una vez dentro,

al darse cuenta de las hechuras tan raras que tenía su abuela desnuda, se quedó bastante sorprendida.

-Abuela, qué brazos tan grandes tienes -le dijo.

-Son para abrazarte mejor, hija mía.

-Abuela, qué piernas tan grandes tienes. -Para correr mejor, hija mía. -Abuela, qué orejas tan grandes tienes.

-Para oír mejor, hija mía. -Abuela, qué ojos tan grandes tienes;

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-Para ver mejor, hija mía. -Abuela, qué dientes tan grandes tienes. -Para comerte mejor. Y diciendo estas palabras, el lobo se abalanzó sobre Caperucita Roja

y la devoró.

~ j a / Char les Per rau l t

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Nació en La Habana, Cuba en 1853. Hijo de padres españoles

Mar ino Mart í y Navarro y Leonor Pérez Cabrera.

Durante la guerra de los diez años. fue condenado a trabajos

forzados por los independentistas cubano.

En 1871 fue deportado de Cuba.

En 1874 obtuvo la Licenciatura en Derecho, Filosofía y Letras

por la Universidad de Zaragoza.

En 1892 fundó el Partido Revolucionario Cubano.

Escribió Ismaelillo, La Edad de Oro, su novela Amistad Funesta

y otras obras importantes.

Regresó a Cuba en 1878 y nuevamente deportado a España.

En 1880 empieza a residir en Nueva York.

En 1890 fue nombrado Cónsul en Nueva York.

Murió en combate en Boca de Dos Ríos, luchando por la libertad

de Cuba en un enfrentamiento contra las tropas españolas

el 19 de mayo de 1895.

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E un

sino

país muy extraño vivió hace mucho tiempo un campe-

que tenía tres hijos: Pedro, Pablo y Juancito. Pedro era

gordo y grande, de cara colorada, y de pocas entendederas; Pablo era

canijo y paliducho, lleno de envidias y de celos; Juancito era lindo como

una mujer, y más ligero que un resorte, pero tan chiquitín que se podía

esconder en una bota de su padre. Nadie le decía Juan, sino Meñique.

El campesino era tan pobre que había fiesta en la casa cuando traía

alguno un centavo. El pan costaba mucho, aunque era pan negro; y no

tenían cómo ganarse la vida. En cuanto los tres hijos fueron bastante cre-

cidos, el padre les rogó por su bien que se salieran de su choza infeliz, a

buscar fortuna por el mundo. Les dolió el corazón de dejar solo a su pa-

dre viejo, y decir adiós para siempre a los árboles que habían sembrado,

a la casita en que habían nacido, al arroyo donde bebían el agua en la

palma de la mano. Como a una legua de allí tenía el rey del país un pa-

lacio magnífico, todo de madera, con veinte balcones de roble tallado y

seis ventanitas. Y sucedió que de repente, en una noche de mucho calor,

salió de la tierra, delante de las seis ventanas, un roble enorme con ramas

tan gruesas y tanto follaje que dejó a oscuras el palacio del rey. Era un

árbol encantado, y no había hacha que pudiera echarlo a tierra, porque se

le mellaba el filo en lo duro del tronco, y por cada rama que le cortaban

salían dos. El rey ofreció dar tres sacos llenos de pesos a quien le quitara

de encima al palacio aquel arbolón; pero allí se estaba el roble, echando

ramas y raíces, y el rey tuvo que conformarse con encender luces de día.

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Y eso no era todo. Por aquel país, hasta de las piedras del camino

salían los manantiales; pero en el palacio no había agua. La gente del pa-

lacio se lavaba las manos con cerveza y se afeitaba con miel. El rey había

prometido hacer marqués y dar muchas tierras y dinero al que abriese en

el patio del castillo un pozo donde se pudiera guardar agua para todo el

año. Pero nadie se llevó el premio, porque el palacio estaba en una roca, y

en cuanto se escarbaba la tierra de arriba, salía debajo la capa de granito.

Como una pulgada nada más había de tierra floja.

Los reyes son caprichosos, y este reyecito quería salirse con su gusto.

Mandó pregoneros que fueran clavando por todos los pueblos y caminos

de su reino el cartel sellado con las armas reales, donde ofrecía casar a su

hija con el que cortara el árbol y abriese el pozo, y darle además la mitad

de sus tierras. Las tierras eran de lo mejor para sembrar, y la princesa tenía

fama de inteligente y hermosa; así es que empezó a venir de todas partes

un ejército de hombres forzudos, con el hacha al hombro y el pico al bra-

zo. Pero todas las hachas se mellaban contra el roble, y todos los picos se

rompían contra la roca.

11 Los tres hijos del campesino oyeron el pregón, y tomaron el camino

del palacio, sin creer que iban a casarse con la princesa, sino que en-

contrarían entre tanta gente algún trabajo. Los tres iban anda que anda,

Pedro siempre contento, Pablo hablándose solo, y Meñique saltando de

acá para allá, metiéndose por todas las veredas y escondrijos, viéndolo

todo con sus ojos brillantes de ardilla. A cada paso tenía algo nuevo que

Meñique 1 osé Martí

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ANTOLOG~A DE CUENTOS CLÁSICOS INFANTO-JUVENILES DE LA LITERATURA UNIVERSAL

preguntar a sus hermanos: que por qué las abejas metían la cabecita en las

flores, que por qué las golondrinas volaban tan cerca del agua, que por

qué no volaban derecho las mariposas. Pedro se echaba a reír, y Pablo se

encogía de hombros y lo mandaba a callar.

Caminando, caminando, llegaron a un pinar muy espeso que cubría

a todo un monte, y oyeron un ruido grande, como de un hacha, y de

árboles que caían allá en lo más alto.

-Yo quisiera saber por qué andan allá arriba cortando leña -dijo

Meñique.

-Todo lo quiere saber el que no sabe nada -dijo Pablo, medio gruñendo.

-Parece que este muñeco no ha oído nunca cortar leña -dijo Pedro,

torciéndole el cachete a Meñique de un buen pellizco.

-Yo voy a ver lo que hacen allá arriba -dijo Meñique.

-Anda ridículo, que ya bajarás bien cansado, por no creer lo que te

dicen tus hermanos mayores.

Y de ramas en piedras, gateando y saltando, subió Meñique por

donde venía el sonido. Y ¿qué encontró Meñique en lo alto del monte?

Pues un hacha encantada, que cortaba sola, y estaba echando abajo un

pino muy recio.

-Buenos días, señora hacha -dijo Meñique-: ¿no está cansada de cor-

tar tan solita ese árbol tan viejo?

-Hace muchos años, hijo mío, que estoy esperando por ti -respondió

el hacha.

-Pues aquí me tiene -dijo Meñique.

Y sin ponerse a temblar, ni preguntar más, metió el hacha en su gran

saco de cuero, y bajó el monte, brincando y cantando.

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-¿Qué vio allá arriba el que todo lo quiere saber? preguntó Pablo, sacan-

d o el labio de abajo, y mirando a Meñique como una torre a un alfiler.

-Pues el hacha que oíamos -le contestó Meñique.

-Ya ve el chiquitín las tonterías de meterse por nada en esos sudores

-le dijo Pedro el gordo.

A poco de andar ya era de piedra todo el camino, y se oyó un ruido

que venía de lejos, como de un hierro que golpease en una roca.

-Yo quisiera saber quién anda allá lejos picando piedras -dijo Meñique.

-Aquí está un pichón que acaba de salir del huevo, y no ha oído nun-

ca al pájaro carpintero picoteando en un tronco -dijo Pablo.

-Quédate con nosotros, hijo, que eso no es más que el pájaro carpin-

tero que picotea en un tronco -dijo Pedro.

-Yo voy a ver lo que pasa allá lejos.

Y aquí de rodillas, y allá medio a rastras, subió la roca Meñique, oyen-

d o como se reían a carcajadas Pedro y Pablo. ¿Y qué encontró Meñique

allá en la roca? Pues un pico encantado, que picaba solo, y estaba abrien-

d o la roca como si fuese mantequilla.

-Buenos días, señor pico -dijo Meñique-: ¿no está cansado de picar

tan solito en esa roca vieja?

-Hace muchos años, hijo mío, que estoy esperando por ti -respon-

dió el pico.

-Pues aquí me tiene -dijo Meñique.

Y sin pizca de miedo le echó mano al pico, lo sacó del mango, los metió aparte en su gran saco de cuero, y bajó por aquellas piedras, reto-

zando y cantando.

-¿Y qué milagro vio por allá su señoría? -preguntó Pablo, con los bi-

gotes de punta.

Meñique / osé Martí

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ANTOLOC~A DE CUENTOS C L A S ~ C O S INFANTO-JUVENILES DE LA LITERATURA UNIVERSAL

-Era un pico lo que oímos -respondió meñique, y siguió andando, sin

decir más palabra.

Más adelante encontraron un arroyo, y se detuvieron a beber, porque

era mucho el calor.

-Yo quisiera saber -dijo Meñique- de dónde sale tanta agua en un

valle tan llano como éste.

-¡Grandísimo pretensioso -dijo Pablo-, que en todo quiere meter la

nariz! ¿No sabes que los manantiales salen de la tierra?

-Yo voy a ver de dónde sale esta agua.

Y los hermanos se quedaron diciendo picardías; pero Meñique echó a

andar por la orilla del arroyo, que se iba estrechando, estrechando, hasta

que no era más que un hilo. Y ¿qué encontró Meñique cuando llegó al

fin? Pues una cáscara de nuez encantada, de donde salía a borbotones el

agua clara chispeando al sol. -Buenos días señor arroyo -dijo Meñique-: ¿no está cansado de vivir

tan solito en su rincón, manando agua?

Hace muchos años que estoy esperando por ti -respondió el arroyo.

-Pues aquí me tiene -dijo Meñique.

Y sin el menor susto tomó la cáscara de nuez, la envolvió bien en mus-

go fresco para que no se saliera el agua, la puso en su gran saco de cuero,

y se volvió por donde vino, saltando y cantando.

-¿Ya sabes de dónde viene el agua? -le gritó Pedro.

-Sí, hermano; viene de un agujerito.

-iOh, a este amigo se lo come el talento! ¡Por eso no crece! -dijo Pa-

blo, el paliducho.

-Yo he visto lo que quería ver, y sé lo que quería saber -se dijo Meñi-

que a sí mismo. Y siguió su camino, frotándose las manos.

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111 Por fin llegaron al palacio del rey. El roble crecía más que nunca, el

pozo no lo habían podido abrir, y en la puerta estaba el cartel sellado con

las armas reales, donde prometía el rey casar a su hija y dar la mitad de su

reino a quienquiera que cortase el roble y abriese el pozo, fuera señor de

la corte o vasallo acomodado, o pobre campesino. Pero el rey, cansado

de tanta prueba inútil, había hecho clavar debajo del cartelón otro cartel

más pequeño, que decía con letras coloradas:

"Sepan los hombres por este cartel, que el rey y señor, como buen rey

que es, se ha dignado mandar que le corten las orejas debajo del mismo

roble al que venga a cortar el árbol o abrir el pozo, y no corte, ni abra;

para enseñarle a conocerse a sí mismo y a ser modesto, que es la primera

lección de la sabiduría".

Y alrededor de ese cartel había clavado treinta orejas sanguinolentas,

cortadas por la raíz de la piel a quince hombres que se creyeron más fuer-

tes de lo que eran.

Al leer este aviso, Pedro se echó a reir, se retorció los bigotes, se miró

los brazos, con aquellos músculos que parecían cuerdas, le dio al hacha

dos vuelos por encima de su cabeza y de un golpe echó abajo una de las

ramas más gruesas del árbol maldito. Pero en seguida salieron dos ramas

poderosas en el punto mismo del hachazo, y los soldados del rey le cor-

taron las orejas sin más ceremonia.

