El Pibe Que Arruinaba Las Fotos

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  • Orsai

  • 2009, Hernn Casciari

    De esta edicin:

    2013, Hernn [email protected]

    2013, Editorial Orsai SRL.editorialorsai.com

    Correccin: Florencia IglesiasImagen de cubierta: Familia Pitoni

    ISBN: 978-84-15525-05-9Impreso en Argentina

    Esta obra se ha publicado gratis en PDF el 5 de julio de 2013, quince das antes de su venta comercial en papel. Si su lectura te hace sonrer o emocionar, pens que este podra ser un buen regalo para alguien. Y pens tambin que queda muy feo regalar un PDF para los cumpleaos. Pods comprar este libro cuando quieras en editorialorsai.com. La hija del autor, con el tiempo, te lo agradecer.

  • A Chiri

  • ndice

    I. La desgracia llega en sobres papel madera ...... 11 II. La culpa la tiene Dustin Ho!man ................. 89

    III. Tarifa plana de porro y otros avances ......... 173

    IV. Backstage de un milagro menor .................. 215

  • I

    La desgracia llega en sobres papel madera

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    En la infancia yo siempre arruinaba las fotos. To-das las fotos. A los tres aos empec a desarrollar esta patologa extraa, perversa, fruto de algn complejo o trauma no resuelto. No s bien por qu lo haca, pero no era capaz de evitarlo. Podra de"nirse como un tic, pero no lo era. Poda pensarse que se trataba de una gracia infantil, pero tampoco. Me pas duran-te aos y lo sufr en silencio hasta hoy, que me atrevo a contarlo. Todava me causa un poco de vergenza hablar del tema.

    Cada vez que vea a alguien a punto de hacerme una fotografa, individual o de grupo, casual o pau-tada, una fuerza ms poderosa que cien caballos me obligaba a poner un determinado gesto histrinico. Siempre el mismo gesto, durante dolorossimos aos. En mi casa de Mercedes hay cantidad de fotos mas, que van desde que tengo uso de razn hasta el otoo

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    en que el presidente Videla vino en persona al cole-gio y nos regal una jaula gigante; en todas las fotos de esa poca aparezco inmortalizado con esa cara de idiota. Burlndome del buen gusto; despreciando la posteridad de los lbumes familiares.

    La mueca, tcnicamente hablando, era un home-naje involuntario a cuatro celebridades de entonces. Un segundo antes del #ash, yo in#aba las mejillas como el actor mexicano Carlos Villagrn, pona la trompa como el cmico argentino Jos Marrone, y los ojos bizcos como la vedette Susana Gimnez. A la vez, ladeaba un poco el cogote para la derecha, como el cient"co Stephen Hawking. El resultado era de un patetismo brutal.

    Las primeras ocho o doce veces que lo hice me festejaron la gracia. Segn mis estudios posteriores, comenc a desarrollar esta enfermedad en Mar del Plata, en el verano del setenta y cuatro. La primera foto que arruin todava existe, descolorida, en algn cajn de mi casa. En toda la serie de fotografas de aquellas vacaciones tengo ese gesto infame. Pero mis padres no captaron entonces la gravedad del suceso.

    Al principio se rean, creyndome un gordito ex-travagante. Con el tiempo le restaron importancia al asunto, con una frase que usaban mucho conmigo para casi cualquier cosa:

    Dejlo, quiere llamar la atencin.Sin embargo los aos y las fotos se sucedan y yo

    no lograba quitarme esa mueca de la cara cada vez que oa el clic de una cmara. En la intimidad de mi

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    habitacin, y an siendo muy nio para traumatizar-me por algo, yo saba que tena un problema grave. Los dems, en cambio, seguan pensando que aquello era normal y pasajero.

    Marcos, mi abuelo materno, fue el primero en darle importancia al asunto. Durante la Navidad del setenta y seis llam a mi madre aparte y le dijo que yo era un pelotudo, que haba que hacer algo con urgencia, que no poda ser que me burlase de toda la familia y le arruinara, sistemticamente, las fotos de las Fiestas y las Pascuas, y que si alguien no me en-carrilaba a tiempo, yo de grande iba a terminar muy mal: o muerto apualado en una zanja o, lo que es peor, dijo mi abuelo tocando madera, haciendo bolos en los programas de los hermanos Sofovich.

    El regreso a casa en coche result ser la primera confrontacin pblica con mi enfermedad secreta. Mi madre, un poco cortada, me dijo que dejara de hacer morisquetas en las fotos. Me lo dijo con calma, pero dolorida por el sermn de su padre, al que res-petaba mucho. Y sobre todo, me lo dijo como si esas muecas fuesen algo manejable para m, como si yo, realmente, pudiese controlar el problema. Me acon-sej dejar de hacerlo, y se qued tranquila.

    En marzo del setenta y siete comenc la escuela primaria. Yo ya no era un chico de jardn de infantes, ya no se me perdonaba todo: comenzaba a usar guar-dapolvo blanco, blizer, e iba al colegio engominado. Ya saba leer, y ya saba escribir. A las dos semanas de clase nos sacaron a todos al patio para hacernos la

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    tpica foto de grupo. Las maestras me colocaron en la primera "la, a la izquierda de la pizarra negra que pona Escuela N 1, Primer Grado B. Juro que hice un esfuerzo sobrehumano para que no ocurriera la catstrofe, pero la mueca apareci, inmensa, justo en el momento del #ash.

    A la semana, en un sobre color madera, lleg la fotografa escolar a mi casa y las cosas empezaron a complicarse. Mi madre se desin# en la cama grande, angustiada, y guard la foto en un cajn en vez de ponerla en el lbum. No hablamos del tema nunca. Por "n todos sabamos que yo padeca una enferme-dad extraa, pero la familia no era capaz de afrontar el tema en la sobremesa.

    Pas todo ese ao en puntas de pie. Yo intentaba no ponerme jams delante de una cmara, y mi ma-dre me quitaba de las reuniones y cumpleaos cuan-do llegaba el fotgrafo. Pero al siguiente marzo, cuan-do empec segundo grado en un colegio distinto, los nuevos profesores (ignorantes de mi patologa) me dieron otra vez posicin de honor en la foto de gru-po. Segundo Grado, 1978. Escuela Normal Superior, deca esta vez la pizarra. Y como el tiempo pasaba veloz, la foto ya era a colores, y mi mueca asquerosa apareci, entonces, tres veces ms ntida y real.

    Mi familia ya no saba qu hacer conmigo. Con desconcierto le echaban la culpa a los muchos libros que yo ya empezaba a leer por las noches. En ese tiempo me gustaban Tom y Huck, los personajes de Mark Twain, ms que cualquier otra cosa en la vida.

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    Una tarde de junio, meses despus de la foto, mi madre se encontr con una seora en la mercera y, en medio de una charla de nuevas vecinas, ambas des-cubrieron que tenan hijos de la misma edad en la Es-cuela Normal Superior. La seora se acerc entonces al odo de mam para hacerle una con"dencia:

    Igual lo ms probable es que al mo, el ao que viene, lo cambie de colegio, porque mucho no me gusta la Escuela Normal.

    Por qu? pregunt mi madre.Ay, es que ah dejan matricularse a cualquiera

    dijo la seora. Hay dos chicos medio negritos, de la villa miseria, en la misma clase que nuestros hi-jos..., y para ms inri tambin hay uno que, pobreci-to, es retrasado. Vos no viste la foto del gordito mo-glico? Yo me fui a quejar enseguida... No puede ser que un chico te arruine una foto que es para siempre.

    A mi madre se le llenaron los ojos de lgrimas, pero se mordi los labios.

    Por suerte a la semana les hicieron la foto de grupo otra vez inform la vecina, pero al retra-sadito no le avisaron. Vos tens la segunda foto, no?

    Yo estaba jugando con el Segelin cuando vi apa-recer a mi madre como una tromba. Los ojos inyec-tados en sangre, las venas de la frente como "deos recin amasados... Sin embargo, en vez de golpearme se acerc a m, se sent en el silln, me mir a los ojos como si yo fuese un criminal, o un pintor que le em-papel mal el comedor, y se puso a llorar sin consue-lo. Me miraba y lloraba. Me volva a mirar, y empeza-

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    ba otra vez el llanto. Entre sollozos, me cont lo que haba ocurrido en la mercera, y me dijo, en medio de unos pucheros asmticos, que se senta la madre ms desdichada del mundo. Que tena vergenza de m, que no poda creer que estuviera pasando todo eso, que se estaba secando de puro dolor. Jams haba vis-to a Chichita de ese modo. Nunca. Es preferible mil veces que tu madre te pegue con una chancleta hasta que se te levante la piel de la espalda, a verla llorar en serio, sin esperanzas, mientras te mira a los ojos.

    Para m aquello fue como una revelacin. Un mensaje. Verla llorar fue el "n de mi trauma y de mis muecas. Supe, inmediatamente, que no volvera a arruinar una foto en la reputsima vida de Dios. Apre-t los puos y me lo jur a m mismo. Se acab Her-nn me dije, tens que ser un hombre, todava no tens ni ocho aos y ya has dejado a tu mam sin esperanzas; si segus en este tren, antes de los quince sos Robledo Puch. Todo eso me dije, temblando por dentro como una hoja, y me promet cumplir con la promesa aunque me costase un calambre facial.

    Tres semanas despus tuve la primera oportuni-dad de redimirme; fue en el Club Ateneo. Jugbamos nuestra primera "nal de bsquet contra los chicos del Quilmes, en la categora premini. Antes de cada "nal deportiva un fotgrafo viene y hace una foto de am-bos equipos, que despus es colgada en la pizarra de corcho de todos los clubes, y adems la compran los padres y sale en los diarios locales. Era mi oportuni-dad: el destino me quera ayudar.

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    Aquella tarde yo llevaba el nmero cinco en la pechera, y mi musculosa celeste; fue la primera vez en la vida que rec un padrenuestro. Cuando el fot-grafo se acerc y nos pidi que nos apiramos, cris-p la mandbula y le ped a Dios que, en su in"nita sabidura, me permitiera sonrer normalmente, como una gioconda basquetbolista, como Claudio Levrino en la tapa de la Radiolandia, como l quisiera, pero ms o menos parecido a un angelito decente. Respir hondo, mir la cmara, levant el mentn, y el #ash me encegueci de incertidumbre.

    Jugu esa "nal con el corazn asustado, alegre por dentro de haber posado como una persona normal, pero no muy convencido de que me hubiese salido bien. Jugu un partido confuso, perd varias pelo-tas, pero no recuerdo si salimos campeones o no; mi triunfo estaba en otra parte. Mi gloria no era depor-tiva; era el triunfo de la dignidad y la voluntad del hombre. Estaba casi convencido de haberlo logrado.

    A la semana vi la foto en la pizarra del club. Todo haba salido perfecto. La mueca no haba aparecido. La busqu con lupa, pero no estaba all. La que vi era mi cara de siempre, mi cara del espejo, mi cara del re#ejo de las vidrieras. Una leve sonrisa, la frente alta, la musculosa celeste, mis compaeros de juego escoltando mi normalidad. Fui, por un momento, el jugador de bsquet ms feliz del mundo.

    En casa no dije nada. No quera vanagloriarme. Prefer esperar a que llamase a la puerta el mensajero con las fotos, y que mi madre recibiera la buena nue-

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    va sin condicionantes, sin promesas ni expectativas.El sbado siguiente, temprano, yo todava estaba

    en la cama. Son el timbre, mam sali a atender, y escuch que le estaban entregando las fotos del Club, en el sobre papel madera de siempre. Chichita despi-di al mensajero y se qued en el pasillo, en silencio. O ruidos de papeles que se abran. Y despus silen-cio. Uno o dos minutos de silencio. Pens: Est bien que no me diga nada, que no me felicite ni me agra-dezca... Porque, bien pensado, no hice algo fuera de lo comn, solo lo correcto, lo que debera haber he-cho desde el principio... No, no merezco premios, no hay mejor recompensa que la serenidad del espritu.

