Descola Philippe 2005 Lo salvaje y Lo doméstico

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Descola Philippe. 2005. Par Par Par Par-delà nature et culture delà nature et culture delà nature et culture delà nature et culture . Editions G allimard. Paris. 617 pp. C ap I :La N ature en trompe l´œ il. Parte 2 : Le sauvage et le domestique. Le sauvage et le domestique. Le sauvage et le domestique. Le sauvage et le domestique. Pp 58-90. T raducido por Bernarda M arconetto para lasasignaturas: A rqueología de la C om plejidad Social,y A rqueología y N aturaleza.C arrera de A ntropología U N C . L O O O O S A LV A JE Y A LV A JE Y A LV A JE Y A LV A JE Y L O O O O DOMÉ ST IC O OMÉ ST IC O OMÉ ST IC O OMÉST IC O Henri Michaux no tenía aun treinta años cuando emprendió la visita al país de un amigo ecuatoriano al que había conocido en Paris. T entado por la aventura y a pesar de su frágil salud, decidió en 1928 regresar a Francia por los ríos de la Amazonía: un mes en piragua expuesto a las lluvias y los mosquitos por el río N apo hasta Marañon y luego el confort relativo de un pequeño vapor brasilero para descender el Amazonas durante tres semanas hasta su desembocadura. Fue allí en Belém do Pará que se sitúa la siguiente escena: U na mujer joven procedente de Manaos que se encontraba a bordo con nosotros, al entrar en la ciudad esta mañana y pasar por el G ran Parque suspiró aliviada -“A h! Por fin la naturaleza!”. Sin embargo acababa de llegar de la selva. En efecto, para esta ciudadana de la Amazonía, la selva no es un reflejo de la naturaleza sino un caos inquietante por el cual no suele pasear, rebelde a todo tipo de “apprivoisem ent1 , y que no le genera un placer estético. C on sus palmeras alineadas, sus cuadros de pasto bien cortado, entre los que se alternan árboles de mangos, glorietas, arreglos de bambú, la plaza principal de Belém ofrece la garantía de una alternativa. Plantas tropicales ciertamente, pero manejadas por la labor de los hombres, triunfos de la cultura sobre el salvajismo selvático. Este gusto por los pasajes bien cuidados, lo reencontramos 1 N del T . En francés existen dos verbos A pprivoiser y D om estiquer A pprivoiser y D om estiquer A pprivoiser y D om estiquer A pprivoiser y D om estiquer que describen tipos de vínculos diferentes entre humanos y no humanos. N o significan exactamente lo mismo. N o hay traducción exacta al castellano para “apprivoisé apprivoisé apprivoisé apprivoisé ”, suele traducirse como doméstico aunque es claramente diferente. Ejemplo, un pájaro que viene recurrentemente a un comedero en el jardín puede aplicar a “apprivoisé”, sin embargo no se lo considera doméstico. En adelante este término se empleará en francés en la traducción para no generar confusión.

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Descola Philippe. 2005. ParParParPar----delà nature et culturedelà nature et culturedelà nature et culturedelà nature et culture. Editions G allimard. Paris. 617 pp. C ap I : La N ature en trompe l œ il. Parte 2 : Le sauvage et le domestique. Le sauvage et le domestique. Le sauvage et le domestique. Le sauvage et le domestique. Pp 58-90. T raducido por Bernarda M arconetto para las asignaturas: A rqueología de la C om plejidad

Social, y Arqueología y N aturaleza. C arrera de Antropología U N C.

LLLLO O O O SSSSA LV A JE Y A LV A JE Y A LV A JE Y A LV A JE Y LLLLO O O O DDDDOMÉST IC OOMÉST IC OOMÉST IC OOMÉST IC O

Henri Michaux no tenía aun treinta años cuando emprendió la visita al país de un amigo ecuatoriano al que había conocido en Paris. T entado por la aventura y a pesar de su frágil salud, decidió en 1928 regresar a Francia por los ríos de la Amazonía: un mes en piragua expuesto a las lluvias y los mosquitos por el río N apo hasta Marañon y luego el confort relativo de un pequeño vapor brasilero para descender el Amazonas durante tres semanas hasta su desembocadura. Fue allí en Belém do Pará que se sitúa la siguiente escena:

U na mujer joven procedente de Manaos que se encontraba a bordo con nosotros, al entrar en la ciudad esta mañana y pasar por el G ran Parque suspiró aliviada -“Ah! Por fin la naturaleza!”. Sin embargo acababa de llegar de la selva.

En efecto, para esta ciudadana de la Amazonía, la selva no es un reflejo de la naturaleza sino un caos inquietante por el cual no suele pasear, rebelde a todo tipo de “apprivoisem ent”1, y que no le genera un placer estético. C on sus palmeras alineadas, sus cuadros de pasto bien cortado, entre los que se alternan árboles de mangos, glorietas, arreglos de bambú, la plaza principal de Belém ofrece la garantía de una alternativa. Plantas tropicales ciertamente, pero manejadas por la labor de los hombres, triunfos de la cultura sobre el salvajismo selvático. Este gusto por los pasajes bien cuidados, lo reencontramos

1 N del T . En francés existen dos verbos Apprivoiser y D om estiquerApprivoiser y D om estiquerApprivoiser y D om estiquerApprivoiser y D om estiquer que describen tipos de vínculos diferentes entre humanos y no humanos. N o significan exactamente lo mismo. N o hay traducción exacta al castellano para “apprivoiséapprivoiséapprivoiséapprivoisé”, suele traducirse como doméstico aunque es claramente diferente. Ejemplo, un pájaro que viene recurrentemente a un comedero en el jardín puede aplicar a “apprivoisé”, sin embargo no se lo considera doméstico. En adelante este término se empleará en francés en la traducción para no generar confusión.

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en las decoraciones de los salones, hoteles y restaurantes de las pequeñas ciudades del amazonas: en los muros cubiertos de humedad, no son mas que pastos en canteros floridos, casas de campo enterradas en la arboleda, o austeros arreglos de cipreses en jardines a la francesa, símbolos de exotismo sin duda pero contrastes necesarios a la gran proximidad de una vegetación desenfrenada. Mas allá de la compañera de viaje de Michaux, no hacemos acaso nosotros distinciones elementales en nuestro entorno, según lleven o no las marcas de la acción humana?. Jardín y selva, campiña y páramo, terrazas o montes, oasis y desierto, pueblos y sabana, y tantos pares que corresponden a oposiciones hechas por los geógrafos entre lo habitado y lo salvaje, entres los lugares que los hombres frecuentan cotidianamente y en los que se aventuran raramente. ¿Podríamos acaso decir que la ausencia en muchas sociedades de una noción homóloga a la idea moderna de naturaleza, no es más que una cuestión semántica, ya que, siempre y en todas partes, habríamos sabido hacer la diferencia entre lo doméstico y lo salvaje, entre espacios fuertemente socializados y entre otros que se desarrollan independientemente de la acción humana?. A condición de considerar como culturales las partes del ambiente modificadas por el hombre, y como naturales las que no lo son, la dualidad naturaleza y cultura podría salvarse del pecado de etnocentrismo, establecerse sobre bases más sólidas, fundadas sobre una experiencia de un mundo en principio accesible a todos. Sin duda, la naturaleza no existe, para el bien de los pueblos, como un dominio ontológico autónomo, pero lo salvaje que tomaría ese lugar, entre ellos y entre nosotros, podría marcar una diferencia, topográfica al menos, entre lo que revela humanidad y lo que la excluye.

Espacios nóm ades Espacios nóm ades Espacios nóm ades Espacios nóm ades N ada es más relativo que el sentido común, sobretodo en lo que refiere a la percepción y uso de espacios habitados. Es dudoso en principio que la oposición entre lo salvaje y lo doméstico tuviera sentido en el período que precede a la transición neolítica, es decir durante la mayor parte de la historia de la humanidad. Y si bien el acceder a la mentalidad de nuestros ancestros del paleolítico no es posible, podemos al menos considerar la manera en la que cazadores-recolectores contemporáneos viven su inserción en el ambiente. Subsistiendo de plantas y animales, de los que no manejan ni su reproducción ni su demografía, tienden a desplazarse al ritmo de las fluctuaciones de los