-ilnutilón! -dijo Pablo; y se fue al tronco, hacha en mano, y le cortó

de un golpe una gran raíz. Pero salieron dos raíces enormes en vez de una.

Y el rey furioso mandó que le cortaran las orejas a aquél que no quiso

aprender en la cabeza de su hermano.

Meñique / osé Mar t í

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ANTOLOG~A DE CUENTOS CLÁSICOS INFANTO-JUVENILES DE LA LITERATURA UNIVERSAL

Pero a Meñique no se le achicó el corazón, y se le echó al roble enci-

ma. -¡Quítenme a ese enano de ahí! -dijo el rey- iy s i no se quiere quitar,

córtenle las orejas!

-Señor rey, tu palabra es sagrada. La palabra de un hombre es ley,

señor rey. Yo tengo derecho por tu cartel a probar mi fortuna. Ya tendrás

t iempo de cortarme las orejas, s i no corto el árbol.

Y la nariz te la rebanarán también, s i no lo cortas.

Meñique sacó con mucha faena el hacha encantada de su gran saco de

cuero. El hacha era más grande que Meñique. Y Meñique le dijo: "¡Corta,

hacha, corta!"

Y el hacha cortó, tajó, astilló, derribó las ramas, cercenó el tronco,

arrancó las raíces, limpió la tierra en redondo, a derecha y a izquierda, y

tanta leña apiló del árbol en trizas, que el palacio se calentó con el roble

todo aquel invierno. Cuando ya no quedaba del árbol una sola hoja,

Meñique fue donde estaba el rey sentado junto a la princesa, y los saludó

con mucha cortesía.

-Dígame el rey ahora dónde quiere que le abra el pozo su criado.

Y toda la corte fue al patio del palacio con el rey, a ver abrir el pozo.

El rey subió a un estrado más alto que los asientos de los demás; la prin-

cesa tenía su silla en un escalón más bajo, y miraba con susto a aquel ho-

minicaco que le iban a dar para marido.

Meñique, sereno como una rosa, abrió su gran saco de cuero, met ió el

mango en el pico, lo puso en el lugar que marcó el rey, y le dijo: "¡Cava,

pico, cava!"

Y el pico empezó a cavar, y el granito a saltar en pedazos, y en menos

de un cuarto de hora quedó abierto un pozo de cien pies.

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-¿Le parece a mi rey que este pozo es bastante hondo?

-Es hondo; pero no tiene agua.

-Agua tendrá -dijo Meñique. Metió el brazo en el gran saco de cuero,

le quitó el musgo a la cáscara de nuez, y puso la cáscara en una fuente que

habían llenado de flores. Y cuando ya estaba bien dentro de la tierra, dijo:

"¡Brota, agua, brota!"

Y el agua empezó a brotar por entre las flores con un suave murmullo,

refrescó el aire del patio, y cayó en cascadas tan abundante que al cuarto

de hora ya el pozo estaba lleno, y fue preciso abrir un canal que llevase

afuera el agua sobrante.

-Y ahora -dijo Meñique, poniendo en tierra una rodilla- ¿cree mi rey

que he hecho todo lo que me pedía?

-Sí, marqués Meñique -respondió el rey-; y te daré la mitad de mi

reino; o mejor te compraré en lo que vale tu mitad, con la contribución

que les voy a imponer a mis vasallos, que se alegrarán mucho de pagar

porque su rey y señor tenga agua buena; pero con mi hija no te puedo

casar, porque esa es cosa en que yo solo no soy dueño.

-¿Y qué más quieres que haga, rey? -dijo Meñique, parándose en las

puntas de los pies, con la manecita en la cadera, y mirando a la princesa

cara a cara.

-Mañana se te dirá, marqués Meñique -le dijo el rey-; vete ahora a

dormir a la mejor cama de mi palacio.

Pero Meñique, en cuanto se fue el rey, salió a buscar a sus hermanos,

que parecían dos perros ratoneros, con las orejas cortadas.

-Díganme, hermanos, si no hice bien en querer saberlo todo, y ver de

dónde venía el agua.

Meñique / osé Mart í

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A N T O L O G ~ A DE CUENTOS C L Á S I C O S I N F A N T O - J U V E N I L E S DE L A LITERATURA UNIVERSAL

-Fortuna no más, fortuna -dijo Pablo-. La fortuna es ciega, y favora-

ble a los necios.

-Hermanito -dijo Pedro-, con orejas o desorejado, creo que está muy

bien lo que has hecho, y quisiera que llegara aquí papá para que te viese.

Y Meñique se llevó a dormir a camas buenas a sus dos hermanos, a

Pedro y a Pablo.

IV El rey no pudo dormir aquella noche. No era el agradecimiento lo

que le tenía despierto, sino el disgusto de casar a su hija con aquel picolín

que cabía en una bota de su padre. Como buen rey que era, ya no quería

cumplir lo que prometió; y le estaban zumbando en los oídos las palabras

del marqués Meñique: "Señor rey, tu palabra es sagrada. La palabra de un

hombre es ley, rey".

Mandó el rey a buscar a Pedro y a Pablo, porque ellos no más le po-

dían decir quiénes eran los padres de Meñique, y si era Meñique persona

de buen carácter y de modales finos, como quieren los suegros que sean

sus yernos, porque la vida sin cortesía es más amarga que la cuasia y que

la retama. Pedro dijo de Meñique muchas cosas buenas, que pusieron al

rey de mal humor; pero Pablo dejó al rey muy contento, porque le dijo

que el marqués era un pedante aventurero, un trasto con bigotes, una uña

venenosa, un garbanzo lleno de ambición, indigno de casarse con señora

tan principal como la hija del gran rey que le había hecho la honra de

cortarle las orejas: "Es tan vano ese macacuelo -dijo Pablo- que se cree

capaz de pelear con un gigante. Por aquí cerca hay uno que tiene muerta

de miedo a la gente del campo, porque se les lleva para sus festines todas

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sus ovejas y sus vacas. Y Meñique no se cansa de decir que él puede echar-

se al gigante de criado".

-Eso es lo que vamos a ver -dijo el rey satisfecho.

Y durmió muy tranquilo lo que faltaba de la noche. Y dicen que son-

reía en sueños, como si estuviera pensando en algo agradable.

En cuanto salió el sol, el rey hizo llamar a Meñique delante de toda

su corte. Y vino Meñique fresco como la mañana, risueño como el cielo,

galán como una flor.

-Yerno querido -dijo el rey-: un hombre de tu honradez no puede

casarse con mujer tan rica como la princesa, sin ponerle casa grande,

con criados que la sirvan como se debe servir en el palacio real. En este

bosque hay un gigante de veinte pies de alto, que se almuerza un buey

entero, y cuando tiene sed al mediodía se bebe un melonar. Figúrate qué

hermoso criado no hará ese gigante con un sombrero de tres picos, una

casaca galoneada con charreteras de oro, y una alabarda de quince pies.

Ese es el regalo que te pide mi hija antes de decidirse a casarse contigo.

No es cosa fácil -respondió Meñique-, pero trataré de regalarle el

gigante, para que le sirva de criado, con su alabarda de quince pies, y su

sombrero de tres picos, y su casaca galoneada, con charreteras de oro.

Se fue a la cocina; metió en el gran saco de cuero el hacha encantada,

un pan fresco, un pedazo de queso y un cuchillo: se echó el saco a la es-

palda, y salió andando por el bosque, mientras Pedro lloraba, y Pablo reía,

pensando en que no volvería nunca su hermano del bosque del gigante.

En el bosque era tan alta la yerba que Meñique no alcanzaba a ver, y se

>uso a gritar a voz en cuello: "i Eh, gigante, gigante! ¿dónde anda el gigan-

.e? Aquí está Meñique, que viene a llevarse al gigante muerto o vivo".

Meñique / osé Martí

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ANTOLOC~A DE CUENTOS CLÁSICOS INFANTO-JUVENILES DE LA LITERATURA UNIVERSAL

-Y aquí estoy yo -dijo el gigante, con un vocerrón que hizo encogerse a

los árboles de miedo-, aquí estoy yo, que vengo a tragarte de un bocado.

-No estés tan de prisa, amigo -dijo Meñique, con una vocecita de flau-

tín-, no estés tan de prisa, que yo tengo una hora para hablar contigo.

Y el gigante volvía a todos lados la cabeza, sin saber quién le hablaba,

hasta que se le ocurrió bajar los ojos, y allá abajo, pequeñito como un

pitirre, vio a Meñique sentado en un tronco, con el gran saco de cuero

entre las rodillas.

-¿Eres tú, grandísimo pícaro, el que m e has quitado el sueño? -dijo el

gigante, comiéndoselo con los ojos que parecían llamas.

-Yo soy, amigo, yo soy, que vengo a que seas criado mío.

-Con la punta del dedo te voy a echar allá arriba, en el nido del cuer-

vo, para que te saque los ojos en castigo de haber entrado sin licencia en

mi bosque.

-No estés tan de prisa, amigo, que este bosque es tan mío como tuyo;

y s i dices una palabra más, te lo echo abajo en un cuarto de hora.

-Eso quisiera ver -dijo el gigantón.

Meñique sacó su hacha, y le dijo: "¡Corta, hacha corta!" Y el hacha

cortó, tajó, astilló, derribó ramas, cercenó troncos, arrancó raíces, limpió

la tierra en redondo, a derecha y a izquierda, y los árboles caían sobre el

gigante como cae el granizo sobre los vidrios en el temporal.

-Para, para -dijo asustado el gigante-, ¿quién eres tú, que puedes

echarme abajo mi bosque?

-Soy el gran hechicero Meñique, y con una palabra que le diga a mi

hacha te corta la cabeza. Tú no sabes con quién estás hablando. ¡Quieto

donde estás!

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Y el gigante se quedó quieto, con las manos a los lados, mientras Me-

ñique abría su gran saco de cuero, y se puso a comer su queso y su pan.

-¿Que es eso blanco que comes? -preguntó el gigante, que nunca ha-

bía visto queso.

-Piedras como no más, y por eso soy más fuerte que tú, que comes la

carne que engorda. Soy más fuerte que tú. Enséñame tu casa.

Y el gigante, manso como un perro, echó a andar por delante, hasta

que llegó a una casa enorme, con una puerta donde cabía un barco de tres

palos, y un balcón como un teatro vacío.

-Oye -le dijo Meñique al gigante-: uno de los dos tiene que ser amo del

otro. Vamos a hacer un trato. Si yo no puedo hacer lo que tu hagas, yo seré

criado tuyo; y si tú no puedes hacer lo que haga yo, tú serás mi criado.

-Trato hecho dijo el gigante-: me gustaría tener de criado un hombre

como tú, porque me cansa pensar, y tú tienes cabeza para dos. Vaya pues;

ahí están mis dos cubos: ve a traerme el agua para la comida.

Meñique levantó la cabeza y vio los dos cubos, que eran como dos

tanques, de diez pies de alto y seis pies de un borde a otro. Más fácil le

era a Meñique ahogarse en aquellos cubos que cargarlos.

-¡Hola! -dijo el gigante, abriendo la boca terrible-; a la primera ya

estás vencido. Haz lo que yo hago, amigo, y cárgame el agua.

-¿Y para qué la he de cargar? -dijo Meñique. Carga tú, que eres bestia

de carga. Yo iré donde está el arroyo, y lo traeré en brazos, y te llenaré

los cubos, y tendrás tu agua.

-No, no -dijo el gigante-, que ya me dejaste el bosque sin árboles,

y ahora me vas a dejar sin agua que beber. Enciende el fuego, que yo

traeré el agua.