    En medio de ese pensamiento, mam entr a mi cuarto con un cinturn y empez a sacudrmelo en la espalda como jams en toda su vida. Chichita se haba convertido en una madre ninja. Me pegaba con la mano libre, con el cinto, y me daba patadas con los pies; el ritmo era devastador. A causa de la sorpresa, no tuve tiempo para cubrirme. Me tap con la manta y me dej castigar en silencio. En la oscuridad de la cama, en medio de los golpes y los gritos de ella, no entenda qu estaba pasando. Cuando acab, saqu tres cuartos de cabeza afuera y la vi: ella lloraba senta-da en la punta de la cama.

    Me mir con odio y rompi la foto del Club, y el sobre, en cuatro pedazos:

    Otra vez? repeta, desesperada. Hasta cundo? Por el amor de Dios, Hernn! Hasta cun-do vas a poner esas caras en las fotos?

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    Sali de mi cuarto y peg un portazo seco. A m me dola todo el cuerpo y estaba temblando de p-nico, pero tuve fuerzas para agacharme a levantar los pedazos de la foto del Club. La recompuse sobre las sbanas, con mucho cuidado, pero no vi nada nuevo. Era la foto que ya haba visto en la pizarra: yo estaba sonriendo, con la frente alta, con mi musculosa ce-leste. Entonces supe la verdad. Aquella era la primera foto que vea mi madre con mi cara normal. Tambin era la primera vez que yo mismo me vea en una foto sin mis muecas. Era el otoo en que el presidente Videla nos regal la jaula gigante. Era sbado y yo pens, por primera vez, en suicidarme para que mi madre escarmentara. Ese da entend que la infancia no es una buena poca de la vida. Por lo menos no para los chicos feos.

    *

    No era la primera vez que pensaba en la muerte. Tambin fantaseaba con encerrarme a oscuras en el rincn blanco, con una manzana, y ver cunto tardaba en morirme de hambre. Los chicos de siete, o de ocho aos, nunca quieren suicidarse. Suean en realidad con la carta que van a dejar, con el llanto posterior de la madre, con ese remordimiento dulce. Le ha-ba pasado a Tom Sawyer. Le haba pasado a Huck... Mark Twain me entenda mucho mejor que Chichi-ta, pensaba yo mientras Chichita me segua pegando bajo la manta. Mark Twain era un monstruo enorme,

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    un viejo loco que saba mejor que ningn adulto con qu fantasea un chico de diez aos. Yo quera "ngir-me muerto para ver cul era la reaccin de mi familia. Mil veces haba soado con aquello. O perderme en una isla desierta junto a mi mejor amigo, el Chiri, y fumar los dos en pipa, y comer lo que se cayera de los rboles. Navegar en una balsa de madera con un ne-gro loco. Encontrar un montn de monedas robadas y ser el hroe del pueblo. Conversar toda la noche de cosas graciosas, o de asuntos de miedo, con unos vie-jos barbudos llegados del mar. Odiar la escuela tanto como querer aprender todo de golpe, pero de otra forma. Y hasta quemar los libros de la escuela. A los once aos yo no vea la hora de encontrarme con al-guien que me hablara despacio, sin palizas, y con las palabras de los libros de Mark Twain. No saba que aquella no era una jerga gloriosa de libertad, sino la resaca de las malas traducciones espaolas. Pero en las charlas corrientes yo deca la mar, y tambin deca pasta, y de noche soaba con el ruido del Mississip-pi, y envidiaba la suerte de los chicos que tenan a la vuelta de casa un ro con tanta consonante doble mi ro Lujn solo tena cinco letras y con tanto esclavo escapando de los campos de algodn.

    Pero en mi infancia no haba esclavos, ni nios que, como Huck, vivieran en la calle. En Mercedes haba locos y mendigos, pero casi todos, cuando lle-gaba la noche, tenan un techo. Solamente la loca Raquel dorma a la intemperie, eso al menos haba escuchado yo. Raquel, de todas formas, no era aven-

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    turera como el negro Jim, ni peligrosa como el In-dio Joe; era ms bien una excentricidad del barrio. De todos modos Chichita se pona en alerta mxima Hernn, mette para adentro! cuando la loca se acercaba demasiado.

    Sus rarezas eran dos: iba vestida de maestra cuan-do no lo era, y se desvesta en la calle para ponerse el guardapolvo del colegio. Por lo dems, la Loca Ra-quel era inofensiva y mi madre solo me resguarda-ba por temor a que yo pudiera verla sin ropa. Me resguard bastante mal, porque fue la primera mujer desnuda que vi en la vida.

    La primera vez que la vi yo tena cinco aos y esperaba en la vereda a que Roberto sacara el coche del garaje para llevarme al Jardn. Haca un fro con escarcha, pero Raquel se puso atrs de un rbol y se quit el vestido por la cabeza, de un solo movimien-to, como si fuera una tarde de verano. El momen-to fue intenso y memorable. Me qued hipnotizado vindole las tetas cadas, el matorral esponjoso, las estras, los brazos blancos como la leche. Pero no fue la palidez del secreto lo que me impresion.

    Hernn, mette para adentro!Yo miraba otra cosa en el cuerpo de la mujer cuan-

    do Chichita se acerc a la Loca y la espant como si fuese un perro, es decir, diciendo tres o cuatro veces la palabra juira y haciendo ondular un repasador. Era otra cosa lo que me dej boquiabierto. Ms tarde, en el coche, Chichita me pregunt qu haba visto y yo le dije que nada.

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    Nada cmo. No vi nada, mam.Pero no era cierto. Yo haba visto algo en la Loca

    Raquel. Lo nico que me llam la atencin de su cuerpo, lo que sigue en mi memoria despus de tan-tos aos, fue la tremenda cicatriz de una cesrea que le parta la barriga en dos mitades.

    Al rato escuch, sin querer, una conversacin en-tre mis padres sobre la Loca Raquel. Chichita le deca a Roberto:

    La pobre mujer est as porque el marido la traicion y yo entend que hablaban sobre aquella herida horrible. Y por eso, desde aquella maana, la palabra traicin signi"c, para m, un tajo de cuchillo en el abdomen.

    No era la primera vez que entenda mal las pa-labras. De chico yo tena dos enormes desperfectos: uno era el problema de las muecas en las fotografas, y el otro era que me gustaba or a los adultos cuando susurraban y sacar mis propias conclusiones. A raz de esta mala mezcla siempre confund todas las co-sas. Me gustaba saltar al vaco de las de"niciones sin saber si abajo haba agua. Por inseguridad supongo, pero tambin por orgullo, sospechaba signi"cados rocambolescos y los daba por buenos. Tambin cre, durante aos, que el orgasmo era un pianito elctrico que mi ta Luisa no haba tenido nunca.

    Estos errores, casi siempre, se desvanecan gracias a un sopapo no esperado. El problema de las palabras malentendidas no estaba en acuar un falso signi"ca-

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    do, sino en utilizarlas en una frase cualquiera, das o meses ms tarde. Por ejemplo, en la vidriera de una casa de msica:

    Quers o no quers que te compre el acorden a piano?

    No, mam. Pre"ero tener un orgasmo.Zcate!Y cuando no era una cachetada era todava peor,

    porque entonces mi familia me confunda con un poeta temprano, con una especie de prodigio de las palabras:

    Decile a la abuela Chola que venga al comedor.No puede, est traicionando a un chancho.Con el tiempo, la escuela primaria y los dicciona-

    rios Sopena me descubrieron el verdadero signi"cado de algunas palabras complicadas. Pero en otros asun-tos yo segua siendo muy ingenuo. Los chicos curio-sos somos desordenados en la prioridad de los descu-brimientos. Es posible que conozcamos los nombres y la ubicacin de todos los dientes, pero al mismo tiempo creamos en el ratn invisible que nos pone un billete bajo la almohada.

    A los nueve aos yo ya conoca algunas de"nicio-nes estrafalarias pero, qu paradoja, an no saba que los Reyes Magos eran Roberto y Chichita. Sospecha-ba que haba gato encerrado, un trasfondo secreto, pero no lograba entender qu era. Era imposible que tres personas subidas a tres camellos pudieran entre-gar miles de regalos al mismo tiempo en Mercedes, San Isidro y Mar del Plata (mis nicas ciudades co-

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    nocidas), pero tambin eran imposibles muchas otras cuestiones.

    Una cosa es comprender, por ejemplo, qu dice el diccionario sobre el vocablo traicin, y otra cosa mucho ms pedaggica es sentir cada letra en la nuca. Cuando Agustn Felli, en el recreo, me cont la ver-dad sobre los Reyes, sent el peso multiplicado de la palabra. No me sent traicionado una, sino siete ve-ces. Mis padres me haban engaado ao tras ao, desde el setenta y tres a la fecha, como si yo fuese una paloma muerta que los caminantes pisan y pisan y pi-san durante una marcha por los derechos del animal.

    Si los Reyes no existan, qu haban sido enton-ces aquellas noches en vela? Recuper en mi cabeza imgenes felices que, de repente, se convertan en humillaciones del pasado: mi pap llevndome a la quinta a buscar pasto y agua, mi mam "ngiendo sor-presa al verme abrir un paquete que ella misma haba envuelto, ambos diciendo haber odo las pisadas de los camellos; todos, absolutamente todos los veranos de enero haban sido una mentira.

    La traicin es un terremoto en los cimientos del pasado, una segunda versin de tu propia historia que desconocas y que alguien (el traidor) ha modi"-cado para que sientas vergenza y te conviertas en un imbcil en diferido. La traicin nunca ocurre ahora, en el momento, sino antes. Las manchas del recuerdo en la alfombra son quienes te sealan la ofensa. Si no tuviramos memoria nadie podra sernos in"el, ni desleal, ni traicionarnos.

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    Un chico que descubre la profundidad de la trai-cin se queda, de golpe, solo en medio de una casa llena de juguetes sin pilas. Si los Reyes, que eran algo trascendental, no existen, entonces puede que no existan muchas otras cosas. La traicin nunca viene sola: la escoltan, bravuconas y serviles, la sospecha y la incredulidad. Ser adoptado? Mi abuela tam-bin sern los padres? Existe Mario Alberto Kempes, Dios, el carnicero Antonio, las milanesas con papas? Cunto ms me han engaado y han redo a mis espaldas?

    Yo cantaba tangos a los gritos. Yo deca arcnido en tu pelo en El da que me quieras; y deca el pintor escobroche en la segunda estrofa de Siga el Corso. Cuando supe que esas letras no eran tales, que eran otras, tuve vergenza de mi pasado cantor, de todas las veces que los grandes me haban odo desa"nar y haban redo a mi costa sin marcar nunca el error, para poder seguir riendo en el futuro. Cuntas veces me qued esperando insomne en la noche, para or las pisadas de los camellos en el patio, y ellos tambin rean?

    La traicin siempre es un descubrimiento tardo, pero es la infancia donde ocurre por primera vez. Las dems traiciones de la vida solamente son ecos de una primera. El cornudo que descubre a la mujer en la cama con otro se duele, antes que nada, de su infan-cia dolorida, de los pequeos detalles del pasado, y no tanto por el delito que ve con sus ojos. No, yo no estaba equivocado a los cinco aos: la traicin s es el

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    tajo de un cuchillo en el abdomen, una pualada que puede volverte loco como a la Loca Raquel, y dejarte desnudo para siempre atrs de un rbol.