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recursos, a veces abundantes, pero casi siempre distribuidos de modo desigual según el lugar y las estaciones. Los Eskimos N etsilik, nómades que ocupan cientos de kilómetros al noroeste de la bahía de Hudson, dividen su año en al menos cinco o seis etapas. La caza de la foca en el mar helado desde fines del invierno hasta la primavera, la pesca en diques de los ríos durante el verano, la caza del caribú en la tundra a principios del otoño y la pesca en los ríos recientemente helados al principio del otoño (octubre). V astas migraciones exigen familiarizarse a intervalos regulares con nuevos lugares, o reencontrar los antiguos hábitos y refugios de sitios en los que se hubieron establecido otras veces fijados en la memoria. En el otro extremo climático, el margen de maniobra de los San! K ung de Botsw ana en más restringido, ya que en el ambiente árido del K alahari dependen del acceso al agua para establecer su hábitat. La movilidad colectiva de los Eskimos no les es posible y cada banda tiende a fijarse cerca de un punto de agua permanente; sin embargo los individuos circulan sin cesar entre los campos y pasan una gran parte de su vida desplazándose en territorios en los que no habían estado antes, por tanto necesitan aprehenderlos continuamente. T ambién es el caso entre los Pigmeos Ba Mbuti de la selva de Ituri: si cada banda establece sus campamentos sucesivos en el seno de un mismo territorio, entre límites reconocidos por todos, la composición y el número de bandas y equipos de caza, varía sin cesar a lo largo del año. En la selva ecuatorial o en el gran norte, en los desiertos del África austral o del centro de Australia, en todas estas zonas llamadas “marginales”, por las que durante largo tiempo nadie ni soñó disputar a los pueblos cazadores, es el mismo tipo de relación que predomina. La ocupación del espacio no se irradia a partir de un punto fijo, sino que se despliega como una red de itinerarios señalados por altos más o menos puntuales y más o menos recurrentes. C iertamente, y como Mauss lo remarcó a principios del siglo XX al hablar de los Eskimos, la mayor parte de los pueblos cazadores recolectores divide su ciclo anual en dos fases: un período de dispersión en pequeños grupos móviles, y un periodo bastante breve de concentración, que ofrece la ocasión de una vida social mas intensa y permite el desarrollo de los grandes rituales colectivos. Sería sin embargo poco realista equiparar este reagrupamiento temporario a un pueblo, es decir como un centro regularmente reactivado sobre el territorio aledaño: los parajes son sin dudas familiares y reencontrados con alegría, pero la nueva visita no constituye sin embargo un espacio domesticado que contrasta con la falta de normas de los lugares salvajes visitados durante el resto del año. Socializado en todo sentido, en tanto recorrido sin pausa, el ambiente de los cazadores recolectores itinerantes, presenta en todas partes, las trazas de eventos desarrollados que

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reviven hasta el presente antiguas continuidades. Marcas individuales, en primera instancia, dando forma a la existencia de cada uno de los múltiples recuerdos asociados: los restos a veces a penas visibles de un campo abandonado, un hueco, un árbol singular o un meandro que recuerda el lugar de persecución o la muerte de un animal; el reencuentro de un lugar en el que se fue iniciado, en el que se casó, o algún lugar en el que se parió; el lugar en el que perdimos un pariente y que, a veces, debe ser evitado. Pero estos signos no existen en ellos mismos como testigos constantes de una demarcación del espacio; son más bien firmas fugaces de trayectorias biográficas, legibles solamente por quien las depositó y por el círculo de quienes comparten con él la memoria íntima de un pasado reciente. Es verdad que en ocasiones, algunos rasgos sobresalientes del ambiente, son dotados de una identidad autónoma que los hace portadores de una significación idéntica para todos. Es el caso en Australia central, donde pueblos como los W arlpiri, ven en las líneas del relieve y los accidentes del terreno (colinas, rocas, salinas, arroyos) la traza dejada por las actividades y peregrinaciones de seres ancestrales que se metamorfosean componiendo el paisaje. Sin embargo, estos sitios no son templos petrificados o cunas de civilización, sino la impronta de recorridos efectuados a lo largo del “tiempo de los sueños”, por los creadores de los seres y de las cosas. N o tienen significación más que ligados los unos a los otros en itinerarios que los Aborígenes reproducen sin fin, superponiendo inscripciones efímeras de su paso a aquellas, más tangibles, de sus ancestros. Es la misma función de los mojones o hitos que los Inuit establecen en el ártico canadiense. Señalando un sitio antes habitado, a veces una tumba, o materializando zonas de abatimiento de caribúes, estos montículos de piedra son edificados de modo que evocan en la lejanía la silueta de un hombre parado; su función no es domesticar el paisaje, sino recordar antiguos recorridos y servir de referencia para los desplazamientos actuales. Decir de los pueblos que viven de la caza y la recolección que perciben en su ambiente como “salvaje” – en relación a una domesticidad, que les sería difícil definir- implica negarles la conciencia de que modifican la ecología local a lo largo del tiempo, con sus técnicas de subsistencia. Desde hace algunos años por ejemplo, los Aborígenes protestan ante el gobierno australiano contra el uso del término “w ilderness” para calificar los territorios que ocupan, ya que permite crear reservas naturales contra su voluntad. C on su connotación de Terra N ullius, de naturaleza original y preservada, de ecosistema a proteger contra de las degradaciones antrópicas, la noción de “w ilderness” rechaza ciertamente la concepción de ambiente, que los Aborígenes han forjado y las

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relaciones múltiples que tejen con él, pero sobre todo ignora las sutiles transformaciones a las que lo han sometido. C omo decía un líder de los Jaw oyn del T erritorio N orte, cuando parte de sus tierras fue convertida en una reserva natural: “el parque nacional N itmiluk no es un espacio salvaje (… ), es producto de la actividad humana. Es una tierra moldeada por nosotros a lo largo de decenas de milenios, a través de nuestras ceremonias y nuestros lazos de parentesco, por las quemas y por la caza”. Para los Aborígenes, como vemos, como para tantos otros pueblos que viven de la predación, la oposición entre salvaje y doméstico no tiene gran sentido, no sólo por que no hay especies domesticadas, sino sobre todo por que la totalidad del ambiente recorrido es habitado como una gran vivienda espaciosa y familiar, arreglada según la voluntad de generaciones, con una discreción tal que el toque aportado por los inquilinos sucesivos se tornó casi imperceptible. La domesticación no implica un cambio radical de perspectiva, en tanto la dimensión móvil persiste: es lo que testifica la aprehensión del espacio por los pastores itinerantes que presentan en este sentido más afinidades con los cazadores-recolectores que con los criadores sedentarios. Es verdad que los ejemplos de verdadero nomadismo son raros sobretodo después de uno o dos siglos de expansión de pueblos sedentarios en perjuicio de éstos. Es por ejemplo el caso de los Peuls W odaabe que se desplazan durante todo el año en el Sahel nigeriano con sus tropillas. La amplitud de sus movimientos es variable: menor durante la estación seca, durante la cual giran en torno a los pozos y de los mercados del pueblo Haoussa, haciendo pastar sus animales sobre los terrenos baldíos de los agricultores; mayor durante el invierno que los ve emprender una vasta migración hacia las ricas pasturas del Azaw ak o de T adess. Sin residencia fija se contentan en todas las estaciones de un recinto no cubierto formado por un cerco semicircular de espinosas, abrigo efímero que se distingue a penas sobre el horizonte de los pequeños arbustos de la estepa. Este modelo de trashumancia anual es la norma en varias regiones del mundo. A sí la tribu Basseri del sur de Irán, se desplaza en masa hacia el norte en primavera, para instalar sus tiendas durante el verano sobre los pastos de K uh-i-Bul; retornando en otoño para hibernar en las colinas desérticas al sur de la villa Lar, cada trayecto dura entre dos y tres meses. Si el lugar de los campamentos cambia casi todos los días durante las migraciones, los grupos de tiendas son menos móviles durante el verano y el invierno, cuando son sobretodo diferencias entre familias las que provocan fisiones. C erca de quince

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mil personas y varios cientos de miles de animales – cabras y ovejas sobre todo- están implicadas en estas migraciones, en una franja de territorio de quinientos kilómetros de largo, por sesenta de ancho. Llamada il-rah, la ruta de trashumancia es considerada por los Basseri como de su propiedad y reconocida por las poblaciones locales y las autoridades como un conjunto de derechos concedidos a los nómadas: derecho de paso sobre las rutas y tierras no cultivadas, derecho de pastura fuera de los campos y derecho de sacar agua de todas partes, salvo de pozos privados. Esta forma de ocupación del espacio ha sido interpretada como un ejemplo de compartir un mismo territorio de sociedades distintas, tanto nómadas como sedentarias. Pero podemos también aprehender el sistema del il-rah a la manera australiana, es decir, como una apropiación de ciertos itinerarios en el seno de un ambiente sobre el cual no se busca ejercer un control: la vida de grupo y la memoria de su identidad se encadenaría menos a una extensión concebida como un todo que a puntos singulares que año tras año escalonan sus trayectos. C ompartida por muchos pastores nómadas del Africa Saheliana y del N ilo, de medio oriente y del A sia C entral, tal actitud parece excluir toda oposición trazada entre un espacio antropizados y un ambiente perpetuándose fuera de la intervención humana. La distinción en el tratamiento y clasificación de los animales según sean o no dependientes hombre, no se acompaña entonces necesariamente de una distinción entre salvaje y doméstico en la percepción y uso de los lugares. Pero sin embargo, diríamos que tal dicotomía pudo imponerse a los nómadas desde el exterior. Q ue posean o no animales de cría que subsistan principalmente de la caza o tal vez la recolección, los pueblos itinerantes se encuentran en efecto confrontados a la necesidad de entablar con comunidades sedentarias en sus territorios y pueblos que presentan una diferencia manifiesta con su propio modo de ocupación del espacio. Estos lugares perennes pueden ser etapas de recorridos a negociar o ciudades con mercados entre los pastores, pueden formar áreas periféricas de recursos, como en el caso de los Pigmeos, que intercambian sus presas por productos cultivados de sus vecinos agricultores, o tornarse como puntos ocasionales de abastecimiento como lo fueron las primeras misiones entre los Yaghan y los Ona de tierra del fuego, o los “almacenes” (com ptoir) para los pueblos del ártico y del subártico canadiense. Se encuentren en los bordes de las zonas de desplazamientos o enclavados en su interior, estos sitios no sabrían constituir para los nómadas modelos de vida doméstica, en tanto los valores y las reglas