Meñique 1 Jose Mart í

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ANTOLOC~A DE CUENTOS CLÁSICOS INFANTO-JUVENILES DE LA LITERATURA UNIVERSAL

Meñique encendió el fuego, y en el caldero que colgaba del techo fue

echando el gigante un buey entero, cortado en pedazos, y una carga de

nabos, y cuatro cestos de zanahorias, y cincuenta coles. Y de t iempo en

t iempo espumaba el guiso con una sartén, y lo probaba, y le echaba sal y

tomillo, hasta que lo encontró bueno.

-A la mesa, que ya está la comida -dijo el gigante-: y a ver s i haces lo

que hago yo, que m e voy a comer todo este buey, y te voy a comer a ti

de postre.

-Está bien amigo -dijo Meñique. Pero antes de sentarse se met ió de-

bajo de la chaqueta la boca de su gran saco de cuero, que le llegaba del

pescuezo a los pies.

Y el gigante comía y comía, y Meñique no se quedaba atrás, sólo que

no echaba en la boca las coles, y las zanahorias, y los nabos, y los pedazos

del buey, sino en el gran saco de cuero.

-iUf, ya no puedo comer más! -dijo el gigante-; tengo que sacarme

un bo tón del chaleco.

-Pues mírame a mí, gigante infeliz -dijo Meñique, y se echó una col

entera en el saco.

-iUha! d i j o el gigante-: tengo que sacarme otro botón. ¡Qué estó-

mago de avestruz tiene este hombrecito! Bien se ve que estás hecho a

comer piedras.

-Anda, perezoso -dijo Meñique-: come como yo -y se echó en el

saco un gran trozo de buey.

-iPaffi -dijo el gigante-: se m e saltó el tercer botón; ya no m e cabe un

chícharo, ¿cómo te va a ti, hechicero?

-¿A mí? -dijo Meñique- no hay cosa más fácil que hacer un poco de lugar.

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Y se abrió con un cuchillo de arriba abajo la chaqueta y el gran saco

de cuero.

-Ahora te toca a ti -dijo Meñique-; haz lo que yo hago.

-Muchas gracias -dijo el gigante-. Prefiero ser tu criado. Yo no puedo

digerir las piedras.

Besó el gigante la mano de Meñique en señal de respeto, se lo sentó

en el hombro derecho, se echó al izquierdo un saco lleno de monedas de

oro y salió andando por el camino del palacio.

v En el palacio estaban de gran fiesta, sin acordarse de Meñique, ni de

que le debían el agua y la luz; cuando de repente oyeron un gran ruido,

que hizo bailar las paredes, como s i una mano portentosa sacudiese el

mundo. Era el gigante, que no cabía por el portón, y lo había echado

abajo de un puntapié. Todos salieron a las ventanas a averiguar la causa

de aquel ruido, y vieron a Meñique sentado con mucha tranquilidad en el

hombro del gigante, que tocaba con la cabeza el balcón donde estaba el

mismo rey. Saltó al balcón Meñique, hincó una rodilla delante de la prin-

cesa y le habló así: "Princesa y dueña mía, tú deseabas un criado y aquí

están dos a tus pies".

Este galante discurso, que fue publicado al otro día en el diario de la

corte, dejó pasmado al rey, que no halló excusa que dar para que no se

casara Meñique con su hija.

-Hija -le dijo en voz baja-, sacrifícate por la palabra de tu padre el rey.

-Hija de rey o hija de campesino -respondió ella-, la mujer debe ca-

sarse con quien sea de su gusto. Déjame, padre, defender en esto que me

Meñique / Jose Mart í

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interesa. Meñique -siguió diciendo en alta voz la princesa- eres valiente y

afortunado, pero eso no basta para agradar a las mujeres.

-Ya lo sé, princesa y dueña mía; es necesario hacerles su voluntad y

obedecer sus caprichos.

-Veo que eres hombres de talento -dijo la princesa-. Puesto que sabes

adivinar tan bien, voy a ponerte una última prueba, antes de casarme

contigo. Vamos a ver quién es más inteligente, s i tú o yo. S i pierdes, quedo

libre para ser de otro marido.

Meñique la saludó con gran reverencia. La corte entera fue a ver la

prueba a la sala del trono, donde encontraron al gigante sentado en el

suelo con la alabarda por delante y el sombrero en las rodillas, porque no

cabía en la sala de lo alto que era. Meñique le hizo una seña, y él echó a

andar acurrucado, tocando el techo con la espalda y con la alabarda a ras-

tras, hasta que llegó donde estaba Meñique, y se echó a sus pies, orgulloso

de que vieran que tenía a hombre de tanto ingenio por amo.

-Empezaremos con una bufonada -dijo la princesa-. Cuentan que las

mujeres dicen muchas mentiras. Vamos a ver quién de los dos dice una

mentira más grande. El primero que diga: "¡Esto es demasiado!" pierde.

-Por servirte, princesa y dueña mía, mentiré d e juego y diré la verdad

con toda el alma.

-Estoy segura -dijo la princesa- de que tu padre no tiene tantas tierras

como el mío. Cuando dos pastores tocan el cuerno en las tierras de mi

padre al anochecer, ninguno de los dos oye el cuerno del otro pastor.

-Eso es una bicoca -dijo Meñique-. Mi padre tiene tantas tierras que

una ternerita de dos meses que entra por una punta es ya vaca lechera

cuando sale por la otra.

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-Eso no me asombra -dijo la princesa-. En tu corral no hay un toro

tan grande como el de mi corral. Dos hombres sentados en los cuernos no

pueden tocarse con un aguijón de veinte pies cada uno.

-Eso es una bicoca -dijo Meñique-. La cabeza del toro de mi casa es

tan grande que un hombre montado en un cuerno no puede ver al que

está montado en el otro.

-Eso no me asombra -dijo la princesa-. En tu casa no dan las vacas

tanta leche como en mi casa, porque nosotros llenamos cada mañana

veinte toneles, y sacamos de cada ordeño una pila de queso tan alta como

la pirámide de Egipto.

-Eso es una bicoca -dijo Meñique-. En la lechería de mi casa hacen

unos quesos tan grandes que un día la yegua se cayó en la artesa, y no

la encontramos sino después de una semana. El pobre animal tenía el

espinazo roto, y yo le puse un pino de la nuca a la cola, que le sirvió

de espinazo nuevo. Pero una mañanita le salió un ramo al espinazo por

encima de la piel, y el ramo creció tanto que yo me subí en él y toqué

el cielo. Y en el cielo vi a una señora vestida de blanco, trenzando un

cordón con la espuma del mar. Y yo me así del hilo, se me reventó, y

caí dentro de una cueva de ratones. Y en la cueva de ratones estaban tu

padre y mi madre, hilando cada uno en su rueca, como dos viejecitos. Y

tu padre hilaba tan mal que mi madre le tiró de las orejas hasta que se

caían a tu padre los bigotes.

-¡Eso es demasiado! --dijo la princesa-. iA mi padre el rey nadie le ha

tirado nunca de las orejas!

-¡Amo, amo! -dijo el gigante-. iHa dicho "Eso es demasiado"! La

princesa es nuestra.

Meñique / osé Mart í

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VI -Todavía no -dijo la princesa, poniéndose colorada-. Tengo que

ponerte tres enigmas, a que m e los adivines, y s i adivinas bien, en se-

guida nos casamos. Dime primero: ¿qué es lo que siempre está cayendo y

nunca se rompe?

-iOh! -dijo Meñique-; mi madre me arrullaba con ese cuento: ies la

cascada!

-Dime ahora -preguntó la princesa, ya con mucho miedo-: ¿quién es

el que anda todos los días el mismo camino y nunca se vuelve atrás?

-iOh! -dijo Meñiqu*; mi madre me arrullaba con ese cuento: ies el sol!

-El sol es -dijo la princesa, blanca de rabia-. Ya no queda más que un

enigma. ¿En que piensas tú y no pienso yo? iqué es lo que yo pienso, y tú

no piensas? iqué es lo que no pensamos ni tú ni yo?

Meñique bajo la cabeza como el que duda, y se le veía en la cara el

miedo de perder.

-Amo -dijo el gigante-, s i no adivinas el enigma, no te calientes las

entendedoras. Hazme una seña y cargo con la princesa.

-Cállate, criado -dijo Meñique-; bien sabes tú que la fuerza no sirve

para todo. Déjame pensar.

-Princesa y dueña mía- dijo Meñique, después de unos instantes en

que se oía correr la luz. -Apenas me atrevo a descifrar tu enigma, aunque

veo en él mi felicidad. Yo pienso en que entiendo lo que m e quieres decir,

y tú piensas en que yo no lo entiendo. Tú piensas, como noble princesa

que eres, en que este criado tuyo no es indigno de ser tu marido, y yo no

pienso que haya logrado merecerte. Y en lo que ni yo ni tu pensamos es

en que el rey tu padre y este gigante infeliz tienen tan pobres ...

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-Cállate -dijo la princesa-, aquí está mi mano de esposa, marqués

Meñique.

-¿Qué es eso que piensas de mí, que lo quiero saber? -preguntó el rey.

-Padre y señor -dijo la princesa, echándose en sus brazos-, que eres el

más sabio d e los reyes y el mejor de los hombres.

-Ya lo sé, ya lo sé -dijo el rey-, y ahora, déjenme hacer algo por el

bien de mi pueblo. ¡Meñique, te hago duque!

-¡Viva mi amo y señor, el duque Meñique! -gritó el gigante, con una

voz que puso azules de miedo a los cortesanos, quebró el estuco del techo

e hizo saltar los vidrios de las seis ventanas.

VI 1 En el casamiento de la princesa con Meñique no hubo mucho de par-

ticular, porque de los casamientos no se puede decir al principio, sino lue-

go, cuando empiezan las penas de la vida y se ve si los casados se ayudan

y quieren bien, o si son egoístas y cobardes. Pero el que cuenta el cuento

tiene que decir que el gigante estaba tan alegre con el matrimonio de su

amo que le iba poniendo su sombrero de tres picos a todos los árboles

que encontraba, y cuando salió el carruaje de los novios, que era de nácar

puro, con cuatro caballos mansos como palomas, se echó el carruaje a la

cabeza, con caballos y todo, y salió corriendo y dando vivas, hasta que los

dejó a la puerta del palacio, como deja una madre a su niño en la cuna.

Esto se debe decir, porque no es cosa que se ve todos los días.

Por la noche hubo discurso, y poetas que les dijeron versos de bodas

a los novios, y lucecitas de color en el jardín, y fuegos artificiales para los

criados del rey, y muchas guirnaldas y ramos de flores. Todos cantaban y

Meñique 1 osé Mart í

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hablaban, comían dulces, bebían refrescos olorosos, bailaban con mucha

elegancia y honestidad al compás de una música de violines, con los viob-

nistas vestidos de seda azul, y su ramito de violeta en el ojal de la casaca.

Pero en un rincón había uno que no hablaba ni cantaba, y era Pablo, el envidioso, el paliducho, el desorejado, que no podía ver a su hermano

feliz, y se fue al bosque para no oír ni ver, y en el bosque murió, porque

los osos se lo comieron en la noche oscura.

Meñique era tan chiquitín que los cortesanos no supieron al principio si

debían tratarlo con respeto o verlo como cosa de risa; pero con su bondad

y cortesía se ganó el cariño de su mujer y de la corte entera, y cuando murió

el rey, entró a mandar, y estuvo de rey cincuenta y dos años. Y dicen que

mandó tan bien que sus vasallos nunca quisieron más rey que Meñique, que

no tenía gusto sino cuando veía a su pueblo contento, y no les quitaba a los

pobres el dinero de su trabajo para dárselo, como otros reyes, a sus amigos

holgazanes, o a los matachines que lo defienden de los reyes vecinos. Cuen-

tan de veras que no hubo rey tan bueno como Meñique.