    El escritor puede "ngir que escribe sobre lo que le ha ocurrido ayer, pero siempre est hablando de la primera traicin de su infancia. Lo monstruoso del engao es que el ayer se derrumba s, tambin el futuro, pero no est all el epicentro del dolor; se derrumba lo que creamos blanco, se ensucia en la memoria, y nos sentimos estpidos en el ayer, pobres diablos en la percepcin del otro, que rea y nos vea rer, que juraba haber odo los pasos de unos camellos o juraba llegar tarde del trabajo cuando en realidad regresaba de un hotel. Por eso me fascinaban las his-torias en donde las personas deban ingenirselas con poco para lograr felicidades breves. Por eso me gus-taba Twain. Salgari y Verne, en cambio, me parecan ostentosos: demasiadas armas de fuego, demasiados aparatos raros para intentar divertirme. Lo que al Ti-gre de la Malasia le costaba una semana de andar por el desierto a caballo matando gente con su cuchillo de "lo triple, el detective de Baker Street lo resolva mirando el barro en los zapatos del que uno menos se esperaba fuese el asesino de la millonaria. Lo que a Phileas Fogg le resultaba tan agotador y nmada, tan engorroso y descriptivo, Tom y Huck lo solucio-naban en un tris (misteriosa slaba que quera decir periquete), simplemente maullando en cdigo desde el bosque para que nadie supiera que se trataba de una conversacin secreta entre ellos.

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    Nada de artilugios ni de globos aerostticos para dar la vuelta al mundo en tiempo rcord; esos eran medios mecnicos para dar con "nes pretenciosos. En las historias de mis libros deba haber personas normales que descubrieran la verdad casualmente (los reyes son los padres, Hernn; la traicin es la he-rida que una loca tiene en la panza) y que esa verdad los llevara a la consumacin de la dicha. Porque en realidad, pensaba yo, no vale nada, Tom, lo que no cueste un poco conseguir.

    Por eso me decepcion la historia en que Sher-lock y Watson debieron usar armas de fuego para re-solver uno de sus casos. Me parecieron, ambos, tan falsos como la segunda poca de Tom y Jerry (cuan-do usaban moito y eran amigos; cuando ya no los dibujaba el dibujante de siempre sino un tipo que trazaba lneas ms modernas). Holmes, el viejo astuto que poda entrever la vida entera de la vctima solo husmeando con su lupa un pedazo de ua en la os-curidad de la morgue, no tena por qu empuar una Browning, por ms perfecta que fuese la ingeniera de su mecanismo, ni por ms peligroso que pareciera su adversario. Arthur Conan, que me perdone, en esa historia se haba vendido al capitalismo.

    No haba sido ese mismo Doyle quien le haba hecho decir a Sherlock en una hermosa historia corta de unos aos antes que la mejor arma que tiene un hombre es pensar cinco minutos ms, all donde los dems suponen que ya no hay nada que pensar? Que usaran pistolas, estiletes y dagas per-

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    sas los mamarrachos que inventaba Salgari. Yo saba que haba chicos que se devoraban esos libros. Pero esos chicos no iban a ser mis amigos, ni habran sido nunca amigos de Huck, o del Chiri. Era como si Tom Sawyer hubiera resuelto el asunto de la cerca de la ta Polly tomando por rehenes a sus compaeros y amenazndolos de muerte si no acababan de pintar antes de que cayera el juez. Era como si Laura Ingalls, en lugar de esperar a que Almanso apareciera mgica-mente en su vida, se hubiera casado con el menor de los Oleson para heredar alguna vez el minimercado.

    Sherlock Holmes, el hombre ms avispado de todo Londres, el que dejaba pagando a los gorilas del Scotland Yard, el que no tema entrar de noche a los suburbios de Whitechapel, usando una pistola..., ha-brse visto! Yo creo que ah dej de leer la saga. Y em-pec a engaar a Doyle con el padre Brown de Ches-terton, y con el Hrcules Poirot de Aghata Christie (la vieja Marple tanto no me gustaba). Y tambin me parece que por ese tiempo fue que una noche, en la habitacin de arriba de mi casa en Mercedes, le tam-bin El gato negro y Los crmenes de la calle Morgue, pensando que segua leyendo libros de misterio co-rrientes, sin darme mucha cuenta de que esa vez s, silenciosamente, estaba leyendo literatura.

    Los principios de los cuentos de Poe no tenan nada que ver con todo lo ledo hasta entonces. Si has-ta all las historias empezaban directamente, incluso hasta con una raya de dilogo y un planteo lineal, Ed-gar acababa de descubrirme otra manera de envolver-

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    me: diciendo la verdad desde el principio, escribien-do cosas como bueno, est bien, para empezar debo decir que estoy loco y que voy a matar a ese viejo sin ningn motivo. Y en el segundo prrafo yo empe-zaba a darme cuenta que la locura no consista en la levedad de escapar de casa por la noche con el Chiri, ni asustarme con los sonidos secretos de los animales del bosque sino, por ejemplo, emparedar a tu esposa en una columna del stano y esperar a que llegue la polica a preguntar cosas inquietantes. O saber, de golpe, que muchas veces hay misterios que traspasan la lgica cartesiana de Holmes (e incluso la futurolo-ga de Verne) y que solo se pueden explicar desde los parmetros de la locura, el delirio y la traicin.

    La pobre mujer est as porque el marido la trai-cion, haba explicado unos aos antes Chichita, so-bre la Loca Raquel. Por eso se desvesta detrs de los rboles. El tajo era nicamente una cesrea.

    Las palabras volvan a tener sentido gracias a Poe. En sus libros, un loco te explica con su fra coherencia por qu comienza a sentir los latidos del corazn de un muerto, y uno no puede ms que aceptar que un muerto, enterrado a dos metros bajo la madera de la habitacin de su verdugo, puede muy bien empezar a hacer saltar los postigos de las ventanas con su sola presencia. Muy bien poda ser. Era imposible pero era probable, o no me pasaba algo parecido cuando le falsi"caba la "rma a Chichita en el boletn, de regreso a casa despus de la escuela? No almorzaba yo tam-bin mirando nada ms que el plato, invadido por la

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    extraa sombra de la culpa, aunque la sombra fuese invisible o solo visible para m? No se me pasaba por la cabeza que la directora de la escuela ya haba lla-mado a casa por la maana y que ya toda mi familia estaba enterada del fraude, y que nadie deca nada solamente para gozar un poco ms con mi sufrimien-to? No se me atoraban las albndigas en la garganta como si quisiera llorar por una bofetada que nadie me haba dado todava?

    El miedo real, el liso y llano, el que nada tena que ver con las cosas de este mundo, empezaba a in-vadirme por obra y gracia de los nuevos libros. Y des-pus nada me hara conciliar el sueo por la noche, durante muchas noches; pero tampoco podra dejar de leer otra historia, y despus otra, y despus otra hasta que una tarde me vera obligado a arrancar la primera hoja en blanco del cuaderno de matemticas y yo tambin tendra que echar luz sobre mis miedos y mis sueos para que alguien los leyera. La primera necesidad de escribir un cuento. La imperiosa, la do-lorosa necesidad, esa semilla, haba sido plantada en aquellos primeros aos, debajo de una manta, mien-tras Chichita me castigaba por un crimen que no ha-ba cometido.

    *

    Chichita siempre daba la impresin de ser la que ms sufra por mi culpa. Pero si mirabas bien, si pres-tabas atencin, te dabas cuenta enseguida de que Ro-

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    berto, en silencio, tambin estaba asustado. No eran solo las morisquetas, ni la obesidad incipiente. Tam-bin le preocupaba que leyera tanto.

    Una maana me lo puso bien claro: O toms la Comunin o vas a Rugby me

    dijo, pero no te quiero los "nes de semana leyendo hasta las doce en la cama.

    Para la Comunin haba que hacer un curso los sbados a las diez de la maana. Para ir a rugby, tam-bin. Las dos cosas eran con pantaln corto y no ha-ba que usar el cerebro, por lo que me cost decidir. Hoy hubiera optado por ser catlico, pero en la in-fancia uno siempre se equivoca: eleg ser rugbier.

    Me acuerdo que llegu al Club Mercedes medio dormido, un da espantoso de sol radiante. Me lle-vaba mi padre de la mano, no por cario sino por temor a que me escapara corriendo. El profesor de rugby era amigo de Roberto, porque mi padre era amigo de toda la gente que transpiraba por placer. Se llamaba Carlos Lpez Escriva, llevaba un silbato colgado al cuello, una camiseta con las rayas horizon-tales y en la cara un gesto de militar destituido.

    Te traigo al paquete dijo Roberto, como si yo fuera cinco gramos de cocana. A ver si te sirve.

    El profesor de rugby me mir la espalda, me ar-que los hombros, me palp los tobillos y me clav los ojos.

    Cmo te llams?Yo parpade cuatro veces. En aquella poca se me

    haba dado por insultar a la gente en clave Morse,

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    para que nadie se diera cuenta. La clave Morse era un invento mo: tres parpadeos cortos era la puta y uno largo que te recontra mil pari.

    Se llama Hernn y est dormido dijo Rober-to. Cmo lo ves?

    El entrenador me sopes de arriba a abajo:Tiene cuerpo de pivote sentenci.Por falta de experiencia en deportes y en zoologa,

    imagin que pivote era un animal patagnico. Debe ser una especie de foca gorda que come algas, dedu-je. Por lo tanto, la frase tiene cuerpo de pivote me son ofensiva, y parpade ocho veces con muchsima rabia. Roberto se fue y Lpez Escriva me present al grupo. Eran veinte o treinta chicos, casi todos con cuerpo de pivote. Siempre me result espantoso lle-gar a un lugar donde todos se conocen entre s. Por suerte haba algunos nuevos, y el entrenador nos ex-plic las reglas del rugby.

    En ese tiempo (y yo pensaba esto en lugar de pres-tar atencin al reglamento) en casa haba una guerra secreta entre mis padres, y yo era el botn. Todas las actividades extraescolares a las que me mandaba Chi-chita, para mi pap eran cosa de putos. Entonces l intentaba equilibrarme las hormonas mandndome a prcticas que fuesen cosa de machos.

    Por parte de padre yo ya iba a vley, a bsquet y a ftbol. Mientras que por parte de madre iba a di-bujo, a dactilografa y a piano. Hasta ese sbado mis padres iban tres a tres. Rugby o la Comunin, enton-ces, debi haber sido una especie de desempate por

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    penales: por eso me hicieron elegir a m. Esos eran, ms o menos, mis pensamientos, cuando de repente alguien me puso en las manos una pelota ovalada y son un silbato. Entonces quince chicos de mi edad, pero mucho ms enojados que yo, se me abalanzaron corriendo para matarme. Y yo no tuve otra opcin ms que salir disparando.

    Corr como un loco, no me acuerdo para dnde ni cunto. Algunos me queran hacer la traba mortal, otros se haban encaprichado en empujarme con el hombro y morderme. Yo los parpadeaba y corra. En un momento me dejaron de perseguir. El entrenador, entonces, se acerc con una sonrisa enorme y me dijo:

    Impresionante, Casciari. Pero cuando llegs ac, pon la pelota en el pasto. Si no no es vlido.

    No es vlido el qu?, pens. El susto? Los dems chicos, los mismos que me haban querido violar un minuto antes, ahora me aplaudan y me palmeaban.

    A ver, vamos de nuevo dijo Lpez Escriva; yo tembl.

    Me pusieron ms lejos y me dieron la pelota otra vez. Como es lgico, me asust mil veces ms que antes y sal cortando campo. Esquiv dientes y uas, botinazos y puos, insultos y envidias, hasta que de-jaron de perseguirme. Otra vez me aplaudan y me decan cosas lindas. Cada vez que yo me asustaba, eran seis puntos para mi equipo. (Todava no entien-do el sistema.) Al "nal de aquella primera prctica el entrenador me dijo que yo era un crack, que haba na-cido para ese deporte, y me llev a casa en su coche.