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que las rigen les son extrañas. Y si quisiéramos a la fuerza conservar en estos casos la oposición entre salvaje y domestico, haría falta entonces, paradoja absurda, invertir la significación de los términos: los espacios “salvajes”, la selva, la tundra, las estepas, todo esos espacios tan familiares como los rincones de la casa natal, estarían en realidad del lado de lo doméstico, en contraste con aquellos confines estables aunque poco amenos, donde los nómadas no son siempre bien recibidos.

El huerto y la selvaEl huerto y la selvaEl huerto y la selvaEl huerto y la selva

Franqueemos el cerco de las tierras cultivadas, para ver si la oposición entre los dos términos “salvaje” y “domestico” se vuelve creíble entre quienes el trabajo del campo los limita a un sedentarismo relativo. Es el caso de los A chuar, por contraste con los pueblos nómadas o trashumantes, estos horticultores del A lto Amazonas se establecen por largo tiempo en el mismo lugar, entre diez y quince años promedio. N o es el agotamiento de los suelos lo que los impulsa a instalarse en un nuevo sitio, sino la disminución de las presas en los alrededores y la necesidad de reconstruir casas cuya vida útil es limitada. Los A chuar poseen una larga experiencia en el cultivo de plantas. C omo lo demuestra la diversidad de especies que prosperan en sus huertos, una centena en los mejor provistos, y el gran número de variedades estables, entre sus especies principales. U na veintena de tipos de batata, otro tanto de mandiocas y bananas. Se demuestra también en el lugar relevante que las plantas cultivadas ocupan en la mitología y el ritual, así como la fineza del saber agrícola desplegado por las mujeres, maestras incontestables de la vida de los huertos.

La arqueología confirma la gran antigüedad del cultivo de plantas en la región, ya que fue en un sector de pie de monte próximo al actual hábitat de los A chuar, que fueron encontrados los primeros restos de maíz de la cuenca del amazonas, remontándose a mas de cinco mil años. N o se sabe aún si se trata de una cuna autónoma de domesticación. Por otra parte diversos tubérculos tropicales muy utilizados actualmente son originarios de las tierras bajas de América del sur, cuyos primeros ocupantes tienen algunos milenios de práctica en la gestión de especies cultivadas. T odo parece entonces indicar que los A chuar contemporáneos son los herederos de una larga tradición de experimentación con plantas, cuya apariencia y caracteres genéticos han sido modificados a tal punto que sus ancestros silvestres ya no son identificables.

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Estos expertos horticultores organizan su espacio de vida según una división concéntrica que evoca la oposición que nos es familiar entre lo doméstico y lo salvaje. El hábitat está fuertemente disperso, cada casa reina en solitario en medio de un vasto descampado, cultivado y desmalezado meticulosamente circunscripto por una masa confusa de la selva, dominio de la caza y la recolección. C entro ordenado contra periferia silvestre, horticultura intensiva contra predación extensiva, aprovisionamiento estable y abundante en el ámbito doméstico contra recursos aleatorios en la selva, todos los ingredientes de la dicotomía clásica perecen estar bien presentes. Sin embargo tal perspectiva se revela bien ilusoria, si examinamos en detalle, el discurso y las prácticas de los Achuar. A sí estos últimos cultivan en sus huertos especies domesticadas, es decir, cuya reproducción depende de los humanos, y especies salvajes trasplantadas, árboles frutales y palmeras, esencialmente. En tanto su taxonomía botánica no los distingue, todas las plantas presentes en un huerto a excepción de las malas hierbas entran en la categoría aram u “lo que es puesto en tierra”. Este término califica a las plantas manipuladas por el hombre y se aplica tanto a especies domésticas como a las que simplemente son aclimatadas; en cuanto a estas últimas pueden ser llamadas silvestres (ikiam ia, “de la selva”), aunque solamente si son encontradas en su bioma de origen, el epíteto aram u no denota entonces “a las plantas domesticadas”, sino que nos reenvía a la relación particular que se teje en los huertos, entre los humanos y las plantas, sea cual fuere el origen de estas últimas. El calificativo ikiam ia no es tampoco un equivalente de “salvaje”, primero por que una planta puede perder este predicado según el contexto en que se la encuentre, pero además -y sobre todo- porque en realidad las plantas “de la selva” son también cultivadas. Y lo son por un espíritu llamado Shakaim que los A chuar representan como el horticultor a cargo de la selva y al cual ellos le solicitan el buen cuidado y consejo antes de abrir una nueva zona de tala y quema. Mezclando dentro de un sabio desorden de árboles y palmeras, arbustos de mandioca y plantas trepadoras, la vegetación escalonada del huerto evoca de hecho en miniatura la estructura trófica de la selva. Esta disposición clásica en las parcelas de policultura de la cintura intertropical, permite limitar por un tiempo el efecto destructor de las lluvias torrenciales y de la fuerte insolación sobre suelos de fertilidad mediocre. La eficacia de tal protección ha sido sin duda subestimada; a pesar de que los A shuar tienen plena conciencia de que sustituyen con sus plantaciones las de Shakaim cada vez que crean un huerto. El par terminológico, aram u e ikiam ia, no encubre entonces ninguna

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oposición entre doméstico y salvaje, sino el contraste entre las plantas cultivas por los hombres y aquellas que lo son por los espíritus. Los A shuar operan una distinción análoga para el reino animal. Sus casas están rodeadas por una gran cantidad de animales “apprivoisés”, pájaros caídos de nidos, cachorros de las presas que los cazadores recogen cuando matan a su madre. C onfiados a los cuidados de las mujeres, alimentados con algún tipo de biberón o incluso amamantados mientras son aún incapaces de alimentarse por si mismos, estos familiares se adaptan rápido a su nuevo régimen de vida, y hay pocas especies -aún entre los felinos- que son realmente reticentes a la cohabitación con los humanos. Es muy raro que se ate a estos animales de compañía, y más raro aún que se los maltrate, no son nunca comidos, aún si mueren de muerte natural. Se dice de ellos que son tanku, un calificativo que podríamos traducir por “apprivoisé” o “aclimatados a los humanos”. El término puede también ser empleado en sustantivo, y se corresponde bastante bien con el término ingles pet; de un joven pecarí que vive cerca de una casa, se dirá así “es el tanku de Fulano”. Si tanku evoca la domesticidad, es decir la socialización en la casa, no se corresponde con la idea que comúnmente tenemos de domesticación, los A shuar no buscan de ningún modo hacer reproducir sus animales familiares de modo de obtener líneas estables. El término designa una situación transitoria, y por tanto menos oponible a un eventual estado “salvaje” pues los animales son igualmente “apprivoisés” en su medio de origen, pero por los espíritus. Los A shuar dicen en efecto que los animales de la selva son los tanku de los espíritus que velan por su bienestar y que los protegen de los cazadores que se exceden. Lo que diferencia a los animales silvestres de los animales a los que los indios se vinculan para compañía, no es entonces de ningún modo la oposición entre el salvajismo y la domesticación, sino el hecho de que unos son criados por los espíritus, mientras otros lo son temporalmente, por los humanos. Distinguir los lugares según sean o no transformados por el trabajo del hombre no está mejor fundado. C iertamente, yo mismo, estuve sorprendido durante el primer tiempo de mi estadía entre los Achuar, por el contraste entre la acogedora frescura de las casas y la hostilidad lujuriosa de esta selva tan próxima que dude en recorrer solo durante largo tiempo. Pero yo no hacía más que trasladar una mirada moldeada por mi atavismo citadino y que la observación de las prácticas me enseñó pronto a cambiar. Los A shuar marcan en efecto su espacio según una serie de pequeñas discontinuidades