Pero no hay que decir que Meñique era bueno. Bueno tenía que ser

un hombre de ingenio tan grande; porque el que es estúpido no es bueno,

y el que es bueno no es estúpido. Tener talento es tener buen corazón; el

que tiene buen corazón, ese es el que tiene talento. Todos los pícaros son

tontos. Los buenos son los que ganan a la larga. Y el que saque de este

cuento otra lección mejor, vaya a contarlo a Roma.

Meñique / osé Mart í

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Mark Twain

Mark Twain, nombre literario de Samuel Clemens, nació en Florida

en 1835; murió en Connecticut en 1910. Fue tipógrafo,

piloto de barcos en el Mississippi, minero, buscador de oro.

Desde 1862 se dedicó al periodismo y a la literatura.

Más tarde viajó por el Pacífico, Asia Anterior y Europa.

En Inglaterra se le rindieron grandes homenajes. También estuvo

en Nicaragua en 1866. Mark Twain se ha hecho célebre por su

humorismo sano y optimista, y ha llegado a ser uno de los

escritores más populares de su país.

Sus obras más leídas son: The Jumping Frog, and other Sketches

(1867); The Adventures of Tom Sawyer (1876); A Tramp

Abroad (1880); The Stolen White Elephant (1882); Life on

the Mississippi (1883); The Adventures of Huckleberry Finn (1885).

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4 sidencia

pueblo de.. ., en el sur de Inglaterra, lugar de mi re-

en aquel entonces, donde conocí a aquel individuo

llamado Rogers, quien se me presentó por s í mismo. Su suegro habíase

casado con una lejana parienta mía que fue colgada poco después, cir-

cunstancia que parecía inducirlo a creer que existía entre nosotros cier-

ta consanguinidad. Venía a verme, diariamente, se instalaba como en su

casa, y charlaba. De todas las suaves, serenísimas curiosidades humanas

que he conocido, creo que Rogers es la más importante.

Inmediatamente manifestó deseos de examinar mi galera de pelo. M e

apresuré a satisfacerlo pensando que no dejaría de advertir el nombre de

la gran sombrerería de Oxford Street estampado en su forro, con lo cual

me tendría en más alta estima. Pero él la dio vueltas en sus manos con

una especie de lástima melancólica, señaló en ella dos o tres defectos, y

di jo que, habiendo llegado yo recientemente al lugar, no podía esperarse

que supiese efectuar mis compras por mí mismo. Añadió que él me envia-

ría a su sombrerero. Y luego de añadir: "Con permiso", empezó a cortar

cuidadosamente un perfecto círculo de papel colorado; minuciosamente

despojó sus bordes de toda irregularidad, y tomando un frasco de goma lo

pegó encima de la marca de mi sombrero.

-Nadie podrá saber ahora -dijo- dónde lo ha comprado usted; le

mandaré un marbete de mi sombrerero y usted podrá pegarlo sobre

este redondel.

Todo esto lo había hecho lo más fría y simplemente del mundo. Ja-

más, en mi vida, sentí tanta admiración por un hombre. Imaginad que

mientras tanto su propio sombrero encontrábase allí sobre la mesa junto a

mis narices, ofendiendo mi olfato, un sombrero que era más bien un viejo

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matacandelas de alas gachas, deforme y ajado por el tiempo, descolorido

por las vicisitudes de la intemperie y circundado por un ecuador de grasa

que rezumaba a través del fieltro.

En otra oportunidad se dedicó a examinar mi traje. En esto no tenía

yo miedo, pues en la puerta de la casa de mi sastre podía leerse la siguien-

te leyenda: "Por privilegio real, sastre de Su Alteza Real el Príncipe de

Cales", etc. No sabía yo por esa época que la mayor parte de las sastrerías

exhiben este mismo letrero, y que, desde el momento que se necesitan

nueve sastres para hacer un hombre corriente, deben ser necesarios ciento

cincuenta para hacer un príncipe.

Manifestóse Rogers lleno de compasión por mi traje y me dio enton-

ces escrita la dirección de su sastre. No me dijo, como en tono de cumpli-

d o suelen hacerlo todos, que bastaría mencionar mi nom de plume para

que el sastre pusiera en su tarea su máxima solicitud, sino que me aseguró,

por el contrario, que su sastre no se molestaba muy fácilmente por un

desconocido (idesconocido, cuando yo creía ser tan célebre en Inglaterra!

-esto fue el golpe más cruel); pero me aconsejó que mencionara su nom-

bre, y todo quedaría arreglado. Creyendo ser ocurrente, dije:

-¿Y si el hombre pasara la noche en vela trabajando con grave perjui-

cio de su salud?

-Pues déjelo -contestó Rogers-; bastante he hecho yo por él para que

él haga algo por mí.

Más fácilmente habría podido desconcertar a una momia con mi ocu-

rrencia. Rogers agregó:

-Allí me hago hacer yo todos mis trajes; son los únicos trajes que me-

recen mirarse.

Rogers / Mark Twain

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Intenté una nueva ironía.

-Es una lástima -dije- que no haya traído usted puesto uno. M e ha-

bría gustado verlo.

-Pero, ipor Dios! ¿No tengo acaso puesto uno? Éste está hecho en

Morgan.

Lo examiné. Tratábase de un traje de confección comprado sin duda

a un judío de Chatham Street, y sin discusión alguna, hacia 1848. Proba-

blemente debió costarle, cuando nuevo, cuatro dólares; ahora hallába-

se roto, deshilachado, lustroso y grasiento. No pude resistir el deseo de

mostrarle una de sus perforaciones. Esto lo afectó de tal modo que casi

lamenté haberlo hecho. En el primer instante pareció sumirse en un inson-

dable abismo de dolor. Luego se sobrepuso, hizo con sus manos el gesto

de rechazar la piedad de un pueblo entero, y dijo con una emoción que

me pareció un poco manufacturada:

-Por favor, no se aflija usted. No tiene importancia. M e pondré

otro traje.

Cuando se repuso del todo, hasta poder examinar el desgarrón y

dominar sus emociones, aseguró que ahora lo comprendía todo. Que su

sirviente debió haber hecho ese desastre al vestirlo por la mañana.

iSu sirviente! Había algo de escalofriante en semejante descaro.

Cada día encontraba en mi vestuario algún detalle de qué ocuparse.

Habríanse hallado sobrados motivos de asombro en esta especie de infa-

tuación en un hombre que llevaba siempre el mismo traje, traje que pare-

cía haber sido comprado en tiempos de la conquista de Inglaterra por los

normandos. Era quizás una ambición poco digna, pero yo experimentaba

el deseo de obligar a Rogers a que encontrase algo en mi vestido o en mí

mismo digno de admiración. A cualquiera le habría ocurrido otro tanto.

Por fin se presentó una oportunidad. Hallábame preparando mi regreso

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a Londres y acababa de contar mi ropa sucia para enviar a la lavandera.

Esta ropa formaba una imponente montaña en la esquina de la habita-

ción: cincuenta y cuatro piezas. Esperaba que él supondría que se trataba

de la ropa usada en una sola semana. Tomé la lista de la ropa como quien

trata de comprobar que todo está en orden, y la arrojé sobre la mesa con

aparente descuido. Por supuesto él la tomó rápidamente y paseó su vista

hasta llegar a la suma total. Entonces exclamó:

-No gasta usted mucho en ropa -y volvió a dejarla sobre la mesa.

Sus guantes eran ruinas siniestras, pero m e dijo que m e conseguiría

unos iguales. Sus zapatos habrían dejado pasar grandes nueces a través

de los agujeros que perforaban su cuero, pero él se complacía en colocar

sus pies sobre la chimenea y contemplarlos embelesado. Llevaba en la

corbata un alfiler ornado por un sucio t rozo de vidrio, al que llamaba

"diamante morfi lít ico" -vaya a saber qué quería decir con ello- y del

cual decía que podían hallarse sólo dos en el mundo: el otro lo tenía el

emperador d e la China.

Posteriormente, en Londres, era para mí un placer inagotable ver

llegar a este fantástico vagabundo cruzando el vestíbulo del hotel con

sus aprestos de gran duque, y dispuesto siempre a exhibir alguna nueva

grandeza imaginaria, pues lo único v ie jo y gastado que había en él eran

sus ropas. S i se dirigía a mí en presencia de extraños, elevaba siempre

un poco el tono d e su voz y m e llamaba "Sir Richard" o "general" o

"excelencia"; y cuando la gente comenzaba a fijar su atención en no-

sotros con cierta deferencia, él comenzaba a preguntarme, como por

casualidad, por qué había faltado yo en la víspera a la recepción dada

por el duque de Argyll, y acto seguido m e recordaba que el duque d e

Westminster nos esperaba el día siguiente. Creo que en esos momentos

todas estas cosas eran para é¡ realidades auténticas.

Rogers / M a r k Twain

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Una vez vino a invitarme a que le acompañara a visitar al conde de Warwick para pasar la velada en su casa. Le dije que no había recibido una invitación formal, pero él aseguró que esto no tenía importancia, pues el conde no gastaba cumplidos con él o con sus amigos. Le pregunté si podía ir vestido tal como me hallaba. Me contestó que no, que eso sería impropio; porque de noche la etiqueta era un requisito indispensable en casa de cual- quier noble. Dijo que él me esperaría mientras yo me vistiese y que luego iríamos a su departamento, donde yo podría tomar una botella de champa- ña y fumarme un cigarro mientras él se vestía. Sentíame muy interesado en

ver cómo terminaría todo esto, así es que me vestí y fuimos hacia su casa. Dijo que si yo no tenía inconveniente iríamos andando. Atravesamos unas cuatro millas a través del lodo y la niebla y finalmente llegamos a "su de- partamento"; consistía éste en una simple habitación situada en los altos de una barbería, en una calle de extramuros. Dos sillas, una pequeña mesa, una vieja valija, una palangana y una jarra (ambas sobre el piso, en un rincón), una cama sin tender, un fragmento de espejo y un florero, con un pequeño y agónico geranio rosa al que llamaba su planta secular y del que aseguraba que no había florecido durante doscientos años -fecha en que su familia lo heredó de Lord Palmerston- (habiendo llegado a ofrecérsele sumas fabulo- sas por él), todo esto constituía el moblaje de su habitación. Había también un candelero de cobre con un cabo de vela. Rogers lo encendió y me dijo que me sentara y que estuviese como en mi propia casa. Dijo también que esperaba que yo tuviera sed, pues quería sorprender mi paladar con una clase de champaña que no se compraba en cualquier parte. ¿O quizás pre- feriría oporto o jerez? Tenía botellas de oporto, dijo, cubiertas de telarañas estratificadas, cada una de cuyas capas representaba una generación. Y en cuanto a sus cigarros ... ibueno!, podría yo juzgar por mí mismo. Entonces asomó la cabeza por la puerta y gritó:

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-iSackville!

Nadie contestó.

-iEh, Sackville! No hubo respuesta.

-¿Adónde se habrá metido este mayordomo? Y eso que jamás permi- t o a mis sirvientes ... iOh, grandísimo idiota! ¡Se ha llevado las llavesi iY

sin las llaves no puedo pasar a los otros aposentos! (Me sentía yo maravillado de su intrepidez al prolongar la ficción

del champaña, y trataba de imaginar cómo se las arreglaría, al fin, para

salir del paso). Ahora dejó de llamar a Sackville y comenzó a gritar: -iAnglesy!

Pero Anglesy tampoco vino. Dijo:

-Es la segunda vez que este caballerizo se ausenta sin consultarme.

Mañana mismo lo despido.