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    A la semana siguiente pas lo mismo. Pelota y susto, carrera y puntos. Me decan El Gordito Veloz y me invitaban con Coca-Cola en los entretiempos. Pero yo, la verdad, no disfrutaba las mieles de la glo-ria porque tena miedo de morirme de un sncope o de una patada. Esa fue la primera vez que me pas, pero desde entonces me ocurri durante toda la ado-lescencia y la juventud: las cosas que mejor haca eran las que me asustaban y las que no poda comprender. En las actividades donde realmente disfrutaba era bastante mediocre, nunca un crack, nunca nadie me regalaba cocacolas por hacer lo que me gustaba.

    Fui seis sbados seguidos a rugby, hasta que una maana un chico de apellido Moavro me parti el brazo izquierdo. No fue durante los entrenamientos, porque adems me arrebat el reloj y la billetera. Fue a la salida del club, en lo que se podra llamar un robo con linchamiento. Pero yo dije en casa que haba sido en el segundo tiempo de un match muy trabado. Us la fractura sea para convencer a mi pap de que no quera ir ms a rugby porque era un deporte brus-co de reglas ambiguas. Chichita estuvo de acuerdo.

    Me la van a matar a la criatura dijo con sa-bidura de madre.

    Los primeros das que estuve con el yeso no pude ir a ningn lado. Ni a piano, ni a dactilografa, ni a dibujo ni a los otros tres deportes. Me la pas rascn-dome el higo con la mano derecha, mirando Patolan-dia y mojando pan lactal en la leche con Nesquik.

    Una tarde preciosa que lloviznaba, aburrido de

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    cargar con el yeso, me puse a escribir por primera vez. Descubr que escribir era muy parecido a parpadear: podas decir lo que se te ocurriera, tambin cosas que no eran ciertas o insultos, sin que nadie se diera cuen-ta de nada. No me sala mal escribir. Pero entonces vino mi mam, me dijo que para ser catlico no me hacan falta todos los brazos, y me mand a hacer la Comunin.

    *

    Tena ocho aos cuando pis por primera vez los pasillos de aquellos claustros. El mosaico oscuro, las monjas, los cristos colgados y el silencio no indicaban que aquello fuese a resultar mejor que el rugby. Sin embargo fue crucial, porque en esa escuela de futuros catlicos estaba el Chiri Basilis, un chico de mi edad con los ojos cados. Un chico de ocho aos que tam-bin lea libros y se haca preguntas extraas. Ahora han pasado ms de treinta aos desde aquel primer da del cursillo apostlico y puedo decir, con una se-guridad espantosa, que ese fue el ltimo da de mi vida en que estuve solo.

    Desde entonces fuimos amigos, y ms tarde hici-mos la primaria y la secundaria juntos. En todo ese tiempo, nunca jams en la reputsima vida camos en la vulgaridad de festejar el Da del Amigo. Es ms, en las pocas en que el Chiri y yo nos pasbamos las tardes conversando, nos inventbamos una excusa para desencontrarnos los veinte de julio. Nos daba

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    vergenza tener que decirnos feliz da, caer en esas extravagancias que se dicen los maricones. Con los cumpleaos nos pasaba ms o menos lo mismo. Pero con los veinte de julio muchsimo ms.

    La exaltacin de la amistad ocurra cuando es-tbamos completamente borrachos, por lo general zigzagueando por la calle Treinta y Uno. Ah s su-cumbamos a la tentacin de verbalizar dos cosas de las que estbamos convencidos: que no conocamos a dos tipos ms amigos que nosotros (esa era la cosa uno), y que cada uno de los dos era quien era gracias al otro. Yo estaba seguro, y lo estoy todava incluso ms que antes de que si no me lo hubiera cruzado al Chiri a los ocho aos no sera escritor. No s qu sera, pero no escritor. Seguramente bajista de rock pesado, o alguna otra cosa donde tambin est per-mitido ser gordo. Pero no escritor.

    Cuando Mercedes era un pueblo en donde nos conocamos todos, yo no me llamaba Hernn. Me llamaba Chiri y el Gordo. Y l se llamaba Chiri y el Gordo tambin. Eso fue as desde el inicio de los ochenta y durante un montn de aos. ramos una especie de siameses locos, muy respetados por la gen-te ms espantosa del pueblo. Le caamos bien, gene-ralmente, a los desequilibrados.

    Como ocurre en estas clases de amistades absolu-tas, abramos la heladera de la casa del otro sin pedir permiso, y eso era porque la casa del otro, o ms bien la familia del otro, era tambin nuestra. El da que nos fuimos de Mercedes a vivir a Buenos Aires, por

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    ejemplo, Chichita le dio ms plata a Chiri que a m. Y un tiempo antes, una tarde en que nos mandamos una cagada en la escuela, la madre del Chiri me peg un sopapo a m solo. A l no.

    Cuando llegbamos muy borrachos a la maana, los domingos, el Chiri se coma el desayuno de Ro-berto y despus se quedaba dormido en la mesa de la cocina. Si llegbamos borrachos a su casa, yo le robaba los cigarros al padre de Chiri, y me los fumaba en el garaje. ramos, se mirara por donde se mirara, los peores hijos del mundo; no por esto que cuento, sino por ochenta cosas que me callo (no quiero hacer de este prrafo una enumeracin de ancdotas za"as, solamente quiero que se entienda). ramos los peo-res hijos pero, por alguna razn, mis padres al Chiri lo quisieron como si me hubiera llevado por el buen camino, y yo a la vez siempre me sent querido por los padres del Chiri, incluso en las pocas en que los padres de todo el mundo les decan a sus hijos que no se juntaran conmigo.

    Quiero ser objetivo, no s por qu. No quiero caer en ningn tipo de sensiblera en este punto, y tampoco quiero hacer alarde de una juventud jocosa. Y no quiero porque me he pasado la vida oyendo a los imbciles contar sucesos de sus juventudes desopilan-tes, y me he pasado la vida escuchando qu sensible se pone todo el mundo cuando habla de la amistad. Quiero ser objetivo, ms que nada, porque el Chiri seguro leer esto y no quiero que el pelotudo se pien-se que escribo con emocin.

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    A lo que quiero llegar, si hay que llegar a alguna parte, es que nunca se nos hubiera ocurrido, ni en medio del pedo ms surrealista del ao ochenta y sie-te, que alguna vez los dos tuviramos una hija, una cada uno, y que el otro no la conociera. Pero la vida es muy rara, eso s lo supimos siempre. La vida es rara y la baraja pint as: cuando cumpl treinta aos me fui a vivir a Espaa y, durante algunos aos absur-dos yo no conoc a Julia Basilis y el Chiri no conoci a Nina Casciari. No tengo idea, ahora mismo, si l tambin empez entonces a darle una importancia distinta a los veinte de julio. Por lo menos yo, sin so-lemnidad, sin levantar bandera, cuando llegaban los das del amigo me pona muy maricn a doce mil kilmetros, terriblemente maricn. Despus se me pasaba, pero mientras tanto recordaba siempre el pri-mer da del cursillo de la Comunin. Era un sbado del ao setenta y nueve, alrededor de las once de la maana. Yo tena un yeso en el brazo, que para un gordo es buena excusa, porque los dems te miran la escayola y se olvidan del que la ostenta. ramos un montn de chicos de ocho aos, no conoca a nadie. Nos dieron un libro a cada uno; la catequista nos or-den abrirlo en la primera pgina. Se trataba de tareas interactivas o algo as. Una de esas tareas deca: Elige a un compaero que no conozcas dentro de la clase y pdele ser tu amigo. Si acepta, escribe tu nombre en su libro y viceversa.

    No s si fue que estbamos sentados cerca o si nos levantamos y nos buscamos. No me acuerdo. Lo ni-

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    co que s es que no nos conocamos y que nos inter-cambiamos los libros y pusimos nuestros nombres en la lnea de puntos. Me acuerdo de su letra alargada, y de la s que pareca un cinco, y de la hache in-termedia. Christian, puso el Chiri en mi libro. Y yo despus "rm el suyo: Hernn. Mucho tiempo despus, ya de mayores, supimos que Dios es grande por esa clase de boludeces.

    *

    Hicimos aquel cursillo completo y diez meses ms tarde recibimos el cuerpo de Cristo, vestidos de punta en blanco, en la Catedral de Mercedes. Bueno, por lo menos Chiri lo recibi; yo tuve problemas para asimilarlo.

    Lo que ocurri la maana de mi Primera Comu-nin estuvo guardado en mi recuerdo como un secre-to, lleno de candados, hasta una maana de muchos aos despus. Yo ya viva en Barcelona, mi hija era muy pequea, y haba sonado el timbre muy tempra-no por la maana. Era un vendedor. Tena esa sonrisa amable que pide a gritos una trompada. Yo, en piya-ma, no tuve re#ejos ni para cerrarle la puerta en la nariz. Entonces l sac una planilla, me mir, y dijo algo que no estaba en los planes:

    Disculpe que lo moleste, seor Casciari su acento era espaol, pero nos consta que usted to-dava es ateo.

    Eso fue lo que dijo. Textual.

  • 42

    Ni una palabra ms, ni una palabra menos. Que supiera mi apellido no fue lo que me dio

    miedo, porque estaba escrito en el buzn de afuera. Tampoco la acusacin religiosa, que pudo haber sido casual. Lo que me aterr fue la frase nos consta que.

    Desde que el mundo es mundo, nadie que use la primera persona del plural es buena gente. Pero la frase nos consta que indica, adems, que alguien anduvo revolviendo cosas en tu pasado. Y quien la pronuncia nunca es tu amigo, porque habla en repre-sentacin de otros, y esos otros siempre son los malos. Nos consta que es una construccin que solo usan los matones de la ma"a, los abogados de tu exmujer y las teleoperadoras de Telefnica.

    Me equivoco, seor Casciari? insisti el vendedor al notarme un poco disperso. Es usted todava ateo?

    Son casi las nueve de la maana le dije. A esta hora soy lo que sea ms rpido.

    Lo ms rpido es que me diga la verdad.Entonces soy cristiano. Tom la Comunin a

    los ocho aos, en la Catedral de Mercedes. Tengo tes-tigos. Algo ms?

    Eso lo sabemos, eso lo sabemos dijo, son-riente. Pero tambin estamos al tanto de que us-ted, por alguna razn, no se trag la hostia.

    Mi corazn dej de latir. Esto me ocurre siempre que el pnico me traslada a la infancia. A mis secretos de la infancia. Y entonces la memoria me llev, rau-da, a la maana imborrable del ao setenta y nueve.

  • 43

    Ahora estoy sentado en la sptima "la de la Iglesia Catedral de Mercedes, vestido de blanco inmaculado, junto a otras trescientas criaturas de mi edad, a punto de recibir mi Primera Comunin. La misa la o"cia el padre Dngelo. Mis padres, mis abuelos, y una docena de parientes llegados desde San Isidro estn a un costado del atrio, apuntndome con mquinas de sacar fotos.

    Tengo dos nios a mi lado. A la derecha el Chiri Basilis, y a la izquierda Pachu Wine. Los tres somos pichones catlicos fervientes: durante un ao entero hemos asistido a los cursos previos en el Colegio Mi-sericordia. Sbado tras sbado, por la maana, nos han preparado para esta jornada milagrosa, en que recibiremos el cuerpo de Cristo.