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concéntricas, apenas perceptibles, más que a través de una oposición frontal entre la caza y el huerto por un lado y la selva del otro. El área de tierra desmalezada adyacente a la habitación, constituye una prolongación natural en la que se desarrollan actividades domésticas; se trata por tanto ya, de una transición con el huerto, puesto que es ahí donde se plantan los arbustos aislados de pimientos, achiotes, genipa, la mayoría de las flores y las plantas venenosas. El huerto propiamente dicho, territorio incontestado de las mujeres está también en parte contaminado por los usos de la selva: es el terreno de casa favorito de los niños para atrapar pájaros, y tirar con pequeñas cerbatanas; los hombres ponen también trampas para algunas presas de carne delicada que viene por la noche a desenterrar tubérculos. Dentro de un radio de una o dos horas de caminata desde el borde del descampado, la selva es asimilable a un gran huerto en que mujeres y niños visitan todo el tiempo para hacer paseos de recolección, juntar larvas de las palmeras o pescar con una red en pequeños arroyos y lagunas. Se trata de un dominio conocido de modo íntimo, donde cada árbol y palmera que da frutos es periódicamente visitado en temporada. Mas allá comienza la verdadera zona de caza, en la que mujeres y niños no se desplazan sino acompañados por los hombres. Sin embargo erraríamos, al ver en este último círculo el equivalente a una exterioridad salvaje. El cazador conoce cada pulgada de ese territorio, que recorre de modo casi cotidiano y al que vincula una multitud de recuerdos. Los animales que encuentran no son para él bestias salvajes, sino seres casi humanos a los que él debe seducir y ganar su confianza, para sustraerlos al control de los espíritus que los protegen. Es también en este gran jardín cultivado por Shakaim, que los Ashuar establecen sus refugios de caza, simples abrigos, rodeados a veces de algunas plantaciones donde vienen a intervalos regulares a pasar algunos días en familia. Siempre me impresionó la atmósfera divertida y relajada que reinaba estos campamentos, más evocadora de unas vacaciones en el campo que de un bivouac en una selva hostil. A quien se extrañe de tal comparación, habría que responderle que los Indios se cansan tanto como nosotros del ámbito devenido tan familiar y que les gusta encontrar en medio del bosque esta pequeña recreación que nosotros buscamos en la campiña. V emos entonces que la selva profunda no está menos socializada que la casa y sus alrededores cultivados: ni en sus modos de frecuentación ni en sus principios de existencia, presenta a los ojos de los A shuar la menor semblanza de salvajismo. C onsiderar la selva como un huerto, no tiene nada de extraordinario si se considera que ciertos pueblos de

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amazonía son de hecho concientes que sus prácticas culturales ejercen una influencia directa sobre la distribución y reproducción de las plantas salvajes. El fenómeno por largo tiempo desconocido de antropización indirecta del ecosistema selvático ha sido muy bien descripto por los estudios que W illiam Balée consagró a la ecología histórica de los K a’apor de Brasil. G racias a un minucioso trabajo de identificación y conteo, pudo establecer que las áreas de roza y quema abandonadas después de cuarenta años, son dos veces más ricas en especies silvestres útiles que los sectores vecinos de la selva primaria, de los cuales sin embargo no se distinguen a primera vista. T anto como los A shuar, los K a’apor, plantan efectivamente en sus huertos numerosas plantas no domesticadas que prosperan luego, en estos sectores en perjuicio de las especies cultivadas, que desaparecen rápidamente a falta de cuidados. Las áreas de cultivo en actividad -o abandonadas después de poco tiempo- atraen también animales predadores que al defecar diseminan los granos de plantas silvestres de las cuales se alimentan. Los K a’apor dicen que los agutíes son en gran parte responsables de la dispersión en los huertos del copal y de varios tipos de palmeras, mientras que el mono capuchino introduce el cacao salvaje y diferentes especies de inga. A lo largo de generaciones y del ciclo de renovación de la áreas de roza y quema, una porción no despreciable de la selva, se convirtió en un vergel cuyo carácter artificial los K a’apor reconocen aun sin que este efecto haya sido buscado. Los Indios del Amazonas miden también la incidencia de los antiguos barbechos sobre la caza, las zonas de alta concentración de plantas silvestres comestibles eran mas frecuentadas por los animales, lo que influye a largo plazo en la demografía y distribución de las presas. Luego de milenios en gran parte del Amazona, este moldeado del ecosistema forestal contribuye sin duda a legitimar la idea de que la jungla es un espacio tan doméstico como el de los huertos. Es verdad que cultivar la selva, aún por accidente es dejar una marca sobre el ambiente, aunque no modificarla de tal modo que la herencia de los hombres sea legible en su conjunto en la organización de un paisaje. Hábitats periódicamente desplazados, horticultura itinerante, bajas densidades de población, todo concurre en el Amazonas contemporáneo para que los signos mas manifiestos de la ocupación de un sitio no perduren. U na situación bien distinta prevalece entre algunas poblaciones de horticultores de las tierras altas de N ueva G uinea. En la región del monte Hagen, por ejemplo, la fertilidad de los suelos permitió una explotación intensiva de los barbechos y una fuerte concentración del hábitat: entre los

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Melpa, la densidad puede alcanzar los ciento veinte habitantes por kilómetro cuadrado, en tanto es inferior a dos habitantes cada diez kilómetros cuadrados entre los A shuar. Los fondos de valle y las laderas están tapizadas de un mosaico continuo de huertos cerrados dispuestos en damero, solo las vertientes abruptas conservan una magra cobertura forestal. En cuanto a los caseríos, entre cuatro y cinco casas, son más o menos visibles las unas de las otras. T enemos ahí un espacio ordenado y trabajado hasta en sus mínimos rincones, donde se intrincan territorios clánicos de límites bien marcados, en suma del que no falta un contraste tangible con las selvas residuales recostadas en las pendientes de las montañas. Los habitantes de la región de Hagen parecen sin embargo indiferentes a esta lectura del paisaje, como lo muestra un artículo de Marilyn Strathern, cuyo título inequívoco “Pas de nature, pas de culture” (Sin naturaleza, sin cultura). Se utiliza en la región un par terminológico que podría recordar, la oposición entre lo doméstico y lo salvaje: m bo que califica a las plantas cultivadas, mientras que røm i se refiere a todo lo exterior a esfera de intervención de los humanos, en particular el mundo de los espíritus. Pero esta distinción semántica no recubre un dualismo más allá que la diferencia entre aram u e

ikiam ia entre los A shuar. A l igual que lo que ocurre en Amazonía, ciertos espíritus røm i prodigan cuidados y protección a las plantas y animales silvestres, cuyo uso permitan a los hombres bajo ciertas condiciones. La flora y la fauna “salvaje” están tan domesticadas como los cerdos, las batatas, o los ñames, de quienes los pueblos del monte Hagen obtienen lo esencial de su subsistencia. Si el término m bo hace referencia al cultivo de plantas, lo que denota uno de sus aspectos, es el acto de plantar. Asociado a la imagen concreta de poner en tierra, de echar raíces, de autóctono, la palabra no evoca en modo alguno la transformación o la reproducción deliberada de lo viviente bajo control del hombre. El contraste entre m bo y røm i tampoco tiene una dimensión espacial. La mayoría de los territorios clánicos incluyen porciones de selva apropiadas socialmente, según reglas de uso reconocidas por todos, es ahí en particular donde vagan los cerdos domésticos en busca de alimento, bajo el ojo cuidadoso de ciertos espíritus que velan por su seguridad. En breve, y a pesar del fuerte control que ejercen sobre su medio, los habitantes del monte Hagen no se conciben como rodeados por “ambiente natural”; su forma de pensar, el espacio, no sugiere para nada la idea de que los lugares habitados hayan sido conquistados sobre un dominio salvaje.

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Podemos sin duda admitir que la intensificación de técnicas de subsistencia, contribuye a cristalizar el sentimiento o una sensación de contraste, entre un espacio de actividades utilizado recurrentemente, y una periferia poco frecuentada. Pero tomar conciencia de una discontinuidad entre porciones de espacio tratados diferencialmente por la práctica social, no implica de ninguna manera que ciertos dominios sean percibidos como “salvajes”. C omo bien muestra Peter Dw yer al comparar los usos y representaciones del ambiente entre tres tribus de horticultores de las tierras altas de N ueva G uinea, elegidas en función del grado de antropización de su ecosistema y de la proporción de recursos silvestres en su alimentación. Los K ubo tienen una densidad de población inferior a un habitante por kilómetro cuadrado, la oposición entre el centro habitado y el exterior es la menos significativa ya que la gente duerme tan corrientemente en pequeños abrigos en la selva como en la aldea. Los espíritus, particularmente el alma de los muertos encarnada en animales, coexisten en todo lugar con los humanos. A un centenar de kilómetros de allí, los Etolo dejan una marca más consecuente sobre su ambiente: los huertos son más grandes, cultivan pandanus y establecen líneas de trampas permanentes; en cuanto a su densidad demográfica es, en ciertos lugares, quince veces superior a la de los K ubo. Su geografía espiritual esta también mejor demarcada: el alma de los difuntos se instala primero en los pájaros, luego en los peces que migran hacia los confines del territorio. Los Siane, finalmente, han modificado su hábitat de una manera profunda y durable. A ltamente sedentarios, practican una horticultura intensiva y la cría de cerdos, frecuentan bastante poco los relictos de selva que cuelgan de las montañas. Sus espíritus son menos inmanentes que aquellos de los K ubo y de los Etolo; adaptan apariencias sui generis, están relegados a lugares inaccesibles, no se comunican con los humanos más que a través de aves mensajeras u objetos rituales. Si aceptamos considerar estos tres ejemplos como distintas etapas de un proceso de intensificación del uso de recursos cultivados, no se duda que una transformación creciente del ambiente selvático alrededor de las zonas de hábitat vaya a la par de la emergencia de un sector periférico cada vez mas extraño a las relaciones de sociabilidad comunes entre los humanos como entre los humanos y los no humanos. Dwyer establece sin embargo que nada, ni en el vocabulario ni en las actitudes, permite inferir que estos espacios cada vez más marginales sean considerados como “salvajes”, aún entre los Siane.