Entonces empezó a llamar a "Tomás", pero Tomás no contestó. Luego

llamó a "Teodoro", pero Teodoro tampoco vino. -Bien, me doy por vencido -dijo Rogers-; los sirvientes no me espe-

ran nunca a esta hora, y se han largado. En realidad, podríamos pasarnos

sin el caballerizo y sin el lacayo. Pero no podemos tener cigarros ni vino

sin el mayordomo, y no puedo vestirme sin mi ayuda de cámara. Me ofrecí para reemplazar a este último, pero él no quiso ni oír hablar

de ello; por otra parte, dijo que no se sentiría cómodo si no le vistieran

unas manos expertas. Y al fin concluyó que era lo bastante amigo del con-

de como para que éste no hiciera cuestión sobre su vestido. Tomamos un carruaje, dio al cochero varias indicaciones, y partimos.

Luego de una serie de vueltas llegamos ante una antigua casa. Bajamos. Jamás había visto yo a Rogers con cuello puesto. Estaba él ahora bajo un

Rogers / Mark Twain

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ANTOLOC~A DE CUENTOS CLÁSICOS INFANTO-JUVENILES DE LA LITERATURA UNIVERSAL

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farol y sacaba un cuello de papel de su bolsillo del que colgaba una raída

corbata y se lo ponía. Subió los escalones y entró. Rápidamente volvió a

aparecer, descendió como un gamo y exclamó:

-¡Pronto! ¡Vámonos!

Nos alejamos precipitadamente y doblamos la esquina.

-Ya estamos a salvo -dijo, y quitándose el cuello y la corbata volvió a

guardarlos en su bolsillo-. De buena me he escapado.

-¿Por qué? -pregunté.

-¡Por San Jorge! ¡Estaba la condesa!

-¿Y qué tiene? ¿No lo conoce ella?

-¿Que si me conoce? ¡Me adora! Afortunadamente pude descubrir a la

primera ojeada, antes de que me viera, y escurrirme. Hace dos meses que

no la veo y presentármele así, de repente, sin previo aviso, podía haberle

sido fatal. Ella no habría soportado el golpe. No sabía que la condesa se

encontraba en la ciudad. Creí que se hallaba en su castillo. Déjeme que

me apoye un momento en su brazo, así; ahora me siento mejor, igracias!

¡Muchísimas gracias! ¡Dios mío, qué escapada!

Después de esto no volvimos a hablar del conde, pero me fijé atenta-

mente en la casa para futuras comprobaciones. Pude saber más tarde que

se trataba de una vulgar casa de huéspedes que daba alojamiento a unos

mil pensionistas.

En muchas cosas Rogers no parecía loco. En otras, lo parecía bastante,

pero indudablemente él lo ignoraba. Era realmente honesto en sus asun-

tos. Murió el verano último con el nombre de "Conde de Ramsgate".

Rogers / M a r k Twain

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Oscar Fingal O'Flaherty Wills Wilde nació en Dublín, Irlanda,

el 16 de octubre de 1854. Realizó estudios en su ciudad natal

y en Oxford. En 1877 viajó por Europa, y en 1882 inició una gira

por Estados Unidos de Norteamérica y Canadá, donde pronunció

célebres conferencias. Wilde fue un gran conversador, y gustó de

los refinamientos de la vida y del arte. Falleció en París en 1900.

Como cuentista publicó The Happy Prince and Other Tales (1888)

y A House of Pomegranates (1891), donde resalta su doctrina

estética del arte por el arte. Otras obras de Wilde son: Poems

(1881); The Duchess of Padua (1883); The Portrait of Mr. W. H.

(1889); The Picture of Dorian Cray (1890); lntentions (1891);

Salomé (1893); The Soul of the Man (1895); The Ballad of

Reading Caol (1898); The lmportance of being earnest (1899).

Publicación póstuma: Epístola: In Carcere et Vinculis, 1924.

También incursionó en el teatro con la obra El abanico

de Lady Windermere.

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ANTOLOG~A DE CUENTOS CLÁSICOS INFANTO-JUVENILES DE LA LITERATURA UNIVERSAL

ominando la ciudad, sobre una alta columna, elevábase la esta-

tua del Príncipe Feliz. Era toda dorada, cubierta de tenues hojas

de oro fino; tenía por ojos dos brillantes zafiros, y un gran rubí rojo centellea-

ba en el puño de su espada. Todo esto le hacía ser muy admirado.

-Es tan hermoso como una veleta -observaba uno de los concejales

de la ciudad, que deseaba granjearse una reputación de hombre de gus-

tos artísticos-; sólo que no es tan útil -añadía, temiendo le tomasen por

hombre poco práctico, lo que realmente no era.

-¿Por qué no eres como el Príncipe Feliz? -preguntaba una madre sen-

timental a su hijito, que lloraba pidiendo la luna-. Al Príncipe Feliz nunca

se le ocurre llorar por nada.

-Me alegro de que haya alguien en el mundo completamente feliz

-murmuraba un desengañado, contemplando la maravillosa estatua.

-Tiene todo el aspecto de un ángel -decían los niños del Hospicio al

salir de la Catedral, con sus brillantes capas escarlata y sus limpios delan-

tales blancos.

-¿En qué lo conocéis? -replicaba el profesor de matemáticas-. Nunca

visteis ninguno.

-iOh, los hemos visto en sueños! -contestaban los niños; y el profesor

de matemáticas fruncía el entrecejo y tomaba un aire severo, pues no po-

día aprobar que los niños soñasen.

Una noche voló sobre la ciudad una pequeña golondrina. Seis sema-

nas antes, sus amigas habían partido para Egipto; pero ella se quedó atrás,

pues estaba enamorada del más hermoso de los juncos. Lo encontró al

comienzo de la primavera, mientras revoloteaba sobre el río en pos de

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una gran mariposa amarilla; y su talle esbelto la sedujo de tal modo, que

se detuvo para hablarle.

-¿Te amaré? -dijo la golondrina, que gustaba de no andar con rodeos.

Y el junco le hizo una gran reverencia.

Entonces la golondrina jugueteó a su alrededor, rozando el agua con

las alas y trazando en ella surcos de plata. Era su modo de hacer la corte:

y así pasó todo el verano.

-Es una constancia ridícula -gorjeaban las otras golondrinas-; no tie-

ne un céntimo y, en cambio, demasiada familia.

Y, efectivamente, todo el río estaba cubierto de juncos.

Cuando Ilegó el otoño, todas emprendieron el vuelo. Entonces la go-

londrina se sintió muy sola, y empezó a cansarse de su amante.

-No tiene conversación -se decía-, y temo sea bastante tornadizo,

pues siempre está coqueteando con la brisa.

Y realmente, siempre que corría brisa, el junco multiplicaba sus más

graciosas cortesías.

-Es demasiado sedentario -continuaba diciéndose la golondrina-;

y a mí me gusta viajar. Por tanto, quien me quiera debe amar también

los viajes.

-¿Quieres seguirme? -le preguntó por fin. Pero el junco sacudió la

cabeza; tal apego tenía a su hogar.

-¡Has estado jugando conmigo! -exclamó la golondrina-. Me voy a

las Pirámides. ¡Adiós!

Y levantó vuelo.

Durante todo el día estuvo volando y, al anochecer, Ilegó a la ciudad.

El Pr íncipe Feliz / oscar Wilde

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A N T O L O C ~ A DE CUENTOS CLÁSICOS INFANTO-JUVENILES DE LA LITERATURA UNIVERSAL

-¿Dónde me hospedaré? -se preguntó-. Espero que habrán hecho

preparativos para recibirme.

Entonces vio la estatua sobre su alta columna.

-Voy a guarecerme allí -se dijo-. El lugar es bonito y bien aireado.

Así, fue a posarse justamente entre los pies del Príncipe Feliz.

-Tengo una alcoba dorada -se dijo dulcemente, mirando a su alrede-

dor. Y se dispuso a dormir. Pero no había acabado de esconder la cabeza

bajo el ala, cuando le cayó encima una gran gota de agua.

-¡Qué cosa tan rara! -exclamó-. No hay una nube en todo el cielo,

las estrellas están claras y brillantes y, sin embargo, llueve. Realmente, este

clima del norte de Europa es espantoso. Al junco le gustaba la Iluvia; pero

era puro egoísmo.

Entonces, cayó otra gota.

-¿Para qué sirve una estatua si no resguarda de la Iluvia? -dijo-. Voy

a buscar una buena chimenea.

Y decidió llevar su vuelo a otra parte.

Pero, antes de que abriese las alas, cayó una tercera gota; y mirando

hacia arriba, vio ... iAh, lo que vio!

Los ojos del Príncipe Feliz estaban llenos de Iágrimas, y Iágrimas co-

rrían por sus doradas mejillas. Tan bello era su rostro, a la luz de la luna,

que la golondrina se sintió llena de compasión.

-¿Quién sois? -preguntó.

-Soy el Príncipe Feliz.

-Entonces, ¿por qué lloráis? Casi me habéis empapado.

-Cuando estaba en vida y tenía un corazón de hombre -contestó

la estatua-, yo no sabía lo que eran las Iágrimas, pues vivía en el Pala-

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cio d e la Despreocupación, donde no se permite la entrada al dolor.

Durante el día jugaba con mis compañeros en el jardín, y por la noche

bailaba en el gran salón. Alrededor del jardín se elevaba un altísimo

muro; pero jamás sentí curiosidad por conocer lo que había tras él; tan

hermoso era cuanto me rodeaba. Mis cortesanos me llamaban el Prín-

cipe Feliz, y feliz era en verdad, si el placer es la dicha. Así viví, y así

morí. Y ahora que estoy muerto, me han subido tan alto, que puedo

ver todas las fealdades y toda la miseria d e mi ciudad, y aunque mi

corazón sea d e plomo, no tengo más remedio que llorar.

-¡Cómo! ¿No es d e oro d e ley? -dijo para sí la golondrina. (Era

demasiado bien educada para hacer en voz alta observaciones sobre

la gente).

-Allá abajo -continuó la estatua con su voz queda y musical-,

allá abajo, en una callejuela, hay una casucha miserable. Una d e las

ventanas está abierta, y a través d e ella veo a una mujer sentada ante

una mesa. Su rostro está demacrado y marchito, y sus manos, ásperas

y rojizas, están llenas d e pinchazos, pues es costurera. Borda pasiona-

r i a ~ en un traje d e seda que debe lucir en el próximo baile d e Palacio

la más bella d e las damas d e la reina. Sobre una cama, en un rincón

del aposento, yace su hijito enfermo. Tiene fiebre, y pide naranjas.

Su madre sólo puede darle agua del río; así que el niño llora. Colon-

drina, golondrina, golondrinita, ¿querrías llevarle el rubí del puño

d e mi espada? Mis pies están clavados a este pedestal, y no puedo

moverme.

-Me esperan en Egipto -respondió la golondrina-. Mis amigas revo-

lotean sobre el Nilo, y charlan con los grandes lotos. Pronto irán a dormir

El Pr íncipe Feliz / Oscar Wilde

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A N T O L O G ~ A DE C U E N T O S C L Á S I C O S I N F A N T O - J U V E N I L E S DE LA LITERATURA UNIVERSAL

a la tumba del Gran Rey. Allí está el Rey, en su pintado ataúd, envuelto en

lienzo amarillo, y embalsamado con especias. Alrededor del cuello tiene

una cadena de jade verde pálido, y sus manos son como hojas secas.

-Golondrina, golondrina, golondrinita -dijo el Príncipe-, no te que-

darás conmigo una noche, y serás mi mensajera? iEl niño tiene tanta sed,

y la madre está tan triste!

-No creo que me gusten los niños -contestó la golondrina-. El verano

pasado, cuando vivía a orillas del río, había dos muchachos mal educados,

los hijos del molinero, que no cesaban de tirarme piedras. ¡Claro que no

me atinaban nunca! Nosotras, las golondrinas, volamos demasiado bien;

y, además, yo soy de una familia célebre por su ligereza; pero, de todos

modos, era una falta de respeto.

Más la mirada del Príncipe Feliz era tan triste, que la golondrina se

conmovió.