    El padre Dngelo est diciendo cosas que me llenan de alegra, de emocin y de responsabilidad. Habla de ser buenas personas, habla del amor, de la lealtad y del compromiso hacia Dios. Yo estoy hipno-tizado por sus palabras. En un momento miro a mi derecha, para saber si al Chiri le pasa lo mismo. El Chiri est con la boca entreabierta, lleno de jbilo. Miro a la izquierda, para saber si a Pachu Wine le ocurre otro tanto, y entonces veo su oreja.

    La oreja de Pachu Wine est llena de cerumen.La cera es una sustancia asquerosa, grasienta, que

    aparece a la vista solo cuando el que la lleva no se ha lavado las orejas. Pachu tiene kilo y medio de esa mu-gre pastosa, como si se la hubieran puesto a traicin con una manga pastelera. Es tan grande el asco, tal

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    la repugnancia, que toda la magia del cristianismo se escapa para siempre de mi corazn.

    Dos minutos despus estoy haciendo "la por el pasillo principal de la iglesia, dispuesto a recibir la Comunin. Pero tengo arcadas. Cuando me llega el turno, el padre Dngelo me ofrece la hostia y yo la tomo con los labios entreabiertos, pero no la digiero por miedo a vomitar a Cristo. Vomitar a Cristo, a los ocho aos, es peor que pajearse. Entonces, con cuidado, la saco de mi boca y la guardo en el bolsillo. A la salida, entre las felicitaciones familiares, arrojo la hostia a un contenedor.

    Nunca jams le he contado esto a nadie. Y esta es, de hecho, la primera vez que lo escribo. El hombre que haba tocado a mi puerta, sin embargo, conoca la historia.

    Usted no puede saber eso susurr. Ya no lo tuteaba.No se asuste, seor Casciari me dijo, y

    permtame pasar, ser solo un momento.No se le puede negar el paso a alguien que sabe

    lo peor de nosotros, lo nunca dicho, lo escondido. Yo debo tener tres o cuatro secretos inconfesables, no ms, y el seor que ahora estaba sentndose a mi mesa saba, por lo menos, uno. Qu quera de m este hombre? Quin era?

    No importa quin soy dijo entonces, leyn-dome el pensamiento. Y no quiero nada suyo tam-poco. Solo deseo que evale las ventajas de convertir-se. Usted no puede vivir sin un Dios.

  • 45

    Respir hondo. Creo que hasta sonre, aliviado.Sos un mormn? exclam. Casi me hacs

    cagar de un susto. Es que como no te vi con un com-paerito pens que...

    No soy mormn interrumpi.Bueno, Testigo de Jehov, lo que sea... Sos de

    esos que tocan el timbre temprano. Un rompebolas de los ltimos das.

    Tampoco dijo, sereno. Pertenezco a Asso-ciated Gods, una empresa intermediaria de la Fe.

    Perdn?Las religiones estn perdiendo "eles, como

    usted sabe. Se han quedado en el tiempo. Nuestra empresa lo que hace es adquirir, a bajo coste, stock options de las ms castigadas: cristianismo, budis-mo, islamismo, judasmo, etctera, y las revitaliza all donde son ms dbiles.

    La caridad?El marketing me corrigi. El gran proble-

    ma de las religiones es que los "eles las adoptan por tradicin, por costumbre, por herencia..., y no por voluntad. Nosotros brindamos la opcin de cambiar de compaa sin coste adicional y, en algunos casos, con grandes ventajas.

    Yo estoy bien as le dije.Eso no es verdad, seor Casciari. Sabemos que

    usted no est conforme con el servicio que le brinda el cristianismo.

    El desconocido tena razn. Semanas antes yo ha-ba estado en el aeropuerto de Barajas y se aparecie-

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    ron unos Hare Krishnas. Me dio un poco de rabia verlos tan felices: siempre estn en lugares con aire acondicionado y los dejan vestirse de naranja...

    ...y nadie les prohbe ir descalzos dijo el in-termediario, otra vez leyndome el pensamiento.

    Desde ese momento, ms rendido que asustado, decid seguir pensando en voz alta.

    Cuando veo a los mormones me pasa parecido dije: a ellos les dan una bici y un traje fresquito. A los judos les dan un ao nuevo de yapa, a media-dos de septiembre. A los musulmanes los dejan que las mujeres vayan en el asiento de atrs. Los Testigos de Jehov se salvan de la conscripcin... Y nosotros qu? A los cristianos, qu nos dan?

    Buenos consejos, quiz dijo el hombre.No cojas por el culo, no uses forro, no abortes,

    no compres discos de Madonna me estaba empe-zando a calentar. Pre"ero una bici con cambios.

    Eso vengo a ofrecerle, seor Casciari: cam-bios... La semana pasada convenc a un cliente cris-tiano de pasarse al Islam. El pobre hombre tena una novia o"cial y dos amantes. Se mora de culpa; casi no dorma. Ahora se cas con las tres y est conten-tsimo. Lo nico que tiene que hacer es, cada tanto, rezar mirando a La Meca.

    El intruso empezaba a caerme bien. Por lo menos, tena una conversacin menos previsible que la de un fantico religioso.

    Y cunto cuesta, por ejemplo, cambiarse a otra creencia? pregunt.

  • 47

    Si lo hace mediante Associated Gods, no le cuesta un centavo. Es ms, le regalamos un telfono mvil o un microondas. Nosotros nos encargamos del papeleo, de la iniciacin y de los detalles msticos. Y si no est seguro de qu nueva religin elegir, lo asesoramos sin coste adicional.

    Un telfono no me vendra mal.En su caso no, porque usted es ateo. Est ese

    pequeo incidente del cerumen... Me sonroj al orlo en boca de otro. Los regalos son cuando el cliente se pasa de una compaa a otra, y usted no pertenece a ninguna, tcnicamente.

    Yo saba que el problema con Pachu Wine, tarde o temprano, me iba a jugar en contra.

    Pero de todas maneras este mes hay una ofer-ta especial me dijo el vendedor: si se convierte antes del treinta de octubre a una religin menor, le ofrecemos una segunda creencia alternativa, total-mente gratis.

    No entiendo lo interrump. Qu vendra a ser una religin menor?

    Hay creencias superpobladas, como el budis-mo, el confucionismo... La cienciologa, sin ir ms lejos, ltimamente es lo ms pedido por las adoles-centes, y ya no quedan cupos... Y despus hay otras religiones ms nuevas, ms humildes. Estamos inten-tando captar clientes en estas opciones, a las que lla-mamos creencias de temporada baja.

    Cules seran, por ejemplo?El vendedor abri su portafolio y mir un papel.

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    El taosmo, el vud, el oromo, el pantesmo, el rastafarismo, por nombrarle solo algunas. Si usted no es mucho de rezar, y no le importa que no haya templos en su barrio, le recomiendo alguna de estas. Son muy cmodas.

    Se puede comer jamn?En algunas incluso se puede comer gente.Me interesa. Cul sera la ms distendida?Si no le gusta esforzarse, le recomiendo el pan-

    tesmo: casi no hay que hacer nada. Solamente, cada mes o mes y medio, tendra que abrazar un rbol, por contrato.

    Me entreg un folleto explicativo, a todo color.Me gusta dije, mirando las fotos, pero

    tendra que conversarlo con mi mujer...El intermediario no se daba por vencido:Si "rma ahora le regalamos tambin el rastafa-

    rismo, una creencia centroamericana que lo obliga a fumar porro por lo menos dos veces al da.

    Me las quedo. A las dos dije entonces, ansio-so. Dnde hay que "rmar?

    El intermediario me hizo rellenar unos formula-rios y "rm con gusto tres o cuatro papeles sin mirar-los mucho, porque estaban todos escritos en ingls. Antes de irse, me dej una especie de biblia pantesta (escrita por Averroes), un sahumerio, una pandereta y una bolsita de porro santo. Lo desped con un abra-zo y lo vi salir de casa y perderse en la esquina.

    Como todava era temprano me volv a meter en la cama. Guard la bolsita y la pandereta en la

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    mesa de luz, me puse boca arriba en la oscuridad de la habitacin y sonre. Todo por cero euros pens, satisfecho, cero sacri"cio, cero esfuerzo. Nada de sudor de tu frente, nada de parirs con dolor, ni esas ridiculeces del cristianismo, mi antigua y equivocada fe. Cristina segua durmiendo, a mi lado. Su reloj despertador, extraamente, marcaba todava las 8.59, pero eso no era posible. Habamos estado hablando ms de una hora con el intermediario. Tenan que ser casi las diez de la maana. Entonces Cristina se dio vuelta y me abraz.

    Otra vez te est doliendo la espalda? dijo, entredormida.

    Sin saber por qu, tuve un mal presentimiento. Como si algo no estuviera funcionando del todo bien.

    No, por?Las manos... Te huelen a azufre susurr, y se

    volvi a dormir.Entonces s, el reloj marc las nueve en punto.

    *

    En general la gente anda buscando milagros auto-mticos, esos que ocurren de un da para el otro, pero si alguna vez ocurren, si de verdad pasa algo increble en la vida, te das cuenta treinta aos despus. La cera en la oreja de Pachu Wine haba sido un obstculo entre Dios y yo, y el que haba puesto esa cera en aquella oreja haba regresado, treinta aos despus, a que "rmase la venta de mi alma. Esos eran los mila-

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    gros reales, los grandes milagros. Los normales, tarde o temprano, se topan con la ciencia y se convierten en otra cosa. La primera vez que me pas un milagro de estos, de los menores, fue en la misma poca que conoc al Chiri. Yo tendra ocho o nueve aos y es-taba en mi cuarto. Mir un pster que tena la punta despegada, me sub a la cama para pegarlo y en ese momento, zas!, me vino a la memoria que alguna vez, en otra vida, me haba subido a una cama para pegar un pster.

    A la pipeta! dije en voz alta, y me qued congelado, pestaeando rapidito.

    La emocin fue indescriptible, como araar la verdad secreta de la vida, como si por "n me hubiera pasado algo serio, profundamente humano. Y sigui siendo un lujo cada vez que me envolva un dj vu. Adems no se lo contaba a nadie, un poco por egos-mo, y otro poco por miedo a que mi mam, que me crea un superdotado por cosas mucho menos incre-bles que esa, quisiera llevarme a la radio.

    Por eso me dio mucha rabia, pero mucha, la tar-de que le, en la sala de espera de la peluquera, una revista del Readers Digest que daba la versin o"cial: deca que todo era un cortocircuito del cerebro o algo as. Que la corriente paraba y cuando volva, el l-timo recuerdo sala patinando. Una boludez grande como una casa, pero "rmada por la Universidad de Yale. Yo entonces tena ya once aos y haba experi-mentado una docena de milagros que, ahora, de re-pente, no eran ms que cortocircuitos. Aquella tarde

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    entr a la peluquera siendo un nio y sal, dos horas despus, completamente pelado y mascullando insul-tos. El dj vu no le haba hecho mal a nadie, le deca yo, por la calle, a los imaginarios seores de la ciencia. No era una enfermedad, no era una pandemia, no era algo contagioso como la lepra o el peronismo. Est bien, tiene el problema ese de los acentos raros. Pero solo por eso, por la di"cultad de una tilde, haba que matarlo? Qu hay que hacer entonces con los ape-llidos checoslovacos, otro holocausto hay que hacer?

    A los trece aos me vuelve a pasar algo parecido con los milagros. Descubro, en el zagun de casa, la primera carta de toda mi vida, con mi nombre y mi apellido engalanados por la palabra Seor. La abro con el corazn en un puo y leo: Copia esta Oracin del Santo Sacramento nueve veces en letra de impren-ta y envasela a nueve amigos por correo certi"cado. Al dorso de la oracin (que era largusima) vena lo ms emocionante: te explicaban lo que les haba pa-sado a las personas que no haban hecho caso. Eran unas maldades buensimas, las mejores desgracias que escuch nunca!