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El cam po y el arrozalEl cam po y el arrozalEl cam po y el arrozalEl cam po y el arrozal T al vez podría pensarse que los pueblos de las tierras altas de N ueva G uinea no constituyen el ejemplo más probo de una domesticación acabada del ambiente. Aún intensiva, la horticultura de roza y quema requiere en efecto de períodos más o menos prolongados de barbechos, durante los cuales la vegetación silvestre coloniza por un tiempo los huertos, intrusión periódica que nubla la frontera que separa los espacios antropizados de sus márgenes selváticas, para establecer una polaridad manifiesta de lo salvaje y lo doméstico. V eamos una vasta y densa red de campos permanentes donde nada recuerda el desorden de las zonas no cultivadas. Es el caso de las planicies aluviales y las mesetas de limo del A sia Oriental y del subcontinente Indio que, mucho antes de la era cristiana, fueron puestas en valor por la agricultura del cereal. Durante milenios, la llanura del Indus hasta los confines del río Amarillo, millones de campesinos desmalezaron, irrigaron, drenaron, encausaron los cursos de agua y enriquecieron los suelo, modificando en profundidad el aspecto de las regiones que ocupaban. De hecho, las lenguas de las grandes civilizaciones orientales marcan de manera bien clara la diferencia entre los lugares sobre los que los hombres ejercen un control y los que escapan a este. A sí el chino mandarín distingue entre yě, zona que se extiende mas allá de la periferia cultivada y las aglomeraciones, y el jiā tíng, el espacio doméstico. Por su etimología, el primer término evoca la noción de umbral, de límite, de interfaz, y denota por lo tanto el carácter salvaje de los lugares, de las plantas y de los animales; jiā tíng remite de manera más estricta a la domesticidad del núcleo familiar y no es empleada para referir a plantas o animales domesticados. El japonés establece igualmente una oposición entre sato “lugar habitado”, y yam a, “la montaña”, esta última menos percibida como una elevación del relieve contrastante con una planicie que como un arquetipo del espacio inhabitado, comparable en este sentido a la palabra “desierto”. En sánscrito el espacio rural, incluido sus habitantes parece también separarse claramente de la periferia no transformada por el hombre. El término jāngala designa las tierras inhabitadas y deviene en sinónimo del lugar salvaje en hindi clásico, mientras que atavī “el bosque”, reenvía menos a una formación vegetal que a los lugares ocupados por las tribus bárbaras, es decir el antónimo de la civilización. A esto se opone janadapa la campiña cultivada, lo local, donde encontramos los seres grām ya, “del pueblo”, incluidos los animales domesticados. Por lo tanto si consideramos el modo en que estos espacios semánticos son percibidos y

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empleados, es posible constatar que es difícil encontrar en C hina, India o en Japón, una dicotomía de lo salvaje y lo doméstico, análoga a la que occidente ha forjado. Q ue exista en A sia una diferencia entre los lugares habitados y los que no lo son, no es sorprendente; pero que esta diferencia recubra una oposición establecida entre dos tipos de ambientes, dos categorías de seres y dos sistemas de valores mutuamente excluyentes, parece más dudoso. La geografía subjetiva de la antigua C hina parece gobernada por un contraste mayor entre la ciudad y la montaña: con su plano en damero simbólicamente asociado al Este, la ciudad configura el cosmos al mismo tiempo que es el lugar de apropiación de lo agrícola y el centro del poder político; como contrapunto la montaña tierra de ascetismo y de exilio, parece tener por finalidad principal ofrecer a la representación pictórica su motivo predilecto. Aunque esta oposición es menos clara de lo que parece. En la tradición taoísta, la montaña es la morada de los Inmortales, seres inalcanzables que se funden en el relieve y dan una dimensión sensible a lo sagrado; el frecuentar la montaña específicamente por parte de los eruditos, revela la búsqueda de la inmortalidad en la que la recolección de plantas que aseguran longevidad, constituye el aspecto más prosaico. Así mismo, y según la hipótesis de Agustin Berque, la estatización de la montaña en la pintura paisajística china, puede ser vista como una suerte de puesta en valor espiritual desplegándose en paralelo con la puesta en valor de las llanuras por la agricultura. Lejos de constituir un espacio sin normas y privado de civilización, la montaña, dominio de las divinidades y expresión de su esencia, ofrece al mundo urbano y de los pueblos un necesario complemento. La ciudad no esta tampoco disociada del interior del territorio aún en sus confines mas lejanos. Ya que su emplazamiento y la disposición de las casas se rigen hasta en los mínimos detalles por una suerte de fisiología del espacio, el fengshui incorrectamente traducido al francés (castellano) por el término “geomancia”. El T aoísmo enseña que un soplo cósmico, el Q i irradia en toda C hina, desde la cadena montañosa de K unlun, circulando a lo largo de líneas de fuerza comparables a las venas de irrigan el cuerpo humano. De ahí la importancia de determinar por la divinización de los sitios los mas favorables al establecimiento humano y los modos de urbanizarlos, a fin que sean acordes de la mejor manera con esta red de energía desplegada en todo el imperio del Medio. Si esta bien situada, bien construida, y bien gobernada, la ciudad china es una fase con ese mundo retomando la fórmula de Marcel G ranet: “no será él en si mismo hasta no se cierre en la forma de una verdadera morada”. Sobre

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un cosmos tan densamente organizado por las convenciones sociales, la idea de “lo salvaje” no parece sin embargo tener incidencia. Y si bien el pensamiento chino tiene conciencia de la existencia de fuerzas oscuras que oponen a la civilización una resistencia enigmática, es a la periferia de sus dominios donde las ha enviado, ubicándola entre los bárbaros. En Japón, la montaña es también el espacio por excelencia que se ofrece como contraste a los cultivos de la llanura. V olcanes, montes cubiertos de bosques, picos dentados, son visibles desde todos los valles y cuencas, imponiendo un segundo plano de verticalidad a la llanura de campos y diques. Pero la distinción entre yam a “la montaña” e isato “el lugar habitado”, señala menos una exclusión recíproca que una alternancia estacional y una complementariedad espiritual. Los dioses de desplazan regularmente de una zona a otra; descendiendo de las montañas en primavera, para convertirse en divinidades en los arrozales, cumpliendo el trayecto inverso en otoño a fin de regresar al “templo del fondo”, un accidente topográfico en general en el que se sitúa su hogar de origen y su verdadera morada. La divinidad local Kam i procede entonces de la montaña y cumple cada año un periplo por le arco sagrado en el que alterna entre el santuario de los campos y el santuario de los montes, suerte de culto domestico itinerante en el cual se desdibuja el límite entre la interioridad y la exterioridad del dominio urbano. Desde el siglo XII, la dimensión sagrada, de la soledad en la montaña hizo de éstos el lugar de elección de las comunidades monásticas budistas, a tal punto que el carácter significante “montaña” servía igualmente para designar los monasterios. Y si bien es cierto que en la misma época, en occidente, los hermanos de la orden de San Benito, habían huido del mundo después de largo tiempo, para establecerse en lugares alejados, lo hacían para desmalezar el bosque y exorcizar su salvajismo por medio de las labores, más que para elevarse a Dios por la oración. N ada de esto ocurre en Japón, donde la vida monacal no se inscribe en la montaña para transformarla, sino para experimentar, gracias a la contemplación de los sitios, esta fusión, con la dimensión sensible del paisaje que constituye las garantías de la salvación. N i espacio a conquistar, ni cuna de inquietante alteridad, la montaña japonesa no es realmente percibida como “salvaje”, aunque pueda devenirlo, de modo paradójico, si su vegetación llegara a ser completamente domesticada. En varias regiones del archipiélago, los bosques primitivos de las laderas, fueron reemplazados después de la última guerra por plantaciones industriales de coníferas autóctonas, principalmente el ciprés japonés y el cedro Sugi.