-Hace mucho frío aquí -dijo-; pero me quedaré una noche con vos,

y seré vuestra mensajera.

-Gracias, golondrinita -dijo el Príncipe.

Entonces la golondrina arrancó el gran rubí de la espada del Príncipe,

y con él en el pico remontó su vuelo por encima de los tejados. Pasó junto

a la torre de la Catedral, que tenía ángeles esculpidos en mármol blanco.

Pasó junto al Palacio, donde se oía música de danza. Una preciosa mucha-

cha salió al balcón con su novio.

-¡Qué hermosas son las estrellas -dijo él-, y cuán maravilloso es el

poder del amor!

-Espero que mi traje esté listo para el baile de gala -replicó ella-. He

mandado bordar en él pasionarias. Pero ilas costureras son tan holgazanas!

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Pasó sobre el río y vio las linternas colgadas de los mástiles de los na-

víos. Pasó sobre la Judería, y vio a los viejos mercaderes urdiendo negocios

y pesando monedas en balanzas de cobre. Al fin llegó a la pobre casuca, y

miró. El niño se agitaba febrilmente en su cama, y la madre se había dormi-

d o de cansancio. Entonces, la golondrina saltó al cuarto y depositó el gran

rubí encima de la mesa, junto al dedal de la costura. Luego, revoloteó dul-

cemente alrededor de la cama, abanicando con sus alas la frente del niño.

-¡Qué fresco tan agradable! -dijo el niño-. Debo de estar mejor.

Y cayó en un delicioso sueño.

Entonces la golondrina volvió hacia el Príncipe Feliz, y le contó lo que

había hecho.

-Es curioso -añadió-, pero ahora casi tengo calor; y, sin embargo,

hace mucho frío.

-Es porque has hecho una buena acción -respondió el Príncipe.

Y la golondrina comenzó a reflexionar, y se durmió. Siempre que re-

flexionaba se dormía.

Al rayar el alba, voló hacia el río a tomar un baño.

-¡Qué extraordinario fenómeno! -exclamó el profesor de ornitología,

que pasaba por el puente-. ¡Una golondrina en invierno!

Y escribió sobre ello una larguísima carta al periódico de la locali-

dad. Todo el mundo habló de ella. (¡Contenía tantas palabras que no se

entendían!).

-Esta noche partiré para Egipto -decíase la golondrina; y, a esta idea,

sentíase muy contenta.

Visitó todos los monumentos públicos, y descansó largo rato en

el campanario d e la iglesia. Los gorriones susurraban a su paso, y se

El Príncipe Feliz / Oscar Wilde

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ANTOLOG~A DE CUENTOS CLASICOS INFANTO-JUVENILES DE LA LITERATURA UNIVERSAL

decían unos a otros "¡Qué extranjera tan distinguida!", cosa que la Ile-

naba de alegría.

Al salir la luna, volvió hacia el Príncipe Feliz.

-¿Tenéis algunos encargos que darme para Egipto? -le gritó-.

Voy a partir.

-Golondrina, golondrina, golondrinita -dijo el Príncipe-, ¿no te que-

darás conmigo otra noche?

-Me esperan en Egipto -contestó la golondrina-. Mañana, mis amigas

volarán hacia la segunda catarata. Entre las cañas duerme allí el hipopó-

tamo, y sobre un gran trono de granito se yergue el dios Memnón. Toda

la noche pasa acechando las estrellas, y cuando brilla la estrella matutina,

lanza un grito de alegría, y queda silencioso. A mediodía, los leones fúgi-

dos bajan a beber a la orilla del río. Tienen ojos como berilos verdes y sus

rugidos son más sonoros que los rugidos de la catarata.

-Golondrina, golondrina, golondrinita -dijo el Príncipe-, allá abajo,

al otro lado de la ciudad, veo a un joven en un desván. Está inclinado

sobre una mesa cubierta de papeles, y en un vaso, a su lado, se marchita

un ramo de violetas. Sus cabellos son castaños y rizados, y sus labios ro-

jos como granos de granada, y sus ojos anchos y soñadores. Se esfuerza

en acabar una obra para el director del teatro; pero tiene demasiado

frío para seguir escribiendo. No hay fuego en la chimenea, y el hambre

le ha extenuado.

-Me quedaré otra noche con vos -dijo la golondrina, que realmente

tenía buen corazón-. ¿Hay que llevarle otro rubí?

-¡Ay! No te tengo más rubíes -dijo el Príncipe-. Mis ojos es lo único

que me queda. Son dos rarísimos zafiros, traídos de la India hace mil años.

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Arranca uno de ellos y llévaselo. Lo venderá a un joyero, y comprará pan

y leña, y acabará su obra.

-Querido príncipe -dijo la golondrina-, yo no puedo hacer eso.

Y se echó a llorar.

-Golondrina, golondrina, golondrinita -dijo el Príncipe-, haz lo que

te pido.

Entonces la golondrina, arrancó uno de los ojos del Príncipe, y echó

a volar con él hacia el desván del estudiante. No era difícil entrar en él,

pues había un agujero en el techo, que aprovechó la golondrina para en-

trar como una flecha. Tenía el joven la cabeza hundida entre las manos;

así que no oyó el rumor de las alas. Cuando, al fin, levantó los ojos, vio

el hermoso zafiro encima de las violetas marchitas.

-Empiezo a ser estimado -exclamó-. Esto debe provenir de algún rico

admirador. Ya puedo acabar mi obra.

Y parecía completamente dichoso.

Al día siguiente la golondrinita voló hacia el puerto. Se posó sobre

el mástil de un gran navío, y se entretuvo mirando a los marineros, que

subían con cuerdas unas enormes cajas de la cala.

-¡Me voy a Egipto! -les gritó la golondrina. Pero nadie la hacía caso.

Al salir la luna, volvió hacia el Príncipe Feliz.

-Vengo a deciros adiós -le dijo.

-Golondrina, golondrina, golondrinita -dijo el Príncipe-, ¿no te que-

darás conmigo otra noche?

-Es invierno -contestó la golondrina-, y pronto llegará la nieve hela-

da. En Egipto, el sol calienta sobre las palmeras verdes, y los cocodrilos,

echados entre el fango, miran indolentemente en torno suyo. Mis com-

pañeras construyen sus nidos en el templo de Baalbek, y las palomas,

El Príncipe Feliz / oscar Wilde

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ANTOLOG~A DE CUENTOS CLÁSICOS INFANTO-JUVENILES DE LA LITERATURA UNIVERSAL

rosadas y blancas, las siguen con los ojos y se arrullan entre sí. Querido

Príncipe, tengo que dejaros; pero nunca os olvidaré; y la próxima pri-

mavera os traeré de allí dos piedras bellísimas para reemplazar las que

disteis. El rubí será más rojo que una rosa roja, y el zafiro tan azul como

el gran mar.

-Allá abajo, en la plaza -dijo el Príncipe Feliz-, hay una niña que ven-

de cerillas. Se le han caído las cerillas en el barro y se han echado a perder.

Su padre le pegará si no lleva algún dinero a casa, y por eso llora. No lleva

zapatos ni medias, y su cabecita va sin nada. Arranca mi otro ojo y dáselo,

y su padre no le pegará.

-Pasaré otra noche con voz -dijo la golondrina-; pero no puedo

arrancaros el otro ojo. Os quedaríais ciego del todo.

-Golondrina, golondrina, golondrinita -dijo el Príncipe-, haz lo

que te pido.

Entonces la golondrina arrancó el otro ojo del Príncipe, y echó a

volar con él. Posándose sobre el hombro de la niña, deslizó la joya en

SUS manos.

-¡Qué trozo de cristal tan bonito! -exclamó la niña. Y corrió hacia su

casa, riendo.

Entonces la golondrina volvió hacia el Príncipe.

-Ahora que estáis ciego -dijo-, me quedaré a vuestro lado para siempre.

-No, golondrinita -dijo el pobre Príncipe-; tienes que irte a Egipto.

-Me quedaré a vuestro lado para siempre -repitió la golondrina. Y se

durmió entre los pies del Príncipe.

Al día siguiente, se posó sobre el hombro del Príncipe, y le contó lo

que había visto en países extraños.

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Le habló de los ibis rojos, que se colocan en largas filas a orillas del

Nilo y pescan con sus picos peces dorados; de la Esfinge, tan vieja como

el mundo, que vive en el desierto y lo sabe todo; de los mercaderes que

caminan lentamente junto a sus camellos y llevan en la mano rosarios de

ámbar; del Rey de las Montañas de la Luna, que es negro como el ébano

y adora un gran cristal; de la gran serpiente verde, que duerme en una

palmera y a la que veinte sacerdotes se encargan de alimentar con pasteles

de miel; y de los pigmeos que navegan sobre un gran lago en anchas hojas

lisas y están siempre en guerra con las mariposas.

-Querida golondrinita -dijo el Príncipe-, me cuentas cosas maravillo-

sas, pero más maravilloso es todavía lo que sufren los hombres. No hay

misterio tan grande como la miseria. Vuela por mi ciudad, golondrinita,

y cuéntame lo que veas.

Entonces la golondrina voló por la gran ciudad, y vio a los ricos que

se regocijaban en sus palacios soberbios, mientras los mendigos estaban

sentados a sus puertas. Voló por las callejuelas sombrías y vio los rostros

pálidos de los niños que mueren de hambre, mientras miran con indife-

rencia las calles negras. Bajo los arcos de un puente había dos chiquillos

acostados, uno en brazos del otro para darse calor.

-¡Qué hambre tenemos! -decían.

-¡Largo de ahí! -les gritó un guardia; y tuvieron que alejarse bajo la lluvia.

Entonces la golondrina volvió hacia el Príncipe, y le contó lo que ha-

bía visto.

-Estoy cubierto de oro fino -dijo el Príncipe-; despréndelo hoja a

hoja, y dáselo a mis pobres. Los hombres creen siempre que el oro puede

darles la dicha.

E l Príncipe Feliz / Oscar Wilde

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A N T O L O G ~ A DE CUENTOS CLÁSICOS INFANTO-JUVENILES DE LA LITERATURA UNIVERSAL

Hoja a hoja arrancó la golondrina el oro fino, hasta que el Príncipe

Feliz no tuvo ya ni brillo ni belleza. Hoja a hoja distribuyó el oro fino

entre los pobres; y los rostros de los niños se pusieron sonrosados, y los

niños rieron y jugaron por las calles.

-¡Ya tenemos pan! -gritaban.

Entonces vino la nieve, y después de la nieve, el hielo. Las calles pare-

cían de plata, de tal modo brillaban. Carámbanos, largos como puñales,

colgaban de los aleros de las casas. Todo el mundo se cubría con pieles, y

los niños llevaban gorros encarnados y patinaban sobre el hielo.

La pobre golondrina tenía frío, cada vez más frío, pero no quería

abandonar al Príncipe; le amaba demasiado. Picoteaba las migajas a la

puerta del panadero, cuando éste no la veía, e intentaba calentarse ba-

tiendo las alas.

Pero, al fin, comprendió que iba a morir. Tuvo aún fuerzas para volar

hasta el hombro del Príncipe.

-¡Adiós, querido Príncipe! -murmuró-. ¿Me permitís que os bese

la mano?

-Me alegro de que al fin te vayas a Egipto, golondrinita -dijo el -Prín-

cipe-. Demasiado tiempo has estado aquí. Pero bésame en los labios,

porque te quiero mucho.

-No es a Egipto adonde voy -contestó la golondrina-. Voy a casa de

la Muerte. La Muerte es hermana del Sueño, ¿verdad?

Y beso al Príncipe Feliz en los labios, y cayó muerta a sus pies.

En el mismo instante resonó un singular crujido en el interior de la

estatua, como si algo se hubiese roto en ella. El caso es que el corazón de

plomo se había partido en dos. Indudablemente hacía un frío terrible.