    Es el da de hoy que no me puedo olvidar del pobre John Saldvar, de Denver (Colorado) quien, creyendo a esta cadena una broma de mal gusto, no solo no cumpli con los reenvos sino que la bot al retrete. Qu miedo ms grande me daba esa frase. Yo no tena la ms puta idea de lo que signi"caba bot al retrete, pero me pareca terrible que John Saldvar hubiera hecho semejante barbaridad. Adems, lo que

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    le pas a este hombre fue escalofriante: dos das ms tarde del asunto del bot, John fue despedido de su empleo, una semana despus su esposa lo abandon por alguien ms joven y al mes, ms o menos, muri arrollado por un carro. Qu hijos de puta, con cun-tos argumentos te convencan. La carta tambin te informaba sobre la enorme suerte que haban tenido los que s haban cumplido el mandato, pero eso ya no es tan divertido de contar.

    Me acuerdo que me puse enseguida a copiar las nueve cartas y a pensar en los amigos que elegira para mandrselas, empezando por el Chiri. Iba por la ter-cera copia a mquina, y entonces Roberto me dijo que aquello de las cadenas postales era un tongo del correo para que los incautos gastaran en estampillas.

    Por qu! Con qu necesidad haba que bajar de un hondazo las ilusiones de un chico? Qu le im-portaba a Roberto si el correo ganaba ms o perda menos? Y qu saba el seor Weigandt, director de la Revista Selecciones, si yo quera saber la versin cien-t"ca del dj vu? Con qu derecho se investigan y se publican estas cosas? Los cient"cos deberan tener prohibido meterse en asuntos que no sean claramen-te bene"ciosos para la Humanidad. Que se dejen de joder buscndole la quinta pata a los fantasmas, al I-Ching y a la luz mala. Dejen vivir, seores de la cien-cia! Por qu carajo no se ponen las pilas y descubren, de una vez por todas, la pastilla para no tener que baarse? Eso s que es til y hace aos que la estamos esperando.

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    Cuando mi padre me dej solo en el comedor se-gu escribiendo, una a una, las nueve copias del Sa-grado Sacramento, para envirselas a nueve amigos y que se cumpliera para ellos el milagro bueno, no el de John Saldvar. Pero a la sexta copia, empec a sentir un dj vu bastante cansino y muchas ganas de hacer otra cosa. Di vuelta la hoja en la mquina y me puse a inventar un cuento.

    *

    Hace tiempo, cuando todava vivamos en Bar-celona, rescat de la basura una Lxicon 80 igual a aquella de mi infancia. Haba cuatro, esperando que pasara el camin de la basura. Solamente me traje una para que Cristina, mi mujer, no me tomara por loco. Si hubiera vivido solo me las traa a todas, por-que la mquina de escribir es, de las cosas que no res-piran, lo que ms quiero en este mundo. Pero sobre todo me fascina esta, la Lxicon de Olivetti, porque reproduce los anhelos de mi infancia. Mil veces me levant descalzo de una siesta y persegu el ta-ca-tc que llegaba desde el comedor de Mercedes.

    Cuando tena cuatro aos no haba maravilla ms grande que ver a Roberto sentado frente a su mqui-na, escribindole cartas a la Direccin General Impo-sitiva. Yo arrastraba una silla blanca y me trepaba para verlo. La "la de hormigas elegantes que apareca en la hoja se detena nicamente cuando l se morda un labio; el de abajo. Y cuando levantaba las cejas volva

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    el sonido de la marcha: ta-ca-tc, ta-ca-tc... Lo que ms me gustaba era que llegara al "nal de una lnea, porque el mejor de todos los ruidos era el timbre del salto de carro: haba que mover el rodillo o las hor-migas se podan caer, desde la hoja hasta el suelo, y poda ser fatal.

    En aquellos tiempos lo nico que yo quera de mi vida era aprender ese arte; senta que el artefacto, macizo, gris, y ms que nada poderoso, era el mejor juguete que exista sobre la tierra. Y que saber usarlo por diversin sera, por lgica, el mejor de los juegos humanos.

    Cristina, no s por qu telepata, puso la Lxicon hurfana que rescat de la basura en un sitio privile-giado de la casa. Cuando nos mudamos a este pueblo de Catalua la mquina viaj con nosotros: desde entonces la miro todos los das, porque est en el es-tudio donde escribo, debajo de la mquina del caf. Y cada vez que lo hago, mi cabeza vuelve a Mercedes, a la poca en que oa el traqueteo en el comedor, y vuelvo a sentir en la parte de atrs de la nuca esa im-paciencia por aprender a escribir.

    Cuando yo tena cuatro aos me fascinaba que las personas grandes se quedaran en silencio frente a las hojas incmodas de La Nacin, y que movie-ran los ojos para leer. Una vez, solo en el bao, quise repetir el gesto adulto y entonces no me entretuve con los dibujos de Trudy ni los de Quintn Garca, sino con las letras indescifrables de los titulares. Las mir "jo, como si el proceso de leer no llegara desde

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    la comprensin, sino de una postura determinada de los ojos como los estereogramas que estuvieron de moda en los noventa, pero no ocurri ningn mi-lagro. Me concentr en una letra (entonces no saba que se llamaba la jota) y pens algo demasiado enfer-mizo: pens que los mayores tampoco vean nada en aquellos garabatos, y que en realidad se burlaban de m todo el tiempo para despus, a solas, divertirse a costa de mi ingenuidad. Tambin supuse que crecer signi"caba que a determinada edad me dejaran in-gresar al grupo de los chistosos, y que entonces yo estara obligado a repetir esa broma con mis propios hijos. Y que en eso consista todo. Todo era, digamos, la vida y sus quehaceres.

    Debo haberle roto mucho las bolas a Roberto para que me enseara el truco; se lo deb haber im-plorado hasta con espanto, porque esa misma tarde apareci en casa un libro que se llamaba Upa, y al da siguiente, dos aos antes de que empezara mi escuela primaria, mi pap us la Lxicon 80 para ensearme todo lo que s.

    Yo no s si Roberto supo que aquel ao, el setenta y cinco, me divert como un chancho. No s si supo que cuando yo tena cuatro aos buscaba un gesto en sus ojos, y que la curiosidad que yo tena por apren-der quedaba en desventaja frente a las ganas de que l hiciera el gesto de triunfo, que era el de levantar las cejas y decir muy bien, negrito, muy bien, y des-pus buscar en mi mam, en los ojos de ella, la otra mitad de la gloria.

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    Yo aprend a leer y escribir en el comedor de casa, mientras se frean las milanesas en la cocina. Roberto volva de trabajar a las ocho. Y yo lo esperaba con el libro Upa en la mano, sentado frente a la Olivetti, para que me explicara ms. Ninguna noche lleg tan cansado como para decir hoy no. Cuando l abra la puerta y dejaba el portafolios en el silln, se encon-traban dos grandes obsesiones: la ma por entender, y la suya por que entendiera.

    Cuando me fui a vivir a otro pas tuve que ex-plicarle (esta vez yo profesor, l alumno) cmo ha-cer para encender una webcam, cmo encontrar una foto perdida de su nieta en la maraa del escritorio de Windows, y de qu manera se abren las cuentas de Gmail. Y cada vez que le escriba esos trucos pe-lotudos sobre informtica bsica, senta que le estaba devolviendo un poco de lo que me dio en el setenta y cinco. Pero me fue imposible equilibrar, o pagar esa deuda, ni aunque l hubiera vivido mil aos. Porque, sin saberlo, Roberto me ense las dos cosas que to-dava hago con ms tenacidad: leer y escribir.

    Ahora, que en el estudio de mi casa hay una Lxi-con y tambin hay una hija de pocos aos, tengo de-lante de mis narices la nica tarea fundamental de la paternidad: trasmitir pasin. Y vuelvo a sentir en la parte de atrs de la nuca esa impaciencia, esa alegra desbordada, como si otra vez tuviese un metro de al-tura y las letras de la Olivetti fuesen garabatos por conquistar.

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    *

    Cuando naci la Nina, en el dos mil cuatro, no tuve ganas de escribir ni de hablar sobre otra cosa que no fuese el descubrimiento de la paternidad. Yo mis-mo notaba, en los ojos de todos, el cansancio de mi discurso baboso. Con el tiempo consegu calmar el borbotn, al menos de puertas para afuera. Cuando mi hija estuvo a punto de cumplir tres aos, es decir, cuando iba a empezar la escuela, decidimos irnos de Barcelona, que es una ciudad preciosa pero inmensa, para buscar un pueblo chiquito. Una casa con pasto, un lugar con animales cerca.

    Yo siempre cre que una buena parte de mi fe-licidad infantil tuvo que ver con haber crecido en Mercedes, y probablemente con que mi abuelo Sal-vador haya vivido en una quinta. Y ms tarde, en la juventud, con haber ido a un colegio con los mismos compaeros desde el principio. Le tengo un respe-to irracional a la amistad temprana, a conocer a mis amigos desde la primera infancia. Con el Chiri tene-mos recuerdos lcidos, limpios, que tienen ya ms de treinta aos. Y a Guillermo, que viene a mi casa todos los sbados a jugar, le recuerdo la cara desde hace cuarenta. Con ellos no hay, no existe, la posibi-lidad del aburrimiento. Solo claridad y placer. Llega un punto en que la serenidad es tan enorme, y la con-versacin tan #uida, que es complicado, ms tarde, no confundir una charla comn con un pensamiento en solitario.

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    Cuando cumpl dieciocho y me fui a Buenos Ai-res (una ciudad preciosa, pero inmensa) entend que la amistad de las grandes capitales era menos antigua y ms frgil. Quiz porque los amigos infantiles se perdan en la maraa, y los amigos nuevos se haban conocido de grandes. Los chicos de las ciudades nu-merosas hacen el jardn en un barrio, la primaria en otro, el secundario ms all... Se pierden el rastro, cambian mucho de colectivo. El tango Tres amigos da fe de esta desgracia:

    Dnde andars, Pancho Alsina?Dnde andars, Balmaceda?Yo los espero en la esquinaDe Surez y Necochea.

    Hoy ninguno acude a mi cita.Ya mi vida toma el desvo.La guardia vieja me gritaQuin ha dispersado aquel tro?

    Pobre cantor de Buenos Aires: sus amigos tam-bin haban cambiado de colegio... Pero no les pasa a todos, claro. Algunos tienen la suerte de la perse-verancia, o del anhelo, o de la casualidad, y entonces hay reencuentros felices. Pero son los menos. En ge-neral, el medio ambiente de las capitales no ayuda a la germinacin de la amistad temprana y para siempre.

    Y despus est el asunto del pasto. Y el asunto del ro. Y el asunto de los aromas. Crecer en los pueblos

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    tiene algunas desventajas (la antena de Mercedes no sintonizaba Canal Dos, por ejemplo) pero tambin produce un provecho lento que se descubre con los aos. El olor de las lombrices cuando levants la bal-dosa, los barriletes de caa, juntar huevos calientes mientras te mira la gallina madre, pisar hormigueros y sentirse un dios malvado. Sentirse sucio, sentirse lejos de casa, del otro lado de un ro.

    O la multitud de madres y padres. Eso tambin. La cercana de las casas de los amigos te convierte, tambin, en hijo de otra gente. Y te ayuda a querer a otros padres (que son otros mundos), a conocerlos en la intimidad y en la sobremesa. Alfredo y Mari Basilis fueron, para m, lo que Chichita y Roberto han sido para el Chiri. Tambin Hugo y Gloria, los padres de Guillermo. Otros ojos que nos vieron cre-cer, y siguieron all siempre. Y otras habitaciones, y otros estofados.