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Mientras que el antiguo bosque caducifolio, representaba para los habitantes de los pueblos de altura un lugar donde la armonía y la belleza se alimentaban de la presencia de divinidades –al tiempo que constituía una fuente de recursos útiles a la vida doméstica- las plantaciones de resinosas que lo sucedieron, no evocan mas que desorden, tristeza, y fata de norma. Mal cuidados, invadiendo los campos y los claros, habiendo perdido en gran medida su valor, los “árboles negros” cultivados en alineamientos monótonos, escaparon al control social y técnico de quienes los habían plantado. La montaña, yam a, el bosque, yam a, el lugar inhabitado, yam a, los términos se recubren. Aunque integralmente domesticado, el bosque artificial de montaña se transformo en un desierto moral y económico, mucho más “salvaje” que el bosque natural al cual reemplazó. La cuestión es más compleja en la antigua India, por cuestiones terminológicas sobre las que Francis Z immerann echó luz. En los textos sánscritos jāngala, del cual deriva la palabra “jungle” (jungla) en anglo-hindú, posee dos significados principales. Es como vimos, el espacio inhabitado o abandonado después de largo tiempo. Aunque, primer paradoja, jāngala, designa también las tierras secas, es decir el opuesto exacto de lo que “jungla” evoca para nosotros después de K ipling. La jungla en su antiguo sentido no refiere entonces la selva exuberante de los monzones, sino a las estepas semiáridas de espinosas, las sabanas pobremente arboladas o los bosques dispersos de hoja caduca. Se opone en esto a las tierras palúdicas, anūpas, caracterizadas por formaciones vegetales higrófilas: selvas húmedas, manglares, zonas de pantanos. El contraste entre jāngala y anūpa designa una fuerte polaridad en la cosmología, las doctrinas médicas y las taxonomías de plantas y animales: las tierras secas son valoradas como salubres, fértiles y pobladas de A rios, mientras que las tierras palúdicas aparecen como márgenes insanos, zonas de refugio para tribus no A rias. C ada tipo de paisaje constituye una comunidad ecológica aparte; definida por especies animales o vegetales emblemáticas y por una fisiología cósmica que le es propia. De ahí la segunda paradoja. C ómo una zona inhabitada, y de apariencia “salvaje”, puede ser al mismo tiempo la cuna por excelencia de virtudes asociadas a la civilización agrícola? Simplemente por que la “jungla” (jāngala) es una potencialidad además de una unidad geográfica. Es en las tierras secas que la colonización se desarrolló gracias a la irrigación, es en el seno de estas regiones no cultivadas pero fértiles que los campesinos arios han preparado sus tierras, dejando a las tribus los confines del uso de las tierras palúdicas, impenetrables y ahogadas de agua. El contraste entre jāngala y anūpa toma entonces la forma de una dialéctica entre tres términos de los

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cuales uno queda implícito. Sobre la oposición entre tierras palúdicas, dominio de los bárbaros y tierras secas revindicadas por los arios, se inserta una globalidad que hace de la jungla (jāngala) un espacio desocupado pero disponible, un lugar desprovisto de hombre pero portador de valores y promesas de civilización. T al desdoblamiento impide considerar a la jungla como un espacio salvaje a socializar, puesto que esta virtualmente habitado y se presenta como un proyecto u horizonte de fermentos culturales que encontraran en ella las condiciones propicias a su desarrollo. En cuanto a las tierras palúdicas, estas tampoco son salvajes, sino desprovistas de atractivo y sólo buenas para abrigar en su penumbra algunas humanidades periféricas. La acumulación de ejemplos ciertamente nunca nos lleva a una convicción, pero permite al menos echar un manto de duda sobre las certitudes establecidas. Ahora parece claro que, en muchas regiones del planeta, la percepción contrastada de seres y de lugares según una mayor o menor proximidad al mundo de los humanos no coincide con el conjunto de significaciones o valores a los que progresivamente se ha anclado Occidente, acerca de los polos de lo salvaje y lo doméstico. Existen múltiples formas de discontinuidad gradual o global, cuya traza encontramos en sociedades agrícolas, acerca de estas dos nociones mutuamente excluyentes que ciertamente no adquieren del todo sentido sino vinculadas la una a la otra en una oposición complementaria.

Ager y silva Ager y silva Ager y silva Ager y silva Es salvaje, lo sabemos, lo que procede de la silva, el gran bosque europeo que la colonización romana va, poco a poco, a carcomer: el espacio inculto a desmontar, las bestias y plantas que allí se encuentran, los pueblos que lo habitan, los individuos que buscan un refugio fuera de la ley de la ciudad, y por derivación los temperamentos feroces rebeldes a la disciplina de la vida social. Por tanto si estos distintos atributos de lo salvaje derivan sin dudas de características atribuidas a un ambiente bien particular, no forman un todo coherente más que por oponerse término a término a las cualidades positivas que se afirman para la vida doméstica. Estas se despliegan en el dom us, no ya una unidad geográfica opuesta a la silva, sino dom us definido como un modo de vida, una explotación agrícola donde, bajo la autoridad del padre de familia y la protección de las divinidades del hogar, mujeres, niños, esclavos, animales y plantas encuentran las condiciones propicias a la realización de su propia

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existencia. T rabajo en los campos, educación, doma, división de tareas y responsabilidades, todo concurre para organizar a humanos y no humanos bajo un mismo registro de subordinación jerarquizada en el que las relaciones al seno de la familia extensa ofrecen el modelo completo. C on la terminología que lo expresa, los romanos nos legaron los valores asociados a este par antitético cuya fortuna va a ir creciendo. Ya que el descubrimiento de otras selvas en otras latitudes, enriquecerá la dicotomía inicial sin alterar sus campos de significación. Los T upinamba de Brasil o los Indios de la nueva Francia reemplazarán a los germanos o a los bretones descriptos por T ácito, mientras lo doméstico, cambiando de escala florecerá en civilizado. Se dirá tal vez que el deslizamiento de sentido y de época abre la posibilidad de una inversión que Montaigne o Rousseau sabrán explotar: lo salvaje puede sin embargo ser bueno y lo civilizado malo, el primero encarnando las virtudes de antigua simpleza que la corrupción hizo perder al segundo. N o hay que olvidar que tal artificio retórico no es de hecho nuevo -T ácito mismo cayó en él- y que no pone en cuestión el juego de determinación recíproca, que hace a lo salvaje y lo doméstico constitutivos uno del otro. Sin duda, al menospreciar esta imposibilidad de pensar uno de los términos de la oposición sin pensar en el otro, ciertos autores tienden a hacer de lo salvaje una dimensión universal de la psiquis, una manera de arquetipo que los hombres habrían progresivamente reprimido o canalizado, a medida que progresaba, su dominio sobre los no humanos. A sí el escenario propuesto por Max Oelschlaeger, un filósofo del ambiente, en su voluminosa historia de la idea de naturaleza salvaje: mientras que los cazadores recolectores del paleolítico habrían vivido en armonía con el ambiente salvaje, recortado de todas sus cualidades, aunque conceptualizado en un dominio autónomo y adorado en el marco de una religión “totémica”, los granjeros del neolítico mediterráneo, habrían roto este bello entendimiento sirviéndose del salvajismo, acomodando también los espacios no dominados por el hombre a un espacio subalterno, hasta su puesta en valor por la filosofía y la pintura americana del siglo XIX. T al vez entendemos mal como la noción misma de salvajismo habría podido existir en un mundo pre-agrícola, en el cual ésta no se oponía a nada; y por qué, si ella encarnaba valores positivos, se habría sentido la necesidad de eliminar lo concerniente a ella. Ian Hodder evita este tipo de dificultad lógica al sugerir que la construcción simbólica de lo salvaje debuta en Europa desde el Paleolítico Superior como un necesario telón de fondo, para la emergencia de un nuevo orden cultural.