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A la mañana siguiente paseaba el alcalde por la plaza, con los conce-

jales de la ciudad.

A l pasar al lado de la columna, levantó los ojos hacia la estatua.

-¡Caramba -dijo-, qué aspecto t a n desarrapado t iene e l Prín-

c ipe Feliz!

-iCompletamente desarrapado! -repitieron los concejales, que eran

siempre de la opinión del alcalde; y subieron todos para examinarlo.

-El rubí de la espada se ha caído, los ojos desaparecieron, y ya no es

dorado -dijo el alcalde. En una palabra: un pordiosero.

-i Un pordiosero! -hicieron eco los concejales.

-Y a sus pies hay un pájaro muer to -prosiguió el Alcalde-. Será

preciso promulgar un bando prohibiendo a los pájaros que vengan a

morir aquí.

Y el secretario del Ayuntamiento tomó nota de la idea.

Mandaron, pues, derribar la estatua del Príncipe Feliz.

-Como ya no es bello, para nada sirve -dijo el profesor de estética de

la Universidad.

Entonces fundieron la estatua, y el Alcalde reunió el Municipio para

decidir qué harían con el metal.

-Podemos -propuso- hacer otra estatua. La mía, por ejemplo.

-O la mía -dijo cada uno de los concejales.

Y empezaron a disputar. La últ ima vez que oí hablar de ellos seguían

disputando.

--¡Qué cosa más rara! -dijo el encargado de la fundición-. Este cora-

zón de plomo no quiere fundirse; habrá que tirarlo a la basura.

Y lo arrojaron al basurero en que yacía la golondrina muerta.

El Pr íncipe Feliz / oscar Wilde

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A N T O L O G ~ A DE C U E N T O S C L Á S I C O S I N F A N T O - J U V E N I L E S DE LA LITERATURA UNIVERSAL

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-Tráeme las dos cosas más preciosas de la ciudad -dijo Dios a uno de

sus ángeles.

Y el ángel le trajo el corazón de plomo y el pájaro muerto.

-Has elegido bien -dijo Dios-. pues en mi jardín del Paraíso esta

avecilla cantará eternamente, y en mi ciudad de oro el Príncipe Feliz

me loará.

El Príncipe Feliz 1 Oscar Wilde

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Es uno de los más importantes cuentistas hispanoamericanos,

nació el 31 de diciembre de 1878.

Por las circunstancias de su nacimiento (fue inscripto en el consulado

argentino de Salto, Uruguay, donde su padre era cónsul de aquel

país), por su vida y por su obra, pertenece a ambos países.

En el niño 1900 viajó a París. Murió en Buenos Aires en 1937.

Su obra abarca los siguientes títulos: Los arrecifes de coral

(1901), prosa y verso; Historia de un amor turbio (1908)

y Pasado amor (1929), novelas; Las sacrificadas (1923),

poema escénico, y nueve tomos de cuentos: El crimen del otro

(1904); Los perseguidos (1905); Cuentos de amor, de locura

y de muerte (1917); El salvaje (1920); Cuentos de la selva (1921),

para niños; Anaconda (1923); El desierto (1924); Los desterrados

(1926); Más allá (1934).

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ANTOLOC~A DE CUENTOS CLÁSICOS INFANTO-JUVENILES DE LA LITERATURA UNIVERSAL

ra un caballo, un joven potro de corazón ardiente, que llegó del

desierto a la ciudad a vivir del espectáculo de su velocidad.

Ver correr a aquel animal era, en efecto, un espectáculo conside-

rable. Corría con la crin al viento y el viento en sus dilatadas narices.

Corría, se estiraba; se estiraba más aun, y el redoble d e sus cascos en

la tierra no se podía medir. Corría sin reglas ni medida, en cualquier

dirección del desierto y a cualquier hora del día. No existían pistas

para la libertad d e su carrera, ni normas para el despliegue d e su ener-

gía. Poseía extraordinaria velocidad y un ardiente deseo d e correr. De

modo que se daba todo entero en sus disparadas salvajes; y ésta era la

fuerza de aquel caballo.

A ejemplo de los animales muy veloces, el joven potro tenía pocas ap-

titudes para el arrastre. Tiraba mal, sin coraje ni bríos, sin gusto. Y como en

el desierto apenas alcanzaba el pasto para sustentar a los caballos de pesado

tiro, el veloz animal se dirigió a la ciudad para vivir de sus carreras.

En un principio entregó gratis el espectáculo de su gran velocidad,

pues nadie hubiera pagado una brizna de paja por verlo -ignorantes

todos del corredor que había en él-. En las bellas tardes, cuando las

gentes poblaban los campos inmediatos a la ciudad -y sobre todo los

domingos-, el joven potro trotaba a la vista de todos, arrancaba de gol-

pe, deteníase, trotaba de nuevo husmeando el viento, para lanzarse por

fin a toda velocidad, tendido en una carrera loca que parecía imposible

superar y que superaba a cada instante, pues aquel joven potro, como

hemos dicho, ponía en sus narices, en sus cascos y su carrera, todo su ar-

diente corazón.

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Las gentes quedaron atónitas ante aquel espectáculo que se apartaba

de todo lo que acostumbraban ver, y se retiraron sin apreciar la belleza

de aquella carrera.

-No importa -se dijo el potro alegremente-. Iré a ver a un empresa-

rio de espectáculos, y ganaré, entre tanto, lo suficiente para vivir.

De qué había vivido hasta entonces en la ciudad, apenas él podía

decirlo. De su propia hambre, seguramente, y de algún desperdicio

desechado por el portón de los corralones. Fue, pues, a ver un organi-

zador de fiestas.

-Yo puedo correr ante el público -dijo el caballo- si me pagan por

ello. No sé qué. puedo ganar; pero mi modo de correr ha gustado a algu-

nos hombres.

-Sin duda, sin duda ... -le respondieron-. Siempre hay algún intere-

sado en estas cosas... No es cuestión, sin embargo, de que se haga ilusio-

nes... Podríamos ofrecerle, con un poco de sacrificio de nuestra parte ... El potro bajó los ojos hacia la mano del hombre, y vio lo que le ofre-

cían: Era un montón de paja, un poco de pasto ardido y seco.

-No podemos más ... Y así mismo. .. El joven animal consideró el puñado de pasto con que se pagaba sus

extraordinarias dotes de velocidad, y recordó las muecas d e los hombres

ante la libertad de su carrera que cortaba en zigzag las pistas trilladas.

-No importa -se dijo alegremente-. Algún día se divertirán. Con este

pasto ardido podré, entre tanto, sostenerme.

Corrió, pues, ese domingo y los siguientes, por igual puñado de pasto

cada vez, y cada vez dándose con toda el alma en su carrera. Ni un solo

El Potro Salvaje / H o r a c i o Quiroga

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ANTOLOG~A DE CUENTOS CLÁSICOS INFANTO-JUVENILES DE LA LITERATURA UNIVERSAL

momento pensó en reservarse, engañar, seguir las rectas decorativas para

halago de los espectadores, que no comprendían su libertad. Comenzaba al

trote, como siempre, con las narices de fuego y la cola en arco; hacía resonar

la tierra en sus arranques, para lanzarse por fin a escape a campo traviesa, en

un verdadero torbellino de ansia, polvo y tronar de cascos. Y por premio, su

puñado de pasto seco, que comía contento y descansado después del baño.

A veces, sin embargo, mientras trituraba con su joven dentadura los

duros tallos, pensaba en las repletas bolsas de avena que veía en las vidrie-

ras, en la gula de maíz y alfalfa olorosa que desbordaba de los pesebres.

-No importa -se decía alegremente-. Puedo darme por contento con

este rico pasto.

Y continuaba corriendo con el vientre ceñido de hambre, como había

corrido siempre.

Poco a poco, sin embargo, los paseantes de los domingos se acostum-

braron a su libertad de carrera, y comenzaron a decirse unos a otros que

aquel espectáculo de velocidad salvaje, sin reglas ni cercas, causaba una

bella impresión.

-No corre por las sendas como es costumbre -decían-, pero es muy

veloz. Tal vez tiene ese arranque porque se siente más libre fuera de las

pistas trilladas. Y se emplea a fondo.

En efecto, el joven potro, de apetito nunca saciado y que obtenía ape-

nas de qué vivir con su ardiente velocidad, se empleaba siempre a fondo

por un puñado de pasto, como s i esa carrera fuera la que iba a consagrar-

lo definitivamente. Y tras el baño, comía contento su ración -la ración

basta y mínima del más obscuro de los más anónimos caballos.

-No impor ta -se decía alegremente-. Ya llegará el día en que se

diviertan.

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El t iempo pasaba entre tanto. Las voces cambiadas entre los especta-

dores cundieron por la ciudad, transpasaron sus puertas, y llegó por fin

un día en que la admiración de los hombres se asentó confiada y ciega en

aquel caballo de carrera. Los organizadores de espectáculos llegaron en

tropel a contratarlo, y el potro, ya de edad madura, que había corr ido

toda su vida por un puñado de pasto, vio tendérsele, en disputa, apreta-

dísimos fardos de alfalfa, macizas bolsas de avena y maíz -todo en canti-

dad incalculable-, por el solo espectáculo de una carrera.

Entonces el caballo tuvo por primera vez un pensamiento de amar-

gura, al pensar en lo feliz que hubiera sido en su juventud s i le hubieran

ofrecido la milésima parte de lo que ahora le introducían gloriosamente

en el gaznate.

En aquel t iempo -se dijo melancólicamente- u n solo puñado de alfal-

fa como estímulo, cuando mi corazón saltaba de deseos de correr, hubiera

hecho de mí al más feliz de los seres. Ahora estoy cansado.

En efecto, estaba cansado. Su velocidad era, sin duda, la misma de siem-

pre, y el mismo el espectáculo de su salvaje libertad. Pero no poseía ya el

ansia de correr de otros tiempos. Aquel vibrante deseo de tenderse a fondo,

que antes el joven potro entregaba alegre por un montón de paja, precisaba

ahora toneladas de exquisito forraje para despertar. El triunfante caballo pe-

saba largamente las ofertas, calculaba, especulaba finamente en sus descansos.

Y cuando los organizadores se entregaban por último a sus exigencias, sólo

entonces sentía deseos de correr. Corría entonces como él sólo era capaz de

hacerlo; y regresaba a deleitarse ante la magnificencia del forraje ganado.

Cada vez, sin embargo, el caballo era más difícil de satisfacer, aun-

que los organizadores hicieran verdaderos sacrificios para excitar, adular,

comprar aquel deseo de correr que moría bajo la presión del éxito. Y el

El Potro Salvaje 1 Horacio Quiroga

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ANTOLOG~A DE CUENTOS CLÁSICOS INFANTO-JUVENILES DE LA LITERATURA UNIVERSAL

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potro comenzó entonces a temer por su prodigiosa velocidad, si la entre-

gaba toda en cada carrera. Corrió, entonces, por primera vez en su vida,

reservándose, aprovechándose cautamente del viento y las largas sendas

regulares. Nadie lo notó -o por ello fue acaso más aclamado que nunca-,

pues se creía ciegamente en su salvaje libertad para correr.

Libertad ... No, ya no la tenía. La había perdido desde el primer ins-

tante en que reservó sus fuerzas para no flaquear en la carrera siguiente.

No corrió más a campo traviesa, ni a fondo, ni contra el viento. Corrió

sobre sus propios astros más fáciles, sobre aquellos zigzags que más ova-

ciones habían arrancado. Y en el miedo, siempre creciente, de agotarse,

llegó un momento en que el caballo de carrera aprendió a correr con

estilo, engañando, escarceando cubierto de espumas por las sendas más

trilladas. Y un clamor de gloria lo divinizó.

Pero dos hombres que contemplaban aquel lamentable espectáculo,

cambiaron algunas tristes palabras.