    Entonces, en el ao dos mil siete, nos mudamos a Sant Celoni, un pueblito de quince mil habitantes en la montaa. Nuestra casa est justo al "nal del pue-blo, en el punto exacto donde el asfalto se convierte en bosque. La Nina vuelve sucia del jardn. Su abuelo la lleva a buscar hongos. Sus amigos del cole tienen padres que son de ac, de toda la vida. Cuando llueve hay barro, cuando nieva hay silencio. Y tambin pe-rejil en la ventana de la cocina.

    Claro que la ecuacin no tiene por qu funcio-nar como una magia. Vivir en un pueblo no es la receta de ninguna felicidad, ni tampoco las ciudades

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    escupen moldes de chicos tristes. Pero hay algo, en mis propios recuerdos de la infancia, que me lleva a repetir el idntico camino de una esperanza. Es como plantar una semilla en tierras propicias. Hay egosmo en todo esto, porque solamente puedo relacionarme profundamente con personas que han tenido una in-fancia feliz. Y eso no tiene nada que ver con la geo-grafa. Solamente es suerte. Pero yo quiero ser amigo de la Nina, cuando seamos grandes.

    Por eso, cuando vuelve del cole todos los das a las cinco, la veo entrar a casa y le pregunto si jug con los chicos, le pregunto cmo se llaman sus mejores ami-gos, quiero saber si se divirti como un chancho en el patio. La pregunta es otra, por supuesto. La pregunta verdadera es: Sembraste muchos chiris esta maa-na, Nina? Le pusiste agua a todos tus guillermitos?.

    Ella me dice que s, por suerte. Siempre me dice que s. Y yo cruzo los dedos para

    que sea verdad y entonces, un da, a ella tambin le ocurra el milagro.

    *

    Todo lo bueno que me pas y me pasa tiene que ver con ese destino no buscado. Pero nadie sabe si el milagro es el correcto. No hay menos amor en los intereses de otros padres. El mo, que se dedicaba a la gestin impositiva y a los deportes, hubiera preferido que yo fuera ms espabilado con los nmeros y con el cuerpo.

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    No te das cuenta de que con la plata que te gasts en "guritas te podras comprar dos pelotas de cuero por semana y salir a patear? me deca.

    Ahora estamos en mil novecientos ochenta y uno, tengo diez aos y soy adicto a las "guritas Reino Ani-mal. Si lleno el lbum me gano una pelota de cuero. Yo quiero esa pelota, con gajos negros y blancos, que est colgada en la vidriera del quiosco Pisoni. Por eso compro "guritas. Compulsivamente. Con cada bi-llete que llega a mis manos, con cada moneda, voy y compro paquetes de cinco "guritas. Los abro con nervios, porque me falta solamente una, la sesenta y cuatro. Me falta la tarntula. Nombre cient"co, eu-rypelma californica. Tengo todo el lbum lleno menos esa. La tarntula. A la noche no puedo dormir por-que me carcome el deseo arcnido. Noms me calmo con el ruidito que hago cuando raspo los dientes de arriba contra los de abajo. Pero cuando al "nal me duermo sueo con la tarntula. Sueo que abro un paquete y que ah est. Peluda.

    En la vida de todos los das cambio mis costum-bres. De golpe y porrazo quiero ir a hacer los manda-dos siempre yo, para quedarme con el cambio. Olfa-teo la presencia del dinero, lo necesito para comprar "guritas. Chichita le dice a mi pap, por ejemplo:

    Roberto, and ac enfrente y comprme unos calditos Knorr.

    Voy yo! grito. Dej que voy yo, que pap est ocupado!

    Todos estn felices con mi nueva personalidad.

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    Empiezo a ser el hijo que haban soado tener. Cuan-do no hay nada que comprar en casa, me voy a lo de mi abuela Chola y le toco el timbre con una sonrisa de oreja a oreja.

    Quers que vaya a hacerte los mandados, abuela Chola?

    Si me pide un kilo de pan, le compro tres cuartos. Si me pide leche, le compro La Vascongada que es ms barata. Me quedo con las monedas; me compro "guritas. Pero la tarntula no aparece.

    Al tiempo, adems, me voy poniendo #aco. Es normal, porque hace ms de un mes que no pruebo un sugus, ni un jack, ni una mielcita, ni una gallinita, ni un chicle jirafa. Nada. Todo lo que tengo me lo gasto en "guritas. Compro de a cuatro, de a seis pa-quetes. El quiosquero Pisoni se est construyendo la pieza de arriba gracias a m.

    A la tarde me encierro y doy vuelta las pginas del lbum. Estn todas pegoteadas de plasticola, todos los agujeros llenos, menos uno. Voy pasando las hojas que estn completas y sonro triunfal. La mayora de las "guritas tiene una historia: la cebra me la gan al chupi en el recreo, el ornitorrinco me lo regal mi primo de San Isidro, la anguila elctrica se la afan a Agustn Felli cuando se durmi. Miro el lbum con orgullo, hasta que llego a la hoja que me avergenza. La hoja donde hay un hueco que dice: N 64. La ta-rntula (eurypelma californica).

    Un "n de semana por medio vamos a San Isidro a visitar a mis abuelos ricos. Me gusta ir, me gusta

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    muchsimo ir porque me dan plata. Pero no la plata comn que existe en Mercedes. Me dan billetes que ac no hay, como por ejemplo un verde. El ao pasa-do que tom la Comunin, me dieron un rojo, que mi pap no lo haba visto nunca. Ac en Mercedes solamente te dan monedas, y si te sacs un sobresa-liente con signo te dan un marrn. Con un marrn te comprs cuatro paquetes. Pero con un verde te com-prs veinte paquetes. Es decir, cien "guritas. Mi sue-o es tener un rojo y gastrmelo de golpe en cuarenta paquetes. Eso es doscientas "guritas. Pienso que si te comprs doscientas "guritas, as de golpe, te tiene que aparecer la tarntula, por lo menos cuatro veces.

    Cuando volvemos de San Isidro vengo en el auto apretando un verde que me dio mi abuelo Marcos, que es mi abuelo rico. Paramos en la casa de unos amigos que viven en la ruta. El hijo, Sebastin, me dice que el mayor de los Zanotti, que vive al lado, se sac la tarntula dos veces. Me lo dice con los ojos grandes, porque es lo ms importante que le pas en la vida. No al de Zanotti, a Sebastin.

    De verdad se la sac dos veces?S. Y con una llen el lbum y ya tiene la pelota

    de cuero.Y con la otra qu hizo?A la otra la vende.Qu pide?Pide dos rojos. Pero si sos una chica, pide que

    le mostrs la concha. Yo no tengo ni concha ni dos rojos, as que me

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    vuelvo a casa odiando al de Zanotti. Pero tambin vuelvo a casa pensando que es posible, que la tarn-tula existe. Que no es un invento para que compres "guritas, como dice mi pap. Ese dato, que alguien de Mercedes se sac la tarntula, me vuelve mucho ms compulsivo.

    Al otro da respiro hondo y me gasto el verde en-tero en "guritas. Pisoni, el quiosquero, me quiere a m ms que a la esposa. Incluso me deja ver al tras-luz los paquetes antes de comprarlos. Pero no se ve nada. No se ve un carajo al trasluz. Por el camino voy abriendo los paquetes que me compr y voy diciendo en voz baja la tengo, la tengo, la tengo, la tengo, la tengo, la tengo.... Me dejo tres paquetes sin abrir, para despus de comer. De esa manera sigo teniendo algo por lo que vivir.

    Ceno sin pensar, sin disfrutar, sin levantar los ojos del plato. Me preguntan qu me pasa. No contesto. Antes del postre me voy a la pieza y abro los paquetes que me faltan. La jirafa puta aparece siempre. Estoy harto de ver la jirafa. Tambin sale la boa. Y la "gurita que ms odio de todas las repetidas es el ciempis, porque cuando la vas sacando de a poquito, cuando vas orejeando para darle suspenso, te da la sensacin ptica de que es la tarntula. Entonces el corazn te empieza a latir fuerte, pero enseguida sale entera y es el ciempis. La tengo repetida cuarenta veces al ciem-pis. Pero de la tarntula, otra vez, no hay noticias.

    A la maana del otro da mi mam me pregunta qu pienso hacer con la plata que me dio mi abuelo.

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    Me dice:Qu te parece si te compramos unas zapatillas

    en El Revoltoso. Le digo que me parece muy bien, pero que la pla-

    ta se me acab. Mi mam se pone a llorar. Siempre llora cuando menos te lo espers. Tambin te pega cuando menos te lo espers. Cuando te pega es por-que te mandaste una cagada normal. Pero cuando directamente llora, es porque te mandaste una caga-da gigante. Me dice que soy un imbcil, empieza a buscar el lbum del Reino Animal para romperlo. Me dice que la tengo recontra podrida.

    Cmo te vas a gastar cincuenta mil pesos en "guritas, anormal? me dice llorando. Vos sabs cunto gana tu padre?

    Cuando mi mam llora est ms o menos tran-quila porque se preocupa de llorar y de que no se le vaya la pintura. Pero cuando para de llorar empieza a acordarse de por qu la hiciste llorar, y ah lo mejor es que te esconds porque no te faja despacio. Te faja a lo loco. A lo loco es cuando te faja repitiendo la misma frase mientras te va pegando:

    Vos sabs (zcate) cunto gana (zcate) tu pa-dre (zcate)? as te pega Chichita, y va repitiendo el ritmo: sujeto, chancletazo; predicado, sopapo; objeto directo, chancletazo. Y no te queda otra que hacerte un bollo y esperar que se le acabe la bronca, que es ms o menos en el estribillo catorce.

    Al "nal me voy a llorar a la pieza. Lloro un poco porque me duele, pero ms que nada porque es me-

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    dio humillante que te pegue una mujer. Yo tengo un par de amigos a los que les pega el padre, y me parece ms sensato. Ellos dicen que no, que yo lo que tengo es suerte, y me muestran las marcas. En casa mi pap no me pega nunca. Lo que hace es venir a la pieza despus de que me pega mi mam. Viene y trata de explicarme por qu me fajaron. Lo hace medio en voz baja, porque le da miedo de que mi mam tambin lo faje a l:

    Un poco tiene de razn me dice Roberto. No pods gastarte tanta plata en boludeces.

    No son boludeces, son "guritas le digo, pero hablar llorando es di"cilsimo, porque tens que estar boca abajo y la almohada mojada te hace como un eco y parece la voz de Carozo, el amigo de Narizota.

    Te pods comprar un paquete, dos paquetes, como mucho tres paquetes dice mi pap, que es contador, lo dems lo tens que ahorrar. En la li-breta de ahorro no tens nada.

    Me falta una sola sollozo, la tarntula...Con ms razn. Cuantas menos "guritas te fal-

    tan, las opciones de que te salga la araa es menor.Por eso compro muchos paquetes! le digo a

    la mitad de un puchero. Y no es una araa!No te das cuenta de que con la plata que te

    gastaste en "guritas te podras haber comprado dos pelotas de cuero por semana?

    *

  • 67

    No seor. No hay diferencia entre esa pregunta y la que le hago yo a la Nina cuando vuelve del jardn. Jugaste con los chicos, ya tens una mejor amiga?. Supongo que los padres que han sido felices cerrando un balance sin errores pretenden hijos que aprendan pronto a sumar y multiplicar. Y los que han sido fe-lices con la msica hacen lo posible por darles a los suyos un entorno lleno de pianolas. El amor funciona de ese modo. Tambin la voluntad y el deseo. A m me toc ser feliz gracias a que convers toda la vida con la misma gente. Y a mis obsesiones cambiantes. Cuando se me acab el berretn de la tarntula em-pec a leer, a escondidas, la revista Humor. No me ocultaba porque estuvisemos en una dictadura y los textos de Humor fuesen subversivos, sino porque en-tonces yo tena diez aos y en esas pginas quince-nales haba dibujos de mujeres desnudas y bastantes malas palabras. Cada cual tiene su pequeo gobierno militar, y a m el coronel Chichita me produca ms temor que el general Galtieri.