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Para esta figura de proa de la arqueología interpretativa anglosajona, la domesticación de lo salvaje comienza con la mejoría de los utensilios líticos característicos del solutrense, indicando un “deseo” de cultura expresándose en un perfeccionamiento de las técnicas cinegéticas (de cacería). U na protección más eficaz contra los predadores y una subsistencia menos aleatoria, habrían entonces permitido sobreponerse al miedo instintivo de un ambiente inhóspito y de convertir la caza en el lugar simbólico de control de lo salvaje al mismo tiempo que en un recurso de prestigio. El origen de la agricultura en Europa y el cercano Oriente, se explicaría simplemente por una extensión de esta voluntad de control sobre las plantas y los animales, poco a poco sustraídos a su medio e integrados a la esfera doméstica. N ada permite decir si las cosas sucedieron así, o si Hodder llevado por su imaginación, no interpretó antiguos vestigios según categorías mentales cuya existencia puede ser verificada recién en momentos mucho más tardíos. La cuestión no radica menos en saber por qué razón este movimiento se habría producido en una región del mundo y no en otra. Ya que las disposiciones psicológicas invocadas por Hodder como fuente de la propensión a ejercer un dominio cada vez más grande sobre lo no humano, son de tal generalidad que no entedemos por qué este proceso no habría ocurrido en todas partes. La domesticación de plantas y animales no es una fatalidad histórica que sólo obstáculos técnicos habrían retardado. Muchos pueblos de todo el mundo no parecen haber experimentado la necesidad de una revolución tal. Es necesario recordar que civilizaciones refinadas -como las culturas de la costa oeste de C anadá o del sur de la Florida por ejemplo- se desarrollaron privilegiando el uso de recursos salvajes? Es necesario repetir que ciertos cazadores-recolectores contemporáneos muestran indiferencia, e incluso a veces una franca repugnancia, a la agricultura y la cría cuyas prácticas observan en la periferia de sus dominios? Domesticar no es para ellos una compulsión sino una elección tangible que continúan sin embargo rechazando. De manera más sutil, Bertrand Hell avanza en la hipótesis acerca de un imaginario colectivo sobre lo salvaje que habría estado presente en toda Eurasia y del cual encontraríamos las trazas en las creencias, los ritos y leyendas que conciernen a la caza y el tratamiento de las grandes presas. U n motivo central estructura esta configuración simbólica, el tema de la “sangre negra”, esta sangre espesa del ciervo en celo y del jabalí solitario, al mismo tiempo peligroso y deseable, portador de potencia, y fuente de salvajismo. Este fluido corre también por las venas de los cazadores durante el otoño con la Jagdfiever “la fiebre la caza”; toma posesión de los hombres del bosque, cazadores

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furtivos y marginales, huyendo de la sociabilidad pueblerina, apenas diferentes de los animales rabiosos o de los hombres lobo. C iertamente en el área germánica de la cual Hell saca la mayoría de sus ejemplos, el mundo de lo salvaje parece haber adquirido cierta autonomía al tiempo que un poder de fascinación ambiguo, como si un espacio le hubiera sido concedido, por el cual subsiste en si mismo, fuente de vida y virilidad, mas que un contraste negativo con las tierras cultivadas. Por tanto, si no es el estricto opuesto del control agrícola, el dominio de lo w ild no esta menos socializado. Se identifica al gran bosque, no a la silva improductiva que frena la colonización, sino la foresta, ese gigantesco parque de presas que, desde el siglo IX, la dinastía C arolingia se dedicó a constituir a través de edictos que limitaban los derechos de pastura y tala. Ligada a una antigua práctica de organización y gestión de los territorios de caza, llevada adelante por una élite que ve en el seguimiento y la matanza de las grandes presas una escuela de coraje y formación del carácter. Y es precisamente por que Hell retraza con cuidado el contexto histórico en el seno del cual se desarrolla el imaginario de lo salvaje en el mundo germánico, que se torna difícil de seguir cuando se esfuerza en encontrar manifestaciones análogas en otras regiones del planeta, como si siempre y en todas partes los hombres hubieran tenido conciencia que fuerzas oscuras y ambivalentes deberían ser amarradas por los artificios de la civilización. El pastor y el cazador El pastor y el cazador El pastor y el cazador El pastor y el cazador

T engamos cuidado con el etnocentrismo: la “revolución neolítica” del cercano Oriente no es un escenario universal cuyas condiciones de aparición y efectos materiales e ideales, pueden trasponerse al resto del mundo. En otras cunas de la agricultura, la domesticación y gestión de las plantas cultivadas parecen haberse desarrollado en contextos técnicos y mentales que, como vimos, no favorecieron la emergencia de una distinción mutuamente excluyente entre un dominio antropizados y un sector residual inútil al hombre, o esperando a ser dominado por él. Sería ciertamente absurdo pretender que la diferencia entre “Ecúmene y Anecúmene” (espacios habitados y no habitados – conocidos y desconocidos) sólo fue percibido y experimentado en occidente. Aunque, sin embargo parece probable que los valores y los significados vinculados a la oposición salvaje / doméstico, son propios a una trayectoria histórica

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particular, y que dependen en parte de una característica de proceso de neolitización iniciado en el C reciente fértil hace algo mas de diez mil años. En una región que va desde el Mediterráneo oriental a Irán, la domesticación de plantas y animales se produjo de manera casi simultánea en apenas poco más de un milenio. El cultivo del trigo, la cebada, el centeno, se acompañó de la cría de cabras, reses, ovejas y cerdos, instituyendo así, un sistema complejo e interdependiente de gestión de los no humanos en un medio organizado para permitir su coexistencia. T al situación se distingue de lo ocurrido en otros continentes donde grandes mamíferos fueron domesticados mucho después que las plantas, o bien antes, como es el caso de África del Este; si es que fueron domesticados, ya que en una gran parte de las Américas y Oceanía, la agricultura se desarrolló excluyendo la cría o integrándola de manera tardía por el aporte de animales ya domesticados en otro lugares. C on el neolítico europeo, se evidencia un mayor contraste respecto al lugar que opone los espacio cultivados a los que no lo son, pero también y sobretodo, los animales domésticos a los que no lo son, el mundo de lo estable y de las tierras de pastura al reino del cazador y su presa. T al vez tal contraste fue buscado y mantenido de manera activa a fin de organizar lugares donde podrían desplegarse cualidades –astucia, resistencia, placer de la conquista- que, excepto la guerra, no encontraba salida en el seno muy controlado del territorio agrícola. N o es imposible que los pueblos del neolítico europeo se hayan abstenido de domesticar algunas especies, notablemente cérvidos, de modo de preservar una presa como elección. La domesticación de ciertos animales habría entonces sido simétrica a una suerte de “cinegetización” de algunos otros. El mantenimiento de éstos en un estado natural, no por obstáculos técnicos, sino por voluntad de instituir un dominio reservado a la caza demarcado del dominio cultivado. Q ue la antinomia salvaje / domestico se nutre en el mundo mediterráneo de un contraste entre la caza y la cría, es lo que el ejemplo de la antigua G recia muestra de manera muy clara. Los griegos, como sabemos, sólo comían carne procedente de sacrificios, preferentemente de buey u obtenida por la caza. En la economía simbólica de la alimentación y status, las dos actividades son a la vez complementarias y opuestas. La cocina del sacrificio acerca a los humanos y los dioses aún distinguiéndolos, ya que los primero reciben la carne cocida del animal, mientras que los segundos tienen derechos a sus huesos y al humo de su cremación. A la inversa, como escribe Pierre V idal-N aquete, “la caza define las relaciones del hombre con la naturaleza salvaje”. Se comporta al

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modo de los animales predadores, de los cuales se diferencia por la maestría del arte cinegético (la caza), una técnica vinculada al arte de la guerra y, más generalmente, a la arte de la política. Hombres, bestias y dioses, un sistema de tres polos dentro del cual, el animal doméstico (zoon) se ubica más cerca de los humanos, apenas-inferior a los esclavos y a los bárbaros, en razón de su aptitud para vivir en comunidad. Pensemos en la definición de hombre como zoon politikon de A ristóteles -y claramente demarcado de los animales salvajes theria. La víctima sacrificial representa un punto de intersección entre lo humano y lo divino, y es imperativo obtener de ella un signo de consentimiento antes de matarla, como si el animal aceptara el rol que se le hace ocupar en la vida cívica y litúrgica de la ciudad. T al precaución es inútil en la cacería donde la victoria se obtiene rivalizando con la presa: los adolescentes prueban su astucia y agilidad, los hombres maduros armados sólo de una lanza prueban su fuerza y destreza. Agreguemos que agricultura, cría y sacrificio están estrechamente ligados dado que el consumo del animal inmolado debe acompañarse de productos cultivados, cebada y vino. El hábitat de las bestias salvajes, constituye así una cintura de no civilización indispensable para la civilización para que florezca, un teatro donde puedan ejercerse disposiciones viriles en las antípodas de las virtudes de conciliación exigidos por el tratamiento de los animales domésticos y la vida política.