-Yo lo he visto correr en su juventud -dijo el primero-; y si uno pu-

diera llorar por un animal, lo haría en recuerdo de lo que hizo este mismo

caballo cuando no tenía qué comer.

-No es extraño que lo haya hecho antes -dijo el segundo-. Juventud

y Hambre son el más preciado don que puede conceder la vida a un fuer-

te corazón.

Joven potro: Tiéndete a fondo en tu carrera, aunque apenas se te dé

para comer. Pues si llegas sin valor a la gloria, y adquieres estilo para tro-

carlo fraudulentamente por pingüe forraje, te salvará el haberte dado un

día todo entero por un puñado de pasto.

El Potro Salvaje / H o r a c i o Quiroga

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Nació en Normandia en 1850; murió en París en 1893. Novelista,

cuentista, uno de los más destacados representantes del naturalismo francés.

Ha escrito varias novelas y más de doscientos cuentos. Sobre estos

descansa más principalmente que sobre sus novelas la gloria de

Maupassant. Se ha dicho de él que es un cuentista nato, el cuentista

por antonomasia. Obras Principales: Boule de Suif (1880); La Maison

Tellier (1881); Une Vie (1883); Be1 Ami (1885); Contes du Jour

et de la Nuit (1885); Monsieur Parent (1886); Le Horla (1887);

Pierre et Jean (1888); La Main Cauche (1889); Notre Coeur (1890);

Le Lit (1896), y otras.

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A N T O L O G ~ A DE C U E N T O S CLÁSICOS INFANTO-JUVENILES DE LA LITERATURA UNIVERSAL

os dos amigos acababan de comer. Desde la ventana del café veían el paseo lleno de gente. Sentían pasar esos hálitos tibios

que corren sobre París en las dulces noches de estío y hacen levantar la cabeza a los paseantes y dan ganas de partir, de ir allá abajo, no se sabe a dónde, bajo el follaje, y hacen soñar en ríos iluminados por la luna, en brillantes luciérnagas y en ruiseñores.

Uno de ellos, Enrique Simon, dijo suspirando profundamente: -iAh! Estoy envejeciendo. Es triste. En otro tiempo, en noches pare-

cidas, sentía el diablo en el cuerpo. Ahora, sólo penas. iLa vida marcha de prisa!

Estaba ya un poco obeso, de más de cuarenta y cinco años quizás y muy calvo.

El otro, Pedro Carnier, de más edad, pero más delgado y más firme, respondió:

-Yo, querido, he envejecido sin darme cuenta. Fui siempre alegre, ga- llardo, vigoroso y lo demás. Pero como uno se mira todos los días en el espejo, no ve el trabajo de la edad, porque es lento, regular, y modifica el rostro tan suavemente, que las transiciones son insensibles. Por esto no morirnos de tristeza después de dos o tres años de estragos; pues no lo podemos apreciar. Se necesitaría, para darse uno cuenta, quedarse seis meses sin ver su cara. iOh!, entonces, iqué impresión!

),Y las mujeres, amigo; cómo compadezco a esos pobres seres. Toda su dicha, todo su poder, toda su vida están en su belleza, que dura diez años escasos.

))Así que he envejecido sin sospecharlo, creyéndome casi un adoles- cente, cuando ya tenía cerca de cincuenta años. No he padecido enferme- dad alguna y me sentí feliz y tranquilo.

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))La revelación de mi decadencia m e llegó de una manera simple y

terrible, que m e ha aterrado durante cerca de seis meses... Después m e he conformado con mi suerte.

))Como todos los hombres, me he enamorado con frecuencia, pero

sobre todo una vez.

))La había encontrado a la orilla del mar, en Etretat, hace alrededor de doce años, poco después de la guerra. Nada tan encantador como esa

playa, en la mañana, a la hora del baño. Es pequeña, en forma de herra-

dura, encuadrada por acantilados blancos horadados de singulares agujeros llamados Puertas; uno, enorme, alarga en el mar su pierna de gigante; el otro, enfrente, acurrucado y redondo; un tropel de mujeres se reúne, se

amontona sobre la estrecha lengua de guijarros que se cubre de un deslum- brante jardín de toaletas claras, en ese cuadro de altas rocas. El sol cae de

lleno sobre la playa, sobre las sombrillas de todos matices, sobre el mar de

un azul verdoso; y todo es alegre, atractivo y sonríe a los ojos. Va uno a sentarse a orillas del agua y mira a las bañistas. Descienden cubiertas con un

peinador de franela, que arrojan con gracioso movimiento al tocar la franja

de espuma de las pequeñas olas; y entran en el mar, con pasitos rápidos que detiene algunas veces un escalofrío delicioso, una corta sofocación.

,)Bien pocas resisten a esta prueba del baño. Allí se las juzga, desde la pantorri l la hasta la garganta. La salida, sobre todo, revela los defectos, a

pesar de que el agua del mar es un socorro para las carnes fofas.

))La primera vez que yo vi así a esta joven, m e quedé arrobado y

seducido. Se mantenía esbelta y bella. Por otra parte, hay rostros cuyo

encanto entra en nosotros bruscamente, nos invade de golpe. Parece que encuentra uno a la mujer que había nacido para amar. Tuve esa sensación

y esa sacudida.

Adiós / C u y de Maupassant

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ANTOLOC~A DE CUENTOS CLÁSICOS INFANTO-JUVENILES DE LA LITERATURA UNIVERSAL

))Me hice presentar y fui bien pronto atrapado como no lo había sido jamás. M e destrozaba el corazón. Es una cosa sorprendente y deliciosa

sufrir así la dominación de una mujer. Casi es un suplicio y, al mismo

tiempo, una increíble dicha. Su mirada, su sonrisa, los cabellos de su nuca

cuando la brisa los levanta, todas las más pequeñas líneas de su cara, los menores movimientos de su rostro, m e arrebataban, m e trastornaban, m e

enloquecían. M e poseía totalmente, por sus gestos, por sus actitudes, lo mismo que por las prendas que vestía, que se volvían hechiceras. M e en-

ternecía al ver su velo sobre un mueble, sus guantes arrojados sobre una

mecedora. Sus vestidos m e parecían inimitables. Nadie tenía sombreros

semejantes a los suyos.

))Era casada; pero el esposo venía sólo los sábados para volverse los lunes. M e era, por otra parte, indiferente; y sin estar celoso, no sé por qué

jamás u n ser m e pareció tener tan poca importancia en la vida, ni l lamó

menos mi atención que aquel hombre.

))iElla, cómo la amaba! iY cómo era bella, graciosa y joven! Era la ju-

ventud, la elegancia y la frescura misma. Jamás había experimentado de

esta manera, cómo la mujer es un ser hermoso, fino, distinguido, delica-

do, hecho de encanto y de gracia. Jamás había comprendido lo que hay

de belleza seductora en la curva de una mejilla, en el movimiento de un

labio, en el pliegue redondo de una orejita, en la forma de ese órgano

tonto que se llama la nariz.

))Esto duró tres meses, después partí para América, con el corazón

destrozado de desesperación. Pero su recuerdo quedó en mí, persistente,

triunfante. M e poseía de lejos, como m e había poseído de cerca. Los ni-

ños pasaron. No la olvidé nunca. Su imagen encantadora quedaba ante

mis ojos y en mi corazón. Y mi ternura le permanecía fiel; una ternura

tranquila, algo así como el recuerdo amado de lo que había encontrado

de más bello y de más seductor en la vida.

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)~iDoce años son poca cosa en la existencia de un hombre! iNo se les siente pasar! iVan uno tras otro, tranquilamente y aprisa, lentos y apre-

surados, cada uno es largo y tan pronto concluido! Se suman tan rápida-

mente, dejan tan poco huella detrás, se desvanecen tan completamente, que al volverse para ver el t iempo transcurrido, no se percibe nada y no

se comprende lo que pasó para que se sea viejo.

))Me parecía, verdaderamente, que algunos meses apenas m e separa- ban d e aquella temporada agradable sobre los guijarros d e Etretat.

))Fui, en la primavera última, a comer a Maisons-Laffitte, en casa de

unos amigos. Casi en el momento en que el tren partía, una gruesa dama

subió a mi vagón, escoltada por cuatro niñas. Dirigí apenas una mirada sobre esta madre-gallina corpulenta, muy redonda, con cara de luna llena que encuadraba un sombrero encintado.

))Respiraba fuertemente, sofocada de haber caminado aprisa. Y las ni-

ñas se pusieron a parlotear. Yo desplegué mi periódico y comencé a leer. ))Acabábamos de pasar Asnieres, cuando mi vecina me dijo de repente:

-Perdón, señor, ¿no es usted el señor Carnier?

)+Sí, señora. "Entonces ella se puso a reír; era un reír contento d e mujer simple,

pero un poco triste, sin embargo.

)+¿No m e reconoce usted? "Dudé. Creía, en efecto, haber visto en alguna parte esa cara; pero

¿dónde?, ¿cuándo? Le contesté: )-Si.. . y no.. . La conozco, ciertamente, sin recordar su nombre

))Ella enrojeció un poco. )-La señora Julia Lefevre.

,)Jamás había recibido semejante golpe. ¡Me pareció que en un segun-

do todo había acabado para mí! Sentía que un velo se desgarraba delante de mis ojos y que iba a descubrirme cosas horribles y dolorosas.

Adiós / Cuy de Maupassant

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ANTOLOC~A DE CUENTOS CLÁSICOS INFANTO-JUVENILES DE LA LITERATURA UNIVERSAL

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#)¡Era ella esta señora vulgar y gordinflonai Y había tenido esas cuatro niñas desde que dejé de verla. Y estos pequeños seres me asombraban tanto como su madre misma; eran sus retoños; grandecitas ya, habían tomado lugar en la vida. Mientras que ella, aquella maravilla de gracia coqueta y fina, ya no contaba más. iMe parecía haberla visto ayer, y la

volvía a encontrar asíi ¿Era esto posible? Un dolor violento me oprimía el corazón, y también una sublevación contra la naturaleza misma, una indignación irracional contra esta obra brutal, infame, de destrucción.

)#La miraba azorado. Después le cogí la mano; y las lágrimas me subie- ron a los ojos. Lloraba su juventud, lloraba su muerte. Pues no conocía a

aquella dama gorda. #)Ella, conmovida también, balbuceó: #-Estoy muy cambiada, ¿verdad? ¡Qué quieres, todo pasa! Ya lo ves,

me he convertido en una madre, nada más que una madre, una buena madre. Adiós a lo demás, se acabó. iOh!, pensaba bien que no me reco- nocerías al encontrarnos de pronto. Tú, también, por otra parte, has cam- biado; he necesitado algún tiempo para estar segura de no equivocarme. Te has vuelto muy pálido. ¡Figúrate, hace doce añosi ¡Doce años! Mi hija mayor tiene ya diez.

##Miré a la niña. Y encontré en ella alguna cosa del antiguo encanto de su madre; pero algo de indeciso aún, de poco formado, de futuro. Y la vida me pareció rápida, como un tren que pasa.

#)Llegábamos a Maisons-Laffitte. Besé la mano de mi vieja amiga. No había encontrado nada que decirle más que horribles trivialidades. Estaba demasiado trastornado para hablar.

##En la noche, solo, en mi casa, me he contemplado largo tiempo en el espejo, muy largo tiempo. Y acabé por recordar lo que había sido, por volver a ver en pensamiento mi mostacho oscuro y mis cabellos negros, y la fisonomía joven de mi cara. Ahora, era viejo. ¡Adiós!((.

TRADUCCI~N DE JULIO TORRI.

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Este libro Antología de Cuentos Clásicos Infanto-Juveniles

de la Literatura Universal terminó de imprimirse en el mes de marzo de 2007

en los talleres de la Editora Búho, CxA Santo Domingo, RD

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