    Las revistas infantiles de entonces Billiken y Anteojito trataban a los nios como si fuesen dis-minuidos mentales, pero en casa recibamos ambas, porque mi madre crea que troquelar cabildos de car-tn poda ser til para mi futuro. Por suerte, en el negocio de canje de la calle Treinta y Dos te daban una revista Humor vieja por dos nmeros nuevos de Billiken o Anteojito. De este modo conoc a mis pri-meros dibujantes favoritos, y tambin supe que los periodistas y los escritores serios podan tambin ser

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    graciosos y hacer enojar a los malos con buenos chis-tes por la espalda.

    Todos ellos, una tarde cualquiera en mitad de la guerra de las islas Malvinas, tuvieron una idea genial: hacer una revista como la transgresora Humor, pero para chicos. Y entonces naci Humi, que no traa ilus-traciones de prceres en la tapa, sino que se burlaba de las cantantes infantiles de la poca. Stira e irona para nios astutos, en lugar de fechas memorizadas o historietas rancias. El proyecto fue un fracaso y dur muy poco, porque los padres preferan seguir com-prndoles, a sus hijos, cabildos para troquelar.

    Durante las pocas ediciones que dur el encanto de Humi, yo fui un fantico de aquella revista infan-til. Devoraba cada pgina, haca guardia en el quios-co cada tarde para saber si haba llegado el ltimo ejemplar (el quiosquero Pisoni volva a creer en m) y despus me pasaba semanas enteras leyendo y rele-yendo cada artculo, cada vieta; me gustaba el olor de esa revista y todo lo que nos deca. Me fascinaba, sobre todo, que los mismos dibujantes y guionistas de Humor (las mismas "rmas subversivas) tuvieran tiem-po tambin para conversar con gente de diez aos. Y, adems, no tena que esconderme de Chichita para leerlos, porque me hablaban a m; me hablaban di-rectamente a los ojos.

    Esa cercana, esa amistad a destiempo, me dio va-lenta para enviarles una carta agradecindoles el es-fuerzo. No recuerdo esa carta, seguramente escrita en la Lxicon de Roberto y llena de faltas o borrones. Al

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    "nal de la hoja, ya ms distendido, les dejaba el chiste del campesino que cierra la tranquera para que no en-tre el aire. Envi el sobre con emocin, pero tambin con pocas esperanzas. Sin embargo, cuando recib de manos del quiosquero el nmero tres de la publica-cin, quince das ms tarde, all estaba mi chiste.

    Era la primera vez que vea mi nombre impreso. Y ese momento, ahora estoy seguro, fue el resorte ini-cial, el punto de partida de mi o"cio. No lo supe en-tonces, tampoco lo analic ms tarde. Lo supe cuan-do Natalia Mndez, una editora de libros infantiles, preparaba un trabajo universitario y encontr en la pgina cinco de una Humi fechada en septiembre del ao ochenta y dos aquel chiste "rmado con mi nombre y mi apellido. Con generosidad, Natalia escane la pgina y me la envi por correo, sin saber que, al hacerlo, alumbraba un recuerdo que haba es-tado escondido y a oscuras, en el stano de mi me-moria, durante veinticinco aos.

    Descubr la raz de mi vocacin cuando vi esa p-gina amarillenta, que haba dormido tantos aos en alguna hemeroteca de Buenos Aires. Me sorprendi, antes que todo, haber olvidado por completo aquel suceso fundamental de mi infancia. Por qu no lo re-cord nunca antes del mail de Natalia? Y por qu, al recordarlo ahora de repente, han regresado tambin tantas otras cosas alrededor de ese acontecimiento, tantos detalles y relieves, e incluso la certeza de que aquel fue un momento esencial de mi vida y de mi futuro?

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    Ahora, que existe el Word y la impresora, ver tu nombre impreso en papel es fcil y es tambin aburri-do. Pero entonces era casi un prodigio. Muchos suce-sos encadenados deban ocurrir, y adems era preciso que ocurriesen de un modo correcto y sincronizado. Desde el momento en que yo dejaba una carta en el correo con un chiste dentro, y hasta la tarde que la re-vista llegaba a mis manos con el chiste impreso, eran tantas las cosas que tenan que pasar, tanta la suerte y el azar, que yo no crea que pudiera ser posible. El cartero no deba equivocarse ni la carta perderse entre miles, alguien deba abrirla y no echarla al cesto de basura, y, sobre todo, unos seores a los que yo ad-miraba deban leer la carta y el chiste deba gustarles. Despus de eso, que ya era de por s improbable, un tipgrafo deba seleccionar las letras de mi chiste y de mi nombre, y un imprentero multiplicar esa pgina, y unos obreros intercalar los pliegos pares con los im-pares, y un distribuidor repartir la revista por todo el pas, y un camin nocturno llegar a Mercedes, y el quiosquero Pisoni darme un ejemplar, y yo ir hasta la pgina cinco y ver all mi chiste. Y mi nombre.

    Todo eso haba ocurrido en secreto, durante vein-te das hbiles del ao ochenta y dos. Todas aquellas magias haban sucedido sin distracciones ni baches ni excusas, con la serenidad de los milagros cotidianos. Y entonces yo supe, con toda la fuerza de mi alma, que esas eran las cosas que deban ocurrirme muchas otras veces en la vida. No fue un deseo, sino una cer-teza extraa y conmovedora.

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    Yo tena once aos. Comenzaba a estar obsesiona-do con escribir cosas que aparecieran despus en un papel lejano, compuesto por otros, multiplicado por otros, distribuido por otros. Ledo por otros. Cmo pude haber olvidado aquella primera emocin hasta el mail de Natalia Mndez, si de esa emocin surjo, si de esa obsesin estuvieron diseados, despus, todos mis pasos en la vida, cada uno de mis insomnios de tinta y de papel, y mis patologas, y mis incertidum-bres y mis cuentos?

    Desde aquel da todo fue ms fcil, porque por "n supe qu hacer con mis pasiones, supe a dnde te-nan que ir a parar. Desde aquella tarde no pude dejar de escribir, no quise dejar de hacerlo nunca ms. Mi padre se dio cuenta del asunto y habl con su amigo Bustos Berrondo, que diriga un diario en Mercedes. Le pidi un favor complicado que, por suerte, el ami-go de mi padre acept. Fue as como a los trece aos tuve mi primer trabajo de periodista, cubriendo la liga de bsquet para el diario El Oeste. Y me pagaban. Todava me sigue pareciendo increble esa carambo-la: Roberto haba logrado unir sus dos pasiones (la contabilidad y los deportes) fomentando al mismo tiempo mi nica pasin. Ojal yo tenga esa suerte con la Nina. Ojal los milagros ocurran de ese modo.

    Las crnicas deportivas eran semanales y muy cortas. Yo deba resumir el trmite del partido, los mayores anotadores y las incidencias ms importan-tes. Tomaba notas a mano en la cancha, escriba el artculo a mquina en casa letra por letra, usando

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    solamente estos dos dedos que sigo usando ahora y caminaba las cuatro cuadras hasta la redaccin del diario; iba lleno de nervios, ilusionado y feliz. Entraba a la redaccin y quera actuar con naturalidad, pero el corazn se me sala por la boca cada sbado, cada vez que entregaba mi crnica semanal sobre bsquet. Le dejaba la hoja llena de texto a la secretaria, y vea cmo la hoja pasaba de su mano a la mano de otros, y despus de otros ms. As comenzaba el proceso.

    En el diario El Oeste, por supuesto, me pagaban muy poco. En realidad, el verdadero sueldo era ver, al da siguiente, mis palabras impresas en el papel. No dej nunca de hacer aquello (que tambin es esto que hago ahora), y por alguna razn secreta jams en todos estos aos, que son ya muchos, he dejado de divertirme ni de emocionarme a la hora de escribir. O mejor dicho: a la hora de saber que lo que he escrito est siendo ledo por otros, en otra parte, lejos de m. Pero por alguna razn no recordaba el momento en que haba saltado el primer resorte, el primero de to-dos los milagros. Es extrao contar todo esto ahora y de este modo, desde un porttil conectado al mundo sin cables. Es extrao saber que ahora mismo, si quie-ro, presiono este botn de aqu y al instante miles de lectores tienen mis palabras en casa o en la o"cina, en Montevideo, en Veracruz, en Mercedes, sin que nadie se manche las manos de tinta, sin carteros, sin tipgrafos y sin esfuerzos.

    No ha pasado tanto tiempo, solo treinta aos ve-loces, entre una cosa y la otra. No hay mucha diferen-

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    cia entre el chico de campo que esperaba la llegada de una revista desde la Capital y este que soy ahora, el que escribe este prrafo en su casa y a la vez tan lejos de su casa. Aquel chiste, aquel primer chiste impreso de mi infancia, ha regresado despus de mucho tiem-po para decirme que todo est igual, que no se han truncado las emociones, que cada libro nuevo con mi nombre es un milagro idntico al primer milagro, y que el olor de la tinta en el papel no tiene precio. El chico de entonces, el gordito aquel que caminaba las cuatro cuadras con el corazn en la garganta y el texto novato entre las manos, un poco encorvado tambin, para que no se le notaran las tetas, el que deseaba que la vida futura estuviese llena de tinta y de palabras, puede dormir tranquilo.

    *

    Como promediaba la dcada de los ochenta, lle-gu justo a tiempo para vivir, oler y recordar cmo se hacan los peridicos antes del PageMaker y de la era digital. Ah viene el gordito culn, decan los mu-chachos de la imprenta, llenos de tinta hasta las ore-jas. Conoc las redacciones antiguas, donde no haba computadoras sino Olivettis de carro ancho; entr a las salas de revelado; conoc el sonido de las Garaventa cuando se atascaban. Ojo que llega pancuca, decan los imprenteros al verme llegar. Fui contemporneo de tres o"cios que ya han desaparecido para siempre: el linotipista, el tipgrafo y el estereotipista. Y, sobre

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    todo, sufr durante muchos sbados los chistes humi-llantes que, sin maldad, me ofrecan los obreros de estos tres o"cios. Como cualquier chico gordo, tengo in"nidad de malos recuerdos alrededor del asunto. Y siempre el primero es el que duele ms. Una vez, en un recreo, alguien not que yo tena tetas. Y otro, que estaba en el mismo grupo, dijo:

    Tens suerte, Gordo, pods tocar una teta cuando quieras.

    Me lo dijo de verdad, no era un chiste. Esa ma-ana yo tena siete aos y estaba enamorado de Paola Soto. A la noche me mir al espejo y me pregunt cmo era posible tener ms tetas que el amor de mi vida. No me pareci bueno experimentar el romanti-cismo en desventaja.

    Aunque hubiera podido, jams utilic el sobre-peso como arma arrojadiza. Ni el panzazo al adver-sario distrado, ni arrojarme encima del enemigo y as"xiarlo. Con el tiempo, en cambio, me convert en comediante. Desarroll la irona y la autocrtica. Me rea de m mismo con enorme esfuerzo y logr ser un gran observador del defecto ajeno. Encontraba fallos en todo el mundo. En todos menos en Paola Soto, que era perfecta.

    Paola Soto no tena tetas, pero tampoco le ha-can falta. Tena algo mucho ms sutil: tena, para mi gusto, la mejor risa de la escuela. Su felicidad obraba con el mismo retraso que el trueno y el relmpago. En la tormenta, primero aparece el dest