PaisajePaisajePaisajePaisaje rom ano, bosque hercínico rom ano, bosque hercínico rom ano, bosque hercínico rom ano, bosque hercínico, , , , N aturalezaN aturalezaN aturalezaN aturaleza rom ántica rom ántica rom ántica rom ántica

El mundo latino ofrece un interesante contraste. Aunque fundada por unos gemelos salvajes, R oma, se aleja poco a poco de los modelos de la cacería heroica convirtiendo el acecho a las presas como un medio de proteger los cultivos. Desde el fin de la R epública, V arron estigmatiza la futilidad de la caza en relación a la cría (Rerum rusticarum ), punto de vista que retoma C olumelle un siglo después en su tratado de agronomía (D e re rustica). La moda de las grandes cacerías traídas de A sia menor por Escipion Emiliano no logra imponerse entre una aristocracia más preocupada por el rendimiento de sus dominios que por la explotación de la caza: los animales salvajes son ante todo perjudiciales cuya destrucción incumbe a los tramperos profesionales. Dado que es la gran explotación, la villa, lo que controla la organización del paisaje rural en las regiones de llanura. C ompacta en su vasta superficie cuadrangular,

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consagrada al cultivo de cereales y a la plantación de viñedos y olivares, opera una segregación neta entre las tierras drenadas y puestas en valor (ager) y la zona periférica destinada al pastoreo de ganado (saltus). En cuanto al gran bosque, ingens silva, ésta perdió todo el atractivo que había ejercido anteriormente para los cazadores por no tratarse más que de un obstáculo a la extensión del control agrícola. La gestión racional de recursos se extiende hasta las presas, cuyas poblaciones son fijadas y controladas, en las grandes propiedades rurales al menos, gracias a puestos de alimentación hacia los que los ciervos salvajes son guiados durante el invierno por congéneres appriavoisés a estos efectos. Los romanos del imperio tienen ciertamente un punto de vista ambivalente respecto al bosque. En una península casi sin árboles, evoca el decorado de mitos de fundación, el recuerdo de la Antigua Rhea Silvia, y la dimensión maternal y sagrada a la que está vinculada se perpetúa como un eco atenuado en los bosque consagrados a A rtemisa y Apolo, o en el santuario silvestre que bordea el lago de N emi donde el extraño ritual ofrece a Frazer la inspiración para su “R ameau d or”. Sin embargo estos bosquecillos residuales cuyos árboles transformados en oráculos no son más que modelos reducidos del bosque primitivo, vencido por el control agrícola. C omo bien señala Simón Schama en su comentario sobre la G ermania de T ácito, el verdadero bosque representa el exterior de R oma, el límite donde termina la jurisdicción del Estado, el recuerdo de la impenetrable vegetación a la que los Etruscos se habían retirado escapando a las consecuencias de su derrota, concretamente esta gigantesca extensión boscosa que se extiende al Este de la G alia latinizada donde los últimos salvajes de Europa resistían aún a sus legiones. Esta “tierra informe” no es del gusto de los romanos: no es agradable ni de ver ni de habitar. Q ué belleza podría presentar a los ojos de gente que aprecian la naturaleza sólo cuando está transformada por la acción civilizadora y que prefieren decididamente que el encanto bucólico de una campiña donde se lea la impronta del trabajo y de la ley, sobre el desorden espeso y húmedo del bosque herciniano?. Este paisaje romano y los valores que le son asociados, implantados por la colonización en las vecindades de ciudades hasta las márgenes de R hin y en Bretaña, que va a dibujar la figura de una polaridad entre lo salvaje y lo doméstico del cual somos tributarios, aún hoy. N i propiedad de las cosas ni expresión de una atemporal naturaleza humana, esta oposición posee una historia propia, condicionada por un sistema de

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organización del espacio y un estilo alimenticio que nada nos autoriza a generalizar a otros continentes. Aún en Occidente, la línea de división entre lo salvaje y lo doméstico no siempre estuvo claramente demarcada como pudo estarlo en la campiña del Latium. Durante la alta Edad Media, la fusión progresiva de las civilizaciones romana y germánica engendró, un uso mucho más intensivo de los bosques y los páramos y una atenuación del contraste entre zonas cultivadas y no cultivadas. En el paisaje germánico tradicional, el espacio no agrícola, está en parte anexado al pueblo. A lrededor de pequeñas aldeas muy dispersas que rodean los claros cultivables se extiende un vasto perímetro de bosque sometido a la explotación colectiva: se practica la caza y recolección, se recolecta leña para el fuego, madera para la construcción y fabricación de herramientas, se lleva a los cerdos a comer bellotas. Entre la casa y el bosque profundo la transición es muy gradual, como escribe G eorge Duby, “esta compenetración del campo y el espacio pastoral, forestal, es sin duda el rasgo que distingue de manera más clara, el sistema agrario bárbaro del sistema romano que disocia el ager del saltus”. La organización romana del espacio se degrada en los siglos V II y V III con el cambio de hábitos alimentarios y la inseguridad creciente que reina en regiones de llanura imposibles de defender. El tocino y la grasa se reemplazan al aceite, la carne de caza reemplaza a la carne de ganado hasta en las casas mas ricas, los productos del saltus y la silva se imponen a medida que la situación de los grandes dominios agrícolas empeora. Es de esta hibridación entre el dualismo romano y la organización concéntrica tipo germánica que nace el paisaje del occidente medieval, donde a pesar de las apariencias, la frontera entre Ecum ene y Anaecum ene (mundo habitado, mundo deshabitado) no es más clara de lo que lo fue siglos anteriores. Habrá que esperar al siglo XIX para que esta frontera adquiera un nuevo vigor, al mismo tiempo que la dimensión estética y moral que tiñe hasta el presente nuestra apreciación de los lugares. Es la época como sabemos, donde el romanticismo inventa la naturaleza salvaje y propaga su gusto por ella; es la época en que los ensayista de la filosofía del w ilderness, R alph W aldo Emerson, Henry David T horeau o John Muir, insta a sus compatriotas a frecuentar las montañas y bosques americanos, buscando una existencia más libre y más auténtica que aquella que Europa había durante largo tiempo brindado el modelo; es la época también en que se crea el primer parque natural, Yellow stone, con una grandiosa puesta en escena de la obra divina. La

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naturaleza era dulce y bella, se torna salvaje y sublime. El genio de la C reación no se expresa más en los paisajes de nimbo romanos perpetuados por C orot, sino en estos precipicios donde bullen los torrentes, esos macizos sobrehumanos del que se desprende un caos de rocas, los altos y sombríos bosques que pintaron C arl B lechen, C aspar David Friedrich o C arl G oustav C arusse, T homas Moran o A lbert B ierstadt en Estados U nidos. Luego de siglos de diferencia o frialdad, los viajeros descubren la severa belleza de los A lpes, los poetas cantan el delicioso horror de glaciares y cavernas, sucumben a esta exaltación alpina que aún C hateaubriand encontrará excesiva. La historia de esta nueva sensibilidad en plena industrialización, devela un antídoto al desencantamiento de un mundo en una naturaleza salvaje y redentora que ya está amenazada. T al sentimiento tomó fuerza de evidencia y sus efectos están presentes en todas partes a nuestro alrededor: en la protección dada a los sitios naturales y la protección de especies amenazadas, en la moda de las caminatas al aire libre y el gusto por los paisajes exóticos, en el interés que despiertan las regatas o las expediciones a la Antártida. Pero esta evidencia nos impide tal vez medir que la oposición entre lo salvaje y lo doméstico no es patente en todo lugar y en todo tiempo. Y debe su actual poder de convicción a los azares de una evolución de las técnicas y las mentalidades que otros pueblos no compartieron. La compañera de viaje de Michaux no había leído sin dudas “La N ouvelle Heloïse”2 ni admirado los paisajes atormentados de T urner: la idea de salvaguardar la selva cuyos recursos saqueaban sus conciudadanos no se le habría ocurrido. Ella, la pobre era prerromántica, horrorizada ante la vegetación desenfrenada, las bestias inquietantes y las legiones de insectos. T al vez también se habría extrañado del gusto perverso del joven poeta europeo por ese pandemonio de plantas de las cuales ella buscaba distanciarse. Sobre el vapor que descendía por el Amazonas, transportaba una visión bien particular de su ambiente, toda una carga de prejuicios y de sentimientos que los indios de la región habrían encontrado enigmáticos si, por casualidad, ella hubiera tenido la capacidad o las ganas de compartirlo. La conquista de los espacios vírgenes era para ella una realidad tangible y una meta deseable, al mismo tiempo que un eco atenuado y confuso de un contraste más fundamental entre la naturaleza y la civilización. T odo esto como adivinamos no hubiera tenido 2 N . del T . la N ueva Eloísa. R ousseau, 1760. Obra en la que a pesar de un romanticismo incipiente, R ousseau no deja de ser el filósofo de la Ilustración, de tal manera que, además de relatar una historia de amor, puede hacerse un completo recorrido tanto por su pensamiento como por los usos y costumbres del siglo XV III: las Artes, las Letras, la política, la educación de los hijos, la moda en el vestir, la cocina, el trabajo del campo, y hasta el paisajismo y los jardines.

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ningún sentido para los Indios que ven en la selva otra cosa y no un lugar salvaje a domesticar o un motivo de predilección estética. Es verdad que la cuestión de la N aturaleza no les preocupa. Es un fetiche que nos es propio, fuerte y eficaz por otra parte, como todos los objetos de creencia que los hombres crean para actuar en el mundo.